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Lectura de «El Doliente»

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania
Department of Romance Languages
PHILADELPHIA

«Vouloir nous brûle, et pouvoir nous détruit».


(Balzac, La peau de chagrin, I)                






Como «una de las más perfectas y conmovedoras narraciones del autor» juzga Andrés Amorós la que, escrita por Francisco Ayala en 1946, figura en segundo lugar en la colección Los usurpadores (1949). Su título, «El Doliente», sobrenombre de Enrique III de Castilla, designa al protagonista, el infirme monarca cuya realeza minan numerosos magnates -fuertes y codiciosos de poder- hasta el momento en que él, en un irrepetible acto de ira justiciera, los desafía y aprisiona, para poco después, sin saber cómo, devolverles la libertad y sumirse de nuevo en el silencio y el olvido.

La narración, mediante simples espacios en blanco, se ofrece dividida en tres secciones.

La primera sección es una escena relativamente larga y lenta. Una tarde de invierno, en tierras de Burgos, veintiún años después del nacimiento de Enrique (por tanto, hacia el año 1400). El monarca, postrado, oye llegar a sus cazadores y recibe, ofrendada por su montero Ruy Pérez, una garza. Cuida a Don Enrique, aunque enajenada, su ama Estefanía González, quien, pocos años después de criarlo, había perdido el seso al mismo tiempo que el rey niño enfermaba y su hermano de leche, Enriquillo González, manifestaba también su enajenación. En breve diálogo, Ruy Pérez notifica a su señor la defección de Alonso Gómez, otro vasallo que se ha puesto al servicio del obispo don Ildefonso porque el rey viene adeudándole ya los sueldos de tres años. A solas nuevamente, Don Enrique, fracasado el intento de acariciar la cabeza de su perro, se abisma en quejas soliloquiales acerca de su dolencia, su soledad y el silencio de su nodriza, que mudamente le acomoda cuando él se sienta junto a una ventana, desde donde contempla el patio y escucha las risas de Enriquillo el idiota chanceando y probando sus fuerzas con un mozo de cuadra. La perspectiva de la repetición sin fin de las risotadas del hermano y de su propia postración exaspera al Doliente, que llama a su mayordomo, Rodrigo Álvarez, ordenándole que le cuente todas las novedades. Ante la serie de atropellos de los grandes señores, que el mayordomo refiere, promete el rey poner orden el próximo verano si Dios le da fuerzas.

La sección segunda, tras un sumario preliminar en que se informa de cómo Don Enrique mejoró de salud al llegar el buen tiempo, y, en contacto con los otros, fue cerciorándose de su debilidad y de la urgencia de repararla por cualquier medio, se distribuye en tres escenas -larga, breve y larga-, que corresponden, respectivamente, al incentivo de la acción del rey, sus preparativos y su consumación.

En la primera escena -larga- asistimos a la conversación del cocinero y otros servidores del rey, entre ellos un tal Maroto, acerca de la imposibilidad de disponer cena aquella noche -una noche de primavera- por falta de medios y aun de crédito; escasez que contrasta con la opulencia ostentada la víspera por el obispo don Ildefonso en el banquete con que obsequió a los potentados de Castilla para tratar del reparto del reino y despojo del Doliente, según narra con vivos pormenores el locuaz Maroto. Y al volver el rey de caza con su compañía y comprobar, cansado y hambriento, el vacío de su despensa, manda empeñar su capa, y durante la cena así improvisada se entera de lo ocurrido en el convite del obispo y resuelve con su montero preparar un golpe de mano, para lo cual planea una nueva salida de caza con sus allegados.

Consigna la escena intermedia -breve, casi un sumario- la jornada venatoria días más tarde y la súbita retirada de Don Enrique a causa, por lo que parece, de una indisposición.

Dos semanas después tiene lugar en el castillo la última escena -larga-, en la que se consuma el hecho de fuerza proyectado por el Doliente. Creyéndole moribundo y pronto a hacer testamento, los señores acuden al castillo y, separados de sus criados y escuderos, quedan encerrados mientras comentan la enfermedad del soberano. De repente aparece éste, armado, iracundo, y pregunta a todos cuántos reyes han conocido en Castilla. Habiéndole respondido el más viejo -el condestable Alfonso Gómez de Benavides- que él ha conocido ya cinco reyes, Don Enrique, reprochándoles su afán de poder, que les hace reinar como si fuesen no menos de veinte reyes, júrales su inminente caída. Y mientras la guardia desarma y apresa a los magnates, el rey, tiritando, es desnudado y metido en cama por sus sirvientes.

La sección tercera y última -dos breves párrafos- resume cómo, pasado el verano, al levantar cabeza Don Enrique y preguntar qué fue de sus prisioneros, supo que se hallaban libres y tranquilos en sus casas, y llegó a enterarse de que había sido él mismo quien había decretado su libertad. El Doliente retorna entonces a su silencio sin memoria, postrado de nuevo ante aquella pobre Estefanía, que, sentada junto a él, le ahuyentaba las moscas.


El texto

Abre la narración el siguiente párrafo:

«Ya vuelve Ruy Pérez», dijeron en un susurro los labios resecos del rey; y sus párpados cayeron de nuevo sobre las dilatadas pupilas. Horadando el espeso rumor de la aceña, le había llegado a los oídos desde el bosquecillo el son de una trompa de caza, insinuado apenas, luego ahogado en el agua. Aguardaba ahora el chapoteo de los caballos sobre el fango; en seguida, el ruido de sus cascos amortiguado por las hojas secas de la calzada; y, en fin, sus pisadas batiendo con tintineo metálico sobre las piedras del patio1.



Las sinécdoques de la parte en vez del todo (labios, párpados, pupilas, oídos), lejos de poner de relieve la «apatía» del protagonista, la «atmósfera de fatigada inacción» de la historia, ni menos aún «el ambiente de estolidez [¡!] que conviene», según opina Keith Ellis2, lo que hacen es sugerir inmediatamente al lector la pasividad material, sí, pero al mismo tiempo la sensitiva atención con que el ensimismado rey procura abrir su alma al mundo exterior en un esfuerzo por representárselo desde su aislamiento. Si el susurro que no llega a voz y los párpados cayendo revelan impotencia, los labios resecos y las pupilas dilatadas denotan sufrimiento. Los oídos no se limitan a recibir murmullos indiferenciados, sino que van percibiendo matizadamente «el rumor de la aceña», «el son de una trompa», «el chapoteo de los caballos», «el ruido de sus cascos», «el tintineo metálico» de sus pisadas, con identificación precisa del origen («desde el bosquecillo»), la trayectoria («en el agua», «sobre el fango», «las hojas secas de la calzada») y el paradero («sobre las piedras del patio»).

Esta impresión inicial, que no tiene de apatía más que la mera materialidad del cuerpo enfermo, y que de estolidez no tiene nada, impone al lector en seguida la imagen de una conciencia preocupada por el mundo, pero reducida por debilidad física e insuficiencia comunicativa a un estado de intrascendencia.

Todo el relato se funda, literal y simbólicamente, en un duelo entre inmanencia y trascendencia que no alcanza la síntesis ideal (la inmanencia trascendente del creador de belleza o de verdad, la trascendencia inmanente del creador de justicia o de orden), sino que se debate sin cesar entre dos extremos: la mansa inmanencia en la que se incuba el impulso hacia una trascendencia violenta, o la trascendencia violenta tras la cual se disfraza la nostalgia de la inmanencia quieta.

El mismo párrafo inicial insinúa ese debate entre los dos extremos, pues la frase susurrada por el enfermo («Ya vuelve Ruy Pérez») y su tensa expectativa de los rumores y sonidos que van aproximándose, sugieren su necesidad de comunicación con el mundo, puesta de relieve en «Aguardaba ahora el chapoteo...», frase en que es el sujeto todo, su conciencia entera, quien rige el verbo; mientras en la debilidad del susurro, en la caída de los párpados, en la difícil arribada de los rumores hasta sus oídos, se hace sentir la impotencia material del personaje, subrayada por la oración con que da principio el párrafo segundo: «Inmóvil, retrepada la cabeza, brazos y piernas extendidos, el rey esperaba con paciencia infinita».

No es cosa de ir mostrando aquí punto por punto cómo este vaivén de inmanencia estéril y trascendencia malograda impregna todos los estratos textuales, desde el ritmo, pasando por la construcción oracional, los denotadores semánticos y las figuras poéticas, hasta la composición misma del relato y sus valores simbólicos. Baste señalar algunos momentos de especial concentración que atestigüen esa alternancia inconciliable entre, de un lado, el hombre impotente que se refugia en la inmanencia del sueño y que, agotado por la enfermedad, se desploma en la mansedumbre silenciosa del olvido, la acechada quietud y la consunción contemplativa, sin más testigo que una pobre mujer demente y sin otro ámbito que la luz racional del desengaño, y, de otra parte, el rey obligado a su función de poder, impelido a trascender mediante acciones de fuerza que demuestren su salud y su vigor, su regia cólera, su apetito de información, su acechante movilidad y su actividad ardiente ante esos plurales enemigos a quienes ha de reunir por arte de engaño para echarles en rostro, de un golpe, la verdad.

En breve diálogo con su montero, Don Enrique le ha preguntado por su yegua herida y le reprocha que cabalgue y cabalgue todo el día: «¿Para qué?», «Una débil llama de furor incorporó al rey en su catre; izado sobre un seco brazo, cuyo codo se hincaba en el jergón, arqueó el torso e irguió la frente. Pero en seguida tuvo que desistir del esfuerzo: la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal».

El contraste entre «débil» y «llama de furor» -casi un oxímoron- delata la pugna entre lo que el rey es (debilidad) y lo que se siente forzado a ser (furor encendido). Los verbos que siguen expresan en forma acumulada, con su convergente significación de voluntad que se eleva y afirma, el esfuerzo del cuerpo intentando responder a las solicitudes del pensamiento. La tensión dinámica, marcada por el paso del perfectivo «incorporó» a los durativos «izado», «se hincaba», y de éstos a los otra vez perfectivos y casi equisonantes «arqueó» e «irguió», tropieza, sin embargo, en el escollo de la invencible inercia: «Pero en seguida tuvo que desistir del esfuerzo: la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal». Por incidental que parezca, este párrafo refleja, comprimida, la estructura toda del relato, consistente en una tensión engañosa seguida de una distensión desengañada.

Tan patente en la textura de la prosa como en el desarrollo de la acción, esta alternancia tensión/distensión se proyecta en la actitud de Don Enrique cuando evoca ante Estefanía «aquellas ondas calientes que, veintiún años atrás, enviaba a su cuerpecillo de recién nacido, con el golpe de la leche, el cuerpo recio de la mujerona», y comprueba poco después su compañía «quieta y silenciosa»; e igualmente cuando, enterado por Ruy Pérez de la deslealtad del vasallo, «la desolación de su alma buscó todavía un apoyo en las dilaciones de la duda. «¿Es cierta la noticia? -repitió con desmayo». Oyendo las duras verdades que el montero le expone, Don Enrique permanece en silencio: «Entornó los ojos, y ya quería refugiarse en el sueño cuando le volvió a acosar la voz áspera de su montero...». Abandonado, «comenzaba otra vez a quedarse traspuesto», con los sentidos «adormilados», cuando un perro se acercó rozando su mano colgante, y entonces: «Crispada al contacto húmedo del hocico, la mano del rey se levantó despacio para acariciar la cabeza del animal; pero tanteó en el aire sin tropezarla». Enfocado de esta manera el comportamiento del protagonista, puede notarse, como rasgo acentuado por la repetición, en el plano de la expresividad sintáctica, la aniquilación adversativa de un enunciado por aquel que se le adjunta: «irguió la frente. Pero en seguida tuvo que desistir»; «ya quería refugiarse en el sueño cuando [= 'pero'] le volvió a acosar la voz»; «la mano del rey se levantó [...]; pero tanteó en el aire». Esta que podríamos llamar figura adversativa, conforma y caracteriza el texto.

Marrada la caricia al perro, el enfermo se lamenta y, sabiendo inútiles sus apostrofes, dirige los lamentos a la muda nodriza: «¡Dime, contesta! Nunca me resigno a creer que no me entiendas, quieta ahí como una piedra, como piedra astuta que mira sin decir nada...». En rigor, al pedir contestación a la loca está pidiéndose a sí mismo una respuesta, una reacción que cobre forma; y al acusarla de piedra está condenando su propia quietud, que tanto le fascina. Es en este momento monologal cuando el narrador, distanciando de nuevo, ante el lector, la persona del rey, introduce cierta variación del párrafo que empezaba «Una débil llama de furor...», al escribir estas líneas en que late nuevamente la fórmula adversativa: «Un leve rubor de ira coloreó por un momento las pálidas mejillas, para desvanecerse de inmediato» (= 'pero se desvaneció de inmediato').

A continuación se traslada el rey de la cama a un sillón junto a la ventana, apartando las cobijas «con un tirón nervioso»; y cuando, sentado ya, «comenzó a apagarse su agitación y quedó en fin sosegado», la contemplación, primero, del patio, y luego, de sus propias manos «acostadas en el regazo», le sume en una divagación inconexa: «Hoy Ruy Pérez me ha traído una garza -barajaba, indolente, su pensamiento-; una espléndida garza: ahí está. ¡Garza real!... ¿Qué día será hoy? El día se acaba; ya cae la tarde; cae».

Esta reflexión tiene un «movimiento decadente» y se produce en un tono de apatía reforzado por el inciso «barajaba, indolente, su pensamiento», como observa muy bien Keith Ellis; pero en lo que no cabe acuerdo con este comentador es en que así se ponga de manifiesto «el mundo trivial y anodino de Enrique»: «El rey no tiene siquiera la noción exacta del transcurso del tiempo y, al terminar el día, el único acontecimiento que le viene a la memoria carece en absoluto de importancia»3. Sin necesidad de recurrir a la historia, que ha transmitido una imagen de Enrique III muy diferente de la de un apático, estólido, trivial o anodino monarca; fijándose sólo, como es debido, en la imagen del Doliente que Ayala va creando en su narración, debe notarse que, hasta el momento, Enrique ha aparecido como un hombre enfermo y solitario que trata de percibir la realidad desde su reclusión forzosa, un joven falto de familia (la madre, la esposa, el hermano han sido eliminados), consciente de su desgracia, abandonado de sus vasallos no por mal trato, sino por pobreza, consumido en el lecho de sus tormentos por un mal que lleva prendido «como se prende el alano a la oreja del jabalí». Cuando resume su jornada en la ofrenda de la garza, la ignorancia de la fecha y la comprobación de la caída de la tarde, la lectura correcta de tal resumen, dados los precedentes, no puede definirse con adjetivos como «trivial» o «anodino». La espléndida garza que yace sobre un banco, adonde hace poco se acercó el perro a husmearla, es un ave cobrada por cazadores y, consciente o inconscientemente, el «rey», al nombrarla con el nombre de su especie, «garza real» (o imperial), parece sentir una afinidad nada misteriosa con su destino. Si las fechas se le han borrado es porque para quien vive en la horizontalidad de la dolencia el calendario carece de preciso valor y el tiempo es todo una misma planicie sin horas, donde sólo se nota la llegada de la luz, la llegada de la sombra: «El día se acaba; ya cae la tarde; cae».

Cuando el rey contempla a su hermano de crianza en el patio, haciendo alarde de una fuerza insensata, su pensamiento va hacia el mozo «rebosante de energías» que pronto se encaminará, como todas las tardes, a pescar cangrejos en las acequias, los guisará y cenará sin hacer caso de las burlas de los otros, y se tumbará a dormir en la cocina. «Y dentro de diez, de veinte, de treinta años seguirá haciendo siempre lo mismo. Lo mismo que hoy, resonarán entonces sus risotadas en el patio. Hasta que Dios lo disponga... ¿Y yo?, ¿cuándo seré llamado al seno de Dios? Pues yo ¿qué hago yo? Dar vueltas en esa cama y darle vueltas en el magín a las cosas que no tienen compostura. Así, hasta que Dios quiera. ¿No valdría más...?».

Quien así compara su endeblez lúcida con la fortaleza demente del hermano y, previendo la inalterable monotonía de uno y otro destino, apacienta pensamientos de muerte, es todo menos anodino o trivial. La contemplación, iniciada sobre el paisaje de invierno, las flacas manos y la garza real, y proseguida ante la lejana figura del idiota feliz, saca de nuevo al enfermo de su absorción: «Exasperado, prendió el cordón de la campanilla y lo sacudió con estrépito; luego, caídas las manos y la vista clavada en la puerta, se quedó aguardando». Otra vez se insinúa la fórmula adversativa en esta brusca yuxtaposición de la estrepitosa sacudida y la extenuación subsiguiente y el contraste se reitera luego entre el mandato, «que suba en seguida Ruy Pérez» y el silencio interpuesto tras la notificación del paje de que Ruy Pérez no está en el castillo: «un tan dilatado silencio que las pocas palabras cruzadas con el niño llegaron a sentirse como cosa indeciblemente remota, y éste, parado a la puerta, se tuvo por olvidado».

En el diálogo con el mayordomo el ánimo del rey oscila entre la queja por su soledad, primero, y la curiosidad con que pide luego cumplida información de los despojos de que está siendo víctima. Y, aunque «a duras penas seguía Don Enrique la maraña de hechos» que el mayordomo le exponía, durante la relación temblaba «como quien se siente mirado y observado desde cien puntos diferentes, sin poder ver a los que acechan».

Se introduce aquí un motivo, el del acecho, que al principio de la sección segunda adquiere un desenvolvimiento metafórico impresionante. Al restablecerse Enrique e iniciar breves salidas de caza, aquellos ojos que antes le acechaban como los de los animales del bosque que «en las quietas nieves» dejan sus guaridas y se asoman al poblado, escondíanse conforme el rey «levantaba la vista empinado sobre su dolencia»; metáfora que si directamente hace ver a los señores del reino como lobos espías, de manera tácita designa al rey como la mansa oveja víctima de su rapacidad.

Se va dibujando así, con anticipaciones del narrador que procrean la tensión propia de un cuento, la hazaña que ha de realizar el Doliente: «algo que ya estaba ahí, soterrado, desde años; algo que había sido incubado en el seno de sus fiebres y de sus interminables vigilias» y que iba ahora a cobrar bulto y «ponerse en movimiento»: «como una culebra que hasta el instante en que se despereza su lenta seguridad hubiera podido confundirse con la rama seca de un árbol». Lo soterrado, lo incubado, la rama seca como apariencia fingida por la duradera inmovilidad, parafrasean la impotencia del Doliente; lo inminente, la toma de volumen, el ponerse en movimiento, anuncian esa acción de fuerza que ahora, recobrada la salud, no habría de reducirse a momentáneos raptos de «débil... furor» o de «leve... ira», sino cuajar en una lección trascendente. Pero para llegar a ese acto de fuerza -anticipa el narrador- «necesitaría reunir el desdichado sus energías todas».

Saltando las charlas en el tinelo, enderezadas a marcar el contraste entre la indigencia del rey y el fausto de sus enemigos, hallamos que cuando aquél vuelve de una partida de caza y pide la cena, por tres veces hubo de reiterar la petición «displicente, impaciente, irritado», hasta tocar «los límites del furor»; pero, conocida la imposibilidad de satisfacer su demanda, «el acento de su cólera tomaba por instantes inflexiones tristísimas, vetas de desolación»: entre la «oleada caliente» que sube por sus mejillas y la mirada de sus ojos «que se distraen en el campo anochecido» se establece una «larga, penosa expectación» seguida del gesto de mandar empeñar la capa.

Cuando el rey ha resuelto afrontar y castigar a sus expoliadores, el procedimiento que para ello se ingenia es -y no podía ser otro, dada su larga quietud de rama enferma- el engaño: un engaño que, a fin de cuentas, no consiste tanto en hacer creer a los otros que está enfermo de muerte (quiere fingir esto, pero en verdad está enfermo de muerte para el poder, lo ha estado siempre), sino más bien en hacerse creer a sí mismo capaz de un acto de justicia eficaz y durable. Su acción volverá a ser violencia instantánea, furor débil, leve ira: un erguirse para desplomarse.

Ahora anuncia el narrador, en efecto, que el «hecho de fuerza» proyectado «agotaría las del Doliente»: no sólo va a reunir todas sus energías, va a agotarlas. Y así es como la escena del enfrentamiento entre la oveja y los lobos reitera y lleva a su cima el contraste tantas veces reconocido. Cuando todos le creen agonizante, Don Enrique aparece «armado de todas armas y encarnizados los chispeantes ojos en medio de un semblante blanco de ira»; sin embargo, «con un tono compuesto y una voz despaciosa que disimulara su alteración», hace a sus enemigos aquella pregunta enigmática que ninguno comprende sino más tarde, cuando el rey, refrenando la cólera al principio y reavivando después «la regia ira», «demudado por la furia», responde en voz alta e imprecatoria, él mismo, con un juramento ejecutado en seguida por su guardia. Pero en tanto ésta cumplía su misión, Don Enrique «temblaba como una hoja, daba diente con diente». Lo que había querido ser dolencia simulada, era dolencia verdadera.

Y el epílogo de la narración es todo él, en su comprobatorio laconismo, una sola emisión de sentido adversativo y anulador: al máximo esfuerzo de trascendencia ejecutado por el monarca sigue éste no saber nada: esta sima de silencio, otra vez a solas con el hermético y maternal fantasma de la enajenada.

El análisis textual propuesto se ha deslizado, lo reconozco, hacia la paráfrasis. Cuanto más denso de virtud poética un texto, mayor la propensión del lector a recitarlo, a repetirlo, todo menos disecarlo. A pesar de ello, de ese análisis casi parafrástico cabe deducir una consecuencia de lectura, en el sentido que Todorov da a este término4. La figura que define el texto es la anulación adversativa: otro movimiento de afirmación negado por su consecuencia inmediata: sí, pero no. Y esta figura esencial del texto cala todos los estratos: fónico o rítmico («arqueó el torso e irguió la frente [ascenso]. Pero [...] la cabeza se le desplomó de nuevo en el cabezal [descenso]»); sintáctico («irguió la frente. Pero en seguida tuvo que desistir del esfuerzo», «Un leve rubor de ira coloreó por un momento las pálidas mejillas, para desvanecerse de inmediato», etc.); semántico («débil llama de furor», «leve rubor de ira», «cólera [...] desolación», «hecho de fuerza que agotaría las del Doliente»); poético o figurativo («débil llama de furor», «como los animales del bosque», «culebra [...] rama seca», «oleada caliente», «chispeantes ojos [...] semblante blanco de ira», «temblaba como una hoja», «Cayó [...] en una sima de silencio») y suprasintáctico: inmovilidad -incentivo para obrar- preparativos de la acción consumación de ésta -retorno a la inmovilidad. Es una figura que recuerda la estructura binaria «apariencia/esencia», «engaño/desengaño» de aquellos ecos que auscultaba Gracián: «reyes [...] reídos», «damascos [...] ascos», «perfumes [...] humos» (Criticón, II, iv).




Historia y novela

En el «Prólogo» a Los usurpadores, por boca de su heterónimo F. de Paula A. G. Duarte, dejó dicho Ayala todo cuanto juzgó oportuno sobre el sentido esencial y ejemplar que quiso imprimir a estas novelas aparentemente «del género histórico». Pero si aludió a autores que previamente hubieron tratado el asunto de El abrazo (canciller López de Ayala, duque de Rivas, el folletinista Fernández y González), de Los impostores (Fernández y González, Zorrilla) y de La campana de Huesca (Cánovas del Castillo), no hizo alusión a autores que hubieran tratado el asunto de «El Doliente».

Pese a advertir en ese prólogo que «no hay en todo el libro ninguna reconstrucción arqueológica», Ayala no tuvo más remedio que informarse de la anécdota y del ambiente históricos antes de acometer cada uno de sus relatos. ¿Cuáles pudieron ser sus lecturas en el caso de «El Doliente».

El canciller López de Ayala, autor de una crónica incompleta de Enrique III, bajo cuyo breve reinado (1390-1406) transcurrió parte de su propia vida, no refiere en ella la anécdota del empeño de la capa ni la de la prisión de los señores, que constituyen, enlazadas por relación de causa (extrema pobreza) a efecto (hecho de fuerza del monarca) la sustancia de la acción narrada. Refiere, sí, cómo Don Enrique hizo venir a Consejo al duque de Benavente el 25 de julio de 1394 y, entrado el duque, se salió el rey, previo encargo a los del Consejo de que le hiciesen prisionero.

A este pasaje puso el editor de las Crónicas de López de Ayala [como puede verse en BAE, t. 68, p. 229 a)] la siguiente nota: «Es muy posible que esta prisión del duque de Benavente en el castillo de Burgos diese motivo a la fábula de la detención de muchos grandes en el mismo castillo, a quienes amagó con la muerte, por causa de que un día faltó dinero con que disponer la comida del Rey y la Reyna, al propio tiempo que los Grandes hacían entre sí suntuosos banquetes. Pondremos en las Adiciones la relación del suceso como se halla al fin de algunas copias de esta Crónica, de donde la tomaron Garibay, Mariana, Gil González en la vida de este Rey y Narbona en la de Don Pedro Tenorio. Garibay la pone año de 1396; Gil González en el de 1369 [sic, debe de ser 1399]; pero diciendo la misma relación que fue el Año Cuarto, debería corresponder a este de 1394». En las Adiciones, sin embargo, no se reproduce la relación del suceso, por lo cual no es fácil que Ayala obtuviese información de ninguna copia de la Crónica del Canciller5. Y como tampoco Garibay ni Gil González ni el Doctor Narbona son lecturas de fácil acceso y no parece que Ayala fuese a buscar en archivos y bibliotecas especiales unos materiales que él mismo, por boca de su heterónimo, declara «manoseados» y referentes a «unas situaciones históricas bien conocidas», lo más probable es que leyese las mencionadas anécdotas del Doliente en la Historia General de España, del P. Juan de Mariana, ésta, sí, obra muy difundida y de cómoda consulta6.

No se trata aquí -debo advertirlo- de descubrir la fuente de la narración de Ayala; primero, porque éste no se propuso hacer historia, ni siquiera, como veremos, novela histórica: se propuso hacer novela «a través de ejemplos distantes en el tiempo» para extraer de ellos «su sentido esencial», procediendo con la materia histórica o legendaria de tal suerte que los personajes quedan «configurados de manera libérrima» y el lenguaje se limita a «una moderada inflexión de época, que sugiera, pero no imite» (prólogo a Los usurpadores). Pero, además, la fuente pudo ser plural y, sobre todo, la apropiación o recreación imaginativa es tan obvia que cualquier alegación «fontanal», aun si fuese única y segura, resultaría un acto de pedestre positivismo fuera de lugar.

Lo que sí puede ofrecer algún interés para la mejor lectura del texto es comparar éste con otro que refiera las mismas anécdotas, a fin de alcanzar así, a través de otra versión del mismo asunto, una perspectiva diferencial que resalte lo singular por encima de lo común.

Con tal finalidad, y sin pretensión de hacer lo que despectivamente suele llamarse «crítica hidráulica», transcribo un pasaje del capítulo XIV del libro XIX de la Historia, de Mariana, cuya primera edición en traducción española del mismo Mariana se publicó en Toledo en 1601. El capítulo se titula «De la muerte del rey Don Enrique» y, luego de referirse a las Cortes de Toledo y al fallecimiento del monarca en la misma ciudad, a los veintisiete años, prosigue así:

Fue este Príncipe apacible de condición, afable y liberal, de rostro bien proporcionado y agraciado, mayormente antes que la dolencia le desfigurase, bien hablado y elocuente, y que en todas las cosas que hacía y decía se sabía aprovechar de la maña y del artificio. Despachaba sus embajadores a los príncipes cristianos y moros, a los de cerca y a los de lejos, con intento de informarse de sus cosas y de todo recoger prudencia para el buen gobierno de su reino y de su casa y para saber en todo representar majestad, a que era muy inclinado. Del valor de su ánimo y de su prudencia dio bastante testimonio un famoso hecho suyo y una resolución notable. Al principio que se encargó del gobierno gustaba de residir en Burgos [1]. Entreteníase en la caza de codornices [2], a que era más dado que a otro género de montería o volatería. Avino que cierto día volvió del campo cansado algo tarde. No le tenían cosa alguna aprestada para su yantar [3]. Preguntada la causa, respondió el despensero que no sólo le faltaba el dinero, mas aun el crédito para mercar lo necesario [4]. Maravillóse el Rey desta respuesta; disimuló empero con mandalle por entonces que sobre un gabán suyo mercase un poco de carnero con que y las codornices que él traía le aderezasen la comida [5], Sirvióle el mismo despensero a la mesa, quitada la capa, en lugar de los pajes. En tanto que comía se movieron diversas pláticas [6]. Una fue decir que muy de otra manera se trataban los grandes y mucho más se regalaban [7]. Era así que el arzobispo de Toledo, el duque de Benavente, el conde de Trastámara, don Enrique de Villena, el conde de Medinaceli, Juan de Velasco, Alonso de Guzmán y otros señores y ricos hombres deste jaez se juntaban de ordinario en convites que se hacían unes a otros como en turno. Avino que aquel mismo día todos estaban convidados para cenar con el Arzobispo, que hacía tabla a los demás [8]. Llegada la noche, el Rey disfrazado se fue a ver lo que pasaba, los platos muchos en número, y muy regalados los vinos, la abundancia en todo [9]. Notó cada cosa con atención, y las pláticas más en particular que sobre mesa tuvieron, en que por no recelarse de nadie, cada uno relató las rentas que tenía de su casa y las pensiones que de las rentas reales llevaba. Aumentóse con esto la indignación del Rey que los escuchaba; determinó tomar enmienda de aquellos desórdenes. Para esto el día siguiente luego por la mañana hizo corriese voz por la corte que estaba muy doliente y quería otorgar su testamento [10]. Acudieron a la hora todos estos señores al castillo en que el Rey posaba [11]. Tenía dada orden que como viniesen los grandes, hiciesen salir fuera los criados y sus acompañamientos. Hízose todo así como lo tenía ordenado. Esperaron los grandes en una sala por gran espacio todos juntos [12]. A medio día entró el Rey armado y desnuda la espada [13]. Todos quedaron atónitos sin saber lo que quería decir aquella representación ni en qué pararía el disfraz. Levantáronse en pie, el Rey se asentó en su silla y sitial con talante, a lo que parecía, sañudo [14]. Volvióse al Arzobispo; preguntóle ¿cuántos son los reyes que habéis conocido en Castilla? [15]. La misma pregunta hizo por su orden a cada cual de los otros. Unos respondieron: yo conocí tres, yo cuatro, el que más dijo cinco [16]. ¿Cómo puede ser esto, replicó el Rey, pues yo de la edad que soy he conocido no menos de veinte reyes? [17]. Maravillados todos de lo que decía, añadió: Vosotros todos, vosotros sois los reyes en grave daño del reino, mengua y afrenta nuestra; pero yo haré que el reinado no dure mucho ni pase adelante la burla que de nos hacéis [18]. Junto con esto, en alta voz llama los ministros de justicia con los instrumentos que en tal caso se requieren y seiscientos soldados que de secreto tenía apercibidos [19]. Quedaron atónitos los presentes; el de Toledo, como persona de gran corazón, puestos los hinojos en tierra y con lágrimas pidió perdón al Rey [...]. El Rey [...] no los quiso soltar antes que le rindiesen y entregasen los castillos que tenían a su cargo y contasen todo el alcance que les hicieron de las rentas reales que cobraron en otro tiempo. Dos meses que se gastaron en asentar y concluir estas cosas los tuvo en el castillo detenidos [20]. Notable hecho, con que ganó tal reputación, que en ningún tiempo los grandes estuvieron más rendidos y mansos7.



Las expresiones que en este fragmento me he permitido subrayar y enumerar tienen correspondencia más o menos próxima en el texto de «El Doliente» por el mismo orden de sucesión, salvo el número 9 de Mariana, que sería el número 3 en Ayala, debido a que éste, en lugar de hacer que Don Enrique asista disfrazado a la cena del obispo la misma tarde en que ha tenido que empeñar su capa, hace que un sirviente de Don Enrique refiera, el día del empeño de la prenda y antes de esta acción, el banquete del obispo celebrado la víspera y al que asistió, con librea de la casa episcopal, como ayudante de servicio. Sentido realista novelesco (Ayala) frente al signo romántico-legendario de la disfrazada intrusión del rey en la casa del prelado (Mariana).

He aquí, punto por punto, la serie de paralelos:

MARIANA AYALA
[1] gustaba de residir en Burgos [1] Y ¡qué duro es para un enfermo este invierno en tierras de Burgos! (p. 486)
[2] Entreteníase en la caza de codornices [2] una espléndida garza (487)
[3] volvió del campo cansado algo tarde. No le tenían cosa alguna aprestada para su yantar [3] se habían reunido a la mesa del obispo don Ildefonso, no tanto para henchir los bandullos hasta quedar ahítos, como para trinchar el reino (491)
[4] respondió el despensero que, no sólo le faltaba el dinero, mas aun el crédito [4] -Señor, no tenemos cena [...]
-Don Enrique estaba cansado y hambriento (493)
[5] mandalle por entonces que sobre un gabán suyo mercase un poco de carnero [5] -Señor: el dinero ya se nos había acabado tiempo ha; hoy se nos acabó también el crédito (494)
[6] En tanto que comía se movieron diversas pláticas [6] lo ven en fin quitarse la capa y entregarla al cocinero:
-Mándala a empeñar, Juan (494)
[7] muy de otra manera se trataban los grandes y mucho más se regalaban [7] conforme la salsa [...] y el áspero vino de la tierra entonaron los corazones [...] se comentó (494)
[8] aquel mismo día todos estaban convidados para cenar con el Arzobispo [8] el contraste entre la actual pobreza del rey y el fausto insolente de sus grandes vasallos (494)
[9] Llegada la noche, el Rey disfrazado se fue a ver lo que pasaba, los platos muchos en número, y muy regalados los vinos, la abundancia en todo [9] los detalles del festín que la víspera se había celebrado en el palacio del obispo (494)
[10] hizo corriese voz por la corte que estaba muy doliente y quería otorgar su testamento [10] En seguida cundió la noticia entre los sirvientes: el rey se había sentido repentinamente enfermo (495)
Entiendo que hemos sido llamados a escuchar su última voluntad (496)
[11] Acudieron a la hora todos estos señores al castillo [11] cerradas a piedra y lodo las puertas del castillo, y ahora acudían a él los señores todos del reino (495)
[12] Esperaron los grandes en una sala por gran espacio todos juntos [12] los grandes señores, congregados en el salón de ceremonias, cuchicheaban (496)
[13] entró el Rey armado y desnuda la espada [13] vieron entrar, con pisada firme y lenta, armado de todas armas [...] a aquel mismo rey (497)
[14] con talante [...] sañudo [14] en medio de un semblante blanco de ira (497)
[15] ¿cuántos son los reyes que habéis conocido en Castilla? [15] ¿cuántos reyes habéis conocido en Castilla?
[16] La misma pregunta hizo por su orden a cada cual [...] el que más dijo cinco [16] una cosa quisiera yo averiguar de cada uno [...] Cinco reyes han conocido en Castilla mis largos años (497)
[17] ¿[...] no menos de veinte reyes? [17] ¿[...] y si en lugar de cinco fuesen veinte? (498)
¡Veinte y aún más! (498)
[18] Vosotros todos, vosotros sois los reyes en grave daño del reino [...]; pero yo haré que el reinado no dure mucho ni pase adelante la burla [18] Vosotros, señores, sois los reyes de este reino [...] Pero yo juro [...] que vuestro falso poderío ha caído de aquí en adelante (498)
[19] llama los ministros de justicia [...] y seiscientos soldados [19] la guardia acudía a desarmarlos y prenderlos (498)
[20] Dos meses [...] los tuvo en el castillo detenidos [20] lo que se había hecho de sus prisioneros mientras tanto él estuvo sumido en fiebres y delirios (498)


Las semejanzas son notables8, pero importan ahora las diferencias para colegir indicios de la voluntad expresiva del escritor: [2] codorniz / garza, [5] gabán/capa; [8] aquel mismo día / la víspera, [14] talante sañudo/semblante blanco de ira son de obvio relieve. Las dos primeras comunican belleza y majestad: la simple codorniz, gallinácea de alas cortas y bajo vuelo, no puede tener la irradiación simbólica que tiene la garza real, hermosa zancuda de ojos azules y blanca pluma, presa preferida de príncipes; ni el gabán (gabán de cazador), palabra tan corriente hoy, el prestigio antiguo de la capa. El semblante blanco de ira es una expresión de inmediata eficacia sensorial frente al más general y algo arcaico «talante sañudo» (Ayala «se ha abstenido de introducir arcaísmos de diccionario», se lee en el «Prólogo»). Y en cuanto a la víspera, en lugar de «aquel mismo día», responde -podemos creer- a la misma voluntad de verosimilitud a que respondía el cambio del rey disfrazado por el criado auxiliar de servicio en el palacio del obispo.

Otras diferencias cumplen lo que podría denominarse conversión escénica por parte del novelista de la relación sumaria del historiador. Si lo propio de la novela es crear ante la conciencia del lector, en virtud de la sola palabra escrita, un mundo individualmente profundo y socialmente extenso, el recurso máximo del novelador es la escena, interna o externa, pero mostrada con detenimiento y en la vitalidad del diálogo. Así, una escueta frase informativa como «Entreteníase en la caza de codornices», según Mariana, o según otro historiador que notificase la afición venatoria del soberano, puede engendrar toda esa minuciosa obertura de los caballos, el montero, la yegua herida y la garza ofrendada y promover que la decisión del Doliente se trame en una partida de caza presentada con ayuda de rasgos escénicos. Así también, la relación indirecta de la entrega del gabán [5] se convierte en directo encargo por la voz del rey: «-Mándala a empeñar, Juan». La frase «En tanto que comía se movieron diversas pláticas» [6] u otra equivalente se transforma en una evocación de cosas, cualidades y movimientos que hacen sentir la realidad en un complejo de impresiones: «Callaban todos al comienzo, devorando el guiso que, a prisa, a prisa, había aderezado el cocinero. Pero conforme la salsa, sazonada con romero y tomillo, y el áspero vino de la tierra entonaron los corazones sin disipar el humor sombrío, se comentó con rabiosa amargura el contraste...», etc.

Si la novela ha de ser, y lo ha sido desde Cervantes, predominantemente escénica, ello significa que tiene que ser en su mayor parte realización de los caracteres a través de su propia voz: conversación, diálogo, monólogo. Y, en efecto, ahí están los monólogos iniciales del Doliente, la conversación de los criados en la cocina y el diálogo final entre el rey único y el representante de los veinte reyes, con su despliegue relativamente largo, dando testimonio de este otro modo de vivificación novelesca a partir de unas anécdotas sumaria e indirectamente referidas por el historiador. El cometido de éste es la relación de sucesos (a la luz de un criterio interpretativo, por supuesto); el cometido del novelista es la revelación de experiencias.

Pero, aparte esta profundización y ampliación novelescas que llevan al lector a presenciar y sentir cómo la conciencia de los personajes experimenta la realidad, lo que ha hecho Francisco Ayala con la anécdota o fábula del gabán de Don Enrique el Doliente ha sido transfigurarla en ejemplo o ilustración eximia de una verdad humana importante. Lo ha conseguido, mucho más que a través de su versión de la anécdota, por medio de lo que antecede (la larga escena del rey a solas con su mal) y de lo que viene tras ella: el epílogo rápido y sorprendente (factor éste que aproxima la obra al cuento). Ni aquel preámbulo ni este epílogo pudo inspirárselos a Ayala ninguna lectura: en ellos domina la total libertad del artista y en ellos reside la interpretación nueva de la vieja historia, o sea, la esencia de sentido que el escritor alcanza a transmitir a sus destinatarios. Como las restantes narraciones de Los usurpadores y como la mayoría de las obras narrativas, grandes y menores, de Francisco Ayala, «El Doliente» es una parábola, una narración de la que se deduce por comparación o semejanza una verdad importante o una enseñanza moral.




La parábola

¿Cuál es esta verdad importante, esta enseñanza moral que se desprende del relato? Duarte-Ayala afirma en el «Prólogo» que el tema común a las narraciones que integran Los usurpadores consiste en que «el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación»; y refiriéndose en particular a «El Doliente» explica que la frustración del ansia de imponerse y dominar «proviene de la fragilidad del apoyo que a los deseos imperativos del hombre presta su flaca naturaleza»; el Doliente no es capaz de ejercer el poder real en Castilla; su «invalidez física envidia la fortaleza del hermano de leche, mentalmente inválido»; el lector pasa en este relato «desde el monólogo del desvalido enfermo a las charlas de sus bajos servidores para volver al frustrado escarmiento dispuesto por el rey».

Estas observaciones, como procedentes de uno de los pocos narradores españoles que, al mismo tiempo que creador de obras imaginativas, es dueño de un tino crítico y de una densa y variadísima cultura, demostrados en copiosa obra de ensayo e investigación, son perfectamente certeras, y las que siguen, producto de la lectura de quien esto escribe, no pretenden ponerlas en duda, sino complementarlas desde una perspectiva de lector.

Que el poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación, tiene en «El Doliente» doble sentido: la flaca naturaleza del rey le incapacita para ejercer el poder (un poder que ya tiene) y frustra su ansia de dominar, o, en otras palabras, un hombre que no posee las dotes necesarias para ejercer el poder lo usurpa en la medida en que intenta ejercerlo a pesar de su ineptitud; desde este punto de vista, «El Doliente» entrañaría un mensaje antimonárquico: no es rey quien tiene el poder por herencia: sólo debe gobernar -si alguien ha de llevar las riendas del gobierno- el que sabe hacerlo en buen orden y justicia. Pero, por otra parte, los señores que por ambición y codicia se constituyen en reyes particulares hostiles al rey único, despojando a éste de sus bienes y reduciéndolo a la miseria, también son usurpadores de una autoridad y una riqueza que no les pertenecen, y contra esta arrogancia egoísta y esta depredación de unos pocos conjurados contra la debilidad de uno es contra lo que reacciona el Doliente; punto de vista desde el cual la narración comportaría un sentido antioligárquico (en modo alguno antidemocrático, ya que esos magnates no socavan la autoridad real para defender la soberanía del pueblo, sino para consolidar su propia fortuna y autoridad: veinte reyes dispuestos a trinchar el reino).

Sostenible es esta interpretación, que ilumina un conflicto resultante de circunstancias políticas y sociales valederas para la época a que el texto alude: la época de los Trastámaras, con su recrudecida rivalidad entre realeza y nobleza; y valederas también, desgraciadamente, para tiempos- más recientes de la historia española (y acaso universal) en los que no se puede dejar de hablar ni de autocracia ni de oligarquía. Tiempos de dictadura unipersonal o de plural dictadura de los grupos de poder.

El significado del relato de Ayala no se agota, sin embargo, en su definición como tragedia política cardinada sobre el concepto del poder en el sentido de autoridad o mando. Envuelve otra significación más general y profunda atañedera al hombre como hombre, al valor de toda acción humana.

Ya en la primera página de la narración, apenas ha empezado a hablar el rey con su montero, surge la pregunta por el sentido de una acción cualquiera: «-¡Ah, Ruy Pérez, maldito! El día entero cabalgar y cabalgar. ¿Para qué?». Cuando ese mismo personaje le notifica al rey el abandono de uno de sus adictos, aquél pregunta con desmayo si es cierta la noticia y «sin aguardar confirmación» exclama: «¡Dios me valga: otra deslealtad. La visión de la perpetua repetición de las risotadas del hermano y de las propias inquietudes en torno a «las cosas que no tienen compostura», suscita en el enfermo la idea de la muerte o del suicidio: «Así, hasta que Dios quiera. ¿No valdría más...?». Sólo un cúmulo de injusticias y la extrema indigencia que se le revela al comprobar que no tiene qué comer (fuerza ineludible del motor económico, realzada sin comentarios por el narrador), mueven al rey a salir de su inacción, a dejar el refugio del sueño, esa especie de ámbito prenatal en que se resguarda su instinto de inmanencia, para salir al mundo y demostrar que él es fuerte, que puede decir a todos la verdad, que puede y quiere sujetar a los que se desmandan y castigar la infidelidad. Pero esta acción, precipitada y furiosa, destinada en principio a esa sujeción y castigo, se revela en seguida como una acción destinada en último término a demostrarse a sí mismo la capacidad que todos le niegan. Una vez demostrada a sí mismo esa capacidad (esa incapacidad), el falso hombre de acción regresa a su contemplación inmóvil. Sin saber cómo, sin poder recordar por qué y en qué circunstancias, el Doliente se entera «con estupefacción» de que él mismo libró a los cautivos, perdonó a los castigados. Su instintiva querencia a permanecer estáticamente dentro del silencio y del olvido ha destruido el hecho de fuerza mediante el cual se imaginó poder salir de sí, operar entre los demás y sobre los demás, trascender.

Se nos presenta así, en la narración de Ayala, y con particular intensidad en la sección inicial y en el epílogo, la figura del hombre infirme, enfermo; cuya enfermedad es la que toda criatura humana trae al mundo: la nostalgia de la perfecta inmovilidad preconsciente, el paradisíaco reposo de la autónoma plenitud que invade al hombre cuando empieza a sumergirse en el sueño, como si retornara a la contemplación cerrada del origen, lejos de todo movimiento, de toda acción, de todo trabajo, de toda obligación. La dolencia no consiste en la inmovilidad, sino en la nostalgia de ella ante las urgencias terrenas de moverse, actuar, trabajar y comprometerse. Todo lo que es obra trascendente impone una incorporación al mundo desde esa inercia originaria que pregunta para qué cabalgar, que tiene ya prevista en la conducta ajena otra deslealtad, que sabe que las cosas no tienen compostura y que, cometida ya la necesaria acción de decir la verdad por una vez, la borra en seguida como una profanación del perfecto estupor9.

Don Enrique el Doliente, con su instinto de quietud prenatal o posmortal (es lo mismo), compone la figura ejemplar que eximiamente encarna el estéril aburrimiento del sueño frente al fecundo sufrimiento de la convivencia. Y aquella pobre mujer que, en las líneas últimas del relato, «sentada a la vera del lecho, le ahuyentaba las cansadas moscas» está acunando todavía al niño que sus pechos alimentaron y velando ya su cuerpo amortajado.







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