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Las señoritas de hogaño y las doncellas de antaño

Ramón López Soler



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Capítulo I

El ama y la sobrina

     El lector tendrá la bondad de trasladarse con nosotros a una hermosa quinta del reino de Granada, donde vivía habrá como veinte años una familia acomodada y virtuosa. Don Alberto Ludueña se había enriquecido en el comercio: y todo su conato, desde que perdió a una esposa querida, fue el dar culta educación a Matilde, única hija suya, en quien brillaban las dotes del ingenio y las gracias de la hermosura. La casa de campo de que hablamos anunciaba por todas partes la riqueza y el buen gusto de su dueño. Verjas, escalinatas, columnas, estanques y jardines formaban un magnífico conjunto, excitando la admiración del peregrino y la curiosidad de los viajeros. Las salas interiores correspondían a esta grandeza exterior, lo mismo que los suntuosos muebles que las engalanaban. Sobre todo una de ellas de forma ovalada, con puerta al fondo correspondiendo al jardín y otras dos colaterales que llevaban a varios aposentos, tenía tal elegancia en las líneas, tan buen gusto en los adornos, que era el sitio predilecto de la familia, y la pieza que regularmente preferían cuantos visitaban la quinta.

     Allí se hallaba en el momento de que hablamos una joven sobrina de don Alberto enteramente absorta en retocar y pulir cierto dibujo que iba trazando. Un ama de gobierno, mujer antigua en la casa, frisando en los cincuenta de la edad, entraba a la sazón por una de las puertas que hemos dicho, y cariñosamente preguntóle por qué en vez de ir a la cacería con los demás de la casa, había preferido atender a su dibujo.

     -Porque no tengo mayor inclinación a esos tumultuosos recreos -respondió Leonor, que así se llamaba la joven.

     -¡Pues qué! -insistió el ama- ¿Ignora usted que la de hoy es más completa y bien combinada que otras veces?

     -No lo ignoro, y aun he visto desde la torre la magnífica cabalgada. El tío iba en calesa, mi prima Matilde a caballo con su acostumbrada gracia y bizarría... Mire usted, ama, me gustaría mucho, muchísimo, saber montar a la inglesa.

     -¡Donoso pasatiempo para una señorita!

     -Pues ¿qué advierte usted de malo en eso? -preguntó la sobrina.

     -Primero la falta de decoro, y después la sobra de peligro.

     ¡Oh! Nada hay que temer en cuanto a Matilde, tanto por su diestrísimo manejo, como por ir a su lado el elegante Perceval dando saltos y corvetas con su caballo andaluz, acaso el más brioso de su raza.

     -¡Su caballo andaluz! -repitió el ama con mucha sorna meneando la cabeza- El caballo del tío, dirá usted mejor.

     -Ya; pero como siempre se sirve del mismo...

     -¡Vaya una gracia! Pues si saca usted esas cuentas, es suyo todo lo de la casa supuesto que de todo se sirve y en todo raja y dispone sin empacho ni ceremonia.

     -Eso, amiga mía, consiste en que la echa de filósofo, de hombre generoso y desprendido.

     -Sólo cuando el muy botarate haya ganado un caudal con el sudor de su frente, podrá hacer alarde de estas peregrinas virtudes.

     -¿Y es posible que hable usted así, ama? ¿Usted que lo vio llegar el año pasado con tanta alegría?

     -Porque a primera vista deslumbra con sus atentos modales, con su despejada gallardía y con la peregrina relación de sus infortunios. Además, aquel servicio hecho al señor don Alberto, aquel rasgo de desinterés en tomar su defensa sin conocerle, y la opinión sobre todo de que venía con ánimo de rendir el homenaje debido a las virtudes de usted...

     -¡Es posible...! ¿Llegó usted a figurárselo?

     -Mucho que sí -continuó el ama- siempre galán y obsequioso, siempre buscando su lado, daba muestras de intenciones laudables y de hacer justicia al verdadero mérito. Pero de repente, hija mía, lo he visto alejarse de usted sin que haya podido adivinar la causa de tan súbito desvío.

     -Yo también lo ignoro -dijo sonriéndose la doncella-. Cuando llegó por la primera vez... habrá como cosa de un año... era yo la única señorita de la casa, pues mi prima Matilde estaba todavía en el colegio de París donde se ha educado. Al verme dio muestras de turbarse; nunca terminaba un discurso con claridad, y regularmente lo interrumpía para dar libre desahogo a media docena de suspiros. Si lo encontraba casualmente en los jardines, era paseándose por las calle más apartadas y sombrías, con el pañuelo en la mano, los ojos hinchados y turbios, y cierto aire de desesperación y delirio que me afligía en extremo; porque mire usted, ama, se me llegaba a figurar uno de esos héroes desgraciados que nos pintan las novelas, y no como quiera, sino con todas las señales del último despecho, como si ya nos hallásemos en las postreras páginas del tomo cuarto.

     -¡Haya picardía...!

     -Pues cuenta que nada pondero, que hasta el tío lo llegó a advertir, por manera que nunca nos dejaba solos. Un día que me hallaba en este mismo salón divertida con mis pinceles, arrimó una silla, sentóse junto a mí, y empezó a decirme: ¡Leonor!... ¡Hermosísima Leonor!... Y sin añadir ni una letra inclinó la frente, acercó a los ojos el pañuelo y quedóse como sumergido en un melancólico letargo...

     -Vamos, y usted ¿qué hizo? Porque la cosa empezaba a tener su intríngulis...

     -¿Yo? No sabiendo qué decirle me puse a hablar de mis amigas, de mis canarios, de ciertos dibujos que me enviaba la prima y otras mil majaderías por el estilo, hasta que al ver que aún seguía callando tuve que sacar a plaza mi propia historia, y encajéle la manoseada relación de mi orfandad, las riquezas de Matilde y la generosa acogida que me daba don Alberto, siendo así que yo nada tenía ni en méritos personales, ni en bienes raíces, ni en tesoros heredados. Ello sin duda hubo de contribuir en gran manera a su distracción, porque a medida que le iba enterando notaba en su semblante no sé qué mudanza repentina con no pocos vislumbres de impaciencia, curiosidad y despejo. Llamaron a comer, reparé en que lo hizo con más apetito que nunca, por la tarde tomó chocolate, a la noche cenó como si tal cosa, y al día siguiente anduvo algo ojialegre, y al otro mucho más, y dentro de una semana, Dios guarde a usted muchos años, desapareció de la quinta.

     -Con que ¿todo eso había cuando su merced tomó el portante?

     -Dijo que iba a Madrid por negocios de suma importancia, hasta que le pareció volver cuando menos lo esperábamos. Y no es decir que deje de mostrarse conmigo muy obsequioso y cortés, pero no ya a todas horas, como solía, sino al hallarnos entre gentes que nos observan.

     -Paréceme muy extraño... Y lo particular es -continuó el ama levantando un poco la voz- que manda en la casa como si fuera el tío de usted y aún dos puntitos más alto. Aseguro a usted, hija mía, que conmigo han de medrar poco sus aires de protección y sus frasecitas recortadas: no señor; mal año para los que quieren mangonear sin que les cueste un cuarto; mándenme enhorabuena los que me pagan, pero...

     -Eso no es verdad: nunca he dado a usted la menor cosa, y sin embargo...

     -Quita allá -respondió el ama- pues ahí es un grano de anís la diferencia. Usted y el señor don Luis son mis hijos adoptivos: yo, yo misma los he criado, educado, y desde que se quedaron ustedes sin amparo... pero ¿qué es esto? -añadió echando una ojeada al dibujo de Leonor- ¡Vaya! ¡Ni más ni menos que la efigie de don Luis! El mismo... el mismo.

     -Como que lo he sacado -respondió la doncella algo turbada- del cuadro de la familia que está en la galería verde.

     -¡Qué disparate! ¡Si éste se asemeja mucho más...! Su misma planta, su bondadosa mirada, su picaresca sonrisa... Nada, si es un portento. Nada, nada le falta.

     -¿De veras? Mire usted, me alegro mucho, porque es un regalo que he pensado hacer al tío cuando llegue su cumpleaños.

     -¡Y cómo si se parece! ¡Hijo de mis entrañas! Desde que el pobre tuvo que salir con el regimiento apenas hemos sabido de su suerte, y sólo con usted he podido hablar algunas veces de sus bellísimas prendas. No sé qué barruntos tengo de que la señorita Matilde no hace a su mérito toda la justicia que se le debe, pues no se afana por oír hablar de él, ni muestra alegrarse de las prósperas nuevas que hace un año supimos. Hablo de cuando pasó aquel tercio de soldados que venía de los Pirineos, donde anduvo en más que dimes y diretes con las tropas de Bonaparte. Digo a usted la verdad; la señorita Matilde deslumbra por su hermosura, su buen garbo, su elegancia; pero como yo fuese hombre, no me había de casar con ella.

     -¡Es posible! Lo mejor será que mudemos de conversación.

     -¿Y por qué motivo?

     -Porque es harto probable que no me casaré nunca. En el tiempo en que vivimos, cuando no hay un razonable dote que pescar...

     -¡Pues qué! ¿El tío no dará a usted lo suficiente para establecerse?

     -Si dará, pero en caso de aceptarlo, también será preciso aceptar el marido que me elija...

     -Y en eso, señorita -respondió el ama- no deseará mas que lo justo.

     -Es que tal vez, ahí donde usted me ve, soy algo voluntariosa y descontentadiza... No que a imitación de mi prima exija sensaciones fuertes, raptos violentos, pues me hago justicia y conozco que no soy para inspirarlos; pero quisiera, sí, en el hombre con quien hubiese de unirme una dosis suficiente de razón para que supiese apreciar un cariño sincero y constante, sin echar muy a menos los dones de la belleza y del ingenio, que por desgracia me faltan.

     -Entiendo, entiendo, hija mía -respondió el ama sonriéndose- lo que usted quisiera es un hombre tan primoroso y acabado como el modelo que se forja esa fértil y lozana imaginación.

     -No tal: sólo conforme a alguno de los que he conocido hasta ahora.

     -¿A don Luis, por ejemplo...?

     -Tal vez -repuso ruborosa la muchacha- porque, mire usted señora Margarita, estoy segura, segurísima de que ha de ser muy feliz la que elija por esposa.

     -¿Y qué motivo hay para creer que no sea usted la elegida?

     -¡La elegida! -dijo tristemente Leonor- No, no, querida ama, don Luis es demasiado rico y hará gran carrera en la milicia. ¿Qué proporción, dígame usted, entre tan bellos recursos y la orfandad mía? Por otra parte el tío tiene sus planes, y yo, que lo debo todo a su buen corazón, huiré de contrariarlos, aun cuando me prometiese un éxito feliz.

     Aún siguieron hablando largo rato el ama y la sobrina; pero como toda la conversación se redujo a lo que llevamos dicho, hacemos gracia al lector de lo demás para instruirle de cosas sobremanera esenciales a la fácil comprensión de esta historia.

     Ha de saber en primer lugar que el ama, la señora Margarita, era una mujer de pro, bastante gorda y rolliza para criada mayor, con sus puntas de bachillera y respondona. Todo lo suplía, sin embargo, el interés que tomaba por la casa, hijo de su buen corazón y de los muchos años que estaba sirviendo en ella. Era en efecto verdad lo que decía de amar con preferencia a don Luis de Ludueña y a la señorita Leonor; pues a la circunstancia de haberles servido de madre, añadíase el azucarado natural del señorito, y la mansa condición de la doncella. Por aquel tiempo andaba revuelta la España con la guerra que sostenía en su propio territorio contra las aguerridas legiones de Napoleón Bonaparte; don Luis seguía, como hemos visto, la carrera militar; y ya fuese por efecto de la falta de comunicaciones, o por alguna desgracia que le hubiese sobrevenido en los últimos combates, era lo cierto que había muchos meses no daba noticias a don Alberto acerca de su buena o mala andanza, cosa que tenía algo triste y consternada a tan respetable familia. Verdad es que había como un año hicieron alto en la quinta un par de compañías de cierto regimiento que pasaba por el camino real más inmediato, y que oyeron de los oficiales era el don Luis uno de los militares más valientes y peritos del ejército, que merecía entre sus compañeros la reputación primera, y que había logrado adelantos y distinciones honoríficas; pero desde entonces no supieron cosa alguna, y aun este mismo deseo de honra y fama, que tanto les habían encarecido aquellos transeúntes, contribuía a acrecentar sus recelos en orden a la pérdida de joven tan apreciable y completo. En vano leía don Alberto las gacetas y demás papeles públicos que podía procurarse, para rastrear la suerte de su sobrino, en la esperanza de que habiendo visto algunas veces adornados sus artículos con elogios suyos, no dejarían de hacer mención de su muerte en el caso de sobrevenirle esta desgracia. Nada empero hallaba en ellos que satisfaciese su curiosidad; y entre tantos oficiales cuyos altos hechos celebraban, nunca topaba con el nombre antes tan gloriosamente repetido de don Luis de Ludueña.

     Tal era en el momento de que hablamos la situación de una familia cuyos individuos prestan rica materia a esta verdadera historia. Con la llegada de la señorita Matilde, gallarda joven, educada en París desde su más tierna infancia por tener en aquella capital una tía que la amaba con singular cariño, entregábanse sin cesar a los pasatiempos de la caza y de la pesca; mas no por eso dejaba de vivir en zozobra el bueno de don Alberto, temiendo que el día menos pensado le diesen la noticia de la muerte de su sobrino.

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