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Dice al respecto Signorelli: «Io amo la Spagna colla letteratura, che l'adorna, ma non credo necessario, per bene amarla, l'attribuirle glorie immaginarie», manifestando su adversión hacia las apologías que, después de «una vampa momentanea, passano di moda e muoiono nel buio»; Discorso storico-critico, cit. en Effemeride Letterarie, vol. XXIX, 19-07-1783: 228 y 227, respectivamente. De todos modos, no puede silenciarse que los juicios vertidos por el mismo Signorelli, en más ocasiones, se hallan orientadas a demostrar la supremacía de la cultura italiana sobre la española y las restantes de Europa, como manifestación de un cada vez más difundido sentimiento nacionalista pre-risorgimentale que caracteriza a muchos intelectuales en la Italia de finales del XVIII. Sin negar los ribetes de excesivo amor patrio que guían muchas de las consideraciones del napolitano, no debe subestimarse el apreciable esfuerzo que el autor italiano realizó en pos de una más equilibrada apreciación de la escena española, difundiendo sus méritos en las letras italianas, donde los enemigos y los prejuicios hacia la cultura hispánica no escaseaban. Errado y por lo demás forzado sería acusar al napolitano de «hispanofobia», actitud que en cambio serpentea con evidencia en los escritos de sus compatriotas y amigos Tiraboschi y Bettinelli. Ciertamente el literato italiano en varias ocasiones revela este empeño en resaltar la producción literaria de su país sobre las demás literaturas europeas, entre ellas, también la española. Pero sus equilibrados juicios, aunque no siempre acertados, como en el caso de Tirso por ejemplo, sobre el teatro del Siglo de Oro español y sobre la comedia nueva que aún gobernaba los escenarios españoles del XVIII, no se hallaban motivados de ningún modo por un prejuicio enraizado durante siglos contra la cultura española, la cual por el contrario había asimilado perfectamente. No se olvide que el napolitano de ningún modo desecha de manera genérica la producción dramática del período barroco, rescatando no pocos aspectos del teatro de Lope, Calderón (ver Quinziano, 2004) y, de modo especial, de los autores de la llamada escuela calderoniana, sobre todo Solís y Moreto.

 

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Nótese el claro tono polémico que caracteriza la citada carta-dedicatoria: en ella el napolitano, consciente de los contenidos de la pieza traducida, orientados a poner en discusión el modelo teatral aún imperante, encuentra una preciosa ocasión para atacar nuevamente a García de la Huerta y a Ramón de la Cruz, quienes a su vez, tan sólo algunos años antes, se habían felicitado con el jesuita expulso por las consideraciones que organizaban su Saggio storico-apologetico contra los eruditos italianos y, de modo especial, contra Napoli Signorelli. Asimismo, como puede observarse, no pierde ocasión en cuanta oportunidad se le presenta para achacarle a Llampillas su lejanía física y, por tanto, su escaso conocimiento, de los teatros españoles, poniendo en discusión tanto la fiabilidad como las fuentes de los que derivan los juicios vertidos por el catalán. Por último, Signorelli no puede ocultar su satisfacción frente al hecho de que Llampillas se encontrase «incidentemente citato» en el texto de Moratín, como indica en la carta: sin duda dicha inclusión, en el cuadro de las animadas polémicas ítalo-españolas del período, representaba para el italiano una pública legitimación de sus estudios y publicaciones y al mismo tiempo un prestigioso aval, como el que le llegaba de su amigo Moratín y que el hispanista napolitano, hombre vanidoso, no estaba dispuesto ciertamente a desaprovechar.

 

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Placido Bordoni, erudito, historiador y literato veneciano (1736-1821), cultivó la poesía en latín e italiano y tradujo, entre otros, a Plinio, el Viejo y Cicerón, además de diversos dramas franceses. En la dedicatoria que el crítico italiano le envía al abate véneto y que abre el cuarto volumen de sus Opuscoli Vari, aquél le comenta cómo Leandro Moratín «riprenda acconciatamente i difetti del teatro nazionale appalesandosi vero amator della patria, a differenza di certi mercenari impostori italiani e spagnuoli, i quali tradiscono la verità [...]» (Opuscoli, IV: XIII).

 

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Aunque se cuida de citarlo directamente, es evidente la alusión de Leandro Moratín al Ensayo Apologético de Llampillas, cuyos volúmenes habían comenzado a publicarse algunos años antes, a partir de 1778, siendo editados sucesivamente en español, con traducción de Josefa Amar y Borbón, en los primeros años ochenta.

 

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Estos son precisamente los epítetos con los que García de la Huerta en el Prólogo a su Theatro Hespañol (1785-86) atacó al célebre dramaturgo francés, por lo que la referencia en clave de polémica es más que obvia.

 

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Tomás de Añorbe y Corregel (1686-1741), autor de farsas, comedias de figurón y tragedias en los primeros decenios del XVIII, que alcanzó cierto éxito y popularidad con la comedia de santos Princesa, ramera y mártir, Santa Afra, y con su tragedia El Paulino (1740), a la que alude el napolitano en su Storia Critica.

 

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Sobre la 'zarzuela heroica' La Briseida (1768) de Ramón de la Cruz véase el largo comentario, decididamente negativo, que el napolitano trazó en su Storia dei teatri (IX: 196-207). En las páginas dedicadas al análisis de la Briseida de Ramón de la Cruz, Signorelli había acomunado también al autor madrileño con el recién citado Añorbe, argumentando en tono irónico que «i critici nazionali decideranno qual siesi più scempiato componimento del secolo XVIII, se questa Briseida o il Paolino di Añorbe y Corregel» (Storia, 1813, IX: 207).

 

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Se refiere a la tragedia Agamenón vengado (1779), traducción de la famosa pieza de Sófocles, Electro, emprendida a través de la adaptación que había hecho Pérez de Oliva, de quien Huerta tomó además el título. A excepción de los primeros intentos orientados a establecer un modelo trágico según las reglas del arte -Nicolás de Moratín, Cadalso y López de Ayala- sumamente crítica fue su concepción de las tragedias en el XVIII español, e incluso, al referirse a los citados casos de sus amigos y contertulios de la Fonda de San Sebastián, no faltaron las observaciones críticas (Storia 1813, IX: 61-94). Sobre el modelo de tragedia en Signorelli véanse las páginas que le hemos dedicado en un estudio reciente (Quinziano 2004: 160-163).

 

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El sainete Manolo, como bien recuerda el mismo Signorelli, constituye una sátira de la tragedia neoclásica y de los defensores del clasicismo: «simile insipida farsaccia fu di mettere in ridicolo gli scrittori di tragedie e l'osservanza delle unità», señala en su Storia critica de' teatri (Storia, IX: 191).

 

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Cabe recordar que estas dificultades de todos modos no impidieron que, además de la traducción del literato napolitano, la pieza moratiniana fuese volcada al alemán en 1800 y al francés tres años más tarde.