Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

León Felipe y «El zapatero» de Van Gogh

Leopoldo de Luis

Hay unos pocos poemas de León Felipe que se motivan en la contemplación de una gran muestra pictórica. El primero -tanto por celebridad cuanto por cronología- es el «Pie para el niño de Vallecas». En él ya se nos da idea de cuál vaya a ser la tónica de las interpretaciones y glosas poéticas que León Felipe adoptará para tales poemas referidos a cuadros. Nunca un impresionismo pictórico ni una síntesis de valores coloristas. Mucho menos una transposición del perfil figurativo al perfil literario. El poeta busca raíces y rastros subyacentes, así como conexiones con temas de su preocupación continua, en una línea humanística. En la visión del lienzo de Velázquez late un compromiso humano que se implica con el quijotismo: dos temas recurrentes en la obra de León Felipe.

Mucho menos conocidas son las dos Elegías sobre «El Guernica». La fama del cuadro les da relevancia, al margen de la propiamente poética. La primera está centrada en la relación caballo picassiano-Rocinante, y vuelve sobre la teoría del llanto que, desde el comienzo del exilio, construyó León Felipe como salvación, trascendida de la tragedia española hacia la universalidad del hombre. La segunda, reinstala su visión del exilio: la España exhausta y a punto de extinguirse. Ambas elegías pertenecen a Rocinante, libro póstumo, aparecido en septiembre de 1969, un año después de morir el autor.

El último libro que él vio publicado -si prescindimos de la edición a ciclostil del poema «Israel», de 1967- es ¡Oh, este viejo y roto violín!, de 1965. En sus páginas se encuentra «El español desconocido», con esta nota inicial: «Pie... para aquel cuadro de El Greco que algunos han llamado “Retrato de un caballero anónimo”». Ya en otra ocasión he señalado como este poema incorpora una de las huellas noventayochistas en León Felipe; no solo porque nos recuerda al Azorín de Castilla, en aquel precioso capítulo de «Lo fatal», sino porque los versos coinciden bastante con las frases empleadas por Manuel Bartolomé Cossío en su famoso libro El Greco, probablemente suscitador del interés generacional por el pintor. Se trata de «un hidalgo castellano [...] no es noble, ni cardenal, ni letrado, ni artista [...] es el pueblo [...] la más fuerte trama con que entonces se tejía la vida del Estado». El poema viene a decir algo parecido: «No es un soldado, / tampoco un gran patricio, / tal vez no es más que un hidalgüelo [...] / tiene una frente castellana / [...] Aquí está pintada / una substancia española».

Del mismo libro es el poema «El Cristo de Velázquez». Coincidiendo aquí con Unamuno, humaniza la imagen, y le gusta más «el hombre hecho Dios / que Dios hecho hombre». Con el mismo talante que en el poema siguiente, en el que glosa una escultura de La Verónica, quiere poder identificar el semblante de Cristo -en el cuadro de Velázquez y en la sábana que sostiene la que él llama «dulce hija del fotógrafo»- con el suyo propio, o con el rostro de cualquier hombre.

Otra identificación consigo mismo contiene el poema «En el estudio de Martí». Pertenece al último libro citado. Traslada León Felipe al discurso poemático una visita hecha a la casa de su amigo el pintor Jesús Martí, donde, hojeando «los libros de los grandes maestros», se detiene ante una página que ofrece la reproducción de «El zapatero», de Vicent Van Gogh.

«Yo no sé mucho de pintura / ni tampoco he visto mucha pintura», confiesa, de entrada, León Felipe, con ese estilo conversacional que adoptó en su última época. Y luego, ya contemplando el cuadro reproducido, la inmediata trascendentalización del tema. La poesía de León es pródiga en interrogaciones. Interrogantes que no se contestan, siembran el poema de inquietud y, como en este caso, se cierran con exclamaciones de una duda que supone un nuevo planteamiento de zozobrante hipótesis: «¡Y si fuese el mismo Van Gogh / que no quiere que le vean la cara / y está ahí llorando solo / como un zapatero cualquiera!».

Sentado en una silla de paja, la figura vangoghtiana representa a un anciano, con los codos hincados en sus piernas y los puños cerrados y apretados contra los ojos. La estancia está vacía; al fondo, un pobre fuego. León Felipe capta todo el dramatismo de la escena, toda su patética humanidad, quizá porque comienza por asumirlos hasta tal punto que advierte: «tiene tal vez mi edad», y también: «es su cabeza calva / como la mía».

Quién sea ese hombre y cuál la causa de su llanto, son las primeras preguntas que el poeta se plantea y -claro es- no aclara. Pero el llanto, como hemos visto, como es visible desde Ganarás la luz y otros libros coevos, instala una simbología de redención en el mundo poético de León Felipe. Comenzó por querer salvar las angustias españolas mediante el llanto, y terminó por identificar estas con el destino del hombre.

«¿Por qué llora el zapatero de Van Gogh?». Pero como para él nunca se llora en vano, como la causa es siempre un planteamiento de situaciones injustas sobre las cuales, a su vez, debe caer el llanto con virtud lustral, pregunta también: «¿Quién le habrá enseñado a llorar a este zapatero?». Quizá fuera el mismo Van Gogh, se contesta, porque él sabe que Van Gogh lloró mucho. «¡Pobre Van Gogh!», exclama, y solo esa exclamación sirve para evocar al lector ese mundo de miseria que el joven pintor, antes de serlo, vivió entre los mineros belgas del Borinage, esa desazón que le hacía pintar ardiendo en fervor místico y poniendo en la silla color de alma de silla, esa oreja cortada y, por fin, ese suicidio al volverse loco (¿o tal vez al volverse cuerdo?). Es muy posible que sí, que León Felipe supiese todo eso, pero en el calor del poema parece olvidarlo o, al menos, no le importa llevar su simbología y su generalización humana hasta identificar al anciano zapatero con el propio Van Gogh, aunque, en realidad, Van Gogh no fue nunca anciano: se suicidó antes de llegar a serlo.

Tampoco el final del poema, cuando dice que llora «como un zapatero cualquiera», puede entenderse como despectivo; es más bien humilde. Es una humanización del artista, al margen de toda mitificación. El gran pintor, es como un zapatero cualquiera; el poeta es como un zapatero cualquiera, el hombre es un zapatero cualquiera, quizá porque -como decía don Antonio Machado- nunca tendrá un valor superior al de ser hombre. Y el hombre que llora, es el hombre que se redime, en la interpretación de León Felipe. Además, para él -lo dice en otros conocidos textos- el llanto es el gesto más democrático, es el que nos iguala y unifica.

Así pues, León Felipe se identifica con Van Gogh porque se identifica con todo el que llora. La pintura ha sido sólo un motivo, un pretexto. En realidad, ante el cuadro no reconoce otros valores -ni pictóricos, ni artísticos, ni estéticos- sino los del humanismo. En el poema al cuadro de El Greco, ya declaró sin empacho alguno: «A mí no me importa mucho cómo esté pintado, / allá los pintores con su oficio». El oficio de pintor a él no le preocupa: le preocupa el oficio de zapatero, el oficio de hombre. Del hombre que pasa por un constante éxodo y que si con el sudor de su frente ha de ganar el pan, con el llanto de sus ojos ha de ganar la luz. Por eso él quiso ser español del éxodo y del llanto, y a todos nos convocaba bíblicamente: «ganarás la luz».