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—173→

Al pie de la reja

Todo aquel día estuvo el doctor alborotado y lleno de ansiedad aguardando contestación de doña Costanza.

Vio a su prima en el paseo y en la tertulia. Le habló delante de los otros amigos y amigas que la cercaban. No notó ningún signo de que Costancita hubiese recibido bien su carta. Antes al contrario, le pareció que Costancita estaba con él más seria que de costumbre. Sus miradas eran menos benévolas y frecuentes. El doctor se dio a sospechar que había caído en desgracia y se puso más melancólico que de costumbre.

Respetilla no había podido ver en todo el día a la doncella favorita. D. Faustino le preguntó en balde sobre la suerte y paradero de su carta.

Aquella noche volvió el doctor a las doce de la tertulia de D. Alonso a casa de la tía Araceli. En vez de desnudarse, rogó a su criado que fuese cuanto —174→ antes a hablar con Manolilla, y que a la vuelta entrase a hablarle, que él le aguardaba despierto y vestido.

Así lo hizo, y se quedó sentado a la mesa leyendo un libro de filosofía; pero no acertaba a entender ni un renglón siquiera. Sobre las páginas graves del libro brincaba la imagen de Costancita, riéndose, enamorándole y distrayéndole de todo.

Transcurrieron dos horas mortales. Después de las dos oyó D. Faustino pasos de puntillas en los corredores. A poco levantó Respetilla el picaporte y entró en el cuarto.

-¿Por qué has tardado tanto? ¿Traes contestación? -preguntó el doctor.

-Vaya, señorito, ¿cree su merced que es tan fácil entrar en esta casa? El chico que me abre la puerta falsa se había dormido como un tronco y por poco no me quedo a dormir al sereno.

¿Traes carta? -volvió a preguntar D. Faustino.

-No se apure su merced.

-¿Qué hay? No me apuro -dijo el doctor, contradiciendo lo apesadumbrado y lastimero de la voz lo mismo que expresaba-. No me apuro. Dí ¿qué hay?

-Pues digo que no hay carta. Doña Costanza ha regañado a Manolilla porque le entregó la de su —175→ merced, a la que dice que no quiere contestar.

-¡Bien me lo decía el corazón! Yo soy poco dichoso. No quiero seguir aquí tonteando. Mañana nos volvemos a Villabermeja.

-Señorito, yo creo que las cosas no están tan mal como su merced se las figura.

-¿Y por qué lo crees?

-Lo creo porque doña Costanza, que no quiere contestar a su merced, le ha entrado de repente una manía rara.

-¿Qué manía?

-Ha dicho a Manolilla que hace ahora un tiempo delicioso, que el jardín está que da gusto, y que por las noches, con la luz de las estrellas y con el perfume del azahar, debe de estar mejor. Manolilla le ha contestado que sí; que el jardín está encantador de una a dos de la noche; y la señorita ha replicado que tiene el capricho de bajar mañana al jardín, a la referida hora.

-¡Ay, Respetilla, apenas quiero creer mi ventura! ¡Me da una cita! ¡Quiere verme y hablarme por la reja del jardín!

-Señorito, yo no digo eso. No saque su merced de mis palabras lo que en ellas no se contiene. Estos son asuntos muy dificultosos y resbaladizos. Ni doña Costanza a Manolilla, ni Manolilla a mí, han dicho —176→ nada de cita. No se ha hablado de su merced para nada. Sólo se sabe que doña Costanza tiene el capricho de bajar y bajará mañana al jardín, a la una de la noche, para oler el azahar y contemplar el cielo estrellado; pero como en el jardín hay dos rejas que dan a la callejuela, su merced puede ir por allí, porque la calle es del rey, y nadie le prohíbe a su merced estar en la del rey, y su merced puede oler también el azahar a la hora que se le antoje.

-Iré, Respetilla; iré sin falta.

-Añade Manolilla que su merced debe ir muy embozado en la capa para que no le vean. En este pueblo son muy chismosos y maldicientes. Y cuando estemos los dos en la callejuela, su merced se podrá acercar a la reja, como para ver el jardín y oler las flores, y entonces podrá ocurrir la casualidad de que vea su merced allí cerca a la prima, y por casualidad podrá hablarle.

-Ojalá que tan feliz casualidad se realice -dijo el doctor suspirando.

-No suspire Vd., señorito. Ensanche su merced el pecho, que hay casualidades que parecen providencia.

El doctor se puso contentísimo. Era generoso, y en albricias dio a su criado una monedilla de cuatro duros, equivalente a ocho arrobas del vino superior —177→ de su candiotera, y a poco menos de la duodécima parte de su haber en metálico.

Al otro día hubo paseo, tertulia, todo lo de los días anteriores. Costancita, como de costumbre, ni más ni menos afectuosa: más bien menos. D. Faustino la vio, ya al lado de su padre, ya cercada de amigas y adoradores. La habló... y como si tal cosa.

La impaciencia devoraba al doctor. El día le parecía eterno. La tertulia interminable; pero no hay plazo que no se cumpla, y llegó la una de la noche.

Ya D. Faustino había acompañado a la tía Araceli desde la tertulia a casa, y había cenado con ella. Estaba listo.

No bien la casa quedó en silencio y todos recogidos, el doctor se escapó con Respetilla por la puerta falsa, de sombrero calañés, embozado en la pañosa, y con una pistola y un puñal en el cinto.

Antes de que diese la una en el reloj de la iglesia mayor, ya estaban el doctor y Respetilla en la callejuela. Las tapias del jardín eran muy altas, y había en ellas dos ventanas con rejas de hierros cruzados, pero sin celosías ni puertas de madera. Todo lo interior del jardín se descubría perfectamente, en cuanto lo consentía la espesura frondosa de naranjos, limoneros, jazmines, rosales de enredadera y otros árboles y plantas. En la callejuela había profundo —178→ silencio, y más silencio profundo en el jardín. Sólo se oía el murmurar de la fuente, que estaba en el centro.

No había luna; pero era tan clara la noche y brillaban tanto las estrellas, que iluminaban las senditas del jardín y rielaban en el agua del arroyo, por donde se desahogaba la fuente para que no rebosase. En ambas orillas del arroyo había, sin duda, muchas violetas, pues su aroma sobresalía por cima del de las rosas, azahar y demás flores.

-Aún no han bajado, señorito -dijo Respetilla.

-Calla y aguardemos -dijo el doctor.

Transcurrieron en silencio tres o cuatro minutos.

-Ahí vienen ya, ahí vienen -dijo Respetilla-. Ea, no se quede su merced así... tan delante de la ventana, hecho un espantajo; no se asusten estas palomas y se escapen. Arrímese su merced al muro, y deje la ventana libre a ver si acuden.

El doctor obedeció con docilidad a Respetilla; se apartó de la ventana y se pegó contra el muro. Entonces oyó ruido de pasos ligeros y el crujir agradable y provocativo de la seda y de las leves faldas. Doña Costanza y Manolilla estuvieron a poco en la ventana donde se hallaba el doctor.

-¡Qué hermosa noche, Manuela! -dijo doña Costanza-. ¡Cuánto me alegro de haber bajado al —179→ jardín! Estaba desvelada... Pero tengo miedo. ¿Nos habrá sentido papá? Dios quiera que no lo sepa. ¡Dios mío! ¡Qué furioso se pondría!

El doctor no sabía cómo salir de su escondite y empezar el diálogo.

Por último, se desembozó y se acercó a la reja, donde estaba su prima.

-¡Ay! -dijo ésta asustada.

-No te asustes, Costancita, soy yo; tu primo Faustino.

-¡Hola, hola, primito! -dijo doña Costanza, riéndose-. ¡Vaya un susto que me has dado! ¡Miren qué diablura de coincidencia! Hemos tenido el mismo antojo los dos.

-Así es, primita. Yo también estaba muy desvelado, y he salido a tomar el fresco y a respirar el ambiente embalsamado de tu jardín. Buena dicha ha sido el hallarte.

-Sí, hijo mío; pero ¡qué compromiso! Papá, si supiera que yo estaba hablando contigo a estas horas, y por la reja, ¡sólo Dios sabe lo que haría!

Al llegar a este punto de la conversación, advirtió D. Faustino que ya Respetilla y Manolilla se habían apartado discretamente sin decir «queden ustedes con Dios», y estaban hablando muy cerquita —180→ el uno del otro, en la otra reja, como quienes quieren dar buen ejemplo.

El doctor imitó a su criado, y se aproximó cuanto pudo. Costancita sin duda que no lo advirtió, porque no se retiraba, antes insensible y naturalmente, sin caer en la cuenta, se acercó también un poco. Por momentos estuvieron tan próximos, que el doctor aspiró el fresco y perfumado aliento de la boca de doña Costanza, y sintió que el fuego de su mirada se le entraba en el alma y como que la encendía.

-Te amo, te adoro -exclamó entonces el doctor en voz baja, aunque vehemente-. Para esto quería verte a solas. Esto quería decirte. Ámame o mátame. Eres mi cielo, mi gloria, mi esperanza. Con tu amor y por tu amor me siento capaz de todo. De ti depende mi muerte y mi vida. Tú puedes salvarme o perderme. Eres más linda que las flores, más fresca que la aurora, más graciosa que las ninfas que imaginaron los antiguos poetas. Vales más que todos mis ensueños, aunque llegaran a realizarse.

-Cállate, primo, cállate y no seas loco. Esa vehemencia de expresión me aterra. Ten juicio o no vendré otra noche.

-¿Vendrás otra noche? ¿Vendrás todas?

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-Vendré, vendré un ratito; pero es menester que seas muy callado y muy juicioso.

-Pero ¿no me quieres?

-Pues ¿si no te quisiera, vendría?

-¿Con que me quieres de amor?

-Mira, Faustinito, yo no debo engañarte. Yo te quiero, y te quiero mucho como a primo, y como se quiere a un amigo, y como se quiere a un hermano. Todo esto lo sé, lo siento y lo comprendo: pero de amor, ignoro lo que te diga. Soy muy niña y no sé qué debo sentir, ni siquiera qué debo pensar. Dame espera para que yo me interrogue a mí misma y me estudie.

-Perdona mi fatuidad, Costanza; pero ese cariño de que me hablas, ese afecto de prima, de amiga y de hermana, ¿qué es más que amor?

-No trates tú ahora de engañarme, Faustinito. Harto se me alcanza que amor es algo más. No sé lo que es, no sé en qué consiste; pero es algo más. Y en prueba de ello, voy a hacerte una confianza.

-¿Cuál, bien mío?

-Que si no te quiero de amor, quiero quererte de amor, y ya esto es mucho. Cuando me paro a pensar en esto, ¿sabes lo que se me ocurre?

-¿Qué se te ocurre?

-Que mi alma anda, como la mariposa, revoloteando, —182→ revoloteando en torno de la luz, que la atrae de un modo singular. Esta atracción la siente ya mi alma hacia ti, pero no es amor todavía. Es inclinación a amar. Si mi alma cae en la luz y se quema, entonces la llamaré enamorada.

-¡Ojalá caiga pronto!

-Cruel, hombre sin caridad, ¿tan mal quieres a mi alma? ¿Qué te hizo la pobrecilla?

-Herirme, matarme de amores.

-¡Qué exagerados y enfáticos sois los poetas! No sé qué pensar cuando te oigo. ¿Serán frases, me digo, serán figuras retóricas o sentirá éste de veras lo que dice?

-¿Dudas de mi lealtad y buena fe?

-Entiéndeme bien. Yo no dudo. Te ofendería dudando y más aún diciéndote que dudo de que eres sincero. Pero acaso te engañas a ti mismo. Este jardín, esta noche tan apacible y serena, este aroma de flores, la novedad de la cita, el silencio poético de las altas horas, ¿no pueden ser parte de tu entusiasmo? Si en vez de estar yo aquí, estuviese aquí otra mujer joven como yo, y bonita como yo, pues que me dices que soy bonita, ¿no te entusiasmarías lo mismo, y no la llamarías también, con la misma sinceridad, gloria e infierno, salvación y condenación, y todo lo restante que me dijiste?

—183→

-No, no la llamaría. Tú sola eres para mí todo eso.

-Pues bien. Yo haré por creerlo. Permíteme que dude todavía. No quiero ser crédula y fácil. No quiero que me alucine la vanidad. Lisonjea tanto ser amada como tú dices que me amas, que no me atrevo a dar crédito a lo que afirmas. Dispénsame esta modestia. Adiós. Hasta otra noche.

-¿Por qué te vas tan pronto? ¡Apenas has llegado y ya me dejas!

-Estoy llena de inquietud. Temo que me sorprenda mi padre. Cualquier ruido me espanta. Un soplo de viento entre las hojas me hace temblar. Vete.

-¿Vendrás mañana a la misma hora?

Costancita vaciló un rato. Luego dijo:

-Vendré mañana.

-¿Estarás más tiempo hablando conmigo?

-Estaré, si eres bueno, si pierdo un poquito el temor, si me voy convenciendo de que me quieres.

-Y tú, ¿me querrás?

-Ya te he dicho que quiero quererte. Bien sabes tú que el amor es cosa terrible para una mujer. Me siento atraída hacia él y retrocedo al mismo tiempo espantada, como si viera a mis pies una sima sin fondo, muy oscura y llena de misterios. A la vez que —184→ quiero amarte, tengo miedo de amarte. Adiós. Déjame por hoy. Pídele a Dios que me dé un sueño tranquilo. Si no duermo nada esta noche, mañana estaré pálida y con ojeras, y papá empezará a hacerme preguntas, y quién sabe lo que recelará, porque es muy caviloso. Vete ya, Faustino.

Don Faustino se preparó a partir. Dirigió una tiernísima mirada a Costancita, y le dijo:

-Dame la mano.

Doña Costanza no podía tener el mal gusto de negarle allí la mano que le daba en público.

El doctor la estrechó entre las suyas y la cubrió de besos.

Poco después, él y Respetilla salieron de la callejuela y se fueron muy alborozados hacia la casa de doña Araceli, siguiendo su camino por las calles de menos tránsito, a fin de no llamar la atención.

Orgulloso de su triunfo, prendado como nunca de Costancita, levantando, no ya castillos en el aire, sino alcázares hadados, paraísos, olimpos y jardines de Armida, se durmió aquella noche don Faustino López de Mendoza, al son de una serenata magnífica, con que le arrullaban el sueño todos los genios del amor y de la esperanza.

—185→

Entrevista misteriosa

Durante tres o cuatro días se repitió la misma función, si con algunas variantes en los pormenores, idéntica en la substancia.

De día, cercada siempre doña Costanza de amigas y admiradores, no daba ocasión para que su primo le hablase en secreto.

Solía cruzarse sólo entre ambos alguna mirada fugitiva, pero, tan confusa en la expresión por parte de ella, que aun sorprendida por alguien, no hubiera podido ser interpretada de modo que la comprometiese.

De noche, con el mismo recato y las mismas precauciones, se renovaban las citas y los coloquios por la reja del jardín; pero el amor no daba un paso.

La mariposa revoloteaba siempre en torno de la luz y no se quemaba.

La inclinación a amar no llegaba a convertirse en amor.

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Las esperanzas de D. Faustino no se realizaban ni se desvanecían.

Mientras él se veía al lado de ella, se sentía bajo el poder de un hechizo. A todo se sometía. Era crédulo como un niño y sumiso como un esclavo. No hallaba razón que oponer a los discursos con que ella sabía contenerle y se consideraba dichosísimo y más que pagado con recibir, a cuenta de sus rendimientos y de un amor ya decidido, aquellas vagas promesas de amor posible, aquella propensión de afecto, aquel preludio de correspondencia con que doña Costanza le traía embelesado y falto de juicio.

Pronto, sin embargo, pasada la primera embriaguez y cuando no estaba en presencia de doña Costanza, empezaron a asaltar al doctor mil pensamientos harto poco lisonjeros.

«¿Por qué este misterio en nuestras relaciones? -se preguntaba-. ¿Qué perdería mi prima en dejar ver delante de gente que hace más caso de mí, que me distingue más, que empieza a quererme un poco? ¿No hay cierta hipocresía, no hay cierta doblez en su conducta?»

La disculpa que hallaba para esto el doctor Faustino salvaba en parte la buena intención de su primita, pero en cambio era desfavorable a la vanidad de él y a sus aspiraciones.

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«Mi primita aguarda, sin duda, a que esta propensión que tiene a amarme se convierta en amor ya hecho, a que este germen de pasión nazca y crezca y se desenvuelva. Mientras esto no sucede, ¿estoy amenazado de que su amor muera antes de nacer, o de que no sea amor sino simpatía vaga lo que siente hacia mí? Esta simpatía puede desvanecerse como el humo, y Costancita, previendo que puede desvanecerse, no quiere que deje rastro ni huella. Pero, en el fondo de los melindres y niñerías de mi primita, tan mimada y tan candorosa en apariencia, ¿no hay un refinamiento de disimulo, de sangre fría y de cálculo despiadado? ¿No está jugando con mi corazón, con mis sentimientos y hasta con mi dignidad? ¿No es cruel la incertidumbre en que me deja? ¿Es lícito que le sirva yo como de juguete para que se pregunte: ¿le quiero o no le quiero? y no sepa qué contestar?»

Contra estas cavilaciones ocurrían al doctor varios argumentos que no carecían de alguna fuerza. «¿No seré demasiado exigente? -se decía-. ¿Qué derecho tengo a que me ame ya? ¿Qué derecho tengo ni siquiera a que mi amor sea creído? Hasta hace poco, ¿no he dudado yo mismo de mi amor? ¿Por qué extrañar que dude ella? ¿Cómo, pues, culpar a mi prima porque no cede, porque no me entrega sin —188→ reserva su corazón, no estando segura de la sinceridad, de la ternura, de la devoción del mío? ¿Qué pruebas de amor le he dado hasta ahora? ¿Qué sacrificio he hecho por ella? En verdad que ninguno. Ir a verla, a hablarla y a besarle la linda mano por la reja del jardín, lejos de ser sacrificio, es regalo y deleite. Y a trueque de tan dulces favores, ni siquiera sé mostrar un poco de paciencia, ni menos tener alguna confianza en su buena fe y sanos propósitos».

Así acusaba el doctor a su prima, y así la defendía en el tribunal de su conciencia, sin llegar nunca a dictar un fallo definitivo. Entre tanto, siempre estaba deshecho, aguardando la suspirada una de la noche, en que acudía a la reja del jardín, acompañado de su fiel Respetilla.

Los amores de éste no adelantaban más que los de su amo. También seguían en el mismo ser: pero Respetilla se lo explicaba todo, suponiendo que cada tierra tiene sus usos, y que los de aquélla exigían que los amores, tanto señoriles cuanto lacayunos y fregatricios, caminasen con lentitud, y que, en vez de gastar alas, gastasen pies de plomo. -No se ganó Zamora en una hora -añadía Respetilla-. Lo que mucho vale mucho cuesta. Pues qué, ¿no hay más que meterse de rondón en los corazones de tan lindas mozas, como trasquilados por iglesia, y entrar —189→ en ellos a saco y a sangre y fuego, sin previa resistencia, sin combate y sin abrir brecha a fuerza de trabajos y fatigas?

En esta situación las cosas, Respetilla vino una mañana al cuarto de su amo, que acababa de despertarse, y le entregó una carta.

Un desconocido se la había dado en aquel mismo instante, en la puerta de la calle, desapareciendo en seguida.

«¿Quién me escribirá? -se preguntó el doctor-. ¿Si será Costancita?»

Esperándolo, sin duda, abrió la carta y leyó con asombro lo que sigue:

«Eterno amor mío: Te has olvidado de mí. Ya no me conoces. Yo no te olvido y siempre te amo. Mi espíritu está ligado al tuyo por un lazo indisoluble que ni el destino adverso ni el tiempo destructor romperán nunca. A través de mil fugitivas existencias, en la rápida corriente de los seres mudables y de las formas pasajeras, mi alma permanece, y tu amor es su esencia. En la vida mortal que hoy tengo en el mundo, el cielo, cuyos fines ignoro y acato, ha puesto entre tú y yo obstáculos casi insuperables. No he querido luchar contra los decretos y designios del cielo. Por eso no me he presentado ante los ojos de tu carne. No quiero que sepas ni —190→ el nombre que llevo. Llámame tu inmortal amiga. Velo sobre ti. Te veo sin que me veas. Cuando se rinde al sueño mi cuerpo, mi espíritu vuela a ti y se pone a tu lado. ¿Tan material y distraído te has vuelto que no me sientes en lo más íntimo de tu ser cuando te acaricio y me uno a ti en un místico abrazo? ¿No hay ya brío en tu espíritu para evocar el mío? Los ojos inmortales de tu espíritu ¿no logran la aparición de aquélla a quien tanto has amado en otras edades? ¿No hay, ni durante el sueño ni durante la vigilia, un confuso recuerdo en tu mente de los pasados amores? Empiezas a amar, amas ya a otra mujer, y tengo celos. ¡Qué horrible es el tormento de estar celosa! Nada haré, sin embargo, en contra de ese amor que nace en tu alma. En esta vida mortal, no puedes, no debes ser mío. ¡Sería una locura! ¡Sería un crimen!... No me es lícito, por egoísmo, oponerme a que seas de otra. Lo lloraré; lo lloro; pero sabré resignarme. Con todo, si esa mujer a quien amas es fría de corazón, indigna de ti, y te abandona y te burla, yo te consolaré, dulce bien mío. Mi amor invariable no acaba ni con la rivalidad, ni con el desdén, ni con el olvido tuyo. No quiera Dios que llegues a ser infeliz; mas si lo fueres, evócame, di con toda la energía oculta de tu corazón: «¡acude, consuelo mío!» y me —191→ tendrás contigo. Hace días que lucho con el deseo de mostrarme materialmente a tus ojos. Tal vez no pueda resistir a este deseo. Tal vez te llame para verte y hablar contigo y guardar una prenda tuya. ¿Vendrás si te llamo? Sí, yo creo que vendrás. Eres noble y generoso, y no me privarás de este bien. Quiero un recuerdo tuyo, quiero una viva impresión tuya, en los sentidos materiales de que estoy revestida, antes de perderte para siempre en esta existencia transitoria: antes de que seas dichoso con esa mujer, frívola por lo menos. Adiós. Acuérdate de tu inmortal amiga».

Maravillado se quedó el doctor con la lectura de esta carta, haciendo sobre ella mil diversas suposiciones. «¿Será mi primita la que me escribe para burlarse de mi romanticismo con algo más romántico todavía? ¿Será alguna loca que se ha enamorado de mí y cree de veras todos estos delirios? ¿Será el tío Alonso o algún tertuliano de su casa, que trata de embromarme? En fin, sea como sea, lo mejor es quemar la carta y no decir a nadie que la he recibido. Buen chasco se va a llevar el que pensó divertirse con el efecto que la carta iba a producir en mí».

El doctor quemó la carta: ni a Respetilla confió palabra de su contenido, ni a su madre, a quien —192→ todo se lo confiaba, le escribió sobre dicho incidente.

Siguió el doctor amando de día a doña Costanza y viéndola y hablando de amor con ella por las rejas del jardín, en las altas horas de la noche; pero cuando se quedaba solo en su cuarto, cuando la prolongada vigilia sobreexcitaba sus nervios, creía sentir extraños rumores a su lado, como si se deslizase junto a él una sombra. Una vez despertó de su sueño temblando casi y con sudor frío, y pensó sentir en la frente la impresión ligerísima de unos labios etéreos, que habían depositado en ella un beso de amor. D. Faustino López de Mendoza, filósofo racionalista, estaba avergonzado de su cobardía y de su momentánea credulidad; pero es el caso que dos o tres noches casi juzgó inevitable la aparición de un espíritu, y sacó de su corazón fuerzas para recibirle con valor y sin amilanarse. «Si es un espíritu, ¿por qué ha de ser terrible? -decía-. El espíritu de una mujer hermosa, de quien anduve yo enamorado, Dios sabe cuándo, no debe ser para asustar, sino para deleitar». Dicho esto, el doctor se serenaba y se reía; pero al punto se trocaban en cuidado la serenidad y la risa, porque se persuadía de que estaba oyendo el andar vago y tácito de un espectro que se alejaba y el susurro de una —193→ vestidura levísima, y hasta un suave, profundo y triste suspiro...

¡Cuántas veces resonó en lo íntimo de su alma la última frase de la carta que había quemado: Acuérdate de tu inmortal amiga!

«¿Me iré a volver loco? -se preguntaba entonces-. ¿Tendré una naturaleza miserable, débil, nerviosa, en quien prevalece la fantasía sobre la razón y el discurso? ¿Estaré acaso al arbitrio de cualquier tunante, a quien se le antoje escribirme una carta disparatada, robarme la tranquilidad y sacar de quicio todos mis sentidos y potencias?»

Esta agitación oculta del doctor no impedía que siguiese su vida acostumbrada y que sus amores con doña Costanza creciesen en él y permaneciesen en ella en la misma situación germinal, incierta e indecisa.

A las tres noches, después de recibir la extraña carta, volvía el doctor con Respetilla a casa de doña Araceli. El coloquio amoroso no había sido largo. Eran las dos nada más.

Al revolver de una esquina se acercó al doctor una pobre vieja, y le dijo en voz muy baja:

-Señor caballero, necesito hablar con Vd. sin que su criado lo oiga. Vengo de parte de la inmortal amiga.

—194→

Respetilla se había quedado detrás. El doctor aguardó a que llegase y le dijo:

-Vete a casa; no me sigas: espérame despierto hasta las cuatro.

Bien sabe el demonio lo que le ocurrió entonces a Respetilla. Perdónele doña Costanza el mal pensamiento. Respetilla dio a su amo las buenas noches con un tono lleno de malicia, y le miró con envidia y espanto, como quien dice: ¡Que haya logrado éste lo que no logro yo por más que lo pretendo!

Respetilla no tuvo más recurso que obedecer a su amo, dejarle e irse a la casa.

Solos ya en la calle D. Faustino y la vieja, entablaron este coloquio:

-¿Qué me quiere esa amiga inmortal? Si es burla de algún chusco, yo le prometo que habrá de costarle cara.

-No es burla, señor caballero. Es asunto muy serio. Quizás la carta que recibió Vd. se resintiese un poco del estado de la desgraciada. Tenía mucha fiebre cuando la estaba escribiendo; pero hoy está bien de salud y forma un empeño grandísimo en ver a Vd.

-¿Y quién es esa mujer? Dígame Vd. su nombre.

-No lo sé, y aunque lo supiera no lo diría. Mi —195→ obligación es decir a Vd. que me siga y venga a verla.

-¿Y cómo aventurarme a ir a ver a quien no conozco?

-¿Tiene Vd. miedo, señor caballero?

-Abuela, yo no tengo miedo. Vaya Vd. delante y guíe. Iré al infierno, si es menester.

-Tengo encargo de no llevar a Vd. sin imponerle algunas condiciones.

-Vamos, dígalas pronto. Me someto a ellas como no sean desatinadas. La curiosidad de ver a mi inmortal amiga puede mucho en mí.

-Son las condiciones, que Vd. no ha de procurar nunca averiguar el nombre de ella; que no la ha de perseguir; que no ha de tratar de reconocer la casa a donde voy a llevarle ahora, que no ha de preguntar mañana, ni pasado, ni nunca, si por acaso la recuerda, quién vive en dicha casa, y, por último, que en el punto que yo le diga a usted vámonos, usted me ha de obedecer, dejar la casa, y venirse conmigo hasta este mismo sitio, donde le dejaré para que se vuelva solo a la suya. ¿Acepta Vd. las condiciones?

-Las acepto.

-¿Me da palabra de caballero de que las cumplirá?

—196→

-La doy.

-¿Por lo más sagrado?

-Basta ya. Queda empeñada mi palabra de honor.

-Pues sígame Vd.

Aunque la ciudad era chica, no tanto que no hubiera en ella un laberinto de calles estrechas y tortuosas, por donde se internó D. Faustino precedido de la vieja.

Mientras andaban, iba el doctor formando todo género de hipótesis para explicarse aquella aventura. Podía ser una burla de doña Costanza o de su padre o de algún pretendiente de doña Costanza. Aquel marqués de Guadalbarbo, con quien el doctor había echado las vacas en el casino, presumía de chistoso. ¿No sería él quien le embromaba? De Málaga, de Granada y de Sevilla, habían acudido a la feria algunas mozas alegres, de éstas que llaman ahora traviatas. ¿No sería posible que alguna de estas mozas se hubiese aficionado del doctor, viéndole en la feria, y deseosa de tener con él una cita, hubiese inventado todo aquel aparato novelesco para lograrla y hacerla más picante y más grata? Pero ¿qué moza andaluza de dicha laya, con perdón sea dicho de las del gremio, tiene el espíritu bastante cultivado para escribir la carta que D. Faustino recibió e inventar maraña tan fina? ¿Sería su amiga inmortal alguna —197→ vieja casquivana? ¿Sería alguna mujer enferma de enajenación mental?

Discurriendo de este modo, llegaron a la puerta de una casa, donde se paró la vieja. Al llegar el doctor, empujó la vieja la puerta que estaba entornada, y entró e hizo entrar al doctor en el zaguán, entornando otra vez la puerta, y quedando el zaguán oscuro como boca de lobo. El doctor, aunque iba bien armado, tuvo cierto recelo, y puso mano a la pistola que llevaba en el cinto. La vieja buscó a tientas el agujero de la llave de la puerta interior, por donde se entraba en la casa desde el zaguán, y abrió con la llave que guardaba en el bolsillo.

La misma obscuridad que en el zaguán había dentro de la casa.

La vieja tomó de la mano al doctor, y con mucho silencio le hizo subir por una escalera. Luego pasaron por dos cuartos, también a oscuras. Llegaron, por último, a la puerta de otro cuarto, por cuyos resquicios se veía luz. La vieja dio un golpecito en la puerta.

-Adelante -dijo una voz de mujer.

-Entre Vd. señor caballero -dijo la vieja.

D. Faustino entró en el cuarto, y la vieja se quedó fuera.

El cuarto estaba pobremente alhajado, pero muy —198→ limpio. No había más que media docena de sillas y una mesa, sobre la cual se veía un velón de Lucena con dos mecheros ardiendo. En el fondo había una puerta, que conducía sin duda a una alcoba.

De pie en medio del cuarto, estaba una mujer alta y delgada, toda vestida de negro. Sus cabellos eran también negros: negros como el ébano. El color de su rostro, trigueño claro. Sus ojos hermosísimos y del color de los cabellos. Todas sus formas, elegantes.

Aunque pálida y ojerosa, en la tersura de su frente y en la frescura de su fez se notaba que era una joven de veinte años lo más.

-Caballero -dijo aquella joven con voz dulce y algo trémula-, perdóneme Vd. que le haya molestado, escribiéndole primero, y después obligándole casi a tener esta entrevista conmigo. Cuando escribí a Vd. la carta, estaba yo muy exaltada; creo que tenía calentura. Esto baste para explicar a Vd. cualquier extravagancia que pudiese haber en la carta.

-Señora, ¿qué he de creer entonces de la carta que Vd. me escribió y que ya califica de extravagante?

-Todo en el fondo. Yo no califico de extravagante sino el estilo, quizás lleno de exaltación.

-Luego es Vd. mi inmortal amiga.

—199→

-Lo soy.

-¿Vd. me conoce desde hace tiempo?

-Le conozco a Vd... Vd. es quien se ha olvidado de mí.

-Dígame Vd. algo para que la recuerde. ¿Dónde, cuándo nos hemos visto?

-¡Escucha, Faustino! Perdóname que te hable así; que te llame por tu nombre... ¡Hemos sido tan íntimos!... ¡Nos hemos amado tanto!...

El doctor miró con la mayor atención las hermosas facciones de aquella mujer y llegó a creer que las recordaba; pero de un modo tan confuso que no acertaba a decirse en qué ocasión las había visto. Aún despertaba más en él confusos y perturbadores recuerdos el metal sonoro y simpático de su voz femenina.

-¡Escucha, Faustino! -repitió la mujer-. Ya te lo escribí. Ahora te lo digo. Yo no debo ser tuya en esta vida mortal: pero quería verte y hablarte una vez sola antes de que nos separásemos para siempre. Un destino cruel, horrible, me condena a huir de ti... Ama a esa joven. ¡Dios quiera que sea digna de ti! ¡Dios te haga dichoso!... ¿Me concederás una gracia?

-Pídeme lo que quieras -dijo el doctor, pensando si estaría con una loca, sospechando aún si —200→ sería todo aquello una burla, y recelando a veces si él mismo estaría soñando o delirando.

-Dame, como memoria tuya -dijo la mujer-, un bucle de tu pelo rubio.

Apenas lo dijo, se acercó al doctor, que estaba turbado y sin saber lo que le pasaba, y le cortó un bucle con unas tijeras, que tomó de la mesa.

Todo esto fue más breve que el tiempo que tardamos en referirlo.

-Ya me has visto de nuevo -prosiguió la mujer-. No te olvides de nuevo de mí... Si algún día eres desdichado, llámame y acudiré a consolarte. Hoy eres dichoso y no me necesitas... Dímelo con sinceridad. ¿Amas a doña Costanza?... Responde lealmente; responde como debe responder un caballero.

El doctor, así interpelado, no pudo menos de contestar:

-Amo a doña Costanza.

-¡Vete, vete, vete! -dijo la mujer con acento lastimero a par que iracundo.

D. Faustino iba a irse, obedeciendo a aquella voz imperiosa; pero, de pronto, la mujer le echó los brazos al cuello. Sintió el doctor sobre su rostro su aliento juvenil. Luego, la impresión de un beso sobre cada uno de sus párpados.

—201→

Tuvo un momento de aturdimiento y de ceguera. Al volver en sí, la mujer ya se había apartado de él y se había ido por la puerta del fondo, cerrándola con llave.

La vieja estaba al lado del doctor.

-Cumpla Vd. su palabra, señor caballero -dijo la vieja-. Sígame Vd., y le dejaré en el mismo sitio en que nos encontramos.

D. Faustino vio que era inútil toda súplica y toda averiguación. La vieja le recordaba su palabra de honor empeñada, y no tuvo más remedio que cumplirla, siguiendo a la vieja.

Ella le llevó por otras calles dando rodeos, adrede sin duda para desorientarle. Al cabo le dejó casi a la puerta de la casa de doña Araceli.

—202→

La niña Araceli

Revista de España, tomo XLII, Nº 165 de enero y febrero de 1875, pp. [95]-115

Hasta después de la entrevista misteriosa con su inmortal amiga no conoció el doctor cuán de veras estaba enamorado de dona Costanza. En su inmortal amiga, mientras la tuvo presente, nada había visto de fantasma aéreo, de diabólico ni de inconsistente, sino una mujer sólida, maciza, hermosa e interesante; y sin embargo, ningún impulso de amor sensual había despertado aquella mujer en su pecho, ocupado todo con el amor de la primita.

Lo que la innominada le inspiró desde luego fue una simpatía profunda y una vehemente curiosidad. Pero ¿cómo satisfacerla?

El doctor era de suyo muy sigiloso; había prometido callar; y ni a su madre ni a Respetilla contó nada de la extraña aventura.

En balde recorrió todas las calles de la ciudad en busca de la casa donde la desconocida se le había aparecido. Era torpe para recordar sitios. Lo —203→ menos sospechó de treinta casas; pero no decidió que fuese ninguna. Cuando veía una mujer alta y delgada, imaginaba si sería su amiga inmortal. Se acercaba y le miraba el rostro, y se convencía de que no. A veces corría detrás de las viejas, a ver si volvía a ver a la vieja que le guió a la casa. Tampoco la volvió a ver.

-¿Quién será mi inmortal amiga? -se preguntaba el doctor.

Mientras duró vivo en su alma el recuerdo de la impresión material de aquellos labios hermosos sobre sus párpados y del dulce calor de aquel aliento juvenil sobre su rostro, ni soñando ni velando, en la obscuridad y silenciosa soledad de la noche, oyó el doctor de nuevo vagos rumores como de una sombra que se desliza, ni creyó sentir junto a él espíritu alguno. Sus cavilaciones, para averiguar quién ella sería, tomaron un carácter que podemos calificar de enteramente realista. El doctor llamó a careo con la impresión que la desconocida le había dejado a todas las mujeres que vivían en su memoria y con quienes había tenido algo de parecido al amor. De lo único de que se penetró el doctor, evocando tales recuerdos, fue de que nunca había amado. Su primer amor era, pues, doña Costanza. Había tenido, sí, algunas aventuras galantes, más o menos —204→ plebeyas. Ninguna de las heroínas de aquellas aventuras era su amiga inmortal: ni las pupileras, costureras y bailarinas de Granada, ni una gitanilla, ni varias traviatas de oficio, de quienes también se recordaba, ni tres o cuatro muchachuelas guapas, que habían servido a su madre, y con quienes el doctor, allá en su primera mocedad, había estado más insinuante y había sido más familiar de lo que al ilustre mayorazgo de los López de Mendoza cuadraba y convenía.

Resultaba, pues, que dentro de los límites de lo naturalmente posible, según el doctor lo entendía, su amiga inmortal no se había mostrado jamás ante sus ojos, desde que era hombre y se llamaba D. Faustino, hasta la noche de la entrevista misteriosa que dejamos referida.

Ella podría haberle visto, sin ser vista, y haberse enamorado de él. ¿Dónde y cómo? Difícil era averiguarlo.

Pasaron tres o cuatro días, y la impresión viva, la huella, por decirlo así, de los labios de la mujer innominada se borró de los párpados del doctor: pero la imagen de aquella mujer, que por los ojos había pasado al alma, allí permanecía impresa. Y no sólo en el alma, en la misma retina creía el doctor que conservaba aquella imagen. Mientras más tiempo —205→ pasaba, después de haber visto materialmente a la mujer, más persistía la imagen, adquiriendo cierta consistencia fantástica. Cuando cerraba los ojos, cuando estaba a obscuras, la veía cercada de un nimbo luminoso.

Aunque algo confusa e indistinta, el doctor, al contemplar aquella imagen, acabó por hallar en ella cierta semejanza con otra imagen que guardaba también en la memoria. Su madre tenía en su estrado un retrato del siglo XVI, que parecía de Pantoja. Era una dama vestida de terciopelo negro; con mangas acuchilladas y brahones; collar de perlas magníficas; gorguera y puños de lechuguilla o abanillos, y en la cabeza muchos diamantes. Este retrato, aunque no tenía nombre escrito, se sabía que era de la coya o señora peruana con cuyo dinero se edificó la casa solariega de los López de Mendoza.

Al doctor, no en seguida, sino cuatro días después de haber visto a su inmortal amiga, se le hubo de meter en la cabeza que se asemejaba bastante al retrato de la coya.

Ya se entiende que la imaginación poética del doctor estaba en completa discordancia con su inteligencia cultivada y con su espíritu crítico. Todos los razonamientos del doctor venían a demostrar que la mujer desconocida que le había escrito y que —206→ le había besado los párpados era una mujer de carne y hueso, bautizada en alguna parroquia, no con siglos, sino con veinte años de edad, a lo más, y que había de llamarse Juana, Francisca, Teresa u otro nombre por el estilo, de los muchos que hay en el calendario.

El doctor, con todo, hallando demasiado largo y enfático el nombre de inmortal amiga, tuvo el capricho de dar un nombre menos vago a su visión, y la llamó María. Quizás fue casualidad, quizás contribuyó a esto el que, en aquella época del romanticismo, los poetas, en vez de llamar a sus ninfas Nise, Filis, Galatea, Delia, u otros nombres algo pastoriles, gentílicos y helénicos, habían puesto en moda el dulce nombre de María; y cuando sus versos no eran ¡A ella! eran ¡A María! casi siempre.

Lo singular fue que, después de haber puesto el doctor a su desconocida el nombre de María, y después de haberla nombrado así varias veces, allá en su interior, vino a recordar con algún asombro, chocándole un poco la coincidencia, que la coya, durante su vida mortal, reinando en España el señor rey D. Felipe II, se había llamado también doña María.

Recordaba luego el doctor varios cuentos, que había leído o que había oído contar, los cuales, si —207→ corroboraban por momentos en su imaginación la idea absurda de que la coya tenía algo de común con la amiga inmortal, daban por otra parte cierta luz a su entendimiento para explicarlo todo racionalmente.

En primer lugar, como el recuerdo del retrato no era perfectamente claro, y el de la desconocida, a quien sólo había visto algunos minutos, era más confuso aún, podría ser muy bien que la semejanza fuese más imaginaria que efectiva. Lo que se contaba de que el espíritu de la coya andaba en su casa velando el tesoro de las perlas, tal vez había contribuido a infundirle aquella idea en la fantasía. Cuando pequeño había oído referir que la coya era además el más activo de los genios, espíritus familiares o lares de su casa. Mientras que el Comendador Mendoza se limitaba a ir penando por los desvanes, la coya había intervenido en no pocos asuntos de la familia. Al menos así se decía en Villabermeja. Estos y otros recuerdos habían acalorado, sin duda, la imaginación del doctor.

Lo más seguro, pues, era creer que la amiga inmortal era una loca, o una romántica, o una mujer que había querido divertirse a costa del doctor, sabe Dios con qué propósito. Hasta el parecerse a la coya, dado que en realidad se pareciera, podía justificarse —208→ y aceptarse como verosímil. Pues qué, ¿no hay personas que se parecen mucho sin ser parientes? ¿No podía además ser la desconocida algo parienta del doctor y por lo tanto de la coya?

En lo que al doctor no le cabía duda es en que no había soñado ni la carta recibida, ni la entrevista en la casa a donde le llevó la vieja, ni los besos en los párpados. Su amiga inmortal, por testimonio evidentísimo de sus sentidos, era un ser viviente, que estremecía el aire con su palabra, que respiraba, que se movía, que tenía calor y aliento, y sangre en las venas. De todo esto se recordaba el doctor muy bien.

Como hombre previsor, prohibió a Respetilla que dijese a nadie, ni a Manolilla siquiera, que una noche había estado solo, fuera de casa, hasta las cuatro de la mañana. Respetilla tenía tanto miedo a su amo, que se calló, a pesar de su afición a contarlo todo, y siguió sospechando que doña Costanza no era tan retrechera como su criada, y que se podía comparar mejor a cualquier reloj bien dispuesto, que al reloj de Pamplona, de que habla la copla del fandango.

Desgraciadamente para D. Faustino, las atrevidas sospechas de Respetilla carecían de fundamento. Doña Costanza no acababa de amar a su primo, si bien seguía queriendo quererle y viéndole todas las noches un ratito por la reja del jardín.

—209→

En cambio, el afecto que el doctor había infundido en el tierno corazón de la niña Araceli era más vehemente cada día. Este afecto era amor y más que amor; pero, como era amor sentido con humildad y devoción magnánima, y por un espíritu encarcelado en una triste armazón de huesos y forrado de una piel llena de arrugas, había tomado la forma sublime y desprendida de querer realizarse y consumarse por medio de otra tercer alma y por medio de otro cuerpo joven y hermoso, a quienes también amaba e idolatraba la niña Araceli.

Pensarán algunos que esto que refiero es insólito y raro; pero, si lo meditan bien, notarán que ocurre con frecuencia. Hay, por dicha, corazones de viejos y de viejas que no tienen la monstruosidad de amar para sí, que no se encastillan en el egoísmo, y que siguen amando con más energía y de un modo más completo, si cabe, que cuando eran mozos. Uno de estos corazones, y de los más nobles, era el de doña Araceli.

Amaba a Costancita con más ternura que la amaba y podía amarla D. Faustino, y había acabado por amar a D. Faustino, no ya sólo para casarse con él, sino para arrostrar por él muertes, miserias y cuanto hay que arrostrar, si ella se hallase en el cuerpo de doña Costanza. Su sueño de oro era, por —210→ consiguiente, verlos casados a ambos. Faustino y Costanza eran como dos pedazos de su propia alma, en cuya unión estrecha ponía doña Araceli toda su felicidad y todo su deleite.

La amistad vivísima y constante, que, desde la infancia, había unido a doña Araceli con doña Ana, madre del doctor, había servido de fundamento al afecto de doña Araceli por D. Faustino. Las prendas personales de éste habían después, con el trato y la convivencia, acrecentado aquel afecto. La niña Araceli ardía, pues, de impaciencia, al ver que tardaban tanto en llegar a un término dichoso los amores entre sus dos sobrinos.

La conferencia que tuvo con Costancita, y de que ya dimos cuenta, se repitió en balde otras dos veces.

Recelando doña Araceli que la timidez de su sobrino fuese causa de que el amor no adelantara, se decidió al cabo a hablar con él del asunto, y para ello se le llevó un día a su cuarto, y allí a solas se explicó de esta manera:

-Muchacho -le dijo-, no he querido hasta ahora hablarte claro, pero ya es menester que te hable. No se entiende bien que siendo, como eres, tan lindo mozo, tan galán, tan discreto y tan sabio, seas al mismo tiempo tan para poco. Yo concerté con tu madre que vinieses aquí a ver si enamorabas a Costanza —211→ y te enamorabas de ella. Por amor a tu madre quería yo hacer tan ventajoso casamiento. Desde que te conozco y trato, te he tomado mucho cariño y ya deseo hacer la boda por amor hacia ti: mas para esto contaba contigo y veo que me faltas. Y no por falta de amor; no. Yo conozco que amas a mi sobrina. Confiésalo: ¿no es verdad que es muy graciosa? ¿No es verdad que tiene talento? ¿No es verdad que la adoras?

-Sí, tía, la adoro -interrumpió D. Faustino.

-Entonces, ¿por qué no se lo dices, bobo? Yo sé que ella está muy inclinada a quererte; pero, ya se ve, ¿dónde has aprendido tú que han de ser las mujeres las que pretendan y persigan? Hijo mío, estás perdiendo el tiempo y la coyuntura, y te va a pasar lo que al héroe de una antigua comedia que llaman El castigo del pensé que...? Aunque eches a tu prima miradas como sinapismos o cáusticos, que le quemen el corazón, esto no basta; es menester hablar.

El doctor, deseoso de guardar el secreto de sus coloquios por la reja, contestó a su tía:

-Pero ¿dónde y cómo he de hablar a mi prima, rodeada siempre de gente, o al lado de su padre?

Aquí doña Araceli, aunque también había prometido no hablar de la carta amorosa que Costancita —212→ le había leído, no pudo disimular más, y exclamó:

-Ea, no seas embustero: fuera disimulo. Yo sé que has escrito a Costanza, declarándola tu amor y pidiéndole una cita. En un momento de expansión, ella me leyó tu carta. Dice que no te quiere contestar. Escríbele otra y verás cómo te contesta. Yo entiendo que ya te ama. Es timidez o soberbia de tu parte no escribir nueva carta; ya que la primera, si no ha sido contestada, ha sido bien recibida.

El coloquio entre el sobrino y la tía siguió largo rato por este camino y doña Araceli hizo tanto, y estrechó de tal suerte al doctor, que éste, a pesar de su sigilo, vino a confesar a su tía que hacía ya algunas noches que hablaba con doña Costanza por la reja del jardín.

Doña Araceli recibió la noticia con más júbilo que si fuera ella misma la que hablase por la reja. Su curiosidad de saber hasta los más insignificantes pormenores rayaba en locura. Gozaba con ellos como si fuese su alma, a la vez, el alma del doctor y el alma de doña Costanza enamorada.

D. Faustino tuvo que contarle todo y que repetir lo más importante.

-¡Válgame Dios poderoso! -decía doña Araceli-. ¿con que siete veces hablando de seguida por la —213→ reja, en el silencio solemne de la alta noche, a la escasa luz de las estrellas, en medio de un ambiente perfumado de azahar y violetas; hermosos, jóvenes ambos, y nada, ella no acaba de decidirse ni de confesar que te ama? ¿Tiene el corazón de bronce? ¿Es una piedra y no una mujer? Te aseguro que no lo comprendo. Y dime, hijo mío, sin una falsa vergüenza que aquí no es del caso; háblame como si yo fuera tu confesor; te quiero mucho y me intereso por ti: dime ¿vuestras caras no se han acercado nunca hasta tocarse? ¿Tus labios no se han posado ni siquiera sobre la frente de Costancita?

-Nunca, tía. No he hecho más que tomar su linda mano y besarla.

-¡Ay, sobrino, sobrino! Si tú no fueses tan verídico, no te creería. ¡Esa chica es un alcornoque; es un roble! ¡Y cuán disimulada y astuta! ¡Cómo se lo tenía callado! Su condición natural, por otra parte, es recia de veras. No dejan rastro en su cara esas vigilias y esos coloquios. Ni ha perdido la color, ni tiene ojeras. El demonio son las niñas del día. Está fresca y colorada como una rosa. Pero ¿qué digo como una rosa? ¿Qué rosa no se marchita y deshoja, si está expuesta al sol de Julio, sin que vierta el alba en su seno una gotita de rocío?

-Tía -contestó D. Faustino suspirando-, yo creo —214→ que Costanza no me ama. El sol de mi amor no sólo no puede marchitarla, sino que no existe para ella.

-No, hijo mío, no digas eso. Costanza te ama. Si no te amase, no tendrían perdón la desenvoltura y la coquetería de ir a hablar contigo por la reja. Lo que importa ahora es que adelanten los amores, y que os convengáis pronto, a fin de que los santifique la Santa Madre Iglesia, ciñendo al yugo vuestros cuellos con la suave e indisoluble coyunda del matrimonio.

D. Faustino no tenía qué contestar a tan buenos deseos y balbuceó mil gracias. Animada doña Araceli, prosiguió diciendo:

-Yo lo arreglaré todo, o he de borrarme el nombre que tengo.

-Tía, considere Vd. lo que hace y no me pierda. No diga Vd., por Dios, a Costanza que yo no he sabido callar y he dicho a Vd. el secreto de nuestros citas. No me lo perdonaría nunca.

-¡Hombre, no te asustes ni te eches a temblar! Si sigues así, vas a ser el marido más gurrumino de que hablen las historias. Pierde cuidado que nada diré a Costancita de cuanto me has dicho. Yo buscaré otros medios para ganarte por completo su voluntad.

-Gracias, tía; pero... mucha prudencia, mucha —215→ circunspección... no echemos a perder el asunto por querer llevarle a escape.

-En buenas manos está el pandero. Ya verás qué son saco de él para que bailes.

-Dios lo haga, tiíta Araceli.

-Oye, Faustinito, te voy a decir una cosa, aunque tú, como eres filósofo, te vas a burlar de mí; pero quiero que me agradezcas los sinsabores que por ti paso.

-¿Qué sinsabores? ¿Se enoja quizás el tío Alonso contra Vd. porque Vd. protege mis amores con su hija?

-No es eso. A decir verdad, tu tío Alonso, aunque no se enoja, no se alegra de estos amores. Tu tío Alonso tiene más conchas que un galápago y es menester ser el mismo diablo para penetrar lo que quiere. Lo único seguro es que someterá su voluntad a la de su hija, si ésta se decide con firmeza en tu favor. Por lo pronto, no debo ocultártelo, el tío Alonso no está muy prendado de ti; te halla soñador, distraído, poco o nada práctico y por último, casi no me atrevo a decírtelo, porque yo misma creo, en este punto, que no carece de razón acusándote...

-¿Y de qué me acusa?

-Te acusa...

-Dígalo Vd.

—216→

-Te acusa de poco religioso; pero, en fin, yo espero que tú te enmendarás. Yo he leído en el Año Cristiano, y en otros libros piadosos, la vida de varias princesas y señoras de alto copete que se casaron con reyes judíos, moros o paganos, y al cabo los convirtieron. ¿Por qué no ha de ser Costancita una de tantas? ¿Tiene acaso menos labia o menos garabato que ellas?

-Sí, tiíta; no dude Vd. de que Costanza me convertirá y hará de mí lo que guste, con tal de que me quiera. Pero, vamos, dígame Vd. al fin cuáles son esos sinsabores.

-Hijo mío, son una tontería de que te vas a burlar.

-No me burlaré: hable Vd.

-Ya verás qué débiles y medrosas somos las mujeres. Tú no ignoras que yo viví con tu madre algunos años antes de que se casase; que después cuando tú eras niño, he pasado con ella en Villabermeja una larga temporada; y que siempre nos hemos escrito con frecuencia y con la mayor intimidad. No extrañarás, por lo tanto, que sepa toda la historia de tu familia y de tu casa.

-¿Y qué puede Vd. saber, tía, que le cause sinsabores? ¿Que soy pobrísimo? Yo no lo oculto.

-No es eso, hijo mío: no es eso. Ya te he dicho —217→ que es una tontería, un delirio; pero que me conturba a veces. Has de saber que los bermejinos hablan de un espíritu familiar que hay en tu casa y que interviene en todo. Tu padre, que de nada se asustaba, me contó una vez que, cuando tú naciste, dicho espíritu se le apareció en sueños y le habló de ti, pronosticando cosas oscuras, que no quiso o no supo declararme. Después oí referir allí multitud de patrañas. Y como tu madre tiene en su estrado el retrato de la persona, cuyo espíritu desprendido hace siglos del cuerpo, es quien suponen que hace las tales diabluras, mi imaginación se ha exaltado, en estos últimos días, y he creído ver vagamente dicho espíritu en la forma que tiene el retrato.

-¿Vd. ha visto a la coya, tía? -dijo D. Faustino, con cierto asombro que no pudo disimular.

-Sí, la he visto en sueños dos o tres veces; y me ha mirado con mucha ira, y he creído entender que se opone a que yo intervenga en el asunto de tu boda. En fin, aunque conozco que esto es una sandez, he tenido miedo. Hace noches (quédese esto para entre nosotros), con pretexto de que no estoy muy bien de salud, hago que duerma una criada en mi cuarto.

-Pero Vd. ¿no ha visto a la coya sino en sueños?

—218→

-Pues ¿cómo había de verla de otra suerte? Dios, hijo mío, no puede consentir que las almas de los muertos se anden siglos y siglos paseando por acá para asustar o para divertir a los vivos. ¡Pues no faltaba otra cosa!

-Eso es verdad, tía.

-Lo malo es que la imaginación puede mucho. Ella produce una ficción y sobre esta ficción se levanta luego un caramillo de otras ficciones. Dígolo porque no hace muchos días fui a misa muy de mañana a la Iglesia Mayor. Me hinqué de rodillas en el sitio más obscuro y solitario. Apenas noté al principio que había a mi lado una mujer alta, delgada, vestida de negro, al parecer rezando. No sé por qué me fue poco a poco llamando luego la atención su traza peregrina y fuera de lo común. Antes de que yo me levantara, se levantó ella para irse. Volvió entonces la cara hacia mí, la vi por vez primera, y tuve la maldita ocurrencia de creer que se parecía aquella cara a la del retrato que posee tu madre.

-¿Y no ha vuelto Vd. a ver a esa mujer? -preguntó el doctor.

-No, no la he vuelto a ver. La alucinación que en mí produjo entonces es causa sin duda de otros sueños que luego he tenido; pero la señal de la cruz ahuyenta a los malos, y yo procuraré no tenerles miedo. —219→ Aunque Satanás se oponga, he de trabajar para que te cases con Costancita.

Con esto dio fin doña Araceli al coloquio, dejando al doctor con grandes esperanzas de ser completamente feliz en sus pretensiones amorosas, si bien un tanto confuso y meditabundo a causa de todas aquellas coincidencias de la coya, del retrato y de la amiga inmortal a quien llamaba María.

—220→

Actividad diplomática

Después de la conversación con su sobrino, doña Araceli conoció que importaba herrar o quitar el banco; echó sus cuentas, calculó que aquel estado de cosas no debía durar, y resolvió presentar su ultimatum a su sobrina y a su hermano D. Alonso, a fin de que diesen los pasaportes al doctor o le aceptasen y reconociesen como novio oficial y esposo futuro de Costancita.

Las razones que tuvo doña Araceli, después de recapacitarlo bien, deben exponerse aquí en resumen.

D. Faustino empezaba a hacer un papel bastante desairado. Toda la gente de la ciudad, porque en una pequeña ciudad de provincia casi nada se encubre, sabía que había venido a vistas; y como de las vistas nada resultaba, y podían al cabo resultar unas calabazas, mientras más tiempo pasara, sería mayor y más ruidoso el desaire. Como el doctor no —221→ tenía mundo y estaba además enamorado, no comprendía bien esto.

Aunque doña Araceli amaba con todo su corazón a doña Costanza, el amor no quita conocimiento, y doña Araceli auguraba mal del disimulo y recato de su sobrina, que hablaba por la reja con el doctor, sin confiárselo; y peor auguraba aún del dominio que tenía sobre sí para que, después de siete noches en que un joven tan gallardo le había hablado de su amor, era de suponer que con arrebatadora elocuencia, no hubiese ella dado un sí y siguiese consultando su corazón, sin averiguar lo que su corazón respondía. Doña Araceli se acordaba de su juventud, y allá en el sigilo profundo de su conciencia se representaba las escenas por la reja, cuando ella también había hablado con una persona querida. ¿Cómo resistir, si se ama un poquito, a las palabras dulces y ardientes, a los suspiros, a los juramentos de amor, a las quejas, al deseo expresado en el gesto y en las miradas lánguidas, cuando todo ello viene fortalecido por la magia del silencio, del reposo nocturno, de la oscuridad, de la incierta luz de los astros que parece que se enamoran unos a otros en la bóveda azul, del perfume de las flores, de la blanda frescura del regalado ambiente, del arrullo lejano de alguna paloma, o el trino amoroso de algún ruiseñor —222→ y de otros mil incentivos que ofrecen a tales horas, y en la primavera, el clima, el suelo y el cielo de Andalucía? Todo esto, según lo recordaba doña Araceli, era irresistible a los diez y ocho años de edad.

Comprendan también mis lectores que ya he dado a entender que doña Araceli había sido algo frágil y más amorosa que severa. Las que presumen de severidad lo primero que deben hacer es no acudir por la noche a la reja a hablar con el novio. No por eso sostendrá aquí el autor de esta historia que no haya mujeres que acudan a la reja, que estén enamoradas del que habla con ellas, y que escatimen tanto o más que doña Costanza los favores y las generosas condescendencias; pero repito que lo mejor es no acudir a la reja. Así se lo recomiendo a los padres, hermanos y madres de las señoritas andaluzas. Quien quita la ocasión, quita el ladrón. No sólo el vino embriaga.

Sea como sea, doña Araceli no acertaba a comprender por qué, a pesar de toda su honestidad y católica crianza, Costancita, ya que había bajado a la reja durante siete noches, no había permitido siquiera que su primo le diese un beso en la frente. Para la condición, los ímpetus y las ternuras de doña Araceli, esto constituía prueba plena de que Costancita —223→ no quería al doctor y estaba entreteniéndole y divirtiéndose con él.

«En efecto -pensaba doña Araceli-, es menester estar revestida de la piel del diablo para bajar a hurtadillas al jardín, de una a dos o tres de la noche, para acudir con tanto misterio como si fuera un delito, y todo esto con el propósito de dar la mano a besar y de decir: «Ya veremos si te quiero». Está visto: ¡son incomprensibles las muchachas del día!»

Otra consideración se ofrecía a la mente de doña Araceli, que no tiene vuelta de hoja, y con la cual no dudo que estarán de acuerdo mis lectoras más graves.

La conducta de Costancita no tenía buena interpretación. ¿Para qué aquel misterio? ¿Para qué no decir paladinamente que amaba a su primo? ¿Para qué no hablarle ya como a futuro delante de todos los tertulianos de su casa? Lo de ir a la reja era comprometido y pecaminoso, y ni siquiera tenía la disculpa del amor, ya que Costancita aún no amaba.

Hechas todas las reflexiones susodichas, y muchas otras que en obsequio de la brevedad se pasan por alto, doña Araceli se puso la mantilla y se fue a casa de D. Alonso, resuelta a arreglarlo o tronarlo todo, sin más dilación ni rodeo.

D. Alonso estaba en el Casino y doña Costanza —224→ recibió sola a su tía. Lo que hablaron es de suma importancia, y se traslada aquí tan fielmente como pudiera hacerlo un taquígrafo.

-Costancita -dijo doña Araceli después del saludo y de tomar asiento-, quiero que nos entendamos de una vez. El hijo de mi mejor amiga ha venido aquí, confiado en mis promesas y buenos oficios, y no conviene que salga burlado. ¿Le quieres o no le quieres? Ya no puedes alegar que él no te ama, que él no se ha declarado. ¿Para qué hacerle penar? ¿Para qué tenerle en una espantosa incertidumbre, si es que le amas? Y si no le amas, ¿para qué engañarle con vanas esperanzas, consiguiendo así que sea más honda, quizás mortal, la herida que piensas hacerle o que ya le has hecho?

-Tía, tía -respondió doña Costanza-, Vd. viene contra mí espada en mano. Vd. es quien viene a herirme. Vd. viene tremenda. ¿Y cómo quiere Vd. que yo conteste a todo eso? Deseo amar a mi primo. Me siento inclinada a amarle, pero no le amo aún. No es culpa mía. ¿Mando yo en mi corazón?

-Pero, hija, ¿qué corazón es entonces el tuyo? Pues qué, ¿después de tres o cuatro semanas de ver, de hablar, de tratar a tu primo, nada te dice el corazón, ni en favor ni en contra?

-No es que no me dice nada el corazón. El corazón —225→ me dice demasiado, y la cabeza responde, y entre el corazón y la cabeza se arman disputas crueles que me aturden y desesperan.

-Confíate en mí, Costancita -dijo doña Araceli con mucha ternura, acercándose a su sobrina y dándole un cariñoso abrazo.

-Mire Vd., tía, la quiero a Vd. tanto, la creo a Vd. tan buena, que voy a abrirle mi alma y a revelarle cuanto hay en ella de bueno y de malo. Voy a exponer a Vd. mis dudas y contradicciones con franqueza y lealtad.

-Habla, habla, hermosa mía.

-Sin bromas, tía Araceli; yo soy niña, soy inexperta, sé poco de pasiones y de lances de amor; pero sospecho que en el amor hay grados, como en todo. Hasta cierto grado me parece que amo ya a mi primo, el cual es discreto, buen mozo, instruido y tiene otras muchas prendas estimables. Con la mitad, con la cuarta parte del amor que yo profeso ya a Faustinito, tiene de sobra cualquiera otra para aceptar a un hombre por novio y luego por marido. Pero yo reflexiono demasiado, y necesito doble o triple amor del que tengo para casarme con mi primo, venciendo las reflexiones. Creo que él me ama, pero también necesito en él doble o triple amor del que me tiene.

—226→

-¿Cómo es eso? Explícate.

-Es muy sencillo. Con doble o triple amor, con un amor inmenso, sublime, sería nuestra unión dichosa. Viviríamos aquí o en Villabermeja en un perpetuo idilio. Cuidaríamos de nuestra hacienda y la aumentaríamos. Nuestros hijos, si llegábamos a tenerlos, serían la gloria, la honra, los amos de estos lugares. Faustino y yo recorreríamos en paz, y estrecha y amorosamente enlazados, el sendero de la vida, cubierto de flores, sin nada que turbase nuestra tranquilidad ni que envenenase la copa encantada e inexhausta de nuestra dicha en el mundo. Pero sin este amor, triple del que hoy nos tenemos, me inclino a creer que, si nos casásemos, seríamos infelices los dos. Yo no me resignaría a vivir aquí o en Villabermeja, y Faustino menos, porque es muy ambicioso. Él no tiene nada, y yo espero tener poquísimo. Mi padre podrá darme, a lo más, tres o cuatro mil duros de renta. ¿Y qué es esto para vivir en Madrid? Quiero suponer que Faustino es un genio, un prodigio. ¿Cree Vd. que con sus versos, sus literaturas y sus filosofías, atinará a ganar mil duros al año sobre lo que yo lleve? Yo no lo creo. Si se mezcla en política, podrá tener algún destino importante por espacio de seis meses o un año, y luego se seguirá un largo período de cesantía. Como —227→ Faustino no es un hombre de cierta clase, como es más bien ave cantora que ave de rapiña, siempre vivirá pobre. Aun suponiendo que él vale mucho, que va a encumbrarse a los primeros puestos, y que le va a durar la prosperidad, todos los miserables sueldos que tenga durante su vida, acumulados y sumados, si fuere dable que los ahorrara, no puede nadie afirmar que constituyan un capital de veinte mil duros, o sean mil duros de renta o poco más cada año. No es esto negar que Faustinito no logre brillar como sabio, como orador o como poeta; pero con este brillo ni se paga a la modista, ni se compran elegantes muebles, ni coches, ni caballos, ni joyas, ni trajes, ni todo lo que necesita una señora para brillar ella también. Sería muy triste, tía, que tuviese yo que consolarme y aquietarme con gozar del reflejo de la gloria de mi marido, y que, si alguna vez me sacaba a relucir, pasase yo entre las damas aristocráticas de la corte por una señora temporera, efímera o provisional, por una semi-fregona, encogida y obscura, de quien unas preguntarían: -¿Quién es esa?- y otras responderían con desdén: -Esa es la ministra tal; esa es la mujer del doctor Faustino o del poeta Faustino. Peor es, a no dudarlo, que el marido sea el oscuro o aquél a quien sólo por su mujer se le conozca, como también —228→ hay muchos. Aflictivo y vejatorio ha de ser para un hombre el que le designen con el título del marido de la doña Tal, o del marido de la condesa de Cual, o algo por este orden; pero también es vejatorio y aflictivo lo contrario, y yo no me resigno a sufrirlo. En resolución, con lo que mi padre puede darme y con las ilusiones y esperanzas vagas de Faustinito sería un disparate casarnos, a no querernos tan fervorosamente, que ambos sacrificásemos todo sueño de ambición y de gloria, y nos resignáramos a vivir en un rincón. No crea Vd. que no comprendo yo la poesía de esta vida. Tanto la comprendo, que he ido y voy aún en busca de ella con mil esfuerzos de voluntad. He hecho lo posible por crear en mi alma un amor tal por Faustino que venciese en mí el orgullo y las demás pasiones. He hecho lo posible por crear también en su alma un amor tal por mí que matase su ambición y todas sus ilusiones mentirosas. No me lisonjeo de haber logrado ni lo uno ni lo otro. Se lo confesaré a usted todo. No por una perversa coquetería, sino llevada de mi deseo de amor, y de todos estos ensueños campestres y de idilios que luchan con otros ensueños, he citado a Faustino por la reja del jardín, he hablado con él, le he dado a besar mi mano, y casi, casi le he dicho ya que le amaba. Él ha estado —229→ elocuente, apasionado, tierno, pero entretejiendo con sus amores sus ensueños de gloria, y pintándome inhábilmente para seducirme la realización de sus esperanzas, con lo cual despertaba en mí la ambición, que a menudo olvidan los hombres que también agita el alma de las mujeres.

-¡Ay, niña Costanza! -exclamó doña Araceli, casi con lágrimas en los ojos, muy contrariada y atribulada-. Me pasma, me aterra, me confunde lo que sabéis y discurrís ahora las muchachas. No era así en mi tiempo.

-Tía, en todos los tiempos ha sido lo mismo. Por otra parte, no tengo yo la culpa de saber y de discurrir tanto. Cuanto he dicho, y más, me lo ha enseñado mi padre. El novio mismo, tan poético, que me ha buscado Vd., me enseña a discurrir como discurro.

-Pero, hija, yo creo que discurres mal y de un modo perverso. Pues qué, para no pasar por semi-fregona o por dama temporera, ¿es menester tener más de tres o cuatro mil duros al año? Esos diamantes, esas riquezas, las necesitan las feas o las necias para llamar la atención; pero las discretas y hermosas, como tú, se abren camino y brillan por donde quiera sin joyas ni dijes. ¿Qué joya más rica que la belleza? ¿Qué dije más raro que el verdadero ingenio? —230→ ¿Qué perla más luciente que la discreción? Además, a una señora como tú, tan bien nacida y emparentada, ¿quién ha de atreverse a no tenerla por legítima señora, aunque no vaya en coche?

-Tía, crea Vd. que el dinero es el que constituye en esta época, como quizás constituyó en todas, la verdadera aristocracia. Sin dinero seré plebeya, aunque descienda del Cid, y con dinero pasaré por la hidalguía personificada, aunque sea hija de un contrabandista, de un lacayo, de un negrero, de un usurero o de un bandido.

Doña Araceli trató de impugnar aún los endiablados razonamientos de Costancita; pero pronto desfalleció y se rindió, no por falta de convicción, sino por torpeza de pensamiento y de palabras.

-¿Y qué piensas hacer, hija mía? -dijo por último.

-Si yo tuviese veinte mil duros de renta -respondió Costancita-, me casaría sin vacilar con mi primo. Esto probará a Vd. que le amo. Si yo no tuviese nada, si estuviese tan perdida como él, también le tomaría por marido, porque él, al tomarme por mujer, me demostraría un verdadero y profundo amor, me satisfaría mi orgullo y me movería a no ser menos generosa; pero mi mediana fortuna destruye estos dos extremos poéticos y me coloca y le coloca en un justo medio de prosa tan vil que no —231→ hay más recurso que despedir a mi primo, dándole calabazas con la mayor dulzura. Y crea Vd. que lo siento, tía. Vaya si lo siento. Si estoy enamorada de él, ¿no he de sentirlo?

Y al decir esto, aquella extraña muchacha se echó a llorar como un niño mimado a quien se le rompe su más precioso juguete.

Doña Araceli estaba consternada. Pensó que el infortunio la perseguía siempre en todos sus amores, así en aquéllos en que había hecho el primer papel, como en los que hacía el papel tercero. Doña Araceli había sido incansable y seguía siéndolo en cabeza ajena. Un destino feroz ahuyentaba de su lado al dios Himeneo. Cuando joven no había sido casadera y cuando vieja no lograba ser casamentera. Estas ideas melancólicas acudieron en tropel a su alma, y doña Araceli acompañó en su llanto a Costancita. Ambas lloraron a dúo, con la mayor desolación, los infaustos amores del doctor Faustino.

Parecía el duelo que, allá en las antiguas edades, en Creta y en otros países, debían de hacer las madres, cuando llevaban al sacrificio a los hijos de sus entrañas, que eran sus amores, y que iban a ser inmolados en aras de los dioses Cabires o de otros implacables genios subterráneos, creadores y repartidores de los metales esplendorosos.

—232→

En fin, hartas de llorar, ambas se enjugaron las lágrimas, reconociendo que el mal no tenía remedio.

El sol brilló aquel día como los demás. Vino la noche, y no faltó una sola estrella en el cielo. Ni una flor se deshojó más pronto de lo prescrito por su naturaleza.

Costancita pareció en paseo y en la tertulia de su casa, tan inmutable y serena como el sol, las estrellas y las flores.

Doña Araceli trató también de disimular su mal humor; pero no pudo disimularle tanto como su sobrina. Aquella noche jugó al tresillo, según costumbre. Siempre se enfadaba y rabiaba cuando perdía: pero aquella noche se enfadó y rabió mucho más. Se lamentó de su constante mala suerte, suspiró, chilló, y, al marqués de Guadalbarbo, que tuvo la poca galantería de darle tres codillos, le llamó grosero. Doña Araceli tuvo también en la punta de la lengua la palabra fullero: hasta tal extremo llegó a perder los estribos y la debida compostura.

A la una de la noche fue el doctor a la callejuela, acompañado de Respetilla. Doña Costanza tardó más que otros días en salir a la ventana. Salió, por último, pero llorosa, sobresaltada y triste.

-Faustino -dijo-, mi padre lo sabe todo. No sé quién se lo ha dicho, pero lo sabe todo, y acaba de —233→ reñirme del modo más cruel. Me ha hecho prometer que no volveré a hablarte. Falto sólo a la promesa para despedirme de ti. Mi padre se opone resueltamente a estos amores, y no debo resistir a su voluntad. El hado inexorable nos separa. Olvídate de mí. Compadéceme. Al menos quiero tener este desahogo al perderte: no puedo ocultártelo más: ¡te amo!

El te amo final fue la dulzura en que vino envuelto todo lo amargo de las mal disimuladas calabazas. El doctor entendió (y quizás no se engañaba, porque el corazón humano es un abismo tenebroso) que el te amo era la mayor verdad que había en todo el razonamiento de doña Costanza. Le propuso que la robaría, y la llevaría depositada donde ella quisiese, y aseguró que por amor de ella arrostraría todos los peligros y desafiaría la cólera de cuantos poderes naturales y sobrenaturales hay en el universo.

Con superior talento y sin herir el orgullo del doctor, hizo ver doña Costanza que los planes de rapto, de bodas contra la voluntad paterna y de retiro bermejino, eran delirios vitandos. Demostró asimismo que su padre tenía razón en oponerse a los amores: y que ellos, aun amándose mucho, como se amaban, se harían infelices, si fueran marido y mujer; que el cielo repugnaba aquel matrimonio; que —234→ el doctor tenía abierto un risueño porvenir de venturas y de gloria; y que ella, lejos de prestarle alas para llegar a él de un vuelo, le pondría grillos en los pies para que ni siquiera pudiese recorrer el camino paso a paso.

En suma, Costancita estuvo elocuente, inspirada, deslumbradora. Siento no hallarme en vena para trasladar aquí fielmente todo lo que dijo. Serviría de modelo a mil discursos semejantes que con frecuencia se ven obligadas a pronunciar las señoritas.

El pobre doctor, aunque desahuciado, abandonado y pisoteado, tuvo que quedar agradecido.

No se entienda, sin embargo, que doña Costanza era una coqueta fría, embustera, hipócrita y sin entrañas. Con su tía por la mañana, y con el doctor por la noche, había sido el mismo candor y la misma sinceridad. No mentía afirmando que amaba al doctor. Le amaba, y le amaba ardientemente: pero también amaba su bienestar, su vanidad de mujer, y sus esperanzas de brillar un día y de deslumbrar en el gran mundo.

Hasta el suponer doña Costanza que su alma era hermana de la del doctor, combatida por las mismas encontradas pasiones, presa de iguales sentimientos en lucha, le hacía más simpático, querido y adorable a su primo. Mas por aquello que más le —235→ amaba era por lo que le desechaba y apartaba de sí.

-Se me desgarra el corazón -decía doña Costanza-, pero es preciso que no nos volvamos a ver; es preciso olvidar estos días de locura, este sueño fugaz de amor insano y peligroso.

Así Costancita coronaba de flores a su víctima, al clavarle el puñal en las entrañas.

Su voz estaba trémula, entrecortada por los sollozos. Gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y corrieron por sus mejillas.

Lo que doña Araceli extrañaba tanto que no hubiera sucedido antes, sucedió entonces, sin que nosotros lo podamos remediar. Costancita, como estaba llorando, inclinó la frente contra la reja, y el doctor, conmovidísimo, acercó los labios y dio un beso en aquella serena y cándida frente.

Entonces, como si volviese en sí de un arrobo melancólico, dijo Costancita:

-¡Adiós, primito, adiós!

Costancita hizo ademán de irse.

-¿Así me dejas, cruel? -exclamó D. Faustino.

-Es preciso: nuestra suerte lo dispone. ¡Adiós! No me aborrezcas.

-¡Aborrecerte... jamás!... Quiera el cielo que pueda dejar de amarte.

-No, no me ames... Ama a otra que sea menos —236→ indigna o menos desdichada que yo; pero guarda de mí un grato recuerdo. ¡Adiós, primo!

Y Costancita se retiró de la reja, y desapareció, seguida de su criada Manolilla, que había conversado con el fiel escudero. El doctor se guardó las lágrimas para la soledad. Aquella noche, cuando se quedó solo en su estancia, lloró mucho y durmió poco.

A la mañana siguiente, pretextó que acababa de recibir una carta de su madre, avisándole que estaba enferma, y dispuso con precipitación su partida.

Después de despedirse ceremoniosamente de su tío D. Alonso y de su prima Costanza, después de repartir quinientos reales de propina a los criados, y después de recibir, para alivio de penas, un millón de besos, de abrazos y de lágrimas de la niña Araceli, el doctor tomó el camino de Villabermeja, acompañado de Respetilla, en cuyo mulo iban los baúles, con los uniformes y demás galas, que tan poco habían servido y valido.

Dejémosle ir en paz, si es posible, y pidamos al cielo que le dé valor y sufrimiento bastantes para las penas y trabajos que tiene que pasar aún.

El lector y yo nos quedaremos algunos días más en la ciudad natal de Costancita, donde hemos de presenciar sucesos de gran transcendencia para esta verdadera historia.

—237→

El marqués de Guadalbarbo

El personaje cuyo nombre sirve de epígrafe tenía cerca de cincuenta años de edad y más de veinticinco mil duros de renta. Era viudo y sin hijos.

En la fértil y extensísima dehesa de Guadalbarbo había un castillo feudal, desde donde, según contaba el marqués, pelearon sus heroicos progenitores contra los moros, durante seis o siete siglos. Los maldicientes afirmaban que el abuelo del marqués había sido lechuzo; que enriquecido en tiempo de Carlos III, había comprado aquella dehesa y otras fincas, y que su padre, cuyas bufonadas hacían reír mucho a María Luisa, había titulado después. Pero, como quiera que sea, ora vertiendo la sangre de los infieles, ora haciendo derramar lágrimas a los fieles y atrayendo a los labios de una graciosa reina la dulce risa, es lo cierto que el marqués de Guadalbarbo tenía renta y título, vinieren de donde vinieren.

Algo había heredado del carácter alegre y de la —238→ chispa y amenidad que tan útiles fueron a su padre; pero, en el fondo, era un señor muy grave, morigerado y a veces austero. Su hermana mayor, la condesa del Majano, estaba casi en olor de santidad, y el marqués se asesoraba con ella a menudo, y solía tomarla por norma y pauta de su conducta.

Deseoso el marqués de recorrer sus Estados, y de abandonar, al menos por una corta temporada, el bullicio y las intrigas de la corte, había venido a la tierra de D. Alonso, donde poseía algunos bienes.

Un mes hacía que estaba allí. La condesa del Majano se devanaba los sesos por averiguar qué le detendría tanto tiempo. El marqués apenas escribía, y cuando escribía era muy lacónico.

Por último, como diez días después de la partida del doctor Faustino, escribió el marqués a su hermana una extensa carta que lo declaraba todo y que trasladaremos aquí íntegra.

La carta rezaba:

«Querida hermana mía: Cuando te refiera las causas y razones que me detienen aquí, no lo extrañarás, como me dices que lo extrañas. Tú misma, a fuerza de lamentar los vicios, los desórdenes y los escándalos de esa capital, me has disgustado de ella y me has impulsado a venir entre estas gentes sencillas.

—239→

«Estoy contentísimo aquí. He hallado un amigo excelente en un caballero principal llamado D. Alonso de Bobadilla, el cual reúne dos prendas que rara vez se hallan juntas: es activo, cuidadoso de sus cosas, entendido en agricultura y ganadería, sabe, en suma, dónde le aprieta el zapato, y es al mismo tiempo el hombre más temeroso de Dios, más devoto y más amigo de ir a la Iglesia que he conocido en mi vida. Cuando no está en el campo, cuidando de su hacienda, suele estar en el jubileo o en alguna novena, y rara vez en el casino.

»Mucho me ha servido la amistad de este hombre, así para mejorar mis bienes con sus consejos, como para mi contentamiento espiritual con su agradable trato.

«El tal D. Alonso es viudo, como yo, pero con la dicha de tener una hija preciosa. No he visto jamás criatura más llena de candor. Y no creas que es tonta, ignorante ni parada. Al contrario, Costancita, que así se llama, tiene extraordinario despejo y viveza. Su claro entendimiento está bastante cultivado: pero su educación ha sido sólida y muy cristiana, hasta rayar en la austeridad. ¡Qué interesante y hermosa contraposición se advierte entre su malicia infantil, sus risas y sus chistes, y la ignorancia santísima de todo lo malo, que desde el fondo de —240→ su puro corazón viene a iluminar sus inocentes travesuras!

»El recogimiento con que ha criado a Costancita una señora, tía suya, que permanece doncella, ha sido extraordinario, y ha dado, como debía suponerse, los más sazonados frutos. Ya que Costancita es mujer, y, como dice su padre, ha salido a volar, ni con su misma tía se acompaña. La tía vive aparte, y Costancita siempre al lado de su papá, que está hecho un Argos y no la deja ni a sol ni a sombra.

»Nunca ha leído Costancita ni una sola de estas perversas novelas que ahora se escriben, sino libros de devoción, algo de historia y mucho de Año Cristiano. Cose y borda con notable primor; por encargo de su padre me ha hecho una petaca de pita, que es un prodigio de paciencia; y sabe preparar y condimentar mil deliciosos platos de dulce y repostería, que le enseñaron las monjas, en cuyo convento entró con su tía cuando pasó Gómez por aquí. Luego permaneció en el convento más de dos años, y casi fue menester que su padre la sacase de allí por fuerza, porque se había encariñado con aquellas benditas madres y se empeñaba en tomar el velo.

»Criada así Costancita, es un ángel en la tierra. Hace muchas limosnas; envía flores y cera a la iglesia —241→ del convento donde estuvo, y es fervorosa devota de la Purísima Concepción.

»La tía, a quien llaman la niña Araceli, es muy buena señora, salvo que se enfurece cuando juega al tresillo y pierde. Y eso que jugamos a ochavo. Y digo jugamos, porque yo le hago la partida muy a menudo.

»No he visto gente que mire menos a su propio interés, en ciertas cosas, que esta niña Araceli y este bueno de D. Alonso. ¿Quieres creer que tienen un pariente en un lugarcillo no muy distante de aquí; que este pariente no tiene absolutamente sobre qué caerse muerto, y consintieron ambos en que viniese a vistas para que se casase con Costancita si los primos se gustaban?

»Por dicha, el tal pariente, que ha estado aquí algunos días, es un pedantón de siete suelas, pervertido con las espantosas y abominables doctrinas que ahora se enseñan en las universidades, y tan impío que nadie le ha visto en misa una sola vez. ¿Cómo había de convenir semejante trasto a doña Costancita? Así es que apenas si ella le ha mirado. Ha sabido tratarle con afabilidad, como a pariente, eso sí; pero sin hacerle caso como a novio; tal vez sin caer en la cuenta de que venía a pretender su mano, porque la pobre niña, a pesar de lo lista y —242→ avispada que es en todo aquello que no puede inclinarse ni torcerse a lo pecaminoso, tiene completamente cerrados los ojos sobre ciertas particularidades. Tengo motivos para estar convencido de ello, y esto es lo que más me encanta.

»En fin, el primo ateo se ha largado a su lugar, con viento fresco, convencido de que no se ha hecho la miel para la boca del asno, y, estoy seguro de ello, sin haber obtenido siquiera ni una mirada amorosa de su prima. Pero ¿qué mucho, si su prima no sabe emplear sus hermosos ojos en semejantes liviandades? Yo la he observado con persistencia y no he sorprendido jamás que mire a nadie, sino como Dios manda. Sólo mira ella con intensidad amorosa, pero ¡de cuán distinto género! cuando mira a su padre o contempla en la iglesia la imagen de algún santo o de alguna santa.

»¡Qué diferente es esta Costancita de tantas y tantas señoritas de Madrid, que tienen novios a montones, que coquetean con unos y con otros, que no hay nada que ignoren y que son tan desenvueltas!

»¡No puedes figurarte lo que me he acordado de ti, cuando hacías la justa censura, ya de ésta, ya de aquella joven de la sociedad madrileña, porque me veías propenso a entrar en relaciones, y querías retraerme de tan funesta inclinación, mostrándome —243→ los peligros que me amenazaban! «Costancita es todo lo contrario -me decía yo entonces-. ¡A ésta sí que no la censuraría mi hermana!»

»En fin, para qué hemos de andar con rodeos. Tú eres la primera persona a quien doy parte. Costancita me ha enamorado perdidamente. Con ella no son posibles coqueteos, ni términos vagos. Ni se la puede hablar al oído, ni sacarla a valsar, ni entretenerla con unas relaciones que no conduzcan al matrimonio con el beneplácito de su familia. La honestidad y decoro de Costancita, el recogimiento con que vive, el respeto que infunde su honrado padre, y la misma sencillez e ignorancia de la linda muchacha, no consienten otra cosa. Rendido a la evidencia de estas razones, y prendado, cautivo, casi enfermo de amor, he buscado el único remedio posible y decoroso. He pedido a D. Alonso de Bobadilla la mano de su hija doña Costanza.

»D. Alonso me ha dicho que por su parte se honraría en ser mi suegro; pero que en nada quiere contrariar la voluntad de su hija; que la consultaría, y que sería lo que Costancita quisiese.

»Costancita ha pedido diez días para decidirse.

»Hoy ha cumplido el plazo de los diez días, y Costancita me ha hecho el más feliz de los hombres aceptando mi mano».

—244→

Así, salvo los cumplimientos y memorias, terminaba la carta del marqués. Y aunque sea adelantar demasiado algunos sucesos, turbando el orden cronológico rigoroso, añadiré que a las tres semanas de escrita la carta que dejamos copiada, en presencia de la virtuosa condesa del Majano, que vino aposta de Madrid, y sin boato, galas ni preparativos, porque la modestia de Costancita lo repugnaba, se celebraron sus bodas con el enamorado marqués, limitándose D. Alonso, en vez de los tres o cuatro mil duros que prometía, a dar dos mil duros al año, que el generoso marido, con otros cuantos miles más, señaló a su mujer, para que se vistiera como correspondía, y pudiera desquitarse con usura, después de la boda, de la carencia de joyas, galas y dijes que se había notado en ella.

—245→

Examen de conciencia

Revista de España, tomo XLII, Nº 166 de enero y febrero de 1875, pp. [241]-255

Sin ningún incidente digno de contarse, había hecho el doctor su viaje de retorno a Villabermeja.

Su madre, a quien refirió de palabra lo que por cartas no había contado de sus amores con doña Costanza y del fin desengañado que tuvieron, puso a su sobrina como hoja de perejil, y no trató con más piedad al bueno de D. Alonso de Bobadilla.

Después de este natural y disculpable desahogo, la señora doña Ana Escalante de López de Mendoza se afligió en el alma de ver a su pobre hijo derrotado y humillado, y el mismo doctor tuvo que consolarla, mostrando que la derrota apenas lo era, ya que él había ido a enamorar a Costancita, y no a su padre, y sosteniendo que no había humillación en que no se llevase a cabo la boda por razones de estado y hacienda que D. Alonso aducía, y por razones de prudencia que Costancita había expresado y que él mismo había reconocido y aceptado como buenas.

—246→

Así pasaron algunos días, hasta que llegó por el correo el parte oficial del casamiento de Costancita con el marqués de Guadalbarbo. El furor de doña Ana se recrudeció entonces, y el doctor hizo por calmarle con mil reflexiones juiciosas.

Calmados ambos al fin, porque no hay agitación que no acabe, cayeron madre e hijo en una melancolía tranquila, y siguieron viviendo en Villabermeja, más apartados que antes del trato de toda aquella gente.

Doña Ana administraba el caudalillo, cuyos productos se consumían casi todos en pagar los intereses de la deuda, y cuidaba diestramente de la casa, donde con orden y severa economía lograba conservar el lustre señoril.

El doctor, entre tanto, estudiaba, meditaba y daba largos paseos a pie, subiendo a menudo a los cerros, y sobre todo al de la Atalaya, para descubrir más horizonte. También iba a veces en su jaca a la quinta, que era lo mejor de su caudal. La quinta estaba en un sitio muy agreste y distante de los caminos reales, en la cumbre de otro cerro.

Casi la única persona con quien hablaba el doctor, además de su madre, era el fiel Respetilla, quien solía entretenerle y arrancarle alguna sonrisa, contándole los chismes y novedades del lugar, y a quien, —247→ por falta de otro sujeto más a propósito, había tomado el doctor por contrario para tirar al sable y al florete, llenándole a menudo de cardenales el cuerpo con el sable de madera, y no saliendo ileso casi nunca, pues el doctor no era un portento en la esgrima ni para serlo había recibido las suficientes lecciones. Por lo demás, aunque el doctor tenía la mano pesada y daba a Respetilla sobre diez palos por cada uno que recibía, los de Respetilla eran tan recios y desaforados, que valía tanto el diezmo que pagaba como la cosecha que por todo su cuerpo iba recogiendo. Este ejercicio, no obstante, era muy provechoso para el cuerpo y para el alma de los dos, y en fuerza de la costumbre, sentían ya amo y mozo como necesidad y comezón, y hasta cierto deleite en apalearse todos los días.

A pesar de sus coloquios y combates con Respetilla, y a pesar de las largas conversaciones con doña Ana, siempre quedaban al doctor muchas horas de día y de noche, durante las cuales, en la más esquiva y completa soledad, se complacía en recogerse y reconcentrarse dentro de sí mismo, juzgando los sucesos de su vida y sondeando los senos más profundos de su conciencia.

De la aparición de la mujer misteriosa nada había dicho a su madre: pero una de sus primeras —248→ diligencias al volver a Villabermeja había sido ir a ver el retrato de la coya, que estaba en el estrado, el cual era la cuadra o sala cuadrada del piso principal. El doctor examinó atentamente el retrato, pero no acertó a decidir si era real o imaginada su perfecta semejanza con su inmortal amiga. Por otra parte, su inmortal amiga le tenía al parecer olvidado hacía tiempo, y su recuerdo, aunque persistente, iba haciéndose algo confuso.

La obra de Pantoja era bellísima, pero al cabo no era más que una imagen y no podía despertar en el doctor, que gozaba de cabal juicio, sino simpatías meramente artísticas. La certidumbre de que aquél era el retrato de una antepasada suya, muerta hacía tres siglos, cortaba además los vuelos a su imaginación.

El doctor había leído un cuento oriental de cierto príncipe que halló en el tesoro de su padre un retrato de mujer de quien se enamoró: pero el príncipe creyó contemporáneo suyo el original del retrato. Salió en su busca por el mundo, y nunca pudo dar con la mujer amada. Sólo vino a averiguar, después de mucho tiempo y peregrinaciones, que la dama, a quien amaba por el retrato, había sido una reina de la isla de Serendib, no menos prendada de Salomón que la de Saba, y quizás la más bella y —249→ favorita de sus mujeres. Si el príncipe hubiera sabido a tiempo que el retrato era de aquella antiquísima reina, jamás se hubiera enamorado. El doctor Faustino no podía ni quería ser más loco que el príncipe.

A pesar de todo, se deleitaba tanto en mirar el retrato y llegó a cobrarle tanto cariño, que se le trajo al salón del piso bajo donde él vivía, poniendo en el hueco otro retrato, de los que adornaban y autorizaban su salón.

No dejaba el doctor, entretanto, de recordar a su inmortal amiga de carne y hueso, y de forjar nuevas hipótesis para explicarse la carta que de ella recibió y la extraña cita y aventura que tuvo con ella. Base de estas hipótesis era siempre la afirmación de la existencia real, visible, tangible, corpórea y sólida de una hermosa mujer, que le había escrito, que le había hablado y que le había besado los párpados. Pero ¿quién era esta mujer? Harto sabía el doctor que ni la boca, ni los ojos, ni los brazos, ni la frente, ni todo el cuerpo en conjunto, eran lo esencial de aquella mujer: que algo había en ella de indivisible que pensaba y amaba, y a esto llamaba espíritu. Dábale, pues, nombre de espíritu y no se encontraba más adelantado. Su ciencia impía no le llevaba más allá. ¿Era algo el espíritu por sí, o era —250→ un resultado de toda aquella trabazón y concordia de partes, una armonía divina que brotaba de aquellos órganos? Si el espíritu era algo por sí, bien podía permanecer después de la muerte y ser antes del nacimiento. En este caso, ¿por qué no había de estar en aquel cuerpo de mujer, que él había visto y tocado, el espíritu de la coya? El espíritu que le animaba a él ¿no podía también ser el mismo que animó a uno de sus abuelos, el amante y marido de la coya, pongamos por caso? Pero pronto desechaba de sí este pensamiento como un desatino.

«¿Qué razón hay -se decía-, para sospechar tal cosa, cuando nada recuerdo de ninguna vida anterior a ésta que vivo? De esta misma vida apenas tuve conciencia hasta que mi espíritu acabó de formarse, saliendo de la primera infancia, como quien sale a luz de un seno tenebroso. Se diría que fue menester que la luz material hiriese mis ojos, que los objetos sensibles hiciesen impresión en mi alma, que la palabra humana me revelase la verdad penetrando en las ondas sonoras del aire por mis oídos, para que el espíritu, que sólo estaba en germen, diese razón de sí: fuese conociéndose a sí propio, pues sin conocerse no era».

El doctor, si bien más inclinado a dudar que a negar o afirmar, infería de todo que ni su inmortal —251→ amiga era la coya ni él era otro que no fuese el doctor Faustino. No aseguraba ni negaba para sí una vida más allá de la tumba. Sobre esto vacilaba. Pero, cuando se prometía la vida ultramundana, se la prometía con recuerdo completo, con la misma forma y el mismo carácter, nombre y fisonomía de entonces. Cuando se prometía, en sus momentos de entusiasmo, una prolongación de su existencia, más allá del sepulcro, todo lo ideal y etérea que puede suponerse, en otros mundos, en otras esferas, en otros cielos, no se comprendía sino como tal doctor Faustino, hasta con el mismo cuerpo que entonces tenía, aunque los átomos que le formasen fueran de luz y de gloria, en vez de ser de lodo terrestre.

«Sin embargo -seguía meditando el doctor-, ¿dónde va mi espíritu cuando duermo? ¿No se corta, no se para entonces su vida? ¿No será la muerte como el sueño? Cuando duermo, no siendo el sueño muy profundo, creo sentir, aunque confusamente, que soy. Cuando despierto, me asegura la verdad de mi existencia el recuerdo claro y patente de toda mi vida anterior. Pues ¿por qué, aun imaginando la muerte como un largo y profundo sueño entre dos vidas, no ha de acudir al alma cuando despierta, esto es, cuando vuelvo a nacer, el recuerdo patente —252→ y claro de todas las existencias pasadas? Cuando tal recuerdo no acude, no hay razón para creer el dogma de los antiguos brahmanes, divulgado en Europa por el sabio de Samos y renovado tantas veces. Yo soy todo lo que soy, y en la sucesión y en las mudanzas de mi vida hay una esencia permanente, que es como hilo de oro que enlaza en un collar muchas perlas. El mundo visible, la serie de mis impresiones, mis deleites, mis dolores, mis esperanzas, mis desengaños, mis dudas, mi ciencia, todo está enlazado en este hilo que persiste, que a veces creo que no se acabará jamás. Pero ¿cómo he de creer que es eterno? ¿Cómo creer que tampoco ha empezado, cuando veo y noto su principio? Si en el sueño queremos suponer que se rompe, la memoria de todo lo anterior al sueño al punto le reanuda. Pero si en mí hubo muerte corporal antes de ahora ¿dónde está la memoria que reanude la vida actual a la vida anterior a esa muerte? ¿Se baña quizás el espíritu, cuando el cuerpo muere, en el río del olvido? ¿Va a confundirse acaso en el infinito Océano del espíritu? ¿Hay un mundo del espíritu, como hay otro de la naturaleza, y la compenetración de ambos es la humanidad? Si fuera así, lejos de creer en la existencia de mi individuo antes de mi nacimiento y después de mi muerte, me inclinaría mucho a dudar de —253→ la misma vida que ahora vivo. ¿Qué sería yo entonces sino apariencia, ilusión efímera? Sólo habría real y efectivo por un lado la naturaleza y el espíritu por otro, como dos modos de la misma sustancia. Ni mi ser ni mi conocer serían más que ilusorios, en cuanto yo me afirmase como ser finito y limitado, que vale tanto como afirmarse distinto de los demás seres».

El doctor discurría así, de noche, a solas, en la gran sala baja donde estaban los retratos, incluso el de la coya; y donde había también un espejo. En aquella soledad, sin temor de que le viesen y tuviesen por loco, se tocaba el cuerpo con las manos, se miraba al espejo y se veía, andaba y oía sus pisadas al andar, hablaba y escuchaba su palabra misma. Luego se reía de aquella prueba pueril que se estaba dando de su propia existencia. Cerraba entonces los ojos, se quedaba inmóvil en un sillón, y prescindía de todo, hasta del pensamiento, y entonces la prueba de que existía era más clara: no era porque se veía, ni porque se tocaba, ni porque andaba, ni porque se oía, ni porque pensaba, sino era porque era. Desenvolvía luego aquella escueta y pura afirmación de su ser, y resultaba algo como el hilo o lazo de unión donde venía la memoria a engarzar todos sus pensamientos, impresiones, ideas y deseos. —254→ Más allá de cierto término, ni había hilo ni objeto alguno que ensartar en el hilo. Luego allí espiraba todo; luego aquello había tenido principio; luego antes no había sido nada.

El doctor discurría una noche con tan cándida buena fe, que, al llegar a este punto, fue a la mesa de su bufete y sacó de un cajón su fe de bautismo. Quiso cerciorarse y se cercioró de que había nacido en el año 1816, y se declaró a sí propio que hasta entonces no había habido doctor Faustino, ni espiritual ni material, y que todos los seres que llenan el espacio sin límites, y todos los sucesos y cambios que traman y tejen la tela del tiempo, dentro de la eternidad inmutable, habían existido y ocurrido sin que él tuviese arte ni parte en cosa alguna.

Después continuó cavilando:

«En la corriente de la vida, en la serie de los casos y de los seres he aparecido poco ha. ¿Me hundiré, desapareceré para siempre, volveré a la nada de donde salí, o persistiré en lo futuro? Toda esta substancia que forma mi cuerpo, ¿no se ha renovado ya varias veces, y yo he permanecido? ¿Mi forma misma, no ha cambiado en lo accidental? Y sin embargo, ¿esencialmente no persiste hasta mi forma? Pues ¿por qué no ha de seguir persistiendo? Persistirá; pero ¿cuál será el modo de su persistencia? —255→ Como idea, no sólo persistirá, sino que preexistía. Como realidad, tal vez persista, pero no preexistió. En todo caso hasta su persistencia como idea será más firme, después de haber existido en realidad. Antes de ser yo realmente, era sólo, en la inteligencia infinita, una idea inmutable, eterna como esa inteligencia. Lanzado ahora en el seno de lo sucesivo y mudable, apareciendo mi ser en la corriente del tiempo, al menos vivirá también larga vida, ya que no vida inmortal, como idea y como recuerdo en otras inteligencias finitas. Algún efecto ha de producir esta vida mía; alguna huella ha de dejar; para algo he nacido; para algo soy. Sin embargo, no me contento con esta inmortalidad o con esta vaga duración de más allá del sepulcro. Quiero, no la duración de mi nombre, ni de mis pensamientos, ni de mis obras, sino de todo yo, con el recuerdo vivo de mi nombre, de mis pensamientos y de mis obras, aunque este recuerdo venga a ser un tormento sin fin de remordimiento y de vergüenza».

Aquí volvía el doctor a recordar la fecha de su nacimiento. Luego añadía:

«Nada; yo no era antes de 1816. Todo lo ocurrido hasta entonces, ni pena ni gloria para mí; pero de lo que he pensado y hecho, y amado, y sentido, y aborrecido desde entonces, quiero gloria y pena, —256→ y recuerdo perenne, y responsabilidad que no acabe. Yo me siento libre. Hay un poder en mí que no se doblega, ni cede, ni se humilla ante la misma omnipotencia. Si obedece sus decretos es porque quiere. Si no los obedece es porque quiere. Debe responder y responde de todos sus actos. Ya sea caduca, ya sea inmortal, la existencia de esto que llamo mi espíritu, en este instante fugaz, en esta vida que vivo ahora, no es un paso como otros muchos que voy haciendo en el camino de la perfección, sino que es trance que decide de todo mi destino, de toda la eternidad para mí. En esta vida he de hacerme adecuado a la idea eterna que hay de mí, si fuera de esta vida no soy más que una idea; o he de merecer en realidad todos aquellos grados de excelencia y de beatitud a que estoy llamado. Un poco de ciencia, un poco de vana curiosidad ha destruido en mí las creencias. Mi mente vuelve, con todo, por el discurso a coincidir en las más importantes de lo que por fe me enseñaron. Será esta vida un tránsito, una peregrinación a otra vida mejor; pero de esta vida depende todo. Lo esencial es esta vida. La acción del drama está en ella. Si queda para mí después una eternidad, toda ella se resume y cifra en este instante. Toda ella es sombra, reflejo, consecuencia, resultado de lo que ahora yo determine. —257→ Cielo e infierno, con su perdurable extensión, nacen ahora en el centro de mi alma, en el abismo de mi conciencia, la cual, por cima del torrente silencioso del tiempo que va pasando, vive en lo eterno. Es absurdo suponer que la vida es un ensayo, y que si sale mal venimos después a hacerlo mejor en otra. El vivir humano es más serio, más digno que todo eso. Toda la educación, todo el progreso, toda la purificación, todo el bien a que podemos aspirar ha de lograrse ahora o nunca. De esto vivo seguro, ya permanezca nuestro espíritu penando o gozando, pero inactivo después del drama, ya sobreviva sólo como concepto eterno con el recuerdo de las obras que hizo».

De esta suerte llegaba a persuadirse el doctor Faustino, no de que el espíritu de la coya no vagase por la casa y pudiese entenderse con él, sino de que la inmortal amiga, lejos de ser la coya, era un espíritu en cuerpo viviente, mil veces más real que la sombra, el recuerdo, el concepto de la coya revestido de forma sensible por la imaginación creadora de milagros.

Así volvía el doctor, después de mucho discurrir, a la pregunta del principio: ¿Quién era su inmortal amiga? ¿La habría visto, conocido y amado y se habría olvidado de ella?

—258→

A este propósito recordaba el cuento de doña Guiomar que le contaban las criadas cuando niño.

Una hechicera poderosa había robado a doña Guiomar, que era lindísima, y la tenía encerrada en una torre muy alta, sin puertas, porque la hechicera subía a la torre volando. La torre estaba en medio de solitaria llanura, donde casi nunca llegaban pies humanos. La suerte quiso, no obstante, que un hermosísimo príncipe, hijo de rey poderoso, se extraviase un día, yendo de caza y apartándose de sus monteros, halconeros3 y demás comitiva. El príncipe vino a encontrarse en la oculta y misteriosa llanura donde estaba la torre. El sol brillaba cerca del cenit. Doña Guiomar, en el elevado mirador de la torre, peinaba la sedosa madeja de sus cabellos rubios con un peine de plata. El reflejo del sol en aquellos lustrosos y dorados cabellos deslumbraba la vista. El rostro de doña Guiomar parecía circundado de refulgente aureola.

Doña Guiomar era de lo más bello que puede fingir la más discreta y generosa fantasía. El príncipe, galán, atrevido, elocuente y bello también. Nacidos el uno para el otro, se enamoraron y cautivaron al punto.

Con sábanas y colchas, con vestidos y otras telas, formó doña Guiomar una larga escala. Por ella se —259→ desprendió; llegó donde estaba el príncipe; se dieron ambos palabra de casamiento: la confirmaron con un apretado y prolongadísimo abrazo; y, puesta doña Guiomar a las ancas del caballo, huyó con el príncipe de su prisión y de la hechicera.

Aunque caminaban de prisa, doña Guiomar notó, al cabo de un rato, que la hechicera, que había vuelto a la torre y visto que ella se había escapado, venía en su persecución. Ya estaba cerca la hechicera, ya iba casi a tocar con su mano a doña Guiomar, cuando ésta tiró al suelo el peine de plata, con que se peinaba, y se formó de repente una cordillera de montañas altísimas, con las cumbres cubiertas de nieve y de hielo. La hechicera quedó del otro lado de las montañas: pero tal era su poder y tanta su cólera y su brío, que salvó las crestas nevadas, bajó al llano, y ya iba alcanzando de nuevo a doña Guiomar y a su amante. Doña Guiomar entonces tiró al suelo un puñado del perfumado afrecho con que se lavaba las blancas manos. Al punto se formó un intrincado matorral de jaras, espinos y zarzas, cubierto todo él de niebla muy espesa. La hechicera pudo, con todo, atravesar el matorral, aunque destrozándose las carnes, y sin extraviarse, a pesar de la niebla, se puso otra vez al alcance de doña Guiomar y de su raptor. Doña Guiomar tiró, por último, —260→ al suelo el espejito en que se miraba, y luego se extendió entre ella y su perseguidora un río profundo, rápido y caudaloso. La hechicera pasó a nado el río. Aunque desfallecida ya y sin fuerzas, llegó cerca de doña Guiomar. Doña Guiomar se tapaba la cara por no verla y los oídos por no oírla.

-¡Vuelve la cara, hija mía, vuelve la cara para que te vea la última vez antes de perderte para siempre! -decía la hechicera-. Hija mía, ten compasión de mí, que te he criado. Mírame una vez, ya que me abandonas.

Doña Guiomar no quería mirar; pero el príncipe la rogó que fuese compasiva y mirase. Volvió entonces la cara, y la hechicera dijo:

-Permita el cielo que quien te lleva te olvide.

Esta terrible maldición se cumplió. Llegados el príncipe y doña Guiomar cerca de la capital del reino, donde reinaba el padre del príncipe, dejó éste a doña Guiomar en una quinta, pensando volver allí por ella para que hiciese su entrada en la corte con gran pompa y aparato. Pero, no bien la dejó, se le borró su imagen, su nombre y su amor de la memoria, y así permaneció años, hasta que por otro caso milagroso, que forma la segunda parte del cuento, vino al fin a recordarla.

Este cuento, como todos los de hadas, encantamientos —261→ y asombros, puede con facilidad traducirse en símbolo y alegoría. Por esto el doctor fantaseaba que doña Guiomar era la poesía, la imaginación, la fe, que obra milagros con quien la lleva para salvarse de la fría razón que la tenía aprisionada. Un momento de abandono basta luego para que la fe se olvide y se desconozca.

La inmortal amiga era, pues, como doña Guiomar: era la fe, la poesía, el concepto más puro del alma del doctor, olvidado, desconocido por una maldición de la hechicera, que representaba y cifraba en sí ambición, ciencia profana, codicia, vanidad, orgullo y otras malas pasiones.

Fuese quien fuese en el mundo real la mujer vestida de negro, que una vez se le había aparecido, el doctor se sentía inclinado a convertirla en figura alegórica. Hecha esta conversión, todo se explicaba con facilidad. De la poesía no quedaba en el alma del doctor sino el egoísmo. En su desesperada modestia, creía que habían muerto en su alma la devoción y la fe.

En otra noche de insomnio, lleno el doctor del más doloroso abatimiento, se culpaba a sí mismo, y todo lo justificaba a la vez.

«Bien miradas las cosas -pensaba-, más amor he alcanzado de Costancita, que el que yo le daba y —262→ el que yo merecía. ¿Por qué fui a enamorarla y a ver si me casaba con ella sino por razones de conveniencia? Pues, si fue así, harta razón tuvo ella para mirar también por lo que le convenía y casarse con el marqués, a cuya elevación y fortuna no era probable que jamás hubiese yo llegado. Es cierto que algo de amor despertó en mi alma la hermosura y juventud de mi prima; pero amor tibio, vacilante, incierto. Si yo la hubiese amado con todo el corazón, mi amor se hubiera impuesto y hubiera hecho nacer en el corazón de ella otro amor capaz de sacrificio. ¿Por qué lamentarnos de la falta de amor, de amistad, de ternura, que guardan para nosotros las demás almas humanas? ¿Les prodiga la nuestra iguales tesoros para exigir el cambio? ¡Ah! Yo amo con amor inmenso; mas no para rendirme y sacrificarme en aras del objeto amado, sino para hacerle todo mío. La fuente del verdadero amor está seca para mí. El verdadero amor empieza por conceder a su objeto cuantas perfecciones y excelencias le hacen amable, y después que le ha dado tales excelencias y perfecciones, se postra ante él y le adora y se ofrece en holocausto. El amor egoísta, como el mío, anhela para sí un objeto dotado de todas esas perfecciones: pero examina, critica y jamás le halla. Entonces dice: «Si yo encontrase una mujer como la que sueño, —263→ ¿qué sacrificios no haría por ella, qué virtudes no mostraría, con qué afecto no la amaría?» Por desgracia, no la hallo, y nada de esto puedo hacer. Mi amor sin objeto es también un amor sin obras. Si yo creyese en el progreso de la humanidad, en el lazo estrecho que une las almas, en la comunión de los espíritus, en el movimiento ascendente de todos los corazones hacia la luz, el bien y la hermosura, ¿qué no sería yo capaz de hacer para contribuir en algo a este progreso, a esa ascensión, a esa ventura y grandeza del linaje humano? Por desgracia, no creo mucho en eso, y así es que no hago nada. Siento que haya en mi alma este amor de la humanidad tan estéril. Si yo considerase que esta patria, este pueblo o nación de que formo parte, es merecedor de todo amor, ¿quién sabe las hazañas y heroicidades que haría por elevarle a la mayor altura? Pero no hago nada, porque al cabo no estoy muy seguro de que esto que llamamos la patria sea más que un terreno, como otro cualquiera, donde por acaso he nacido, y de que esto que llamo mi nación pase de ser un conjunto de hombres venidos de mil diversas regiones, de varias castas y orígenes, y sin más vínculo que el de leyes, instituciones y creencias, forzosamente impuestas por los más poderosos a los más débiles. El amor de la patria queda también estéril —264→ y sin objeto, a pesar de su intensidad. El amor de la belleza y del bien es amor de abstracciones: es el amor de mí mismo, si no hallo objeto fuera de mí que me parezca bueno y hermoso. Mi alma, sin embargo, está enamorada. ¿A quién ama mi alma? Quizás ama un ideal inasequible, que trabajo de continuo en forjar dentro de mí, sin llegar nunca a dar el ídolo por terminado.

Otro objeto de amor más excelso, más comprensivo, reconocía el doctor que le convenía buscar para que su corazón se aquietase: pero no se atrevía a negar la realidad de la existencia de ese objeto, y, de miedo de encontrarse con un fantasma, no le buscaba.

El doctor había leído las poesías desesperadas que privaban en aquella época; pero aún no habían salido a luz o no habían llegado a su noticia las atrevidas especulaciones de los filósofos desesperados novísimos. Schopenhauer y Hartmann no habían penetrado en Villabermeja.

No habían, con todo, sido pocos los libros materialistas e impíos que el doctor había leído. Veía además el pro y el contra de todas las cuestiones, y la índole de su entendimiento le llevaba a dudar.

La melancolía de su alma, en aquellos días, le pintaba todo con los colores más negros.

—265→

Sin embargo, contra las negaciones que había hecho de todo objeto digno de su amor, él mismo se presentaba varios argumentos.

-Es muy cómodo -decía-, negar el objeto digno. Así se disculpa la pereza, la frialdad o la cobardía. ¿Seré tal vez un miserable, incapaz de todo arranque generoso, y para justificarme a mis propios ojos quiero persuadirme de que no creo que haya un objeto que merezca que yo me sacrifique por él: que iguale al amor?

Luego pensaba si los filósofos y los poetas pesimistas lo habían sido por discurso y reflexión serena, o por ser enclenques o pobres, por falta de salud o de dinero. Mas suponiendo esto último, no dejaba el doctor muy bien parado el orden de las cosas. ¿Por qué había de haber dolores físicos o miserias sociales de tal naturaleza, que cambiasen así la condición de los hombres? Por otra parte, afirmar tal influjo era el colmo del escepticismo: era afirmar lo vano e interesado y falso de todo sentimiento y de toda idea. Si un sistema filosófico impío pudo provenir de que su autor padecía del estómago o de que no tenía dinero bastante, o de que no comía bien, también un sistema filosófico muy religioso y optimista pudo provenir de que el autor gozaba de envidiable salud y tenía satisfechas todas sus necesidades.

—266→

Cuando el doctor llegó a este punto en sus cavilaciones, recordó sonriendo unos versos muy conocidos de Lope de Vega. Un lacayo, disfrazado de médico, es consultado por un caballero que padece honda tristeza, y se entabla este diálogo:

-Nada me parece bien;
Todos me son importunos.
-¿Tenéis dineros?
-Ningunos.
-Pues procurad que os los den.

El remedio de la tétrica filosofía del doctor, ¿era el mismo de que hablaba el lacayo de Lope? En gran parte sí. El doctor tenía la ingenuidad de confesárselo, si bien la confesión le humillaba y vejaba. ¿Por qué un alma tan grande como la suya se conmovía y trastornaba por cosa tan accidental y de poco valer? Porque el doctor quería ir a Madrid, darse a conocer, brillar, hacerse famoso, y sin algún dinero no podía lograrlo.

El doctor procuraba consolarse de no ir a Madrid; procuraba desistir de sus sueños de ambición y de gloria. Entonces se hacía un argumento o discurso parecido al que hizo no recordaba bien qué sabio a Pirro, rey de Epiro, que se desvelaba e inquietaba, ansioso de conquistar el mundo. «Conquistaré primero toda la Grecia, -decía Pirro. -¿Y después? -preguntaba —267→ el sabio. -Después la Italia. -¿Y después? -El Asia menor y la Persia, y la Bactrianá y la India, y por último toda la tierra. -¿Y después? -volvía a preguntar el sabio. -Después me reposaré triunfante y seré dichoso. -Pues haz cuenta que ya lo conquistaste todo; sé dichoso y repósate.

Este coloquio, si tenía fuerza para convencer a Pirro, que al fin soñaba con la conquista del mundo, mayor fuerza debía tener para el doctor, quien, en sus mayores raptos ambiciosos, ni soñaba ni podía soñar sino con ser, por unos cuantos meses,

uno de los cien ministros

que al año vienen y van;



en un país que, lejos de conquistar los otros, no sabe conquistarse a sí mismo.

Algo más tranquilo el doctor, después de este razonamiento, pensó en dedicarse a la vida contemplativa: desechar la práctica por la teoría. ¿No está acaso en la teoría la suprema felicidad y el verdadero fin del hombre? El universo podrá estar mal, si se atiende al bien de los seres que le pueblan. La vida será un triste presente: el dolor físico y el dolor moral quedarán inexplicables. De todo esto prescindía el doctor, por lo pronto. Pero ¿cómo negar el grandioso espectáculo que nos ofrece esta máquina —268→ del mundo? ¿Cuánto no queda aún por descubrir, por investigar y hasta por ver en dicha máquina, así en las partes como en el conjunto? Y no sólo en lo que es ahora, sino en lo que ha sido y en lo que ha de ser. ¿Qué origen tuvo todo ello? ¿Cuál será su fin? ¿Dónde está el propósito? Dado que estas preguntas pudiesen tener satisfactoria contestación, lo mismo se podía escuchar la voz del oráculo revelador en Villabermeja que en la heroica villa de Madrid, capital de todas las Españas.

Aun sin meterse en honduras científicas ni en averiguaciones de ningún género, bien podía el doctor darse por pagado de ver las cosas como poeta, admirándolas y celebrándolas; limpiando bien el alma de malas pasiones para que fuese bruñido y claro espejo, que reflejase el mundo dentro de sí, no sólo en cuanto se extiende y dilata por los espacios, sino en su prolongación en los tiempos, con todas las series sucesivas de creaciones y de manifestaciones que en él ha habido. Confesemos que la hermosa casa solariega de Villabermeja era cómodo y regalado asiento para asistir a esta representación magnífica y perpetua. El alma del doctor además, al reflejar en sí todas las cosas, no lo haría sin gracia y desmañadamente, sino que las hermosearía y perfeccionaría según ciertas leyes de buen gusto y de —269→ elegancia, tachando defectos y errores, produciendo armonías, y creando, en suma, para sí un universo mil veces más bello. Aunque el doctor no hiciera más que esto en toda su vida, ¿quién ha de negar que cumpliría con una gran misión? ¿Pues de qué vale el universo y toda su hermosura si no hay inteligencia que le mire y le comprenda? Decidido el doctor a consagrarse a esto, no tendría ya que preguntarse con pena, ¿para qué sirvo? Serviría para justificar la creación.

Por desgracia, ahondando un poquito más el doctor en estas reflexiones y soliloquios, se encontró con una dificultad aterradora. Para la práctica ya había visto que sin amor nada podía: para la teórica halló también que era menester amor. Conforme Dios iba creando las cosas, las miraba con amor y veía que eran buenas. Para encontrarlas él también buenas, o al menos bellas, era menester que las mirase con amor. Mucho más amor era menester aún para reflejarlas en el espejo del alma con mayor hermosura de la que tienen. El amor es el grande artista, el creador, el poeta; y D. Faustino temblaba de pensar que no amaba. Quería convencerse primero, sin ningún amor, de que un objeto era bueno, muy bueno, y después amarle. No sentía el rapto generoso, la noble confianza del alma enamorada que se —270→ lanza con amor al objeto y luego le halla bueno y bello.

Crea el lector que me pesa ahora de haber elegido para mi cuento un personaje de tan enmarañado carácter como el doctor Faustino. Me obliga contra mi gusto a escribir este largo soliloquio, que debe aburrirle: pero ya no podemos retroceder. Yo procuraré ser breve, aunque mucho se quede por decir.

Desesperado el doctor de no amar lo bastante, así para la vida práctica como para la vida especulativa, en lo que tienen de más egregio, volvió a su tema de hacer una vida práctica y especulativa a la vez, más llana y más vulgar, y volvió a soñar con ir a Madrid en busca de aventuras y de triunfos. La falta de dinero, el grande obstáculo, apareció en seguida ante sus ojos.

Una sola bujía alumbraba el salón en que se hallaba. La luz iluminaba apenas los retratos de los ilustres Mendozas. Todos ellos eran menos que medianos, salvo el de la coya. El doctor los miró casi con ira, porque le habían dejado un nombre y no le habían dejado riqueza. Tuvo gana de pegarles fuego. También pensó en llevárselos a Madrid y ponerlos en un baratillo, a ver si los compraba algún usurero o algún publicano, que quisiera ennoblecerse y tener ascendientes, prohijándolos, o mejor dicho, propadrándolos. Pero ni esta esperanza le daban sus ascendientes. —271→ ¿Qué publicano o qué usurero es tan tonto en el día que busque ascendientes y no vea en sus contratas y suministros títulos de sobra para tener todos los títulos? Y no sin razón: pensaba el doctor. Desechadas mil preocupaciones, no había de conservar él la menos filosófica: la de la nobleza. Ya que había renegado de todo, se empeñó en renegar hasta de su casta. «Vosotros -dijo a sus ascendientes-, no valíais más acaso que el contratista que funda hoy su nobleza».

El largo insomnio había excitado de tal suerte sus nervios, que el doctor, en aquella soledad, en el silencio de la noche, con la luz de una sola bujía que, iluminando muebles y cuadros, formaba mil sombras caprichosas en las paredes, imaginó que todos sus ascendientes ofendidos se destacaban de los marcos y caminaban contra él, deslizándose como espectros. Hasta la coya se reía entre compasiva y burlona. El ambiente se hizo sofocante, como si respirasen allí todos los personajes de los retratos, vueltos a la vida, y como si su respiración fuese de fuego. El doctor tuvo calor y frío a la vez; pero no tuvo miedo, sino de volverse loco. Hubiera sido indigno de un filósofo suponer que retratos pintados habían de echar a andar para darle un susto o embromarle de alguna manera.

—272→

El doctor, no obstante, fue hacia la ventana que estaba cerrada, aunque era a principios de Mayo, y para respirar el aire libre abrió de par en par maderas y cristales.

El sitio a donde daba la ventana, que abrió el doctor, era poco risueño. En primer término la calle solitaria y sin salida. Las tapias del corralón, que servía de cementerio, enfrente. Y a la derecha uno de los torreones cilíndricos del castillo sobre el cual se apoyaba la casa. Más allá de las tapias del corralón se levantaban los muros de la iglesia y se veía un poco del arco y pasadizo que con el castillo la une. Antes del arco, formaba la casa un recodo. La luna llena iluminaba la calle sin gente y sin más ruido que el formado por un viento manso que doblaba la larga yerba que crecía en la misma calle y encima de las tapias del corralón.

En nada de esto se fijó el doctor al abrir la ventana. Otro objeto más importante absorbió toda su atención en el momento. Frente por frente de la ventana, junto a la tapia del corralón, iluminado el rostro por la luz de la luna, inmóvil como una estatua, con dolorosa expresión en el semblante, tal vez con lágrimas en los hermosos ojos, vio el doctor a una mujer alta, delgada, vestida de negro, y creyó reconocer a su inmortal amiga.

—273→

-¡María! ¡María! -exclamó; pero no le respondió la mujer. La mujer echó a andar hacia el arco.

-¡María! -dijo el doctor de nuevo.

Entonces creyó notar en todo el cuerpo de la mujer un temblor, un estremecimiento nervioso; pero ella ni contestó ni volvió la cara.

De buena gana se hubiera el doctor lanzado a la calle para perseguir a su visión. La gruesa reja de hierro que tenía la ventana impidió la realización de su deseo.

-¡María! -dijo el doctor por tercera vez; y entonces dio la vuelta a la esquina la mujer vestida de negro, y el doctor la perdió de vista.

Precipitadamente tomó el doctor el sombrero, salió al patio, abrió la puerta que daba al zaguán, y quitó la tranca que defendía la puerta exterior. La llave por fortuna estaba puesta. Abrió la puerta exterior, y fue corriendo en busca de su inmortal amiga, que debía estar aún a pocos pasos de distancia.

Eran las tres de la mañana. No había un alma en las calles. El doctor las pasó y examinó todas dos o tres veces. Dio vuelta a la iglesia y al castillo: saltó por cima de las tapias del corralón, y hasta en aquella mansión de los muertos buscó a su inmortal amiga. Todo fue en balde. Parecía que se la había tragado la tierra.

—274→

Pensó luego el doctor si estaría en el campo, y salió al campo, y anduvo por los caminos sin saber dónde iba, hasta que despuntó la aurora.

Las campanas tocaron a misa primera, y el doctor se decidió a oír aquella misa. Quizás vería en la iglesia a la mujer misteriosa, como la había visto la niña Araceli.

Tampoco vio en la iglesia a la mujer misteriosa.

El doctor estaba tan inconsecuente, tan fuera de sí, tan otro, que a pesar de su impiedad filosófica, hizo por modo extraño algo como oraciones y súplicas al Jesús Nazareno, de que era hermano mayor, y al santo pequeñito, patrono del pueblo, a ver si le ayudaban a dar con su inmortal amiga. Los poderes sobrenaturales fueron sordos a la voz del doctor y no le mostraron lo que buscaba.

—275→

Penitencia para el diablo

Revista de España, tomo XLII, Nº 168 de enero y febrero de 1875, pp. [521]-545

La nueva aparición, confirmando más a don Faustino López de Mendoza en la creencia de que su inmortal amiga era un ser vivo, y persuadiéndole de que estaba en Villabermeja, le excitó a buscarla con ahínco. Pasmoso era, sin duda, que se ocultase tan bien en lugar tan pequeño; pero el doctor perdió la esperanza de hallarla como no fuese registrando casa por casa.

Este asunto de la mujer misteriosa le pareció de tal condición, que no quiso fiarse de Respetilla para que le ayudase en sus averiguaciones. Por motivos opuestos, y quizás más poderosos, se guardó bien asimismo de decir nada a su madre. Cuando María, la llamaremos así, ya que el doctor así la llamaba, se escondía tanto, razones poderosas tendría para ello. Si el doctor se hubiera confiado a Respetilla, hubiera expuesto a María a que la descubriesen. Confiándose a su madre, la hubiera llenado de recelos. —276→ Sabe Dios lo que imaginaría su madre de mujer que así se ocultaba.

Sólo había otra persona, cuyo sigilo era grande y cuyo afecto hacia el doctor era mayor aún. A ésta pensó en confiarse para que le ayudase a descubrir a María. Dábase la circunstancia de que esta persona era la más a propósito que había en toda Villabermeja para poner en claro un misterio y despejar una incógnita. Apenas había familia que no conociese, ni lance que no supiese, ni amores que ignorase, ni pendencia matrimonial de que no tuviese noticia. Sabía esta persona hasta lo que comían en cada casa. Si ella no daba, pues, con la inmortal amiga, la inmortal amiga era un ser inaveriguable y utópico, por más que fuese al mismo tiempo real, visible y tangible. La persona en quien pensó el doctor para que le ayudase en las investigaciones era su propia nodriza, el ama Vicenta, la cual, desde que le crió, seguía en la casa sirviendo a doña Ana.

Ya estaba resuelto a confiárselo todo, cuando dos días después de la aparición de María, fue el doctor a su quinta en la jaca. La casera estaba sola a la puerta de la quinta, mientras que el casero cavaba.

-Señorito -dijo la casera-, esta mañana me entregaron un papel para su merced.

—277→

-¿Quién le entregó? -preguntó el doctor.

-Un forastero a quien no conozco.

-Venga ese papel -dijo el doctor.

-Aquí está -contestó la casera dando a D. Faustino un pliego cerrado, que él recibió con emoción extraordinaria, pensando reconocer en la letra del sobrescrito la mano de la mujer misteriosa.

Salió entonces en medio del campo, y mirando antes a todas partes para cerciorarse de que nadie había por allí que pudiese verle o interrumpirle, abrió la carta y leyó lo siguiente:

«No ha sido mi propósito presentarme a tu ojos ni herir tu imaginación con el prestigio de lo sobrenatural. Mi alma soñadora, anhelando explicarse esta fuerza invencible que me lleva hacia ti, descubre, tal vez se finge, otras existencias en que tú y yo, sin obstáculo alguno que entre nosotros se interpusiese, nos amamos y fuimos dichosos; pero no pretendo imponerte esta creencia. Mi alma cree también que, durante el sueño, desprendiéndose, por obra del amor, del cuerpo que anima, vuela y se pone a tu lado; mas no aspiro tampoco a que lo creas. Yo te amo y sólo aspiro a que me ames. Tengo miedo, no obstante, de lograr lo mismo a que aspiro. ¿Para qué aspirar a que me ames, si no es posible, en esta vida, que nuestro amor nos dé ventura? De aquí lo —278→ singular de mi proceder. De aquí el huir de ti y el buscarte. La prudencia me induce a huir; el amor me lleva a ti a pesar mío.

»Hay además en mi vida un misterio horrible que no quiero, que no debo revelarte. Hay algo que está en mí y no está en mí, y que me hace indigna de tu amor. No presumas ni sospeches por eso que reside la indignidad en lo que es mi persona.

»Un diamante se conserva entero, puro, aunque caiga en el fango. Impenetrable a toda substancia corrosiva, sólo la luz penetra en su seno y le alegra y le llena de claridad y de hermosura. Tú eres la luz; mi corazón es el diamante.

»Una pequeña semilla cayó en la tierra. El sol con su calor divino la fecundó. Allí brotó una planta lozana, y en la planta una flor: pero no abrirá el cáliz ni dará su aroma, si el sol, que eres tú, no la acaricia.

»Mucho tengo que agradecerte, aunque no lo sabes. Ser flor y diamante te lo debo a ti, que eres mi sol y mi luz. La firmeza para resistir al fango en que había caído, te la debí a ti, mi luz, y fui diamante, y no fango. El brío, la fuerza para ascender a la región serena del aire, saliendo del seno inmundo de la tierra, te lo debí a ti, mi sol, que con tu divino calor, hiciste subir por el tallo hasta el sellado cáliz las —279→ esencias suaves y delicadas que son tuyas y para ti se guardan.

»Abandonada de todos, ruda, ignorante, ni los sagrados misterios de una religión que yo no comprendía, ni los santos que están en los altares y cuya vida y cuyas virtudes yo ignoraba, hubieran evitado mi perdición. Dios quiso salvarme por tu medio. Dios, sin duda, infundió en mi alma una admiración hacia ti, que ha levantado mi espíritu y le ha hecho apto para concebir todo lo bueno. La preocupación constante de no hacerme indigna de ti, de no perder toda esperanza de que me estimases, ha sido mi escudo y mi defensa en los primeros años de mi vida.

»Más tarde vino el espíritu consolador y me llevó a su lado. A su lado se ha abierto mi alma a todas aquellas ideas nobles y a todos aquellos sentimientos generosos de que es capaz por su semejanza con Dios. Yo, sin embargo, aunque lejos ya de ti, no pude olvidarte. Antes bien recordaba con más viveza que la primera iluminación de mi alma fue obra tuya. Cuanto yo aprendía luego, cuanto por estudio y natural discurso alcanzaba lo veía como cifrado e incluido en aquella primera iluminación de que tú fuiste causa. De esta suerte creció mi amor hacia ti. Como germen caído en terreno inculto, así —280→ tu amor cayó en mi alma. Todo cultivo posterior, lejos de extirpar el germen, ha contribuido a que se desenvuelva y brote con lozanía.

»Hasta la ausencia, el no verte en muchos años, poetizó más y más tu recuerdo. Te he vuelto a ver y no has desmerecido a mis ojos del concepto que de ti tenía, fundado en recuerdo tan poético. Así es que toda soy tuya. No dejaré de amarte aunque no me ames; no dejaré de amarte aunque me aborrezcas o me desprecies.

»Si te oculto quien soy tengo para ello razones poderosas. Respétalas y no me persigas.

»No hables de mí con nadie: te lo suplico.

»Si me amas, yo lo adivinaré y te buscaré. ¿Podré huir de ti, podré resistirme si me amas?

»Si no me amas, ¿para qué turbar con mi presencia tu sosiego? De mi amor mismo, aunque me abandonase y fuese toda tuya, no tomarías ni gozarías sino aquella mínima parte, quizás la más vulgar y grosera, que tú fueses capaz de sentir por mí. Tal es la condición del amor. Quien guarda para alguien todos sus tesoros jamás podrá darlos, por más que lo desee, como la persona amada no produzca y dé en cambio iguales tesoros de amor.

»La otra noche me viste por acaso y a pesar mío, abriendo de repente la ventana de tu cuarto. Tú me —281→ verás de más cerca, tú me verás junto a ti y por mi voluntad, si llegas a amarme. Tal vez me verás, aunque no llegues a amarme, si no logro vencer esta inclinación que me lleva hacia ti, anhelante de un momento de felicidad, por más que sea menester comprarla a costa de tu desvío y de un siglo de tormentos. Adiós. -Tu María».

El primer efecto que hizo la lectura de esta carta en el ánimo de D. Faustino fue el de excitar el deseo más vehemente de buscar y de hallar a la mujer misteriosa.

A pesar de la súplica que contenía la carta, diciendo -No me persigas-, el doctor hizo cuanto pudo, aunque en balde, por descubrir a aquella mujer.

El otro precepto de la carta -No hables de mí con nadie: te lo suplico-, hizo más fuerza en la voluntad del doctor. Por no faltar a él no se atrevió a hablar de María ni siquiera con el ama Vicenta.

Pasaron, pues, ocho o diez días, durante los cuales leyó el doctor la carta cien veces, meditó sobre ella y no halló rastro de la persona que la había escrito.

Trasladado a lenguaje llano, el contenido de la carta daba de sí lo que sigue:

María era de Villabermeja. Nacida de lo más vil y abyecto de la sociedad, había visto y admirado al —282→ doctor cuando niña, enamorándose de él. Esta pasión sublime, engendrada en el alma antes de que María llegase a la adolescencia, la había salvado de perderse para siempre. La carta se expresaba a las claras sobre este punto. De ello no podía dudar el doctor, por más que no recordase a ninguna chica pobre de ocho a diez años a quien hubiese podido inspirar una pasión. Algún alma caritativa (y el doctor menos que nadie, porque estaba siempre en Babia, podía adivinar quién fuese), se había después llevado a María y la había educado. La educación y la ausencia, lejos de destruir el amor de ella hacia el doctor, le habían poetizado y sublimado.

Impulsada de este amor irresistible, María, a pesar suyo y conociendo que dicho amor no podía tener término feliz, perseguía al doctor y procuraba enamorarle.

D. Faustino López de Mendoza, aunque viciado por las malas lecturas y por la triste ciencia de su siglo, tenía excelentes prendas, corazón generoso y una sinceridad nobilísima. Tenía además veintisiete años.

Soñaba, pues, con amar y con ser amado; pero ni quería engañar a los demás ni engañarse a sí mismo. ¿Qué razón había para que amase ya a la mujer misteriosa? Apenas la había visto: apenas había hablado con ella.

—283→

Sin embargo, tal era la inclinación de D. Faustino a todo lo poético y extraordinario, que se esforzó por quedar enamorado de su María.

Se dice de algunos personajes, que perdieron la fe, y que, con fervoroso deseo de recuperarla, hicieron durante meses y años como si la tuvieran: rezaron sin creer en el rezo, cumplieron todos los preceptos y se sometieron escrupulosamente al rito. Así creyeron al cabo. Quien esto escribe conoce a un sujeto, que hoy está en opinión de santo, y que durante el período de su transformación, asistía a una reunión de racionalistas y descreídos. -¿Dónde va Vd., D. Fulano? -le preguntaban cuando se retiraba. -Voy a hacer guasa religiosa -contestaba él. Hasta que a fuerza de hacer esta guasa, acabó por tomarlo todo por lo serio y ser casi un bendito siervo de Dios, como es en el día, sahumando y aromatizando con el perfume de su santidad el campamento de D. Carlos VII.

El carácter del doctor era inflexible. No podía el doctor, por nada en el mundo, hacer guasa amorosa, ni de ninguna clase. Si el verdadero amor había de venir en pos de la guasa, aunque no viniese nunca.

Y sin embargo, la inmortal amiga interesaba al doctor. Su alma estaba ansiosa de amarla. Mas para —284→ amar lo que no se ve ni se toca, ¿por qué amar a una mujer? Ámese la ciencia, la belleza ideal, la poesía increada antes de revestir una forma, la perfección moral irrealizable en esta vida que vivimos: ámese a Dios, en suma.

Amar a una mujer, con fervor semejante al que debe emplearse en el amor de estas cosas más altas, es una idolatría: idolatría que no se comprende si no se ve o si no se toca el ídolo.

Dante, gran maestro de amor, lo había dicho en una admirable sentencia, salvo que Dante cometió la injusticia de acusar sólo a las mujeres de este linaje de materialismo. Dante deplora lo poco o nada que

...in femmina foco d'amor dura

se l'occhio4 o il tatto spesso nol raccende.



¿Por qué no deploró y confesó Dante el mismo defecto en el hombre?

Tal vez el gran poeta confundió con el amor verdadero la adoración de la mujer como figura simbólica y como alegoría y personificación de la ciencia divina, de la inspiración poética y hasta de la patria. Así amó él a Beatriz. Así amó Petrarca a Laura. ¿Podía el doctor amar así a su María?

Antes de recibir la última carta, no hubiera sido —285→ difícil. Después de recibida la última carta era casi imposible. A la mujer, que ha de ser objeto de un amor de este género, importa que las circunstancias la levanten por cima del amador; la pongan como un pedestal; la encierren como en un impenetrable santuario. Esto tal vez no basta, por último, y es menester que venga la muerte y la arrebate a misteriosas esferas, y deje sólo de ella, en este bajo suelo, un fantasma etéreo, un simulacro divino, forjado por la mente, y cuya mera aproximación a nosotros, o soñando o velando, nos encumbre al paraíso y nos traiga como un subido deleite y como un sabor prematuro de eterna bienaventuranza.

El doctor, reconociendo con humildad que no lo merecía, había sido y era para su María lo que Beatriz para Dante. Estaban, por un capricho de la suerte, los papeles trocados. Pero ¿cómo hallar él en María a su Beatriz o a su Laura, después de la confesión ingenua que en su última carta María le había hecho?

El doctor, pues, muy a pesar suyo, tuvo que confesarse que deseaba la presencia de María; que su amor, fuese ella quien fuese, lisonjeaba su amor propio: que sentía hacia ella piedad, profunda simpatía y hasta cierta ternura, pero no verdadero amor. Ni siquiera sentía el amor simbólico y metafísico de —286→ Dante y de Petrarca por sus dos queridas verdaderamente inmortales.

Lejos de sosegar esta confesión el ánimo del doctor, le atormentaba con amarga tristeza: le atormentaba con el tormento de no amar, que es el mayor de los tormentos.

Para distraerse de sus melancólicas cavilaciones redobló su actividad corporal. Paseaba desaforadamente a pie y a caballo; los combates al sable con Respetilla eran cada día más largos y feroces; tiraba a la barra; levantaba pesos enormes, y no pocas veces llegó a tomar el azadón y cavó con ahínco hasta derretirse sudando: pero al consumir y gastar así sus fuerzas corporales, no lograba aquietar, ni por un instante, la inflamada vehemencia del espíritu.

Respetilla no era tonto, quería bien a su amo, recelaba que en aquella vida solitaria que estaba haciendo acabaría por volverse loco, y no dejaba ningún día de aconsejarle que viviese como los demás hombres, y que ya que por falta de dinero no le era dable irse a vivir a la corte, hiciese de la necesidad virtud, se figurase que Villabermeja era en substancia lo mismo que Madrid, y tratase a la gente de Villabermeja, distrayéndose y recreándose con sus paisanos, y sobre todo con las hijas de sus paisanos, entre —287→ las cuales las había muy bonitas, alegres y discretas.

Una mañana, después del combate al sable, Respetilla habló de este modo:

-¡Alabado sea el poder de Dios y lo que ve el que vive! Cosas hay que no las creyera quien no las viera. Tenga por cierto su merced que jamás he dudado yo, antes he creído muy natural, que haya habido ermitaños penitentes, que se zurren de lo lindo con unas tremendas disciplinas, no comiendo más que yerbas y no bebiendo más que agua, no pensando en amores ni en amistades y viviendo en la soledad: pero, al cabo de esta amarga vida, alcanzaban tales ermitaños la gloria eterna, la música celestial y qué sé yo cuántas delicias. Para ganarse la voluntad de Dios bien pueden hacerse sacrificios. Lo que no comprendía yo hasta que lo he visto en su merced es que haya también ermitaños y penitentes del diablo. Si la mitad de la penitencia, del recogimiento, de la abstinencia, de las vigilias y estudios en que su merced consume su mocedad y su vida, se encaminasen a agradar a Dios, nada tendría yo que decir sino que su merced era un santo. Lo malo es que yo sospecho que su merced no se sacrifica sino para dar gusto al diablo, que al fin no tiene gloria que darle, ni siquiera le da, en esta vida, dinero y poder, aunque sea a trueque del infierno —288→ en la otra. Jamás había yo querido creer en las brujas, por que no comprendía qué gusto habían de tener, al ver tan perdidas a las que pasaban por tales, en servir al diablo sin recibir salario. Ahora empiezo a creer en la brujería. No se ofenda su merced, señorito. Su merced es brujo, y está dando culto al diablo, y sacrificándole su mocedad y su existencia.

-Yo no doy culto al diablo -contestó el doctor, no poco lastimado del tino con que Respetilla le atacaba-: yo doy culto a la necesidad invencible. Si a eso llamas tú diablo, sea enhorabuena; doy culto al diablo.

-¿Y qué necesidad tiene su merced de vivir como vive?

-¿Puedo acaso vivir de otro modo? Donde quiera que yo fuese haría un papel ridículo sin un cuarto. ¿A qué oficio voy a ponerme si no sirvo para nada? No hay más que resignarme a vivir en Villabermeja. Y aquí, ¿qué otra vida he de hacer que la que hago?

-¿Y por qué no hacer aquí otra vida? -replicó Respetilla-. ¿Para qué desea su merced ir a Madrid? Sin duda para tratar a aquella gente. Pues trate su merced a la de aquí y se ahorrará el viaje. Pues qué, ¿la gente de Madrid es distinta de la de Villabermeja? Todo se va allá, señorito.

—289→

-Vamos, ¿y dónde está esa gente? ¿Con quién te parece a ti que me trate?

-Con todo el mundo. Hay además una casa a donde yo quisiera que fuese su merced, porque allí se divertiría.

-¿Y cuál es esa casa?

-La de mi señor compadre el escribano.

-Pues si sus hijas me detestan.

-Detestan a su merced, porque su merced no va a verlas. Las pobrecillas están picadas.

-¿Cómo sabes tú eso?

-Toma; porque me lo han dicho. Yo hablo mucho con las dos, y sobre todo con Jacintica, la viuda del guarda, que las acompaña siempre y va con ellas a misa, visitas y paseo. Ramoncita, la hija menor del escribano, es muy bonachona, y hace lo que quiere Rosita, su hermana mayor. Pronto la casará con el hijo del boticario, que está ya acabando la carrera y dentro de pocos meses será médico. Rosita, en cambio, no tiene novio, ni quiere tenerle, aunque ya pasa y más que pasa de veinticinco años. ¿Y para qué, si es libre, rica, señora de su casa, y dispone del caudal, y manda en su hermana y en su padre y en cuantos la rodean?

-¿Querrá también mandar en mí?

-No, sino ser mandada, por lo que yo barrunto.

—290→

-Respetilla -dijo D. Faustino-, tú eres un tentador, un verdadero diablo, y me propones un disparate, por no decir otra cosa. ¿A qué he de ir yo a ver a Rosita? ¡Bueno fuera que creyese Rosita que yo iba a pretenderla, en busca de su dote, como fui en busca del de doña Costanza, e imitase a mi prima, calabaceándome!

-Yo conozco a Rosita, y sé que no pensará semejante cosa. Ni sueña en casarse con su merced, ni menos en darle calabazas.

-Pues entonces, ¿en qué sueña?

-En broma y palique. Aquí no tiene con quién hablar. No hay más novio posible para ella que el hijo del boticario, que corre ya por cuenta de su hermana. Rosita ha leído muchas novelas e historias y es muy elegantona. Conversar con su merced, sin proyecto de ninguna clase, sería para ella el colmo del contento. Dice Jacintica que ella dice que su merced sólo es capaz de entenderla en Villabermeja: que para los demás patanes de por aquí está ella como si estuviera en griego. Dice también Jacintica que, en todas las ferias donde ha estado Rosita, ha pasado por de Sevilla o de Granada, cuando no por de Madrid, y que nadie ha sospechado que fuese de Villabermeja. Tan bien se viste, y tan atinada y afilustrada es en cuanto habla.

—291→

-Tú acabarás por hacerme creer que Rosita es un dije -exclamó D. Faustino.

-Ya lo creo que lo es: y no de similor sino de oro. Y luego, ¡lo que sabe! ¡Dios mío, lo que sabe! ¡Y qué genio! Ya, ya... Hasta a su padre le tiene metido en un puño... El escribano, ya sabe su merced, tiene su por qué. ¿Estamos?... La niña del secretario del Ayuntamiento: la Elvirita, viuda del capitán... Pues nada: no se lleva Elvirita sino lo que Rosita quiere que se lleve. Y en vez de ser Rosita la que adula y sirve a Elvirita, sucede lo contrario. Elvirita está con Rosita casi tan humilde como una criada.

-¡Hombre, tú me cuentas de Rosita verdaderos milagros! -dijo el doctor.

-¡Pues a fe que es ella poco milagrosa!

-Y dime -continuó D. Faustino-, ¿el escribano está por la noche de tertulia con sus hijas?

-Casi nunca: de día está el escribano en los negocios de su oficio, y de noche arrullando a su tórtola. La tertulia de las hijas del escribano se suele reducir al hijo del boticario, novio de Ramoncita, y a Jacintica, y nada más. ¿Quiere su merced verlo? Venga conmigo esta noche.

D. Faustino puso aún algunas dificultades: pero empezaba a sentirse tan aburrido y le había hecho —292→ tal impresión el que Respetilla le llamase, con tan certero instinto, ermitaño y penitente del diablo, que decidió al fin dejar la penitencia diabólica, y salir en busca de aventuras, aunque fuese encanallándose en Villabermeja.

—293→

La tertulia de los tres dúos

Respetilla se apresuró a poner en conocimiento de Rosita que su amo iría aquella misma noche de tertulia a su casa. No podía dar a Rosita más agradable nueva.

Rosita, soltera, con más de veintiocho años, sin haber hallado nunca en el lugar hombre a quien sujetar su albedrío, dominando despóticamente en su casa, mil veces más libre y señora de su voluntad y de sus acciones que una reina no constitucional, no se aburría, porque su actividad y la energía de su carácter no eran para que se aburriese, pero se divertía poquísimo: asistía a la vida, como quien asiste a la representación de un drama que le parece tonto y cuyos personajes no le interesan.

Era Rosita perfectamente proporcionada de cuerpo: ni alta ni baja, ni delgada ni gruesa. Su tez, bastante morena, era suave y finísima, y mostraba en las tersas mejillas vivo color de carmín. Sus labios, —294→ un poquito abultados, parecían hechos del más rojo coral; y cuando la risa los apartaba, lo cual ocurría a menudo, dejaban ver, en una boca algo grande, unas encías sanas y limpias y dos filas de dientes y muelas blancos, relucientes e iguales. Sombreaba un tanto el labio superior de Rosita un bozo sutil, y, como su cabello, negrísimo. Dos oscuros lunares, uno en la mejilla izquierda y otro en la barba, hacían el efecto de dos hermosas matas de bambú en un prado de flores.

Tenía Rosita la frente pequeña y recta como la de la Venus de Milo, y la nariz de gran belleza plástica, aunque más bien fuerte que afilada. Las cejas, dibujadas lindamente, no eran ni muy claras ni muy espesas, y las pestañas larguísimas se doblaban hacia fuera formando arcos graciosos. El conjunto de todo expresaba una mezcla de malicia, soberbia, imperio, alegría, ternura y deseo de amor, imposible de describir. Ojos negros y ardientes, lánguidos a veces, a veces activos y fulmíneos como dos ametralladoras, iluminaban aquella movible fisonomía.

Ramoncita, la otra hija del escribano, era blanca, no tenía lunares, tenía la boca pequeña, era más alta que Rosita, y pasaba también por más guapa: pero ni en media docena de años revelaba Ramoncita, —295→ ni al alma ni a los sentidos, lo que Rosita en un momento. Rosita, sólo con mostrarse, daba idea de la gloria y del infierno: Ramoncita, del limbo.

Aunque Rosita tuvo tentación de adornarse un poco más que de costumbre para recibir a D. Faustino, vencida la tentación por su orgullo, aguardó la llegada del nuevo visitante con el mismo traje de percal, con el mismo pañuelo de seda al cuello y con el mismo peinado que de costumbre. Ni siquiera renovó las rosas que tenía en el pelo desde por la mañana y que estaban ya marchitas. No hizo más que lo que hacía todas las noches, antes de acudir a la tertulia; limpiarse los dientes, que ella cuidaba mucho, y lavarse las manos, que por andar con las llaves de la despensa o contando el dinero, ya para recibirle, ya para pagar a los trabajadores, requerían este cuidado en mujer tan pulcra. Conviene advertir, sin embargo, que ni las manos ni la cara de Rosita se echaban a perder fácilmente con las faenas caseras, con el aire del campo y de los corrales, y con andar por las despensas y las bodegas. Rosita no era un ser delicado; era una hermosura de bronce.

El doctor, acompañado de Respetilla, cumplió su palabra, y entró, poco después de las nueve de la noche, de tertulia en casa de las Civiles. Rosita, —296→ Ramoncita, la confidenta y acompañanta Jacintica, y el futuro médico, hijo del boticario, componían toda la reunión.

La conversación fue general durante diez o doce minutos; pero languidecía cada vez más, por la visible propensión de D. Jerónimo, el hijo del boticario, a tener apartes con Ramoncita, y la no menos visible de Respetilla a entonar un dúo con Jacintica la viuda.

Esta propensión prevaleció al cabo: se apoderó de los ánimos de Rosita y del doctor; y al cuarto de hora de estar el doctor en la sala baja, alumbrada por un esplendoroso velón de Lucena, se habían ya formado insensiblemente tres grupos naturales. En un rincón estaban Ramoncita y D. Jerónimo, charlando en voz baja; en otro rincón, Respetilla y Jacintica; y en otro rincón, por último, se quedaron Rosita y D. Faustino, hablando con tanta confianza y de asuntos tan íntimos como si toda la vida se hubiesen tratado.

-Nada, Sr. D. Faustino -decía Rosita-, conviene que cada cual se conforme con su suerte. Este lugar es un corral de vacas... convenido; pero... ¿dónde irá Vd. que más valga y menos gaste? Viviendo Vd. aquí tres o cuatro años, si hay dos o tres de buenas cosechas, podrá desempeñar su caudal —297→ y ponerse a flote. Ya desempeñado, y con el crédito de su ilustre apellido y de su mucho saber, tal vez no sea difícil que elijan a usted diputado. Así fuesen como Villabermeja los demás pueblos del distrito. Aquí manda mi padre, y por consiguiente mando yo. Si la ocasión se presentase y hubiese con quien contar en los otros pueblos, aquí volcaríamos el puchero en favor de Vd. De este modo iría Vd. a Madrid como debe ir. Entretanto, siga Vd. en sus estudios, escriba, medite, aumente sus conocimientos, pero no sea tan huraño. El arco no ha de estar siempre tendido. Bueno es que tenga el alma sus ratos de solaz y esparcimiento. Véngase Vd. por aquí, y charlaremos y seremos excelentes amigos. Yo no soy ninguna sabia, y sólo podré decir a Vd. cosas vulgares; pero tengo recto juicio y acertaré a dar a Vd. buenos consejos; y tengo además el genio tan alegre, que si logro no fastidiar a Vd., no hay término medio, he de lograr también disipar sus melancolías y ponerle regocijado, con el regocijo rústico y lugareño que por acá se estila.

-¿Cómo había yo de imaginar, querida Rosita -respondió D. Faustino-, que había de tener en Vd. una amiga tan buena? No llegaban a mis oídos sino las burlas que Vd. hacía de mí. Tenía miedo de presentarme a Vd. No debe Vd. tildarme de huraño.

—298→

-Es verdad -replicó Rosita-, estábamos mal informados. Nos estimábamos sin saberlo, y como no nos conocíamos, trocábamos en odio el afecto, y nos hacíamos la guerra. Ahora, que nos conocemos, se trocará el odio en amistad. ¿No es así?

-Por mi parte, yo no la odié a Vd. nunca. Ahora que la conozco, la quiero mucho.

El doctor cogió la mano de Rosita y la estrechó cariñosamente.

El diálogo entre el doctor y Rosita prosiguió en el mismo tono afectuoso, prometiendo el doctor acudir todas las noches a aquella tertulia de los tres dúos.

El doctor estaba contentísimo de la franqueza, bondad y rapidez con que Rosita intimaba con él. Un recelo, no obstante, le atormentaba algo. ¿Pretendería Rosita que él fuese su novio, y cambiaría en mayor aborrecimiento la nueva amistad, cuando en el pueblo se divulgase que él la visitaba y Rosita se convenciese de que D. Faustino López de Mendoza no aspiraba a casarse con ella?

Movido por este recelo, dijo el doctor a Rosita:

-He dicho que vendré aquí todas las noches, sin reflexionarlo bien. Para mí no puede haber cosa de mayor gusto; pero ¿qué dirán en el lugar? ¿No comprometerán a Vd. mis visitas?

—299→

La hija del escribano soltó una carcajada, enseñando todos los blancos dientes de su fresca boca.

-No se apure Vd. -dijo-, que yo no tengo miedo de compromisos. Digan lo que quieran en el lugar, yo no temo perder mi colocación. Tengo veintiocho años cumplidos y no me he casado porque no he querido ni quiero casarme. Soy libre como el aire y sé lo que me importa hacer, y hago lo que quiero. A nadie tengo que dar cuenta de mi vida más que a mi padre, y mi padre no me la pide. ¡Bueno fuera que, siendo mayor de edad, reina y señora en mi casa, no pudiese yo tratar y hablar con quien me gusta!

El con quien me gusta fue acompañado de una mirada muy amorosa de aquellos ojos de fuego. Rosita, que era tan soberbia como apasionada, añadió después, deseosa de que el doctor no temiese que ella aspiraba a casarse con él:

-Pues qué, ¿no podremos ser Vd. y yo amigos, y charlar y reír y hacernos compañía en estas soledades, por miedo de que murmuren? ¿Con quién hemos de hablar, si no hablamos el uno con el otro? Las mujeres que, como yo, llegan a los veintiocho años, pasan de la flor de la juventud a la edad madura, y no han querido casarse, ni han tenido novio, —300→ ni han tenido coqueteos siquiera, me parece que tienen derecho a que se las considere y respete. No faltaba más sino que yo no pudiese hablar con Vd. con frecuencia, a fin de evitar que dijese algún tonto que anhelaba yo enlazarme a la noble familia de los López de Mendoza.

-Y ser condesa de las Esparragueras de la Atalaya -dijo el doctor riendo.

-Y no es mal título -respondió Rosita, poniéndose colorada de que el doctor aludiese a su burla, pero recobrando al punto la serenidad-: además que para titular no le faltan a Vd. tierras más productivas y de más bonito nombre. Y en todo caso, mi padre tiene la Nava, Camarena y el Calatraveño, que se prestan a ser títulos como otras fincas de las mejores. Pero no pensemos en necedades. No titulemos ni contraigamos matrimonio. Seamos dos amigos leales que se quieren bien. Seamos Faustino y Rosita. Olvídese Vd. hasta de que soy una mujer. Yo lo tengo olvidado hace tiempo. Míreme Vd. bien: vestida de percal; despeinada casi: con estas rosas ajadas y marchitas; -y se las arrancó de un tirón-: con esta facha de mayordomo, de aperador o de ama de llaves. Vamos, ¿qué pretensiones he de tener yo con esta facha? -y Rosita se puso en pie, riendo, y dio una vuelta para que el doctor mirase el descuido —301→ de su traje y su completa ausencia de adorno y coquetería. Luego prosiguió:

-Varias veces hemos hablado de Vd. Respetilla y yo, y hemos decidido que Vd. es un penitente del diablo. En esto nos parecemos. Yo soy una penitente por el mismo estilo. Salvo que no soy tan seria. Yo me río como una loca, hasta de mi penitencia.

En efecto, el doctor miró detenidamente a Rosita, y vio que tenía razón. No había en ella el más ligero asomo de coquetería o de estudio, ni en el vestido ni en el peinado. No había más que la salud y el aseo. Parecía, como ya se ha dicho, una estatua de bruñido bronce. La intemperie no había ajado ni sus manos ni su cara, que tenían algo de la pátina que da el sol de Andalucía a las columnas y a otros monumentos artísticos. Su cuerpo, sin corsé ni miriñaque, se dibujaba bajo los pliegues del percal, tan gallardo y airoso como el de Diana cazadora.

-Todo cuanto ha dicho Vd. -contestó el doctor-, me parece la discreción misma. Sólo hay un mandato, pues sus insinuaciones son mandatos para mí, que creo que no podré cumplir.

-¿Y cuál es ese mandato?

-Que me olvide de que es Vd. mujer. Ese es un mandato imposible. —302→ Es Vd. mujer y mujer muy bonita, y Vd. misma lo siente y lo sabe.

Las rosas marchitas, que Rosita había arrancado de sus cabellos y tirado al suelo, estaban entre las manos del doctor.

-Estas rosas -dijo-, más bien que de haber sido cortadas, se han marchitado de envidia de esa cara tan graciosa. Yo las he de guardar como recuerdo.

-¡Qué bobería! -dijo Rosita-. ¿Para qué ese recuerdo? ¿No vamos a vernos diariamente?

-Sí: pero ¿y de día? ¿Y cuando no nos veamos?

-Dé Vd. acá esas rosas -dijo Rosita; y se las arrancó al doctor de entre las manos y las echó muy lejos de sí-. Para recuerdo, ya que Vd. necesita recuerdo a fin de no olvidarme, yo le daré otro mil veces mejor.

Abriendo, al decir estas palabras, un poco el pañolito de seda, que tenía sobre el pecho, metió la mano Rosita y sacó un escapulario de la Virgen del Carmen que llevaba pendiente y oculto en aquel sitio.

-Tome Vd. este escapulario y guárdele como recuerdo mío. Está bordado por mí y bendito por el señor obispo. Bese Vd.

Y le puso el escapulario en la boca para que le besase.

El doctor le besó con la mayor devoción, notando —303→ que conservaba aún el grato calor de quien se le daba.

En estos coloquios se pasó el tiempo hasta que dieron las once.

Jacinta, auxiliada por Respetilla, sirvió entonces la cena a los cuatro señoritos, echando los manteles sobre una mesa que había en medio de la sala, y trayendo cubiertos, vasos y una limeta de vino añejo. La cena consistía en un plato de lomo de cerdo, conservado en manteca, y bien aliñado, y en otro plato de espárragos trigueros en salsa, con huevos estrellados encima. De postres, higos, pasas, peros y arrope.

En la cena reinó la mayor alegría; la conversación volvió a ser general; la botella, que era de cristal y triple que una botella ordinaria, se fue quedando vacía; y, ya cuando los señoritos estaban en los postres, Jacintica y Respetilla se sentaron patriarcalmente en la misma mesa y dieron fin de cuanto había quedado.

A poco volvió de arrullar a su tórtola el escribano y rico propietario D. Juan Crisóstomo Gutiérrez, y, alegrándose mucho de ver a sus hijas en tan buena compañía, hizo mil cumplimientos al doctor Faustino.

A las doce terminó la tertulia, y se retiró el doctor —304→ a su casa, seguido de Respetilla, su escudero.

Durante seis noches más siguió el doctor acudiendo a la casa, cenando con las hijas del escribano, y formando con Rosita uno de los tres dúos en que la tertulia estaba dividida.

En la séptima noche, nos permitiremos oír parte del coloquio entre Rosita y D. Faustino. Poco antes de las once, hora de la cena, hablaban ambos de este modo en un rincón de la sala:

-Ya que te empeñas, te tutearé -decía Rosita-, pero soy tan distraída, que temo que he de tutearte en público. ¿Qué diría entonces la gente? Vaya, que digan lo que digan. Yo te tuteo... ¿Y el escapulario, le llevas siempre?

-Aquí le llevo -contestó el doctor-, sobre el pecho: por bajo de toda la ropa.

-¿Me quieres mucho?

-Con toda el alma.

-Mira, Faustino, querámonos así: pero no nos preguntemos cómo nos queremos. Hay un encanto en quererse sin saber cómo, que se desharía si nos obstinásemos en definir este afecto. ¿Es amistad? ¿Es amor? ¿Qué es?

-Es todo. Es algo de indefinible y poético -contestó D. Faustino-. Ignoro cómo te quiero, pero sé que te quiero.

—305→

-Pues abandonémonos a ese sentimiento indefinible, sin averiguar lo que sea en lo presente -dijo Rosita-, sin prever a dónde nos lleva en lo porvenir. ¿No hemos convenido en que somos dos ermitaños, aunque algo diabólicos: dos penitentes de extraña condición? Pues bien: yo he oído contar de otros dos penitentes que se encontraron una vez en un frondoso bosque, desierto y florido, por donde corría un río de claras ondas. Atada a la margen estaba una ligera y frágil barquilla. Los ermitaños tuvieron el valor de embarcarse, de desatar la barquilla y de abandonarse a la corriente, sin saber a dónde los llevaba. ¿Sabes a dónde fueron?

-¿Pues no lo he de saber? -respondió el doctor-. Fueron al Paraíso terrenal. El querubín, que le guarda con una espada de fuego, o estaba dormido o los quería bien, y no se opuso a su entrada, y entraron, y se regalaron allí como unos bienaventurados que eran.

-Veo que sabes la historia lo mismo que yo.

-Y dime, Rosita, ¿por qué no hemos de tener igual valor y confianza que los otros ermitaños? ¿Por qué no nos hemos de embarcar en la barquilla y dejarnos llevar de la corriente?

-Allá veremos -replicó Rosita-. Eso es para pensado. Por lo pronto no estamos mal. Nos hallamos —306→ en el bosque frondoso, en el florido desierto, a orillas del río de ondas claras. ¿No es ya bastante regalo? ¿No te contentas? Anda, ermitaño insaciable, ten calma. Oye cantar los pajaritos en el bosque, contempla las florecillas, sueña arrobado mirando cómo va corriendo el agua con manso murmullo; coge alguna campanilla o violeta de las que brotan a la orilla del río, y no pienses aún en lanzarte a la navegación, ni pidas Paraíso, como quien no pide nada. Pues qué, ¿vale tan poco lo presente? El Paraíso mismo, ¿no tiene precio, para querer llegar a él sin más ni más? Y el querubín, ¿no podrá oponerse a que entremos?

-No hay más querubín que tú. Tú eres a la vez ermitaño, querubín y Paraíso.

A este punto llegaban, cuando Jacintica los interrumpió, llamándoles a la cena, que estaba ya dispuesta. La conversación tuvo que hacerse general. Aquella noche fue más animada que nunca. Jacintica y Respetilla se sentaron a la mesa, sin ceremonia, poco después de los señoritos. Hubo gran tiroteo de chistes y de bolitas de pan. Respetilla, que tenía mil habilidades, lució algunas de ellas; cantó como el gallo, ladró como el perro, maulló como el gato, zumbó como la abeja y la mosca, rebuznó como el burro, e imitó los brincos y movimientos de —307→ la rana y del mono. Jacintica, que remedaba muy bien a las personas, puso en caricatura a varias de las más conocidas en el lugar. Hasta D. Jerónimo, aunque era formalísimo, se salió algo de quicio, y procuró contar dos o tres cuentos; pero todos eran sabidos, y, como por allá se dice, se los espachurraron con alboroto y risa. Rosita, por último, viendo a todos tan amenos y alegres y considerando que estaban en el mes de Mayo, propuso una expedición a la magnífica casería que tenía su padre en la Nava.

Los tertulianos aprobaron y aplaudieron con frenesí.

-Iremos mañana mismo -dijo Rosita-. Estas cosas si se retardan no se hacen. Saldremos de aquí a las tres. A las tres de la tarde, todos a caballo, a mulo o a burro, en la puerta de casa.

-No faltaremos -contestó el doctor.

-No faltaremos -repitieron los otros.

Cuando llegó, a poco, el escribano, Rosita le dio parte del proyecto, y el escribano le aprobó.

-Claro está, papá -añadió Rosita-, que tú vendrás acompañándonos.

-Pues ¿cómo había de ser de otra suerte? -dijo D. Juan Crisóstomo.

-Iremos -prosiguió Rosita-, todos los que estamos —308→ aquí, y además, papá me permitirá que yo convide a una amiga mía.

-Haz como quieras.

-Pues entonces convidaré a Elvirita, y seremos ocho. Buen número, ¿no es verdad?

-¡Buen número! -exclamó Respetilla-. No hay más que pedir. ¿Qué mejor apaño?

Con estas profundas y filosóficas exclamaciones de Respetilla, terminó cuanto de importante se dijo aquella noche en la tertulia de los tres dúos, y los tertulianos se separaron hasta el día siguiente.

—309→

El Paraíso terrenal

Alguien pensará quizás que, estando de por medio los amores poéticos del doctor con su inmortal amiga, había mucho de profanación y de miseria humana en enredar con Rosita, la hija del escribano usurero, otros amores bastante vulgares. El doctor pensaba lo mismo, sobre todo cuando no estaba bajo la influencia de Rosita. Cuando hablaba con ella, era el doctor hombre perdido. Desde la cumbre serena y clara de las más sublimes especulaciones se precipitaba y hundía en un abismo tenebroso.

¿De qué le valía meditar teóricamente en las cosas eternas, en lo permanente y absoluto, en el origen, destino y último fin de lo creado, si en la práctica venía a caer en ser un camarada de Respetilla y de D. Jerónimo, con quienes hacía, no ya partida cuadrada, sino partida cúbica o casi cúbica?

No pocas razones hallaba el doctor para disculparse, —310→ algunas de las cuales no estará de más consignar aquí. María, la amiga inmortal, era sin duda una mujer que le amaba de un modo noble; pero el doctor, en vista de que ella misma se había descubierto y se había mostrado sin ningún prestigio de elevación y tan envuelta en la realidad impura, no podía convertirla en una como diosa, en un símbolo de todo lo santo y lo bueno: no podía hacer de ella lo que Dante de Beatriz y Petrarca de Laura. Exigir además amor exclusivo y fiel, aun siendo posible el endiosamiento del ser amado, era empeño superior a nuestra condición terrenal, ocultándose, como el ser amado se ocultaba. El propio Dante había tenido mil prosaicos extravíos, a pesar de Beatriz, y Petrarca, a pesar de Laura, no se había descuidado tampoco.

El doctor, por otra parte, aunque amaba lo ideal, no estaba muy seguro de lo que fuese, porque de nada estaba seguro.

-Si lo que amo y quiero amar está abstraído, sacado por mí de lo real, como si fuera una esencia o un espíritu destilado o más bien evaporado en el alambique del entendimiento, cierto que sería un absurdo dejar la realidad y la substancia por la apariencia, el vapor y la sombra. Ello es que no acierto a concebir nada más bello que la forma de una —311→ mujer bella. Si quiero poética o artísticamente representarme a una diosa, a una ninfa, a una sílfide, a la religión, a la filosofía, tengo que darle forma de mujer. Verdad es que le quito imperfecciones y que le añado bellezas, que las mujeres que he visto tal vez no tienen; pero, en lo esencial, lo que me represento es una mujer. Luego la forma, el ser de la mujer es lo más hermoso, deseable, poético y artístico, que puede concebir y amar el hombre.

En cuanto a las perfecciones y a las imperfecciones también había mucho que dilucidar. El doctor abrió una vez el libro del orador romano, De natura deorum, donde se toca magistralmente este punto, y halló que hasta los lunares de Rosita pudieran pasar por divinas perfecciones. El poeta Alceo estuvo perdidamente enamorado de un lunar, ¿por qué no había él de enamorarse de dos lunares?

Hechos estos estudios filosóficos, el doctor, si bien creyó ver en el retrato de la coya ciertas miradas severas, desechó los escrúpulos que le asaltaban y se decidió a imitar a su modo al ermitaño de la leyenda, entrando en la barquilla y dejándose llevar de la corriente.

Doña Ana sabía ya las visitas de su hijo en casa de escribano, y estaba contrariada; estaba como —312→ sobre ascuas. Era duro exigir de un joven que se enterrase en vida, que no tratase con nadie. De tratar con alguien en Villabermeja, era evidente que lo más comm'il faut, la high life legítima, el verdadero mundo fashionable residía en la tertulia de las Civiles. Y sin embargo, doña Ana (tan cogotuda la había hecho Dios) se avergonzaba de que su hijo cenase con las Civiles y las tratase familiarmente, y se asustaba previendo mil compromisos y enredos. Algo de esto expuso a su hijo con notable circunspección y prudencia; pero todo fue inútil. A la hora convenida, el doctor, caballero en su jaca, y Respetilla en su mulo, estaban en la puerta de las Civiles para ir a la jira campestre.

Rodeada de multitud de chiquillos, salió y se puso en marcha la expedición. El escribano y don Jerónimo iban en sendas mulas, con aparejos redondos. Rosita a caballo, a la inglesa, con traje de amazona, hecho en Málaga. Y por último, Ramoncita, Elvirita y Jacintica, iban en burros con jamugas. Resultaba, pues, que Rosita y el doctor, que iban al lado la una del otro, parecían los reyes de aquella pompa, y los demás el séquito o comitiva. Aquello era lo que vulgarmente se titula dar una gran campanada. El lugarcillo se alborotó. Todas las mujeres salían a las ventanas para ver pasar a las —313→ Civiles y al doctor Faustino, que desempedraban las calles. Se diría que era el triunfo de Rosita, que iba luciendo a su cautivo enamorado.

Durante todo el viaje, Rosita fue delante, siempre con el doctor al lado, el cual le daba la derecha, mientras la anchura del camino lo consintió.

No hacía ni calor ni frío. El tiempo era hermosísimo.

Por medio de viñas y olivares, fueron subiendo la falda de uno de los cerros que tanto limitan el horizonte bermejino. A la media legua, no se veía a un lado y otro ni planta, ni yerba alguna, sino piedras enormes. El cerro, casi como cortado a tajo, era una masa de áridos peñascos, sin capa vegetal. Formando mil revueltas, se prolongaba el camino, que más que camino pudiera calificarse de escalera. Sólo caballerías muy acostumbradas, como las de que se servían nuestros expedicionarios, podían ir por allí sin venir al suelo y derrocar a los jinetes.

Cerca de una hora duró esta ascensión dificultosa. El horizonte iba extendiéndose a medida que subían. Al rayar en lo más alto, se descubrían desde allí provincias enteras, iluminadas por un sol refulgente, y claras y distintas, merced a la transparencia del aire, limpio de nieblas y nubes. Se veían en lontananza Sierra-Morena, al Norte; hacia el Oriente, —314→ el picacho de Veleta, cubierto de nieve, y la serranía de Ronda hacia el Mediodía. Dentro de estos límites, poblaciones blancas y alegres, caseríos, huertas, viñedos, ríos y arroyos, bosques de olivos y encinas, santuarios célebres en las cimas de varios cerros, y muchísimos sembrados, que verdeaban entonces con todo el esplendor de la primavera.

-¡Bendito sea Dios! -exclamó Rosita-. ¡Qué vista tan hermosa!

-Yo no veo más que a ti -contestó el doctor-. ¿Para qué buscar la hermosura remota cuando la tengo a mi lado? En ti se cifra todo lo mejor de la tierra y del cielo. ¿Para qué cansar la mirada y la mente recogiendo la belleza difusa, y para qué abarcar tanto espacio y cuadro tan extenso al concebirla toda, si la tengo en ti, en compendio y resumen?

-Cállate, lisonjero, mentiroso: cállate, que me voy a volver tonta y presumida con tus elogios. ¿Ves todos esos campos? ¿Ves todas esas tierras que desde aquí se divisan? Pues en verdad que nada de por sí vale tanto como la Nava, a donde pronto vamos a llegar. El verdadero Paraíso terrenal está en la Nava.

-Donde quiera que estés tú estará para mí el Paraíso.

Entre el doctor y Rosita se cruzaron esta pocas palabras en un momento en que pudo el doctor —315→ aproximarse a ella. Casi siempre, durante la subida, tenían que ir en pos unos de otros, pues la senda no tenía anchura para más, y aspirar a ir dos en fondo por allí hubiera sido exponerse a bajar derrumbados.

Respetilla, que iba detrás de Jacintica, como no podía tener apartes con ella, se distraía cantando coplas de playeras muy amorosas. En todo era Respetilla jocoso, menos en esto de cantar playeras. Las cantaba con mucho sentimiento. Era un gemido prolongado que ansiaba llegar al cielo; era un suspiro melodioso que traspasaba los corazones. Así iba cantando entre otras coplas:

   Cuando yo me muera

dejaré encargado

que con una trenza

de tu pelo negro

me amarren las manos.



Esta oración jaculatoria, esta melancólica saeta hería sin duda el alma de la divinidad a quien se dirigía, que no era otra sino Jacintica; mas no por eso dejaba de agradar a los demás oyentes. No hay nada que, en medio del campo, en la soledad de un camino, cuando se va andando paso a paso, tenga mayor hechizo que una copla de playeras bien cantada.

—316→

Por último, llegaron todos a lo alto. Un hermoso espectáculo se ofreció entonces a sus ojos.

Aquellos peñascos áridos y desnudos se diría que forman como un enorme vaso lleno de la tierra más fértil. La Nava es una meseta que tendrá por la parte más ancha dos leguas de extensión. Por unos lados se sube a la meseta desde terrenos más bajos: por otros, se levantan soberbios montes, desde donde descienden varios arroyos abundantes, que fertilizan aquel lugar delicioso. En las laderas, que se inclinan hacia la Nava, hay viñas, almendros, acebuches y encinas: en la misma Nava, prados cubiertos de yerba y de mil géneros de flores silvestres. Los arroyos se han abierto cauce, al parecer, sin que intervenga la mano del hombre, y en sus orillas y cerca de sus orillas se han formado sotos frondosos, donde resplandecen los alisos, los álamos blancos y negros, los fresnos y los mimbrones. Cuando un arroyo hace remanso, crecen los juncos, las espadañas y la juncia; y por todas las orillas embalsaman el ambiente los mastranzos, el toronjil y la mejorana.

Florecía entonces todo en los prados, merced a la primavera; y sobre el fondo verde de la yerba fresca y tierna, lucían, cual rico esmalte, o cual bordado primoroso, las nigelas azules, los lirios —317→ morados, la salvia purpúrea, la amarilla gualda y las blancas margaritas.

Otras mil flores y plantas brotaban espontáneamente por toda aquella llanura y al borde del sendero por donde iban ya caminando el doctor y Rosita. Las marimoñas y las mosquetas se podían segar: las adelfas arbóreas empezaban a abrir sus capullos y a mostrar el color sonrosado de sus más tempranas flores; y el romero y el tomillo perfumaban el aire puro.

Buscando sombra y frescura habían acudido allí mil linajes de pájaros, como pitirrojos, vejetas, oropéndolas, verderoles, gorriones y jilgueros, los cuales parecía con sus trinos que saludaban a los recién llegados.

Rosita estaba entusiasmada de todas aquellas bellezas y muy satisfecha de mostrar a D. Faustino los encantos de los dominios de su papá, en los cuales ya habían entrado. Aunque gentes de otros lugares tenían fincas en la Nava, la mejor y más grande era la del escribano D. Juan Crisóstomo Gutiérrez.

Poseía éste, en las laderas contiguas a aquel llano, muchas fanegas de majuelo, que estaban a la sazón binando más de cincuenta hombres que habían venido de varada: y en la misma meseta, muchos prados, donde tenían toros bravos, vacas, novillos, ovejas y carneros. El escribano había asimismo —318→ circundado de un seto vivo de granados, zarzamora y lentisco, un buen espacio de tierra, donde tenía un huerto con frutales y muchas legumbres. A la entrada del huerto se parecía la casa de campo, capaz, limpia y bonita. Allí había bodegas, lagar, tinado para los bueyes, y algunas habitaciones cómodas para los señores.

La placeta, que se extendía delante de la fachada, estaba empedrada de redondas chinitas o piedrezuelas, formando dibujos con sus varios colores, como si fuese un rústico mosaico, y todo alrededor había higueras, nogales, floridas acacias y una multitud de rosales de todos géneros, llenos entonces de rosas blancas, rojas y amarillas.

Una torre de la casería servía de palomar; y las mansas palomas bajaban a la placeta, y venían casi a posarse sobre las personas, y a tocarse los picos y a arrullarse allí, sin el menor recelo. Multitud de golondrinas habían formado sus nidos entre las tejas salientes y el muro de la casería. Aficionadas a la sociedad humana, las golondrinas prorrumpieron en jubilosos chirridos cuando llegaron Rosita, el doctor y los demás de la expedición.

La casera, el casero y sus hijos, salieron a recibirlos y a tener las caballerías, que llevaron a los pesebres.

—319→

Ya todos a pie, se formaron cuatro parejas, asidas de los brazos, y se fueron a ver el huerto, que era precioso. Aún no había más fruta que alguna fresa: pero el lozano y pródigo florecimiento de mil frutales, como cerezos, manzanos, membrillos y albaricoqueros, prometían abundante cosecha. Quedaban algunas violetas tardías, que era la flor de que más gustaba Rosita, y en busca de las violetas se fue Rosita con el doctor a los umbríos, donde penetrando poco los rayos del sol, se mantenía más fresca la tierra y consentía que las violetas durasen.

Allí dijo el doctor a su compañera:

-Todo esto es amenísimo, hechicero; mas, si tú no me amas, me parecerá horrible.

-¿Pues no te he dicho que te amo? -contestó Rosita.

-No basta decirlo -replicó el doctor. Mira tú cómo se aman todos los seres en esta venturosa estación. Imítalos amando. El aire que se respira parece un filtro de amor, y en todos, menos en ti, obra sus mágicos efectos.

-Déjame ahora tranquila -contestó Rosita-. ¿No puedes gozar de la felicidad presente, ambicioso, inquieto, anhelante de mayor bien? Oye, Faustino; yo no soy calculadora: yo no reflexiono mucho, cuando me mueve la voluntad algún poderoso estímulo; —320→ pero un pensamiento triste me conturba a veces. Imagínate que estamos a orillas de aquel río misterioso de que habla la leyenda: que esta acequia, que riega el huerto, es ese río; que esta hoja seca que está cerca de la margen es la barquilla que nos convida a aventurarnos en la corriente, y que ya nos hemos aventurado. ¿No será posible que nos castigue el cielo y que en vez de ir al Paraíso terrenal, vayamos a caer en un precipicio?

-Cruel -dijo el doctor-, si tú me amases no pensarías tanto en lo futuro: reconcentrarías tanta felicidad en el momento presente, que bastaría con ella a llenar todos los siglos. ¿Qué martirio, qué desengaño, qué mal, que viniese más tarde, podría igualar la ventura de ahora?

Así se explicaba el doctor, cuando D. Juan Crisóstomo y Elvirita llegaron al sitio en que estaban. Luego vinieron también las otras dos parejas, y todas juntas rieron y charlaron.

La hora del crepúsculo fue encantadora en aquel sitio. Las flores dieron más perfume; el aire se llenó de más grata frescura; los pájaros despidieron al sol, que se sepultaba entre nubes de carmín y de oro, con trinos y gorjeos más amorosos y suaves.

Volvieron al tinado los bueyes y las vacas, y al corral, que servía de aprisco, los novillos más —321→ tiernos y muchas ovejas con sus recentales. Los cincuenta hombres, que habían estado binando, se vinieron a la casería, con el aperador a la cabeza. Todos traían las azadas al hombro, menos el aperador, que llevaba la vara, signo de su autoridad y como bastón de mando con que dirigía las faenas agrícolas. De la vara, sin duda, proviene que cuando van jornaleros a una finca distante de la población y duermen en ella, durante algunos días, hasta que terminada la obra, vuelven al lugar, se diga que van de varada.

La varada debía terminar al día siguiente. Los cincuenta hombres aún dormían aquella noche en la casería, donde tenían para dormir una cámara espaciosa.

Todo era, pues, animación y bullicio rústico en la puerta y placeta de la casería, cuando llegó la noche. Con la venida de los amos no pudo menos de prepararse una gran fiesta. La noche convidaba a ello. El cielo despejado dejaba que la luna y las estrellas derramasen su luz pálida sobre todos los objetos, orlando los árboles con perfiles de plata y difundiendo por donde quiera una incierta y vaga claridad. Los ruiseñores cantaban en la espesura: los rayos murmuraban con dulce monotonía: y lo apacible y regalado de la noche convidaba a tomar el sereno.

—322→

Pronto se improvisó un magnífico baile en la ya descrita placeta. Entre los jornaleros había dos que habían traído guitarras y que las tocaban bien, no sólo de rasgueado, sino de punteo. Cantadores sobraban y no faltaba por cierto gente que bailase. La casera que era joven, las Civiles y Elvirita y Jacinta, gustaban todas del fandango. Los jornaleros más ágiles bailaron con ellas: pero ni D. Juan Crisóstomo, ni D. Jerónimo, ni el propio doctor, a pesar de toda su gravedad filosófica, pudieron excusarse de dar unos cuantos brincos y de hacer dos o tres docenas de piruetas y mudanzas.

Respetilla estuvo inspirado, sobre todo hacia lo último de la función, porque en medio de ella, todos cenaron corderos en caldereta, guisados por los pastores, con lo cual se despilfarró el escribano, cocina de habas con cornetillas picantes y un salmorejo rabioso de puro salpimentado. Con estos llamativos de la sed nadie desdeñó el vino de las bodegas de la casería, que circuló con profusión, en jarros para los jornaleros y criados y en vasos para los señores. Con el jaleo, regocijo, confusión y general tremolina, Rosita y el doctor pudieron decirse cuanto quisieron. El escribano se puso alegre, y Respetilla recitó muy bien, y sin esforzarse, la relación del borracho que habla con su novia; y recitó —323→ además la relación de El ganso de la botillería.

Para que nada faltase, hubo juegos, que Respetilla sabía dirigir y aun componer admirablemente. Por juegos se entiende algo como representaciones dramáticas, en su forma más ruda. Los actores son cómicos y poetas a la vez y cada uno inventa lo que dice. Uno solo, y aquella noche lo fue Respetilla, es el que dirige y compone el argumento y plan del drama.

Dos juegos o dramas hizo y representó Respetilla aquella noche: uno histórico y otro fantástico. Versaba el histórico sobre las burlas que la reina María Luisa hacía a muchas personas, porque era muy chistosa y amiga de burlas. Sólo Quevedo puede y sabe más que la reina en esto de burlar, y acaba por hacer a la reina una burla más aguda, con lo cual quedan las otras vengadas. En este juego hizo Jacintica de reina María Luisa y Respetilla de Quevedo.

El otro juego fue más común y ordinario; fue de los que más se usan en las caserías y cortijos. El protagonista es un jornalero decidor, enamorado, valeroso y algo borracho; en suma, un D. Juan Tenorio plebeyo. Respetilla hizo este papel. Nuestro héroe, aunque comete doscientas mil insolencias, se gana la voluntad de San Pedro, de San Miguel o de —324→ otro santo, y cuando viene el diablo en su busca para llevársele al infierno, hace que el diablo pase la pena negra y se mofa de él a casquillo quitado. Para diablo se busca siempre en estos juegos al más bobo que se puede hallar en toda la compañía. Aquella noche había, por fortuna, uno muy bobo, y Respetilla hizo reír a su costa, obligándole a salir dando bramidos, con unas trébedes en la cabeza, como corona del monarca del abismo, a cuatro patas, todo tiznado con hollín de la chimenea, y luciendo en cada pie de las trébedes un trapo mojado en aceite y encendido como una antorcha.

Todos rieron y celebraron mucho lo mortificado, vejado y rendido que quedó el diablo en aquella contienda.

Con esta representación diabólica terminó la función.

En la casa había cuartos de sobra para los señores, y todos fueron a acostarse, a su cuarto cada uno, a fin de levantarse temprano y ver amanecer en la Nava.

D. Faustino estaba tan embelesado de la fiesta, del campo, de aquellas escenas primitivas y agrestes, y sobre todo de Rosita, que se creyó trasladado a la edad de oro, se olvidó de sus ilustres progenitores los Mendozas, de la coya y hasta de María, y —325→ se tuvo por un pastor de Arcadia y tuvo a Rosita por su pastora.

A la mañana siguiente, salieron todos a caballo a recorrer la Nava, a ver los toros y a visitar el majuelo, donde los trabajadores terminaban ya la bina.

El doctor iba al lado de Rosita, como encadenado por el amor y la gratitud. Rosita parecía una reina que mostraba a su favorito a los demás vasallos. Parecía la reina de Cilicia, Epiaxa, pasando revista con el joven Ciro a los bárbaros y a los griegos, o Catalina II presentando a Potemkin a toda su corte.

Por la tarde volvieron los señores al lugar. Los jornaleros, que habían ido de varada, volvieron también, y no quedó casa en que no se refiriese y comentase el triunfo de Rosita.

Por la noche se suprimió la tertulia de los tres dúos. A la puerta de la casa del escribano se despidieron todos.

-¡Adiós; hasta mañana! -dijo Rosita al doctor.

-¡Adiós, bien mío!

-¿Me querrás siempre? ¿Estás contento de mí? ¿Eres dichoso? -añadió Rosita en voz baja.

D. Faustino le apretó la mano con efusión, y contestó:

-Te adoro.

—326→

Más pueden celos que amor

Revista de España, tomo XLIII, Nº 169 de marzo y abril de 1875, pp. [112]-130

El doctor, de vuelta a su casa, fue a ver a su madre y le dio el gusto de estar de conversación y de cenar aquella noche con ella, de lo cual la tenía muy deseosa, por acudir a la tertulia de las Civiles.

Después de la cena, y retirada el ama Vicenta que la servía, doña Ana y su hijo hablaron de sus negocios, nada florecientes, y al cabo dijo doña Ana:

-Mal estamos, hijo mío: pero te aseguro que hoy me arrepiento de que no te hayas ido a Madrid, y sueño con buscar medio de que te vayas, aunque sea empeñándonos más.

-¿Y por qué, madre mía, quiere Vd. ahora alejarme de sí?

-Voy a decírtelo claro, sin andar con rodeos; como una madre debe hablar a su hijo: porque tus relaciones con Rosita me traen sobresaltada.

—327→

-¿He de vivir como en un desierto, sin tener relaciones con nadie?

-Tienes razón. Yo debí pensar en eso, y, no ya detenerte, sino estimularte para que te fueses de este lugar. Aquí tenías que avillanarte por fuerza.

-Madre, esa palabra es muy dura. ¿En qué y por qué me he avillanado?

-Faustino, no creas que te culpo; casi te excuso. Conozco que no habías de vivir, en la flor de tu edad, como vive un anacoreta. Sólo un fervor de religión, que por desgracia no tienes, podría haber hecho tal milagro. Los hombres, o por educación o por naturaleza, carecéis del santo pudor; carecéis del estímulo de quien cifra en el recato la honra, que es lo que salva a las mujeres.

-Aun así, madre mía -dijo el doctor-, no todas las hermanas de mis abuelos, cuando tuvieron hermanas, acabaron por meterse monjas, a fin de no emparentar con gente baja y deslustrar el brillo de nuestra familia. Algunas se casaron con arrieros enriquecidos, con labriegos dichosos y con afortunados contrabandistas. Parientes tenemos por este lado entre lo más ruin del lugar.

-Lo sé, hijo mío; pero sé también que ningún López de Mendoza, ningún varón de tu casta, desde —328→ hace siglos, se ha casado jamás con mujer que no sea de su clase. ¿Serás tú el primero?

-Y a Vd., madre mía, ¿quién le ha dicho que yo me voy a casar?

-Pues entonces, ¿a qué esas visitas? ¿A qué esos amores? ¿Me negarás que los hay? ¿Qué fin, qué desenlace van a tener?

D. Faustino se puso rojo como la grana y bajó los ojos al suelo guardando silencio.

-Todo me lo explico -prosiguió doña Ana-; pero has caído en un error harto peligroso; no has comprendido los mil inconvenientes de tu conducta. Quiero prescindir del pecado, de la vergüenza, del escándalo de unas relaciones amorosas que no se piensa en que tengan por término el matrimonio. Quiero suponer, además, que esa Rosita es tan descocada y sin decoro que te acepta por amigo, y que no piensa siquiera, por amor a su libertad y por seguir siendo señora de sí misma, de su casa y de sus bienes, en convertir a su amigo en dueño y marido legítimo. Todo esto quiero suponer. ¿Has reflexionado tú el papel que vas a hacer, el papel que probablemente estás ya haciendo?

D. Faustino entrevió todo el peso de la acusación de su madre. Se sintió abrumado bajo él. No contestó palabra.

—329→

-Los vicios de un caballero -prosiguió doña Ana-, no dejan de serlo aunque sean de un caballero: pero aún es mayor dolor cuando se llega a ser vicioso sin nobleza y sin hidalguía.

-Vd. se propone martirizarme. Vd. está afrentándome, madre. ¿Qué pretende Vd. decir con eso?

-No, hijo de mis entrañas; tu madre, que te ama, no puede afrentarte, diga lo que diga. Si mi voz es hoy harto severa, acalla tus pasiones, oye en silencio la voz de tu conciencia, y lo será más aún. Lo que yo quiero significar (estamos solos y voy a hablarte con crudeza) es que si tu mocedad te incitaba a tener amores groseros y vulgares, hubiera sido menos indigno, menos impropio de un caballero, buscarlos en una mujer pobre, de lo más infeliz del pueblo, a quien, sin engañarla nunca con necias esperanzas, hubieras en cierto modo elevado hasta ti, cuya miseria hubieras socorrido. Aunque pobre y empeñado, todavía podías permitirte este lujo en nuestro miserable lugar. Ante Dios hubieras cometido un pecado gravísimo; para los hombres hubiera sido un escándalo: pero sobre el escándalo y el pecado no hubiera venido la humillación como viene ahora. La hija del escribano usurero es rica, te agasaja, te lleva a sus posesiones, te muestra a sus criados como si tú fueses su criado favorito, su —330→ Gerineldos, su... chulo. No falta ahora más sino que digan por ahí que te mantiene o que te mantenga en efecto.

Tal vez un orgullo aristocrático desmedido exageraba las cosas; pero en el fondo, había mucho de verdad en lo que doña Ana estaba diciendo. Don Faustino lo sentía así: le irritaba la fiereza de expresión y de sentimientos con que su madre le zahería; pero allá en lo más hondo de su conciencia se declaraba culpado.

-Los jornaleros que han estado binando en la Nava -prosiguió la tremenda matrona rondeña-, vuelven contándolo todo según su estilo. Todo ha llegado a mis oídos como lo cuentan. La señorita doña Rosa Gutiérrez te obsequia, te favorece, te regala, te encumbra hasta ella, te elige por su favorito, te luce como pudiera lucir un brinquillo, se muestra espléndida por tu causa, dando a todos para cenar cordero y vino generoso; en fin, aparece a los ojos de todos como reina o emperatriz que saca de la nada a uno de sus vasallos, porque le ha caído en gracia.

Los que hayan vivido en una aldea y conozcan sus usos y costumbres, comprenderán el furor de doña Ana, dado su carácter. La malicia de los campesinos es sin piedad; y cuantos habían visto a don —331→ Faustino y a Rosita en la Nava, habían vuelto explicando aquellos amores del modo que doña Ana decía. Por el ama Vicenta y por otros criados sabía doña Ana los comentarios lugareños; y estaba fuera de sí, herida en lo más sensible de su alma: en su orgullo aristocrático y en su amor de madre.

Consternado el doctor, permanecía silencioso y con la cabeza baja.

-Créeme, hijo mío, es muy cruel para tu madre lo que está sucediendo -prosiguió doña Ana-. Ya te consideran todos en el lugar como el amigo, el protegido de la hija del escribano. Esta gente soez imagina que tú eres para Rosita algo parecido a lo que el vulgo de Madrid imaginaría de Godoy con relación a una gran señora. En que te tengan por tal han venido a parar todos nuestros sueños ambiciosos, todas nuestras ilusiones. Mira qué princesa te tiende la mano y te levanta a su altura. Mira qué emperatriz te da su privanza, gentil y valeroso caballero. ¿Fue para eso para lo que te concibió y te parió tu madre?

Jamás había visto el doctor a aquella señora tan irritada y violenta. Quería el doctor disculparse y hasta vindicarse: mas no acertaba a decir palabra. En medio de todo, doña Ana no sospechaba siquiera que las relaciones entre Rosita y el doctor estuviesen —332→ tan adelantadas. Amores tan por la posta no cabían en la cabeza de la severa hidalga. Temeroso don Faustino o de tener que mentir o de tener que revelar algo que molestaría y afligiría más a doña Ana, seguía callándose, en actitud humilde.

Más mitigada la furia con el silencio y la humildad que con la contradicción o la apología que el doctor hubiera podido hacer, continuó doña Ana en tono menos acre:

-Ten valor, Faustino. Acuérdate de quien eres. Deja de ir todas las noches en casa de esas mozuelas. Ve apartándote poco a poco de su trato y familiaridad. No te digo que rompas de repente, porque no es justo ofender a nadie. El escribano además es malo para enemigo. En un instante, si quisiera tomar venganza de ti, podría concitar a nuestros acreedores: ejecutarnos, hollarnos, perdernos. Pero si tú, sin faltar a la cortesía, pretextando enfermedad u ocupaciones, vas dejando de ir a su casa, ni él ni sus hijas tendrán razón de quejarse. Su venganza se limitará a alguna burla tonta como la que hacen de mí. Dirán también de ti que eres brujo, que te tratas, como yo con el comendador Mendoza, con la coya doña María y con otras almas en pena de nuestra familia.

-Madre -contestó al fin el doctor-, nada puedo —333→ prometer a Vd. ahora, pero no dude que deseo complacerla. Por lo pronto solo diré que no tengo yo la culpa de que los jornaleros y las comadres de este lugar interpreten mis acciones aviesamente. Baste saber que yo no he dado motivo para la censura acerba que Vd. ha formulado. Podrá haber habido imprudencia en mí; pero nada he hecho indigno de un caballero. Si el escribano es rico y nosotros somos pobres, tampoco es culpa mía. ¿Cómo quiere Vd. que me enriquezca en este lugar? Por consejo y excitación de Vd. fui a vistas de mi prima Costanza y salí desairado. No tema Vd. que, después de aquel escarmiento, vaya yo por mi iniciativa a buscar, ni en la hija del escribano, ni aunque fuera en la hija de un rey, remedio o alivio para la pobreza en que vivimos.

Doña Ana amaba con pasión a su hijo: empezó a sentir que había estado con él cruel en demasía; el recuerdo del desaire que por culpa suya había sufrido el doctor de doña Costancita le ablandó más el corazón; y dándose por satisfecha con lo que el doctor acababa de decir, se levantó doña Ana de su asiento, se echó en los brazos de su hijo y le dio muchos besos, vertiendo a la vez amargo llanto.

-¡Qué desgracia, hijo mío! ¡Qué desgracia! ¡Somos unos miserables: nos miran como a unos pordioseros!

—334→

El pobre doctor consoló a su madre lo mejor que supo y pudo, aunque él también tenía harta necesidad de consuelo.

A poco se retiró doña Ana a descansar, y el doctor descendió a sus habitaciones del piso bajo. Estaba agitadísimo y no quiso meterse en la cama.

Respetilla, según costumbre, acudió a desnudarle. D. Faustino le despidió y se quedó en el salón de los retratos.

D. Faustino no pudo ni estudiar ni escribir ni leer. Andaba a grandes pasos por la sala; meditaba y cavilaba con tal exaltación, que a menudo pronunciaba las palabras que acudían a su mente con las ideas, y accionaba y manoteaba como un loco.

-Tiene razón mi madre -decía-, tiene razón... y eso que no lo sabe todo. Me he comprometido neciamente. Es una embriaguez de los sentidos, una pasión vulgar la que me ha llevado a tal extremo. ¡Si yo la amara, si yo la estimara, aunque fuese hija de Satanás, y no ya del escribano usurero!... Yo la sacaría del lugar, yo me casaría con ella, yo haría prodigios para elevarme y conquistar un nombre, una posición, a fin de que no se dijese que todo se lo debía. Pero ¿la amo acaso? ¿Es esto amor? La violencia de afectos, el delirio que sentí a su lado, ¿en qué se parece al amor verdadero? ¡Ah! Yo comprendo —335→ el verdadero amor, hasta le siento... pero sin objeto. Estoy condenado a llevar en el alma, en embrión, todas las excelencias y virtudes, todas las grandes pasiones, todos los nobles sentimientos, y no realizo más que lo bajo, lo pedestre, lo ínfimo, lo truhanesco, como si fuese el hermano menor de Respetilla. Mi Laura, mi Beatriz, mi Julieta, mi Isabel de Segura, ¿en quién se han convertido? Y, sin embargo, ella es mejor que yo. Yo soy un infame, un embustero, un ingrato. Por amor, sea como sea; por amor a su modo, pero ardiente, sincero, generoso, ella me ha mimado, me ha lisonjeado, me ha regalado, me ha rendido su voluntad sin condiciones, sin promesas; con ciego abandono. Y yo, aunque la deseo aún, y aunque el recuerdo vivo de su ternura conmueve mi ser y le excita a nuevo deleite, me atrevo a menospreciarla, en virtud de no sé qué pasiones ideales que no realizaré nunca. Cuando miro el centro de mi alma, el abismo que tal vez el orgullo abrió allí, me finjo que soy grande como un dios. Cuando miro mis actos y los resortes de mi voluntad, que a tales actos me inducen, se me antoja que soy más vil que un perro.

D. Faustino se echó en un sillón que estaba junto a un velador, en medio de la sala. Una sola bujía iluminaba aquel recinto.

—336→

Allí se entregó el doctor a nuevas, tristes y profundas meditaciones.

Volvió a mirar en lo más hondo de su alma y se encontró capaz de toda grandeza. ¿Por qué, pues, no hacía sino lo que pudiera hacer el más vulgar y bajo de los hombres? ¿Qué resorte le faltaba?

El doctor discurrió entonces que le faltaba la dicha: que era víctima de una fatalidad. Esta fatalidad sólo con la fe podía romperse: pero el doctor no poseía la fe sino a medias. Creía en sí mismo, y no creía en nada exterior que le llamase, moviese y estimulase.

El mundo no le ofrecía los triunfos, los sublimes amores, la gloria pura, las victorias brillantes, con que él había soñado y soñaba. El mundo hasta entonces no había hecho sino trocar algunas de las ilusiones en desengaños y hacerle pagar cualquier deleite efímero, cualquiera satisfacción de amor propio, con una humillación. El doctor, por otra parte, al descender desde las alturas de sus ensueños, de sus esperanzas y quizás de sus ilusiones, al tratar de dar consistencia a todo aquello en el mundo real, sólo había logrado rebajarse a sus propios ojos, hallarse indigno de sí, desfigurar y manchar y afear el ídolo hermoso, el tipo de perfección que de sí mismo había creado en el seno —337→ de su conciencia, y al que pugnaba por acercarse y por identificarse.

Lleno del espíritu de nuestro siglo, comprendía que el destino, la misión del hombre, era realizar en esta vida todas las virtudes, potencias y facultades de su alma, contribuyendo así al humano progreso, poniendo su piedra en el monumento de la historia, y completando con su propio ser, activo, noble y generoso, la dignidad y magnificencia de las cosas creadas, entre las cuales y sobre las cuales, debía descollar y resplandecer el espíritu, la inteligencia, el fuego divino, de que su cabeza y su corazón eran foco, templo y morada.

Si nada de esto podía hacer ¿por qué no huía del mundo? ¿Por qué no se ocultaba en un desierto? En vez de ir a Madrid, debía ir donde nadie le viese. Aquel hastío, aquel odio a la sociedad humana, que en otras épocas pobló los yermos y despobló las ciudades ¿es quizás ahora un absurdo anacronismo?

El doctor imaginaba que sí y que no: imaginaba que el hastío y el odio llenaban las almas de muchos hombres; que por momentos llenaban también la suya. Pero ¿dónde estaba la fe, la creencia en un objeto fuera del alma, y fuera del mundo, ante quien postrándose y humillándose y con quien viniendo a —338→ unirse luego, se limpiara el alma de todo pecado, desechase toda bajeza, y se levantase al fin a aquel grado de perfección, a donde había aspirado en vano a llegar por sí sola? No; ni el alma del doctor, ni otras almas atormentadas como la suya, podían ya huir a la Tebaida y renovar los tiempos y los prodigios de los Pablos, Antonios, Pacomios e Hilariones. ¿Qué iban a adorar allí, como no fuese el espectro de su propio ser, sublimado y endiosado por la orgullosa fantasía?

Para un tormento como el de su alma se le figuraba a D. Faustino que no había más que un remedio: la muerte. Y sin embargo, apenas pensaba en la muerte, todas las esperanzas, todas las ilusiones, todos los propósitos de su lozana juventud surgían como de un abismo, y se presentaban a sus ojos, llenos de luz y belleza, y hacían llegar a sus oídos una encantadora armonía. Eran como el cántico de la resurrección que su semi-tocayo el doctor Fausto creyó oír a los ángeles, cuando iba a apurar la copa de veneno.

Además, el horror a la nada podía más en el ánimo del doctor que el miedo de las penas eternas, si le hubiera tenido. Quería vivir, pero vivir de una vida grande, noble, poderosa, fecunda; de una vida que dejase en pos de sí un rastro luminoso e indeleble. —339→ El no ver hasta entonces el medio de lograr este deseo era lo que le atormentaba; pero la confianza en sus propias fuerzas y la risueña esperanza vivían aún en su corazón.

Se sentía con bríos para remover todos los obstáculos, para vencer todas las dificultades. Sólo un estímulo poderoso le faltaba. Sólo le faltaba un agente que pusiese en actividad aquellos bríos: un objeto que infundiese en su espíritu la fe, el amor, el entusiasmo suficientes. Costancita había sido una coqueta sin corazón; Rosita, aunque graciosa, discreta y apasionada, no podía adecuarse al ideal soberbio de sus aspiraciones; la amiga inmortal permanecía casi invisible.

¿Por qué no acudía en su auxilio la amiga inmortal, cumpliendo repetidas promesas? Fuese quien fuese por su material origen, por su posición entre los seres humanos en el momento presente, el doctor comprendía que había en aquella mujer un espíritu igual al suyo, que era cuanto encarecimiento podía hacer de ella en su mente presuntuosa.

Mil extrañas ideas cruzaron entonces por el cerebro de D. Faustino. Mil deseos y propósitos se ofrecieron a su voluntad. Si hubiera creído en la posibilidad de pactar con el diablo, hubiérale dado cuanto hay que dar al diablo, a trueque de un ferviente —340→ amor, de un punto fijo y radiante, que fuese estrella polar en el mar tempestuoso de su vida, y al mismo tiempo centro poderosísimo de atracción que le agitase y encaminase.

Era tal el orgullo del doctor, que uno de los más irrebatibles argumentos, que contra lo sobrenatural se le presentaban, era la no intervención de nada sobrenatural en su vida. Si no merecía él que los poderes superiores buenos o malos, que el principio de la luz o el de las tinieblas, acudiesen a sus evocaciones y conjuros, le prestasen solícitos su apoyo, empleasen en él una providencia especialísima, ¿qué otro ser humano había de merecerlo? Quizá no existían tales poderes cuando no se doblegaban a su voluntad, ni a su llamamiento respondían.

Postración melancólica abatió al fin el ánimo de D. Faustino, tan exaltado hasta entonces. Se juzgó una de las más infelices y cuitadas criaturas que había sobre la tierra. Se alucinó hasta creer que la coya y las demás imágenes de sus progenitores ilustres le miraban compasivas. Lágrimas de despecho brotaron entonces de los ojos del doctor y corrieron por sus mejillas. Aunque por lo común, no estén bien las lágrimas en un rostro varonil, el dolor que a D. Faustino se las arrancaba era tan alto, aunque —341→ extraviado, que, sellando su rostro con expresión maravillosa, le hacía parecer bellísimo en aquel instante.

Eran más de las dos de la noche. El sombrío aspecto de aquel gran salón, el silencio profundo que en torno reinaba, la cercanía del cementerio, los retratos mismos apenas iluminados entonces por una sola bujía, el recuerdo de la última aparición de la mujer misteriosa, todo convidaba a amarla, a desear aparición nueva.

Iba el doctor a levantarse del sillón y a abrir la ventana, casi seguro de que María estaba junto a él, de que se hallaba parada, con lágrimas en los ojos, como la otra vez, de espaldas a la tapia del cementerio, cuando se abrió suavemente la puerta y volvió a cerrarse enseguida, dando entrada a un bulto negro, cuyos contornos y formas el doctor no distinguía. Sin embargo, así como había presentido que su amiga inmortal estaba cerca, antes de que la viese, así reconoció que era ella, antes de verla y distinguiría por completo.

La persona que acababa de entrar traía en la mano una linternilla, que vertiendo luz delante de sí, la dejaba en obscuridad o sombra confusa: pero la persona colocó enseguida la linterna sobre la mesa, donde estaban los búcaros y los vasos de china. Al —342→ volver luego la cara, D. Faustino, extático, absorto, reconoció a su amiga inmortal, más hermosa, más gallarda, que nunca. Si su mejor concepto de poeta, si su más egregio pensamiento hubiera tomado cuerpo humano, no le hubiera parecido más bello.

La luz de la bujía, que estaba sobre el velador, dio de lleno en el rostro de la amiga inmortal y trajo con el reflejo sus facciones armoniosas y nobles a los ojos y al ánimo del doctor embelesado y mudo de espanto.

-Los celos son más poderosos que el amor -dijo María con voz dulcísima y triste-. Impulsada por ellos, lo he olvidado todo; lo he atropellado todo; he venido a verte. Aquí me tienes.

D. Faustino no pensó en el modo con que aquella mujer había llegado hasta allí. Poco le importaba que se hubiese filtrado, como un fantasma, por los espesos muros de su casa solariega; que el diablo, para que él no se quejase de que no le socorría, se la hubiese traído por el aire; o que hubiese penetrado por un medio natural y sencillo. Lo que le importaba era tenerla allí, y sentir, al tenerla allí, una pasión que jamás había sentido en toda su plenitud; no una pasión incierta y vaga, cuyo valor no resistía al análisis, ni al escalpelo de su espíritu crítico, sino el amor evidente, perfecto, —343→ irresistible, vencedor de las otras pasiones y digno de su alma.

-Aquí me tienes, Faustino -volvió a decir María-. Una fuerza superior a mi voluntad me trae a ti. Soy tuya. ¿No valgo más que... esa otra? ¿No lograré que me ames?

El rubor encendió el rostro de D. Faustino. Pensó en que todas las palabras de amor, todas las expresiones de ternura, todas las frases de afecto y hasta de adoración que pueden dirigirse a una mujer, habían sido profanadas en sus labios la noche antes. Nada respondió a María. Voló hacia ella y la estrechó frenético entre sus brazos.