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Las «Semanas del jardín» de Miguel de Cervantes

Daniel Eisenberg



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[Indicaciones de paginación en nota.1 ]



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ArribaAbajoEstudio

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ArribaAbajoI. Preliminar2

Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse. Para este efeto se plantan las alamedas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad, los jardines.


Novelas exemplares, prólogo.                


Considerando los errores y patrañas que se cuentan en el campo de las atribuciones cervantinas, el tono del antiguo debate sobre «La tía fingida»3 y el escepticismo que existe en esta materia4, no sin cierta inseguridad nos proponemos resucitar una de   —14→   ellas. Podemos suponer que todo lo que escribimos será examinado con lupa. Es posible que alguno intente la refutación de lo que proponemos; y, si se acepta nuestra atribución, el estudio con que lo acompañamos se considerará un primer paso. Nuestro atrevimiento se debe a la hermosura y al interés ideológico que hallamos en el texto, a que estamos convencidos de que ningún otro sino Cervantes pudo haberlo escrito y a que, aunque no sea su autor, la mera posibilidad merece el examen que no ha tenido. Nos diferenciamos de los que anteriormente han querido atribuir textos a Cervantes, en publicar adjunta una reproducción del manuscrito para uso de todos los interesados. Es dable a todo curioso que examine, con el método que le parezca, este texto y la atribución propuesta.

Quisiéramos subrayar que nuestra meta no es probar que este texto sea cervantino. Las pruebas pertenecen al dominio de las matemáticas, no a las ciencias humanas. Nadie, hasta ahora, ha intentado probar que Cervantes escribió Don Quixote, ni es posible probarlo: alguno pudo haberlo publicado apropiándose su nombre, o Cervantes pudo haber entregado a la imprenta una obra escrita por otro y, como saben los biógrafos, más de un Miguel de Cervantes había en el Siglo de Oro. Y si esta discusión parece absurda, no olvidemos que los autores de las segundas partes espurias del Quixote y del Guzmán de Alfarache no se llamaron ni Avellaneda ni Mateo Luján de Saavedra, ni fue el Licenciado Burguillos el autor de los poemas que se publicaron con su nombre. Se ha pensado que los poemas de Francisco de la Torre eran obra de su editor Quevedo5 y que Francisco de Úbeda, quien   —15→   consta en la portada como autor de La pícara Justina, fue seudónimo de un tal Alonso Pérez. La Nueva filosofía de la naturaleza del hombre se ha tomado durante siglos, aunque no sin dudas, como obra de Doña Oliva Sabuco de Nantes, según la portada, y sólo en este siglo hemos sabido que fue producto de la pluma de su padre6.

Ahora bien, la probabilidad de que Cervantes, el manco de Lepanto, escribiera Don Quixote es tan grande, pues la apoyan sus propias palabras en otros libros y muchas alusiones de la época, que sin datos que sería muy inverosímil que aparecieran, no vale la pena examinarla. La probabilidad de haber escrito Cervantes el texto que editamos es evidentemente menor. Pero quisiéramos dejar al lector convencido de que es lo probable como para aceptarlo como texto cervantino, incorporarlo a sus obras y considerar sus aportaciones al pensamiento de Cervantes.



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ArribaAbajoII. Historia de este texto7

La suerte de este texto ha sido pésima. Fue publicado por primera vez por Adolfo de Castro, el mayor falsario de las letras hispánicas; el que nunca confesó lo que hizo -la composición del Buscapié- le dio una reputación que sus dotes de investigador y editor, apreciables en su época, nunca llegaron a borrar8. El volumen en que apareció, con el título asombroso de Varias obras inéditas de Cervantes, sacadas de códices de la Biblioteca Colombina, con nuevas ilustraciones sobre la vida del autor y el «Quijote» por el Exmo. e Ilmo. Señor Don Adolfo de Castro (Madrid: A. de Carlos e Hijo, 1874), no deja de tener algo de misterio. El texto que nos interesa, según su introducción, «precede» al libro, las páginas numeradas con números romanos, y, al parecer, por motivos desconocidos, se añadió después de haberse compuesto el resto. Es además muy curioso, como José María Asensio anotó en su reseña, que Castro no comente el manuscrito, que Asensio con mucha calma afirma haber descubierto, sin haber querido publicarlo hasta su momento.

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Castro muestra un extraño desconocimiento de las publicaciones de Asensio, su mayor competidor en la búsqueda de textos cervantinos. En letra pequeña, al pie del Índice del libro, encontramos que «El Entremés de los Refranes, aunque se llama inédito, fue publicado hará unos siete años, por el ilustre erudito sevillano, el Señor D. José María Asensio, tan diligente como ingenioso Cervantista. El folleto en que salió a luz es de tal rareza, que no he conseguido ver ejemplar alguno.» Además, la «Canción a la elección del arzobispo de Toledo», descrita en el Índice como «inédita», se identifica en la página siguiente como publicada «por el mismo Sr. Asensio en la revista intitulada América (año de 1867)»; en realidad, tanto ella como la «Canción desesperada» habían sido publicadas por Asensio en el mismo folleto de 1867 que no había conseguido ver. Y por fin, comentando en la obra (págs. 9 y 11) el Entremés de Los Mirones, el de Doña Justina y Calahorra y el de los Refranes, dice de cada uno «por nadie ha sido citado», cuando Asensio los había citado en 18709.

Añádase también que a pesar de lo dicho en la portada, el Entremés de los romances, que Castro creyó el bosquejo cervantino del Quixote, no era ni inédito ni sacado de un códice10. Así que de estas «varias obras inéditas» que acompañaron a nuestro texto, no eran todas inéditas, y las otras inéditas, ha habido conformidad, no son de Cervantes11. Además de estas obras y unas composiciones literarias de Castro, acompañaron a nuestro texto unos estudios de insegura erudición, en los cuales se intentó mostrar, entre otras cosas, que Alarcón fue Avellaneda, la tercera tesis que   —19→   al respecto había lanzado Castro12. Y por fin, introdujo este texto un prólogo tan flojo que no tuvo el efecto deseado, sino el contrario. Su identificación con la perdida segunda parte de La Galatea, que Castro propuso, es imposible, según veremos.

La recepción del libro fue también curiosa. En varias revistas donde hubiera sido lógico que por lo menos se mencionara -la Crónica de los Cervantistas, la Ilustración Española y Americana, la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos- no apareció ninguna noticia. Para colmar la mala suerte de nuestro texto, las reseñas que hubo empeoraron las cosas. El joven doctorando Menéndez Pelayo, firmándose «estudiante de letras», llamó nuestro texto «joya de nuestra patria literatura» e «indudablemente de Cervantes», pero al mismo tiempo aceptó ingenuamente todas las atribuciones propuestas por Castro. Arrepentido, al parecer, de lo que había escrito, nunca volvió a mencionar el libro de Castro ni este texto, y no llegó a estudiarlo donde hubiera sido más lógico que lo comentara: los Orígenes de la novela se concluyeron precisamente al llegar a la primera parte de La Galatea.

Siguió una reseña del citado José María Asensio, muy favorable en cuanto a este texto, en la Revista Europea. Julián Apraiz, revisando en 1899 los manuscritos de Cervantes, dijo que la atribución a Cervantes tenía «gran fundamento»; y Schevill y Bonilla, mucho más reservados en cuanto a su autoría, lo encontraron «bellísimo». Las referencias posteriores, que no son muchas, han sido todas negativas. El único estudio (junto con una nueva edición) fue publicado en 1974 por Francisco López Estrada; como no se cita en ningún repertorio cervantino, sólo lo hemos encontrado ya avanzado este trabajo. Separa este texto del ámbito cervantino, estudia sus temas y lo califica como obra menor del género de los diálogos. Lamentamos tener que diferir de tan apreciable erudito,   —20→   cuyas publicaciones, por otra parte, nos mueven a admiración.

De esta forma, el libro de Castro ha sido casi olvidado. Incluso lo poco que se pueda calificar, sin controversia, como valioso para el cervantismo -la divulgación de la «Canción desesperada» y el señalar la relación entre el Entremés de los romances y el Quixote- no ha sido reconocido. El texto que nos interesa constituye la parte más olvidada. La edición con tipos muy pequeños que hizo López Estrada, de la cual tendremos que separarnos en algunas ocasiones, no ha tenido lectores, que sepamos. ¿Quién dispone del tiempo para leer una obra menor, anónima, del género de los diálogos?

Muy de lamentar, desde luego; y más si añadimos otro dato que remate nuestra exposición histórica. De los otros textos que publicó Castro en su libro Varias obras inéditas, los cuales (excepción la «Canción desesperada») no se toman hoy como auténticos13, todos se encuentran a la disposición del cervantista, con las ediciones fichadas en las bibliografías correspondientes. Los cuatro entremeses que publicó Castro fueron reimpresos por Cotarelo14, y hubo otras ediciones posteriores15. La «Canción a la elección del Arzobispo de Toledo» se halla en varias colecciones de poesías cervantinas. La «Canción desesperada», por extraño que parezca, es menos accesible y apenas ha entrado en la controversia crítica sobre la muerte de Grisóstomo16. Sin embargo, sus variantes   —21→   se hallan en la edición del Quixote de Clemente Cortejón como anotaciones a la «Canción de Grisóstomo»17.

Pero el texto que nos ocupa permanece totalmente olvidado por los cervantistas. Ningún editor, en los pasajes en que Cervantes habla de sus proyectos literarios, sea la segunda parte de La Galatea o las Semanas del jardín, ni ningún bibliógrafo, fichando obras perdidas de Cervantes, menciona, para atacarlo o simplemente como curiosidad, el texto. Ni quien se pone a pensar «muchas veces [...] en cómo sería la segunda parte, tantas veces prometida y nunca publicada, de La Galatea», lo conoce18. Ha desaparecido del mundo del cervantismo.



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ArribaAbajoIII. Unos puntos previos

Antes de presentar los argumentos que llevan a considerar cervantino este texto, debemos retomar unos puntos previos.


Este texto no es una falsificación del siglo XIX

Sería poco verosímil que hace un siglo se tomara la segunda parte de La Galatea como sujeto de una falsificación. El cervantismo de entonces estaba centrado casi exclusivamente en Don Quixote y en algunas de las Novelas exemplares, y muy metido en cuestiones como el sentido oculto del Quixote, las enmiendas textuales de Hartzenbusch, si Cervantes había nacido en Alcalá, si había estado preso en la cueva de Medrano, y qué tipo de monumento se había de erigirle y dónde. No sólo La Galatea, sino todas las obras de tema bucólico tenían un muy reducido interés.

Pero que no lo compuso Castro ni ningún contemporáneo suyo lo demuestra el hallarse en la misma biblioteca que él indicó (la Colombina), con las mismas señas (Papeles varios, 81; ahora 63-9-81), con encuadernación antigua y letras perdidas en los márgenes, según se nota en las reproducciones. Quienes han examinado directamente el manuscrito (Asensio y López Estrada) están conformes en que tanto la letra como los demás aspectos del manuscrito denuncian la época de Cervantes.

Si se quieren más pruebas, confróntese este texto con los escritos   —24→   de Castro («La casa del tío Monipodio», «La última novela ejemplar de Cervantes» y «Cervantes y la batalla de Lepanto») que presentó abiertamente, en Varias obras inéditas, como imitaciones cervantinas. Incluso sería oportuno confrontarlo, como hemos hecho nosotros, con el Buscapié. Éstas sí eran obras al gusto del siglo pasado, de gran éxito, numerosas reimpresiones19. ¡Qué toscas parecen, comparado con este texto, llenas de lo que, gracias a la actual erudición, sabemos son errores! Este texto encaja perfectamente con el Cervantes que conocemos hoy, y no con el Cervantes de hace un siglo. La misma pobreza de la introducción de Castro, en contraste violento con la abundante pseudodocumentación que acompañó al Buscapié, prueba que no lo escribió.

En este sentido, es correcto recordar que la «Epístola a Mateo Vázquez», cuya autenticidad fue puesta en tela de juicio por Arturo Marasso20, a quien segundaron Casalduero y Rodríguez-Moñino21, ha sido «una de las composiciones de Cervantes más elogiada», según Gaos (Poesías completas, II, pág. 337), quien cita   —25→   numerosos elogios. En cambio, El çerco de Numancia, tenida después por la mejor de sus comedias, fue recibida con desprecio cuando se publicó por primera vez en 1784; Vicente García de la Huerta la llamó «una pieza ridícula» y a Leandro Fernández de Moratín le sacó de quicio22. Lógico y casi inevitable que lo espúreo, que tiende a reforzar la imagen de Cervantes ya existente, guste más que lo genuino, que tiende a suplementar o a corregirla23.




Este texto es fragmentario

Esta opinión ha sido expuesta también por Castro y Menéndez Pelayo, y al parecer fue aceptada por Schevill y Bonilla. Las referencias a temas pasados y futuros de conversación, y a otros interlocutores que no aparecen en el texto que tenemos, lo demuestran fehacientemente.

Las mismas palabras con que comienza, «con grandísimo deseo he vivido [...] de saber cómo os habéis hallado con la verdad [...] Que pues de oídas la teníades tanta afición» (1:3-5)24 son inexplicables sin suponer que con antecedencia a este fragmento Cilenia había cobrado afición a la verdad, por lo que alguien, al parecer Selanio, le había contado de ella, resultado de lo cual «había sido su aficionadísima» (2:30-31). «Estotro día en la conversación de la huerta» participaron «las damas que allí se hallaron» (5:8-10). Selanio tiene «crédito de verdadero» no sólo con Cilenia, sino con «los demás» (2:3-4).

Al final del texto, Selanio dice a Cilenia que espera «de vuestra dulce boca oír las razones que contra lo por mí propuesto tenéis» (14:26-27). La validez de su punto de vista, Cilenia le «piensa mostrar cuando en buen hora volváis acá otro día» (15:1). Y puesto que tienen que acabar su discusión en la puesta del sol,   —26→   Selanio promete de «tomar otro día la tarde de más temprano» (15:6-7).




El título con que se conoce no lo es

La descripción que lleva, «Diálogo entre Selanio y Cilenia, sobre la vida del campo», evidentemente se refiere a este fragmento, y no es un título. Ni corresponde perfectamente al contenido del fragmento, pues la discusión de la vida del campo no la encontramos hasta algo avanzada la obra. Parece haber sido inventado espontáneamente, y se encuentra no al principio, sino en lo que, doblado, sería la contraportada.




Este texto no pertenece a la segunda parte de «La Galatea»

Punto clave, pues el no poder corresponder a este libro ha perjudicado su atribución a Cervantes.

Cae de su peso que nuestro texto no corresponde a la segunda parte, perdida, de La Galatea. No es una obra bucólica, pues en él no intervienen pastores. Sí discuten la vida pastoril, aunque no se la describe así, pero -precisión insólita- sólo es una de la «diversidad de vidas solitarias y de campo» (5:24-25). Tanto Selanio como Cilenia son cortesanos; aquél, al parecer, de nacimiento, y ésta por su gusto. En una «huerta», que por lo casual de la referencia debió encontrarse cerca, hablaron «estotro día» con «damas» (5:9); la huerta es producto de la civilización. Selanio -se especifica- es «hombre cortesano y criado toda la vida en la corte» (5:10-11). No vive en una rústica cabaña, sino en una casa, en un aposento (1:30; 2:13; 2:19).

Su forma dialogada tampoco es la de La Galatea. Los personajes no se refieren a ninguno de los de la primera parte, ni resuelven -como sería de esperar en una segunda parte- ninguno de los asuntos pendientes al final de aquella obra. Incluso los nombres Selanio y Cilenia se parecen demasiado al Silerio de La Galatea para estar en una misma obra.



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¿De qué obra cervantina sería, pues, fragmento?

Para contestar a esta pregunta, hay que hacer una suposición imposible de probar, pero verosímil: que conocemos los títulos de todas las obras mayores de Cervantes. Cervantes hablaba a menudo de sus proyectos literarios: en el escrutinio de la librería, los prólogos a las Novelas exemplares y a la segunda parte de Don Quixote, y las dedicatorias de esta obra, de las Ocho comedias y ocho entremeses y del Persiles. En los preliminares a las Ocho comedias y en la «Adjunta al Parnaso» especifica títulos de sus comedias. En todos los casos que podemos evaluar lo que Cervantes dice de sus obras inéditas, sus noticias se revelan totalmente fidedignas. Cervantes no era de los que trabajaran en silencio, callando su obra.

Además de sus comedias, Cervantes mencionó unas tres obras que no publicó y probablemente no acabó: el «famoso Bernardo», las Semanas del jardín y la segunda parte de La Galatea. Cuando añadimos que dentro de pocos años acabó el Persiles y publicó la segunda parte de Don Quixote, el Viaje del Parnaso, las Novelas exemplares y las Ocho comedias y ocho entremeses, no es atrevido suponer que tenemos los títulos de todas sus obras mayores.

El Bernardo, como explicamos en otro trabajo, trataría del héroe medieval Bernardo del Carpio25. Este fragmento no puede corresponder a él. En cuanto a la segunda parte de La Galatea, ya la hemos discutido. Nos quedamos, entonces, con la identificación con las Semanas del jardín, obra que mencionó tres veces: en el prólogo a las Novelas exemplares y en las dedicatorias de las Ocho comedias y del Persiles. En ésta afirma que no le quedaban en el alma sino «ciertas reliquias y asomos».

Apoya esta identificación está el escenario de la obra. Selanio y Cilenia se encuentran al aire libre, en un sitio hermoso que está en o cerca de una ciudad. Encontramos la mención de la «huerta»   —28→   (5:9), que no es donde se encuentran los interlocutores en este momento sino donde han estado y pueden volver; la asociación de una huerta con un jardín es obvia26. Las referencias al paso del tiempo entre las conversaciones de estos dos personajes, sugieren una obra en que pasaron «semanas»: han discutido, discuten, y discutirán, pero no en días seguidos. Selanio ha esperado algún tiempo la vuelta de Cilenia («he vivido», 1:3; «tanto tiempo habéis dejado el poblado desierto», 3:24-25). Hablaron no ayer, sino «estotro día» (5:8); volverá Selanio no mañana, sino «otro día» (15:6).





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ArribaAbajoIV. Cómo se identifica lo cervantino

Y ahora, al meollo. ¿A base de qué argumentos aceptaríamos un texto como cervantino? De alguna manera tenemos que distinguir entre lo genuino y lo falso.


¿Por su belleza?

Primeramente un argumento que no lo es: la belleza del texto. Para nosotros, y no queremos imponer nuestra opinión a nadie, es uno de los más hermosos escritos que hayamos leído nunca, comparable en su efecto sólo al prólogo al Espejo de príncipes, otro texto de derivación petrarquesca, que Cervantes conocía. Este fragmento supera en mucho dicho prólogo. Parece lógico atribuir a un gran autor un texto de notable calidad literaria.

Pero este argumento sólo tendría validez si todos tuvieran una misma opinión, y tal uniformidad ya sabemos que no existe. Mientras para Menéndez Pelayo y Asensio fue una joya, y para Schevill y Bonilla bellísimo, «Sansón Carrasco» encontró este texto una «insulsa, lánguida y afectada prosa»27, mientras, según Rius, respira monotonía. Ninguno de los restantes estudiosos que lo han tenido en las manos ha comentado su valor estético.



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¿Por aparecer el nombre de Cervantes en el manuscrito?

De ninguna manera; la cantidad de comedias atribuidas falsamente a Lope indica lo débil que sería una prueba tal. Hay manuscritos que contienen textos con el nombre de Cervantes, y nadie ha querido atribuírselos28.

Ni es la falta del nombre de Cervantes en el texto un argumento negativo de peso. En ninguna de las novelas del manuscrito Porras se hallaba el nombre de Cervantes29. Los manuscritos ficticios de «Rinconete y Cortadillo» y «El curioso impertinente» hallados en Don Quixote no llevaban nombre de autor. No podemos dejar de citar las palabras, ya muy explotadas por quienes anteriormente han atribuido textos a Cervantes, del prólogo de las Novelas exemplares: «es [...] autor de [...] otras obras que andan por ahí descarriadas, y, quizá, sin el nombre de su dueño». A menos que vamos a pensar que hubo quien robara los textos a Cervantes, ocultando su nombre -harto improbable, en nuestra opinión- tenemos que concluir que Cervantes no tenía la costumbre de poner su nombre en sus manuscritos. En las portadas de sus obras publicadas, también, nunca encontramos su nombre en la forma en que lo escribía (Cerbantes)30, lo cual sugiere lo mismo. Y en fin, se trata de un fragmento.




¿Por la letra en que está escrito?

¿Quién se atreve a identificar un manuscrito, por su escritura, como cervantino, cuando una carta fraudulenta ha colgado durante casi un siglo en la Academia, a la vista de todos los paleógrafos del país31, cuando Miguel Romera-Navarro, autor del único estudio de los autógrafos cervantinos, se equivocó en el mismo sentido,   —31→   confesando sus dudas sobre la autenticidad de otro documento, y afirmando que la escritura de Cervantes, aun dentro de una misma página, era la más irregular de los autores clásicos cuya mano conocía?32 El mismo Rodríguez-Moñino demostró, ilustrándolo con láminas, cómo cambia la letra de un determinado escritor de una temporada a otra33. Acaso se hubiera atrevido a una opinión Millares Carlo o Rodríguez-Moñino, que preparaba un ensayo inacabado sobre las atribuciones y supercherías cervantinas34. Nosotros, ni por pensamiento.

Se identifica la letra de una determinada persona confrontándola con muestras auténticas, y es principio fundamental de la «bibliótica» (la ciencia de autentificar a la escritura) que deben compararse semejantes: firma con firma, carta con carta, manuscrito literario con manuscrito literario35. En el caso de Cervantes, no tenemos, desgraciadamente, ningún otro manuscrito literario con que comparar éste. Apenas nos han quedado una carta y unos documentos de su empleo como comisario y recaudador de impuestos, todos escritos de veinte a treinta años antes de cuando suponemos escrito este texto, ninguno hecho con propósito literario ni, como se declara este texto, «sacado en limpio»36.

Pero aun suponiendo que pudiera establecerse por la escritura que ésta fuera la letra de Cervantes, probaría que él lo copió, no que fuera su autor.




¿Por semejanzas estilísticas?

«Juzgar de la paternidad de un libro por analogías de estilo, es siempre faena arriesgada», escribió cautelosamente Adolfo   —32→   Bonilla37. Las semejanzas de esta índole entre «La tía fingida» y las obras de Cervantes no han satisfecho a todos.

Actualmente se ha pretendido sistematizar el estudio del estilo, la caja de Pandora de la crítica; Andrew Q. Morton ha propuesto que se puede identificar la autoría de un texto por un estudio estilométrico y estadístico38. Pero ¿qué fenómeno estilístico tomaríamos como identificativo de Cervantes, que con precisión le distinguiera de sus contemporáneos? Desgraciadamente no tenemos respuesta a esta interrogación39. Los estudios de Morton han tenido serios detractores40. Dado el escepticismo que suscitan las estadísticas, que nos han facilitado preciosas conclusiones como la autoría de Lope de Rueda del Lazarillo41, su empleo no creemos que convencería a nadie.

Aun si pudiéramos identificar con precisión el estilo de Cervantes, las dificultades prácticas serían todavía enormes. ¿Con qué textos compararíamos éste? Para obtener el máximo rigor, habría que compararlo con todos sus escritos. No disponemos de los recursos para introducir las miles de páginas que escribió en un ordenador de datos, obtener los programas necesarios y pagar los gastos del proceso. Y si existieran estos recursos, deberían emplearse en hacer y publicar las concordancias de sus obras.

Trabajo tan fastidioso y costoso nos parece innecesario.





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ArribaAbajo V. Nuestro método

El método que nos parece acertado es el más vetusto y tradicional de todos: los paralelos ideológicos, apoyados, según el consejo de Bonilla, en las palabras con que se expresan estas ideas42. Estudiada de esta manera, la atribución del texto a Cervantes nos parece más segura que la de «La tía fingida», incluso afirmaríamos que es más segura que establecer que un mismo ingenio había escrito tanto las Novelas exemplares como La Galatea43. Todos y cada uno de los temas de este texto se encuentran en Cervantes. También hay paralelos lingüísticos y estilísticos entre este texto y sus obras.

Claro que también hay discrepancias entre este texto y los escritos de Cervantes: sólo en una falsificación no habría ninguna. Entre los textos conocidos de Cervantes, también las hay. En la carta que manda Don Quixote a Sancho gobernador, por ejemplo, le recomienda que si hace «pragmáticas [...] que se guarden   —34→   y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hazerlas, no tuvo valor para hacer que se guardassen» (IV, 160, 1-8, II, 51), pero en el «Coloquio de los perros», según Bergança, «oy se hace una ley, y mañana se rompe, y quizá conviene que assí sea» (III, 185, 30-186, 1). En el texto que examinamos, «la codicia es raíz de todos los males» (7:13), que no concuerda con la identificación, en Don Quixote, de la envidia como «raíz de infinitos males» (III, 113, 18, II, 8). Pero en «El amante liberal» la necedad es «madre de todo mal suceso» (I, 143, 8-9) y en el «Coloquio de los perros» la ociosidad es «raíz y madre de todos los vicios» (III, 167, 31)44. En este texto los lisonjeros son más peligrosos que «los sueltamente malos, porque déstos huimos, y con los otros comunicamos» (9:8-14), lo cual no parece ser la opinión de Cervantes, pues en Don Quixote hallamos que «menos mal haze el hipócrita que se finge bueno que el público pecador» (III, 305, 23-25, II, 24; también «Coloquio de los perros», III, 216, 1-6). Sin embargo, en «La ilustre fregona» se comenta, como si fuera favorable, que «allí [en la pesca de los atunes] está [...] sin disfraz el vicio» (II, 269, 10-13). Mientras en Don Quixote se queja de que no se estimen las artes militares como en el pasado, en La Galatea era la poesía que desgraciadamente no se estimaba como antes (La Galatea, I, xlviii, 2-3, prólogo). En La Galatea, «a los tristes imaginativos coraçones, ninguna cosa les es de mayor gusto que la soledad» (I, 15, 16-18), en el Persiles la soledad es «alegre compañía de los tristes» (I, 308, 7-8, II, 19), pero en Don Quixote, «es consuelo en las desgracias hallar quien se duela dellas» (I, 333, 28-30, I, 24)45.

Por tanto, unas pequeñas diferencias no constituyen un grave reparo. Tampoco lo son unos pequeños paralelos con otros autores:   —35→   apenas hay autor literario de su época con el que no hay algún punto de contacto (como también ocurre con las obras cervantinas). Tomadas todas juntas, estas semejanzas temáticas, lingüísticas y estilísticas identifican a Cervantes.

Para rematar esta introducción, digamos que los temas del fragmento -la verdad, el amor, la corrupción de la sociedad, la vida pastoril, la edad de oro- no pueden tomarse como simples lugares comunes. Calificarlos de tales sólo mostraría, en primer lugar, el enorme influjo cultural que Cervantes ha tenido: mucho de lo que él trató nos es tan conocido, a veces desde la niñez, que nos parece que sus puntos de vista eran generales en la época. Mostraría también, forzoso es decirlo, nuestra incomprensión de la cultura del siglo XVI; y, en nuestra opinión, ha sido ésta bastante mal comprendida, sin avances notables desde Marcel Bataillon y Américo Castro. Cuando encontramos en tantas partes, cual etiqueta cómoda, el amor descrito como «neoplatónico», como si fuera el mismo para todos, y no, por el contrario, objeto de un serio examen a través de toda la centuria; cuando encontramos tantas veces, y de esto hace muy poco, que «Cervantes quería entrar en el mundo literario madrileño; la novela pastoril estaba de moda; escribió una», siendo La Galatea la más original, filosófica y religiosa de todas las llamadas novelas pastoriles46; cuando encontramos que «como novelista que era», a Cervantes únicamente le importaban los conceptos filosóficos como materia novelística y que su deseo de ver sus amigos «presto contentos en la otra vida» (Persiles, prólogo) se describe como «humor negro», muy difícilmente podemos decir que entendemos su época ni su pensamiento. Por lo tanto, al tratar de estos temas intentaremos, en la medida que nos sea posible, señalar cómo su tratamiento en este texto no sólo es cervantino, sino que no se corresponde a ningún otro autor de su tiempo.



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ArribaAbajoVI. La verdad

Comencemos con el mismo tema con que se inicia el texto: la verdad. ¿Qué tema más cervantino que éste? En ningún autor español encontramos defensa más apasionada de la verdad que en Cervantes.

El punto de partida de Don Quixote son las mentiras de los libros de caballerías. «Las historias fingidas tanto tienen de buenas y deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejança della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas», afirma Don Quixote (IV, 297, 11-15, II, 62); «los historiadores que de mentiras se valen avían de ser quemados» (Don Quixote, III, 68, 25-26, II, 3). «Al historiador no le conviene más de dezir la verdad», dice el narrador del Persiles (II, 174, 19-20, III, 18); «ninguna historia es mala como sea verdadera», dice el narrador en Don Quixote (I, 132, 14-15, I, 9). La nacionalidad española conlleva la obligación de ser verdadero, según Soldino (Persiles, II, 176, 31-32; III, 18). El colmo de todas las responsabilidades del caballero andante, a quien no es permitido mentir (I, 360, 5-7, I, 25), es ser «mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla» (III, 230, 9-11, II, 18). «Viva la verdad y muera la mentira», se proclama rotundamente en «El casamiento engañoso» (III, 143, 9-10), cuyo tema es los efectos nocivos del engaño.

Selanio y Cilenia los dos usan «la verdad» como muletilla: «si es verdad, como realmente lo es» (4:29-30); «bien se puede de mí   —38→   con verdad creer» (14:14); «para deciros verdad» (14:30). Esto se encuentra centenares de veces en las obras cervantinas, por lo cual sólo podemos citar unos pocos ejemplos:

El narrador en Don Quixote: «assí fue la verdad» (I, 376, 36-37, I, 26). Don Quixote: «si eso es verdad, como lo es» (I, 374, 26-27, I, 26); «confieso essa verdad» (III, 119, 6, II, 8); «assí es la verdad» (III, 332, 28, II, 26). Sancho: «en verdad, señor» (III, 112, 14, II, 8); «en verdad, señor nuestramo» (IV, 228, 28, II, 58); «verdad es que no tengo rozín» (III, 165, 9, II, 13); «en verdad, en verdad» (IV, 231, 24, II, 58). El Caballero del Bosque: «en verdad que comemos el pan en el sudor de nuestros rostros» (III, 163, 13-14, II, 13); «en verdad que lo yerra vuessa merced» (III, 164, 24-25, II, 13). Pedro el cabrero: «en verdad que todo lo merecía» (I, 158, 15-16, I, 12). Álvaro Tarfe: «en verdad en verdad que le hize muchas amistades» (IV, 381, 29-30, II, 72).

Y para no limitarnos a Don Quixote:

Elicio en La Galatea: «Verdad dizes» (I, 21, 4). Lauso: «Verdad dizes» (II, 169, 28). Lisandro: «Para certificarse más de la verdad que le dezía, que de allí adelante mirasse en ello» (I, 30, 7-9). Grisaldo: «Siendo esta verdad tan conoscida» (II, 16, 15-16). «Siendo verdad, como lo es» (Persiles, I, 152, 5, I, 23); «aprovechándome, pues, desta verdad» (II, 100, 23, III, 10); «verdad debió de dezir el predicador» (II, 111, 1, III, 11). «Para que quedes satisfecho desta verdad» («El amante liberal», I, 136, 29); «deve de ser verdad» (I, 138, 8-9).

En Cervantes, por consiguiente, no sólo una historia, sino una persona puede ser «verdadera». En «La gitanilla», dice Preciosa «en verdad que creo que eres bien nacido, y si a esto se junta el ser verdadero, yo cantaré la gala al vencimiento», a lo cual responde «el don Juan que había de ser Andrés Caballero»: «en todo aciertas, sino en el temor que tienes que no devo de ser muy verdadero, que en esto te engañas sin alguna duda. [...] En verdad que esta mañana di cuanto tenía a unas damas»47 . En este texto   —39→   lo mismo: Selanio tiene «crédito [...] de verdadero», y Cilenia no quiere que lo pierda (2:3-4)48.

Y otro paralelo más: la limpia verdad (3:7)49 es divina: «ha bajado del cielo50 para guiarlos a ellos [los que viven en el mundo] allá, sin consideración de quien es» (3:11-12). La misma asociación se encuentra en Don Quixote: «donde está la verdad está Dios» (III, 69, 13-14, II, 3). En este texto encontramos que la verdad es hija de Dios (3:1-2), y en el Persiles lo mismo (II, 105, 15-16, III, 10).


El verdadero tema religioso

El concebir a la verdad como hija de Dios parece derivarse de un refrán: «la verdad es hija de Dios»51. No es necesario insistir en la importancia cervantina de los refranes, citados tantas veces en su obra, elogiados e incorporados a la estructura misma de Don Quixote («quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda»; «dime con quién andas, dezirte he quién eres», etc.)52.

Si la verdad es la hija de Dios, es figura paralela a Cristo. Como Él, ha «bajado del cielo para guiarlos a ellos allá, sin consideración de quien es» (3:11-12), y fue «enviado» para hacer tal trabajo (3:18-19). «Los que no siguen sus pisadas, es por estar faltos del conocimiento de sus obras» (3:8-9). Sin embargo, en la   —40→   tierra sufrió «persecuciones y calamidades» (1:7; 3:13), resultado de «la malicia humana» (1:14).

Aunque sería de esperar que, como Cristo, hubiera vuelto al cielo (2:31), la verdad todavía está en la tierra, y quien la busca y desea la puede encontrar: «la verdad es tan bien contentadiza y afable, que de quienquiera que la busque se deja hallar» (1:17-18). Como Cristo, se puede llevar la verdad dentro de sí, metiéndola «dentro en su corazón y cuerpo» (1:20-21)53. El encuentro con la verdad es casi místico: quien la encuentra recibe «tan crecido contentamiento» que apenas lo aguanta (2:10-28). Compárense con estas palabras de Cipión: «Para entrar a servir a Dios, el más pobre es más rico; el más humilde de mejor linage; y con sólo que se disponga con limpieça de coraçón a querer servirle, luego le manda poner en el libro de sus gages»; estos gajes son «tan aventajados, que de muchos y de grandes, apenas pueden caber en su deseo» («Coloquio de los perros», III, 170, 15-21).

Poco dados a la verdad serán «los hombres dedicados al servicio y culto divino», de «la perfección de [cuya] vida y ventura», dice Selanio, «no puedo, debo ni quiero tratar» (10:10-11). Tal desprecio para algunos religiosos se encuentra plenamente documentado en las obras de Cervantes: «los religiosos, con toda paz y sossiego, piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y cavalleros ponemos en ejecución lo que ellos piden» (Don Quixote, I, 169, 22-26, I, 13)54. El culto a los santos es atacado muy   —41→   sutilmente en la discusión de Don Quixote y Sancho en el capítulo 8 de la segunda parte, y -por lo que no se dice- al final del Persiles. Si el tema no se desarrolla más, es por la misma autocensura que exhibe Selanio, para evitar mezclar lo divino con lo humano (Don Quixote, I, 37, 12-14, I, prólogo; II, 192, 20-24, I, 37; III, 94, 24-25, II, 6).





  —[42]→     —43→  

ArribaAbajoVII. La hipocresía

La verdad no es tan sólo una abstracción: se nota su presencia o ausencia en las acciones e instituciones humanas. Por «la verdad» se «descubre [...] enormes fraudes y engaños» en gente que aparece «sencilla, verdadera y casi santa» (3:4-5)55; en Don Quixote por «el toque de la piedra de la verdad» se entiende que «ni todos los que se llaman cavalleros lo son de todo en todo, que unos son de oro, otros de alquimia y todos parecen cavalleros» (III, 93, 26-31, II, 6). Unos «quieren dorar y cubrir, como píldoras con oro, sus vicios con la virtud que les es más vecina y aparente» (8:24-26). La misma imagen se encuentra en La Galatea: «Ponçoña disfraçada/ cual píldora dorada» (II, 56, 36-37).

«Otros hay que con hipocresías fingidas se quieren hacer estimar por virtuosos, caritativos y santos, y que les da grandes aldabadas el deseo de la virtud, y que todos la sigan. Y con este fingimiento y apariencia abren mayor puerta a sus vicios» (8:6-9). Los que tienen «maligno parecer», quieren que lo tengamos por «celo virtuoso» (8:29-30). Compárense las palabras de Cipión: «No sea tentación del demonio esa gana de filosofar que dizes te ha venido; porque no tiene la murmuración mejor velo para   —44→   paliar y encubrir su maldad disoluta, que darse a entender el murmurador que todo cuanto dize son sentencias de filósofos, y que el dezir mal es reprehensión, y el descubrir los defetos agenos buen zelo. Y no ay vida de ningún murmurante, que si la consideras y escudriñas, no la halles llena de vicios y de insolencias» («Coloquio de los perros», III, 180, 23-181, 4). Y poco más adelante, Bergança: «Aora promete uno de enmendarse de sus vicios, y de allí a un momento cae en otros mayores. Una cosa es alabar la disciplina, y otra el darse con ella». Y la respuesta de Cipión: «Si tú fueras persona, fueras hipócrita, y todas las obras que hizieras fueran aparentes, fingidas, y falsas, cubiertas con la capa de la virtud, sólo por que te alabaran, como todos los hipócritas hacen» (III, 186, 2-14)56.

Podríamos añadir más ejemplos, pues la diferencia entre la aparencia superficial de los hombres y la verdad de lo que son es tema desde 7:16 hasta 10:5, es decir, tema principal del texto que tenemos. Pero creemos que bastan los ya citados. Después de citar varios ejemplos sobre el mismo tema, Américo Castro acaba con un juicio que bien puede aplicarse a este texto: «considerando ahora en conjunto [los ejemplos anteriores], se ve que todos ellos presentan como rasgo general ser manifestación de insuficiente conocimiento de sí mismo y de deseo de afectar virtudes inexistentes. La afectación es para nuestro novelista cosa, como él diría, incomportable»57. Conocerse a sí mismo es el segundo de los consejos (después de «temer a Dios») que Don Quixote da a Sancho, por el cual no se henchirá como la rana que quiso igualarse con el buey (IV, 51, 7-11, II, 42): es exactamente lo que, en el texto que examinamos, tiene el hombre tranquilo, el cristiano filósofo (10:13-19), y lo que Selanio quiere aplicarse a sí mismo (10:5-8).



  —45→  

ArribaAbajoVIII. El gobierno

Resultado de esta hipocresía y falta de autoconocimiento es el descrédito del gobierno. Muchos quieren e incluso llegan a ser gobernadores, «sin tener respeto a si tienen suerte, entendimiento y capacidad para hacerlo o no» (7:18-19); por consiguiente, «muchas veces manda y gobierna el necio hinchado y soberbio» (7:10). «Yo he visto ir más de dos asnos a los goviernos», dijo Sancho (III, 420, 9-10, II, 33).

En el texto hay, incluso, una acusación vaga y general a «los reyes»: «se ha extendido a tantos que ha torcido y sacado del camino de la virtud -lástima lamentable y grande- a los reyes» (7:10-12). Que Cervantes no aprobó la conducta de Felipe III lo parecen indicar las palabras siguientes de Mauricio en Persiles: «las verdades de las culpas cometidas en secreto, nadie ha de ser osado de sacarlas en público, especialmente las de los reyes y príncipes que nos goviernan; sí que no toca a un hombre particular reprehender a su rey y señor, ni sembrar en los oídos de sus vasallos las faltas de su príncipe, porque esto no será causa de enmendarle» (I, 96, 18-25, I, 14 [véase también Persiles, I, 166, 10-12, II, 2]).

No sólo los monarcas, sino todos los poderosos están rodeados de gente que fomenta sus propios fines por medio de mentiras: «Otros hay que ni duermen ni comen, y andan embelesados tras   —46→   la vana privanza de los príncipes y señores58[...] haciendo mil reverencias y sumisiones, volviéndose de más colores que un camaleón, al gusto y voluntad de los señores» (7:21-25). Son personas «fáciles, sin valor ninguno, que cualquier viento los lleva, cuyo oficio es adular» (9:8-9)59. En la segunda parte de Don Quixote encontramos en boca del protagonista la misma queja: «Unos van por el ancho campo de la ambición sobervia, otros por el de la adulación servil y baxa, otros por el de la hipocresía engañosa y algunos por el de la verdadera religión» (III, 390, 21-24, II, 32). «Siempre los ricos [...] hallan quien canonize sus desafueros y califique por buenos sus malos gustos» («La fuerça de la sangre», II, 116, 25-27); «las necedades del rico por sentencias passan en el mundo» (Don Quixote, IV, 60, 18-19, II, 43); «de los vassallos leales es dezir la verdad a sus señores en su ser y figura propia. [...] Si a los oídos de los príncipes llegase la verdad desnuda, sin los vestidos de la lisonja60, otros siglos correrían, otras edades serían tenidas por más de hierro que la nuestra» (Don Quixote, III, 55, 22-30, II, 2). Según el narrador, «¡Oh fuerça de la adulación, a cuánto te estiendes!» (Don Quixote, III, 234, 30-31, II, 18); «los ricos tienen quien los lisongee y acompañe» (III, 273, 8, II, 21); y según el licenciado Vidriera: «Yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüença y no sé lisongear» (II, 90, 30-91, 2)61.

El gobierno, pues, es un trabajo desagradable; debajo de la capa de autoridad y mando del gobierno está encubierto «mal y   —47→   desabrimiento» (7:19-21); es una «pesada carga [...] que tanto muele a quien no cae en la cuenta de su pesadumbre» (10:29-30)62. Es ésta una conclusión a la que precisamente llega Sancho: «aora verdaderamente que entiendo que los juezes y governadores deven de ser, o han de ser, de bronze» (IV, 123, 13-15, II, 49). «Las riquezas que se ganan en los tales goviernos son a costa de perder el descanso y el sueño» (IV, 196, 23-25, II, 54); sólo los aguanta el hombre codicioso, que Sancho ya no es (IV, 95, 24-28, II, 54).



  —[48]→     —49→  

ArribaAbajo IX. La vida del campo

Todos estos defectos son típicos de la ciudad y la corte. Ningún elogio y varios ataques a la vida de la ciudad se encuentran en las obras de Cervantes. Madrid, en el Parnaso, es calificado de «sitio [...] mentiroso» (Parnaso, 17, 2) y Don Juan dice, como si fuera algo excepcional: «la palabra que yo doy en el campo, la cumpliré en la ciudad» («La gitanilla», I, 69, 3-4). En la ciudad, «por medio del favor y de las dádivas, muchas cosas dificultosas se acaban» (Don Quixote, IV, 326, 4-6, II, 65).

Contrasta con la deficiencia moral de la vida cortesana la vida en el campo, que Selanio prefiere y comenta extensamente a Cilenia. La misma preferencia encontramos a través de toda la obra cervantina. Las condiciones favorables a la creación literaria para Cervantes son: «el sossiego, el lugar apazible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu» (Don Quixote, I, 29, 15-18, I, prólogo). Sus personajes -entre ellos Grisóstomo y sus amigos, Marcela, Anselmo y Eugenio (Don Quixote, I, 51), Carriazo y Avendaño («La ilustre fregona»), acaso incluso Roque Guinart- repetidas veces prefieren y escogen la vida rural. Una de las atracciones de la vida de caballero andante para Don Quixote, sin duda, -y costumbre que querría restablecer- era la de «dormir por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuesse debaxo   —50→   de dorados techos» (III, 249, 2-5, II, 19; también I, 118, 21-30, I, 8; I, 203, 7-16, I, 15). Su alegría cuando entra en Sierra Morena y cuando deja el castillo de los duques; su desprecio para los blandos caballeros cortesanos (III, 91, 17-94, 8, II, 6); la «nueva y pastoril Arcadia» que encuentra en el capítulo II, 58; su proyecto de «hazerse aquel año pastor y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, exercitándose en el pastoral y virtuoso exercicio» (IV, 392, 1-6, II, 73) muestra bien que no se trata sólo de un estereotipo literario o del deseo de escribir según los supuestos cánones de un género.

Para mostrar hasta qué punto es cervantino el tema del elogio de la vida del campo (10:12-14:8), y cómo en sus obras aparece en la misma forma que en este texto, vamos a examinar unos pasajes. Señalemos, para comenzar, los paralelos entre el elogio en este texto, y el discurso de Don Quixote sobre el cuerpo durmiente y roncador de Sancho Panza, durante las bodas de Camacho (III, 250, 4-30, II, 20):

  —50-51→  

Apenas la blanca aurora [...] don Quixote,
sacudiendo la pereza de sus
miembros63 [...] dixo:
Se levanta por la mañana, y sacudiendo
de sus miembros la pereza
(12:29)
¡O tú, bienaventurado sobre quantos
viven sobre la haz de la tierra,
pues,
El que más entre todos es venturoso...
(10:8-9)
sin tener invidia ni ser invidiado, El que tiene envidia, que le roe
como carcoma las entrañas (8:27-
28)
duermes con sossegado espíritu...! duermen a sueño suelto, con quietud
y sosiego (12:12-13)
Duerme, digo otra vez, y lo diré
otras ciento, sin que te tengan en
contina vigilia zelos de tu dama, ni
te desvelen pensamiento de [...] lo que
has de hazer para comer otro día
tú y tu pequeña y angustiada familia,
gozar siempre de su vista, sin miedo
y sobresalto de perderla (14:
18-19)
ni lo que ha de comer el día siguiente
(12:15)
ni la ambición te inquieta, tocan los unos y los otros en ambición
(8:15-16)
ni la pompa vana del mundo te
fatiga,
ni le da cuidado el buscar con qué
sustentar la vanidad que el mundo
usa (12:15-16)
pues los límites de tus desseos no
se estienden a más que a pensar tu
jumento; que el de tu persona sobre
mis ombros le tienes puesto, contrapeso
y carga que puso la naturaleza
y la costumbre a los señores.
sin tener más apetito ni deseo que
de lo que tiene presente (11:24-25)
ni se halla obligado a la pesada carga
del cumplimiento que tanto muele
a quien no cae en la cuenta de
su pesadumbre (10:28-30)
Duerme el criado y está velando el
señor, pensando cómo le ha de sustentar,
mejorar y hazer mercedes.
sin que los desvele el [...] acompañamiento
de los que gobiernan el mundo
(12:13-14)

Podemos hacer lo mismo con la descripción de su vida que da a Andrés «un elocuente y viejo gitano» («La gitanilla», I, 78, 2-80, 25):

  —51-53→  

Nosotros guardamos inviolablemente
la ley de la amistad...
Por este endiablado y pestilencial
monsstruo [el hambre del oro] se
vuelve muchas veces el amistad y
amor en odio y aborrecimiento temerario
(7:2-4)
libres vivimos de la amarga pestilencia
de los zelos...
gozar siempre de su vista, sin miedo
y sobresalto de perderla (14:
18-19)
Nosotros somos los juezes... Por esta maldita y descomulgada codicia
no una, sino mil veces se corrompe
y tuerce la justicia (7:5-7)
Con estas y con otras leyes y estatutos,
nos conservamos y vivimos
alegres;
Cumpliendo por lo menos con la ley
natural (10:19-20)
Sin que en ellos reine tristeza
(11:32)
Con corazón alegre (12:28)
somos señores de los campos, de los
sembrados, de las selvas, de los montes,
de las fuentes y de los ríos.
Cuando me cansara el valle, fuérame
a la sierra, y cuando la sierra a
lo llano, de lo llano a los bosques y
montañas. Cuando el andar me cansara,
sentárame en la ribera de algún
claro río o arroyo (13:24-27)
Los montes nos ofrecen leña de valde;
los árboles frutas; las viñas,
ubas; las huertas hortaliza; las fuentes
agua, los ríos pezes y los vedados
caça, sombra las peñas, aire fresco
las quiebras,
seguir y perseguir la caza, sustentando
su cabaña de la que cada día
mata (11:4-5)
y casas las cuevas... aunque fuese en una cueva (14:16-
17)
Para nosotros son los duros terrenos
colchones de blandas plumas...
Por dorados techos y suntuosos palacios
estimamos estas barracas y
movibles ranchos...
tendidos en el blanco heno, no echan
menos las ricas cortinas ni los toldados
aposentos, sirviéndoles de lo
uno y de lo otro el cóncavo convés
del cielo, y los verdes y hojosos árboles
(12:10-12)64.
El cuero curtido de nuestros cuerpos,
nos sirve de arnés impenetrable
que nos defiende;
No busca ni le da pena que tengan
fino temple los arneses (12:16-17)
No trabajaban en hacer para su defensa
arneses (13:18-19)
a nuestra ligereza no la impiden
grillos ni la detienen barrancos, ni
la contrastan paredes...
libre destas cosas, suelto y desembarazado...
cruza y atraviesa los montes,
valles y setos, sin que le impidan
los ríos y aspereza de montañas
(10:30-11:4)
Ni sustentamos bandos, ni madrugamos
a dar memoriales, ni [a] acompañar
magnates, ni a solicitar favores...
No le aprieta[n] ni congojan las revueltas
de las ciudades, ni por odio,
amor ni interés se inclina a los bandos
que hay en ellas, ni le trae desatinado
y ciego la pasión y ambición
de los ciudadanos, ni los embustes
y enredos con que solicitan cátedras
y oficios en la república. (12:21-25)
Somos astrólogos rústicos... La verdad, el tiempo, ni el movimiento
de los cielos no han quitado
el conocimiento del bien (4:3-4)
Tenemos lo que queremos, pues nos
contentamos con lo que tenemos.
sin tener más apetito ni deseo que
de lo que tiene presente (11:24-25)

Son tantos los pasajes en que Cervantes elogia la vida fuera de las ciudades, la vida libre del campo, que tememos fatigar al lector: es el tema que informa toda su obra. Dejando la presentación en columnas paralelas, citamos otros elogios anotando sólo algún paralelo ideológico o lingüístico sin comentar el parecido general, evidente.

Sancho al rucio, abandonando su gobierno (IV, 183, 7-184, 15, II, 53): «Venid vos acá, compañero mío y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias (4:30-31); quando yo me avenía con vos, y no tenía otros pensamientos que los que me davan los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo (11:25-27), dichosas (14:18) eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dexé y me subí sobre las torres de la ambición y de la sobervia (7:28-29; 8:15-17), se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil dessassossiegos (7:19-21; 10:28-30) [...] Dexadme volver a mi antigua libertad (13:21-22); dexadme que vaya a buscar la vida passada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser governador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas; mejor se me entiende a mí de arar y cabar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos; bien se está   —54→   San Pedro en Roma; quiero dezir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido (13:17-18): mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de governador (13:20-21); más quiero hartarme de gazpachos que estar sugeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre (11:14-24), y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano, y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno (11: 12-14; 11:27-30), en mi libertad, que acostarme con la sugeción del govierno entre sábanas de olanda, y vestirme de martas cebollinas (12:10-14).»

Don Quixote a Sancho, al salir de la casa de los duques (IV, 224, 11-225, 2, II, 58): «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos (10:30); con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre (6:22-27) [...] Bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo, que dexamos, hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bevidas de nieve me parecía a mí que estava metido entre las estrecheças de la hambre; porque no se gozava con la libertad que lo gozara si fueran míos (11:17-25); que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recebidas son ataduras que no dexan campear al ánimo libre (7:21-25; 9:7-13). ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedaço de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo (11:20)!»

Don Quixote a Sancho, describiéndole la vida en tanto que pastores Quixotiz y Pancino (IV, 338, 25-339, 8; II, 67): «Nos andaremos por los montes, por las selvas y por los prados (11:3, 13:24-26), cantando aquí, endechando allí (11:5-6), beviendo de los líquidos cristales de las fuentes, o ya de los limpios arroyuelos (11:21-22), o de los caudalosos ríos (10:23-24). Daránnos con abundantíssima mano de su dulcíssimo fruto las encinas (11:16), assiento los troncos de los duríssimos alcornoques, sombra los sauces (11:14), olor las rosas, afombras de mil colores matizadas los estendidos prados (12:31-32), aliento el aire claro y puro, luz la luna y las estrellas, a pesar de la escuridad de la noche, gusto el canto, alegría el lloro, Apolo versos, el amor conceptos   —55→   (14:10-12), con que podremos hazernos eternos y famosos (14:14-15), no sólo en los presentes, sino en los venideros siglos» (8:10-13).

Teolinda, en La Galatea: «Mis padres son labradores, y a la labrança del campo acostumbrados, en cuyo exercicio les imitava (13:16-18), trayendo yo una manada de simples ovejas por las dehesas concegiles de nuestra aldea, acomodando tanto mis pensamientos al estado en que mi suerte me havía puesto (10:24-27), que ninguna cosa me dava más gusto que ver multiplicar y crecer mi ganado, sin tener cuenta con más que con procurarle los más fructíferos y abundosos pastos, claras y frescas aguas que hallar pudiesse (11:25-28). No tenía ni podía tener más cuidados que los que podían nascer del pastoral oficio en que me occupava. Las selvas eran mis compañeras, en cuya soledad muchas vezes, convidada de la suave armonía de los dulces paxarillos (13:7-9), despedía la voz a mil honestos cantares (11:5-6), sin que en ellos mezclasse sospiros ni razones que de enamorado pecho diessen indicio alguno. ¡Ay, quántas vezes, sólo por contentarme a mí mesma y por dar lugar al tiempo que se passasse, andava de ribera en ribera, de valle en valle (13:24-27), cogiendo aquí la blanca açucena, allí el cárdeno lirio, acá la colorada rosa, acullá la olorosa clavelina, haziendo de todas suertes de odoríferas flores una texida guirnalda (12:32-33), con que adornava y recogía mis cabellos...! (I, 51, 23-52, 17). Un día [...] acertamos a pasar todas juntas por un deleitoso bosque que entre el aldea y el río está puesto, adonde hallamos una junta de agraciados pastores, que a la sombra de los verdes árboles pasaban el ardor de la caliente siesta (I, 55, 6-20). [Un pastor] cantó [...] ciertas alabanças del pastoral estado y de la sossegada vida del campo (I, 57, 18-20). Los zagales vecinos y forasteros ["vecinos y comarcanos", poco más abajo] se exercita[ron] [...] en algunos pastoriles exercicios» (I, 60, 30-32) (11:21-12:8).

Darinto describe su vida así: «Quando me paro a considerar, agradables pastores, la ventaja que haze al cortesano y sobervio trato el pastoril y humilde vuestro, no puedo dexar de tener lástima a mí mesmo, y a vosotros una honesta embidia (10:13;   —56→   10:21) [...] porque veo con quánta curiosidad vos y yo, y los que siguen el trato nuestro, procuramos adornar las personas, sustentar los cuerpos y augmentar las haziendas (12:15-21), y quán poco viene a luzirnos, pues la púrpura, el oro, el brocado que sobre nuestros cuerpos echamos, como los rostros están marchitos de los mal digeridos manjares, comidos a desoras, y tan costosos como mal gastados, ninguna cosa nos adornan, ni pulen, ni son parte para que más bien parezcamos a los ojos de quien nos mira, todo lo qual puedes ver diferente en los que siguen el rústico exercicio del campo (10:25-26; 11:13), haziendo experiencia en los que tienes delante, los quales podría ser, y aun es assí, que se huviessen sustentado y sustentan de manjares simples y en todo contrarios de la vana compostura de los nuestros (11:14-21); y, con todo esso, mira el moreno de sus rostros, que promete más entera salud que la blancura quebrada de los nuestros, y quán bien les está a sus robustos y sueltos miembros un pellico de blanca lana, una caperuza parda y unas antiparas de qualquier color que sean (11:12-14), y con esto a los ojos de sus pastoras deven de parecer más hermosos que los vizarros cortesanos a los de las referidas damas. ¿Qué te diría, pues, si quisiesse, de la senzillez de su vida, de la llaneza de su condición y de la honestidad de sus amores (11:31-12:7)? No te digo más sino que conmigo puede tanto lo que de la vida pastoral conozco, que de buena gana trocaría la mía con ella (13:21-23).» (La Galatea, II, 33, 15-34, 21.)

A esta descripción sigue la canción de Lauso, cantada por Damon (II, 36-40), de la que sólo citamos unos versos:



¡O, una, y tres, y quatro,
cinco, y seis y más vezes venturoso
el simple ganadero,
que con un pobre apero,
vive con más contento y más reposo
que el rico Crasso o el avariento Mida,
pues con aquella vida
robusta, pastoral, senzilla y sana,
de todo punto olvida
esta mísera falsa cortesana!...
—57→
En el margen sentado de algún río (13:26-27)
de verdes sauzes y álamos cubierto,
con rústico concierto suelta la voz... (11:5-6)

    Poco allí le fatiga el rostro grave
del privado, que muestra en apariencia
mandar allí do no es obedecido,
ni el alto exagerar con voz suave
del falso adulador... (7:21-30)

    Reduze a poco espacio sus pisadas,
del alto monte al apacible llano... (13:25-26)

    ¿Quién tendrá vida tal en menos precio?
¿Quién no dirá que aquella sola es vida
que al sossiego del alma se encamina? (6:16-17)
El no tenerla el cortesano en precio,
haze que su bondad sea conoscida
de quien aspira al bien, y al mal declina.
¡O vida, do se afina
en soledad el gusto acompañado!
¡O pastoral baxeza
más alta que la alteza
del cetro más subido y levantado!
¡O flores olorosas, oh sombríos
bosques, oh claros ríos!
¡Quién gozar os pudiera un breve tiempo (13:21-22)
sin que los males míos (13:29)
turbassen tan honesto passatiempo!



Renato, en la isla de las Ermitas: «Dexáronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compañía en estos árboles (13:5-7), en estas yervas y plantas, en estas claras fuentes, en estos bulliciosos y frescos arroyuelos (11:20-22; 13:26-30), que de nuevo me tuve lástima a mí mismo de no haber sido vencido muchos tiempos antes, pues con aquel trabajo huviera venido antes al descanso de gozallos. ¡Oh soledad, alegre compañía de los tristes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas, sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! (9:9) ¡Oh, qué de cosas dixera, señores, en alabança de la santa soledad y del sabroso silencio!» (Persiles, I, 307, 32-308, 12, II, 19).

  —58→  

Soldino, en Persiles, III, 18: «Estos árboles, con su apacible sombra, os servirán de dorados techos, y la yerva deste ameníssimo prado, si no de muy blandas, a lo menos, de muy blancas camas (12:10-12). [...] Yo levanté aquella ermita, y con mis braços y con mi continuo trabajo cabé la cueva (14:16-17), y hize mío este valle (13:24), cuyas aguas y cuyos frutos con prodigalidad me sustentan. Aquí, huyendo de la guerra, hallé la paz; la hambre que en esse mundo de allá arriba [...] tenía, halló aquí a la hartura; aquí, en lugar de los príncipes y monarcas que mandan en el mundo, a quien yo servía (12:23-25), he hallado a estos árboles mudos, que aunque altos y pomposos, son humildes; aquí no suena en mis oídos el desdén de los emperadores, el enfado de sus ministros (12:25-26); aquí no veo dama que me desdeñe, ni criado que mal me sirva (12:20-21); aquí soy yo señor de mí mismo; aquí tengo mi alma en mi palma, y aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis desseos al cielo (13:29-31); aquí he dado fin al estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de las estrellas y el movimiento del sol y de la luna (14: 1-6). [...] Hay sitios y lugares en el mundo saludables más que otros...65» (II, 175, 2-177, 6).

En fin, hay paralelos notables en la descripción de la vida picaresca que se nos ofrece al principio de «La illustre fregona»: «Carriazo [...] se fue por esse mundo adelante, tan contento de la vida libre, que en la mitad de las incomodidades y miserias que trae consigo, no echava menos la abundancia de la casa de su padre (11:15-18), ni el andar a pie le cansava (11:3-4; 13:26), ni el frío le ofendía, ni el calor le enfadava (11:25-29). Para él todos los tiempos del año (13:1-2) le eran dulce y templada primavera. También dormía en parvas, como en colchones; con tanto gusto se soterrava en un pajar de un mesón, como si se acostara entre dos sábanas de olanda (12:10-11). [...] Carriazo [...] era generoso y bien partido con sus camaradas. Visitava pocas veces las hermitas de Baco. [...] En Carriazo vio el mundo un pícaro virtuoso,   —59→   limpio, bien criado y más que medianamente discreto... ¡Allí [en la pesca de los atunes] está... la hartura abundante, sin disfraz el vicio (8:6-10)...! Allí campea la libertad (10:30) y luze el trabajo; allí van o embían muchos padres principales a buscar a sus hijos, y los hallan; y tanto sienten sacarlos de aquella vida, como si los llevaran a dar la muerte. Pero toda esta dulçura que he pintado, tiene un amargo azíbar que la amarga (8:20), y es no poder dormir sueño seguro (12:12-13)...» (II, 267, 19269, 26).



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ArribaAbajo X. Los árboles

En el texto que examinamos, el elemento natural que más veces se menciona, y con gusto notable, son los árboles. El hombre fuerte, sano y bien ejercitado busca «arboledas donde sestear en verano» (11:27) y se echa «debajo de los frondosos árboles» (11:14); los hombres rústicos «no echan menos las ricas y abrigadas cortinas ni los toldados aposentos, sirviéndoles de lo uno y de lo otro el cóncavo convés del cielo, y los verdes y hojosos árboles» (12:10-12)66. Éstos no sólo le alimentan con «silvestres frutas» (11:15), sino le recrean su afligido espíritu (13:27-29). Se menciona específicamente a varios árboles, no sólo las encinas, en las cuales están encaramadas las cabras (11:12)67, sino el álamo y el ciprés: «Tienen por felicidad mirar con la gana con que la vid se va enredando en el álamo, y la presa que la hiedra hace en el alto ciprés hasta ocupar lo más empinado de su altura» (13:5-7)68. No sólo se mencionan las bellotas, símbolo   —62→   de la edad de oro69, sino también castañas y nueces (11:16). Tal amor para los árboles y tal precisión en su descripción no son típicos de las obras bucólicas. En El pastor de Phílida, por ejemplo, apenas se menciona árbol alguno. En La Diana se describen superficialmente: no hay sino «muy espessos salzes y alisos, entre los quales avía otros muchos géneros de árboles más pequeños» (p. 131, II. 8-9); «unos verdes alisos» (p. 246, I. 24); «salzes y verdes alisos y otros diversos árboles» (p. 280, II. 22-23)70. Lo mismo en la Diana enamorada: «los verdes árboles» (p. 16, I. 19) «convidado del sombrío de los amenos alisos» (p. 39, I. 19) «sentada debaxo unos alisos» (p. 74, I. 13) «un ameno bosquezillo, donde los espessos alisos hazían muy apacible sombrío» (p. 88, II. 27-28) «una espesura de árboles» (p. 108, II. 3-4)71. En La constante Amarilis de Cristóbal Suárez de Figueroa, hay variedad de árboles, pero enumerados sin ninguna emoción ni aprecio: «En lo más alto firmes se muestran la encina, roble, castaño y ciprés, el nogal, pino y fresno... Mirando más abaxo los confines de aquellos manantiales ocupados se ven de álamos, sauzes, hayas, olmos y alisos, y por cuyos troncos a porfía suben vides, mosquetas, hiedras y jazmines»72.

El autor en que se hallan mayores y más sentidas referencias a los árboles es Cervantes. En sus obras, como en este texto, se mencionan específicamente: Grisóstomo quería que le enterraran «donde está la fuente del alcornoque» (I, 155, 21-22, I, 12); «Sancho se quedó dormido al pie de un alcornoque, y don Quixote, dormitando al de una robusta enzina» (III, 156, 23-25, II, 12); «aviendo andado una buena pieça por entre aquellos castaños y árboles sombríos...» (Don Quixote, I, 275, 4-6, I, 20); «se metieron en la alameda, y don Quixote se acomodó al pie de un   —63→   olmo y Sancho al de una haya» (III, 357, 16-18, II, 28); en un pasaje ya citado, «daránnos con abundantíssima mano de su dulcíssimo fruto las encinas, assiento los troncos de los duríssimos alcornoques, sombra los sauces» (Don Quixote, IV, 338, 30-339, I, II, 67). Sancho no sólo sube a un árbol para ver el combate entre su señor y el Cavallero de los Espejos, sino que se puntualiza tres veces que este árbol fue un alcornoque (III, 184, 13 y 28; III, 185, 31, II, 14). Hasta se burla de la precisión: «le tomó la noche entre unas espessas encinas, o alcornoques; que en esto no guarda la puntualidad Cide Hamete que en otras cosas suele» (IV, 255, 14-16, II, 60; también IV, 348, 23-24, II, 68).

Tanto como en este texto, en las obras de Cervantes aparecen a menudo las «silvestres frutas». Los cabreros comen «gran cantidad de bellotas avellanadas» (Don Quixote, I, 147, 5, I, 11); la duquesa escribe a Teresa Pança: «dízenme que en esse lugar ay bellotas gordas; embíeme hasta dos dozenas, que las estimaré en mucho» (Don Quixote, IV, 145, 6-8, II, 50); según Sancho, «con un puño de bellotas o de nueces nos solemos passar entrambas ocho días» (Don Quixote, IV, 280, 12-13, II, 62). Igualmente en las obras de Cervantes hallamos que los hombres de día descansan y de noche duermen debajo de los árboles: «a la fresca sombra de los verdes árboles... te ayudaré a llevar la pesada carga de tus trabajos» (La Galatea, I, 9, 28-30); «aviéndoles combidado una cercana selva que a su mano derecha se descubría, determinaron de passar en ella el rigor de la siesta que les amenazava, y aun quiçá la noche» (Persiles, II, 211, 27-212, 3, IV, 2); «aquella noche la passaron entre unos árboles» (Don Quixote, I, 118, 21-22, I, 8); «quál ay que pasa todas las horas de la noche sentado al pie de alguna enzina o peñasco» (Don Quixote, I, 163, 1-3, I, 12)73. Cardenio, recordará el lector, vivía   —64→   «metido en el hueco de un grueso y valiente alcornoque» (I, 327, 28-29, I, 23; también I, 408, 20-21, I, 27) y Feliciana de la Voz tenía «un modo de lecho» en «un hueco [...] que en una valiente enzina se hazía» (II, 25, 6-10, III, 2).

Quien conoce las obras de Cervantes no se extrañará de que Selanio encuentre recreación para su espíritu y suspensión de sus males «con el ruido del movimiento que el aire hace, sacudiendo las hojas de los árboles» (13:27-29). Según Renato, «dexáronme entregado a mi soledad, donde hallé tan buena compañía en estos árboles [...] que [...] me tuve lástima a mí mismo de no aver sido vencido muchos tiempos antes, pues con aquel trabajo huviera venido antes al descanso de gozallos» (Persiles, I, 307, 32-308, 7, II, 19). «Sollazando estava Periandro; [...] hazíanle los árboles compañía, y un aire blando y fresco le enjugava las lágrimas» (Persiles, II, 277, 7-11, IV, 12). Don Quixote, al principio de su «penitencia», se dirige a los árboles: «Éste es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continos y profundos sospiros moverán a la contina las hojas destos montarazes árboles, en testimonio y señal de la pena que mi assendereado coraçón padece.» (I, 357, 5-11, I, 25). «¡O solitarios árboles, que desde oy en adelante avéis de hazer compañía a mi soledad: dad indicio, con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia!» (I, 357, 32-358, 4, I, 25). Aunque al principio quería imitar a Roldán, quien -primera de sus locuras- «arrancó los árboles» (I, 353, 17, I, 25), al fin se pregunta: «¿Para qué quiero yo [...] dar pesadumbre a estos árboles, que no me han hecho mal alguno?» (I, 374, 27-29, I, 26)74.



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ArribaAbajo XI. La verdadera naturaleza

En el campo se vive en contacto con la naturaleza, obra de Dios, de calidad sin comparación a la de las ciudades humanas. Aunque idéntico sentimiento existe hoy día en forma diferente, se suele despreciar esta actitud afirmando que tan sólo se trataba de describir un «lugar ameno», una naturaleza idealizada y falsa. Ni es tal en este texto, ni en las obras cervantinas.

El hombre feliz, campestre, tiene que habérselas con los extremos de temperatura: «[no le da] otra cosa cuidado más que [...] buscar lugar fresco y de arboledas donde sestear en verano [...] y solanas reparadas de los helados vientos para el invierno» (11: 25-29). Le hacen falta mastines para proteger sus ovejas de los lobos (11:10-11)75. Don Quixote sufre «el ardor de la más enfadosa siesta del verano», y, según el cabrero, tenía que «dormir debaxo de techado, porque el sereno os podrá dañar la herida» (I, 164, 1-2, I, 12); en la sierra, pues «el calor y el día que allí llegaron, era el mes de agosto, que por aquellas partes suele   —68→   ser el ardor muy grande», era especialmente agradable que «hazían sombra agradable y fresca otras peñas y algunos árboles que allí estaban» (I, 288, 25-29, I, 27). El ama de Don Quixote le pregunta: «¿Podrá vuessa merced passar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos?» (IV, 394, 23-25, 11, 73).



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ArribaAbajo XII. La filosofía en el campo

A pesar de los extremos de temperatura, animales peligrosos y otros inconvenientes, la vida en el campo conlleva la felicidad. No se trata tan sólo de que la naturaleza sea bella y variada, sino que todo le sienta bien al sabio que habita en ella.

Sin duda esta actitud tiene su origen en el convencimiento de que la vida campestre tiene como ventaja la de abocar al hombre a la especulación filosófica. El cristiano filósofo no sólo tiene conocimiento de sí mismo, «tiene conocimiento de las causas por sus efectos» (10:15-16 ) 76. «Arrebatado de causa en causa, lleg[a] hasta contemplar la suma alteza de la universal y principal, que es el sumo hacedor de todo lo criado, y con cuán soberana magestad y grandeza lo crió, y que con tan maravilloso orden y concierto lo rige y gobierna, ordenando y dividiendo los tiempos y dando movimiento a los cielos, para que con él [...] influya la virtud en la tierra para criar, sazonar y madurar los frutos della,   —70→   con que se sustenta la humana generación y todas las especies de animales, a quien ordenó sirviese todo. Y destas consideraciones viniera, mi señora, a sacar algún rastro, luz y conocimiento de la fragilidad y miseria de la vida presente, con que descansara mi alma, viendo que la salida della había de ser principio de descanso» (13:10-14:8).

Como hemos visto, la preferencia de los personajes cervantinos por la vida del campo puede comprobarse a través de toda su obra, aunque se trate de personajes cultos que han aprendido a elegir el campo. En La Galatea se nota el interés de Cervantes en el descubrimiento por parte de los pastores de principios filosóficos, aunque en esta obra se rechaza tal posibilidad77. Cuando acaba la primera parte de Don Quixote, ya ha llegado a otra conclusión. Según el cura Pero Pérez, por insólito que parezca, «sé de esperiencia que los montes crían letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos» (Don Quixote, II, 378, 13-15, I, 50)78; «el canónigo [...] con estraña curiosidad notó la manera con que le avía contado [su cuento], tan lexos de parecer rústico cabrero quan cerca de mostrarse discreto cortesano; y, assí, dixe que avía dicho muy bien el cura en dezir que los montes criavan letrados» (Don Quixote, II, 389, 8-13, I, 52).

No sólo en el texto que examinamos, sino en todos los textos cervantinos se hallan, como elemento clave del estudio filosófico de la naturaleza, los cielos. Soldino, en un pasaje del Persiles que hemos citado, dice que «aquí por vía recta encamino mis pensamientos y mis desseos al cielo; aquí he dado fin al estudio de las matemáticas, he contemplado el curso de las estrellas y el movimiento del sol y de la luna» (III, 175, 17-21, III, 18). En La Galatea, encontramos que «los antiguos philósophos, ciegos y sin lumbre de fe que los encaminasse, llevados de la razón natural, y traídos de la belleza que en los estrellados cielos y en la máquina y redondez   —71→   de la tierra contemplavan, admirados de tanto contento y hermosura, fueron con el entendimiento rastreando, haziendo escala por estas causas segundas, hasta llegar a la primera causa de las causas, y conocieron que havía un solo principio sin principio de todas las cosas» (La Galatea, II, 63, 7-16). Marcela nos afirma que «tienen mis desseos por término estas montañas; y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, passos con que camina el alma a su morada primera» (Don Quixote, I, 189, 9-12, 1, 14). Y por fin, nos explica un «guiador del vagaje» en el Persiles que «si yo no conociera a Dios por lo que me han enseñado mis padres y los sacerdotes y ancianos de mi lugar, le viniera a rastrear y conocer viendo la inmensa grandeza destos cielos» (II, 111, 5-9, III, 11).



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