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La ilustre casa de los López de Mendoza

Villabermeja, como ya queda indicado, ha sido por más de dos siglos lugar fronterizo de tierra de moros.

Aún está en pie el castillo o fortaleza que tenía allí el duque, señor del lugar. Los negros y espesos muros de toscas piedras, las almenas encumbradas, los torreones cilíndricos, todo subsiste aún. Un arco, en cuyo seno hay un pasadizo, pone en comunicación el castillo con la iglesia. Esta es, con todo, mucho más moderna que el castillo, y bastante posterior a la época guerrera de los bermejinos. Cuando andaban batallando sin reposo contra los moros de Granada, se encomendarían a Dios en el castillo mismo o en medio de los campos. Después de la conquista de Granada fue, sin duda, cuando se pensó en la iglesia, y vinieron a edificarla los hijos del glorioso padre Santo Domingo.

La casta belicosa de los bermejinos fue desde —51→ entonces doblando poco a poco el cuello al yugo de la teocracia frailuna, y de aquí proviene, en mi sentir, el chiste de hacerlos descender del padre Bermejo.

Durante los siglos de la monarquía absoluta, aquel lugar de hidalgos peleadores se amansó, se emplebeyeció y se democratizó. El duque se fue a la corte, y nadie volvió a verle por el lugar. Ni amado ni odiado, nadie volvió a pensar en él. El administrador del duque era quien arrendaba o daba a censo las tierras.

A principios de este siglo, salvo el ausente e invisible duque, apenas había en Villabermeja, ni siquiera en espíritu, tres o cuatro familias hidalgas. Todo lo restante era plebe, olvidada ya de la gloria de sus ascendientes heroicos. Desde principios de este siglo hasta hace unos treinta años, época en que empieza nuestra historia, esas mismas familias hidalgas o se habían confundido con la plebe, agobiadas por la pobreza, o habían emigrado, Dios sabe dónde, en busca de mejor fortuna. Sólo quedaban los López de Mendoza, alcaides perpetuos de la fortaleza, desde los tiempos de Alamar el Nazarita y del santo Rey D. Fernando.

La hermosa casa solariega de estos López de Mendoza bermejinos se apoya en los propios muros —52→ del castillo. La sencilla y elegante fachada, obra del siglo XVI, es de piedra de sillería, y tanto la puerta como el balcón del medio del piso principal están adornados con airosas columnas de mármol blanco. Coronando el referido balcón, resplandece el limpio y complicado escudo de armas de la ilustre familia, primorosamente esculpido, sobre mármol blanco también.

Aunque no tanto como la familia misma, la casa ha decaído y da muestras claras y tristes de la estrechez de los dueños. En muchos balcones faltan cristales; las antiguas puertas, prolijamente labradas y cubiertas de graciosos clavos de bronce, están descuidadísimas; y el amarillo jaramago publica la afrenta de aquella fábrica arquitectónica, brotando por entre las grietas que se han abierto al separarse varios sillares. Las grietas son tan anchas y profundas en algunos sitios, que ofrecen sobrada capacidad para que en su seno se aniden las lagartijas, las salamanquesas asquerosas y los feos y medrosos murciélagos, y para que nazcan, se arraiguen y crezcan allí no pocas higueras bravías y yerbas y maleza. Esta vegetación parásita se desenvuelve mucho en primavera y da a la fachada el aspecto de un jardín vertical. El alero del tejado es tan ancho que deja un espacio grande entre su extremidad y —53→ el muro, donde las golondrinas fabrican con predilección sus rústicos nidos.

Sobre el piso principal de la casa hay otro piso de graneros y zaquizamíes; pero como, de mucho tiempo ha, apenas hay granos que llevar a aquellos graneros, sólo los habitan algunos búhos y lechuzas melancólicos y algunos ratones parcos y ascetas.

Todas las casas del lugar, aun las más pobres, se enjalbegan tres o cuatro veces al año, y están más blancas que el ampo de la nieve. La casa de los Mendozas ofrece, pues, una gran contraposición, comparada con ellas, y tiene un aspecto sombrío, con sus piedras, si algo doradas por el sol, más ennegrecidas aún por las lluvias, el descuido de los amos, el transcurso del tiempo y la inclemencia de las alternadas estaciones.

La casa de los Mendozas está además en el sitio más esquivo y apartado, a la espalda del castillo, en un callejón sin salida, mientras que las blancas y alegres casas de los plebeyos más acomodados están en calles abiertas o en la plaza, donde hay fuente con cuatro caños y algunos álamos, y por donde discurren hombres, mujeres y chicos, y se nota movimiento de carros, carretas y caballerías.

No hace muchos años, aún no se había construido, a tiro de escopeta del lugar, el nuevo cementerio, —54→ y los muertos se enterraban todos al lado de la iglesia, en un corralón, frente a la casa de los Mendozas. Sólo se enterraban en la iglesia misma los frailes y los mencionados Mendozas, quienes tenían allí bóveda subterránea y una magnífica capilla con retablo lujosísimo de madera dorada, del tiempo y gusto de Churriguera, lleno de profusas e intrincadas labores de talla. En el camarín de esta capilla hay un Jesús Nazareno, con su cruz a cuestas, vestido con túnica de terciopelo bordada de oro, de quien el mayorazgo de los Mendozas es hermano mayor. Después del santo de plata, patrono del pueblo, esta imagen de Jesús es la más querida y la que pasa en el lugar por más milagrosa. El artificio con que la imagen está fabricada no denuncia el mayor ingenio por parte del autor en punto a mecánica, pero ha sido de mucho efecto y lo es todavía, al menos para las mujeres. Nuestro Padre Jesús, merced a una cuerda de que tira el sacristán, separa el brazo derecho de la cruz que tiene asida, y desde el balcón de las Casas Consistoriales, que da sobre la plaza, echa la bendición a la muchedumbre de los fieles, una o dos veces cada año, cuando le sacan en procesión.

Pero volviendo a la casa solariega de los Mendozas, fácil es de comprender lo fúnebre que será con —55→ esta vecindad del antiguo cementerio, y de la iglesia, bastante ruinosa ya, y depósito asimismo de osamentas.

La familia de los Mendozas había ido decayendo y no era más alegre que su habitación.

El sino y el estado de esta familia, y sus relaciones con el resto de los bermejinos, tenían algo de extraño. Se diría que, desde que vinieron los frailes dominicos al lugar y el lugar se fue enfrailando, ésta fue la única familia que luchó contra ellos y quiso conservar la secularización, por decirlo así. En lucha tan descomunal había acabado por sucumbir, y eso que había contado, hasta lo último, con varones de notoria aptitud y denuedo.

Nadie en el lugar quería mal a los Mendozas, porque no había memoria de que hubiesen hecho daño a la gente menuda. Nadie tampoco les tenía envidia, porque estaban pobres y empeñados. No obstante, contábanse cosas que podían ofender a la familia.

De un antiguo Mendoza, del tiempo de los moros, se referían ciertos amoríos escandalosos con una cautiva, mora y hechicera. De otro Mendoza, no menos ilustre, que estuvo en las Indias, se afirmaba que se había casado con una judía o con una coya o princesa peruana, que sobre esto no se estaba —56→ muy de acuerdo, aunque si bien se nota no implica contradicción, pues, para nuestros lugareños, judío o moro es equivalente a todo lo que no es cristiano, y así de un niño que no ha recibido el bautismo, se dice que está judío o que está moro aún.

Lo evidente para los bermejinos era que la cautiva mora primero y la coya o judía más tarde infundieron en la sangre de los Mendozas cierta levadura de impiedad. En cambio, la judía o coya trajo en dote a su marido una gran cantidad de dinero, con la cual se edificó la casa solariega de que hemos hablado, y se compraron no pocas fincas, perdidas o empeñadas después.

Como complemento y añadidura se aseguraba que la judía o la coya trajo de allende los mares, de aquellos bárbaros palacios en que moraba, multitud de perlas y diamantes, los cuales estaban escondidos y emparedados en un rincón de la casa que nadie llegó jamás a saber. En varias ocasiones, sin embargo, habiéndose enriquecido de repente algún vecino del lugar, sin saber a qué atribuir su riqueza, habíase supuesto que dicho vecino había encontrado parte del tesoro, burlando la vigilancia del espíritu de la princesa india que le custodiaba, o venciéndole y dominándole por artes diabólicas.

Murmurábase también de la aparición casi diaria, —57→ en los desvanes de la casa, de un célebre comendador Mendoza; el cual había estado en Francia durante la gran revolución, y por su impiedad, por varios lances trágicos y misteriosos y por la manera con que vivió los últimos años de su vida mortal, andaba penando con el manto blanco de su encomienda y la roja cruz de Santiago en el pecho, aunque sin brazos la cruz, porque, no estando en gracia, no podía llevar cruz perfecta en la otra vida, no faltando quien afirmase que no era cruz sin brazos lo que en el manto llevaba, sino la figura de un sapo sangriento.

Suponían los liberales del lugar que todas éstas eran hablillas que habían difundido los frailes para desacreditar a los Mendozas, los cuales eran de su partido nada menos que desde los tiempos del emperador Carlos V, en que uno de ellos peleó entre los comuneros. D. Francisco López de Mendoza, muerto en 1830, había sido, en efecto, liberalísimo, siguiendo, según en el lugar se afirmaba, el ejemplo de sus antepasados. Desde el año de 1823 hasta que murió, fue muy vejado y perseguido.

En cambio, algunas personas de las más licurgas del lugar, y serviles, como por ejemplo el escribano, aseguraban que los López de Mendoza eran una casta de gente díscola, contraria al espíritu del tiempo en —58→ que vivieron, durante más de tres siglos, y que sólo por sus hazañas en las guerras y por su posición habían sido tolerados. Casi todos ellos habían ido a servir al rey, habían corrido el mundo buscando aventuras y garbeando por estilo heroico cuanto se presentaba, y habían vuelto al cabo al lugar, a la casa de sus mayores, con aumento de su fortuna y con mujer legítima forastera. Aunque contrarios en el fondo del alma al pensamiento político de los españoles de entonces, le habían servido con brillantez por su amor a la vida inquieta; pero en la administración tranquila de sus bienes, jamás se habían empleado con acierto, de suerte que, decaída España de su antigua pujanza, sin Flandes, Indias e Italia, donde ir a rehacer o a mejorar patrimonios, el de los Mendozas había caído por tierra del modo más lamentable.

Ya el D. Francisco de que hemos hablado contrajo infinitas deudas, empeñó muchas fincas, y vendió algunas de las vinculadas, cuando quedaron libres, de 1820 a 1823.

Su heredero, el actual mayorazgo, llevaba trazas de consumir cuanto del caudal quedaba, exento ya de toda amortización y vínculo.

Aunque vagamente, bien entendían y daban a entender los críticos que el espíritu liberal de los —59→ Mendozas era el espíritu anárquico de la Edad Media, que coincidía en algo con el de los tiempos modernos; que su despreocupación o poca piedad tal vez no había sido tan grande en épocas anteriores y que por lo menos había aumentado mucho desde que el comendador Mendoza estuvo en Francia en tiempo de la gran revolución; y que lo que más caracteriza los tiempos modernos, el orden en el manejo de los negocios, el afán legítimo y atinado de aumentar en paz los bienes de fortuna, lo que llaman algunos el industrialismo, era del todo contrario a aquella familia.

Los ricos nuevos del lugar se burlaban de esto sin compasión, pero el vulgo amaba a los Mendozas. El fondo democrático y algo socialista de la educación frailuna del vulgo no se volvía ya contra ellos, porque no tenían más que deudas, ni contra el señor del lugar, cuyos administradores habían sido siempre generosos con el pueblo y con ellos mismos a costa del magnánimo duque, el cual andaba en Madrid hecho un Mendoza de la corte; esto es, con más trampas que pelos en la cabeza. El furor de la porción menos sana de los bermejinos era contra los ricos de reciente fecha; contra los que se habían enriquecido dando dinero a premio o con el tráfico de vinos, aceites y granos. Muchos de estos ricos —60→ nuevos habían hecho su fortuna aumentando el bienestar general, acrecentando el acervo común del haber de la nación, creando riqueza; pero los resabios inveterados de los bermejinos más aviesos, mezclados con la envidia, si bien no de concierto todavía con predicaciones venidas más tarde de fuera de España, no les dejaban ver en los bienes adquiridos por otros un aumento del bien colectivo, sino una dislocación o una absorción de bienes que a todos pertenecían, verificada con infernal astucia. El antiguo refrán que reza: Los ricos en el cielo son borricos, los pobres en el cielo son señores, se oía con frecuencia en los labios de los bermejinos, como pronosticando en son de amenaza, que la habilidad pecaminosa de los ricos no prevalecería en el cielo, donde al fin sería castigada, si antes algún hombre de corazón no adelantaba el castigo, echándose a la vida airada, con armas y caballo.

Entiéndase bien que hablo de la gente peor bermejina. La mayoría es sufridísima y razonable, y lleva sin envidia y con paciencia el encumbramiento de los ricos nuevos, por más que no haya habido toda la limpieza que fuera de desear en el modo de enriquecerse de no pocos.

Había, sin embargo, una razón para que hasta los ricos nuevos mirasen con afecto a los Mendozas. —61→ Merced a la actividad fecunda que la moderna civilización imprime en todo, a pesar de nuestras inacabables discordias civiles, cierta cultura de costumbres se había difundido por todo el lugar; y no pocas familias de arrieros o de gañanes, que habían hecho dinero y fundado casa principal, empezaban a tener humos aristocráticos, recordando con orgullo que descendían de valerosos adalides y yendo a ver con satisfacción en los libros de la parroquia que llegaba su ascendencia, por línea recta de varón en varón, y por legítimo matrimonio, hasta uno de los compañeros o hermanos de armas que vino con el primer López de Mendoza a custodiar aquella fortaleza y a molestar a los moros, entrando en algarada por sus tierras y talando sus panes. De aquí nacía un espíritu de igualdad y de dignidad en perfecto acuerdo con el cariño respetuoso a la casa de los Mendozas, gloria común de todos y monumento del antiguo caudillo.

Doña Ana, viuda de D. Francisco, aunque forastera y anciana ya de sesenta años, vivía en el lugar rodeada de finas atenciones. En medio de sus apuros sostenía esta dama respetable el lustre señoril de la casa. El caballo que montaba su marido permaneció regaladísimo en la caballeriza hasta que murió de viejo. Varios retratos al óleo de los López de Mendoza —62→ que más brillaron, unos con relucientes armaduras, otros con cuera de ante, bizarros todos, y con plumas, y alguno que otro con bengala, como insignia de mando militar, lucían en la cuadra o salón cuadrado, autorizándole como era justo. Los antiguos criados no se despidieron. Y, por último, la jauría de perros de caza se conservó, hasta que pachones, podencos y galgos, fueron todos sucumbiendo al peso de la edad, siendo ejemplo muchos de longevidad perruna.

En esto de los perros, y sobre todo en los podencos era donde más había resplandecido el afecto de los bermejinos a los López de Mendoza. Los podencos son golosos y ladrones siempre, y más aún cuando están a media ración o a menos de media ración. Los podencos de López de Mendoza se hicieron, por consiguiente, famosos en todo el lugar por sus latrocinios e inesperados asaltos. No había morcilla ni longaniza segura, ni pedazo de jamón o de carne con que se pudiera contar, ni lonja de tocino a buen recaudo. Las travesuras de los podencos, no obstante, más eran solemnizadas con risa que refrenadas con dureza. Sirva de prueba lo que ocurrió una vez con la madre del tendero, señora de cerca de setenta años, la cual yacía postrada en cama con un pertinaz dolor de estómago, donde le habían puesto —63→ como reparo, lo que es muy frecuente en Andalucía entre los remedios caseros, media docena de bizcochos con canela y empapados en vino generoso. La fragancia atrajo a los podencos en ocasión que la tendera se hallaba sola en su alcoba. En balde ella, defendiéndose con las manos,

Clamores horrendos simul ad sidera tollit;


la descubrieron, a pesar de sus gritos; y sin que el pudor les pusiese el menor reparo, se comieron el otro, dulce y aromático, que en tan oculto sitio había. La gente de casa acudió tarde para evitar que este reparo pasase al cuerpo de los podencos, mas no acudió tarde para contemplar a la excelente matrona en una inusitada y vergonzosa desnudez.

No puede negarse, a pesar de éstas y otras muestras de simpatía, que la tal simpatía se entibiaba con harta frecuencia por un defecto involuntario, casi fatal de la señora doña Ana, cuya cortesía no tenía límites, pero cuyo entono, circunspección y retraimiento ponían a raya toda familiaridad y toda confianza. La señora doña Ana, encastillada en el fondo de su caserón, apenas salía a la calle, recibía de tarde en tarde visitas con todo cumplimiento y ceremonia, y las pagaba con exquisita urbanidad. No había medio de quejarse de que fuese grosera, ni —64→ algo tiesa de cogote, pero no intimaba con nadie y era arisca y poco comunicativa.

Las otras señoras del lugar se despicaban propalando que doña Ana era bruja, aunque no con brujería plebeya de untarse y volar al aquelarre, sino con brujería aristocrática, recibiendo en su estrado a diablos y almas en pena de distinción y alto coturno, y entre ellos a varios individuos de la familia, como la mora cautiva, la coya y el comendador, con los cuales tenía sus tertulias.

Del mayorazgo Mendoza, del hijo de doña Ana, que vivía también en la casa solariega, y que era sujeto menos tratable aún y más retirado de la convivencia de sus compatricios, a pesar de sus veintisiete abriles, se decían cosas mucho más raras; pero tanto lo que de él se decía, como lo que era en realidad, merece capítulo aparte por su mucha importancia.

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¿Para qué sirve?

Revista de España, tomo XLI, Nº 162 de noviembre y diciembre de 1874, pp. [197]-217

No se asusten los lectores timoratos al leer el epígrafe que antecede, ni se den a sospechar que intento promover cuestiones impías. Harto se me alcanza que en toda la resplandeciente y complicada máquina del mundo no hay cosa alguna que no sirva para algo: todo tiene un fin; todo concurre al orden perfectísimo y a la total armonía. Para creerlo y afirmarlo, importa lo mismo decir que vemos porque tenemos ojos o que corremos porque tenemos piernas, que decir lo contrario: esto es, que porque vemos tenemos ojos y porque corremos nos han nacido piernas y todo lo conveniente para correr. Casi, casi redunda en mayor alabanza de las leyes providenciales el contemplar y explicar las cosas de este último modo. Y si no, vaya de ejemplo: ¿Quién sería mejor relojero, el que fuese fabricando prolijamente todas las ruedecillas, cada una con su fin y propósito, y luego las ajustase y ordenase entre sí, —66→ y luego diese cuerda al reloj, y luego el reloj marcase y sonase las horas, o el que pusiese en un poco de metal un movimiento y una idea y un propósito de dar las horas, que agitasen todas las partecillas de que el metal se compone, y las forzasen a no parar en sus giros, vibraciones, brincos y sacudimientos, ya agrupándose de un modo, ya de otro, hasta que juntas se concertasen en marcar el tiempo y en señalar las horas con un punterito y en hacerlas sonar en el momento debido, hasta con música o por lo menos con cuco?

El prurito eficaz, triunfador e infalible, puesto en los átomos, de organizarse de suerte que se formen seres que corran y que vean, o es aserto misterioso y confuso como el dogma más ininteligible de la más metafísica de las religiones, o presupone en la idea primera, cuyo desenvolvimiento produce el universo, una voluntad y una inteligencia soberanas, no menos grandes que las del ser personal que nos hiciese ojos para ver y piernas para correr. Repito, pues, que casi afirma más esta inteligencia y esta voluntad increadas, no el pensar que se nos dio ojos para que viésemos y piernas para que corriésemos y alas a los pájaros para que volasen, sino el pensar que, desde el origen, hay en la materia un afán de volar que produjo al —67→ cabo las alas, y un afán de correr que produjo las piernas, y un afán de ver que produjo los ojos.

Por lo dicho, se me antoja con frecuencia que la tal doctrina de los materialistas novísimos pudiera purificarse de toda mancha de impiedad y hasta convertirse en piadosísima doctrina, muy consoladora además y muy rica en pronósticos de progresos, mejoras y adelantamientos indefinidos. La antigua duda del Padre Fuente la Peña, sobre si los monstruos lo son ellos o lo somos nosotros, se resolvería en favor de los monstruos, que tal vez aparecían como síntomas del prurito o conato de crear nuevas especies; y, siempre que fuera este conato legítimo, y no capricho pecaminoso, caso en el cual el ser monstruoso sería un castigo, ¿quién nos había de privar de la razonable esperanza de echar alas y volar, si nos empeñábamos, o de tener cola o trompa o un ojo más, como Fourier pretendía?

Ni se argumente en contra sosteniendo que la vida, el instinto, el brío de los átomos, de las impalpables e invisibles esferillas que llenan el aparente vacío con las ondas del éter, es un instinto ciego, coeterno con la sustancia. ¿Como dimana del instinto ciego la inteligencia que después explica sus leyes indefectibles? Estas leyes, además, o están en cada átomo, que las conoce y las impone, o están —68→ fuera o por cima de los átomos, o están a la vez en los átomos y fuera de ellos; por donde vendríamos a parar, después de calentarnos la cabeza más de lo justo, en aquello que nos enseñaba en la escuela el catecismo del padre Ripalda: en que Dios está en todo lugar animándolo y ordenándolo todo.

Por dicha el ¿para qué sirve? de nuestro epígrafe, no requiere que ahondemos tanto. Este ¿para qué sirve? era la pregunta que doña Ana se hacía a menudo con referencia a su único hijo el mayorazgo Mendoza. Y era también la pregunta que se hacía a sí mismo dicho mayorazgo, diciendo: ¿Para qué sirvo? y no sabiendo qué contestar.

Nadie imagine, sin embargo, que era cojo, sordo, ciego, tullido, o tonto el mayorazgo Mendoza. Tenía sus sentidos y potencias más que cabales; era robusto, estaba sano y bueno, y, como ya se ha dicho, o si no se ha dicho se dice ahora, acababa de cumplir veintisiete abriles; pero nada de esto impedía que la señora doña Ana y el mismo mayorazgo se preguntasen con ansiedad si él servía para algo y no atinasen con la contestación.

Menester será, para que el lector comprenda bien estas cosas, que le ponga yo en algunos antecedentes.

Doña Ana era una dama, hija de un hidalgo —69→ de Ronda, de los más ilustres de aquella enriscada ciudad. Baste decir que doña Ana se apellidaba de Escalante. Entre sus gloriosos antepasados, contaba a uno de los fundadores de la Maestranza; y los timbres de la Maestranza y sus grandes servicios en la guerra de sucesión, en el sitio de Gibraltar, en la guerra del Rosellón y en la de la Independencia, fueron desde entonces los timbres y servicios de la familia de doña Ana.

Aunque nacida y criada en lugar tan alpestre y retirado como es Ronda, doña Ana fue educada hasta con refinamiento; y no sólo por el gusto castizo y exclusivamente español, sino de un modo que pudiéramos llamar cosmopolita. Un discreto sacerdote francés, de los muchos que durante la revolución emigraron, vino a parar a Ronda, y fue el maestro de doña Ana, enseñándole su idioma y bastante de historia, geografía y literatura, y haciendo de ella un prodigio de erudición para lo que entonces solían saber en España las mujeres.

Todo el saber de doña Ana no le valió, sin embargo, para negocio alguno; y al fin, cuando ya tenía veintinueve años cumplidos, recelando quedarse para tía o para vestir santos, y estimulada por su padre y hermanos, que ansiaban colocarla, o dígase deshacerse de ella, se resignó a casarse con el —70→ Sr. D. Francisco López de Mendoza, no menos ilustre que los Escalantes, mayorazgo, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, comendador de Santiago y maestrante también de Ronda, como el padre y los hermanos de ella lo eran. Quieren decir ciertos autores que ya los Mendozas y los Escalantes tenían algún parentesco, y que esto contribuyó a facilitar el matrimonio; pero como no importa la tal circunstancia a la esencia de nuestra historia, la paso por alto, sin entrar en detenidas investigaciones.

Doña Ana tomó su partido con valor. Aunque había visto a Sevilla y había pasado largas temporadas en Málaga y en Cádiz, se enterró en vida en Villabermeja, sin quejarse lo más mínimo, sin dejar sentir a nadie, ni una vez siquiera, el sacrificio que hacía. D. Francisco, aunque muy caballero, era rudo, ignorante y violentísimo. Doña Ana supo amansarle, pulirle y civilizarle un poco a fuerza de paciencia y dulzura. El amor de doña Ana a D. Francisco, dicho sea entre nosotros, si por amor hemos de entender algo de poético, no existió jamás; pero doña Ana tenía muy elevada idea de sus deberes y se miraba en su honra con verdadero orgullo patricio. Fue por consiguiente una esposa modelo. Achican un tanto el encomio que por esto merece —71→ dos notables consideraciones. La primera es que el orgullo de doña Ana, aunque rebozado en cortesía, no le dejaba estimar, ni siquiera como a prójimos, al resto de los bermejinos. Es la segunda la ferocidad y vigilancia de D. Francisco, el cual anduvo siempre ojo avizor y con la barba sobre el hombro, como quien no quiere la cosa; y si hubiera cogido en un renuncio a doña Ana, ni el Tetrarca ni Otelo se le hubieran adelantado en vengar el agravio.

Lo que en manera alguna se achica por nada, en lo que no cabe escatimar el elogio, es ya que no en el amor, en el afecto que engendra el trato, en la confianza que de la convivencia nace, y en la delicada amistad y constante devoción con que asistió siempre doña Ana al lado de su marido, cuidándole cuando estaba enfermo, consolándole cuando triste, templando su furia cuando irritado, y compartiendo sus alegrías y haciéndolas mayores con su regocijada conversación cuando él estaba alegre. Doña Ana perdía la gravedad y el entono en el seno de la familia y solía ser muy amena.

El fastidio, terrible y peligrosa enfermedad en las mujeres, no se apoderó nunca del alma de doña Ana, pues sabía emplear su tiempo del modo más variado. A pesar de que había leído a Racine, a Corneille y a Boileau, le encantaban los poetas españoles —72→ más conceptuosos, sobre todo Góngora y Calderón, y hasta Montoro y Gerardo Lobo. La Historia de España, de Mariana; las obras del venerable Palafox, y el Teatro crítico y las Cartas eruditas de Feijoo, eran sus libros predilectos en prosa.

Siempre estaba ocupada en algo. Cuando no leía, cosía o bordaba; y cuando no, cuidaba de la casa, donde el orden y la limpieza luchaban con lo triste y aislado del sitio y con lo vetusto de los muebles.

Desde la muerte de D. Francisco tuvo doña Ana ocupación más importante; la educación completa de su único hijo.

Mientras D. Francisco vivió, la tal educación se había ido haciendo con tres impulsos diversos. D. Francisco enseñó al niño a montar a caballo, a tirar con la escopeta, y otras habilidades pertenecientes a la gimnástica. Cuando D. Francisco murió, tenía su hijo doce años; pero en dichas cosas estaba bastante adelantado.

El aperador de la casa era un antiguo criado, a quien, por la majestad con que trataba de que todo lo perteneciente a sus amos se respetase, habían puesto el apodo de Respeta; pero el hijo de Respeta, a quien sólo por ser su hijo llamaban Respetilla, era de lo menos respetador y de lo menos amigo de infundir respeto por las cosas de sus amos que puede —73→ imaginarse. Este Respetilla, que tendría seis u ocho años más que el mayorazgo Mendoza, fue su confidente, escudero, lacayo, ayo y preceptor, todo en una pieza. Con él aprendió el mayorazgo a jugar a las chapas, al cané y al hoyuelo, a tocar la guitarra y cantar la soledad, el fandango y otras canciones, y a referir una multitud de cuentecillos verdes. Por último, doña Ana enseñaba al mayorazgo historia; y el mayorazgo se aficionó más que a ninguna otra a la de Grecia y Roma, soñando, siempre que no jugaba al cané o a las chapas, con ser un Scipión, un Milciades, un Cayo Graco o un Epaminondas, según él conocía a estos héroes por el libro de Mr. Rollin traducido al castellano.

Muerto D. Francisco, doña Ana tomó la férula educadora y no quiso compartir con Respetilla la educación de su hijo. Era ya tarde, sin embargo, para apartar a Respetilla y para desarraigar del corazón y de la mente del ilustre mayorazgo todos los vicios y resabios de un señorito andaluz de lugar. Doña Ana hubo de contentarse con tratar de injertar, digámoslo así, en el señorito andaluz y lugareño el saber y los sentimientos propios de un hombre culto y de un perfecto caballero.

Como D. Francisco había sido negro, esto es, muy liberal, a pesar de preciarse de tan linajudo, y —74→ había estado mal con Narizotas, como él llamaba a Fernando VII, siempre se había enfurecido ante el proyecto de que el niño fuese a servir al rey, entrando de cadete en un colegio. Doña Ana siguió con facilidad, en este punto, el humor de su dulce esposo, porque idolatraba a su hijo, no quería separarse de él, suponía aún que teniendo que gozar de su mayorazgo no tendría que servir a nadie, y además pensaba en que ni Milciades, ni Epaminondas, ni Cayo Graco, ni ninguno de los Scipiones, fueron cadetes nunca, ni subieron paso a paso, ridícula y prosaicamente, hasta llegar a generales, sino que fueron oradores, hombres políticos, guerreros y magnates a la vez, y ya empuñaban la espada, ya tomaban la pluma, ya se revestían de la toga, ya se armaban con la loriga y con el casco. Así quería doña Ana que fuese su hijo, y aunque no tenía más que uno, entendía que valía por dos, y se juzgaba otra Cornelia.

Doña Ana comprendió, a pesar de todo, la utilidad de que el niño siguiese una carrera; y, después de meditarlo bien, eligió la de abogado, no para que ganase la vida haciendo pedimentos, sino para que aprendiese las leyes, y supiese reformarlas y darlas a su patria, cuando llegase la ocasión.

El mayorazgo estudió, pues, latín con el dómine —75→ del lugar, y llegó a traducir casi de corrido algunas vidas de Cornelio Nepote. Fue luego al Seminario conciliar de la capital de su provincia, donde aprendió filosofía en el padre Guevara, y sacó siempre nota de sobresaliente. Y por último, cursó el derecho en la Universidad de Granada, donde, por arder entonces la guerra civil entre carlistas y cristinos, no había severidad en cuanto a la asistencia.

Nuestro mayorazgo se pasaba, pues, en Villabermeja la mayor parte del tiempo que duraba el curso. Luego iba a examinarse; y, merced a la longanimidad de los examinadores, siempre obtenía buena nota.

En las excursiones a Granada acompañaba al mayorazgo el fiel servidor Respetilla. Allí se portaban ambos con cierto rumbo y elegancia. Hubo temporadas en que hasta la jaca castaña, en que cabalgaba y viajaba desde el lugar el señorito, se quedó en Granada para que el señorito la montase y luciese. Bien es verdad que entonces todo estaba aún barato en Granada, mereciendo esta ciudad llamarse la tierra del ochavico. Con veinte reales diarios se hacía todo el gasto de vivienda, comida, camas y servicio de amo, criado y jaca.

Aun así era un lujo estupendo. Lo más que solía gastar entonces en el pupilaje un estudiante en Granada —76→ era la suma de siete reales diarios. Seis era el precio medio corriente de las mejores casas, donde las patronas más aseadas y bonitas daban almuerzo, comida y cena, cama, luz, agua y otra multitud de regalos.

En fin, el ilustre Mendoza terminó en Granada su carrera, y se graduó de licenciado y de doctor in utroque. Doña Ana le bordó una primorosa muceta y le hizo una borla riquísima para el bonete.

El miniaturista más hábil que había entonces en Granada pintó por seis duros, sobre cándido marfil, el retrato del mayorazgo Mendoza, con su muceta, su toga y su bonete emborlado; y el mayorazgo Mendoza, cuando volvió a los brazos de su madre, hecho un doctor, le trajo dicho retrato de presente, puesto en un marco de ébano con adornitos de bronce.

Ya desde aquella época, como el mayorazgo Mendoza se llamaba don Faustino y era doctor, empezaron a llamarle el doctor Faustino, título y nombre con que se hizo famoso en lo futuro y con que en adelante le designaremos.

El doctor Faustino se doctoró en el año de 1840. Volvió a su casa lleno de ilusiones y deseoso de ir a Madrid a realizarlas. Por desgracia, su ciencia era vaga y sus ilusiones eran tan vagas como su ciencia.

—77→

El doctor sabía de todo y de nada sabía. De todo sabía más que de leyes, que era, al parecer, lo que había estudiado.

El título que le habían dado en la Universidad, era un título huero. ¿Para qué sirve el título? se preguntaban el doctor y su madre.

El Sr. D. Faustino López de Mendoza y Escalante, alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja, Caballero del hábito de Santiago, maestrante de Ronda, descendiente de una multitud de héroes, ¿estaría bien que fuese a Madrid a ponerse de pasante con un abogado? Doña Ana y el doctor reconocían que la profesión de abogado era honrosísima, sabían que Cicerón y Catón habían sido abogados en Roma, y nada razonable tenían que objetar contra la abogacía: pero una estética irresistible, un sentimiento superior a todo raciocinio les hablaba poderosamente al alma, clamando: D. Faustino no puede ser abogado. D. Faustino además, si bien se creía capaz de inventar las mejores leyes, fundándolas en filosofía, no se sentía con fuerzas para aprender las leyes inventadas por otros, al menos en sus pormenores y menudencias. Esto, parodiando la sentencia de Triboniano o de no sé qué otro jurisconsulto, anterior a las Pandectas, sostenía D. Faustino que era carga más a propósito para —78→ muchos camellos que para un hombre solo, y más siendo este hombre alcaide perpetuo y maestrante.

¿Iré a Madrid a pretender un empleo? se preguntaba D. Faustino. A esto no se oponía sólo lo ilustre de su nacimiento, el hábito de Santiago y la maestranza, sino el mismo título de doctor, que don Faustino y su madre tomaban por lo serio. ¡Qué vergüenza, qué degradación pretender o tomar un empleo de ocho o diez mil reales, que era lo más que podían darle, e ir a confundirse y aun a quedar por bajo de tantos y tantos pelafustanes plebeyos, que sin ser doctores, ni maestrantes, ni alcaides perpetuos de ninguna fortaleza, disfrutaban de mucho más sueldo y de mayor categoría en las oficinas del Estado!

¿Aspiraría D. Faustino a entrar en la carrera judicial? Pero ¿qué puesto obtendría, contando con favor y humillándose a pretender del ministro? Una promotoría fiscal. A lo sumo, un juzgado. Esto era inaceptable. D. Faustino se resignaría a ser oidor; pero no podía ser menos. Para vivir en un lugar, bien estaba en el suyo, donde vivía en su casa solariega y cerca del castillo de que era alcaide perpetuo, donde su nombre se respetaba, donde se acataban sus blasones, y donde, si los destinos del mundo no hubieran cambiado tanto, podría ejercer mero —79→ y mixto imperio, y ser, por delegación del duque, cuando no por derecho propio, señor de horca y cuchillo, pendón y caldera.

¿Se dedicaría D. Faustino a la literatura? Mucha afición tenía a esto, pero ¿cómo ganar dinero con la literatura en España? D. Faustino, además, seguía sobre el particular la opinión de Alfieri, literato casi tan noble como él. El poeta que reviste la belleza ideal de una forma sensible, y el sabio que enseña la verdad severa a los hombres, no deben pensar en remuneración alguna; no deben tener Mecenas ni entre los próceres ni en el vulgo. Si buscan Mecenas, se exponen a caer en el servilismo, profanan el sacerdocio de las musas, degradan un magisterio sublime y convierten la misión de hierofantes en el bajo oficio de aduladores de los príncipes o de las muchedumbres. Había que pensar también si, aun allanándose a lisonjear el gusto de muchedumbres o de príncipes, toparía el doctor Faustino con algunas o con algunos que quisieran leer y pagar lo que él escribiese. Esta duda la resolvía el doctor prometiéndose escribir para un público eterno, sin atender a la corriente de la opinión, al gusto dominante en un momento dado, a la moda o al capricho. Pero como el público eterno no paga, el doctor decía, con Alfieri que valía más ejercer un oficio mecánico para —80→ ganar el pan y escribir para alcanzar laureles inmortales, que no fundar en los escritos la menor esperanza de mejorar la situación económica.

Varias veces pensó el doctor Faustino en meterse a periodista, tomándolo por aprendizaje y propedéutica de hombre de Estado y de literato a la vez; pero ¿cómo sujetarse a los antojos de un director, tal vez rudo, ignorante y necio? ¿Cómo un alcaide perpetuo, caballero del hábito de Santiago, con tantos ascendientes venerandos, con un árbol genealógico tan hermoso, y con mil otros títulos y distinciones, había de dejarse asalariar por cualquier zascandil que tuviese dinero para fundar un periódico y se dignase darle veinte o treinta duros al mes para que escribiera lo que al periódico conviniera, ya que no le obligase a pasar algún tiempo de novicio (el doctor se estremecía y horripilaba sólo de pensarlo), traduciendo el folletín, tomando de acá y de acullá noticias para compaginar el correo extranjero, o recortando armado de unas viles tijeras sueltos y gacetillas de otros periódicos, y pegando con obleas en cuartillas lo recortado, a costa de la propia saliva, para mayor ignominia? El doctor Faustino no era posible que fuese periodista tampoco.

En suma, la madre y el hijo se pasaron muchos meses cavilando, discurriendo y discutiendo qué —81→ podría ser, a qué podría dedicarse, para qué podría servir el doctor Faustino, y no hallaban la solución de tan arduo problema. Ambos entendían, no obstante, que el doctor servía y valía para todo, dándole dinero con que llegar. Esta especie de viático para el primer encumbramiento, esta peana indispensable para alzarse entre las turbas y hacer que resplandeciese el verdadero mérito era lo difícil de hallar, así para el doctor como para su madre.

No había medio, o al menos era muy aventurado, que el doctor Faustino se lanzase a Madrid, a la buena de Dios, sin ánimo de buscar en la redacción de un periódico, en una oficina o en el estudio de un abogado, alguna ayuda de costas mientras llegaba a personaje.

El caudal de los Mendozas, hacía tiempo, había menguado mucho. D. Francisco, con su desgobierno, le había disminuido más y le había empeñado.

Aunque D. Francisco había amado y respetado siempre a doña Ana, sus pasiones de hidalgo, y su vanidad quizás, le habían arrastrado primero a tener relaciones con cierta ninfa a quien llamaban la Joya, y más tarde con otra ninfa a quien llamaban la Guitarrita. Ni la Guitarrita ni la Joya gastaron nunca brazaletes y collares de diamantes y de perlas, ni se vistieron con Worth, ni con la Honorina, ni con Monsieur —82→ Augusto, ni anduvieron en coche; pero en cambio tuvieron ambas una dilatada parentela de padres, tíos, hermanos y primos, que ya sacaban aceite, ya vino, ya morcillas, ya lomo, ya trigo de la casa del ilustre mantenedor. La Joya, además, lo mismo que la Guitarrita, se vestían bastante bien, para lo que en el lugar se usaba, y todo esto consumía la hacienda de D. Francisco.

Por último, habían costado caras y contribuido al atraso de la casa las mismas bizarrías de D. Faustino, siendo estudiante en Granada, donde había tenido luneta en el teatro, y había jugado al monte y había perdido, y donde se había vestido en casa de Caracuel, haciéndose, no ya sólo fraques y levitas, sino vestidos de majo, y dos uniformes, uno de maestrante y otro de oficial de lanceros de la milicia Nacional. Este último uniforme, sobre todo, había costado un ojo de la cara, por lo complicado y pintoresco. No le faltaban perfiles ni requilorios.

Cuando la expedición de Gómez, se había movilizado en Granada la milicia, y a D. Faustino le había hecho el capitán general su ayudante de campo, de suerte que el uniforme hasta portapliegos tenía, el cual iba pendiente de unas correas muy lustrosas. El charol del portapliegos era exquisito y se veía uno la cara en su bruñida superficie. La multitud de —83→ cordones y bordados de oro no era de menos precio y elegancia; y el chascá polaco, con un plumero blanquísimo, y el sable truculento y la lanza con banderola, habían importado asimismo buenos dineros.

D. Faustino no estaba muy seguro de que ni este uniforme, ni el de maestrante de Ronda, ni los dos vestidos de majo que tenía, con chupa llena de caireles y marsellé remendado de mil colores, y botines de becerro, bordados por los más primorosos y prolijos presidiarios de Málaga, y zahones, y calzones de punto ajustados con dobles botones de muletilla, de la más rica filigrana de oro que en Córdoba se fabrica, fuesen vestimentas y galas de grande uso y provechoso efecto en las calles y reuniones de Madrid; pero de lo que sí estaba seguro es de que en estas cosas y en otras se había gastado la moneda, y ya había leído él en las obras de un profundo economista, y si no lo hubiera leído lo hubiera adivinado, porque era hombre de muy agudo entendimiento, que la moneda es indispensable al hombre desde el momento en que el hombre vive en sociedad.

Esta necesidad de la moneda se aumentaba tratándose de ir a vivir a Madrid, donde todo cuesta un sentido en comparación de lo que valen las cosas —84→ en los lugares, y donde D. Faustino López de Mendoza tendría que hacer su epifanía, como importaba al lustre de su apellido y a dos o tres marquesas y condesas, amigas y parientas de su madre, que habían de recibirle como sobrino y presentarle en todos los salones aristocráticos.

Hubo ocasiones, en que madre e hijo pensaron en que D. Faustino fuese a Madrid de incógnito, tomando un pseudónimo, hasta que hubiese más dinero, o bien se viniese a descubrir quién él era por su mismo esplendor y por las bellas acciones o escritos que hiciese o compusiese; pero este arbitrio se abandonó por impracticable.

Ir a Madrid, sin ir de incógnito, era una temeridad, no yendo a pretender. El vino, principal riqueza de la casa de los Mendozas, estaba a peseta la arroba. ¿Qué menos podía gastar en Madrid don Faustino, asistiendo en la sociedad comm'il faut, y viviendo con extraordinaria economía, que ochenta duros al mes? Pues bien; ochenta duros al mes suponen cuatrocientas pesetas o sea cuatro tinajas de vino, que importan al año cuarenta y ocho tinajas; cerca de cinco mil arrobas: la mar de vino; la cosecha entera de los mejores años, no habiendo oídium ni honguillo. Y si el señorito se lo gastaba todo en Madrid ¿con qué se pagaban las contribuciones? —85→ ¿Con qué se hacían las labores? ¿Con qué satisfacían los intereses del dinero tomado a rédito (al veinte por ciento) sobre buenas hipotecas? Hic opus, hic labor est; según el profano.

A pesar de todo, el doctor Faustino no se resignaba a no ir a Madrid, donde, echando pecho al agua y arrostrando y venciendo mil dificultades, se lisonjeaba de conquistar, ni él mismo sabía por qué caminos, gloria, posición y fortuna. La idea de que muchos hombres, con menos medios que él, se habían encumbrado, le estimulaba perpetuamente. No había género de ambición que el doctor no tuviese. Andaba como toro picado del tábano.

En punto a oratoria esperaba ser un Demóstenes, no a la pata la llana y sencillote como fue el de Atenas, sino con todos los floreos que privan en nuestra edad más retórica. En efecto, nadie había salido tan apto como él para imitar el estilo de su célebre maestro de práctica forense, que era el más poético orador de Granada. Mentira parece que acertase a adornar con tanta pompa y galanura la explicación de los procedimientos civiles y criminales. Sirva de muestra cuando decía: -«Señores, el juicio civil ordinario es un cristalino arroyuelo que nace en la amena gruta del derecho de cualquiera persona, y se desliza con suavidad por apacible llanura, esmaltándola —86→ de flores y causando blando murmullo al quebrarse entre menudas guijas, hasta que llega a su término dichoso, fecundado con su riego el árbol de la justicia absoluta. Por el contrario, el juicio ejecutivo es un torrente impetuoso que, despeñándose de la escarpada cumbre, donde mora la inflexible obligación, todo lo arrastra en su rápido curso, hasta que baja a perderse en el hondo foso, que circunda, ampara y hace inexpugnable el alcázar de la propiedad sagrada». Cuando este señor hablaba en estrados era más elocuente todavía. Las exigencias del estilo didáctico no ataban entonces sus ímpetus ni abatían su vuelo, y se remontaba a las nubes, combinando diestramente lo metafórico con lo patético. En cierta ocasión, en que su cliente era un barbero, que antes había sido rico, atinó a expresarse así hablando de él: -«Este desventurado, que, en el naufragio de su fortuna, tuvo que asirse a la dura tabla de su navaja»-; con lo cual arrancó aplausos y hasta lágrimas. El doctor Faustino, aunque de suyo no era muy propenso a tantos tropos y lindezas, se sentía capaz de eclipsar a su maestro, si en ello se empeñaba.

De poesía aún se le alcanzaba más al doctor Faustino. Era aquélla la época del romanticismo, y el doctor se había hecho romántico de los más furiosos. —87→ Casi todos sus versos eran desesperados y subjetivos: esto es, el doctor hablaba siempre de sí. No había compuesto aún ningún poema ni ningún drama; pero podía reunir ya un par de tomos abultados de Fantasías, Meditaciones, Plegarias, Orientales y Fragmentos. Afirmaba que no hacía caso de la forma, y que, como verdadero poeta, sólo atendía al pensamiento y a la pasión; pero es lo cierto que hacía mil combinaciones raras y nuevas de rimas y de metros, y que, a veces en una misma composición, ponía versos de una sílaba, y de dos y de tres y hasta de veinte, y luego descendía hasta versos otra vez de una sílaba, lo cual les daba extraña lindeza esquemática, pues la composición venía a figurar un lenguado. El doctor Faustino, no obstante, tenía un espíritu crítico y descreído, que aun contra él mismo se volvía. Cierto que se juzgaba capaz de ser un sobrehumano poeta: un genio, y está dicho todo; pero los versos, ya escritos y realizados, se sometían a su propia crítica con más facilidad que las tenebrosas profundidades de su alma; y, en honor de la verdad y del pobre doctor, hemos de declarar aquí que dudaba mucho de que los versos fuesen buenos. A pesar de su romanticismo, había una sentencia de un clasicastro aborrecible, de Moratín hijo, que le estaba siempre zumbando en —88→ las orejas y acobardándole. La sentencia era: «¡Ay, amigo Pipí! ¡Cuánto más vale ser mozo de café que poeta ridículo!» -El doctor Faustino, por consiguiente, aunque parezca el caso inverosímil, no contaba para nada con sus versos, y los guardaba en cartera hasta que los hallase buenos con toda evidencia, o hasta que tales los compusiese.

Sólo un verso, que él repetía a menudo entre dientes, tenía mérito singular, fuera de toda duda, porque reflejaba el estado de su cerebro.

¡Siento sobre mi frente hervir el caos!


decía el verso espantable.

Había un caos de ideas y de pensamientos en aquella frase.

En ocasiones pensaba el doctor que todo lo ignoraba; que no había estudiado; que había perdido su tiempo, y que era un mueble que no servía para nada, ni especulativo ni práctico. Pero con mayor frecuencia entendía al revés, que no había cosa que él no supiese o que no adivinase, y esto, en vez de alegrar su corazón le afligía más aún.

-¿Con que no hay nada que yo no sepa? ¿Con que nada nuevo pueden enseñarme los libros? ¿Con que todo lo que leo o es un hecho insignificante que lo mismo da saber que ignorar, o es eco o fórmula —89→ o mera enunciación de lo que estaba ya en mi conciencia? Cada escritor pondrá en el orden que guste o arreglará según el método que quiera sus doctrinas; pero yo me las sabía ya antes de leerlas en sus libros. De lo que no sé y de lo que anhelo saber es de lo que nada hallo en los autores.

Siempre que los pensamientos y cavilaciones del doctor tomaban este rumbo, siempre que se juzgaba harto, saturado, repleto de ciencia humana, no estimándola en un pito, le entraban vehementísimos deseos de comunicar con otros seres superiores, a ver si sabían más que los humanos, y con su favor y auxilio acertaba él a penetrar en los misterios del mundo visible y del invisible.

El doctor Faustino se juzgaba tan principal y tan noble, que no se explicaba el desdén de los espíritus, y se consideraba agraviado de que no comunicasen con él ni atendiesen y cediesen a sus conjuros.

No se crea por eso que el doctor estuviese loco. Tenía momentos de exaltación, pero no de locura.

Al descender de sus puras especulaciones y al tocar de nuevo la realidad, se olvidaba de la magia, porque no creía que hubiese ya un diablo tan estúpido que se dejase engañar como Mefistófeles se dejó engañar por Fausto, su semi-tocayo, proporcionándole —90→ gratis dinero, placeres, fama y buenos lances de amor y fortuna. Esto deseaba alcanzar, y para alcanzar todo esto no confiaba el doctor, ni en el diablo, ni en la magia, ni en la ciencia, ni en la poesía, sino en un arte vulgar, que despreciaba, que miraba como indigno. No obstante, le daba rabia de dudar si le poseía o no le poseía.

Para salir de esta duda, para hacer experiencia de sí mismo, quería el doctor ir a Madrid. Villabermeja se le caía encima con todo su peso.

Hablaba entonces el doctor con su madre, y le comunicaba su propósito.

La prudente señora preguntaba siempre al doctor:

-¿Qué plan llevas?

-Ninguno -contestaba el doctor.

-¿Quieres quizá dedicarte a la abogacía?

-Nunca.

-¿Ganarás dinero y posición como periodista o como empleado?

-Tampoco.

-¿Ganan algo los poetas?

-Ignoro si soy poeta; pero no ignoro que los mejores poetas ganan poco o nada.

-Para escribir, por otra parte -añadía doña Ana-, alguna obra en prosa o en verso, que haga tu —91→ nombre inmortal, lo mismo puedes escribirla aquí que en la corte.

-En eso no cabe duda -tenía que contestar el doctor Faustino.

-Pues entonces, quédate en Villabermeja. No abandones a tu anciana y cariñosa madre.

El doctor se dejaba convencer a fuerza de ruegos y caricias. Reconocía que, de irse, se exponía a consumir en cinco o seis meses todo su miserable caudal, quedándose luego a pedir limosna. Bajaba la cabeza y sonreía melancólicamente.

Cuando estaba solo decía entre sí:

-Vamos, ¿para qué sirvo? ¡Voto al diablo, que no sirvo para nada!

La madre también decía entre sí cuando se quedaba sola:

-Este hijo mío (no me engaña el amor de madre), es hermoso de alma y de cuerpo, elegante, gallardo: parece capaz de todo; pero ¡es tan raro! ¡es tan soñador! ¿Para qué sirve? Mucho me temo que para nada ha de servir, como no sea para ser su propio tormento.

—92→

Plan de doña Ana

Un año hacía que el doctor se había graduado. Un año hacía que pensaba en ir a Madrid, y no iba por falta de dinero. Y un año hacía que, casi de diario, con variaciones y amplificaciones, pero con la misma substancia, se repetían el diálogo y los monólogos que acabamos de apuntar en el capítulo anterior.

La muceta, el bonete, la borla y demás insignias y vestimentas doctorales, el vistoso uniforme de oficial de lanceros, y el no menos vistoso de maestrante, descansaban en un armario, muy en peligro de apolillarse. Con los fraques y las levitas de Caracuel sucedía lo propio. Ni siquiera de majo se vestía el doctor Faustino. No veía a nadie; descuidaba mucho, no el aseo, pero sí el exterior adorno de su persona; y andaba siempre con el traje menos doctoral y menos aristocrático que puede —93→ imaginarse: de chaquetón y de sombrero hongo, y en el invierno envuelto en su capa.

Era el doctor tan llano, tan amable, tan caritativo con los pobres, que le adoraba la gente menuda; pero los ricachos del lugar le aborrecían y procuraban burlarse de él. No los visitaba, no acudía jamás al Casino, y no había una entre todas las señoritas elegantes de Villabermeja que pudiera jactarse de haber oído un solo requiebro de sus labios.

Las hijas del escribano eran las que más le odiaban, porque eran las que presumían de más bellas y distinguidas. Eran las que gastaban más fantasía, valiéndonos de los términos mismos de lugar.

El escribano, llamado D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, se había hecho muy rico con su profesión y dando dinero a premio. Rosita y Ramoncita, sus dos hijas, parecían dos princesas. Hacían venir vestidos de seda de Málaga y hasta de Madrid, y aparecían siempre en público con tanto entono y autoridad, que, más tarde, cuando llegó a establecerse la guardia civil, no hallando el pueblo nada más autorizado y venerable que un guardia de aquéllos, con su sombrero de tres picos de frente, dio a Rosita y Ramoncita el apodo colectivo de las Civiles, con el cual hasta ahora son designadas.

Las Civiles, pues, se desataban en sátiras contra —94→ el desdichado doctor. Le llamaban el ilustre Proletario y D. Pereciendo; y, en vista de lo poco o nada que le valía el haber estudiado ambos derechos, le llamaban también el abogado Peperri.

El doctor no aparecía jamás en el paseo público, que estaba en la plaza, sino que daba largos paseos a pie por los andurriales y vericuetos más solitarios, mostrando singular predilección por subir al cerro de la Atalaya, donde se conservaban aún los restos ruinosos de un torreón, desde el cual se oteaban los campos y se descubría mucho horizonte. Era aquel cerro tan estéril y pedregoso que sólo producía algunas matas ruines de amarga retama, tomillo, gayomba y romero, lirios silvestres, que brotaban en las hendiduras de los peñascos, otras flores moradas y de un solo pétalo, que llaman por allí candiles, y sobre todo multitud de esparragueras. Las Civiles dieron, con este motivo, otro título al doctor, llamándole el conde de las Esparragueras de la Atalaya.

No faltaba quien informase al doctor de todas estas burlas; pero el doctor permanecía invulnerable, sin procurar ganarse la voluntad de las Civiles con una sonrisa; sin dignarse siquiera tomar represalias y decir alguna burla contra ellas.

El doctor vivía absorbido en sus tristes meditaciones, —95→ que eran de dos géneros principales: las meramente especulativas, y las que tenían un fin práctico.

En las meramente especulativas, prevalecía el pensamiento de que el doctor lo sabía todo, o sea de que la ciencia humana era vanidad, y de que, después de leer millares de libros, no estaría más avanzado que se hallaba entonces. Soñaba, pues, el doctor con entrar en relaciones con los espíritus. Si él llegaba a conseguir esto, lo mismo le daba vivir en Villabermeja que en París o en Londres; desistía del empeño de ir a Madrid.

Mientras esto no se le lograba, y aún distaba mucho de logrársele, todos los apetitos, todos los estímulos, todos los deseos de un joven de veinte y tantos años hablaban poderosamente al corazón del doctor, y le excitaban a ir a Madrid. Amor, ambición, sed de placeres, ansia de gloria y nombradía, duquesas bellísimas sonriéndole y amándole, salones espléndidos donde mostrarse, encantadores y misteriosos gabinetes donde penetrar para una cita por una puertecilla oculta debajo de un rico tapiz flamenco, aplausos de la multitud cuando él recitase sus versos, que ya serían excelentes, o cuando pronunciase un discurso mejor que los de su maestro de Procedimientos; admiración de damas y galanes —96→ al verle muy gentil, haciendo trotar y hacer corvetas en el Prado a un caballo fogoso y magnífico: éstos y otros mil triunfos más se ofrecían con viveza a su imaginación y le sacaban de quicio. La maldita carencia de dinero derribaba tales castillos en el aire. El doctor se juzgaba más infeliz que el príncipe Segismundo. Era más humillante, y por lo tanto más cruel, que el verse encerrado como una fiera por un padre rey y tirano, el sentirse detenido y confinado en Villabermeja por la plebeya inopia. El doctor, ya en la soledad de su estancia, ya en la cumbre de la Atalaya, entre las esparragueras, cuyo dominio le concedían las hijas del escribano, recitaba, glosaba y comentaba con amargura las décimas de

Apurar, cielos, pretendo.


-¡Qué lástima -pensaba doña Ana-, que este hijo mío no logre vencer sus sueños de ambición y no se resigne a vivir a mi lado! ¿Dónde hallará quien le quiera más que yo? ¿Dónde será más respetado y estimado que entre estos fieles y antiguos servidores de su casa y aun entre todos los humildes y honrados jornaleros de Villabermeja? ¿Dónde le dirán con mayor efusión de cariñoso respeto, siempre que le vean pasar: -«Vaya su merced con Dios, nostramo». «Dios bendiga a su merced, señorito»-. —97→ Un dulce y afable «A la paz de Dios, caballeros», pronunciado aquí por mi hijo, le gana más voluntades que cuantas tal vez pueden ganarle todos los discursos, todas las poesías y todas las prosas que acierte a componer en Madrid.

-Además, ¿qué le falta aquí a mi hijo? -seguía cavilando doña Ana.

Y en verdad que, en cierto modo le sobraba razón.

La casa solariega, si bien en lo exterior parecía ruinosa y sombría, era por dentro espaciosa y cómoda.

Doña Ana moraba en las habitaciones altas. El doctor, con toda independencia, en el piso bajo.

Allí había una sala con sillones hermosos y antiguos, de nogal, cubiertos de cuero labrado o guadamaciles, y exornados con tachuelas de bronce; cuatro enormes cornucopias doradas; varios retratos al óleo de Mendozas ilustres; un árbol genealógico, pintado también al óleo; un brasero de reluciente azófar en el centro, y una mesa con búcaros y vasos de China.

Más en lo interior había otra sala, sin más muebles que un tablado para tirar al sable y al florete, y un trapecio para hacer ejercicios gimnásticos. En un rincón se veían sables de palo forrados —98→ de vendo, floretes, caretas de alambre, petos de estezado y guantes o manoplas, y en otro rincón, unos zancos y dos balas de cañón con asideros para levantarlas a pulso.

La biblioteca y el gabinete de estudio del doctor ocupaban otra tercera sala. Libros de distinta procedencia y carácter llenaban varios armarios de pino pintado. Los que trajo de Francia el endiablado comendador Mendoza, que andaba penando en el desván, eran casi todos impíos: Voltaire, los enciclopedistas, etc. Los que sirvieron para la educación de doña Ana, o adquirió ella del clérigo francés, era como el contraveneno de los libros del comendador Mendoza. Allí estaban las refutaciones de Bergier y de otros contra los impíos de su época, y las obras de Fenelon, Massillon y Bossuet. Ni faltaban El hombre feliz, el Eusebio y El Evangelio en triunfo. Había en otro lado algunos libros de la carrera del doctor y grande abundancia de libros antiguos, castizos españoles, desde las Epístolas familiares del obispo de Mondoñedo hasta los primores poéticos del cura de Fruime. Y completaban la biblioteca todas las obras de medicina, química y otras ciencias naturales, que el doctor Faustino había comprado a la viuda de un médico muy estudioso, el cual había muerto del cólera en el lugar el año de 1834.

—99→

En la alcoba donde dormía el doctor, había otro estante que contenía a los poetas predilectos, desde Homero hasta Zorrilla, Espronceda y Arolas.

Pero aún había otro cuarto en que el doctor permanecía más, sobre todo en invierno. Se llamaba este otro cuarto la cocina baja de los señores, no porque allí se guisase nada, sino por una gran cocina o chimenea de campana, en cuyo fogón podía arder y ardía con frecuencia medio olivo, mucha pasta de orujo y gavillas enteras de secos sarmientos.

La ancha losa, sobre la cual se quemaba tanto combustible, salía del muro más de una vara, y daba lugar, a un lado y otro, a dos rincones cómodos donde había sillones de brazos, en uno de los cuales se pasaba el doctor horas y horas escribiendo, leyendo o meditando. En la pared había una alacena, cuya puerta caía como una mesa sobre dos gruesos palitroques, que también salían o más bien se apartaban de la pared, de modo que el doctor se encontraba en el rincón de la chimenea como sentado en su bufete. No tenía más que sacar de la alacena y poner sobre la mesa los papeles, el tintero y los libros.

En el sillón de enfrente solía venir a sentarse doña Ana para conversar con su hijo. Y los viejos podencos, galgos y pachones, acababan a veces de —100→ cerrar el círculo y completar la tertulia, sentados sobre los cuartos traseros en torno del hogar.

No carecía esta cocina de cierto encanto entre rústico y señoril. El escudo de los Mendozas estaba esculpido en piedra sobre la campana de la chimenea. En un lienzo de pared descansaban sobre repisas cinco jaulas con perdices cantoras. En otro lienzo se veían muy bien colocadas escopetas y otras armas, como pistolas y cuchillos de montería. En varias partes, por último, había cabezas de venados, zorros, lobos y garduñas, que por lo mismo que estaban mal disecadas, parecían y eran verdaderos trofeos de caza, y no vano ornato comprado en alguna tienda.

Poseyendo y disfrutando todo esto, ¿por qué se obstinaba el doctor en ir a Madrid? ¿En qué pícara casa de huéspedes viviría con más decoro y anchura?

En cuanto al regalo del pico, poco o nada tenía que envidiar tampoco, a pesar de su pobreza. Sin ir al mercado había en casa de todo, merced a la crianza y labranza: buen vino añejo en la bodega, exquisitos jamones, morcillas, chorizos y salchichas, lomo en adobo, pajarillas y otros mil artículos de matanza, condimentado todo por doña Ana; un palomar de palomas de pueblo en la torre de la casa solariega, y otro palomar de zuritos en la casería; —101→ doce colmenas en la misma casería que rendían tributo de miel olorosa; frutas a manta; y un corral lleno de conejos, gallinas, pavos y patos, que se alimentaban con las aechaduras del trigo y otras semillas.

Todo esto, a pesar de las deudas y miserias de la casa, podía sostenerse aún, gracias al arreglo, orden, vigilancia y severa economía de doña Ana, que no había cosa de que no cuidase.

Allí no había mueble antiguo que se hubiese arrumbado, ni colcha de damasco que se hubiese roto, ni sábana, mantel o toalla1, que no se zurciese y durase con notable aseo.

Doña Ana cuidaba mucho de la ropa blanca y la tenía muy en orden, sahumada con alhucema.

El doctor Faustino, sin embargo, quería irse a buscar aventuras.

Todo un invierno estuvo meditando doña Ana. Luego escribió varias cartas y sostuvo una correspondencia, sin decir nada a su hijo. Al cabo, una noche, cuando ya había llegado la primavera, estando madre e hijo a solas, en el salón de los sillones antiguos, de los retratos y del árbol genealógico, doña Ana se explicó de esta suerte:

-Estáme atento, hijo mío, pues voy a hablarte de un asunto de suma importancia.

—102→

El doctor prestó la atención más respetuosa; y, sentados ambos en un ángulo de la gran sala, prosiguió hablando la madre:

-Harto advierto y deploro que eres infeliz con esta vida que llevas. Aquí hay tranquilidad y algún bienestar; pero te faltan objetos que satisfagan tu ambición, tu sed de gloria y hasta tu amor. No me quejo de ti porque quieras abandonarme e irte a Madrid. Nada más natural. Pero tú mismo convienes en que sería demencia irte a Madrid sin un real como se va cualquier aventurero. Dicen en este lugar que la pobreza no es deshonra, pero es ramo de picardía, con lo cual enseñan que la dura necesidad obliga a veces hasta a los hidalgos y bien nacidos a hacer bajezas en que yo no quisiera que incurrieses nunca. Por eso he buscado un medio de que vayas a Madrid sin exponerte a vivir allí como un perdido o sin acabar de arruinarte.

-¿Y cuál es ese medio? -preguntó el doctor Faustino todo alborotado.

-Voy a decírtelo -contestó la madre-. Ya sabes que en la ciudad de... distante de aquí catorce leguas, vive mi prima queridísima, doña Araceli de Bobadilla. Aunque tiene más de sesenta años, la siguen llamando la niña Bobadilla, porque nunca ha querido casarse, no habiendo hallado sujeto de su —103→ condición en quien emplear su voluntad y a quien dar su mano. Tu tía Araceli vive con bastante desahogo en una hermosa casa. En su pueblo va a haber bailes, toros y otras diversiones con motivo de la feria, que será dentro de una semana, y Araceli te convida a que vayas a su casa a ver la feria y a pasar el tiempo que quieras.

-¿Y qué voy ganando yo con ver la feria y estar de huésped en casa de la niña Bobadilla?

-A eso voy. Ten calma, que todo se andará. La niña Bobadilla tiene un hermano llamado D. Alonso, poseedor de un riquísimo mayorazgo, y más rico aún que por el mayorazgo, por su buen tino y mejor suerte como labrador de varios cortijos y criador de ganado lanar y vacuno. Vive D. Alonso en la misma ciudad que Araceli, está viudo quince años ha, y tiene una hija de diez y ocho cuyo nombre es Costanza, de cuya hermosura y discreción no hay encarecimiento que no se oiga, y en elogio de cuya virtud, recato y buena crianza, se hacen lenguas los más descontentadizos.

-Vamos, ¿y qué? -interrumpió el doctor.

-¿Para qué andar con rodeos? Yo he tratado de tu casamiento con esta señorita. Su padre la adora y tiene millones.

-Madre, ¿quiere Vd. hacer de mí un Coburgo?

—104→

-¿Y por qué no, hijo de mis entrañas? Tú tomarás dinero como quien toma alas para volar; pero volarás luego, y encumbrarás tan alto a tu mujer, que no le pesará de haberte dado las alas. Ella te conoce ya por el retrato en miniatura, en que estás tan guapo, con la muceta y el bonete de doctor; y mi prima Araceli, que le ha enseñado el retrato, me dice en sus cartas que has gustado mucho a Costancita.

-Me alegro, mamá, me alegro; pero yo no sé aún si ella me gustará o me disgustará.

-Para eso han de ser las vistas, hijo mío. Nadie te pone un puñal en el pecho. Nada hay concertado aún. Posible es que D. Alonso sepa algo del proyectillo; pero ha de aparecer como que no sabe nada. Ni tú ni Costancita os habéis comprometido. Os veréis, os trataréis, y si no os agradáis, en paz: no hay nada perdido.

-El tiempo y la fatiga y los gastos del viaje... -dijo el doctor-. Mejor será desistir y que yo no vaya.

-Yo he prometido ya que irás y no me dejarás fea.

-No, mamá; si Vd. lo ha prometido, no habrá más que ir.

-Sí, Faustinito. Mira, me da el corazón que te —105→ vas a enamorar como un bobo de mi señora doña Costanza. De ella no digo nada, porque, según Araceli, está ya hecha un volcán desde que contempló tu retrato. Pronostico que habrán de hacerse las bodas.

-Si Costancita me parece bien y es tan rica, nos resignaremos.

Dada la venia por el doctor Faustino, doña Ana desplegó, durante cuatro días, toda su actividad en los preparativos del viaje. Echó e hizo echar cuellos y puños nuevos a algunas camisas del doctor que estaban algo estropeadas; examinó las levitas y fraques de Caracuel y halló que por fortuna no habían sido injuriados por la polilla; y en el mejor de los dos vestidos de majo hizo varias reformas indispensables.

La víspera de la partida tuvo doña Ana una larga y acalorada discusión con su hijo, empeñada ella en que llevase los dos uniformes de maestrante y oficial de lanceros, y D. Faustino en que no los había de llevar.

Al fin triunfó el parecer de doña Ana. El uniforme de maestrante luciría mucho en un baile de gran etiqueta que se anunciaba. Y en cuanto al otro uniforme ¿qué duda tiene que parecería bien y rebién, llevándole D. Faustino a la feria y corriendo —106→ al estribo del birlocho de doña Costanza de Bobadilla, caballero en la jaca castaña, con su portapliegos lustroso, sus plumas blancas y su chascá polaco? Lo único que consintió doña Ana que no fuese a la expedición fue la lanza, porque al cabo no iba a haber formación ni cargas de caballería, y parecería ya demasiado belicoso el llevarla. Doña Ana, no obstante, sintió que Costancita no viese a su hijo hacer el molinete, como enredando en sus raudos círculos las balas y la metralla. Doña Ana decía que entonces se asemejaba su hijo a Diego de León.

Como en la ciudad, a donde iba el doctor Faustino, no había Universidad, ni salón de grados o paraninfo, hubo de desperdiciarse también otro medio de seducción, y no se embaularon la muceta, el bonete, la borla y demás insignias doctorales.

Por último, llegó el día de la partida. Madre e hijo se abrazaron cariñosamente. El doctor Faustino con traje de campo, zahones, faja y marsellé, montó en su jaca castaña, enjaezada con aparejo redondo, lleno de flecos de seda, y dos retacos. Respetilla, como escudero, le seguía en un mulo tordo, y con vestidura parecida, aunque más pobre. Después cerraba la marcha otro criado, nada menos que con tres mulos de reata, donde iban el equipaje del señorito —107→ y no pocos presentes que había dispuesto doña Ana para obsequiar a doña Araceli y la misma doña Costanza. Allí les enviaba piñonate, alfajores, hojaldres, gajorros, arrope de varias clases en canjilones tapados con corcho y yeso, gachas de mosto, empanadas de boquerones, carne de membrillo y otros mil regalos de repostería, por donde es celebrada en todas partes la gente de Villabermeja.

La expedición salió muy de mañana del lugar; pero no tanto que las Civiles, que eran tan ventaneras como madrugadoras, no estuviesen ya atisbando detrás de la celosía. El doctor Faustino y todo su séquito tuvieron que pasar forzosamente por delante de la casa del escribano.

-Oye, Rosita -dijo Ramona, al ver pasar al doctor-, ¿a dónde irá el conde de las Esparragueras?

-A conquistar algunas tierras más fértiles y que produzcan más ochavos -contestó Rosita.

El doctor oyó el chiste de aquellas desvergonzadas y se puso rojo como una amapola. Pensó que sabían que iba a hacer el papel de Coburgo y que por eso se mofaban; pero las Civiles no sabían a dónde iba el doctor Faustino.

—108→

Doña Costanza de Bobadilla

Revista de España, tomo XLI, Nº 163 de noviembre y diciembre de 1874, pp. [372]-394

Las catorce leguas que separaban al doctor Faustino de la casa de su tía doña Araceli fueron quedando atrás, sin que ocurriese nada memorable.

La caravana o pompa novial paró aquella noche en una venta que distaba nueve leguas de Villabermeja. Allí cenaron pollos con arroz y pimientos, que parecieron exquisitos después de jornada tan fatigosa, y sardinas fresquísimas, que les vendió un arriero que venía de Málaga y que se albergó por dicha bajo el mismo techo. Las sardinas, asadas sobre las brasas, estaban sabrosas de veras, y fueron un gran incentivo y despertador de la sed. El doctor, su escudero Respetilla, el mozo de los mulos y hasta el arriero vendedor de las sardinas, a quien convidaron a cenar, comieron patriarcalmente en la misma mesa y empinaron bien el codo, dando un millón de besos a la bota del doctor. Luego durmieron como bienaventurados, sobre unas haldas —109→ que rellenaron de paja, sirviendo de almohadas los aparejos de las bestias.

Antes de que clarease, ya estaban de punta el señorito y sus dos criados. Estos, a pesar de las libaciones de la noche anterior, mataron el gusanillo con aguardiente de anís doble, y el señorito tomó una jícara de chocolate.

Vaciadas las haldas en el pajar, pagada la cuenta y aparejadas las caballerías, se pusieron de nuevo en camino, cuando ya las estrellas se habían desvanecido y perdido todas en la blanca e incierta luz del alba, brillando sólo en la celeste bóveda el lucero miguero.

Era una hermosa mañana de primavera. Golondrinas, jilgueros y ruiseñores cantaban. El ambiente diáfano, el vientecillo lleno de frescura y la rosada luz que iba asomando por el oriente, alegraban el corazón.

El doctor se sentía menos melancólico que de costumbre.

Como gente que va a caballo y picando mucho porque tiene mucho que andar, la caravana se salía del camino más trillado e iba buscando las trochas, ya cortando por unos olivares, ya tomando veredas y atajos por medio de cortijos y dehesas, ya siguiendo por la orilla de algún arroyo o trepando por algún cerro.

—110→

Respetilla era admirable para guiar en un camino y se puso delante. El doctor Faustino le seguía. Detrás arreaba el mozo, con el equipaje y los presentes en los tres mulos de reata.

Tan embelesado y distraído iba el doctor que ni se daba cuenta de lo que pensaba.

El sol salió. Anduvieron más de un par de leguas. Eran las nueve del día.

Sólo entonces recordó el doctor, o dígase volvió en sí, y bajó de los espacios etéreos para pedir de almorzar.

-Un poco más allá hay una fuentecilla que tiene un agua muy buena, y sombra; allí almorzaremos, si quiere su merced -dijo Respetilla.

En efecto, no tardaron en llegar a la fuente. Se apearon, se sentaron sobre la yerba, bajo una corpulenta encina, y almorzaron de un buen repuesto de carnero fiambre, huevos duros y jamón en dulce, que en las alforjas traían. La bota, aunque colosal, harto enflaquecida ya con el jaleo de la noche anterior, acabó de quedar enjuta, pegadas una con otra las dos caras interiores de la corambre.

Cierto que para decir que el doctor y su séquito caminaron, durmieron, cenaron y almorzaron, tal vez censure el lector que yo me detenga, y tal vez afirme además que lo mejor sería que diese ya el —111→ viaje por terminado, trasladándome con mi héroe a casa de doña Araceli; pero yo diré al lector para disculparme, que el doctor Faustino, después de haber almorzado, y prosiguiendo su viaje en la misma forma, y acercándose ya a la ciudad, donde tal vez iba a contraer un compromiso que influyese en gran manera en su suerte y vida, tuvo una meditación o soliloquio tan esencial y transcendental, que no puedo menos de ponerle aquí en compendio y resumen. Para ello, como para todo, me valdré de las noticias circunstanciadísimas, y hasta prolijas, que me suministró D. Juan Fresco, las cuales fueron tantas, que yo, lejos de ampliar la historia con invenciones mías, lo que hago es encerrar cuanto en ella se contiene en las menos frases que puedo, pues no me agrada ser difuso.

Importa, no obstante, decir cuatro palabras sobre un punto que aún no hemos tocado. Algo entrevé ya el lector de las cualidades morales e intelectuales del doctor Faustino; pero nada sabe aún de su aspecto y fisonomía.

El doctor era alto, delgado aunque robusto, y rubio, no ya tirando a rojo su cabello, como suele por lo común el de los bermejinos, sino más bien de un rubio pálido. A pesar de ser aquella época la del más frenético romanticismo, no se había dejado —112→ crecer la melena, si bien no estaba tan corto su pelo que no se pudiesen ver y admirar los rizos naturales en que se ensortijaba, siendo a la vez suave como la seda. Lucía, pues, en el doctor, en grado elevadísimo, una de las cualidades con que distinguen más los etnógrafos a la raza aria: era euplocamo por excelencia. La patilla, rubia también como el oro, era bastante poblada, y el bigote, que sin duda no se había afeitado nunca, tan delicado como el bozo. El doctor tenía la frente despejada y serena, las mejillas sonrosadas, la nariz un poquito aguileña y la boca chica y con buena dentadura. Su tez era blanca y transparente como la de una dama, y los ojos grandes, azules y llenos de dulzura melancólica. En suma, nuestro héroe merecía en cualquiera parte la calificación de guapo mozo, si bien un tanto desgarbado. A caballo estaba bien; pero más que señorito de la tierra, parecía un inglés que se había disfrazado, vistiéndose a la moda de Andalucía. Esta última calidad había de favorecerle, porque parecer andaluz entre andaluces no hace sobresalir a nadie, mientras que toda la traza del doctor tenía algo de extraño y peregrino, que es lo que más atrae y encanta a las mujeres.

Meditando, pues, el doctor, mientras caminaba, iba diciendo entre sí de esta manera:

—113→

-Por complacer a mi madre he acometido una empresa que por mi propio consejo e iniciativa no hubiera yo acometido jamás. ¿Qué voy a ofrecer a doña Costanza de Bobadilla, si gusto de ella, si ella gusta de mí, y llega el caso de pedirla en matrimonio? Mi casa solariega del lugar y unas cuantas fincas, cuyos productos se consumen en pagar los intereses del capital en que están empeñadas. Todo esto es ridículo. Valiera más no tener nada que tener esto. Lo ilustre de mi nombre no importa para ella, que es tan ilustre como yo. Además, en España apenas hay nadie que no sea ilustre. En cuanto alguien tiene dinero y da valor a estas vanidades, prueba que desciende del rey Wamba si se le antoja. Si yo tuviese un título, aunque fuera el de conde de las Esparragueras, que me han dado las hijas del escribano, ya sería otra cosa; ya habría algo que ofrecer. Siempre tiene vivo aliciente para una muchacha el pensar que la van a llamar condesa y que en las tarjetas va a poder escribir La condesa de tal. Es cierto que yo tengo el título de doctor y el de alcaide perpetuo; pero no se estila que el esposo transmita estos títulos a la esposa por legítima que sea. Doña Costanza de Bobadilla, si llegase a ser mi mujer, no podría escribir en las tarjetas: La doctora y alcaldesa perpetua de la fortaleza y castillo de —114→ Villabermeja. Vamos... está visto; yo no tengo que ofrecer sino esperanzas. Pero si Costancita las acepta por buenas y me da en cambio su corazón, su mano y cinco o seis mil duros de renta, que dicen que puede y quiere darle su padre, ¿por qué no aceptarlo todo? Además de tener por marido a un joven de mis prendas, el dinero que dé a Costancita su padre será como dado a usura o más bien como puesto en una aparcería en que pongo yo el saber, el ingenio y el trabajo.

Aquí se encumbraba la meditación, pero con tal rapidez que no es fácil seguirla y menos encerrarla dentro de un lenguaje hablado o escrito. El doctor, ora se veía coronado en el Liceo de Madrid, después de haber leído una fantasía o un poema oriental; ora salía a la escena en el teatro del Príncipe, donde acababa de representarse un portentoso drama suyo; ora estaba despachando o dando audiencia en la silla ministerial; ora venían a pedirle albricias sus numerosos amigos porque la reina tenía a bien concederle el título de duque, libre de lanzas y medias anatas2, en pago de sus relevantes servicios; ora llegaba a París de embajador, y el rey Luis Felipe y toda su corte se quedaban encantados de su mucha discreción y finura; y ora inventaba un nuevo sistema de filosofía, para que informase —115→ todas las demás ciencias secundarias, creando así la ciencia primera, una y toda, con general asombro y contentamiento de los nacidos.

Estos triunfos y otros mil, que pasaban refulgentes, arrebatadores, estruendosos, ricos en color, llenos de armonía y de belleza, por la mente entusiasta, se tocaban con la mano, tomaban cuerpo, se iban a realizar, una vez dueño el doctor Faustino de los cinco o seis mil duros de renta de doña Costanza de Bobadilla.

-Pero no -proseguía el doctor-, no me casaré con doña Costanza, si no me enamora, o al menos si no tiene talento y hermosura, por donde la gente llegue a presumir que pude enamorarme de ella, aunque no sea tal el caso. No me casaré, aunque pierda y desbarate todos mis ensueños.

El doctor se decía esto, porque los hombres nos complacemos en engañarnos a nosotros mismos, poniéndonos en trances apurados, que no existen, y saliendo de ellos de un modo heroico. ¿Quién no se ha fingido alguna vez que le acometen seis o siete enemigos y que él les hace cara y los vence y aterra? Y con todo, si los seis o siete, o tal vez si uno solo le acomete de verdad, es probable que ponga pies en polvorosa. ¿Cuántas costurerillas y cuántas fregatrices no dan por seguro en el fondo del alma, que —116→ ni el propio Fúcar las seduciría, aunque les ofreciese el oro y el moro? Y sin embargo, sabe Dios con cuán ligero empuje suele luego el interés derribar su entereza.

El doctor no ignoraba que doña Costanza era bonita, y, por consiguiente, no había para qué hacer del heroico y del desprendido, diciendo que no se casaría con ella, si no fuese bonita. Pero esto, que llaman ahora darse charol no es sólo para deslumbrar a los otros, sino para deslumbrarnos y deleitarnos en nuestras propias perfecciones.

Verdad es que el soliloquio del doctor era más candoroso, era profundamente sincero y noble, cuando continuaba:

-¿Y si Costancita no me quiere? ¿Y si me halla poco ameno, encogido y sin chiste? ¿Y si no comprende el valor de mi alma? ¿Y si no cree en mi porvenir, como yo creo? ¿Y si, a pesar de su falta de fe en mí, y de sus desdenes, soy yo quien me enamoro de ella? Entonces será menester matarla. Pero ¿qué culpa adquiere, si no le caigo en gracia? ¿Por qué, no digo matar, pero ni tan sólo odiar a una mujer que nos desdeña? En este último caso desesperado, ya sé lo que debo hacer. Desoiré los consejos de mi madre: me iré a Madrid sin recursos, a la ventura; lucharé; no reposaré hasta ganar —117→ dinero, posición y nombradía; hasta probar a doña Costanza que soy digno y más que digno de ella; que no necesito de su dinero para elevarme; que mis ensueños de ambición no son vanos. Casi estoy por irme ya a Madrid derechito, y entrar por la puerta de Toledo con todo este aparato y estruendo de mulos, y con los alfajores, el piñonate y demás presentes, que no faltará allí quien se los coma.

El doctor, no obstante, seguía caminando en pos de Respetilla, hacia el pueblo y casa de su tía doña Araceli, sin poner la proa hacia Madrid sino por un instante y con la imaginación sólo.

-Eso sí -añadía-, si doña Costanza no me ama y yo la amo, me siento capaz de algo más grande y poético que lo que hizo Marcilla por Isabel. Aquél fue por esos mundos, para ganar la mano de su amada. Yo iré por esos mundos, a dar razón de quién soy, a llenarlos de mi gloria, y a ganar al cabo el desdeñoso corazón de Costancita. Si ahora no me amase, oscuro y desconocido ¿cómo no había de amarme y aun de idolatrarme cuando me viese descollar entre la multitud con la frente ceñida en oro y lauro, y grabado mi nombre, con indelebles y gruesas letras, en las páginas de la historia?

Tomando este giro la meditación, el doctor se representaba tan a lo vivo que amaba ya a Costancita —118→ y que no era amado de ella, que empezó a suspirar con furia, como si se hubiese puesto enfermo. Respetilla iba muy adelante y no le oyó, que si no se hubiera asustado.

En esto llegaron todos a un visillo, y desde allí descubrieron la ciudad a donde iban a parar. Blancas eran las casas por el mucho enjalbiego y con grandes patios, desde cuyo centro se alzaban las verdes copas de naranjos, acacias, adelfas, azofaifos y cipreses. Un riachuelo, que corre por delante de la ciudad, regaba no pocas huertas en una fértil llanura que se extendía a los pies de los viajeros.

A la bajada del cerrillo, tomaron éstos la carretera, saliendo de la vereda o camino de herradura.

Diez minutos más tarde se divisó una nubecilla blanca sobre la carretera. Después, un bulto que se movía.

Respetilla, con vista de águila, lo advirtió y reconoció todo, y volviendo riendas vino hacia su amo gritando:

-Señorito, señorito, ahí vienen a recibir a su merced. Ese es el birlocho del Sr. D. Alonso.

No se había engañado Respetilla. Ya se estaba oyendo el sonar de los cascabeles y campanillas de plata que adornaban los pretales y colleras de los lindos caballos negros que tiraban del birlocho.

—119→

El doctor se gallardeó sobre el aparejo redondo, se limpió el polvo con el pañuelo, se ladeó el sombrero con donaire y puso espuelas a la jaca, que llegó pronto cerca del coche, haciendo mil escarceos.

El birlocho se paró entonces, y el doctor pudo ver a dos damas que en él venían.

La una era vieja y seca como una pasa, pero con ojos muy vivos y semblante bondadoso y alegre. Vestía de negro y traía en la cabeza una papalina con moños morados.

La otra era menudita, pero graciosa. Negro el cabello como la endrina y más negros los ojos. Los labios como el carmín: sonriendo siempre y dejando ver unos dientes blanquísimos e iguales. La nariz caprichosamente respingada, lo cual daba a su rostro cierto aire atrevido, burlón y de malicia infantil. La tez, fresca, limpia y brotando salud y juventud. El color, trigueño. El talle flexible, no como una palma, sino como una culebra. Y por último, todo lo que de las formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte, y en consonancia con la edad de diez y ocho años y la —120→ condición de señorita principal y cuidadosa de su persona y no de descuidada aldeana.

Vestía la dama gentil un traje de seda de color de lila, y en la cabeza no llevaba más tocado que sus negros cabellos ni más adorno que seis o siete rosas, alternando con la clara púrpura de sus pétalos la alegre verdura de varias hojas de tallo.

Ambas señoras conocían al doctor por el retrato, y no había miedo de equivocarse. Así es que doña Araceli, pues no era otra la viejecita que venía en el birlocho, exclamó apenas se acercó al doctor:

-Buenos días, sobrino; bien venido seas.

-Bien venido, señor primito -dijo doña Costanza.

El doctor saludó con la mayor cordialidad. Bajó del caballo y dio un abrazo muy cariñoso a su tía, y a la primita un apretón de manos, advirtiendo, a pesar del guante, que la mano de la primita era pequeña y los dedos largos, afilados y aristocráticos, y no aporretadillos y plebeyos.

-Mira, sobrino -dijo doña Araceli-, yo he querido salir a recibirte, y he pedido prestado el birlocho a Costancita, que ha tenido la bondad de acompañarme. Tu tío Alonso no ha podido venir, porque anda afanadísimo apartando el ganado que quiere presentar y vender en la feria; pero no te puedes quejar cuando viene en cambio su hija.

—121→

El doctor se deshizo en cumplimientos, y hasta formuló algunas frases bonitas a pesar de que estaba cortado y de que naturalmente era algo tímido.

Costancita llamó lisonjero a su primo, y se puso colorada.

-Oye, sobrino -dijo doña Araceli-, ¿quieres creer que Costancita tenía miedo de verte y hablarte, figurándose que estabas siempre de doctor, tan serio como en el retrato, y temerosa de cometer alguna falta de prosodia o de soltar una patochada? Ahora que te ve de majo, me parece que ya no se asusta.

-Siempre me asusto, tía... ¡Y qué cosas dice usted! ¡Válgame Dios! ¿Cómo había yo de creer que mi primo viniese a caballo, vestido de doctor, con su muceta, borla y bonete? ¡Vamos, no me haga Vd. tan simple! Lo que yo creía es que mi primo es muy entendido e instruido, esté o no con el traje doctoral, y que quizás me tuviese en menos cuando notase lo ignorante que soy. No... y lo que es este miedo no se me ha quitado todavía.

El doctor volvió a deshacerse en cumplidos, alambicando mucho y devanándose los sesos para demostrar, en lenguaje corriente, sin aparato ni términos científicos, que la mujer todo lo sabe y penetra por intuición, aunque nada estudie, y que —122→ en la cara y en los ojos de su prima se columbraba y traslucía más ciencia que en Aristóteles, en Platón y en Santo Tomás de Aquino.

Ya había demostrado el doctor dicha tesis por dos métodos distintos, e iba a demostrarla por el tercero, cuando le interrumpió doña Araceli, diciéndole que sin duda vendría cansado, y que cabalgase de nuevo, a fin de llegar pronto a su casa, donde podría reposarse.

El doctor montó otra vez a caballo; y trotando al estribo del birlocho, del lado en que iba su prima unas veces, y otras por cortesía del lado de la vieja, llegó con ellas a la ciudad y a la casa de doña Araceli.

En los veinte minutos que duró este dulce complemento del viaje, el doctor lanzó veinte mil miradas incendiarias a su prima: a millar de miradas por minuto.

Constancita recibió el bombardeo de un modo delicioso, aunque difícil de explicar. Ya parecía que penetraba toda la intensidad y significación de aquellas miradas y bajaba la suya con un pudor lleno de agüeros dichosos: ya que en su inocencia no consideraba aquellas miradas sino como muestras del cariño propio de parientes y las pagaba con otras miradas de afecto puro y sin pasión de amor; ya se —123→ reía, con risa sonora y franca, como si la provocase a reír el súbito y volcánico enamoramiento del primo; ya, por último, lanzaba ella también, de vez en cuando, alguna mirada tan semejante a la del doctor, que no parecía sino que era la misma, que volvía a él de rechazo, haciéndose mil y mil veces más bella al reflejar en los negros ojos de Costancita.

El doctor llegó algo mareado a la puerta de la casa de doña Araceli. Todo se le volvía cavilar si doña Costanza era un angelito o un diablito: pero, angelito o diablito, siempre le hechizaba.

Se apeó el doctor de su caballo, que tomó de la brida un criado para llevarle a la caballeriza, y dio la mano a doña Araceli para bajar del birlocho. Apenas bajó doña Araceli, acudió el doctor a dar la mano a Costancita para que bajase también.

-No, primito. Yo no bajo; me voy a casa. Adiós, primito. Adiós, tía.

Y diciendo -¡a casa!- al cochero, se fue doña Costanza, dejando al doctor tan embobado, siguiéndola con los ojos hasta que la perdió de vista. Ella volvió la cara dos o tres veces, antes de desaparecer, y al ir a pasar la esquina disparó la última mirada, que por la distancia no pudo ya el doctor distinguir de qué clase era.

—124→

Primera impresión

Doña Araceli instaló al doctor en un cuarto muy alegre y bonito, con balcón a un patio interior, cuyos muros estaban entapizados con las siempre verdes y frondosas ramas de varios naranjos y limoneros, y en cuyo centro se alzaba un surtidor de agua cristalina, derramándose en una taza de mármol con peces colorados. Todo alrededor se veían arriates con flores. Su aroma y el apacible murmullo de la fuente lisonjeaban a la vez olfato y oído.

En el cuarto había cama, sillas, tocador, sofá y mesa de escribir: todo limpio y bueno.

Allí dijo al doctor el ama de la casa que podría descansar un rato, hasta las tres de la tarde, hora de la comida.

Luego le dejó entregado a sus propias reflexiones.

Faltaba poco tiempo para las tres, y el doctor no —125→ tenía gana de descanso. Púsose, pues, a pasear y a hacer examen de conciencia.

Hombres hay que la tienen clara, y otros que la tienen confusa. La del doctor era de la última clase. No quiere decir esto que viese menos y peor que otros en el fondo de su alma. Tal vez nace la confusión de la conciencia de ver demasiado. Los que no ven más que aquello que les conviene, agrada o adula, lo ven o creen verlo con gran claridad. Los que ven también lo que los contraría, vacilan y se enredan. El pro y el contra de sus propias acciones y un tropel tumultuoso de encontrados sentimientos y propósitos, pelean sin tregua allá dentro.

Con la misma obscuridad y contradicción que se veía el doctor a sí propio veía los demás objetos que venían a pintarse en su interior sentido.

La primera duda que se proponía el doctor era la siguiente:

-¿En qué concepto tendré a mi prima?

Ya estaba cierto de que era bonita, elegante y discreta: pero no sabía si era buena o mala.

Lo que no quería creer es que fuese medio mala o medio buena. O había de ser Costancita un breve cielo o un resumen y amasijo de todos los diablos. Propenso el doctor a exagerar las cosas, apasionado y romántico, decía de Costancita:

—126→

-¡Ella será mi salvación o mi perdición, mi infierno o mi gloria, mi Tabor o mi Calvario!

Claro está que Costancita no le era indiferente: que casi estaba ya enamorado de ella. Después se preguntaba:

-¿Y ella... pagará mi amor? ¿Será capaz de pagarle? ¿Será capaz de comprenderle siquiera?

Procedamos con método.

Este mismo amor, elevado, difícil de comprender, cuya magnificencia tal vez no cabe en el angosto cerebro del vulgo de las mujeres, ¿le sentía ya o no le sentía el doctor por doña Costanza?

El doctor no sabía qué responder a esto, como no sabía qué responder a casi nada, a fuerza de saberlo todo.

Amaba o no amaba a Costancita, según lo que por amor se entendiese. Y como él se daba una multitud de definiciones del amor, resultaba que unas veces la amaba y otras veces no la amaba.

Si la quería con el fervor de la mocedad, viéndola linda, fresca, aseada, elegante, algo coqueta, consideraba que podría amar sucesiva o simultáneamente a otras muchachas como se presentasen a sus ojos adornadas de los mismos requisitos.

-El amor -añadía-, es exclusivo: luego no amo a mi prima con verdadero amor.

—127→

¿Amaba a su prima porque en su rostro, en sus ojos, en su sonrisa, había creído descifrar y traslucir un espíritu simpático con el suyo, lleno de inteligencia, de pasión y de vida? El doctor recelaba que iba ya amándola así, y entonces concedía, no que la amaba como se ama a la mujer en general, sino con el exclusivismo propio del verdadero amor; con predilección al menos. A poco que hiciera la primita, el doctor se consideraba preso en sus redes.

Pero en este amor repentino, ¿no podría intervenir por mucho el interés? ¿no podría parecerse su amor al del profeta Elías hacia el cuervo? El doctor despojaba entonces mentalmente a su prima de la renta que debía darle su padre y de las esperanzas de una pingüe herencia. Con este despojo algo se sutilizaba y se esfumaba el amor; pero no se evaporaba ni desvanecía. Aún quedaba en el alma su figura, si bien menos determinados los contornos. Sentía el doctor que, prescindiendo de la conveniencia, importaba poner otras condiciones más poéticas que le acabasen de decidir; era menester que el dibujo de su amor se concluyese y determinase con líneas más puras, pero al cabo con otras líneas.

El amor propio, la vanidad, ¿no podría ser en este caso estímulo y fundamento del amor? El doctor —128→ se confesaba que sí. Pero, ¿qué amor, nacido en corazón humano e inspirado por un objeto, humano también, finito y perecedero, hace su primera aparición, limpio de toda mezcla de otros sentimientos más vulgares? El oro del amor rara vez sale de sus ocultos mineros sin estar en liga con metales de más baja ley. Sólo el fuego vivísimo, que en sí lleva, le purifica después en el crisol del alma, donde, si el alma tiene la firmeza y el temple que necesita para resistir dicho fuego, acaba por resplandecer el amor puro, como oro exento de toda escoria y de superiores quilates.

Con esta comparación metalúrgica se tranquilizaba bastante el doctor, porque se estimaba en tanto y empezaba a estimar en tanto a su prima, que se afligía de que en sus relaciones con ella pudiera haber nada que no fuese poético y moralmente bello.

-¿Qué habrá pensado de mí la primita?... -era otra de sus preguntas.

Entonces sentía un noble deseo de agradar y un delicado y modesto temor de no agradar. Pero ¿esto probaba la existencia de un amor, tan sublime como el doctor lo fantaseaba? En manera alguna.

El doctor era de aquéllos que desean agradar a todo el linaje humano aunque no le amen, y ser apreciado aun de las personas a quienes menos aprecian.

—129→

Notaba él, sin embargo, que deseaba ya con más ansia agradar a la prima que agradar a cualquiera otro individuo. Sólo quedaba por cima de este deseo de agradarla, el deseo de agradar a muchos a la vez, el deseo de gloria. ¿Qué era preferible, enamorar a la muchedumbre o enamorar a la prima? ¿Llegaría a amarla de modo que hasta a la gloria la prefiriese? El doctor se quedaba perplejo en este punto. La cuestión estaba en hallar en lo profundo del alma de su prima los tesoros poéticos que él por momentos le atribuía con la imaginación generosa. Si hallaba estos tesoros, preferiría a su prima hasta a la gloria. Era indispensable que fuese tan mala o tan buena como él sonaba, ya que hasta por mala comprendía él que podría amarla de amor no vulgar.

¿Y si la primita no era ni buena ni mala, ni tonta ni discreta, sino un ser mediano? Aquí el doctor creía que no llegaría a amarla, salvo en un caso. Su prima podía tener en el metal de la voz, en la luz fulmínea de la mirada, en la armonía de las facciones, en el movimiento del cuerpo, en el aire, en el ambiente magnético de su ser, un atractivo misterioso, cuya fuerza, sin que ella la comprendiese, sedujera y encadenara a un hombre como él. Así tal vez hay demonios o genios que acuden sumisos a —130→ un conjuro, pronunciado por alguien que sabe la fórmula de memoria, si bien ignora su valor y el secreto y la razón de su eficacia. Así tal vez un músico, cantando o tocando, despierta en un alma superior, como el doctor juzgaba la suya, sentimientos y pensamientos que él ignora, que él no atina ni a concebir en su mente.

Todo esto y mil cosas más discurrió el doctor con rapidez y en forma de maraña, sin poner orden ni concierto en sus vagas imaginaciones.

Descendiendo luego a negocios más triviales, pensó en que le convenía que su prima gustase de él, para lo cual era de suma importancia no ponerse en ridículo a sus ojos, pues él entreveía ya que su prima era algo burlona.

El miedo de hacerse blanco de sus burlas crecía con el afecto. Mientras más imaginaba amarla, más miedo tenía de hacerla reír a su costa. Importa declarar aquí, a pesar de todo, y aun exponiéndonos a que nuestro héroe pierda muchas simpatías entre nuestras lectoras, si llegamos a tenerlas, que el doctor no formaba muy favorable opinión del juicio de las mujeres en general. A la más recta y acertada en sus juicios no solía darle un criterio superior al de un niño de diez años. Temblaba, no obstante, de aparecer digno de risa a los ojos de su prima.

—131→

Aunque era inocentón y casi siempre estaba en Babia, se dio a cavilar y presumir que el retrato, enviado por doña Ana a doña Araceli, con muceta, bonete y borla, había hecho reír a doña Costanza. Entonces se percataba de que el retrato estaba mal pintado, como pintado por seis duros, y de que además estaba él muy serio en el retrato.

-Vamos -decía-, mi prima imaginó que yo era un extraño pedantón de lugar: un bicho raro. Mejor... ya se habrá desengañado: ya me ha visto; ya habrá formado de mí mejor idea. De todos modos bien pronosticaba yo que el uniforme de lancero y el de maestrante no habían de cautivar a este diablo de chica. No quise disgustar a mi madre. Por eso los he traído; pero los dejaré en el fondo de los baúles y me guardaré de decir que los tengo aquí.

Tomada con brío esta resolución de no emplear los uniformes para conquistar el corazón de doña Costanza, surgía otra dificultad de mayor tamaño, si cabe.

-Y el piñonate, los gajorros y demás comestibles, que vienen de presente, ¿me estará bien entregarlos?

Aquí el doctor se acordó de aquellos versos de La gatomaquia, cuando habla el poeta del presente que Micifuf enviaba a Zapaquilda:

—132→
   ¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?

en fin, vio que traía

un pedazo de queso

de razonable peso,

una pata de ganso y dos ostiones.


Su presente le pareció gatuno. Lamentó su miseria. Deploró no haber traído algún brazalete de oro y diamantes, algún collar de perlas o algún rico medallón de esmeraldas y rubíes, en vez de traer empanadas de boquerones. Pero, en fin, en Villabermeja no había otras joyas mientras no se descubriesen las emparedadas por su tatarabuela la princesa india. Nemo dat quod in se non habet. Además, todo el busilis estaba en dar el arrope, las gachas de mosto y las empanadas de un modo sencillo y humilde. La mirra, el oro y el incienso de los reyes de Oriente, no fueron más gratos a la divinidad humanada que las pobres y rústicas ofrendas de los pastores.

No se serenaba el ánimo del doctor con este recuerdo evangélico. La sangre se le agolpaba a las mejillas sólo de pensar en el instante de la entrega de las empanadas y del arrope.

¿Entregaría el presente a doña Araceli de parte de su madre, salvando toda su responsabilidad? En esto podría haber falta de piedad filial y sobra de —133→ cobardía. ¿Haría que Respetilla lo diese todo buenamente a alguna criada para que ésta lo entregase a la señora? Tal arbitrio o recurso no parecía mal al pronto; pero, apenas recapacitaba el doctor, cuando le encontraba relleno de inconvenientes y preñado de peligros. Acaso las criadas, que en Andalucía suelen ser aficionadas a golosinas, se atracasen de todo, o se llevasen gran parte a sus casas, o agasajasen a sus novios con lo más apetitoso y delicado, menoscabando así la grandeza y dignidad del presente, antes de que le viese doña Araceli y fuese a encerrarle en la despensa.

Ello es que la entrega del presente dio mucho en qué pensar a D. Faustino. ¡Cuánto se arrepentía de haberle traído!

-Estuve sobrado condescendiente con mi madre -se decía, sin recordar que él mismo, dentro de Villabermeja, respirando aquellos aires, sujeto a aquellos influjos campesinos, y distante aún de la prima burlona y seductora, no había considerado con desdén o desvío el presente suculento. Ahora, por el contrario, quizás ponderaba más de lo justo su ridiculez, murmurando entre dientes:

-Costancita se va a burlar de mí. De seguro que ha visto los tres mulos de reata que venían en pos de nosotros. Sin duda que estará diciendo: ¿Qué —134→ traerán aquellos mulos? ¿Qué ocultarán aquellos serones y cofines? Tal vez repetirá, en prosa, el verso de La gatomaquia:

¿Qué gala, qué invención, qué nuevo traje?


Cruelísima carcajada va a soltar cuando su tía Araceli le envíe de mi parte gachas de mosto y arrope y empanadas de boquerones. ¡No falta más sino que yo haga la advertencia que me encargó mi madre que hiciera! Mi madre me encargó que hiciera la advertencia de que estas empanadas se toman con chocolate... Pero señor, ¿y por qué no han de tomarse con chocolate? Pues lo que es a mí me gustan. No pocas veces, a pesar de su picadillo de cebollas y tomates, me he sacado con ellas, a pulso, un par de jícaras bien hondas. Con todo, mejor hubiera sido no traer las empanadas. ¿Me callaré que he traído los comestibles y se los cederé a Respetilla para que los devore? Tampoco. ¡No, y mil veces no! Respetilla es interesado, y podría poner con ellos tienda en la feria, y hasta suponer que era por cuenta mía y que el alcaide perpetuo de la fortaleza y castillo de Villabermeja se había metido a bodegonero.

Así cavilaba y se contradecía el doctor, cuando entró Respetilla, cargado con los baúles.

-¿Dónde vienen los uniformes? -preguntó el —135→ doctor en voz baja no hiciese el diablo que le oyeran.

-En este baúl -dijo Respetilla señalando el mayor-. ¿Saco el de lancero para que su merced vaya de lancero a ver a su prima?

-No, maldito de Dios. No saques ni el de lancero, ni el de maestrante. No digas siquiera que has traído tales uniformes.

-Pues qué, ¿no le gusta a la señorita la gente de tropa?

-No, no le gusta. Guárdate bien de decir que he traído los uniformes.

-Válgame Dios -añadió Respetilla-, pues si a la señorita no le gusta la vestimenta militar, ¿por qué no trajo su merced aquellos arreos de doctor?

-Porque tampoco le gustan aquellos arreos.

-Entonces, ¿qué arreos le gustan?

-Yo no sé. Ningunos.

-Pues todo aquello de doctor es muy vistoso. ¡A fe que lo celebraron poco el cura y el médico, el día en que su merced se lo puso para que le viesen en casa!

-No digas simplicidades. Cuenta con charlar aquí. Que no sepan que yo me vestí de doctor en Villabermeja para que me viesen el médico y el cura.

-Toma... ¡y qué mal hay en eso! Y el ama Vicenta —136→ también quiso ver a su merced, y su merced se volvió a poner otro día el bonete y el ropón negro y la esclavina colorada. Por señas que el ama dijo a su merced: ¡Ay, hijo mío, qué hermoso estás así: te voy a comer a besos! ¿Quién me había de haber dicho que se criaría a mis pechos un doctor tan resalado?

-Bien, bien; pero aquí no está el ama que me crió, y como en cada tierra hay sus usos, y como esto se parece más a Granada que a nuestro lugar, conviene obrar con circunspección. Lo que en Villabermeja fue una condescendencia inocente, lícita y hasta indispensable, aquí podría pasar por una tontería. No hables a nadie tampoco del traje de doctor.

-¿Pues de qué hablo?

-De nada. De ti mismo. ¿Qué necesidad tienes de hablar de mí? Cállate.

Respetilla se calló, y su amo se lavó y vistió con pantalones, levita y chaleco.

Cuando le llamaron al comedor, y durante la comida, le dijo doña Araceli que Respetilla le había entregado el presente de su madre, al doctor se le quitó un peso de encima.

Doña Araceli, sin la menor ironía, elogió el arrope y las gachas y todo lo demás, incluso las empanadas, —137→ y dijo que había enviado gran parte a su sobrina, a quien gustaban mucho aquellas cosas.

El doctor se avergonzó entonces por un motivo contrario. Creyó que había tenido una mala vergüenza del lugar en que había nacido, del presente y hasta de su madre que le enviaba. Lo cierto es que la esencia de esto que llaman ahora cursi está en el exagerado temor de parecerlo.

Mientras que el doctor había estado pensando y haciendo cuanto queda dicho, su prima doña Costanza tenía con su padre, que acababa de llegar del campo, el siguiente coloquio:

-¡Dios te guarde, muchacha! -dijo D. Alonso, entrando en el cuarto de su hija, sin haberse aún descalzado las espuelas-. ¿Llegó por fin Faustinito, como anunciaba mi prima Ana?

-Sí, papá: llegó Faustinito.

-¿Saliste a recibirle con tu tía? ¿Le viste y le hablaste?

-Sí, papá.

D. Alonso miró atentamente a su hija, como si quisiese descubrir en la mirada el efecto que había hecho el primo.

Importa advertir aquí que D. Alonso era el padre más amoroso que puede imaginarse. Su hija le dominaba y hacía de él lo que quería. Nada amaba —138→ D. Alonso tanto en el mundo, si se exceptuaba su dinero. Su dinero y su hija eran sus dos amores, y los dos fundamentos de su desmedido orgullo. Lo mismo que se dejaba dominar por la codicia se dejaba dominar por el amor paternal. No había sacrificio que no hiciese por ganar dinero. No había capricho de su hija a que no se prestase como no hubiese que sacrificar el dinero que había ganado.

D. Alonso era brusco, censurador, enemigo de todo compromiso y de toda ligereza; pero, refunfuñando y rabiando, pasaba por todo, como se empeñase su hija.

-Siento que haya venido ese chico -dijo al cabo de un rato D. Alonso-. Te he aconsejado mil veces que no le hicieses venir; pero tú no haces caso de mis consejos. Eres loca de atar.

-¿Y qué locura hay en haberle hecho venir? ¡Vaya, papá bonito, no estés tan desabrido conmigo!

-¿Cómo que no hay locura? Mi sobrino es mi sobrino y no es ningún mono para que tú te diviertas.

-Mira, papá, ¿de dónde infieres tú que yo gusto de monos para divertirme, ni que lo sea Faustinito, ni que yo quiera divertirme con él, en mal sentido se entiende; porque, lo que es en buen sentido, él es mono, y quizás, quizás acabe por divertirme yo —139→ con él más de lo que crees? ¿Por qué no he de enamorarme de él y darle mi blanca mano?

-Aunque dice el refrán que quien habla mal de la pera es quien se la lleva, no puedo creer que hables con formalidad. Pues qué, ¿será tal el Faustino vivo que logre inspirarte amor, después de haberte dado tanto que reír en efigie? Aquí, donde nadie nos oye, confiesa que le has hecho venir por curiosidad y por gana de burlas y risas.

-Bien: ¿y qué? Lo confieso. ¿Dónde está el pecado? Figúrate que Faustinito ha venido para mi recreo durante la feria. ¿Qué hueso se le rompe? ¿Qué tormento se le da? ¿De qué soga se le ahorca? ¿A qué palabra se le falta?

-Pero hija mía, ¿no es un pecado burlarse así de un pobre muchacho? Tu tía Araceli, a quien debes heredar y que ha tomado el negocio de buena fe y por lo serio ¿no se picará, si llega a entender tu malicia?

-No papá, porque estos pecadillos míos no se los digo a nadie más que a ti, porque para ti no tengo secretos. Por otra parte, lo repito con seriedad, me he llevado chasco. No te diré que me voy a enamorar del primo: pero, al verle, no le he hallado ridículo como en el retrato. ¿Quieres creer que es guapo mozo? Y no parece tonto, ni ordinario. En —140→ fin, ya le veremos con más detención esta noche. La tía le traerá a casa de tertulia. ¡Ah! se me olvidaba. El infeliz nos ha enviado una infinidad de chucherías de su lugar, que ya he mandado poner en la despensa. Y monta bien a caballo. Y la jaca castaña que trae no es ningún jamelgo.

-¿Y qué tal se explica? -preguntó D. Alonso.

-Muy bien se explica -respondió doña Costanza.

-¡Eres muy original, hija mía; eres muy original!

-¿Y por qué soy original? ¿Qué das a entender con eso?

-Doy a entender que me haces pasar de Herodes a Pilatos. Yo no quería que nos burlásemos de Faustino y que nos indispusiésemos con la familia, y que hiciésemos una afrenta a nuestra propia sangre y casta; pero la verdad, tampoco quisiera que acabases por enamorarte de un hombre más perdido que las ratas, y que tal vez no sirva para cosa alguna, sino para comerse lo que yo te dé. Pues no creas que es mucho. La fama es mentirosa y ponderativa. En dinero y calidad, la mitad de la mitad. ¿Qué piensas tú que podré yo darte? Harto sabes lo malas que han sido en estos últimos años las cosechas de trigo y de aceituna. El Gobierno nos saca el redaño a fuerza de contribuciones. Todo se lo —141→ tragan en Madrid. Aquello es un sumidero de caudales. Vamos, ¿qué piensas tú que podré yo darte?

-¡Y qué sé yo, papá! Tú me darás cuanto yo te pida. ¿Pues qué me negarás, queriéndome tanto?

-No es que yo te niegue nada, sino que no tengo mucho. No te figures que tu papá es un Creso. Lo más que podré darte son tres mil duritos de renta. Para vivir aquí hay de sobra; pero si quieres ir a Madrid o a Sevilla, esto es poquísimo. Y no hay que contar con más en mucho tiempo. Yo estoy robusto y pienso vivir veinte años lo menos todavía.

-Ojalá me vivas mientras yo viva. Pues qué, ¿no te quiero yo con todo mi corazón?

-Sí, me quieres. Ya lo creo que me quieres: pero no eres dócil; haces cuanto disparate te pasa por la cabeza: estás demasiado mimada. En fin, no vayas a enamorarte ahora de ese descamisado de doctor Faustino.

-Entonces me burlaré de él, y afrentaré a mi familia, a mi sangre y a mi casta, y se picará la tía Araceli, a quien debo heredar.

-Pues no te burles de él tampoco.

-Mira, papá: esto he leído yo en no sé qué librote que se llama un dilema. Tiene dos términos: o burlarme o casarme. ¿Qué prefieres?

-Niega tal dilema. Conviértele en trilema o en —142→ cuatrilema. Añádele el término de no coquetear ni marear al primo y de que se vuelva sosegado y contento a su casa cuando pase la feria; o añádele el término de desengañarle suavemente, si se empeña en enamorarte, y no te burles, ni te cases.

-No me vengas con sofisterías, papá: aquí no hay más que dilema y archi-dilema: o boda o burla. ¿Sería poca burla pagar sus chucherías al pobre primo dándole calabazas enconfitadas?

Apurados todos los recursos de su dialéctica, D. Alonso se calló, reconociendo tácitamente la existencia del dilema, y dando un beso en la frente a doña Costanza.

Ella, en cambio, hizo a su padre el lazo de la corbata, le dio cuatro o seis palmaditas en el carrillo, y le acarició, por último, la calva, con una fuga de besos sonoros, mientras que le tenía asida la cabeza entre sus manos blancas y suaves.

D. Alonso, en aquel instante, se sintió tan feliz y tan amado por su hija que le hubiera dado, en vez de los tres mil, hasta cuatro mil duros de renta. Lo que no le hacía gracia era que Costancita pensase, ni de broma, en casarse con el doctor Faustino; pero se consolaba con creer que el tal proyecto no podía pasar de ser una broma y sólo temía que fuese algo pesada.

—143→

Carta del doctor a su madre

Dos días después de la llegada del doctor a casa de doña Araceli, pareció necesario que el mozo, que había venido con los mulos, volviese con ellos a Villabermeja, así para evitar gastos e incomodidades a la espléndida anfitriona, como porque los mulos no eran del doctor, sino prestados. La ilustre casa de los López de Mendoza no podía sustentar ya sino la jaca del doctor, el mulo de Respetilla, y dos borricos que casi siempre estaban estudiando. En Villabermeja se entiende por estudiar dejar sueltas en el campo las caballerías para que ellas se busquen la vida, alimentándose de la escasa yerba que pueden hallar, sobre todo cuando no llueve. Como el doctor pensaba quedarse con su tía una larga temporada, el mozo de los mulos volvió con ellos de vacío al lugar. D. Faustino envió por este medio una extensa carta a su madre, que trasladaremos íntegra —144→ en este sitio, por ser un importante y fidedigno documento de nuestra historia.

La carta decía:

«Querida madre: No sé si alegrarme o entristecerme de haber venido por aquí y de haber acometido esta empresa. La tía Araceli es la misma bondad, la quiere a Vd. mucho y me ha recibido y tratado con el mayor afecto. Aunque la tía tiene talento, es tan candorosa que no descubre en nada la malicia. Así es que los elogios que Costancita hizo de mí, al ver el retrato doctoral, créame usted, fueron irónicos, y la tía los tomó por moneda corriente. Costancita me ha hecho venir por curiosidad y porque es muy caprichosa y porque está muy mimada por su padre y hace cuanto se le ocurre; mas no porque se enamorase al verme en efigie con el bonete y la muceta. Por fortuna, me lisonjeo de haber infundido en el ánimo de Costancita mejor idea vivo que retratado.

«He hablado con el tío Alonso, que, gracias a Dios, tiene buena índole, pues sería insufrible si no la tuviera. Está tan vano y engreído con sus riquezas que se figura que es el hombre más discreto, hábil y entendido entre cuantos mortales conoce. Atribuye a ciencia suya y no a feliz casualidad el haber hecho tanto dinero, y entiende que poseyendo —145→ él en alto grado dicha ciencia, que es la principal, puede y debe decidir sobre todas las otras sin apelación. Habla, pues, de política, de literatura, de artes, de todo, en suma, con autoridad imperiosa, y como aquí apenas hay persona de la sociedad que no le deba dinero o favores, todos acatan su opinión como la voz de un oráculo, y no hay quien le contradiga.

»La amabilidad del tío es extraordinaria, no sólo conmigo, sino con cuantos vienen a verle. Quiere pasar por un señor muy llano, lo cual no impide que sea majestuoso y entonado a la vez. Se dirige a todos con cierto aire de protección y de superioridad que no ofende por la natural buena fe de que nace.

»El tío presume también de chistoso, y goza mucho de que le rían las gracias. Cuantos asisten de noche a su tertulia se juzgan en la obligación de reírselas, y por lo común se las ríen, sin esfuerzo ni violencia, porque el dinero está dotado de tal encanto, que agracia la palabra y los pensamientos de quien le tiene.

»Nada ha dicho el tío por donde se pueda colegir que sabe nuestros planes.

»Sólo se ha jactado conmigo, y creo vana la jactancia, de que, si quisiese podría disponer de todos —146→ los votos de este distrito y hacer un diputado a su gusto.

»Dos o tres veces me ha interrogado como para examinar mi capacidad, medir mis fuerzas y calcular qué se puede esperar de mí. Ignoro si el resultado de estos exámenes me ha sido favorable o adverso. Bajo las apariencias de franqueza lugareña y de inocencia rústica y campechana, tiene el tío, a mi ver, mucha recámara y disimulo.

»No hablo a Vd. de la tertulia diaria de casa del tío, pues es como todas. Los viejos juegan al tresillo; los jóvenes arman dúos amorosos o se divierten contando chismes. Costancita parece una emperatriz. Dos o tres amigas están junto a ella como si fueran sus damas de honor o su servidumbre, y luego se forma en torno un ancho círculo de admiradores.

»Al punto se advierte que todos la adoran sin que la deidad adorada haga el menor favor, salvo el de agradecer los rendimientos y adoraciones con alguna mirada piadosa o con alguna dulce sonrisa. A Costancita se le graba y ahonda cuando sonríe un precioso hoyuelo en la mejilla izquierda, y enseña además unos dientes blanquísimos.

»No se ha proporcionado ocasión, en dos días, de que yo hable con ella a solas. Casi me alegro. Costancita me ha inspirado cierto respeto y consideración, —147→ tal vez porque es mi prima, y no quisiera profanar el amor, hablándole de amor antes de estar cierto de que la amo.

»Cuando yo no sé aún si la amo, ¿cómo he de saber si me ama ella? Me echa miradas muy cariñosas, pero no acierto a calcular todo el valor y significado de estas miradas. Creo que a ninguno de los admiradores se las dirige tan significativas; pero como el amor propio puede engañarme, siempre estoy espiándola a ver si mira a algún otro del mismo modo que a mí.

»Ella no cae en la cuenta de que yo la espío. Hay en ella mucho candor infantil. Reina en su conversación singular hechizo. ¡Qué melindres los suyos! ¡Qué inocentadas! Parece una criatura de siete años.

»Y no obstante, ¡si viera Vd. con qué discreción habla en ocasiones, qué cosas tan sutiles dice, cómo remeda a éste o se burla de aquél, y con qué travesura y desenfado lo hace todo! El tío Alonso se queda embobado oyendo y viendo las que él llama maldades de su diablillo. Yo no extraño esto, porque la chica es tan viva y tan graciosa, que aun sin que sea a su padre, puede embobar a cualquiera.

»Al principio (ya Vd. sabe lo receloso que yo soy), empecé a temer que Costanza fuese una niña muy consentida, mala de carácter y fría de corazón; —148→ pero ya creo que no; ya creo que es buena.

»¡Si oyera Vd. con qué voz tan argentina y con qué acento tan blando me llama primito!

»En la tertulia, en medio de sus admiradores, me distingue y considera mucho, y me saca conversación a propósito para que yo pueda lucirme, y me anima, y me aprueba cuando digo algo que le parece bien.

»Me ha hecho varios cumplimientos muy naturales y sentidos, que me han lisonjeado. Me ha dicho que monto muy bien a caballo, y que sé contar cosas muy entretenidas y amenas.

»Hasta llega a asegurar que las empanadas de boquerones, que hacer en Villabermeja, le saben a gloria, y que, de las que yo he traído, se regala tomando una diaria con el chocolate del desayuno.

»Me ha preguntado por las curiosidades de ese lugar, y unas veces ha celebrado con risa mis contestaciones, cuando eran para reír; otras veces las ha oído con mucho interés, cuando eran serias. Ha querido saber, por ejemplo, si era muy grande el castillo, si el comendador Mendoza seguía penando en los desvanes de casa, si en Villabermeja roncan al hablar como en Jaén o gastan otro linaje de ronquidos, y por último, si nuestro Santo Patrono sigue haciendo milagros o vive ocioso en el cielo. —149→ Acerca de este punto le contesté dando involuntariamente a mis palabras cierto tinte vago de libre pensador y afirmando que el Santo Patrono no trabaja ahora; pero pronto me contuve, notando la severidad y el disgusto con que me oyó Costancita, de quien he sabido además, por tía Araceli, que es fervorosa creyente. En efecto, en aquella frente serena, en aquellos ojos que destellan luz inmortal y en todo aquel ser delicado, elegante, etéreo y armónico, se está revelando que vive un espíritu lleno del más puro idealismo.

»Ni con la tía Araceli he querido hablar de proyecto de boda. Tampoco la tía me ha hablado. Es menester antes, que yo me enamore de Costancita y que Costancita se enamore de mí. Entonces todo será natural y decoroso. Una gran pasión todo lo justifica. Pero así, sin pasión, ¿cómo he de tratar yo de matrimonio? ¿Qué puedo ofrecer a mi prima? Un caudal de esperanzas y de ilusiones.

»Siempre que siento la tentación de hablar de boda, siquiera con la tía, recuerdo cierto cuentecillo, y la tentación se me pasa. Recuerdo a aquel novio que dijo que, si su futura llevaba para comer, él llevaría para cenar; pero, cuando se casaron y comieron ricamente, llegada la hora de la cena, el novio salió con que no era ningún buitre, y con que, si —150→ comía bien, jamás cenaba. Así tendría yo que hacer con Costancita, como no le ofreciese para cena mis ilusiones, o como no la obligase a vivir en Villabermeja, en un perpetuo idilio, donde, con los zuritos de la casería, con los conejos, pavos, gallinas y pollos de nuestro corral, con la caza, con la miel de nuestras colmenas, con las uvas de nuestras viñas, con nuestro vino y aceite, y con cuanto Vd. prepara y guarda en la despensa, basta y sobra para un rústico banquete diario, digno de García del Castañar y de su fiel, enamorada y linda esposa.

»Mas para esto son inútiles todas las riquezas de Costancita... ¿Qué digo son inútiles? Son perjudiciales. Rica heredera, lisonjeada de hermosa, con la conciencia de su natural distinción, de su poder, de su gallardía y de su elegancia, Costancita querrá ir a las grandes ciudades y brillar en ellas, y tendrá también sus esperanzas y sus ilusiones, que nunca desechará como no se prende de mí y llegue a adorarme. Y si se prenda de mí y llega a adorarme, ¿qué razón hay para quedarnos en Villabermeja, teniendo Costancita dinero con que vivir en Madrid, donde justificaré yo su amor y el gran concepto que ella forme de mí, encumbrándome por todos estilos? Resulta, pues, que ora me quiera, ora no me quiera Costancita, es imposible realizar con ella un idilio —151→ bermejino. Para este idilio importaba encontrar una Costancita tan pobre como yo o más pobre.

»Y aquí me pregunto: ¿Tengo vocación para hacer este idilio? Si Costancita fuese pobre, más pobre que yo, y me amara, ¿la amaría mi alma y olvidaría por ella todo otro anhelo, y hundiría y ahogaría en el piélago de luz beatífica de una mirada suya los mil ensueños de ambición y de gloria?

»Desde que vi a Costancita me estoy preguntando esto y no atino con la respuesta. Advierto luego con vergüenza que mi pregunta equivale a esta otra, despojada ya de todo artificio retórico, en su terrible y brutal desnudez: ¿Quiero engañarme a mí mismo fingiéndome que amo ya a Costancita, cuando en realidad no amo sino su dinero? ¿Qué hipocresía absurda pretendo emplear hasta conmigo? ¿Por qué vine aquí? ¿Me atrajo la fama de las virtudes y de la hermosura de mi prima o acudí al olor del dote? Si soy un Coburgo lugareño, ¿para qué presumir del fino enamorado y romántico adorador de la señora de mis pensamientos?

»Para que responda a estas preguntas, para que confiese su crimen, hace dos días, desde que vi a Costancita, doy a mi alma todo género de tormentos. Soy un feroz inquisidor de mi alma, y el alma no contesta claro.¡Es singular! En Villabermeja, y durante —152→ el viaje de Villabermeja a esta ciudad, acepté e hice sin repugnancia el papel de Coburgo, y ahora me repugna el papel y quiero cohonestar mi conducta fingiéndome enamorado. ¿Será mi orgullo que se despierta al ver lo burlona que es mi prima? ¿O la misma vergüenza de ser un aspirante a su dote provendrá de que ya la amo?

»En fin, yo ando muy confuso y no atino a explicarme estas cosas.

»Tal vez como yo he vivido casi siempre en Villabermeja, donde lo más distinguido que hay en punto a mujeres son las Civiles, y como en las cortas temporadas de Granada he hecho siempre vida estudiantil, jugando al monte, y siendo las damas más encopetadas con quienes he tratado alguna bailarina o alguna pupilera, me he dejado deslumbrar y cegar por Costancita. Quizás, viniendo en busca de dinero, hallé amor, pues más bien halla amor quien le siente que quien le inspira.

»De cualquiera modo que sea, presiento en este asunto algo más serio de lo que pensábamos».

—153→

Preliminares de amor

Revista de España, tomo XLI, Nº 164 de noviembre y diciembre de 1874, pp. [526]-549

Hay en mi mente mil razones que la inclinan a no proseguir la narración de esta historia. Sólo el compromiso que contraje al empezar su publicación me lleva ahora a continuarla.

El protagonista me desagrada cada vez más. En sus calidades intrínsecas hay poco o nada que le haga interesante, y, sobre todo su posición de señorito pobre es anti-poética hasta lo sumo. ¿Qué lance verdaderamente novelesco puede ocurrir a un señorito pobre? Un buen héroe de novela sin dinero no es concebible sino entre salvajes, en países remotos, en edades antiguas, en medio de civilizaciones bárbaras o en lucha abierta con nuestra civilización y forajido de ella, donde sean, de acuerdo con la sentencia del ingenioso hidalgo, sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su voluntad. Pero protegido a par que reprimido por un juez, por un alcalde y hasta por un guardia civil, con cédula de vecindad o con —154→ pasaporte, sujeto a multitud de reglas, encomendada la defensa propia a gente asalariada por la comunidad, lleno de temor de faltar, no ya a un precepto de ley, no ya a un reglamento de policía urbana, sino a lo que llaman conveniencias, ¿qué se ha de esperar que dé de sí un señorito pobre, digno de la más sencilla y pedestre novela? De no romper con la sociedad haciéndose mendigo o bandolero, importa sobreponerse a ella, lo cual no se consigue sin ser un Abul-Casen o un Montecristo.

Nada de esto era nuestro pobre doctor, y yo no he de apartarme un ápice de la verdad suponiendo lo que no era. Suplico, pues, a mis lectores que me disculpen si caigo y hasta me arrastro y revuelco en el más prosaico realismo.

A fuerza de trabajo y de súplicas habían logrado doña Ana y el doctor que unos marchantes bermejinos les compraran dos tinajas del vino superior que tenían, de la flor y nata de la cosecha, pagándolas al contado, caso raro por allí, y a diez reales la arroba. El producto líquido de esta venta, deduciendo mermas, botas de regalo a los marchantes y gajes y propina del corredor, se elevaba a la cantidad de mil novecientos reales. Los marchantes entregaron religiosamente dicha suma en monedas de todas clases, siendo más de mil reales —155→ en calderilla. Según el uso del país, cada cien reales, o sea cada ochocientos cincuenta cuartos, venían metidos en una esportilla de palma de escoba, cosida con guita o con tomiza. Como la esportilla no se ha de dar de balde, en cada esportilla se cuentan sólo ochocientos cuarenta y ocho cuartos, restados dos por el valor de la esportilla. Verdad es que la esportilla es siempre útil, pues cuando no sirve para llevar cuartos, sirve para llevar aceitunas, con lo cual se saca la ventaja de que los cuartos vengan a menudo bañados en el caldo y aliño de las aceitunas, y las aceitunas adquieran cierto sabor y olor a la mugre de los cuartos. Por lo demás, lo mismo debieran valer mil reales en cuartos, metidos en esportillas, que mil reales en oro. El doctor, sin embargo, no quiso emprender la conquista de su prima doña Costanza con aquel numerario tan voluminoso y mugriento. Su transporte, en la forma en que estaba, casi hubiera requerido otro mulo más sobre los tres, o mejor dicho en pos de los tres del equipaje y de los presentes. El doctor tuvo, pues, la precaución de acudir a la vieja tendera, que le quería bien, a pesar de la mala pasada que hicieron los podencos, comiéndose el reparo de bizcochos con vino y canela; y la tendera, rica y generosa, le hizo el insigne favor de cambiarle los mil y novecientos —156→ reales en dobloncillos de dos y cuatro duros. Con este oro se habían pagado ya las costas de la posada durante el viaje.

A los cuatro días de vivir el doctor en casa de doña Araceli, un señor Marqués de Guadalbarbo, que había venido como él a la feria, le llevó al casino, le indujo a jugar al monte, le excitó a echar tres o cuatro vaquitas que todas berrearon, y los mil novecientos reales se vieron reducidos a poco más de mil.

Temeroso el doctor de encontrarse sin blanca, hizo promesa solemne de no volver al casino para no caer en la tentación de jugar al monte.

Era menester que los mil reales que le quedaban, alcanzasen para el tiempo que había de estar en el pueblo de su prima, para gratificar a los criados al partir, y para los gastos del regreso a la patria.

La íntima contemplación de esta miseria propia aumentaba la timidez, la melancolía y el encogimiento del doctor en todas partes. Se avenía tan mal el don con el tiruleque, disonaba tanto lo de alcaide perpetuo y demás blasones con aquella escasez absurda de metales preciosos, que D. Faustino se sentía acobardado, postrado, abatidísimo, como si le hubieran dado cañazo.

—157→

Llegaron los días de la feria; hubo toros; hubo mucho turrón y mucho garbanzo tostado; en fin, cuanto hay en todas las ferias. D. Faustino fue a los toros, convidado por su tío; paseó por el campo de la feria, caballero en su jaca y vestido de majo; hizo como quien se divierte, pero se divirtió menos que en un entierro.

Las indefinibles miradas entre él y Costancita continuaban como desde el principio. Por la noche, cuando no había velada en las calles o en el paseo público, había tertulia en casa de D. Alonso. Así se pasó una semana, y así llegó el último día de la feria; pero los amores de D. Faustino y de doña Costanza estaban menos adelantados que en el primer día en que ambos primos se vieron.

Si el doctor hubiera hallado a doña Costanza por acaso, sin previo aviso y concierto de que venía a vistas para casarse con ella, el doctor le hubiera declarado sin rebozo sus más atrevidos pensamientos. Pero ¿qué es decir a doña Costanza? Al lucero del alba, a la propia Diana, a la propia Vesta, los hubiera declarado el doctor. Su proceder tímido no nacía de natural timidez, sino de orgullo. Él, al menos, así lo imaginaba. Allá en su rica fantasía, segaba a montones cuantas flores brotan en las faldas del Helicón y del Parnaso, lozanas y olorosas —158→ por el fecundo riego de las fuentes Hipocrene y Castalia, y con estas flores adornaba y cubría su declaración de amor a doña Costanza; pero no bien apartaba de nuevo las flores, y quedaba la declaración escueta, el doctor no veía sino esta fórmula prosaica: «Tráeme los tres o cuatro mil duros de renta, que me hacen mucha falta. Yo en cambio no tengo sino amor». Cada vez que a solas en su cuarto, durante el silencio de la noche, el doctor se repetía las mencionadas frases, se le saltaban las lágrimas de dolor y de rabia. Cada vez, sin embargo, se le figuraba que amaba más a su prima. Por momentos creía sentir por ella verdadero amor: pero los mil reales en que tenía que mirarse para que no se gastaran, su pobreza bermejina, en suma, que hasta para él mismo hacía inverosímil su amor desinteresado, ¿cómo no había de hacerlo también para Costancita?

¡Cuánto lamentaba el doctor entonces, tocando y aun pasando los límites entre la razón y la locura, no haber nacido allá en Oriente y ser corsario o klepta y giaour, como un héroe de Byron, o no haber nacido en humilde cuna para ser bandolero como José María, o no haber nacido en el siglo XI o XII para conquistar a cuchilladas y lanzadas, no ya dinero, sino un imperio, y dársele luego a Costancita en pago de su corazón!

—159→

Doña Araceli, que, por amor a su amiga y prima doña Ana, había preparado el asunto del noviazgo, aficionada después al sobrino doctor, se dolía de que las cosas marchasen con tanta frialdad y lentitud. No quería o no se atrevía, con todo, a decir nada a don Faustino. Juzgaba más conveniente dejar a los presuntos novios en completa libertad para que todo dependiese de su iniciativa.

El doctor había dado un bufido a Respetilla siempre que éste, a las horas de irse a acostar su amo, que era cuando más a solas le veía, había empezado a hablarle del noviazgo. El doctor, pues, respecto a sus amores con doña Costanza, estaba reducido a un soliloquio perpetuo. Respetilla, con todo, no pudo resistir más la gana de hablar, y una noche le dijo:

-Señorito, hoy hace ocho días que estamos aquí.

-Bueno, ¿y qué? Estaremos otros cuatro o cinco más, y nos volveremos a Villabermeja -contestó el doctor.

-Pues si aprovecha su merced los cinco días que quedan como ha aprovechado los ocho, lindo viaje hemos echado; estamos lucidos.

-¿Qué tienes tú que ver con eso? Cállate. No seas insolente.

-Señorito, yo tengo mucha ley a su merced, y aunque me dé de palos he de hablar y he de meterme —160→ en camisón de once varas y he de decir lo que conviene.

-Respetilla, Respetilla, cuidados ajenos matan al asno.

-Yo no niego que soy un asno, señorito; pero niego que los cuidados de su merced sean para mí cuidados ajenos: los cuidados de su merced son para mí más que propios.

-¡No eres tú pillo, ni nada, Respetilla! Vamos, dí lo que se te antoje. Te doy completa libertad por esta noche.

-Pues, señorito, lo primero que digo es que fray, Modesto nunca fue guardián. Su merced anda muy encogido y cobarde, y de cobardes no hay nada escrito. Yo sé, de buena tinta, que mi señora doña Costanza tiene más gana de que su merced le diga algo de amores, que un gitano de hurtar un borrico. Está frita y refrita por esos pedazos; pero, ya se ve, como su merced se calla, doña Costanza no ha de hacer lo que hizo la dama del romance con su camarero Gerineldos.

-¿Y cómo sabes tú esas cosas? ¿Cuál es esa buena tinta de que la sabes?

-La buena tinta es una morena más retrechera que el reloj de Pamplona, que apunta pero no da y me tiene achicharrado hace días.

—161→

-Me dejas en la misma duda. ¿Quién es esa retrechera?

-¿Quién ha de ser?... Manolilla.

-¿Y quién es Manolilla?

-Señorito, perdone su merced, ¿tengo yo la culpa de que a su merced se le vaya el santo al cielo, y esté casi siempre trasponido y a oscuras, y no vea ni entienda, y con tanto entendimiento y con tanto libraco como ha leído viva en Belén, como quien dice?

-Pues hombre, no faltaba más sino que para no vivir en Belén y para tener una idea exacta y completa de las cosas creadas y de lo que más importa fuera necesario que yo supiese quién es Manolilla.

-Pues aunque su merced se me enoje, le sostendré que es necesario y más que necesario. Manolilla no es una Manolilla cualquiera; es la criada favorita de doña Costanza. Yo no me duermo en las pajas, y aunque no he venido a vistas, como la he hallado vacante, la he dicho: aquí me tienes, cuerpo bueno; y como la moza no es ninguna fiera, habla conmigo algunas noches por una de las rejas del jardín.

-¿Y qué te ha dicho de su señora? ¿Sabe ella lo que su señora piensa de mí?

-Dice que la señorita dice que su merced tiene —162→ mucho talento y sabe más que Lepe y Lepijo del cielo y de los espacios imaginarios; pero que su merced parece a veces un tío lila, y que le está dando un camelo con no declararse.

-¿Eso dice?

-No digo yo, ni dice Manolilla que ella lo diga con las mismas palabras; pero así, por estilo burdo, no atinamos nosotros a exponer de otra suerte el sentido de lo que dice.

-Está bien. ¿Cuándo hablarás tú con Manolilla?

-Esta noche a la una. En cuanto su ama se acueste, saldrá a la ventana Manolilla a pelar la pava conmigo.

-¿Podrás llevarle una carta mía para doña Costanza?

-¿Y por qué no? Escríbala enseguida su merced.

D. Faustino se puso al momento a escribir la carta, y una vez escrita, se la entregó al criado, que se fue a ver a Manolilla.

El doctor no pudo pegar los ojos en toda la noche, pensando en el efecto que la carta produciría, y lleno de zozobra de hacer reír a doña Costanza.

Lo primero que hizo el doctor, cuando Respetilla entró en su cuarto a la mañana siguiente para limpiarle la ropa, fue preguntarle si había entregado la carta.

—163→

-Manolilla quedó anoche en entregársela a su ama en cuanto su ama despertase. A estas horas ya la habrá leído treinta veces la señorita y se la sabrá de memoria -contestó Respetilla.

-¿Crees tú que habrá contestación?

-¿Y cómo dudarlo? Tan cierta tenga yo la gloria. Esta noche espero que Manolilla me traerá la contestación. y yo vendré enseguida a dársela a su merced.

Mientras pasaban estas cosas entre el doctor y Respetilla, doña Araceli, harta ya de ver que sus planes no tenían resultado ninguno, se decidió a romper el silencio y a tener una explicación con su sobrina. Con pretexto de ir a misa, salió de su casa muy temprano y se fue a ver a doña Costanza, que estaba en cama aún, pero ya despierta. D. Alonso había ido al campo a caballo, de lo que se alegró doña Araceli, que no quería que la sospechasen ni acusasen de favorecer demasiado aquellos amores.

Doña Araceli había amado muchísimo, aunque sin fruto y con desgracia, y como la mayor parte de las mujeres que amaron mucho de mozas, se deleitaba, cuando ya vieja, en que la gente joven se amase, y hasta aceptaba y hacía el tercer papel con la misma vehemencia y ternura con que en su juventud había hecho el primero.

—164→

Una de las mayores rudezas y crueldades de la opinión vulgar es, en mi sentir, dar un nombre feo, mal sonante y de vilipendio, tanto que no me atrevo a estamparle aquí, a las mujeres ya viejas que conciertan voluntades. Cuando esto se hace con buen fin y sin interés, es el grado más sublime a que puede elevarse el amor en lo humano; es la manifestación gloriosa del amor, limpio ya de egoísmo; es el amor del amor, sin atender al propio bien ni al logro del propio deseo. No hay obra de misericordia que no se resuma y cifre en el ejercicio de esta virtud archi-amorosa, tan denigrada y escarnecida. La que ejerce esta virtud cura al enfermo, redime al cautivo, da de beber al sediento, enseña al que no sabe, busca posada para el peregrino, y viste la desnudez de un alma con todas las galas y joyas del amor bien pagado. Sólo mujeres tiernas y excelentes, como doña Araceli, son capaces de esta virtud. Hay además en esta virtud mucho de semejante al estro poético, a la inspiración, al prurito nobilísimo de producir lo bello, de crear una obra de arte. ¿Qué obra de arte más bella que unos amores, que el concierto y armonía de dos voluntades, que la confusión y compenetración de dos almas en una sola?

Movida, pues, de tan altos y benditos sentimientos, entró doña Araceli en la alcoba de su sobrina. —165→ Suave fragancia trascendía por toda ella. No eran aromas alambicados por Atkinson, Violet o Lubin. Apenas si había más que jabón y agua fresca en aquel tocador. Así es que, si no disgustase ya el empleo de la mitología, podría decirse que prestaban a doña Costanza tan delicado aroma la ninfa de la fuente de su jardín, e Higia y Hebe, diosas de la salud y de la juventud.

Había en la alcoba una ventana que daba al jardín. Al través de los cristales, entraban por ella algunos rayos de sol, que parecían filtrarse por entre el tupido ramaje de la madreselva y los jazmines que velaban la ventana. Un canario, cuya jaula pendía del techo de la alcoba, cantaba de vez en cuando. Y en el lado opuesto al de la cama, se veía un altarito, con dos velas encendidas, y sobre el altarito una Purísima Concepción de talla, bastante bonita.

Doña Costanza no usaba papalina, cofia ni redecilla para recogerse el pelo durante la noche, de suerte que el pelo, libre y desatado, mostraba entonces toda su abundancia y hermosura. No exigían tampoco, ni el uso ni aquel clima benigno, otras vestiduras para dormir, que la holanda venturosa que inmediatamente tocaba el lindo cuerpo de doña Costanza, plegándose y ajustándose un tanto a la —166→ garganta, merced a una cinta de seda azul celeste, que formaba un lacito sobre el pecho. La sábana y una colcha ligera cubrían a la joven, si bien ciñéndose al cuerpo por tal arte que revelaban sus graciosas, elegantes y juveniles formas.

Doña Araceli, que además del cariño de tía tenía lo que llamaba Dante entendimiento de amor, no pudo menos de extasiarse al ver a su sobrina; y después de haberla contemplado un rato, se echó en sus brazos y la besó, diciendo:

-¡Qué hermosísima estás, muchacha! ¡Dios te bendiga! ¡Vamos, si pareces una Magdalena sin penitencia y sin pecado!

-Tiíta, no se burle de mí con lisonjas. Mire Vd. que no soy presumida.

-¡Qué me he de burlar, hija mía! ¡Qué me he de burlar! ¿Dónde se ha visto cosa más mona que tú? ¡Alabado sea Dios que quiso lucirse y echar el resto en tu persona! Así, en estos momentos, es cuando hay que ver a las mujeres para juzgar sobre su mérito; despeinadas, sin afeites, sin cascarilla ni arrebol; como el Señor las ha criado.

-¿Qué la trae a Vd. por aquí tan de mañana, tía?

-Pero, muchacha, ¿qué colores tienes tan frescos cuando te despiertas? ¡Si pareces una rosa! -interrumpió doña Araceli.

—167→

Costancita, en efecto, se había puesto más colorada que de costumbre, cuando su tía entró de improviso, y había ocultado rápidamente debajo de la almohada la carta del doctor, que Manolilla le había dado y que ella acababa de leer.

-¿Qué quiere Vd., tiíta? Vd. misma lo ha explicado todo. Sin penitencia y sin pecado, ¿cómo no he de tener buenos colores?

-Dí también que sin amor y sin desvelos. Eso es lo que no me explico, hija Costanza. Tus ojos son engañosos. ¿De dónde procede el fuego seductor que los anima? ¿De aquí? ¿De este corazoncito? Pero ¿cómo ha de proceder, si este corazoncito está helado?

-¡Helado! ¿Y de dónde infiere Vd. eso? Al contrario, tía. Sepa Vd. que mi corazón está lleno de amor.

-¿Para quién, hija?

-Hasta ahora, tía, para nadie. Pero ¿dejará de arder el amor y de morar en mi alma y de ocuparla toda, aunque no tenga objeto en quien se emplee?

-No me salgas con tiquis-miquis que no se entienden. ¿Qué es amor sino deseo, apetito violento, afán de unirse al objeto amado? Y si careces de objeto, ¿cómo no has de carecer de amor? ¿Qué anhelas tú gozar? ¿A qué apeteces unirte, amándolo?

—168→

-Pasito, tía, que no es tan invencible el argumento de Vd. Cuando hay amor y no hay objeto en el mundo para el amor, se imagina, se sueña, se crea un objeto, y este objeto se ama. Así hago yo. ¿Y si Vd. viese qué precioso es el objeto que forjo en mis sueños?

-¿No se parece nada a tu primo Faustino?

-A decir verdad, tía, estas imágenes que se forjan en sueños distan mucho de tener la consistencia de la realidad: son vagas, confusas, aéreas. Sus contornos se desvanecen en un ambiente de niebla luminosa. ¿Cómo he de saber yo de fijo, si mi objeto soñado se parece al primito o no? Eso es según. Ya creo que se parece algo, ya que no se parece nada.

-¿Luego amas una imagen que no sabes cómo es?

-Sé y no sé. Es un misterio que no logro poner en claro.

-No seas pícara, Costancita. Déjate de misterios. Dime sin rodeos, ni diabluras, si quieres o no a tu pobre primo.

-Antes sería menester saber si él me quiere o no.

-Él te quiere, te adora. Eso se conoce.

-Vd. lo conocerá, tía, porque Vd. tiene más conocimiento que yo. Yo soy inexperta y tan mocita que nada conozco. ¿Para qué sirve la lengua? Si me —169→ quiere, ¿por qué no lo dice? ¿Por qué no se declara? ¿Quiere él y quiere Vd. que yo le pretenda?

-No, hija Costanza. Él no se declara porque es muy tímido.

-La timidez y la tontería suelen confundirse.

-En este caso no. Además Faustino no ha tenido ocasión. ¡Tú estás siempre tan circundada!

-Se rompe el círculo que me circunda, se busca ocasión y se halla.

-¿Y quién sabe si él la anda buscando?

-Muy torpe es si anda buscándola ocho días sin hallarla. Pero, vamos, tiíta, yo la quiero a usted muchísimo, y no quiero embromarla más ni ocultar a Vd. nada.

-Dí, dí, picarita. Ya calculaba yo que había gato encerrado.

Doña Costanza metió la mano debajo de la almohada y sacó el billete de su primo entre los lindos dedos.

-Aquí está el gato, tía -dijo-. Aquí está el gato. Ocho días ha tardado el primo en pensar y en escribir esta epístola. Confiese Vd. que no se precipita y que va con calma, reflexión y reposo.

-No seas burlona. Tu primo no se habrá atrevido a escribirte antes. Léeme la carta.

-Tía, ¡por amor de Dios! Este es un secreto. No —170→ se lo diga Vd. a papá ni a nadie. Estas cosillas son más gustosas cuando no se saben.

-No tengas cuidado. Yo me callaré. Lee.

Doña Costanza, en voz muy baja, leyó el billete que decía así:

«Primita: He tenido el atrevimiento de concebir una esperanza de felicidad, que me alienta hace ocho días. Mil temores, nacidos de mi corto valer y de lo mucho que tú vales, asaltan mi esperanza, luchan contra ella y procuran matarla. Acudo a ti para que la perdones y la ampares. Basta con una palabra de tus frescos labios para que viva. ¿Pronunciarás tan dulce palabra? En todo caso no condenes a esta esperanza, sin oír antes lo que tengo que decir en su defensa. ¿Cómo y dónde podré hablarte? Si cierta simpatía, que he creído leer en tus ojos, si cierta piedad con que me miras a veces, no son mentira que mi fatuidad inventa, confío en que has de buscar medio de oírme, lejos de la turba de adoradores que te rodea. Aguarda con ansia tu contestación el más fervoroso de todos, tu primo -Faustino».

-¿Ves cómo no debes quejarte? -dijo doña Araceli.

-Y si yo no me quejo, tía.

-¡Y qué carta tan fina y tan bien hilvanada! ¡Cómo el galán encaja en ella todo lo que quiere! —171→ ¡Con qué arte es atrevido, sin dejar de ser modesto! ¡Con qué primor pide amores y citas sin que parezca que pide nada! Y tú ¿qué vas a hacer?

-Allá veremos, tía. Lo natural, lo que se cae de su peso, es estar pensando durante otros ocho días la contestación.

-Costancita, no seas mala. ¿Le quieres o no le quieres?

-¿Y yo qué sé, tía?... ¿He de sentirme enamorada de sopetón? Hablando con franqueza, yo me temo que voy a amarle. Advierto que me atrae, que se va hacia él un poquito mi voluntad; pero no le amo todavía. Será menester, lo primero, que me convenza yo de que soy querida, muy querida. Después... repito que allá veremos.

-Entre tanto, ¿qué vas a contestar?

-Nada, por lo pronto. Ocho días de silencio.

-Se va a morir de impaciencia.

-Pierda Vd. cuidado, que no se morirá. Por otra parte, ya ve Vd. que el primito es atrevido; tardío, pero cierto; me pide nada menos que una cita o solas, o yo no lo entiendo. Darle la cita sería comprometerme demasiado. ¡Jesús! ¡Qué ligereza! ¿Qué se diría de mí si se supiese?

-Pero, muchacha, si ha de ser tu marido, ¿no podrás hablar con él un momento por la reja?

—172→

-¿Y quién le dice a Vd. que ha de ser mi marido? Eso está por ver.

Por más halagos, razones y caricias que hizo y dijo doña Araceli a su sobrina, no logró ni más promesas ni más luz sobre el estado de su alma con relación a D. Faustino.

Doña Araceli, no obstante, volvió a su casa algo más confiada en el buen éxito de los amores que con tanto entusiasmo patrocinaba.