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Leer y cantar: cómo hago de un poema una canción (adaptaciones de Federico García Lorca y Miguel Hernández)

Sabrina Riva

En la inmediata posguerra, el fascismo sobreimpreso a la canción andaluza produce un tipo de expresión musical andalucista en los temas, la melodía y la fonética, y a menudo celebratoria, relacionada con la representación de una España campesina y provinciana, que Manuel Vázquez Montalbán denomina «canción nacional». No fueron extrañas, en consecuencia, sus conexiones con la poesía popular oral. Influida por el neopopularismo, en especial de signo lorquiano, esta incorpora esquemas y metros de la misma, y sus letristas más destacados son Rafael de León y Antonio Quintero. Además, da cuenta de una voluntad ideológica concreta, el nacionalismo y la majeza, aunque no puede librarse de algunas contradicciones: «el inmoralismo evidente en la mayor parte de personajes femeninos y una tristeza de fondo que se correspondía al temple a satisfacer de un pueblo que había pasado por la experiencia de una guerra» (Vázquez Montalbán, 2000: XVI). Piénsese, por caso, en el personaje de la composición «Tatuaje», interpretada por Conchita Piquer. Verdadero foco de resistencia en el seno de la hegemonía cultural franquista, para Carmen Martín Gaite aquello era narrar una «historia de verdad». Retórica quizá «hoy trasnochada», «entonces tuvo una misión de revulsivo, de zapa a los cimientos de felicidad que pretendían reforzar los propagandistas de la esperanza» (2002: 142), en especial, los de la Sección Femenina de Falange.

Ante este tipo de canción manipulada por el mercado, su lenguaje superficial y los estereotipos que materializa, va a reaccionar la «canción de autor» de los años sesenta y setenta. Objeto crítico que cuestiona los límites de la práctica poética y la conexión entre la esfera literaria y los medios masivos de comunicación, la misma ambiciona devolverle el perdido destinatario colectivo a la poesía, y por ello se aproxima a las formas de poetizar tradicionales. Se posiciona como revulsivo de los materiales proporcionados por los mass media y pretende crear así un espacio de disenso. Con los años, decenas de artistas y canciones, y numerosos recitales, muchos de ellos prohibidos, forjará «un movimiento cultural que se caracteriza por su penetración social, su enfrentamiento al franquismo, su defensa de la identidad lingüística» y «su aportación a la configuración de una sensibilidad colectiva diferente» (Torrego Egido, 2005: 230).

Para Antonio Muñoz Molina -al cual citamos in extenso por ilustrar con acabada solvencia el cuadro de época-, el retrato de Hernández realizado por Antonio Buero Vallejo encarnó la suma ideológica de ese tiempo:

Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un ícono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los posters del anti-franquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones de Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo.

(2010)



Los jóvenes que como el poeta oriolano pretenden resistir a una situación política adversa, encuentran en él un referente, que equiparan al ejemplo de Antonio Machado y Federico García Lorca, y colocan junto a líderes indiscutibles de la izquierda. Como señala Eutimio Martín, Federico García Lorca y Miguel Hernández -los poetas sobre los que reflexionaremos en esta oportunidad- quedarían vinculados firmemente «en un díptico emblemático de la criminalidad franquista: el primero ocupó el espacio correspondiente al transcurso de la guerra; al segundo le estaba reservado el de víctima emblemática de la posguerra» (Muñoz Molina, 2010: 381).

En pocas palabras, el estudio de cómo se han musicalizado algunos de los poemas de estos escritores permitirá presentar dos tipos de conocimientos significativos y complementarios. Por un lado, delimitar una serie de estrategias de «traducción intersemiótica» (Romano, 1994). Por el otro, la exploración de las «figuras de autor» que se proyectan en las canciones, esto es, la imagen simbólica en la que coagulan una constelación de representaciones propias y ajenas habilitadas por el propio autor y los actores del campo, permitirá leer cómo el cantautor piensa su estatuto de escritor y el del poeta adaptado en su obra y cuál es el lugar que le concede, no solo dentro del campo intelectual, sino dentro de la sociedad en su conjunto.

Crónica cantada de la resistencia en tiempos del franquismo, el cancionero de los años sesenta y setenta recrea una y otra vez la poesía de Miguel Hernández, dándose cita para ello cantautores tan dispares como Paco Ibáñez, Elisa Serna, Joan Manuel Serrat, Luis Pastor, Francisco Curto, Amancio Prada, Adolfo Celdrán, Enrique Morente, entre otros. Todos defienden a su modo las libertades que fueron arrebatadas por la dictadura, cantan, protestan, se rebelan y creen aún que «la poesía es un arma cargada de futuro».

Con respecto a Paco Ibáñez, este es uno de los referentes indiscutidos de la «nueva canción», y es también un cantautor de la diáspora, puesto que se exilió tempranamente en París junto a sus familiares, de fuertes convicciones republicanas, quienes decidieron cruzar la frontera durante los años de la posguerra. Allí quedó impresionado por las obras de Georges Brassens, Léo Ferré, Jacques Brel, Edith Piaf y Atahualpa Yupanqui y comenzó sus actividades musicales, en rigor, la adaptación de poetas consagrados, grabando a mediados de los años sesenta una serie discográfica llamada España de hoy y de siempre. Los unos por los otros, conocida en la actualidad como Paco Ibáñez I (1964) y Paco Ibáñez II (1967). Si el primer disco antóloga un grupo de composiciones de Luis de Góngora y de Federico García Lorca, que apreciaremos con mayor detenimiento en el segundo tramo del presente capítulo, la segunda parte del proyecto apuesta por la musicalización de versos más bien satíricos de Quevedo y de Góngora y de poetas españoles ligados a la creación de un tipo de poesía en clave «social», incluso «cívica», republicanos o comunistas en su mayoría: Rafael Alberti, Blas de Otero, Gabriel Celaya y, por supuesto, Miguel Hernández.

De este último, como es sabido, recupera «Aceituneros», poema de Viento del pueblo que el autor alicantino escribe en pleno auge de la Guerra Civil, mientras colabora con el Altavoz del Frente Sur, y lo denomina «Andaluces de Jaén». Esta no solo es la primera canción que se grabó basada en una composición de Hernández, sino que es una de las más vitoreadas en el recordado concierto en el Olympia de París, de 1969; concierto que, tanto por su valor testimonial, como de por el hecho de que ha sido registrado en un disco doble de gran circulación en su época, nos resulta hoy en especial atractivo. Y al que, por lo mismo, nos remitiremos para analizar la canción mencionada.

A los nombres ya referidos, Paco Ibáñez en el Olympia (2002a) añade algunos otros de una tercera placa del cantautor, entre ellos, el de Jorge Manrique, Antonio Machado, Luis Cernuda, León Felipe, Gloria Fuertes y José Agustín Goytisolo. Es decir, se trata de poetas impugnados por el régimen franquista, perseguidos como los antiguos trovadores y juglares -en palabras de Goytisolo-, cuya suerte compartió también Ibáñez. La actuación, signada por el exilio, se desarrolla en un ámbito progresista, en el que es probable que una buena parte del público fuese de origen español y, es por esto que, no resulta casual que por lo menos dos de las canciones interpretadas esa noche -«Balada del que nunca fue a Granada» de Alberti y «Un español habla de su tierra» de Cernuda- aludan a las formas del destierro.

La intimidad y la horizontalidad planteada entre Paco Ibáñez y su público permite el diálogo constante, la negociación de lo cantado y garantizan la escucha atenta de los comentarios que el cantautor realiza antes de interpretar cada una de sus canciones. Así, devenido traductor, o mejor, promotor de la cultura española, este presenta los títulos de sus composiciones y el de los poemas en las que estas se basan, traduce los versos que estima más significativos al francés y opina sobre el contenido de las mismas. En este sentido, se apropia de los versos en su performance, pero no se confunde con los autores de los textos: estos siempre son explicitados. Además, la presentación en vivo posibilita diferentes actualizaciones en el pasaje del poema a la canción y la réplica inmediata del auditorio. Por ejemplo, en los «Proverbios y cantares» machadianos, el escritor sevillano señalaba «una de las dos Españas / ha de helarte el corazón» (1983: 229), en cambio, en la versión de Ibáñez se contextualiza el conflicto y esos versos se transforman en «una de las dos Españas / te ha helado el corazón», haciendo obviamente referencia a los sublevados. La respuesta del público tampoco se hace esperar. Aplaude animado y corea la palabra «libertad» cuando termina de cantar «Me llamarán» de Blas de Otero y, más adelante, por citar solo dos casos, reacciona ante algunas frases de «La mala reputación», traducción de la pieza de Brassens, en particular, aclama las líneas «la música militar / nunca me pudo levantar». A uno y otro lado del escenario el sentimiento es el mismo, el cantautor y sus seguidores repudian el autoritarismo encarnado esta vez en la marcha militar, las jerarquías que esta pone en juego, su monotonía y su uniformidad. Y el rito laico se consuma, finalmente, ambas partes expurgan sus pasiones.

En cuanto a «Andaluces de Jaén», basta que Ibáñez pronuncie el nombre de Miguel Hernández para que el público lo ovacione. Si bien antes de empezar a cantar él deja clara su posición en torno al tema de su canto y afirma que los olivos son de quienes trabajan la tierra -idea cara a la Reforma Agraria republicana truncada por la guerra-, su musicalización del poema hernandiano no retoma las estrofas más combativas, aquellas que responsabilizaban a los terratenientes andaluces de la explotación ejercida sobre los campesinos, quizá a fin de escapar de la censura, quizá porque es el segmento más propagandístico y retórico del poema:

[...] [D]ecidme en el alma: ¿quién

amamantó los olivos?

Vuestra sangre, vuestra vida,

no la del explotador

que se enriqueció en la herida

generosa del sudor.

No la del terrateniente

que os sepultó en la pobreza,

que os pisoteó la frente,

que os redujo la cabeza.


(500)1



A pesar de evitar, como decíamos, toda alusión a la lucha de clases -nótese el cambio del título, de una identidad determinada por el trabajo a otra determinada por la pertenencia regional-, la canción invita al levantamiento, dado que sí conserva los versos «Jaén, levántate brava / sobre tus piedras lunares» (500). Sin embargo, la función del referente histórico fluctúa, pues su período de injerencia ya no es un tiempo de exaltación, sino uno de estabilidad política. Recordemos que, mientras en las épocas más convulsas llega a ser dominante, recuperándose los «matices agonísticos» de la cultura oral, su exacerbación de las pasiones y su relato sobre la resistencia; en aquellas de más tranquilidad se conjuga con la función estética, neutralizándose o negándose en tiempos de censura (parafraseando a Ong, 1986).

Cabe destacar que se mantiene la primera estrofa a modo de estribillo, perdiéndose las variaciones que Hernández le introduce a largo del texto, se repite con insistencia el verso que da título a la obra y la enunciación no varía. La canción apela a la segunda persona plural, prescindiendo de la pregunta retórica que incorporaba al hablante lírico en primera: «[...] pregunta mi alma: ¿de quién, / de quién son estos olivos?» (500). El cantautor se presenta entonces como el portavoz de una comunidad, pero él es una parte más en pugna. Esto no impide, pese a ello, que los jóvenes de la época encuentren en esta clase de intérprete el sucedáneo de una serie de actitudes e ideas que replicaban en otro contexto la figura del «poeta combatiente».

En consecuencia, la imagen de autor de Paco Ibáñez se conforma a partir de su experiencia personal del exilio y de su programa estético, relacionado con la práctica de una «poesía revolucionaria», que, según lo apuntado hasta aquí, coincide con el posicionamiento ideológico de Hernández. Poeta preocupado por las clases más humildes, de las que formó parte hasta el final, este es elegido para su musicalización en tanto «poeta del pueblo».

Bajo esa atmósfera de descontento que citábamos al comienzo, en la cual a pesar de todo aún se creía en el poder de la palabra, surge la voz de una de las primeras cantautoras que el movimiento de la «canción de autor» prodiga: Elisa Serna. Hija de un militar republicano y una trabajadora del servicio doméstico, inicialmente Serna reparte su tiempo entre el trabajo en la fábrica, la militancia y la intervención temprana en el colectivo madrileño Canción del Pueblo. Al igual que las otras agrupaciones de músicos que proliferan a lo largo del país, este deseaba crear un nuevo tipo de canción, que pusiera en jaque a la «canción nacional» favorecida por el franquismo, sobre la que nos detuvimos en la introducción de estos comentarios. Y fue gracias a las lecturas compartidas en ese grupo de trabajo, que la cantautora conoció la poesía hernandiana. En una entrevista concedida a Fernando González Lucini, ella recuerda el impacto que ese descubrimiento le produjo. En principio, la maravillan las coincidencias entre el poeta y sus propias circunstancias. «Él era como yo -afirma-, como mi familia, como mi padre... era uno de nosotros; sus palabras fotografiaban nuestra realidad, nuestros sufrimientos, nuestros sentimientos, nuestros mismos problemas». Más adelante, por añadidura, relata cómo esa identificación la lleva a la acción: «Así que sin pensarlo dos veces, como si fuese un impulso, o tal vez como una necesidad, seleccioné dos de sus poemas que me impresionaron especialmente: "El niño yuntero" y "No quiso ser", tomé la guitarra y compuse mis dos primeras canciones» (2010: 61-62). De este modo, en 1968 graba el EP Miguel Hernández. Ensayo 3 y se convierte en la primera mujer en ponerle música a los versos del oriolano.

Sin duda sus composiciones acusan la influencia de Paco Ibáñez, quien produce su primer disco, Quejido, publicado en París en 1972, y su presencia en los escenarios, al menos al principio, es muy similar a la figura estereotipada del cantautor de protesta: Serna y su guitarra suelen ser el centro de todo el espectáculo. Por lo demás, de regreso en España al año siguiente, es detenida por subversión y su disco tiene que esperar hasta 1974 para que sea editado, ahora bajo el sugerente nombre de Este tiempo ha de acabar. Allí, aparece su versión del poema de Hernández «Las cárceles» de El hombre acecha. Si bien sus adaptaciones con frecuencia tienden a tomar el texto de partida de manera literal, agregando repeticiones de algunos versos que imprimen una cadencia más popular a la canción, en esta oportunidad Serna omite la mayor parte de la obra hernandiana. Acompañada de su guitarra y de un violonchelo, canta dos de las estrofas en las que se sintetizan las ideas más importantes del escrito, sobre todo, aquella de que se puede aprisionar a un hombre, pero esto no anula su libertad interior, esta excede la materialidad de su cuerpo: «Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero. Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma» (Miguel Hernández, 1992: 578). Su lamento es universal, mas su actualización en los escenarios españoles lo ubica geográficamente, y es asimismo su propia queja, pues canta desde su experiencia personal. La aproximación a la obra del oriolano, por ende, obedece tanto a una identificación emocional -sus confesiones son explícitas en este punto- como a un mismo posicionamiento ideológico.

A partir de los años ochenta, las musicalizaciones de los poemas hernandianos salen de las fronteras de la «canción de autor», y se afianzan las adaptaciones de intérpretes o grupos flamencos, al tiempo que surgen algunas experiencias en el ámbito del rock. De Camarón de la Isla a Extremoduro, pasando por Pata negra, Lole y Manuel, Diego Carrasco y Reincidentes, la urgencia de la «canción protesta» es relegada a un segundo plano y lo que prevalece ahora es la elección de versos en los que se representa la intimidad, muchos de ellos del Cancionero y romancero de ausencias, o versos del ciclo épico, pero a los que se despoja de su potencia beligerante.

El «nuevo flamenco» de La Barbería del Sur, por ejemplo, insiste en musicalizar poemas de Miguel Hernández, neutralizando en todos los casos las demandas políticas de los textos iniciales. En su disco de 1995, Túmbanos si puedes, graban «Puñaíto de alfileres», «El asesino de mis flores» y «El sueño va sobre el tiempo», «Sino sangriento» y «Rosario dinamitera», inspiradas en versos de Antonio Machado, Federico García Lorca y del poeta de Orihuela respectivamente. Por lo cual, el asedio a la poesía consagrada propiciado por la «canción de autor» no les es indiferente. Sin embargo, los usos y apropiaciones que hacen de la misma llevan la marca de un nuevo tiempo histórico, más despreocupado, menos reverencial, en resumen, posmoderno.

Valga como ilustración de lo que venimos diciendo su adaptación de «Rosario dinamitera». Para aquellos que desconocen el nombre de Rosario Sánchez Mora o la creación de Hernández, esta ya no nos reenvía a las duras batallas de la Guerra Civil, sino que ahora se presenta como una buena ocasión para recordar a una mujer de su entre paréntesis «familia», esto es, delinear un linaje musical, dado que dedican la pieza a su «prima», la cantante Rosario Flores. Al ritmo de son, los versos hernandianos se suceden en una posición diversa a la original, destacándose tres cambios fundamentales entre el poema y la canción. En primer lugar, se excluye la estrofa en la que se hace alusión a lo que sucedió con la mano de la protagonista. Aquella que dice:

[...] ¡Bien conoció el enemigo

la mano de esta doncella,

que hoy no es mano porque de ella,

que ni un solo dedo agita,

se prendó la dinamita

y la convirtió en estrella!


(497)



El poema de Viento del pueblo se basa en un hecho verídico. En el Frente de Buitrago, una miliciana llamada Rosario Sánchez Mora pierde una mano al estallar una bomba cerca de ella. Es decir, se presenta un episodio propio del cancionero de guerra, que, según Eutimio Martín, no es más que la «magnificación de un hecho histórico para satisfacer las exigencias de un cantar de gesta con fines de propaganda» (2010: 472). En consecuencia, el referente principal de la letra ya no es un sujeto plenamente histórico, sino otro atravesado por las imposturas de una «figura espectacular».

En segundo lugar, la omisión anterior y la del final, en el que se explicita el conflicto armado -allí leemos «dad las bombas al viento / del alma de los traidores» (497)-, implican una descontextualización de lo narrado. En tercer lugar, por último, el cierre autorreferencial, «Rosario dinamitera, / te voy cantando, Rosario / con mi compadre Santiago / este pedazo de son», actualiza el programa ético y estético del oriolano, mudando su signo. Si bien para un conocedor de la historia española durante la guerra, la Rosario del título aún puede ser repuesta y la canción ofrecerse como una suerte de homenaje, en rigor, el resultado es una composición exenta de reivindicaciones ideológicas, despojada de su contexto histórico inicial, en el que el único sentido reconocible del poema que se restaura es el de la valentía de la muchacha, y en la que el tono heroico se ha abandonado, pues la música alegre templa el ánimo glorificador del texto original.

Desde luego, la poética de Miguel Hernández ha sido de sumo interés para La Barbería del Sur, pero el atractivo que la misma ha ejercido sobre el grupo no está vinculado con demandas ideológicas comunes, sino con el sostén de unos mismos valores, fuera de cualquier bandería política concreta. A pesar de que por momentos pareciera que sus musicalizaciones son un tanto frívolas, encuentran su sentido más pleno en un «arte pop» -así se llama su siguiente disco- signado por una nueva coyuntura histórica, que no olvida a los poetas que siente más próximos, aquellos que tienen sus mismas preocupaciones y, en virtud de ello, hablan en la «lengua del pueblo».

La importancia otorgada a la vida y a la obra del oriolano redundó desde la pronta grabación de Enrique Morente en 1971, pasando por los aportes de Los juglares, Manolo Sanlúcar, Manuel Gerena, Paco Damas, y más recientemente por el de algunas voces femeninas, como las de Esmeralda Grao e Inés Fonseca, en la plasmación de proyectos monográficos de diversa factura. Exceptuando la primera propuesta mencionada, las restantes producciones se registran en todos los casos durante la transición política. La imagen de Hernández se mantiene firme en el imaginario, pero se «revive» a medida que nos acercamos al centenario de su nacimiento en 2010.

A uno y otro lado de este amplio abanico nos encontramos, por supuesto, con los proyectos que Joan Manuel Serrat le dedicara. Cronista inigualable de su época, verdadero «fenómeno de masas» (Claudín, 1981: 86), este es el cantautor que más ha favorecido la divulgación de la obra hernandiana. La vasta trayectoria del autor de Poble Sec, como es sabido, incluye letras propias y la musicalización, aunque sesgada, constante, de poetas catalanes -Salvat-Papasseit, Josep Carner, Pére Quart- y castellanos -Rafael Alberti, Antonio Machado, León Felipe, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal y Luis García Montero-. En el marco de este sostenido diálogo entre la poesía y la canción, entonces, Serrat «canta» a Hernández. Primero, en un disco de 1972 llamado Miguel Hernández, casi cuarenta años después, en otro denominado Hijo de la luz y de la sombra de 2010.

Conforme a lo narrado por el propio cantautor, él conoció la obra del oriolano en el jardín de la Universidad Central en Barcelona, lugar en el que se intercambiaban clandestinamente ejemplares de editorial Losada. Desde su perspectiva, el poeta «fue un pastor de cabras, fue una persona comprometida con su gente y con su tiempo. Un hombre sencillo y sensible que amaba la libertad y decía: "...soy como el árbol talado que retoño y aún tengo la vida...", y se la quitaron» (Citado en Manrique, 2007: 9). Siendo así, la figura de autor que se desprende de estos dichos está atravesada por los tópicos al uso: el del «poeta pastor», lo dice de modo explícito, Hernández era un «pastor de cabras», «poeta del pueblo», aquel «comprometido con su gente», y «poeta del sacrificio», un «hombre sensible», al cual «le quitaron» la vida2.

En cuanto a los motivos que lo llevaron a musicalizar su poesía, por un lado, anudada a esas imágenes, encontramos una decidida implicación emocional, pues dice que conectó con Josefina Manresa, la viuda del escritor, y tuvo trato con su familia. En este sentido, asegura: «Me identificaba con la figura del pastor que se convierte en poeta, un autodidacta que viaja a Madrid y entra en los círculos literarios, donde no estoy seguro de que se le aceptara como un igual, más allá de que fuera un ejemplo de alguien que supera sus inicios proletarios» (Citado en Manrique, 2007: 11). Por el otro, en el artículo «Miguel Hernández y la canción», escrito durante el centenario, Serrat considera que el poeta se encuentra dentro del grupo de los autores «manifiestamente musicales». Sus «versos de rima clara y cadencioso ritmo» -prosigue- «vienen de fábrica con la música puesta» (2010: 130).

Por lo demás, no podemos dejar de mencionar aquí que la recepción de los poemas adaptados por el cantautor suscita cierta ambigüedad, debido al impacto de su «imagen de autor». Mientras una gran parte del público cree que las palabras de Hernández le pertenecen a Serrat, y el poeta queda en las sombras, otro conjunto de oyentes, merced a su «enciclopedia», puede reconocer los versos hernandianos.

Con toda seguridad, los cambios de época condicionan las publicaciones del cantante catalán. Durante los años setenta, en pleno auge del intelectual comprometido y concienciado, Serrat aparece en la fotografía de su primer disco dedicado íntegramente al oriolano «barbado, rebelde y desafiante», una presentación de su figura de artista coherente con el campo intelectual de ese período, mas poco justa con la diversa y perspicaz selección del repertorio hernandiano que realiza, en el que se pueden escuchar todas las voces del poeta. De cualquier manera, ese estereotipo no empaña la inmensa labor que lleva a cabo. Prescindiendo de estribillos y lugares comunes de la canción comercial, reproduce sin modificaciones los textos originales y recrea los tonos, ideas y emociones desplegados por la poética de Hernández. Y lo hace no solo a través de las orquestaciones, sino también a través de las modulaciones de su voz. Sostiene una preferencia por los versos del Cancionero y romancero de ausencias y, si bien morigera el patetismo de las piezas, la hondura existencial de los textos base prevalece. Lo que algunas de sus canciones pierden en testimonio de un momento histórico específico, la Guerra Civil, ganan en universalidad. En el contexto del centenario, en cambio, Serrat prefiere la musicalización de poemas menos conocidos de la cartera hernandiana, en particular del comienzo de su derrotero lírico, aunque siguen presentes los versos del Cancionero. Se inmiscuyen en el disco algunos elementos de la «canción gastronómica» (Eco) como los estribillos y la simplificación del registro lírico, incluso la omisión de las escenas más tremendistas de las piezas elegidas. Asimismo, conviven los versos más combativos con aquellos de tono amoroso, pero al igual que en la mayor parte de las otras propuestas gestadas al calor del aniversario del poeta, se privilegian estos últimos.

Ahora bien, visto que es la canción más emblemática de su vínculo con el verso hernandiano, y una de las más evocadas a uno y otro lado del del Atlántico, nos detendremos especialmente en «Para la libertad». El texto que sirve de punto de partida de la composición es «El herido» de El hombre acecha, pero Serrat no solo desconoce ese título y toma una de las frases del poema para encabezar su creación, sino que omite el epígrafe del mismo, aquel que reza «Para el muro de un hospital de sangre» (572). Se circunscribe luego a estrofas que pertenecen a la segunda parte del díptico, cuyas dos extensas tiradas de versos son de gran aliento. Es decir, excluye la descripción de los sangrientos campos de batalla, aquellos «campos luchados» por los que se «extienden los heridos» (Miguel Hernández, 1992: 572), contenidos el primer segmento y, de este modo, las causas por las que el hablante en lírico, en la segunda sección, manifiesta su recordada declaración de principios, entre ellos, «Para la libertad sangro, lucho, pervivo» (573).

A pesar de la posible descontextualización de su propuesta, esta gana en validez universal. El cantautor logra generalizar el gesto hernandiano y esa libertad por la que se lucha puede ser la de cualquier pueblo oprimido, posibilitando, en suma, la elevación de la canción a himno. Entonada en las cárceles y en los centros de detención clandestina en España y en Latinoamérica, «Para la libertad» actualiza el propósito por el que la compusiera Hernández, infundir confianza y ánimo. La música, que al principio parece alivianar la fuerza apelativa de la letra, evoluciona y hacia el final intensifica la carga combativa y emocional del canto. Prevalece, en última instancia, la esperanza de quien «aún tiene la vida».

Se rescata al «poeta del pueblo» por la vigencia de sus vivencias y su lenguaje poético, y la virtualidad oral de sus versos, por fuera de los lugares comunes sobre sus orígenes, combates y sacrificios, aunque estos paradójicamente, como pudimos percibir en las palabras iniciales de Serrat, sigan integrando el imaginario del cual se parte.

Dentro del repertorio de esa crónica cantada de los sesenta y setenta a la que hacíamos referencia al comienzo, la musicalización de Miguel Hernández se desarrolla en paralelo a la del otro gran poeta integrante del «díptico de la criminalidad franquista» (Martín): Federico García Lorca. Es por esto que, la mayor parte de los cantautores y grupos musicales que adaptan versos del primero, lo hacen también del segundo.

Al igual que en el caso hernandiano, Paco Ibáñez inicia la adaptación de la obra lorquiana. Como lo indicamos con anterioridad, este graba durante los sesenta una serie discográfica que se inaugura con un disco, hoy conocido como Paco Ibáñez I de 1964, en el que se registran un grupo de composiciones de Lorca y de Luis de Góngora. Puesto que su figura de autor se forja conforme a su experiencia del exilio republicano y los postulados de una «poesía revolucionaria», la segunda parte del proyecto -no está de más subrayarlo- presenta, sobre todo, la musicalización de poetas consagrados a la creación de una poesía en clave «social». Le interesan, entonces, las zonas «realistas», «figurativas», incluso «populares» de la literatura.

Más allá de las proverbiales «tinieblas» (Francisco Cascales) adjudicadas al gongorismo, y como supiera observar Lorca en su conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora», «la metáfora gongorina que desarrollaron los jóvenes poetas encuentra su raíz en la poesía popular andaluza» (Lanz, 2016: 544). Las razones del homenaje llevado a cabo por Ibáñez, en consecuencia, obedecen no solo a la difusión de una canción «diversa» (Eco) y la reivindicación de una figura opuesta a Garcilaso, poeta encumbrado por el falangismo, sino en su vinculación con la poética lorquiana, a la selección de unas composiciones de raigambre popular y, durante los sesenta, a la cristalización como «mito político» de algunas de las figuras de la generación del veintisiete, como la del propio Lorca o la de Rafael Alberti, quienes en pleno auge de la vanguardia, asimismo, se declararon entusiastas del poeta cordobés (Romano, 2006).

Paco Ibáñez I (2002b) recupera poemas de las obras tempranas de Lorca -Canciones y Romancero gitano-, pertenecientes a su ciclo de poesía neopopularista y próximas a las coplas populares infantiles. En un momento en el que se promovía una «canción nacional» (Vázquez Montalbán), que imitaba la métrica y los asuntos de la poesía tradicional y, al mismo tiempo, los usos lorquianos, el cantautor vuelve al archivo de origen, al margen del flamenco.

«Canción del jinete», por tomar solo un ejemplo, emplea la asonancia, los versos de arte menor, los cambios de ritmo y rima, propiciando una alternancia musical que justifica su adscripción al género de la canción popular, en la que se inspiró de modo consciente Lorca, y, desde su «virtualidad oral» pide ser cantada (Romano, 1994, 2006). Ibáñez, por su parte, aprovecha la cadencia popular y acompañado solo por su guitarra entona las estrofas de manera literal y en orden cronológico, omitiendo solo el fragmento en el que se animiza a la noche. Repite cada una de las estrofas que canta y las preguntas y exclamaciones de los pareados, en pos de intensificar los sentidos que estas comportan. No necesita crear un estribillo, puesto que la composición ya posee uno: «Caballito frío. ¡Qué perfume de flor de cuchillo!».

Relato in medias res, se elude el contexto y toda la acción se centra en un cuadro fantasmal: un bandido muerto es llevado durante la noche por su caballo. Perseguido y al margen de la ley, este es un personaje caro al imaginario lorquiano. La «luna negra» del primer verso nos ubica en un ambiente lúgubre, asociado a la muerte y al luto, luto por el bandido y quizá también por la muerte del propio Lorca, dado que la contraportada del disco exhibe un dibujo de Salvador Dalí, en el que se puede observar un jinete y el apellido del poeta en letras grandes y salpicadas de tinta, metáfora de la sangre derramada.

La imagen de autor lorquiana se encuentra atravesada por la muerte y por el misterio. Paco Ibáñez la convoca, en suma, porque esta constituye un potente símbolo de una etapa democrática violentamente truncada, con la que posee afinidades ideológicas, y porque al menos en la selección de versos que realiza, el poeta abreva en el repertorio de la tradición popular.

A medida que nos acercamos a los años ochenta surgen las propuestas asociadas al flamenco y sus palos y comienzan a explorarse otras zonas de la poética lorquiana, en especial, sus obras de teatro. La publicación en 1979 de La leyenda del tiempo bajo el nombre de Camarón, es decir, sin la referencia a su ciudad natal, «la Isla», supone una auténtica revolución musical, al incluir en el mundo del flamenco más o menos decimonónico sonoridades provenientes del rock o del jazz. Desvinculado momentáneamente de Paco de Lucía, el cantautor gaditano concibe un nuevo lenguaje de la mano de Ricardo Pachón, Kiko Veneno, Tomatito, los hermanos Raimundo y Rafael Amador, entre otros, y, en consonancia con esa voluntad vanguardista, adapta versos de Fernando Villalón, Omar Jayyam y, en particular, de García Lorca, relegando a un segundo plano las coplas populares. Los de este último provienen por un lado de su vertiente neopopularista, Canciones y Poema del Cante Jondo, y por el otro de los dramas Así que pasen cinco años y Bodas de sangre.

La frase que da nombre al disco es el subtítulo del primer drama mencionado, la obra surrealista Así que pasen cinco años, una de las piezas del llamado «teatro imposible» de Lorca. En la portada del mismo vemos una foto de Camarón a contraluz, rodeado de sombras y de humo de cigarrillo. Esto es, la «leyenda» encarna en un cuerpo concreto y deja de ser una abstracción. Esta ingresa en la eternidad y el misterio prodigados por la estela lorquiana. En cuanto a la canción homónima con la que se abre la placa, la misma recrea el uso popular de las repeticiones y los estribillos, pero no los referentes típicos del repertorio de origen. Al servir de pórtico, plantea el aspecto temporal y poético que enmarca todo el proyecto, pero este no es central en las otras canciones, de registro más realista. Desde luego, se borra la figura del Arlequín, aquel que pronuncia en el primer cuadro del acto tercero de la obra los versos que Camarón recupera, así como las líneas más ligadas a su puesta en escena, aquellas que el personaje declama cuando se pone la careta «de alegrísima expresión» -«¡Ay, cómo canta el alba, cómo canta! / ¡Qué témpanos de hielo azul levanta!»- y cuando se pone la careta de «expresión dormida» -«¡Ay, cómo canta la noche, cómo canta! / ¡Qué espesuras de anémonas levanta!»- (García Lorca, 1952). Poco importa la anécdota del drama y el «análisis de los planos real e imaginario del tiempo» (Egea Fernández, 1993: 13) que Lorca desarrolla. Camarón descontextualiza los versos lorquianos, homologables hasta cierto punto en su traducción a ciertas sentencias de las colecciones populares, neutraliza el registro surrealista y rescata las coordenadas líricas principales del texto base.

Igualmente, la canción alterna los parlamentos del drama con la primera estrofa del mismo, a la que convierte en estribillo, y hacia el final ese estribillo con los solos de guitarra y Moog. Para Àlex D'Averc, se trata de una «bulería que funciona como campo de pruebas y catálogo del nuevo lenguaje que introduce el disco». Si bien rompen las palmas, sobre estas se van incorporando instrumentos ajenos hasta ese momento al flamenco como el teclado, la batería, la guitarra eléctrica y el bajo. En su opinión, para finalizar, «la voz de Camarón surca ese tejido sonoro jamás antes ensayado para declamar misteriosas visiones lorquianas. Un viaje que se extingue con las notas de un Moog que se difumina en la lontananza» (2004).

El poeta granadino regresa en La leyenda del tiempo como el más vanguardista de los poetas populares. Su «política poética» interesa por su versatilidad e innovación, y no debido a su posicionamiento ideológico stricto sensu, y por su conexión con la «poesía del pueblo», lejos sin duda del estereotipo que lo juzga un «ícono andaluz».

Durante la década de los ochenta se profundiza el análisis crítico de las obras póstumas de Lorca y las lecturas mediadas por su condición sexual y se publica por primera vez una edición privada de Sonetos del amor oscuro (1984), escritos entre 1935 y 1936. Dos años después de esa publicación, en 1986, Amancio Prada dedica un disco monográfico a dicha obra, propuesta que armoniza plenamente con su proyecto creador, puesto que su figura de artista se construye en torno a la selección de los textos más exquisitos del canon literario español, vinculados con «la representación de una intimidad trazada en los surcos leves de la poesía mística y de cancionero, en la voz en gallego de los trovadores, de Rosalía de Castro y Álvaro Cunqueiro, en los singulares poemas de Agustín García Calvo» (Romano, 2006: 95).

Fiel a su perfil de compositor «de culto» y a su preferencia por adaptar piezas o poetas poco frecuentados por el resto de los cantautores, Prada elige un poemario de escasa circulación y musicaliza un género inscripto en una dilata tradición de poesía amorosa, al que, en su pasaje de la letra al canto, prácticamente no modifica. Tal elección se condice, como indicamos antes, con su adaptación previa del Cántico espiritual (1977) de San Juan de la Cruz, visto que en los Sonetos el amor y la muerte se fusionan en una experiencia mística, ahora actualizada merced a la imaginería que provee la cultura popular andaluza y a algunas metáforas asociadas a la poesía homoerótica.

Secundado por su piano, el cantautor interpreta los sutiles matices de los poemas lorquianos, pero todos ellos reciben en su disco, a grandes rasgos, el mismo tratamiento. Si tomamos por caso «Soneto de la dulce queja», en el que resuenan los ecos gongorinos, advertiremos que los cambios entre el texto de origen y la canción son mínimos. Deshace el hipérbaton del tercer verso y en vez de cantar «que de noche me pone en la mejilla», canta «que me pone de noche en la mejilla», repite la última estrofa y el verso final, y la composición se reproduce de modo literal. La música acompaña a los versos, no los interpela o fuerza, se adapta a su cadencia y no se omite ni cambia de lugar ninguna línea. Quizá en el afán de divulgar la poesía desconocida de Lorca, Prada mantiene siempre los textos del poeta en primer plano.

En esta oportunidad se presenta otra faceta del autor granadino, un tipo de literatura apegada a la tradición culta, redundando la publicación de su obra inédita en la visibilidad de un Lorca ignorado, maldito, distante de aquel otro conectado al neopopularismo y al mundo gitano, y que se corresponde en los sonetos con la oscuridad de lo velado. Si bien el misterio sigue rondando su figura de escritor, el hecho de que Amancio Prada editara su disco en 1986, año en el que se conmemoró el asesinato del poeta en numerosas actividades institucionales y que supuso su definitiva canonización (Grande Rosales, 2010), nos reenvía a la imagen de «poeta nacional» y a la potencia política del mito. Esa imagen permanece como el signo de un pasado que no se termina de exorcizar.

De forma similar a lo que sucedía con las adaptaciones hernandianas, a partir de los años ochenta y especialmente durante la siguiente década, los poemas de Lorca exceden el horizonte de la «canción de autor» y se intensifican las musicalizaciones de cantaores o grupos flamencos, tales como Pata negra, Lole y Manuel, Calixto Sánchez, Manolo Sanlúcar, entre otros, con incursiones destacadas aunque infrecuentes en un tipo de canción más melódica, ejemplo de la cual puede ser el disco Lorquiana (1998) de Ana Belén. Mientras la difusión de la obra inédita del poeta continúa, la «canción protesta» pierde su lugar preeminente e interesan mucho más los versos que exploran la intimidad. Aun así, la veta neopopularista no deja de descubrirse y musicalizarse.

Enrique Morente fue uno de los cantaores flamencos más renovadores y personales de fin de siglo XX, quien desde el dominio de los estilos clásicos del cante, consiguió ampliar los límites expresivos del género, el arco que recorre desde Homenaje a don Antonio Chacón (1976), pasando por Despegando (1977), Alegro soleá y fantasía del cante jondo (1995), hasta llegar a sus propuestas más vanguardistas Omega, en la cual nos centraremos. Si bien su repertorio está signado por el vínculo con la obra del poeta granadino, la evolución de ese diálogo y de las experiencias sonoras de la época cristalizan en uno de los discos más innovadores del panorama musical español, aquel en el que el flamenco se fusiona con el rock, aprovechando lo aprendido en las musicalizaciones realizadas previamente por el cantaor3.

En Omega, graba junto a la banda de punk-rock Lagartija Nick composiciones de Poeta en Nueva York y tres canciones de Leonard Cohen, una de ellas, «Take this waltz», que recrea «Pequeño vals vienés» de Lorca. Las virtudes del mismo y los puntos de conexión entre estas distintas textualidades son puestas de relieve por el cantautor canadiense, quien opina:

Omega me gustaba especialmente porque, estando Morente en el centro de la tradición del flamenco, había llevado mis canciones a su propio terreno, sin sentirse obligado a hacer ninguna referencia a mis versiones o, si lo había hecho, de una manera muy sutil. Pero el hecho de que viera que había una realidad flamenca en mis canciones fue lo que me conmovió profundamente. Porque muchos de los cambios, por ejemplo en «Manhattan», son cambios flamencos. De modo que Morente vio que en estas canciones había una referencia a algo que él entendía, que ya existía un encuentro entre los dos en ese punto, lo cual hizo posible que llevara mis canciones al centro de su propia tradición, expresándolo como un producto de su propia cultura. Fue lo que más me gustó de Omega [...] Y, por ejemplo, la versión «Hallelujah» es espectacular, pero lo que hace en «First we take Manhattan» es muy interesante: el planteamiento de la percusión es asombroso [...].

(2011)



A grandes rasgos, podemos señalar que en cuanto los intérpretes más experimentan con la música más modificaciones sufren los textos de partida. Y en este sentido, no es casual que se empleen los versos del poemario más vanguardista de Lorca. La metáfora surrealista armoniza en mayor medida con los cambios abruptos de melodía y ritmo, las mixturas genéricas y la atmósfera misteriosa y visionaria desplegada en el disco, en donde la naturaleza que en el libro se rebela en contra de las imposiciones del capitalismo emergente, aquí cobra estatuto de verdadera fuerza telúrica.

Valga como ilustración de lo dicho con anterioridad la adaptación de «Vuelta de paseo». En la gran ciudad, dominada por «las formas que buscan el cristal», esto es, sus inmensos rascacielos, el hablante lírico manifiesta que dejará crecer sus cabellos, opondrá su humanidad a la hostilidad de una supuesta civilización que no hace más que avasallar a la naturaleza. Oposición que, en términos musicales, se plasma en una tranquila introducción flamenca, en la que se combinan la primera y la última estrofa del poema, postergada inmediatamente por la irrupción de los instrumentos propios del rock. Momento en el que, asimismo, la violencia del cambio en un sentido amplio se ve reforzada por la repetición del verso «asesinado por el cielo». La «naturaleza mutilada» de «árboles de muñones que no canta» y «animalitos de cabeza rota» se sucede de igual manera que en el poema, pero antes de que la estrofa final y el estribillo vuelvan a repetirse, en pleno crescendo de la canción, la guitarra flamenca dialoga con la batería, en el segmento que anuncia la tercera y última parte de la pieza. Hacia el final, escuchamos unas voces confusas que emulan el murmullo de la multitud que vomita y orina, junto con los últimos sonidos de la distorsión eléctrica.

Enrique Morente y Lagartija Nick apelan a la figura de autor de Federico García Lorca, en principio, porque al igual que este se encuentran en la búsqueda de un nuevo lenguaje. Asumida su proyección como «poeta nacional» y la recuperación de la tradición oral popular que suscribió, puesto que el cantaor conoce de cerca la obra lorquiana, a esto hay que añadirle que el poeta escribe su texto neoyorkino desde el exilio, es decir, como miembro de una minoría y desde un posicionamiento ecologista avant la lettre, que impugna los efectos nocivos del nuevo sistema. Según lo dicho, entonces, por otra vía y de modo lateral, también es requerido por su condición de «poeta popular».

Por último, y aunque sea de manera apresurada, no queremos dejar de hacer referencia a la versión que hicieron Silvia Pérez Cruz y Raül Fernández Miró de «Pequeño vals vienés», en su disco de 2014, denominado Granada. Fruto, bomba, pero también nombre de la ciudad en la que nació Enrique Morente, tal grabación encontró su mejor registro luego de pasar por varias mudanzas, definiendo su sonido final el hecho de que los músicos escucharan Despegando (1977), placa en la que Enrique Morente hace una suerte de dueto compositivo con Pepe Habichuela. De este modo, a la heterogénea lista de canciones que estaban grabando, que van de «Abril 74» de Llach a «Hymne a l'amour» de Edith Piaf, pasando por «El cant dels ocells», le suman «Que me van aniquilando» y «Compañero (Elegía a Ramón Sijé)» pertenecientes a ese disco de los setenta y la musicalización de los versos lorquianos.

Las libertades del nuevo siglo no solo hacen que ya no sean impertinentes las fusiones entre el flamenco y el rock, sino que permiten llegar un paso más allá respecto a las formas que se le pueden dar a un archivo sonoro. Pérez Cruz y Fernández Miró retoman la versión que realizó Morente de una canción en la que Leonard Cohen adaptaba un poema de Lorca y el resultado no puede ser más contemporáneo y sentido. La adaptación de la letra es prácticamente la misma que llevó a cabo el cantautor, incluso algunas de las líneas que Pérez Cruz canta con mayor intensidad continúan su interpretación. Sin embargo, en el último tramo las similitudes se diluyen y la nueva pieza alcanza un clímax que no había tenido hasta entonces. Si en la composición de Morente la repetición del verso final «porque te quiero, te quiero, amor mío» es cantado por un pausado y cálido coro femenino, en la del dueto, a un desgarrador lamento le sigue la guitarra distorsionada y languideciente de Fernández Miró y el canto casi desvariado de Pérez Cruz, quien repite y balbucea esas palabras hasta llegar al silencio, como si después de la «queja» no quedara nada, se agotara la voz4.

La canción juega con las intensidades y los cambios mínimos en la letra propuesta por el cantaor, que omite, de hecho, solo una estrofa del texto original. Lo que podría haber sido una despedida melancólica, pero cordial en correspondencia con el ritmo de vals, se transforma en un «dolorido sentir», una queja entre flamenca y rockera, acompañada por una guitarra que pasa del rasgueo intermitente e improvisado a los arpegios, y a la distorsión que rompe con la armonía del vals, con su cadencia amable y equilibrada.

Para concluir, es necesario destacar que en el pasaje de la letra a la voz, los compositores e intérpretes han diseñado un grupo de operatorias de traducción recurrentes. Las más importantes son la recuperación del contexto histórico en el que se escribió el texto inicial o aquel que plasma en sus versos, ese es el ejercicio que lleva a cabo Paco Ibáñez; por el contrario, la descontextualización de los escritos, bien porque se generaliza alguna noción del texto y se la lleva al plano colectivo o universal, el ejemplo paradigmático de ello es «Para la libertad» de Serrat, bien porque lo que se salvaguarda es solamente un motivo o un pasaje y no importa el texto como producción orgánica, este fenómeno se desarrolla, en especial, en músicos más jóvenes, muestra de tal cuestión es la adaptación de Silvia Pérez Cruz y Raül Fernández Miró, de carácter metatextual; la omisión de estrofas de tono más contestatario, tanto por obra de la censura como resultado de una elección consciente, la adaptación de «Andaluces de Jaén» de Paco Ibáñez es un ejemplo del recorte impuesto por el franquismo, mientras que el diseño de «Rosario dinamitera» de la Barbería del Sur es una elección del grupo; el empleo de repeticiones y ritmos que remedan los usos de la canción popular; en la inclusión de arreglos musicales que añaden o complementan los sentidos desarrollados en los poemas, Omega de Enrique Morente es el principal referente visto en este sentido; y, por sobre todas las cosas, el respeto y el cuidado por el verso original.

La canción de autor española nacida en el tramo final de la lucha antifranquista, entre los años sesenta y setenta, recrea y potencia una figura de Miguel Hernández y de Federico García Lorca como escritores «populares», que ya se encontraba presente en sus propias poéticas, explotando la «oralidad virtual» de sus versos y promoviendo la «popularización» o difusión masiva de sus palabras, junto con la cristalización de una identidad simbólica, que se pone en conexión con las imágenes de «héroe» o «mártir», de clara procedencia romántica y estrecha lazos con otras propias de la posguerra, como las de «poeta social». Tales inclinaciones, no obstante, no se perpetúan en el tiempo y, pasados los años de la transición, las musicalizaciones ofrecen otros recortes de sus obras, que no propician la figura del cantante comprometido de antaño. Mientras en el caso hernandiano se profundiza la identificación ideológica y emocional, en el caso de Lorca su imagen de escritor se encuentra atravesada por las vicisitudes de su muerte y el misterio de su metáfora más visionaria. Desde la manifestación de sus principios el primero y desde los lineamientos de su «política poética» el segundo, cada uno representa una de las caras posibles del «poeta nacional».

En definitiva, se trata de poetas arraigados como pocos en el imaginario y en la cultura de la península. Sujetos que proyectan los deseos vulnerados de una comunidad que, en tanto «resistente», los convoca y actualiza, las expresiones artísticas analizadas exhiben los cruces productivos entre sus conductas y aquellas que algunos sectores de la sociedad persiguen, entre un proyecto político no clausurado, el de la II República, y una democracia que busca sus «figuras fundadoras», y encuentra en la experiencia vital y en la literatura de los mismos una fuente de inspiración ética y estética.

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