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Lázaro-Juan Vulgar

Jacinto Octavio Picón



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A la memoria de mi hijo Jacinto Felipe Picón y Pardiñas, muerto a los cuarenta años, dedico esta edición de mis obras, la cual comencé a publicar por gusto suyo.


J.O.P.                


Madrid 5 diciembre de 1917.






ArribaAbajoLázaro

Porque es necesario que esto corruptible se vista de incorruptibilidad; y esto que es mortal se vista de inmortalidad.


(San Pablo: Epíst. Iª a los corintios, cap. XV, vers. 53.)                



ArribaAbajo- I -

A mediados del siglo XVIII, en una plaza de Madrid, formando rinconada con un convento, claveteada la puerta, fornido el balconaje y severo el aspecto de la fachada, se alzaba una casa con honores de palacio, a cuyos umbrales dormitaban continuamente media docena de criados y un enjambre de mendigos que, contrastando con la altivez del edificio, ostentaban al sol todo el mugriento repertorio de sus harapos. Algunos años después, un piadoso testamento legó la finca a la comunidad vecina, y en nuestro tiempo descreído y rapaz, la desamortización incluyó en los bienes nacionales aquella adquisición que los pobres frailes debían a las legítimas gestiones de un confesor o al tardío arrepentimiento de un moribundo. Un radical de entonces, que luego se hizo, como es costumbre, hombre conservador y de orden, la compró por un pedazo de pan; y tras servir sucesivamente como depósito de leñas, mesón de arrieros, colegio de niños, café cantante y club revolucionario, vino a albergar una sociedad de baile en la planta baja y una oficina en el principal, aprovechándose lo de más para habitaciones de pago dominguero en lo interior de ambos pisos.

Aquella era la casa de los Tumbagas de Almendrilla. Nada queda de las grandezas de tan ilustre raza, y aún se teme que por falta de puntualidad en satisfacer derechos de lanzas y medias anatas, haya caducado el título que ostentaron, y cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.

Como el de griegos y romanos, es incierto el origen de los Tumbagas de Almendrilla; pero eso mismo realza la antigüedad de su ralea, pues las cosas, las instituciones y los hombres parece que adquieren importancia con andar su nacimiento envuelto entre dudas y perplejidades de erudito. Dicho sea de paso, ninguno se ha propuesto poner en claro cuál fue la cuna de tan ilustres varones; pero si tal hubiese sucedido, nada habría sacado en limpio, pues, llegando la indagación a ciertas épocas, se para como ante muro de piedra o cortadura de monte, sin que se pueda averiguar lo que hay de cierto sobre que el primer Tumbaga fuese uno de los que acompañaron a Túbal en su venida a España.

Fundándose en raíces de palabras, cuyos tallos nadie conoce, dicen algunos que el origen de la raza no va más allá de la primera colonia fenicia, y hay quien afirma que lo de Almendrilla viene de un enorme peñón, así llamado, que sobre las cabezas de los moros dejó caer un Tumbaga desde las fragosidades en que Don Pelayo rechazó a los hijos del África. Ello es que en la época de los godos, y al empezar la reconquista, había ya Tumbagas de Almendrilla, y los habrá siempre, a no ser que en las páginas de este relato muera el solo individuo que queda de tan nobilísima estirpe.

En vano se ha querido manchar el blasón de aquella ilustre casa. No es cierto que en tiempos del apocado Mauregato fuese un Tumbaga quien intervino en el famoso tributo de las cien doncellas. No está probado, tampoco que cuando Sancho el Bravo se sublevó contra su padre, por creerle chiflado y a manera de espiritista, fuese un Tumbaga quien le alentó en la criminal rebelión. Son, en cambio, innumerables, y se convencerá de ello el que pueda, los beneficios, hazañas y hechos gloriosos o útiles que los Tumbagas de Almendrilla han realizado en pro de la patria española, dando pruebas de valor, tacto, arrojo y otras mil cosas escritas en caracteres ilegibles, almacenadas para solaz de ratones y pesadumbre de tablas de biblioteca.

Reinando Isabel primera, un Tumbaga ideó poner cruces en todas las torres de la Alhambra. Bajo Carlos de Gante, cuando la nobleza castellana se hizo de turbulenta cortesana y de independiente palaciega, trocando hierros y armaduras por rasos y brocados, un Tumbaga fue el primero que se presentó en la corte, llevando sobre los guantes de gamuza las armas de su escudo bordadas con sedas de colores. En los tiempos del prudente y piadosísimo Felipe II no hubo auto de fe que achicharrara maldecidos y perniciosos herejes a que no asistiera lleno de tanto celo un Tumbaga. Mientras Felipe III ocupó el trono, para mayor gloria de nuestro nombre y terror de nuestros enemigos, otro Tumbaga ilustró su apellido, sirviendo los amorosos caprichos de Úceda, que era entonces como servir al Rey mismo. Felipe IV y la Calderona no tuvieron confidente más fiel que Pedro de Tumbaga; y los bosquecillos del Pardo, las enramadas del Retiro, conservan todavía añosos troncos, bajo los cuales el orgulloso magnate esperó, calado por el agua del cielo, a que el autor de La vida por su dama cortase la sabrosa plática que en los camarines de aquellos palacios tenía con la famosa comedianta.

En reinados posteriores, los Tumbagas ocuparon puestos donde bien pudieran haber sido útiles a la Religión o al Rey: uno mandaba en las procesiones el piquete de honor; acompañaba otro, espada en mano, al Santísimo Sacramento; daba éste la guardia al Santo Sepulcro; encargábase aquél, durante el verano, del mando de las falúas de paseo en los estanques de los Sitios Reales. Todos dejaron escrito en la historia de su casa algún rasgo notable de tan azarosa, pero gloriosa vida. Ni Carlos III hubiese podido ajustar el patriótico Pacto de Familia ni las fiestas reales de tiempo de Carlos IV hubieran tenido tanto lustre, a no mediar en las negociaciones y toreos un Tumbaga. Durante el cautiverio de Fernando el Deseado, mientras el populacho, inconsciente y salvaje, preparaba motines como el Dos de Mayo, los Tumbagas rodeaban al Rey, dispuestos a perder la vida en su servicio, siempre dominados por la tradición, que les imponía antes el sacrificio del patriotismo que el de la propia lealtad.

El escudo de aquellos ínclitos varones es honroso jeroglífico, vivo recuerdo de triunfos, honores, distinciones y victorias. Tres cabezas de moro en campo verde no recuerdan, como algunos pretenden, la salvaje hazaña de haber vencido a tres sectarios de Mahoma, sino la graciosa broma de un Tumbaga que en cierto baile de trajes se presentó vestido de berberisco con dos amigos. Un gallo, desplegadas las alas y apoyado en sola una pata, recuerda que quien primero puso en su casa veleta de esta clase fue un Tumbaga; y el mote de la cinta que dice Yo solo no indica que algún Tumbaga hiciese algo que merezca ser tenido por glorioso, sino que uno de tan envidiable estirpe fue quien intervino en las diferencias que separaron a Fernando VII de Pepa la Naranjera.

La familia no se ha extinguido, y muy lejos de la corte, entre las sinuosidades de un valle que en vano pugnan por fecundar riachuelos exhaustos de agua en el verano, y ricos en todo el año de guijarros, hay una casa de labranza, donde viven los últimos Tumbagas, ignorados del mundo y casi ignorantes de lo que su nombre fue en otro tiempo. Los olivos de áspero y dislocado tronco, los naranjos sobre cuyo verde oscuro resaltan las encendidas notas de sus frutos, y las robustas encinas que asientan como garras gigantescas sus raíces desnudas en la seca tierra, pueblan las vertientes de los cerros coronados de calvos y cenicientos peñascos. A largas distancias, como escondiéndose en las desigualdades del campo, se alzan cortijos y granjas, cercadas por tapias de cascote; el viento mueve blandamente la alta copa de alguna palmera que parece centinela avanzado de otros climas, y en el oscuro centro de los bosquecillos de adelfas y granados entonan los ruiseñores sus cantos de amor y sus gorjeos de alegría.

De tales encantos rodeada se alza la casa del tío Tumbaga, labriego querido y respetado en la comarca, como pudiera serlo cualquiera de sus antepasados cuando se cubría ante el Rey, y a quien más que el olivar o las tierras de pan llevar que constituyen su hacienda, envidian las mozas el hijo que Dios y su mujer, de común acuerdo, le dieron, a los nueve meses justos de matrimonio, allá por el año de mil ochocientos cincuenta y tantos.

No más que diecisiete primaveras tenía el mozo, y ya traía revueltas las faldas del lugar, sin que él hiciera nada por atraerse el cariño de las chicas. Decían unos que si ellas le miraban con buenos ojos, era por la esperanza de ser algún día dueñas de las riquezas de su padre, y alguien añadía que la brillante perspectiva de ser sobrina de Su Ilustrísima era lo que volvía locas a las beldades de las cercanías, pues Su Ilustrísima, es decir, el Obispo de la diócesis, era hermano del Tumbaga, y por tanto, tío de Lázaro.

La causa de que dos hijos de un mismo padre tuvieran tan distinta suerte, que hizo al uno ser sucesor de todo el Apostolado y al otro humilde campesino, es por demás sencilla. Cuando el padre murió, sin dejarles más herencia que aquellos pocos terrones y algunas onzas de oro ocultas en un puchero enterrado en el huerto, tuvieron Diego y Antolín una conferencia, en la cual convinieron que debía uno de ellos procurar hacer carrera y conseguir medro, continuando otro al frente de la poca tierra a que habían quedado reducidos los antiguos estados de la nobilísima familia. De este modo, si la fortuna ayudaba al primero, podría luego proteger al segundo; y, en caso contrario, éste tendría siempre refugio que ofrecer al que intentaba restaurar el brillo de su casa y el renombre de su estirpe. Hiciéronlo así, y años después de la separación supo Diego que Antolín cantaba en una iglesia de Sevilla su primera misa. La protección de quien quiso dispensársela, y su buena fortuna, le empujaron de tal suerte, que a los cincuenta años llegó Antolín a canónigo de una basílica, y veinticuatro meses después era preconizado obispo, con gran regocijo suyo y de su ama de gobierno. Llegó la nueva a conocimiento de Diego, que, exento de envidia, tuvo con ella mucha alegría, y pasados algunos días, llegó también la siguiente carta, primera que Antolín escribía con timbre del obispado:

«Querido y nunca olvidado hermano:

»Por la ayuda de Dios Nuestro Señor, más que por mi propio esfuerzo, y también por favor de Su Santidad y del Rey (Q. D. G.), me he sentado hace una semana en la silla episcopal de esta diócesis, por cuyos fieles pido en mis oraciones. Ya ves cómo ha llegado para nosotros a lucir la fortuna, y qué bien hicimos en disponer las cosas de manera que han venido a dar este resultado. Excuso decirte que cuanto soy y valgo pongo a tu servicio; mas como no se trata de vanos ofrecimientos, sino de firmes y leales propósitos, bueno será que empecemos luego a disponer lo que mejores frutos pueda dar en lo porvenir. Por tus pocas y tardías, pero extensas cartas, he venido haciéndome cargo de que tu hijo Lázaro es listo como él solo. Tratemos, pues, de sacarle de entre esas breñas, démosle educación conveniente, instruyéndole en las buenas doctrinas del santo temor de Dios, y hagamos cuanto en nuestra mano esté para que, como yo he llegado a ser pastor de los rebaños de Cristo, alcance él mayores honras. Me encargo de todo. Envíamele sin cuidarte de más, y decídete a hacer el sacrificio de la separación en obsequio a su felicidad. Adiós, Diego; recibe para ti y los tuyos, con mi bendición de Prelado, mi abrazo de cariñosísimo hermano.

Antolín.»

Leer el pobre viejo esta carta, sentir sus ojos húmedos por el llanto y temblarle los labios de emoción todo fue uno. Restregase los párpados con el curtido revés de la encallecida mano, llamó al mozo, leyole la carta, y sin titubear un punto, le dijo:

-Dentro de dos días te vas del pueblo.

¡Pobre padre! Con la mejor intención del mundo y la mayor abnegación, pensando que cuanto su hermano proponía era lo más conveniente, decidió quedarse solo, añadiendo a su viudez la orfandad en que la partida del muchacho había de dejarle. No paró mientes en lo terrible de aquella soledad; ni menos consideró que para custodiar las trojes, vigilar a los segadores y cuidar de la aceituna, le faltaría en lo sucesivo su activo celo. Atendió solamente al porvenir de Lázaro, y de grado o por fuerza, hízole montar en una mula, y salir en ella, no a correr mundo como sus antepasados a Flandes en busca de aventuras o a Italia persiguiendo honores, sino a presentarse al bueno del obispo, para que éste modelara, cual si fuera de arcilla, aquella alma que aun no había despertado a la vida.

¡Qué largas iban a ser las veladas de invierno pasadas junto al hogar en que él atizaba el fuego, manteniendo con su donaire la conversación! ¡Qué tristes habían de parecerle las noches de verano! ¡Qué callado el silencio cuando no se oyera resonar junto al fresco brocal del pozo, ni bajo el emparrado de la puerta, el rasguear de aquella guitarra que parecía tener alma y quejarse cuando él la tocaba!

Todo lo pensó y midió el pobre campesino; pero poniendo antes los razonamientos del interés que los del cariño egoísta, vio que sería torpeza dejar pasar de largo a la fortuna cuando cruzaba ante el umbral de la casa.

Hiciéronse los preparativos, y una mañana partió Lázaro a la capital de la provincia, prometiendo a su padre tenerle al corriente de cuanto le acaeciera.

Dejando atrás montes y llanos, cortijos y caseríos, viajando hoy en compañía de arrieros, durmiendo mañana sobre los arcones de la paja en las ventas, llegó por fin a su destino más cansado de cuerpo que esperanzado de ánimo.

Eran las ocho de un día luminoso y alegre, cuando se apeaba nuestro héroe en el zaguán de la casa, llamada pomposamente Palacio Episcopal. Recibiéronle criados y familiares; hízosele esperar a que Su Ilustrísima terminara la misa que cotidianamente rezaba, y entráronle, atravesando pasillos y corredores, en una habitación cuyo aspecto parecía pedir señores de casacón y damas con faldas de medio paso. Cuanto había en ella olía a siglo pasado. En los muros, cubiertos de papel verde oscuro, rameado de otro verde más claro, veíanse algunas cornucopias enormes con figurillas grabadas en el cristal. Un par de cuadros religiosos, de dudoso dibujo, ocupaban el testero principal, y bajo ellos, rodeado de taburetes cojos, había un sofá raído y destrozado por el roce continuo con pedigüeños impacientes o canónigos de gran peso. Sobre una mesa de ébano, con señales de haber tenido en otro tiempo incrustaciones, había un crucifijo de marfil rajado y amarillento, con sus gotas de sangre abermellonada y sus clavos de plata. Un San Cristóbal gigantesco, mal trazado y de peor color que dibujo, guardaba la puerta de entrada, junto a la cual dormitaba con la mayor vigilancia un familiar dispuesto a troncharse el espinazo cada vez que Su Ilustrísima pasase por allí. Sobre el hueco de un balcón había un cuadro, acaso del Españoleto, que representaba a Santa María Egipciaca tendida en las arenas del desierto, enteramente desnuda, muy hermosa y más incitante de lo que fuera oportuno en sitio frecuentado por gentes de Iglesia. A un extremo, ante una mesita cubierta de expedientes y cartas, escribía, con pluma de ganso y tintero de loza, un clérigo flaco y apergaminado, como si viviera en perpetua cuaresma. Y, finalmente, de una percha pendían varios manteos, raídos y apolillados unos, de nuevo y luciente paño otros.

En aquella estancia dejaron a Lázaro. Ni él reparó en los clérigos ni ellos se dieron cuenta de la presencia del labriego. Pasó un cuarto de hora abstraído el chico en sus cavilaciones, dormitando el guardián y raspando borrones el que escribía, hasta que, tras ruido de puertas que se abrieron y cerraron, entró en la habitación el obispo.

Era alto, seco, nervioso, de mirada inteligente y dura y de tez morena oscurecida por el paño de la mal rapada barba. Vestía sotana morada, ya deslucida por el uso; llevaba en el pecho una cruz y en el dedo un anillo de gruesas amatistas. Le seguían, como doble sombra negra, otros dos eclesiásticos, y era al mismo tiempo, sin que una cualidad dominara a la otra, antipático y respetable.

Acogió a Lázaro, queriendo dar a sus facciones esa afabilidad de semblante con que pretende hacerse simpático quien sabe que no lo es, y echándole el brazo derecho sobre los hombros, le llevó hasta su cuarto, diciendo a los que le rodeaban:

-Llamaré cuando os necesite.

Pasaron de aquella sala a otra, donde lo severo de la ornamentación no excluía la comodidad y el regalo, y allí, arrellanado el tío en un sillón de cuero, sentado apenas el chico en el borde de una silla, miráronse mutuamente algunos segundos, tratando cada cual de explorar los pensamientos del otro.

-Tu padre y yo -dijo al fin el Prelado- hemos convenido en sacarte del pueblo y procurar, por cuantos medios haya a nuestro alcance, darte una educación que pueda labrarte un porvenir que compense nuestros sacrificios al par que tus esfuerzos. La posición en que, a Dios gracias, me encuentro ha de servirnos de mucho, y si te aplicas creo que podremos salir adelante. Listo eres, según me dicen; sé además trabajador, y el resto lo obtendrás con exceso. Aquí te quedas preparándote para entrar en el Seminario. Nada ha de faltarte; ni maestros, ni consejos, ni ejemplos. ¡Quiera el Señor que seas un día Príncipe de la Iglesia! Otros de más humilde origen han llegado a tan alta jerarquía, y no habrá milagro en que les iguales. Está preparado tu alojamiento y yo cuidaré de que nada te falte.




ArribaAbajo- II -

Desde aquel día disfrutó Lázaro cuantas comodidades podían gozarse en el Palacio Episcopal, siendo tratado como convenía a su parentesco con el reverendo, prelado. Diéronle un cuarto, aunque no bueno, de lo mejor que había en el edificio: tenía unas cuatro varas en cuadro, blanqueados los muros, la cama hecha con colchones de vieja y apelotonada lana, y las sábanas más ásperas que cutis de setentona. Le pusieron a la cabecera del lecho la imagen de un santo difícil de identificar, pero santo al fin, y al lado de una gran ventana, que se abría sobre el ancho panorama del campo, colocaron una mesa cargada de libros, y un tintero de cobre. Por deferencia a Su Ilustrísima, le sirvieron de maestros los más instruídos canónigos del cabildo; puso él de su parte cuanto pudo; ayudó en gran manera su clara inteligencia, y pocos meses después empezaba su imaginación a adivinar nuevos horizontes llenos de promesas gloriosas, en la senda a que se le destinaba. Los libros que leía, las lecciones que escuchaba, dejaban en su espíritu profunda huella; y el pobre muchacho, traído del campo hasta la morada del obispo, trasladado de pronto desde la libre existencia de los prados y montes al severo recinto por donde vagaban, como espectros atezados, los familiares de su tío; obligado a cambiar de género de vida, rodeado siempre de rostros en que parecía delito la sonrisa, sin nadie a quien poder transmitir las primeras impresiones que, como bandada de pájaros no avezados al vuelo, se alzaban en su alma, fue poco a poco haciéndose reservado y triste; sintió anublado su espíritu por las sombras que la soledad engendra, y sólo halló para sus pensamientos puerto de refugio en la esperanza del porvenir. Aquellos libros, que le obligaban a estudiar, y aquellos hombres que había de tratar por fuerza, le pintaban el mundo como una sola jornada de la vida humana, como una prueba para el temple del alma; la tierra como valle de lágrimas, en que son mentira los aromas del campo y las alegrías del corazón. -Aquí abajo -le dijeron- todo es falso, impuro y deleznable. Las dichas terrenales son cantos de sirena, que arrastran al mal; cuanto se sufre y se padece son méritos que en el mundo se hacen para que sean premiados arriba, y en este breve tránsito donde los pies se hieren en los guijarros de todos los caminos, debe la esperanza refugiarse en los cielos, que allí aguardan al alma la inmortalidad y a la virtud el premio de sus luchas. Pero fuera de esa esperanza y de lo que ha de hacerse por mirarla cumplida, en el mundo no hay nada; fuera del mal, la tentación y el error, todo es mentira. El desprecio de la Naturaleza y del hombre es la ley suprema de la conciencia; la contemplación de lo divino el solo cuidado del entendimiento; la fe en Dios y la confianza en los que le representan, la única luz que alumbra la pasajera pero densa tiniebla de la vida.

De esa idea del mal difundido en el mundo como el aire en los espacios, y de esa esperanza del bien puesto tras la existencia como la luz del día tras la oscuridad de la noche, nacía el horror a lo terrenal y humano, y también la conmiseración y la piedad hacia los que sufren y padecen. Esto era toda la religión, toda la esencia de sus doctrinas, toda la fuerza de sus dogmas, todo su concepto del universo mundo.

Sobre cuanto existe, Dios, fuente inagotable de dulzuras eternas, fuerza en constante trabajo, causa insondable, secreto impenetrable, misterio tanto más grande, cuanto mayor sea la inteligencia humana. Luego, en la tierra, colocado entre las amargas olas de los mares y las punzantes malezas de los campos, el hombre, sintiendo siempre el perdurable martirio de la duda, y bajo sus pies un erial rebelde al trabajo. Pero entre Dios y el hombre, la religión, bajo los pliegues de cuyo manto se cobija la humanidad, al modo que entre las anchas ramas de la encina se guarecen los gusanillos de la selva. Y, por fin, como última consecuencia de esta concepción del universo, el hombre de Dios, el sacerdote que tiene por misión tender la mano al que vacila, sostener al que cae, infundir fe al que duda, perdonar al que peca, defender al que sufre, sojuzgar al altivo, y abriendo a todos los brazos con amor decir como el Hijo del Hombre: «Amaos los unos a los otros; practicad la virtud, y lo demás os será dado con exceso.»

Esto enseñaban a Lázaro, y así lo admitía él.

«Sí, -se decía-; Dios y el hombre... El cielo y la tierra... El bien y el mal... Entre ambos la religión, el sacerdote, el soldado de las grandes peleas, el profeta que anuncia la aurora del porvenir, el eterno apóstol que, repitiendo la frase de San Pablo, dice a todos los pueblos de la tierra: «Hermanos, sois llamados a la libertad».

Como el áspero mármol que la mano del artista desbasta, esculpe y modela haciendo surgir de la brutal materia la forma encantadora, fue Lázaro trasformándose por el estudio, abriendo cada día con mayor avidez los ojos a la luz de la fe, sintiendo penetrar dulcemente en su alma un algo indefinible que cala sobre su corazón como el rocío del cielo sobre el brote de la planta.

Bien veía o creía ver algunas veces cierta disparidad entre lo que sentía y lo que le rodeaba; pero no se paraba a aquilatar las cosas muy despacio, embebecida su inteligencia en las novedades que a su entendimiento se ofrecían. Sin embargo, la transición de las costumbres campesinas al refinamiento mental de su presente vida, era demasiado inopinada y brusca para que dejara de parar mientes en ella. Además, pronto se dio cuenta de que no eran pocos los sagrados textos que parecían olvidados en derredor de Su Ilustrísima. Preceptos más sanos que aire de monte quedaban sin cumplimiento, o se obedecían por pura fórmula a veces, y otras había manifiesta oposición entre lo mandado por autoridades de continuo invocadas, y lo que en la morada episcopal se practicaba.

Por de pronto, el Rdo. Antolín, si no era rico, no daba muestras de aborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática. Sin contar las mesadas que del Estado cobraba, las ricas vestiduras de que estaban atestados sus cajones, y los vasos y alhajas de metales preciosos, las gentes señalaban en los alrededores de la ciudad alguna finca, escondida entre macizos de árboles, donde Su Ilustrísima podía, como en cosa propia, hacer lo que mejor le pareciese.

Lázaro observaba que la caridad cristiana aparece en los Evangelios muy diferente, de la que se ejercía en torno suyo, que no eran siempre la humildad y la mansedumbre los móviles de los amigos íntimos del obispo, y que algunas veces se vela asomar cobardemente a los labios de los familiares cierta sonrisa reveladora de hipocresía y envidia.

La facilidad con que se recibía en aquella santa morada cuanto dinero daban para limosnas los caritativos fieles, se trocaba en formalidades y retrasos cuando las monedas habían de pasar a la faltriquera de los pobres, pareciendo aquello despacho de banquero donde se toma sin vacilar el oro ajeno y en donde todo son al devolverlo garantías, molestias y dilaciones. Nada oyó el futuro sacerdote en desdoro de su tío; pero, con frecuencia, las gentes que cruzaban las antesalas y corredores del palacio no parecían salir completamente satisfechas de la entrevista con el Prelado: y era, lo extraño que si nunca se retiraban descontentos la dama encopetada o el canónigo influyente, solía verse descorazonado y abatido al pobre párroco de aldea o al cura de misa y olla cuyos grasientos y raídos manteos pregonaban descaradamente la miseria. Jamás notó cosa que disonara en el tranquilo concierto de aquella existencia casi monacal, donde todo estaba dispuesto y regulado de antemano, como en ceremonia palaciega; pero semejante al sordo ruido de vientos lejanos, creyó escuchar algunos días el rumor de murmuraciones engendradas en las porterías, robustecidas en las antecámaras y detenidas por el miedo ante las puertas del despacho donde trabajaba el bueno del obispo.

Levantábase Lázaro a la hora del alba, oía misa, tomaba chocolate y ayudaba en algo a su anciano tío. No tenía otra cosa que hacer hasta la comida, que se hacía siempre a la una, con puntualidad cronométrica.

Y por supuesto, todo aquello de comer como los anacoretas hierbas salvajes o saltamontes del campo, era pura fábula, tradición olvidada. Al presente, y gracias a un cocinero lleno de buenas cualidades, en la mesa de Su Ilustrísima hubiera podido darse por satisfecho el más descontentadizo; en todo lo que a la culinaria se refiere, era el obispo ardiente partidario del progreso. Tratábase a cuerpo de rey constitucional; los mejores caldos de la cosecha, los más preciados sólidos del mercado iban a sus despensas; ya por encargo propio o por atención ajena, el pavo mejor cebado y el gazapillo más tierno eran, para él; las frutas que se le presentaban parecían ofrendas para las aras de la antigua Ceres, y era raro el día en que la piadosa mano de alguna devota no preparase para Su Ilustrísima un platito de dulce espolvoreado de canela, aroma a que, como buen andaluz, era muy aficionado. Una reparadora siesta servía del epílogo de la oración con que a Dios se daban gracias por tantos beneficios. Se trabajaba otro poco por la tarde, se cenaba concienzudamente tras el rosario, y un sueño tranquilo reinaba a las once en todos los ámbitos del edificio, donde la calma de este género de vida no se veía turbada sino en las vísperas de las grandes festividades de la Iglesia.

Lázaro notaba que todo esto no eran mortificaciones ni martirios, pero también se decía que aquello no era vivir en el mundo y sus luchas, y que siendo buenas cuantas gentes le rodeaban, no podía ser detestable la vida. ¡Cuán diferente se le ofrecía el espectáculo del mundo que empezaba un paso más allá de aquellos respetados muros! Cierto que de puertas adentro todo era reposo y santidad; pero, ¡cuántos horrores y amarguras le esperaban al poner la planta en esa sociedad donde cada día es un combate y cada hora causa una herida! Hacía el pobre chico proyectos para el porvenir, y juzgando el mundo tal cual se lo habían pintado, pensando que todo eran males, tristezas y desdichas, se preparaba a entrar en él inquieto, temeroso, como bisoño pronto a escuchar el primer paso de ataque tocado por las cornetas de su batallón.

Tratábale su tío afablemente; por respeto o adulación al Prelado, hacían lo mismo cuantos le rodeaban, y merced a su protección entraba Lázaro en la carrera que le destinaron escudado contra las privaciones, pero también con el alma llena de vagos presentimientos. Le habían pintado su misión de suerte que, impresionada la imaginación, veía en el sacerdocio el apostolado de toda idea generosa. Mas, a pesar de esto, cuando sólo, con su libro de horas bajo el brazo, se le veía cruzar los anchos corredores o sentarse bajo las umbrías del huerto, parecía que dentro de su alma bullían y a sus miradas se asomaban temores y dudas sobre la suerte que le estaba reservada. La santa casa que habitaba era, a su parecer, un puerto de refugio contra el oleaje infernal de la malicia humana, y le infundía pavor la idea de abandonarlo. Por todo aquello que sus libros devotos le aconsejaban huir, venía en conocimiento de cuán ciertas debían de ser las palabras con que se le avisaban los peligros mundanales, y por la interminable y fatigosa excitación a la virtud, podía apreciar cuán hondas y frecuentes son las simas del pecado; pero a medida que iba considerando las tentaciones que podrían rodearle, los riesgos que tendría que prever y males que evitar, su inteligencia miraba con mayor deleite la perspectiva de los días de gloriosa lucha.

Considerado por cuantos cerca de él andaban como la persona más allegada a Su Ilustrísima, los sacerdotes y demás gente de Iglesia que tenía ocasión de frecuentar, guardaban buen cuidado de no dejarle ver cosa que pudiera enojar al obispo. Todo era ante él resignación y humildad; de modo que teniendo constantemente ante los ojos la divina palabra de los libros y el mejor ejemplo en los hechos de los hombres, pensó que en contra de la perversión del mundo estaba aquella virtud; que el torpe bullir de las pasiones se contrabalanceaba por un santo fervor religioso, y que nada podía haber tan digno ni respetable para la humanidad como la voz de esos hombres que con la imagen de Cristo en una mano y señalando con la otra al cielo, dicen al desgraciado: «Cree y espera».

Su poética melancolía era el presentimiento de los dolores de la lucha. Parecía que su alma adivinaba las heridas que habría de sufrir más tarde, y sólo en la fe, ingénita en su espíritu, fomentada luego por cuanto le rodeaba, era donde el pobre Lázaro podía hallar reposo a la misteriosa agitación de sus ideas. Nacido en una aldea donde la hermosa y virginal Naturaleza le decía continuamente: -«Admira»-; sin escuchar más voz que la del cura que de continuo repetía: -«Cree»-; con el sano ejemplo de la honrada vida de su padre, y sin haber sufrido desgracias de las que pervierten al hombre, iba, en fin, allegando fuerzas y atesorando virtudes para verterlas luego como un maná divino sobre el rebaño de fieles que Dios le deparase.

Dos épocas distintas puede decirse que atravesó Lázaro mientras estuvo, en casa de su tío.

Durante la primera le dominaron los recuerdos confusos del pueblo con sus faenas y labores: acordábase de las conversaciones en que la tierra era la preocupación de todo el año, y empeñándose mentalmente en resucitar sus impresiones se esforzaba en reconstruir, con reminiscencias vagas y sensaciones olvidada s, aquellos días que no habían de volver jamás; las lluvias primaverales que hacían entrever los carros repletos de doradas gavillas; el estío con las llanuras serpeadas por surcos que parecían encender el aire con la irradiación de sus terruños abrasados; el otoño con sus frutas mal sujetas a la cargada rama, convidando al paladar a refrescarse con su azucarado jugo; las tardes con sus vientecillos impregnados de perfumes, y las calladas noches pobladas de misterios, llenaban su pensamiento de ensueños indecisos. Lejos, muy lejos de él estaba cuanto podía recordarle tiempos pasados y como tales más dichosos: el hogar ennegrecido por el humo de los troncos a cuya sombra jugueteó de pequeñuelo; la fuente donde las mozas, entretenidas en mirarle, dejaban rebosar en sus cántaros el agua; y en un altillo del cementerio, bajo la cruz de piedra que dora cada tarde el último rayo de la luz solar, la tumba de su madre...

En la segunda fase de aquella etapa de su vida todo era diferente. Habíanle trazado con sombrías tintas el plano de la revuelta arena del mundo. -«Aquí abajo no hay, le dijeron, sino males y perfidias; pero tú serás de los que tienen por misión encadenar el dolor a la esperanza de la dicha». A pesar de no considerar completos los ejemplos que se le ofrecían, todo lo que aprendía, sus vigilias y desvelos, cuanto intelectualmente se asimilaba, venía a compendiarse en un impulso de amor divino, que le hubiera hecho fijar los labios en la llaga del enfermo, si esto bastase a curarla, o correr a los campos de batalla para acallar con su rezo la maldición del desgraciado y dar alas al alma del creyente moribundo.

Sentado algunas veces junto a la fuente de la huerta, que desde una eminencia dominaba la ciudad, viendo a lo lejos tejados, y azoteas, escuchando el bullir y los ruidos que como provocación constante le traían los aires, Lázaro pensaba que aquellas eran las guaridas del mal. Sólo las cruces puestas en lo alto de las torres eran signos de redención o amparo. Y si su memoria, protestando de aquel falso sistema del mundo, le recordaba que no todo era malo en la tierra, que él había visto a su padre dar trigo a los labriegos pobres o socorrer a los necesitados, que en la tierra existían cariño, afabilidad y amor, que él mismo había llevado hasta los apartados caseríos consejos de paz y de justicia, todo se desvanecía ante la influencia maléfica del pulvis eris que le habían inculcado en el alma.

Fue Lázaro después al seminario; tuvo su celda estrecha y triste; aprendió mal latín y peor griego, no para admirar el genio de los grandes poetas paganos, sino para embotar su inteligencia en casuismos teológicos; se apacentó dócilmente con filosofía escolástica; le dieron los libros de los Padres de la Iglesia; le dijeron el criterio que había de seguir para que no cayera en la peligrosa pendiente de pensar; marcaron a su entendimiento las lindes que no debía traspasar, y como si el pensamiento del hombre fuese ave, cuyo vuelo depende de voluntad ajena, le impusieron la idea, el dogma y el sentido de cuanto debía creer y proclamar. En su cerebro había de dar cabida, lo repugnase o no, a lo que otros concibieron; su esfuerzo tenía que hacerse mantenedor de proposiciones que apenas le era dado examinar; debía admitir la verdad sin examinarla, creerla sin que le fuese demostrada. «No sólo de pan vive el hombre, sino también de la palabra de Dios», le dijeron; y la palabra de Dios era un enigma, todo lo más una promesa. Le fue negada la interpretación o el examen de los libros sagrados; y para colmo de absurdo le afirmaron que en aquel misterio impenetrable, que constituye la esencia de todo lo dogmático, están la imposible demostración de la verdad y el encanto de su divina poesía, porque la fe es substancia de las cosas, que se esperan, argumento de las cosas que no aparecen.1

Entonces, falta de apoyo su inteligencia, sin que pudiera todavía discernir lo bueno de lo malo, ni estimar como nulo lo falso e inapreciable lo cierto, fue viendo desfilar ante su mirada, en las páginas de sus manoseados infolios, la interminable procesión de ideas, teorías y concepciones que se le daban como infalibles certezas. Leyó que el hombre, envilecido desde su nacimiento por una culpa ajena, no puede redimirse de ella; que el alma, capaz del crimen, está hecha a semejanza de Dios; que la misericordia celeste puede ser también cruel, haciendo eterno el castigo, y que la voluntad divina es poderosa a trastornar las leyes eternas de la materia y la energía.

Contraria, pero simultáneamente a la frase «Eres polvo», le dijeron que el hombre es el rey de la tierra; las aguas de los mares y las arenas del desierto llanuras francas a su actividad y su valor; las fieras de brutal poder, esclavas de su inteligencia; los metales, que como veneros de fuerza y riqueza serpean por las entrañas de los montes, tesoros escondidos para que el trabajo los descubra y el sudor los fecunde; y hasta la mujer, arcilla divinamente modelada con los rasgos de la amante y la madre, es suya también, carne de su carne, hueso de su hueso. Pero con todo, y a pesar de ello, le afirmaron que el ideal de la vida no es la existencia en el seno de la Naturaleza, ni la fecunda guerra del trabajo, ni la pasión de la verdad o del arte, sino la muda y extática contemplación de lo divino, el celibato estéril, el claustro, la pobreza, el ayuno, el desprecio de sí mismo y el ansia de llegar a la muerte como a puerta mágica, desde cuyo umbral se perciben los eternos albores del paraíso de los justos.

Sobre este conjunto de ideas, por cima de toda consideración superior a cuanto le rodeaba, estaban para Lázaro la santidad y grandeza de la misión aceptada, sin que llegara a alzarse un punto en su espíritu la idea de que el bien fuese independiente y extraño de la fe. Así llegó a cumplir los veinticinco años. Su inteligencia, como vaso forjado según las concepciones de los que dirigieron su educación, fue molde en que se vaciaron ideales ajenos. Cuanto en sí encierran las tendencias de los pasados siglos, cuanto en lo antiguo sirvió de turquesa para dar forma y ser a la sociedad, echó en su inteligencia hondas raíces. Educado para las batallas del presente, tuvo por armas las convicciones de antaño, fuertes por lo sinceras, pero quebradizas por lo viejas.

Llegada la época de abandonar el Seminario, el obispo le llamó a su despacho, y le habló de esta suerte:

-Vamos a separarnos. Cuando escribí a mi hermano encargándome de tu porvenir, no creí que fuese tan fácil poner a un hombre en camino de hacerse artífice de su propia fortuna; pero tu aplicación e ingenio han llevado las cosas de modo que aquí, de hoy en adelante, no harás más que perder tiempo. Si con nosotros te quedaras, no pasarías de pobre cura de pueblo; tal vez llegases algún día a predicar en nuestra Catedral; pero nada más. Yéndote a la corte, como deseo, tus méritos darán a tu carrera continuación tan lisonjera como halagüeños han sido los comienzos. Poco me agrada separarme de ti; pero dos consideraciones hago: que aquí te traje, no para satisfacción mía, sino por conveniencia tuya; y que en las luchas de la tierra, en la revuelta marejada de encontrados intereses, donde has de intervenir, puedes ser en alto grado útil a la santa causa de la Iglesia.

Vas a cambiar de género de vida, de hábitos y costumbres, hasta de ambiente respirable, que no son iguales las auras puras de estos campos cercanos, al aire viciado de la ciudad. Aquí, por más que haya doblez y engaño, no son la maldad tan refinada ni la hipocresía tan astuta; allí la cortesanía hace el daño hondo y más disimulada la torpeza. Vivirás entre hombres que antes aprenden a averiguar el pensamiento ajeno que a expresar el propio, rozándote con gentes que procuran hacer a la mentira hurón de la verdad, y que tratarán de adquirir tu confianza engañando a otros, como luego te engañarán a ti para provecho de tercero. Anda en todo pecho la falsía, en todo cerebro la comedia: muchos la representan de tal suerte, que toman en serio su papel, y ni aun la muerte da fin a la farsa, pues otros fingen que les han creído, y la lisonja llega hasta el epitafio, manchando hasta los mármoles. Desconfía de cuanto te rodee y mantente en guardia casi más que contra las maldades ajenas, contra tus propias debilidades. Dios ha puesto en ti fe y razón; aquélla, como faro eterno a que caminas y te alumbra; ésta, como apoyo y sostén para cuando dudes; mas ten cuenta que si tu fe vacila, antes te será causa de desdicha que de consuelo y esperanza. Lee los libros que te pongan en las manos sin cui darte de profundizar en sus páginas más de lo que ellas te descubran; que el libro, como el vino, fortalece si no se abusa de él, embriaga si se le prodiga. La ciencia es a la paz del alma lo que el agua a la semilla; con poca se fecunda y con sobrada se anega. Tu vida hasta hoy ha sido aprender lo que habías de huir mañana: desde ahora vivirás entre el mal, evitando que logre corromperte. Tu misión es consolar al que sufre, alentar al que espera, perdonar al que yerra, labrar en tu corazón puerto donde busquen amparo los náufragos del mundo. No hay en la tierra misión más noble que la nuestra. Si la virtud pudiera ser orgullosa, nos sería dado envanecernos; pero hemos de unir a la bondad la mansedumbre, y por altivo nos está vedado el orgullo, como por pueril la vanidad.

Ya ves, Lázaro, qué hermosa perspectiva se te ofrece a la vista. La vida es combate de pasiones, que unas a otras se hieren y lastiman: tú serás de esos hombres que por vocación de caridad se mezclan en la pelea, llevando en su alma la mina inagotable de la piedad y en sus labios el manantial perenne de la esperanza. Así como unos curan las dolencias del cuerpo, otros cuidan de la pureza del espíritu: serás de ellos, y mientras el tuyo permanezca incólume, jamás te faltarán palabras con que infundir a tus hermanos la fe que te aliente. Cree y te creerán, que nunca inspiró la sinceridad desconfianza. Si la misión es difícil, no ha de ocultársete que la tentación es temible: ya lo irás viendo; pero si algo divino y fuerte hay en el hombre, es la voluntad. A todo has de sobreponerte, temiendo mas la propia indulgencia que la ajena censura. Sé hasta rencoroso contigo por tus culpas, débil hasta la exageración con las del prójimo; que el hombre debe ser tan avaro de virtudes como pródigo de perdones. Si la persecución te maltrata o la ironía te hostiga, recibe a la primera con mansedumbre y a la segunda con piedad; pues si la maldad debe hallarnos pacientes, el sarcasmo ha de inspirarnos lástima; merézcate siempre más conmiseración quien se burle de lo bueno que quien practique lo malo. Por las funciones de nuestro ministerio habrás de hablar al oído de la esposa, y en el tuyo depositará la virgen sus secretos: dí a aquélla que lo sacrifique todo a la paz de la casa, y a esta que todo lo posponga a la paz del alma. Al hereje responderás con la palabra de la verdad, tratándole como amigo perdido que hay que reconquistar, no como enemigo que es preciso vencer, y rezarás por la salvación de quien persista en el error, pues ya que la religión no sea patrimonio de todos, séalo al menos la piedad. No mortifiques al moribundo con el recuerdo de sus delitos aquí abajo; háblale de sus esperanzas allá arriba. Fe, perdón, mansedumbre: tal es tu lema; el corazón tu escudo, tu premio el reino de los cielos. Si de la violencia que te hicieren hubieses de morir, muere con valor, mas no con aquella calma que, puede ser cinismo, sino con esa serenidad que reflejando el tranquilo fondo del espíritu, sirve a los demás de un ejemplo que equivale a un consuelo.

Mas no fuera bueno que te marchases sin tener seguro puerto de llegada. He arreglado todo de manera que entrarás en la corte por tal puerta, que muchos desearían tu posición como término a sus ambiciones. Vas de capellán a casa de los duques de Algalia, señores tan poderosos como buenos. De tus deberes para con ellos nada te digo, mas la humildad de sacerdote no ha de echar en olvido la dignidad de hombre. Tengo por cierto que antes de poco no sabrán a quien mirar con más cariño; si a su venerable eclesiástico o a su discreto y leal amigo. Partirás en breve, y sabe Dios hasta cuándo. Acuérdate alguna vez de mí, y siempre de lo que te debes a ti mismo. Recibe mi bendición y ojalá te dé ella todos los bienes que la voluntad te desea.

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De allí a pocos días partió Lázaro, y aunque alentado por sus esperanzas no dejó de darle mucho en qué pensar la visible contradicción existente entre los discretos consejos que acababa de escuchar y la vida no muy austera de su tío.




ArribaAbajo- III -

Era por aquel tiempo en la corte la casa de los duques de Algalia una de las más ricas y aristocráticas. Su blasón no se había desdorado aún por completo con el roce de las costumbres, modernas; sus estados no eran todavía presa de ninguna junta de acreedores y hasta hubiesen podido añadir a su escudo nobiliario algunos rehiletes gallardamente puestos en atrevida becerrada.

Cuanto esplendoroso puede dar la vida contemporánea, cuanto grande son susceptibles de engendrar el refinamiento del gusto y la sobra del oro, se reflejaba en la morada de los duques de Algalia.

Cada uno de sus salones era una pequeña capilla consagrada a la elegancia; el palacio entero un suntuoso templo del buen gusto, enriquecido con detalles dignos de un museo: allí andaban revueltos lo antiguo y lo nuevo, formando ese consorcio extraño, pero armónico, que ofrece la reunión de lo bueno, por distintos que sean los caracteres que revista. No había pieza mal alhajada ni rinconcillo descuidado. Aparte el esmero con que se había atendido al regalo material del cuerpo, la ornamentación indicaba por doquiera el destino de las habitaciones: el gran salón de recepciones estaba decorado con el fastuoso estilo del monarca de Versalles; el comedor de ceremonia cubierto de tapices flamencos; el de familia, con grandes bodegones firmados por manos maestras; el despacho del duque, todo de ébano incrustado de bronce; los aposentos de la hija, tapizados de alegres y sencillas, pero valiosas telas, y los de la duquesa exornados con tal gusto y riqueza que ni el gabinete de raso negro con flecos de sedas multicolores, ni la sala de baño con jaspe y ónix argelinos, ni el tocador de azulados cortinajes hubieran sido mejores si los eligiese el arte para albergar a una gran dama en quien fuese aun mayor la distinción que la hermosura; que pisase con menudos pies, como ligera sombra, las aterciopeladas alfombras y se recostase en los divanes casi sin que los muelles cediesen al suave peso de su cuerpo.

Y así era, en efecto: que ni en la noble za toda, ni en toda la alta banca, había dama más digna de disfrutar aquellas grandezas que la duquesa Margarita, noble hasta las puntas de sus larguísimas pestañas negras y elegante hasta el claro fondo de sus ojos azules. Era una figura airosa, pero de movimientos lánguidos, como de gata friolera y actitudes sobriamente voluptuosas, como de estatua griega. El traje más modesto realzaba más su hermosura, y con un vestido negro y liso, un grueso ramo de amarillentas rosas en el entreabierto escote, sencillamente recogido el pelo, libres de pendientes las diminutas orejas y sin guantes las aristocráticas manos no había hombre que la contemplara sin darse la enhorabuena por haber nacido. Resta añadir, para mayor encanto de golosos, que Margarita de Oropendia, duquesa de Algalia, aunque tuviese más, sólo representaba treinta años, y era relativamente virtuosa.

El duque, algo apabullado por los excesos de la buena vida y un tanto vaga la mirada por el mucho trasnochar y la afición a los naipes, era todavía un hombre bien plantado, elegante, de educación británicamente escrupulosa en lo que a la etiqueta se refiere, y hasta instruido. No ignoraba, por ejemplo, que Luis XVI fue decapitado, y murió de resultas, ni que Carlos I de Inglaterra tuvo igual suerte, hechos que con frecuencia citaba para probar lo temibles que son las muchedumbres cuando, según su frase, se desbocan. Lo que mejor le caracterizaba era el ardiente deseo de ver satisfecha una aspiración constante de su vida, una exigencia de su imaginación que participaba de la seriedad de la ambición y la pequeñez del capricho: ser senador. La senaduría era a sus ojos el complemento de su nobleza; sería además una ocupación, un pretexto, para darse importancia, una satisfacción de su vanidad. Y si pudiera serlo de por vida... ¡Senador vitalicio! Soñaba con sentarse en los escaños rojos de la Alta Cámara, ir en coche hasta la plaza de los Ministerios, apearse lejos del zaguán para cruzar entre filas de curiosos, que murmurasen, «ese es el duque de Algalia»; entrar en el salón de conferencias, andar solo por los rincones como quien medita un plan, estrechar la mano a los ministros, acoger las peticiones de los pretendientes, diciendo «veremos» o «haré lo que pueda»; y salir después de una votación, exclamando: «¡Los deberes políticos!», «¡Mi conciencia!», «¡El partido!», «¡Las instituciones!»...

Esto basta para apreciar que el duque no era de ideas muy avanzadas; pero, a pesar de todo, podía considerársele como demagogo comparado con su hechicera consorte.

La duquesa era el prototipo de la dama aristocrática, que sólo en las cuestiones del amor y de la moda transige con el progreso. Religiosa hasta la superstición, devota por fe heredada, hipócrita por el qué dirán, e intransigente por decoro, adoraba la misa en que estrenaba un traje, la Semana Santa en que, tan guapa como el año anterior, pedía para los pobres, o la novena que facilitaba una cita. Mientras rezaba se complacía en bajar y subir la mirada, como jugueteando con los párpados, gozándose en dar alternativamente luz y sombra a los que la rodeaban. En sus relaciones con el gran mundo, tenía ese tacto supremo que sabe mortificar sin ofender, y que consiste en admirar a las gentes virtuosas sin comprometerse a imitarlas ni indisponerse jamás con los que pecan. Vivía entre el beau monde, formaba parte integrante de la high life; el pueblo le atacaba los nervios; huía de la multitud por miedo al mal olor, y si en otros tiempos la hubiesen llamado ciudadana, habríase muerto del susto. La palabra Revolución no evocaba a sus ojos más figura que la de María Antonieta prisionera en la Conserjería, y en la más leve agitación política veía carreras, tiros, desaguisados y atropellos. Para ella, ser de origen humilde no era una falta, pero sí una mancha, y aunque trabajar le parecía muy honrado, tenía por loca la pretensión de querer elevarse encalleciéndose las manos.

El duque transigía, en cierto modo, con el espíritu moderno: había comprado bienes nacionales, lo cual le hacía relativamente liberal; era individuo de varios consejos de administración de sociedades de crédito; viajaba con billetes de libre circulación; defendía las instituciones; hablaba del turno pacífico, y se llamaba conservador. No admitiría nunca que un artista pudiese ser su igual; pero, por benevolencia, protegía las artes cuando no le salía muy caro. Daba al trabajo mucha importancia, no hacía nunca nada, admitía las concesiones al talento, y se explicaba el otorgamiento de un título a quien supiera enriquecerse.

La hija de este matrimonio era un progreso vivo sobre sus padres: entre un rico tonto, apergaminado, achacoso, y un mozo de buena estampa, pero pobre, prefería bailar con el segundo, y en sus ambiciones de muchacha optaba por vivir acompañada de un hombre a quien quisiera, antes que por la boda con un heredero escrofuloso de respetabilísima alcurnia. Estas ideas hicieron, sin duda, que no se enojase cuando empezó a mirarla amorosamente cierto individuo, que por aquellos días atrajo a sí los elogios del país entero: un joven que en una reunión política había, con un discurso de extrema izquierda, conmovido la opinión y entusiasmado a las gentes: hizo el duque que se lo presentaran, no por rendir tributo al mérito, sino por tener en sus salones al hombre puesto en moda; y de esta suerte, sin que ninguno de entrambos lo buscara, llegaron a conocerse y tratarse Félix Aldea y Josefina de Algalia.

Así estaban las cosas cuando, en pleno invierno, es decir, en la época de más fiestas, bailes y recepciones, el mayordomo de los duques fue una mañana, por orden de sus amos, a la estación del ferrocarril a esperar al nuevo capellán que había de sustituir al anciano sacerdote muerto pocas semanas antes. Adivinole por los hábitos al bajar de un vagón, y acercándose a él, previos saludos y frases que puede figurarse quien desee más pormenores, le llevó al palacio en un simón, y presentole a los duques. Recibido por éstos como exigía la hidalguía en tan grandes personas, y en él lo respetable de su ministerio, le acompañaron hasta la habitación que le estaba destinada, le enseñaron la capilla, encargaron al mayordomo y al administrador que le respetasen y sirviesen, y sin más conversación quedó instalado Lázaro en casa de los duques de Algalia.

Al separarse del joven sacerdote, preguntó la mujer al marido:

-¿Qué te parece?

-Muy joven, -contestó el duque-; pero no habíamos de estar más tiempo sin capellán, y cuando el obispo le recomienda, bueno será.

¡Capellán! Este era el puesto que había de desempeñar. Nadie le había dicho todavía que era como un criado más en la cocina o un caballo nuevo en las cuadras, un simple, artículo de lujo. Debía decir la misa todos los días muy temprano y mucho más entrada la mañana cuando la duquesa no quisiese salir a oírla fuera de casa. No se hace especial mención del duque, porque éste era de los católicos que no practican.

Tan poca y breve ocupación dejaba a Lázaro el día libre; de modo que siendo grande su curiosidad por conocer el nuevo centro en que vivía, y fáciles los medios de satisfacerla, pronto empezó a observar y pensar sobre cuanto veía, desentrañándolo y analizándolo todo.

Al cambiar de medio social, al sentirse sacado de su esfera, y verse solo de repente en el torbellino del mundo, cada mirada producía en él una observación y cada observación un juicio que, chocando frecuentemente con sus propias ideas, las destruía o alteraba. Creyente sincero y de entendimiento poderoso, apoyado como en fuerte palanca en su ideal, comparó y juzgó las cosas de la vida.

Traía en el alma esa profunda fe que, a semejanza de ciertas piedras preciosas, va siendo más rara cada día. Sus preocupaciones tenían por lo ingenuas algo de sagradas, y libre de toda mira interesada, venía a nueva existencia, aplicando para examinarla, aunque con el espíritu de otros siglos, la más recta imparcialidad. Tranquilo, puesto el ánimo en Dios y la esperanza en el deseo de saber, tendió la vista en torno suyo; pero como ave obligada a volar demasiado alto, sus ojos se deslumbraron, sintió el vértigo que da la altura, y faltó aire a sus pulmones oprimidos.

Como llegan tardía y débilmente al oído los ecos de la tormenta lejana que va aproximándose por instantes, sintió Lázaro ir llegando a su alma vagos presentimientos de dudas y zozobras, misteriosos anuncios de un porvenir preñado de lágrimas e insomnios.

¿Qué era aquello? ¿Qué sombras comenzaban a turbarle? ¿Qué temores iban girando en derredor de su imaginación como fieras que se pasean en torno de la presa? ¿Era que empezaba a aspirar el hedor de los pantanosos lodazales de la tierra, o acaso que, sintiendo el yugo opresor de la materia, tenía ya su espíritu la nostalgia de la inmortalidad?

Era que cuanto había aprendido y creía, estaba en contradicción con la realidad. Llevaba dentro de sí una llama que no podía brillar en aquel nuevo ambiente. Sus estudios fueron ancha base a tantas cavilaciones; el espectáculo del mundo, cebo que incesantemente las provocaba. Cada día le trajo una lección, cada hora el agrio fruto de un anticipado desengaño.

El tiempo fue pasando por él como la onda sobre el lecho del río, haciendo la superficie más tranquila, pero agitando el fondo y profundizando el cauce. Es imposible pintar la invasión lenta y gradual en su alma de las cosas y los errores mundanos. Sería más fácil penetrar en las entrañas de la piedra y sentir la secreta atracción de la cohesión y la fuerza, o escuchar el latido de la planta en que la evolución tiende a la vida. Cuando su inteligencia quería bucear en lo hondo de su pensamiento, le veía poblado de formas extrañas que le hostigaban con las maldecidas preguntas de la duda. Semejantes a estrellas que se extinguen, fueron nublándose sus esperanzas, y su fe fue perdiendo lentamente la virginidad, como la nieve pierde su blancura puesta en contacto con la tierra.




ArribaAbajo- IV -

Apenas hacía un año que Lázaro estaba en casa de los Algalias, y ya se había captado todo el afecto que puede inspirar el que sirve a quien le paga su salario. La duquesa simpatizó con él como simpatiza la debilidad con la indulgencia: el duque vio, ante todo, en su capellán un hombre que sabía guardar las distancias, y la niña, querida de sus padres con ese cariño de los poderosos, quizá algo frío porque no impone sacrificios, encontró en Lázaro un alma dispuesta a comprender las impresiones que en los albores de la vida se alzan en el corazón de la mujer. Para los duques era una figura que, sin salirse de su esfera, contribuía al tinte aristocrático de la casa: la hija, como más joven menos sujeta a preocupaciones, sólo se daba cuenta de que, mozo o viejo, noble o plebeyo, había cerca de sí un ser respetable por su ministerio y digno de estimación por sus prendas.

La inteligencia con que el joven sacerdote iba leyendo cada vez más claro en las cosas de la vida; el carácter con que disculpando el error insistía en lo juicioso, y su buen corazón, merced a cuyo generoso impulso sabía hacer dulce la misma severidad, constituían en Lázaro una personalidad extraña, sencillamente buena, tan digna de estudio en su candidez como otras por su originalidad o extravagancia: y Josefina, para quien su padre era un socio del Casino que venía a dormir a casa, que, no miraba en su madre sino la encargada de satisfacer frívolos caprichos, ni veía en el aya más que una criada con vestido de seda, fue poco a poco acercándose a él, movida simultáneamente de la necesidad de un amigo para su soledad, de la simpatía que inspiraba el hombre y el respeto que infundía el clérigo.

Algunas mañanas, cuando el tibio calor primaveral parecía reconcentrarse en la gran estufa de cristales que, poblada de plantas raras y hojarascas exóticas, se alzaba en el jardín, Josefina y Lázaro se encontraban en ella, fijándose la niña en las camelias que podría cortar para lucirlas a la noche, entregado el sacerdote a sus rezos. Atraídos uno hacía otro, se sentaban en los escabeles de hierro, olvidándose la mujer del galanteo escuchado la víspera, y el hombre del libro que le acompañaba. La reseña de un baile o la noticia de otro, el proyectado enlace de una amiga, un cuento de la villa, lo que dijo una visita, un pensamiento de caridad, servían de motivo a las conversaciones. Relegado insensiblemente a segundo término lo que daba margen al coloquio, el cura y la muchacha conversaban amigablemente, depurando, casi sin saberlo, lo que de terrenal tenía el comienzo de su diálogo: y nunca bastardeó aquellos dulces esparcimientos cosa rayana en lo ridículo; que ni la candidez de la mujer tocaba en la sensiblería, ni la discreción del hombre llegaba a parecer afectada. Todo era natural hasta tal punto, que sí alguna vez traspusieron la imaginación o el labio los límites de lo prudente, no entendió la pureza el desmán ni pudo recogerlo la malicia. Quizá pensando alto llegaron uno u otro a decir lo que hubiese parecido escabroso a un tercero; pero la torpeza, si de sus bocas salía, brotaba con tal ingenuidad, que realmente la voluntad era tan irresponsable como la ignorancia. Josefina vertía sus ideas en el ánimo de Lázaro como la tierra deja brotar el manantial, confiadamente, sin esfuerzo, y él la escuchaba más cuidadoso de evitarle los errores que de confirmarla en las verdades. Andando el tiempo, e intimando el trato, llegaron a sentirse atraídos por la genial bondad del sacerdote cuantos habitaban la casa; pero siempre fue Josefina quien, verdaderamente encariñada con él, parecía gozarse más en frecuentar su compañía.

En cuanto a la madre, su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, su gozo en ajar la vanidad de las amigas, hallaban siempre respetuoso, pero claro correctivo en la palabra del cura, obrando este tan discretamente, que sus frases podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia. Si el sacerdote hubiera pecado de autoritario, habríase librado de él Margarita, sin más que despedirle con cualquier pretexto; mas como era el ingenio del hombre quien obraba, dejando en la sombra su carácter de clérigo, poca defensa cabía en ella contra advertencias que fuera absurdo haber rechazado como ataques. Hasta los criados contenían la murmuración soez y maliciosa cuando en sus conversaciones se pronunciaba el nombre de Lázaro, pues no viendo en quien le llevaba sino virtudes sinceras, tenía la baja lengua que callar aun estando tan diestra en maldecir.

Así se deslizaba el tiempo para Lázaro, que, impensadamente tal vez, desvió sus miradas, del mundo para fijarlas en lo que más de cerca le rodeaba. Habíanle pintado el mundo como asiento de todo error, cuando no es sino el campo de la batalla librada por el bien y el mal; pero el espectáculo de esta lucha le bastó para sufrir mucho y al sufrir su ansia instintiva de consuelo, sin que en ello interviniera la malicia, tomó forma de mujer. A cada desengaño, a cada decepción, cerraba los fatigados ojos, prefiriendo la tristeza de la sombra a los resplandores del mal, y al cerrarlos quedaba como fotografiada en su pupila la imagen de Josefina destinada a ser juntamente el más grato ensueño y la más horrible pesadilla de su vida. La buscaba sin darse cuenta de ello; la echaba de menos sin sospecharlo; deseaba verla y hablarla como desea la dicha el acostumbrado a la amargura. Las mañanas en el jardín, los paseos en el invernadero, las tardes del lluvioso otoño pasadas ante los balcones del gabinete mirando estrellarse y correr las gotas de agua por los empañados vidrios; todos los momentos en que veía trasparentarse al fondo de las pupilas de Josefina la ternura de su alma, te hacían gozar de una manera tranquila, sin que su propia naturaleza varonil le llevara a pensar en otros halagos ni promesas. Se deleitaba en la contemplación de la mujer como la fría estatua de una fuente parece recrearse entre las ondas que la ciñen. Placer, peligro, dicha, dolor, todo lo tenía a su lado; y él, como invadido el espíritu por sólo un impulso, no sentía más que la admiración de la belleza en lo que tiene de ideal, sin que nunca llegaran los deseos a hostigarle con su aliento de fuego. Si la prudencia tenía las alas cortadas al deseo o la castidad sujetaba a la naturaleza, ni él mismo lo sabía; que no sintiendo torpeza, no tuvo ocasión de combatirla. Pero en el silencio de la noche, cuando todos dormían, tras el bullir de las cenas o el trajín de los bailes, Lázaro con la cabeza entre las manos, caído a sus pies el libro de rezo y rota la oración en los labios, sentía el alma invadida de esos misteriosos efluvios que nunca engendra la piedad religiosa, porque sólo brotan cuando saboreamos la esperanza de la propia ventura. El sueño o el cansancio le rendían luego, hundiéndole en los abismos de la nada, y su imaginación descansaba hasta que, al despertar, la esbelta figura de la niña flotaba de nuevo ante sus ojos, turbando la primer plegaria del día. En más de una ocasión la imagen de la Virgen grabada en el devocionario pareció alterarse y trastornar sus rasgos, adquiriendo el rostro divino las facciones de la mujer amada. Sus alucinaciones, aun tomando forma de impiedades, no llegaron a mancharse de lujuria; pero poco a poco la voluntad, capaz de dominarlas, iba dejando de ser lo suficiente poderosa para evitarlas.

Nadie, sin embargo, supo sus sufrimientos. La misma Josefina, ídolo de aquel culto, no sospechó que bajo la pobre sotana del capellán de sus padres empezaba a realizarse la misteriosa génesis que se cumple cuando el amor dice cerca de un alma: «sea hecha la luz».

Sencillo, afable, blando con los criados, respetuoso con los señores, sin salirse de los estrechos límites que su situación le marcaba, acabó Lázaro por ser en casa de los duques el más querido de cuantos la habitaban. Lo indulgente que con las culpas era, hacía creer a los culpables que permanecían sus faltas casi ignoradas, y si trataba de corregirlas, nunca las reprendía ante tercero, sabiendo que nada se remedia empezando por lastimar el amor propio.

Esta bondad, unida a su carácter religioso, le daba entre las gentes de los Algalias una consideración a que los mismos duques no podían sustraerse, viendo hermanados en Lázaro la mansedumbre del sacerdote y el ingenio superior del hombre. Quien más le quería, por ser quien más íntimamente le trataba, era Josefina, la cual había ido poco a poco, coloquio tras coloquio y confidencia tras confidencia, abriéndole su alma; pero sin dejarle conocer jamás el alcance de lo que sentía, quizá porque ella misma no se diese cuenta exacta de su verdadera índole.




ArribaAbajo- V -

Cuando Félix Aldea fue presentado en casa de los Algalias, el duque le recibió con la afabilidad que un caballero de su clase se cree obligado a tener con el hombre puesto en moda por la opinión y la prensa. La duquesa le agasajó con ésas distinciones que guarda la mujer bonita para quien rinde pleito homenaje a su hermosura, y Josefina, acostumbrada a la trivial conversación de gomosos insulsos, sintió hacia él profunda simpatía. Viendo en Félix un muchacho cortés sin afectación, galante sin lisonja, discreto sin esfuerzo, que sabía hablar de cosas serias sin hacerse enojoso, ser franco sin pecar de atrevido, y comparándole involuntariamente con los demás que la cortejaban, llegó a preferirle cuando ya en su alma, sin que ella lo advirtiera, iban despertando las sensaciones que al amor preceden, al modo que en una habitación cerrada se deslizan las primeras claridades del día.

Aquella especie de amistad, severa y dulce al mismo tiempo, que unía a Josefina con el cura, la sirvió para una transformación extraña; pero lo que Lázaro había provocado en la niña, más que una transformación era el desarrollo de cuanto fecundo puede haber en el corazón humano. Poniéndola en condiciones de distinguir, casi intuitivamente, lo bueno de lo malo, cumplió la preparación necesaria en ella para apreciar la diferencia que existía entre hombres como Félix Aldea y caballeretes como los que hasta entonces había tratado. Con todo lo que de Lázaro escuchó, de sus instintos, sentimientos, ideas y juicios, se formó Josefina una imagen que, sin llegar a personificarse en una figura, prestó a las impresiones la suficiente cohesión para engendrar la aspiración indeterminada de un ideal en que se daban juntas las buenas cualidades del cura y las promesas de futura dicha, ya evocadas en el corazón de la mujer. Para realizarlas estaba Lázaro incapacitado. Ni por un momento cupo en Josefina la idea de que, coexistieran en él las dos personalidades de hombre y sacerdote; pero cuanto se desprendía de su trato vino a formar algo como la fórmula de la ventura soñada, la profecía desinteresada de bienes que él no podría otorgar, pero que en él estaban visibles a los sentidos, aunque negados para siempre a la posesión o al goce. Él fue el primero en guiar a la virgen por los misteriosos senderos que llevan de la pureza a la ignorancia y de la ignorancia a la curiosidad, haciéndola salvar con la imaginación el límite marcado a la candidez por la sospecha: él infiltró, sin saberlo, en el espíritu de la niña esa inquietud secreta que dan las grandes crisis de la vida. Todo aquello con que Lázaro la había moralmente seducido, lo superior de su inteligencia, la atracción sobre ella ejercida, cuanto discurría y le daba expresado en frases de sencillez grandiosa para que ella viese clara la poesía del bien y del amor, contri buyeron a que Josefina, llevando a otro sus miradas, se fingiera un espejismo moral en que objetivó sus ilusiones, llegando a concebir una entidad en que palpitaron vivas todas aquellas perfecciones que la sotana del cura hacía estériles. Lázaro fue el eslabón a cuyo roce salta la chispa de que otro se aprovecha.

A poco de frecuentar Aldea la casa de los duques, empezó a dibujarse la índole del afecto que inspiró a cada uno de los tres individuos de la familia. El duque, en un principio ceremoniosamente obsequioso con la cortesía del caballero que se complace viendo en su casa al personaje del día, pensó luego que, bien pudiera serle útil en el porvenir la amistad de aquel hombre nacido apenas a la vida pública, y objeto ya de tantas conversaciones. Su propio valer y la suerte de su partido, la fortuna o la casualidad, podían alzarle a una posición en que su influjo fuese halago para la vanidad, o mina para la codicia. Y el duque era de los que, llevando previsoramente muy lejos sus ideas, echan cuentas sobre lo que pueden producir los amigos. No ignoraba que todo hombre es útil en algún momento de su vida, y que ese es el instante que debe aprovecharse. Pensó en la senaduría, y añadió para sus adentros: «¡Quién sabe!» Desde que tal idea cruzó por su mente, le empezó a distinguir sobremanera; dejó de llamarle Aldea, y tomó la costumbre de llamarle Félix.

La duquesa, que al principio no sintió hacia él sino la gratitud de la hermosura para con la galantería, fue apreciándole luego como uno de esos hombres con quienes la coquetería es un juego muy peligroso: la dama, avezada a la lucha de la audacia contra la belleza, adivinó un adversario terrible si llegase a atacarla. Pero nadie notó que Aldea la cortejase. Sus conversaciones tenían ese carácter de afectada cordialidad que da barniz de amistad al trato de personas indiferentes; sus amables futilidades parecían exigencias del círculo que frecuentaba; sus galanterías imposición trazada por la urbanidad de los salones. Tal vez a solas se entretuvieron en discreteos pecaminosos, pero nadie llegó a pensar mal; ni la expresión de lo que él decía daba lugar a sospecha, ni la manera de escucharle ella significaba disimulada alegría. Tal vez en medio de una fiesta, muellemente sentada la duquesa, vuelto hacia atrás el rostro, recatándose entre el plumaje de su abanico y apoyado él en el respaldo del sillón que ella ocupaba, se encontrasen una frase y una sonrisa, como se encuentran el delito y su premio; pero el descuido, si lo hubo, de nadie fue notado; quedaron secretos los latidos que hicieron levantarse el raso a impulso del corazón, y quedó ignorada la secreta alegría de quien lo hizo palpitar. Quizá si se acercaron fue impelidos por la sacudida que agita los nervios en medio de la viciada atmósfera que forman las mentiras oídas, los perfumes aspirados y los resplandores que deslumbran; fueron acaso como la rama que se inclina sobre el río mientras la violencia de la corriente alza la superficie del agua, sin que pueda notarse si los tallos la buscan, o es ella la que sube hasta mojar sus hojas.

Nada había en ellos que autorizase al mundo para suponerles unidos por un lazo más estrecho que el de la superficial amistad engendrada con el trato del medio social en que vivían. Existían en cambio poderosos indicios para suponer que, si algún exceso de galantería mostraba Félix Aldea hacia Margarita de Algalia, no eran enteramente desinteresadas sus intenciones. Cuando se le veía hablando embelesado con Josefina, los ojos recreándose en la contemplación de su belleza, mudo y como absorto unas veces, animado otras hasta la locuacidad, comprendíase el por qué de tales dulzuras y complacencias para con la madre de aquel tesoro de discreción y hermosura. La solicitud con que a la duquesa atendía se explicaba por el afán de acercarse a su hija: tratando de hacerse agradable a Margarita, parecía solicitar la venia para otros diálogos en que de antemano era la plática tenida por más dulce y amena, pues Josefina cada vez se le mostraba más propicia.

Era la vez primera que Josefina escuchaba con gusto las frases galantes y las palabras cariñosas de un hombre. Cuantos hasta entonces la cortejaron, no supieron disimular bien el impulso que les animaba: unos sólo vieron en ella lo que inmoral y descaradamente se llama un buen partido; otros la esperanza de satisfacer con sus amores una vanidad pueril: las pretensiones de aquéllos fueron siempre rechazadas con repugnancia; las de éstos miradas con desprecio. Josefina, incapaz de querer a nadie interesadamente, no admitía la idea de ser ambicionada por su oro, y sobrado discreta para confundir pruebas de amor con requiebros de salón, desoyó igualmente a los que la pretendían por su dinero y a los deseosos de preferencias en que fundar vanidades. Ni quiso prestarse a ser materia de contrato, ni pudo oír con paciencia las frases triviales, mejor o peor dichas, pero siempre falsas, con que el hombre pretende atraerse sonrisas y provocar miradas que pueda pregonar como favores. Mas cuando puesta en contacto con Félix Aldea apreció su valer y notó su inclinación por ella, se fijó primero, pensó después, y finalmente llegó a decirse que aquel hombre joven y juicioso, hermoso y varonil, obsequioso sin afectación, galante sin lisonja, era quien mejor merecía, si no su amor, al menos esa simpatía que la mujer dispensa como prólogo de más dulces concesiones. Tal vez le pareció demasiado engolfado en sus aficiones políticas; no se ocultaba a sus ojos que absorbido por la vida pública, la tranquila dicha del hogar sería en su existencia lo secundario; pero también apreciaba claramente la diferencia inmensa entre un hombre que daba el pensamiento a deseos de gloria y los figurines movibles que hasta entonces la rodearon. Cuando, cansado por las luchas del mundo o abatido por los reveses de la suerte, Félix buscara en el hogar fuerzas y consuelos, ella, con los brazos abiertos, le brindaría reposo, y con sus frases de cariño le infundiría la poderosa le que el temple de las grandes almas sabe trocar en energía. Cuando la rápida pulsación de la impaciencia atormentara sus esperanzas, palpitaría también con ellas; la alegría de los triunfos sería para ambos, y la fama que se conquistase para él solo: se contentaría con un beso el día de las victorias, endulzaría con una palabra las amarguras, y lejos de pensar que el matrimonio es el egoísmo de dos, sus ensueños de ventura se lo hicieron vislumbrar como la abnegación de uno solo.

Josefina no amaba todavía a Félix. Ni le conocía lo suficiente para cifrar en él todas sus esperanzas, ni la había tampoco hablado en esos términos que hacen recíproca la ternura. Sus finezas y palabras amables no fueron nunca lo bastante explícitas para provocar respuestas claras: él no parecía poner empeño en obtenerlas; ella, sin acertar a desearlas, las temía, pues si las conversaciones con Aldea pudieron servirla como medida de su valer intelectual no estaba igualmente segura de sus cualidades morales. Su trato le parecía cada vez más ameno, mayor su ingenio; pero no dejaba de observar que en todas sus conversaciones se quedaba corto, temeroso de pronunciar palabra en extremo arriesgada, cuidando siempre de evitar frases que no pudiera recoger. La perspicacia mujeril la prestó adivinación, y así fue advirtiendo que aquel hombre tenía su corazón repartido entre un amor naciente y otro sentimiento más vivo, más avasallador y poderoso.

Aldea no perdía ocasión de dar a entender en público su amor por Josefina: en las recepciones de su casa, en bailes, teatros y saraos se complacía en mirarla de ese modo que, prodigando expresión a los ojos, entera a las gentes de lo que uno calla. No se recataba para decir a quien quisiera oírselo que con ella sería feliz; a nadie llegó a permanecer oculta aquella inclinación. Los padres de Josefina se enteraron de todo antes que los extraños, pero ni la duquesa procuró evitarlo, ni el duque dio a la cosa gran importancia. Su hija era joven, rica y hermosa: nada tenía de particular que gustara a los hombres: Félix Aldea era un admirador más.

Sólo la interesada reflexionaba sobre su propia situación, procurando, a pesar de la ternura de que se sentía poseída, dominarse, ver claro y leer en el alma de aquel hombre.

Sin bastante conocimiento del mundo ni experiencia para explorar a Félix provocando atrevidamente explicaciones francas que pudieran ser indecorosas; sin coquetería que desconcertándole le hiciera venderse, Josefina sintió la falta de una persona amiga, leal, inteligente, que aconsejara su incertidumbre y gobernara su timidez convirtiendo la misma debilidad en arma poderosa. Por fin, aunque luchando con dificultades y dudas, a fuerza de pensar en aquel hombre, creyó ver determinado y fijo el rasgo que caracterizaba su extraña conducta. Cuando Aldea la tenía en público cerca de sí, hacía marcados, aunque prudentes, esfuerzos, porque le vieran enamorado de ella; pero cuando podía hablarla sin testigos, callaba o daba a la conversación los giros rebuscados de una tranquilidad afectada, huyendo cobardemente toda explicación de carácter íntimo. ¿Era esto el miedo natural de quien, deseando una dicha, vacila en pedirla temeroso de escucharla negada, o era un modo de implorar piedad?

Con tales dudas tropezaba Josefina al fin de todas sus cavilaciones.




ArribaAbajo- VI -

Llegó el día del santo de la duquesa y, como de costumbre, se festejó con una comida, que si tuvo sus puntas y ribetes de banquete no careció de aspecto familiar, pues sólo asistieron a ella los más asiduos amigos de la casa, incluso Félix Aldea, y el joven capellán.

Esmeráronse en prepararlo todo los criados, inspeccionándolo minuciosamente el mayordomo, y a la hora fijada estaba puesta la mesa, que juntamente daba muestra de la calidad de los dueños, y del cuidado de la servidumbre.

Un manojo de flores, presas en rico vaso de Bohemia, ocupaba el centro: la cubrían blanquísimos lienzos con letras y escudos primorosamente bordados; relucía sobre ellos la limpia plata; a las copas de diversas formas y tamaños esperaban los más preciados vinos, y la luz de las lámparas iluminaba aquella lujosa sencillez, mientras sólo el continuo tic-tac del reloj rompía el silencio del comedor, como llamando a convidados y dueños. Oíanse por las habitaciones inmediatas, a un lado el murmullo de la conversación de los que esperaban, a otro el ruido que producían con sus últimos preparativos los criados.

Las personas convidadas eran pocas, pero dignas de ser citadas. Además de Aldea, colocado no se sabe por qué previsora disposición a la izquierda de Margarita, estaban cuatro señoras y dos caballeros. La condesa de Busdonguillo, ahora dama elegantísima, en otros tiempos señorita cursi de las que se pasan las primaveras en el Retiro, los veranos en el Prado y los inviernos en torno de una camilla con lámpara de petróleo haciendo flores de trapo o redondeles de crochet, mientras alguno de los presentes cuenta lo que en la corte se dice cuidando de disfrazar la crónica escandalosa de modo que no dejen de enterarse las niñas de la casa. Conoció al conde cuando éste siendo muy joven acababa de perder a sus padres; se dejó abrazar varias veces en la penumbra de un pasillo, negándole, siempre otros favores; y un día, entre los enojos de una sesión de celos y las alegrías de una reconciliación, hizo que su madre dijese al muchacho: «Pronto nos darán ustedes un buen día». Poco años después el conde tiró por un lado, la mujer por otro, y hoy viven en la mejor armonía, ella disponiendo sus martes, y él amueblando casa distinta cada año a una pecadora de moda.

Frente a la de Busdonguillo, para mortificarla con el espectáculo de su lujo, colocaron a la señora de Alzaola, hija de una nobilísima familia que se vio obligada a casarla con un pollo imberbe, gracias a no se sabe qué cuentos y calumnias, según los cuales la niña tuvo que ausentarse durante un año de la corte para pasarlo en compañía de una tía pobre que vivía en un cortijo de Andalucía. Cuando, transcurridos dos años, el matrimonio volvió a Madrid, trajo en su compañía un precioso niño, que murió poco después de garrotillo mientras su madre estaba en un baile. En la actualidad la señora de Alzaola es individua de varias juntas de beneficencia a las cuales hace con frecuencia donativos de consideración que anuncian los periódicos, y suele pagar a su lavandera con bonos de los que el Ayuntamiento reparte para que se distribuyan entre los pobres.

Otra de las invitadas era Pura Menguado, una casi niña, de diecinueve años, sobrina de la de Busdonguillo. Tenía el pelo de un negro azulado por lo intenso, el rostro de una palidez clorótica, los pómulos salientes, algo caídos los labios, y los ojos de un mirar despreciativo y lánguido como de heroína de novela que no ha encontrado todavía su ideal en la tierra. Se levantaba a las tres, almorzaba, iba en coche a paseo, se vestía a las ocho para comer, volvía a vestirse a las nueve para ir a la ópera, engalanábase de nuevo para dar una vuelta por algún salón de buen tono, regresaba a su casa a las cuatro, se entregaba a la lectura de novelas francesas hasta las ocho, y dormía hasta la hora de levantarse para repetir las mismas operaciones. Pura, que era renombrada por su extranjerismo en el vestir, llevaba aquel día un vestido de raso negro, de mangas cortas, muy ceñido y muy largo, con volantes de ancho encaje azul, un collar de perlitas, medias de seda negra, zapatos de raso con la punta algo encorvada, y el pelo, recogido a la vierge, con horquillas de cabeza de brillante.

La cuarta señora era la generala viuda de Pillote. Tendría cincuenta años, pero a media luz representaba treinta y cinco; estaba hacía tiempo en relaciones con otro general a quien el difunto legó sus bandas y placas en prueba de buena amistad; se dedicaba mucho a las cosas de iglesia, hacía novenas, y creyendo que esto no podía ya ponerla en ridículo, vestía imágenes. Después del general, su pasión eran las amigas, a quienes siempre aconsejaba lo mejor, y las conversaciones en que se hablaba del decoro.

Los hombres merecen párrafo aparte.

Don Juan del Cupón era un señor muy rico, asociado con un marqués que no lo era menos, para prestar dinero a menores con escrituras de depósito como garantía. Cuando los muchachos que recibían el préstamo no se pegaban un tiro y sus padres se veían amenazados por la deshonra, el señor de Cupón transigía el asunto, viniendo siempre a quedar en sus garras lo menos el sesenta por ciento al año. Fue diputado de una mayoría reaccionaria y contribuyó poderosamente a varias peregrinaciones católicas.

Arturito Galeolo era un chico que frecuentaba las mejores casas y las peores mujeres de la corte: tenía dos hermanas jamonas, muy guapas, algo extravagantes en el vestir, de conducta dudosa y a quienes acompañaba a todas partes. Puede decirse que no tenía personalidad propia: todo el mundo le llamaba del mismo modo: «el hermano de la pareja»; nombre con que Madrid entero designaba aquellas elegantes y ex-jóvenes señoritas.

El último convidado de los duques era un antiguo periodista, amadamado y maldiciente, ducho en dos especialidades, merced a las que vivía haciéndose lado en todas partes. Poseía un repertorio completísimo de narraciones de disgustos conyugales entre lo más acomodado de la sociedad, que se complacía en contar oportunamente, y escribía revistas de bailes, detallando los trajes y prendidos de las damas. Llevaba las patillas teñidas de rubio y afeitado el bigote, que empezaba descaradamente a blanquear. Decían las gentes que algunas encopetadas señoras le habían pagado con dulzuras infinitas, más que los elogios a ellas, las censuras para otras. Tenía, además, otra particularidad: recibía toda su correspondencia en la redacción; no se pudo averiguar dónde vivía; se llegó a saber que tenía en una pobrísima casa una mala cama, un gran lavabo con muchos frascos, tintes, pomadas y cosméticos, y una percha cargada de ropa, pero nadie logró ser recibido por él.

Sentáronse los duques con sus comensales, ateniéndose más a la confianza que a la etiqueta, y se comió luego como se comía en aquella casa cuya mesa era uno de los mejores altares que pudo desear la gula. Mucho permitía su riqueza a los de Algalia; pero más valía su exquisito modo de elegir: eran de los pocos que saben comer, cosa harto difícil de aprender, porque sólo a gente rica está reservada su experiencia.

La conversación versaba sobre todo aquello que sin ofensa podía decirse ante una niña como Josefina y un clérigo como Lázaro; pues si ella contenía la libre lengua cortesana con su aspecto de pureza, bien se echaba de ver que el cura era un cura digno de sentarse donde cualquier grande o virtuoso se sentará.

Pasando de unas cosas a otras, se llegó a lo que era objeto de diversos comentarios por aquellos días: el estreno de un drama de esa escuela que, inspirada en la realidad, lleva a la escena nuestra propia vida y nuestras miserias, haciendo al teatro espejo donde las figuras que se mueven en la acción fingida, son, según su virtud o su torpeza, ejemplo de unos y escarmiento de otros. Servía de base al drama el manoseado problema de la falsa posición creada por la sociedad al hijo natural, y el autor atacaba duramente ciertas hipocresías, que serían ridículas si no tuvieran marcado carácter de intransigencia odiosa.

La generala Pillote se mostró desde luego partidaria del perdón para la madre. La de Alzaola sostuvo que la mujer que faltaba era porque quería faltar, idea que hizo sonreír a algunos de los presentes. Purita Menguado se deleitaba oyendo todo aquello que tenía todavía, en cierto modo, para ella el encanto de lo desconocido; y sólo en cierto modo, porque era una de esas niñas vírgenes que nada ignoran teóricamente, pero que se consumen procurando saber cuál será en la práctica la aplicación de sus conocimientos poco castos. La de Busdonguillo callaba y comía, no porque se acordara de que nadie puede tirar la primera piedra, sino considerando oportunamente que hay casas con tejado de vidrio.

Menos Josefina, que no podía explicarse todo el alcance de la conversación, todos tomaron parte en ella mostrando su opinión; unos acaloradamente, con tibieza otros, como quien ignora la de los dueños de la casa y no quiere desagradar; éste hablando en nombre de la moral ultrajada, y aquél tratando de darse por ingenioso, mientras alguno, comía en silencio, riéndose para sus adentros en general de la virtud, y en particular de los virtuosos. Guardaba silencio la duquesa, que, como mujer de mucho mundo, sabía los peligros que rodean a su sexo, y callaba también el cura, pensando que era excusado hablar cuando todos debían suponer que sólo en nombre de la misericordia podría hacerlo. La conversación quedó limitada al duque y Félix Aldea: el primero, apurando cuantos lugares comunes y frases hechas acoge la intransigencia disfrazada de moralidad, repetía los argumentos ideados por todos los que, afectando desconocer el origen de muchas faltas, son exigentes para que se les tenga por justos: Aldea decía que la madre es disculpable muchas veces, y los hijos inocentes siempre. Con sencillas razones, sin artificio ni esfuerzo, demostraba que la severidad en las costumbres no debe rayar en crueldad, y que, como más consolador, debía preferirse el perdón al desdén con que suelen mirarse en el mundo faltas que tienen mucho de desgracias. Defendíase y alzaba el duque la voz como aquel a quien van faltando armas; respondíale Félix tranquilo, al parecer, pero en realidad con vehemencia, hasta que el duque, formulando torpe y rudamente su modo de pensar, exclamó:

-Quizá tenga usted razón. Convengo en que el perdón es muy cristiano y muy humanitario el olvido; pero yo no daría nunca una hija mía a un hombre nacido en tales condiciones.

Si alguien hubiera tenido entonces fija la vista en el rostro de Félix, le hubiera visto demudarse; mas nadie notó que aquel hombre frunciera un instante el entrecejo o se violentase para no decir lo que desde el fondo de la conciencia le mandaba la dignidad ultrajada. Solamente la duquesa, que oyó la frase de su marido, se conmovió; pero supo callar, comprendiendo que había escuchado una torpeza irremediable.

Aldea se contentó con dar por terminada la discusión, y acabó de tomar tranquilamente su café, limitándose a decir.

-Estoy seguro, señor duque, de que nuestro querido don Lázaro sería menos cruel que usted.

-El capellán no es aquí buen juez; -replicó Algalia-, ni puede entender de esto, porque no puede tener hijos.

Lázaro no desplegó los labios. Levantáronse todos de la mesa y no se habló más; pero un momento después, Aldea, visiblemente conmovido, llevó al duque hasta el hueco de un balcón, y allí, sin ser oído de nadie, al mismo tiempo que sacaba un pliego del bolsillo, le dijo:

-Hace tiempo que deseaba probar a usted mi buena amistad. Aprovechándome de la influencia de mis amigos he conseguido para usted esta distinción: he venido con el propósito de aumentar en algo las alegrías de este día; y usted, en cambio, acaba de ofenderme desapiadadamente: soy hijo natural.

Y separándose con rapidez de Algalia, que maquinalmente había tomado el pliego, estrechó la mano a la duquesa, que intentó en vano detenerle, saludó al cura, hizo a los restantes una inclinación de cabeza y mirando profundamente a Josefina, extrañada de tan repentina despedida, salió del comedor y cruzó las antesalas. Un momento después el portero, descubriéndose respetuosamente, le abría la lujosa verja del parque.

-El duque, atónito, no sabía lo que le pasaba: abrió, el pliego, y al leerlo no pudo contener un estremecimiento de gozo: era la realización de su sueño de oro: su nombramiento de senador vitalicio: al pie del cual se leía la siguiente firma:

Yo el rey.

-Mira, Margarita, -dijo en voz baja, tendiendo el pliego a la duquesa y su hija-; ven, hija mía. Aldea me ha dado este papel y se ha marchado, diciéndome que le había ofendido.

Y mientras los circunstantes se miraban unos a otros, el duque, poseído de una sorpresa inconcebible, sin darse exacta cuenta de lo sucedido, atento sólo a su propio regocijo, leía y releía el nombramiento por cima de las hermosísimas cabezas de su esposa y su hija. La duquesa, apartando cariñosamente a la niña y recatándose de ser oída, asió a su marido fuertemente del brazo, diciéndole:

-¿Qué has hecho? Aldea es hijo natural.

-Pero este nombramiento, -repuso Algalia, a quien por el momento sólo importaba su senaduría-, ¿qué quiere decir, a qué viene darme tan gran prueba de afecto?

-Félix está enamorado de Josefina, -contestó Margarita.

Ya tarde, los convidados fueron desfilando repletos de buenos manjares y llenos de curiosidad: ellos saboreando el aromoso veguero, y ellas hablando de los trajes de la duquesa y su hija. Si alguno callaba, era porque lo mal que digería no le dejaba murmurar de lo bien que había comido.



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