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Las voces bárbaras: apuntes para el estudio de los «Cuentos de Hades» de Luisa Valenzuela

Leopoldo Brizuela





1. Hubo un momento en que la palabra «Anónimo» al pie de un poema o un relato dejó de designar una ignorancia, la simple imposibilidad de determinar quién había concebido una obra. A partir del Romanticismo, el «Autor anónimo», en el caso las obras recogidas de la tradición oral, pasó a concebirse como un personaje con características muy precisas. Era un personaje colectivo, integrado por cada uno de aquellos que habían contado y cantado la obra a lo largo de las generaciones, imprimiéndole cada uno -como era fácilmente comprobable en el cotejo de las sucesivas antologías- las modificaciones que creía convenientes. «Autor anónimo», así, pasó a ser una de las formas de nombrar al Pueblo, pero no solo al pueblo actual, sino al pueblo como «entidad eterna» y a sus atributos: su «esencia», su «espíritu», «historia», en fin, su sabiduría. Habiendo adquirido semejante magnitud, el «autor anónimo» pasó a ser la contracara bárbara de la figura del Genio, el poeta cuyo nombre será público e para siempre inolvidable, y cuya virtud primera es, por lo contrario, la originalidad.

2. Al mismo tiempo, los Románticos proponen ambas figuras, la «Autor anónimo» y la del «Poeta genial» como alternativa a esa imagen de «Hombre de Letras» emblemática de la Ilustración: un literato «orgánico»; integrado a los proyectos de la Burguesía, el Capitalismo, el Imperialismo, o si se prefiere, la Modernidad. Desde un punto de vista político, y para citar una expresión remanida, el «Autor anónimo» pasa a ser también el que «presta su voz a quienes no la tienen», vale decir, a aquellos cuyas voces no aparecen en los discursos del poder, y no me refiero solo a los campesinos y a los proletarios urbanos sino, sobre todo, a quienes dentro de las propias capas populares padecen discriminación y abuso: la mujer y los niños. Desde los albores de la «ciencia del folklore», los románticos asimilan este «saber del pueblo» a la mujer, no solo porque todas las manifestaciones culturales les parecen «brotadas de la madre tierra» y contagiadas del impulso vital y magnífico de la Naturaleza; sino porque todos creen comprobar que muchos de esos saberes han sido transmitidos por campesinas en los rituales agrarios, o en la intimidad de los fogones, o en sus pobres cocinas de emigrantes en ciudad. Al mismo tiempo, el cuento y la poesía populares suelen identificarse con la Niñez, y no solo por los científicos evolucionistas que ven en el mundo campesino una «infancia de la humanidad», abrumada por esas divinidades menores que luego desterraría la Diosa Razón: la fantasía, el juego, la magia, etc. Desde la Antigüedad, se ha advertido la espléndida funcionalidad pedagógica de la literatura popular, funcionalidad que Perrault propone incluso manejar con fines políticos. En una carta que funciona como dedicatoria a Isabel de Orleáns, y como prólogo a sus Cuentos de mi madre la Oca (1697), Perrault se justifica: «Es verdad que estos cuentos muestran lo que acontece entre los plebeyos, donde la encomiable impaciencia por instruir a los niños hace imaginar historias desprovistas de razón, que se acomoden a esas criaturas que todavía no la tienen. Pero ¿quién necesita conocer cómo vive el pueblo más que las personas llamadas por el Cielo a conducirlo? Ese deseo de conocimiento ha llevado a muchos héroes, a héroes de vuestra misma raza, hasta chozas y cabañas para ver de cerca, por sí mismos, lo que de particular allí ocurría, habiendo creído necesario ese conocimiento para su perfecta educación»

3. Ahora bien. De la figura del «Autor anónimo» se derivan inmediatamente, otras dos: a) el «folklorista»: el hombre culto que recoge las obras amenazadas por la nueva civilización, a veces saliendo directamente al campo a recopilar, como los hermanos Grimm, a veces rebuscando en antiguos anales de civilizaciones remotas, como los traductores de Las Mil y Una noches que tan maravillosamente destaca Borges. Y b) el «poeta» que toman elementos, argumentales o formales, de la tradición oral, para reelaborarlos en sus propias obras. Por supuesto, son legión los casos de personas que cumplieron sucesivamente ambos roles, vale decir, que partieron al encuentro de «lo bárbaro» para reflejarlo en sus libros Más allá de las infinitas diferencias existentes entre estos poetas -de Italo Calvino a Selma Lagerlof, de Federico García Lorca a Augusto Roa Bastos-, la transmisión o reelaboración de textos de «autor anónimo» nunca dejó de generar, incluso bajo apariencias inofensivas, discursos de alta funcionalidad política: y en este marco debe considerarse, creo, la reelaboración de los cuentos de Perault que Luisa Valenzuela escribió a fines del siglo XX, o como suele decirse, en tiempos de plena posmodernidad.

4. Entre todos los grandes corpus de relatos tradicionales, acaso ninguno ha llamado tanto la atención de las escritoras contemporáneas -de Angela Carter a Suniti Namjoshi, de Carmen Martín Gaite a Marcela Solá- como aquel que se conoce vulgarmente por «los cuentos de Perrault». Se trata, como es notorio, de un autor del Siglo Clásico Francés, contemporáneo y par del Boileau célebre por su preceptiva poética basada en el decoro. Un autor, como sugiere Luisa Valenzuela, perfectamente integrado al sistema del Antiguo Régimen y a los poderes constituidos; pero que, sin embargo, en 1697 da a conocer esa recopilación de cuentos populares, sumamente reelaborados. Como era de esperar, la escritura de Perrault presenta, en todos sus niveles, y tras la máscara de imperturbable corrección, una serie de ambigüedades, de silencios, de violencias, de cicatrices, que los recopiladores más tardíos como los hermanos Grimm se cuidaron de cometer o al menos de disimular. La lectura de estos cuentos, a cualquier lector medianamente alertado, le deja la impresión de asistir a una lucha de dos discursos; una lucha entre el mundo de los propios personajes y este señor de la aristocracia que intenta imponer al relato una significación que no se desprende necesariamente de lo narrado; una batalla, en fin, que acaso se reproduce en cada texto «bárbaro» recontado por la civilización; y a que el lector puede sumarse para desbaratar la victoria de Perrault, sobre todo en esa lectura creativa que es, desde el principio, toda ficción literaria; una batalla, como veremos, a la que Luisa Valenzuela se suma de una forma completamente nueva con sus Cuentos de Hades (1993).

5. Imposibilitado de transcribir ningún cuento por entero, y para que el lector pueda advertir mejor todas estas tensiones, copio a continuación aquella dedicatoria» a Isabel de Orleáns: «Mademoiselle, no es extraño que un niño se haya complacido en escribir los cuentos de este volumen; pero sí es asombroso que tenga el atrevimiento de presentároslos. Sin embargo, Mademoiselle, por mucha desproporción que exista entre la simplicidad de estos relatos y las luces de vuestro espíritu, si se examinan bien estos cuentos se verá que no soy tan reprobable como podría parecerlo. Todos ellos encierran una sabia moraleja, que se descubre en mayor o menor grado según la agudeza de quien los lea. Además, como nada prueba tanto la magnitud de una inteligencia como el poder elevarse al mismo tiempo hacia las más grandes cosas y descender hacia las pequeñas, nadie se sorprenderá que hasta la princesa, a quien la naturaleza y la educación han familiarizado con la grandeza, no desdeñe complacerse en semejantes bagatelas. [...] Sea como fuere, Mademoiselle, ¿Podía yo elegir mejor para hacer verosímil lo que la fábula tiene de increíble? Y jamás hada alguna, en los tiempos de antaño, otorgó a una criatura mayores ni más exquisitos dones que los que os acordó Natura. Soy, con el más profundo respeto, Mademoiselle, de Vuestra Alteza Real ,el más humilde y obediente servidor ». P. DARMANCOUR.

6. Esta carta nos permite plantear ya el aspecto que motoriza la reescritura de Luisa Valenzuela, ¿quién es el autor de estos cuentos? ¿Por qué Perrault atribuye a un niño la autoría de un libro que es, evidentemente, obra de un literato refinado y adulto? Al mismo tiempo, este pequeño «Darmancour» heterónimo admite que no se trata de ficciones de su invención, sino «historias y cuentos de antaño» que cuentan los plebeyos, y como si esto fuera poco, atribuye su nacimiento último a esa Madre Oca que reúne en sí las características un héroe de la mitología rural. En este sentido, la forma de todos los cuentos siembra aún más dudas sobre la autoría: hay un primer tramo narrado de acuerdo con los procedimientos más o menos universales y reconocibles de la narrativa oral; pero cada cuento de Perrault termina con una «moraleja» escrita en verso de arte mayor, culto, en el que la intervención y la invención de un autor «culto» es evidentemente mucho mayor. Por último, podríamos decir con el curso de los siglos y del indeclinable éxito de estos textos, el tema de la autoría se ha complejizado hasta el infinito: contados por generaciones y generaciones, los cuentos de Perrault han pasado o, mejor dicho, han vuelto a ser folclóricos: es infinitamente más numerosa la gente que puede contar Caperucita roja que aquella que puede decir quién fue Perrault; y es más la gente recibió el cuento por tradición oral, de boca de las mujeres de su propia casa, que aquella que leyó el texto de los cuentos de la Oca. Así, la intuición parece haber guiado la escritura de los Cuentos de Hades de Luisa Valenzuela es que toda mujer es, de alguna manera, los Cuentos de Perrault, con sus dos tramos de relato de mujer y moraleja patriarcal, como uno «es» todo aquello que aprendió, habiendo olvidado incluso que alguna vez lo ha aprendido.

7. Para no cometer el mismo error de Perrault, voy a dejar hablar ahora a Luisa Valenzuela. Así relata ella, en un ensayo reciente llamado Ventana de Hadas, el momento en que concibió la serie de «Cuentos de Hades», en un paseo que acaso involuntariamente recuerda mucho al tránsito de Caperucita: «Cierta tarde no demasiado inspiradora en apariencia me pregunté por qué la madre de Caperucita Roja, que no parecía una mala madre, manda la nena al bosque lleno de peligros. La respuesta me vino rápido y es obvia: porque el bosque es la vida y hay que atravesarla. [...] Me dije en aquel entonces -iba caminando por calles arboladas, el clima primaveral se prestaba- que las historias las contaron primero, oralmente, las ancianas frente al fogón en las noches para distraer del miedo y para aleccionar. Y las viejas, experimentadas ellas, por lógica no podían decirles a las niñas pobres y obligadas a valerse por sí mismas que fueran pacientes y esperaran al príncipe, por más degradado que fuera el príncipe. Entonces creí entender. El bosque es en realidad el tiempo a lo largo del cual se van cosechando experiencias (para meterlas en una canastita). Tres instancias de una misma persona, en simultaneidad: Caperucita, su madre y la abuela. [...] Muy a principios del proyecto algo hizo que no traicionara mi posición fluida y en lugar de pergeñar un rígido ensayo me salió un cuento que abría los caminos de la imbricación y la pluralidad de voces.» Está claro: si, como decíamos más arriba, para Valenzuela todos somos los Cuentos de Perrault, cuestionarlos desde nuestra percepción de lo callado y volverlos a contar, es una manera liberadora de cuestionarnos e inventarnos a nosotros mismos.

8. Volviendo al comienzo de estos apuntes, digamos que «Ventana de Hadas» permite inscribir claramente a Luisa Valenzuela en la larga estirpe de «poetas» que, desde el Romanticismo, reelaboran materiales del folclore con una clara intención política. La imagen de «aquellas ancianas frente al fogón» «que cuentan cuentos a sus niñas para distraerlas del miedo y prepararlas para la vida» (una imagen tan espontánea que LV no se cree obligada, al parecer, a verificarla apelando a ninguna prueba); ese propósito de restituir los componentes aquella situación de enunciación primigenia «de mujer a mujer», para desbaratar las mentiras del intruso Perrault, aristócrata y hombre, denotarían una vez más el afán de «dar voz a los que no la tienen» en el vasto edificio de la historia. Sin embargo, la intención de estos apuntes es señalar que «la devolución de la voz a aquellas viejas» no es sino el primer paso de un camino mucho más rico de lo que «Ventana de Hadas» parece sugerir, un camino que ningún otro autor había encarado hasta entonces, porque, por primera vez, logra denunciar como tramposa y desbaratar para siempre aquella centenaria bipolaridad de conceptos. La herramienta que permite a LV abrir este camino nuevo es, como en todas sus obras, una constante e inédita experimentación formal; a la descripción de esta forma, y a algunos de esos descubrimientos inesperados, dedicaré el último tramo de estos apuntes.

9. Para comenzar, podríamos decir que, aunque se encuentren en extremos opuestos de la historia de la literatura, los cuentos de Perrault y los cuentos de Hades tienen un elemento en común, un elemento que en otro trabajo sobre la autora llamé la «impronta ensayística». Vale decir: están regidos por un presupuesto de orden teórico, y que confiere a los hechos narrados la categoría de ejemplo o prueba. En el caso de Perrault, existe una moraleja que justifica la narración de cada una de las acciones. En el caso de Valenzuela, existe una hipótesis contraria a la moraleja que Perrault infiere de cada cuento, y esa hipótesis es la que obliga Valenzuela a «rescribir», para comprobar si la moraleja perraultiana es una verdad absoluta; la diferencia es que el presupuesto teórico de Perrault opera como «regla de oro», y el de Valenzuela, de hipótesis que motoriza el texto pero no lo cierra a descubrimientos inesperados.

10. Notemos, también, que contra lo que afirma acaso ingenuamente «Ventana de Hadas», la «reescritura» de Luisa Valenzuela no intenta restituir solo aquella mítica situación de enunciación en las comunidades primitivas, con la abuela relatora y la niña que aprende, sino la situación de producción de los cuentos de Perrault, con toda esa complejidad de voces que apenas si dejaba entrever, según vimos, la dedicatoria a Isabel de Orleáns; una polifonía en que la voz de aquellas viejas, en fin, es solo una de las voces que se escuchan. Por eso, si los cuentos de Perrault, como sugiere LV, están escritos en nosotros, más aún, si nosotros somos los cuentos de Perrault, leer las versiones de LV es escuchar todas las voces que hablan en cada acto nuestro: la voz que ordena y la voz que acata, la voz que disuade y la voz que se rebela, como un permanente contrapunto de fondo.

11. Es verdad que la forma de los Cuentos de Hades es el resultado de los recursos ya clásicos del estilo de Luisa Valenzuela, verificables al menos desde Aquí pasan cosas raras (1976); pero es posible decir que nunca como en la reescritura de Perrault habían sido empleados con tal virtuosismo. Si escritores de las generaciones anteriores aspiraban a realizar una obra «acabada», la perfecta concreción de un «arquetipo platónico», como le hubiera gustado decir a Borges, que entraña la misma idea de «género», para Luisa Valenzuela, en cambio, toda obra es esbozo de otra posterior que a su vez será esbozo de una obra más tardía, y así sucesivamente. Por eso, porque obra es el intento de nombrar algo que nunca podrá nombrarse del todo, un paso más en busca de una utopía inalcanzable, Luisa Valenzuela parece trabajar en una zona que podríamos llamar «antesala de la literatura» o más aún «antesala de la lengua», una «preliteratura» o «prelengua» donde el narrador tiene a su disposición (como en esa trastienda de los teatros donde coexisten vestidos y escenarios de las más diversas épocas) todas las palabras, todos los registros de discurso, todos los géneros. todas las técnicas.

12. De ese sentirse «esbozando» una obra posterior, experimentando apenas combinaciones inusitadas entre este material riquísimo, proviene quizás el carácter lúdico y desprejuiciado y su gran herramienta corrosiva: el humor. En cuanto al lenguaje, su característica más notoria es, sí, esta combinatoria insólita que se produce en cada frase, esa variedad de registros y formas de discursos diversos, que parecen enriquecerse y brillar en la propia combinación, como «relumbran a lo lejos las armas en una batalla» o, para usar otra metáfora no menos remanida en las universidades, un carnaval en donde el rico y el pobre resaltan por la cercanía y la comparación. Cito como ejemplo un párrafo escogido al azar de Si esto es la vida, yo soy Caperucita Roja: «Cierta tarde de plomo, muy bella, me detuve frente un acerado estanque a mirar las aves blancas. Gaviotas en pleno vuelo a ras del agua, garzas en una pata esbeltas contra el gris del paisaje, realzadas en la niebla. // Quizá me demoré demasiado contemplando. El hecho es que al retomar camino encontré entre las hojas uno de esos clásicos espejos. Me agaché, lo alcé y no pude menos que dirigirle la ya clásica pregunta: espejito, espejito, ¿quién es la más bonita? Tu madre, boluda». Te equivocaste de historia, me contestó el espejo.» En este solo párrafo uno cree percibir las voces alambicadas la literatura infantil, y la de las personas que crearon el cuento, y las de la propia L.V. en la Argentina de hoy. Pero más que de situaciones cómicas, en realidad escasísimas, el humor de la prosa surge de esta combinación de palabras antípodas y, como dijimos, se vuelve un mecanismo corrosivo que opera, a cada momento, una forma de cuestionamiento o puesta en duda de lo que acaba de decirse. A este mecanismo, por lo demás, subyace esa voluntad de «democratización» en nuestra idea de la literatura como fenómeno histórico y social, esa efectiva igualación de autoridades.

13. En los Cuentos de Hades, como en una puesta en escena en que se discutiera sobre la propia puesta en escena, habla a un tiempo el folklorista y el cantor popular, los personajes del cuento popular y aquellos que lo reciben como enseñanza, corrigiéndose mutuamente, enfrentándose, en un juego constante por desbaratar, ante todo, la incapacidad de ver la realidad detrás del velo de nuestros prejuicios. Al denunciar, con una claridad única en la tradición de que hablamos, que el «bárbaro», o mejor dicho, que la «bárbara» era, antes que una realidad, una idea de la propia civilización patriarcal; los cuentos de Hades reivindican el derecho de los sometidos, y de la literatura producidas por éstos, a imaginarse con prescindencia de toda mirada ajena, siguiendo únicamente el mandato liberador del propio deseo. No se trata de buscar ya el bárbaro fuera de nosotros, sino en detectar la parte bárbara que aún vive, amordazada pero todavía intacta, en nuestros silencios más profundos1.






Obras citadas

  • Perrault, Charles. Contes de ma mére l'Oye. Paris, Flammarion, 1987.
  • Valenzuela, Luisa. «Cuentos de Hades» (1993). En: Cuentos Completos y uno más. Alfaguara, México, 1999.


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