Leopoldo Alas, Clarín, frente a la crisis de fin de siglo
Yvan Lissorgues
Las investigaciones llevadas a cabo durante las últimas décadas en los campos de la historia y de la literatura han singularmente aclarado tanto lo que la historiografía actual denomina crisis de fin de siglo (Rafael Pérez de la Dehesa, 1970; Tuñón de Lara, 1974; Jover Zamora, 1981; Martínez Cuadrado, 1991; Mainer, 1975; Inman Fox, 1976; José Luis Abellán, 1989) como la posición de Leopoldo Alas (y de otros intelectuales coetáneos) frente a dicha crisis (Lissorgues, 1983 y 1989; Sobejano, 1985; Sotelo, 1988). Pero las denominaciones genéricas resultan siempre poco satisfactorias en historia; el caso es que Crisis de fin de siglo, si bien es terminología más exacta que Crisis del 98 (más aún cuando se piensa que este último rótulo vino a cobijar, a partir de 1913, la muy discutible etiqueta de Generación del 98), enfatiza tal vez demasiado un momento por cierto crucial de la historia de España pero que no se cierra con el siglo, ya que es más la crisis incipiente del siglo XX que la del XIX que acaba. Tanto es así que algunos estudiosos del período concluyen que dicha crisis es crisis de la modernidad. Puesto aparte el hecho de que cualquier momento crucial de la historia puede verse como crisis de modernidad, ¿qué se entiende por esta palabra en el período que nos ocupa? ¿Será la indudable aceleración del desarrollo técnico, el discutible progreso de las ideas o el más discutible aún progreso social? ¿Será la liberación y la renovación de las formas estéticas? ¿En virtud de qué criterios puede afirmarse que son más modernos Rubén Darío o Azorín que Pérez Galdós o Clarín? ¿No será, como demuestra Habermas, porque se ha sustituido el concepto de modernización a la idea «legitimadora» de modernidad que, desde Hegel, se inscribe en la continuidad histórica del racionalismo occidental? (Habermas, 1988: págs. 3-5, 27-60).
Estas consideraciones ingrávidas podrían ser objeto de grave (y tal vez polémico debate), pero sería otro debate, aunque no del todo extraño al que nos toca abrir. En efecto, la posición de Alas frente a los problemas que surgen en España en la última década del siglo es un elemento que merece tomarse en cuenta cuando se pretende aclarar la amplia y compleja perspectiva que reúne lo que se suele denominar no menos convencionalmente siglo XIX y siglo XX. Ahora bien, la mayoría de los manuales de historia de la literatura suelen, en un principio por necesidad didáctica y luego por rutina, encerrar en sendos capítulos estancos Realismo y Modernismo (o Generación del 98), cuando coexisten y pugnan durante varios años las dos orientaciones. Casi siempre es así: lo nuevo (o la novedad) tiende en la perspectiva del tiempo a ocultar y hasta a borrar ese algo de lo anterior que sigue viviendo (Buen ejemplo de ello encontraremos al estudiar el regeneracionismo, o al analizar las inflexiones del realismo en la última década del siglo). Por eso son muy oportunos los trabajos que se fijan en los períodos de transición y los que no los descuidan (Serrano-Salaün, 1991; Mainer, 1994; Alonso, 1994: págs. 168-198), como es oportuno y muy de alabar el presente encuentro en torno a Los escritores de la Restauración. Hacia el 98.
* * *
Las consideraciones epistemológicas anteriores nos incitan a poner de relieve la originalidad de la posición de Clarín (posición compartida con otros intelectuales más o menos influidos por el pensamiento krausista) con relación a las varias reacciones suscitadas por las graves cuestiones que agitan el final del siglo. Puede ser paradójico, pero nos parece más original (hasta más moderno por su auténtica coherencia racional) el pensamiento social de Clarín y su actitud frente a los movimientos obreros que las posturas pronto tomadas y dejadas de la gente nueva; más original también, aunque no nueva su concepción de la regeneración de España; más original, casi singular, su pensamiento filosófico y religioso, así como su concepción literaria y su estética.
Vamos, pues, a examinar las respuestas de Clarín a las nuevas problemáticas sociales, culturales, filosóficas, literarias, etc., que se plantean en la España de la última década del siglo; lo cual no puede ser del todo original ya que estos aspectos han sido ampliamente estudiados por la crítica durante los últimos veinte años.
* * *
Pero para
facilitar la comprensión de estas respuestas, es necesario
recordar la importancia alcanzada por la figura de Clarín en
las primeras décadas de la Restauración y es
imprescindible caracterizar brevemente el núcleo de su
pensamiento y de su personalidad, así como de su
ideología. La obra escrita de Leopoldo Alas, su centenar de
cuentos y novelas cortas, sus dos novelas publicadas, sus folletos
literarios y sobre todo sus innumerables artículos
(más de 2.100) sembrados casi a diario durante 25
años (de 1875 a 1901), en multitud de periódicos y
revistas de España y América, dice ya que el autor de
La Regenta fue realmente en su tiempo el «provinciano y universal»
, según
la feliz denominación de Juan Antonio Cabezas (Cabezas,
1936). Pero no fue La Regenta y menos aún Su
único hijo lo que le dio fama entre sus
contemporáneos, sino su ingente labor periodística.
Dotado de una extraordinaria capacidad de asimilación,
Clarín consigue dominar toda la producción literaria
y filosófica de su tiempo, tan española como europea
y se impone pronto (a partir de 1880) como el mejor (y más
temido) crítico literario de su tiempo (Sobejano, 1967;
Beser, 1968) como autoridad intelectual y moral indiscutible
(Sobejano, 1985; Lissorgues, 1989) y como el mediador en
España del pensamiento estético y filosófico
europeo (Lissorgues, 1983). Ningún aspecto de la vida
española, y por lo que se refiere a literatura, cultura y
movimiento de ideas, ningún aspecto de la vida europea
escapa a su atención y siempre está pronto a
reaccionar ante cualquier acontecimiento político, social,
cultural, literario, ... que le parece significativo. Esas
reacciones, que se expresan en formas diversas (pero en un estilo
singular), ligeras y algo epidérmicas en no pocos de los
«Paliques», reflexivas y profundas en las
«Revistas literarias», las «Revistas
mínimas», las «Lecturas», etc., proceden de un pensamiento fuerte y
coherente, según la lógica de un ideario cuyo
núcleo permanece relativamente firme durante los 25
años de actividad literaria y periodística, es decir,
a partir del momento en el que el joven Leopoldo ha hecho suyos los
valores básicos del ideal krausista y asimilado lo que su
idiosincrasia le permite asimilar del pensamiento positivo y
científico europeo. Queremos decir que por debajo de las
varias posturas tomadas, según el transcurso de los
años, frente a la realidad (política, social,
literaria), el ser profundo se define por una serie de valores o
convicciones e incluso por una ideología que, en lo
esencial, cambian bastante poco. Lo que sí cambia y mucho es
la manera de vivir estos valores, desde la actitud de radicalismo
político y literario de los juveniles años
madrileños (1875-1882), hasta una posición
esencialmente marcada, a partir de 1889-90, por la primacía
concedida a los valores espirituales y morales, pasando por el
período de profundización «naturalista»
de la realidad y de adhesión, en política, al
posibilismo castelarista.
¿Cuáles son estos valores fundamentales que
caracterizan al Clarín íntimo o, mejor dicho, que
son el Clarín íntimo? En primer lugar un
agudo sentido ético de la existencia, a partir del cual se
enjuicia a los hombres, a las obras, a la sociedad. En segundo
lugar, hay la exigencia de una transcendencia... divina. Son estos
valores los que determinan en gran parte un ideario cuyos elementos
claves podrían sintetizarse en las siguientes
fórmulas (que por cierto exigirían amplio desarrollo
explicativo): autenticidad ética, autenticidad religiosa,
sustantividad de la realidad en su trascendencia («la realidad es pero es misteriosa»
,
«lo ideal es realidad»
),
sustantividad humana y relativa de la belleza y por encima de todo,
como impulso constante hacia un futuro indeterminado, fe en el
progreso del hombre gracias al poder redentor del saber y de la
cultura.
En cuanto a la ideología, Clarín permanece fiel durante toda su vida a los grandes principios liberales (derecho de propiedad, libertad política, libertad de cultos, fe en el sufragio). Pero es un liberalismo vivificado y humanizado por la ética krausista, un liberalismo para hombres conscientes de sus deberes y que no tiene nada que ver con el laissez faire, laissez passer de la escuela de Manchester. Esta posición Clarín la comparte, con matices y variantes, con otras personalidades de la clase media, escritores y universitarios, las que, en su mayoría, han recibido directa o indirectamente algo de la enseñanza de Julián Sanz del Río o de Francisco Giner, como por ejemplo, Adolfo Posada, Urbano González Serrano, Rafael Altamira, Rafael Salillas, Pedro Dorado Montero, Sales y Ferré y también Joaquín Costa, el mismo Pérez Galdós y otros muchos.
Por lo que hace a la conciencia histórica, todos piensan que este ideal humano y social sólo puede prosperar, dadas las condiciones del momento, en la intelectualidad de clase media. Por eso mismo están convencidos de que la parte ilustrada de esta clase tendrá una misión hegemónica que cumplir a corto o a largo plazo, y a cuyo advenimiento se empeñan con ahínco en el campo de la enseñanza, de la cultura, de las artes, de la literatura, de las ciencias, de las ciencias sociales.
Y el hecho es que, durante el relativamente corto período de los 25 primeros años de la Restauración, se ha realizado una obra inmensa, aunque de extensión socialmente limitada, que en el campo de la cultura y de la literatura es ya para España un considerable paso adelante en el sentido de la modernidad. Los intelectuales y los escritores de uno y otro bando, o sea, para salir de las categorías políticas, el de los que se orientan hacia el progreso y el de los adictos a la tradición, han sabido aprovechar la poco honrosa paz canovista del turno para entrar en los debates, abiertos en la prensa, en los Ateneos, etc., en torno a las grandes ideas modernas, como por ejemplo, los problemas del realismo y del naturalismo, la estética de la novela, el positivismo, el evolucionismo y el transformismo, el problema religioso, etc. Es evidente, sin embargo, que la corriente más progresista del liberalismo (en la que se sitúa Clarín), la que sigue la estela del libre examen abierta durante el sexenio y está en relativa consonancia con el progreso de la ciencia y con algunas de las ideas modernas que imperan en Europa, es la que impulsa el movimiento. No se puede aquí y no viene del todo al caso hacer un balance general del ensanchamiento y de la profundización de las nuevas ideas que se verifican durante las dos primeras décadas de la Restauración. Además son elementos ya muy estudiados y bien conocidos, aunque falta una síntesis global. Permítasenos, sin embargo, insistir en cuatro aspectos, en los que Clarín está estrechamente implicado y que se relacionan con la idea de modernidad, según la concepción de Habermas antes aludida.
El primero es el
de la enseñanza, terreno predilecto de Francisco Giner y de
todos los que piensan ya desde los años sesenta que la
«cuestión de
España»
es, según escribe Clarín en
1892, «la educación y la
instrucción de los españoles»
(Lissorgues,
1989: II, págs. 95 y
ss.). «La
personalidad de Giner y la experiencia de la Institución
Libre de Enseñanza -escribe Francisco Laporta- son [...] los
acontecimientos pedagógicos que tienden el puente, menos
definido en otros países, entre las pedagogías
"ilustradas" y románticas [Entiéndase a Rousseau,
Pestalozzi, Froebel y en España a Pedro Montesinos] y las
llamadas "escuelas nuevas" del siglo XX»
(Laporta, 1977:
pág. 22). El fin de la
Institución es «hacer
hombres»
, es decir, desarrollar en el educando todas las
posibilidades intelectuales, afectivas (sensibilidad
artística), físicas. A este ideal se adhieren los que
como Clarín quieren promover una pedagogía de libre
examen. Sobre este punto los numerosos estudios eximen de dar
más amplias explicaciones y remitimos a Jobit, 1936; Cacho
Viu, 1962; Gómez Molleda, 1866; López-Morillas, 1969;
Jiménez Landí, 1973; Díaz, 1973; Laporta,
1977, y por lo que se refiere a Clarín, Lissorgues, 1989,
II: págs. 44-129. Lo que
interesa subrayar, según nuestra perspectiva de estudio, es
que, aunque Clarín y el más amplio sector de los
institucionistas, por llamarlos así, lamentan la alta tasa
de analfabetismo que coloca a España en las últimas
posiciones en el conjunto de las naciones civilizadas, aunque
denuncian frecuentemente la inicua del Estado y de las clases
dirigentes, consideran que lo más urgente es preparar una
elite realmente ilustrada capaz de asumir, lo más pronto que
se pueda y no puede ser sino a medio o largo plazo, un verdadero
papel de clase directora para dirigir al país por
el camino del progreso (Díaz, 1973: págs. 151-160). Es una finalidad
progresiva, encaminada a promover el saber y la moral (pues para
Giner y para Clarín, el mal es la ignorancia), primero en
una elite y luego en todas las clases. Clarín y la
mayoría de los ex-revolucionarios del sexenio ya no quieren
revolución, por temor a los excesos de las masas y a las
ideas incontrolables, pero creen en la evolución y en su
propia capacidad para influir en el enriquecimiento del hombre en
el sentido del bien.
Dentro de tal concepción, la crítica literaria desempeña un papel importante y es éste el segundo aspecto al que nos parece oportuno aludir. La misión histórica de la crítica es la de educar al público y contribuir al perfeccionamiento del hombre (Beser, 1968: págs. 149 y ss.; Lissorgues, 1989: II, págs. 21-25). Para Clarín, la regeneración intelectual y moral exige que se persiga sin tregua la estupidez y el mal gusto, de tanto peso, según él, en la España del momento, y se haga resaltar lo bueno (Sobejano, 1967: págs. 139-177). Sobre todo la crítica tiene una afirmada misión educativa: facilitar la comprensión de la belleza artística pero también explicar ideas, difundir novedades literarias europeas, etc. Así pues, por su misión reformadora, esta crítica no es exclusivamente artística sino mucho más. Sin olvidar la sustantividad del arte, la poesía, lo inefable, sin olvidar los valores estrictamente literarios, Clarín, por ser un gran pensador abierto a todas las actividades del espíritu, y cuyos artículos son a veces verdaderos ensayos, enjuicia las obras en función de criterios extraliterarios, antropológicos, sociológicos, metafísicos y sobre todo éticos.
El tercer aspecto
que hay que subrayar, colocándonos en la perspectiva del
desarrollo de la modernidad, se refiere a la novela que durante los
primeros lustros de la Restauración alcanza el nivel que hoy
le merece al período el marbete de gran realismo
del siglo XIX. Y si recordamos tan palmaria evidencia es tan
sólo para poder decir que, en torno a los años
ochenta, nace y crece, por fin, esa novela nacional cuya ausencia o
debilidad tanto se lamentaba desde los años 1840 pues se
vivía como un verdadero complejo colectivo de inferioridad
cultural. La gran novela realista, la de Valera, Alarcón,
Pereda, Galdós, Clarín, la Pardo Bazán,
Palacio Valdés, Picón..., la que por fin, desde
Cervantes y la picaresca, puede competir sin desmerecer con las
obras más notables de las literaturas europeas, es vivida
colectivamente como una aventura cultural de gran alcance, con sus
polémicas, sus debates, en los que intervienen, por sentirse
implicados, todos los ciudadanos e intelectuales que de lejos o de
cerca se interesan por la moral y por el arte. No debe olvidarse
ese auge alcanzado por la novela realista, fertilizada por las
aportaciones temáticas y estéticas del naturalismo,
no debe olvidarse al estudiar las inflexiones literarias del fin de
siglo y al evocar las incomprensivas y por eso brutales e injustas
manifestaciones de desprecio de los que, a partir de 1895, poco
más o menos, dan en llamarse gente nueva (Los
«jóvenes» del grupo Germinal: Ernesto
Bark, Ramiro de Maeztu, Joaquín Dicenta, etc. y también Martínez
Ruiz, joven de veras, y Unamuno que, en 1921 escribe «las figuras de los realistas suelen ser
maniquíes vestidos, que se mueven por cuerda y que llevan en
el pecho un fonógrafo que repite las frases que su Maese
Pedro recogió por calles y plazuelas y cafés en su
cartera»
. Tales juicios, tan frecuentes en los primeros
años del siglo XX entre los que quieren conquistar
su futuro, traducen una total incomprensión de la
modernidad histórica de parte de quienes se creen más
modernos. Pues cabe preguntar: ¿hubiera sido posible la
nivola o La voluntad o la novela de Baroja sin
una estética de la novela fraguada a partir de las mismas
obras de Pérez Galdós, Pereda, Clarín?).
Por lo que hace a la enseñanza, a la concepción del arte y de la crítica literaria, la posición de Clarín, que fundamentalmente es la misma que la de Francisco Giner y la de los intelectuales liberales progresistas (progresistas en el sentido de que van movidos por la convicción de la perfectibilidad del ser humano y, por lo tanto de la sociedad), es ya muy conocida y remitimos a la abundante bibliografía anteriormente citada. Pero hay otra actividad (y será el cuarto aspecto aludido), menos estudiada en su conjunto, a la que se dedican casi todos, es la investigación o por lo menos la reflexión sociológica (Núñez Encabo, 1976; Jerez Mir, 1980). Hasta tal punto que, y dicho sea por vía de paréntesis, a partir de este ángulo podrían enfocarse las demás actividades intelectuales del último tercio del siglo, incluso la novela realista, pues en ella el principio básico es que la ficción vaya regida por «leyes» que sean trasunto de las que imperan en la sociedad. Así pues, sin atentar a la especificidad del texto literario, es legítimo y oportuno ver que dicho texto saca su estructura, su morfología (Sobre esta biología artística de la novela, es de imprescindible consulta el estudio de Gonzalo Sobejano: «El lenguaje de la novela naturalista» - Sobejano, 1988: págs. 597-605) del «para-texto» que constituyen la antropología y la sociología estudiadas por los incipientes sociólogos de la época, entre los cuales figuran, en cierto modo, los mismos novelistas, observadores atentos e ilustrados del hombre y la sociedad contemporáneos.
Es, por otra parte, significativo de una dinámica de clase (y empleamos la palabra a falta de otra más precisa), el hecho de que, en España, la sociología moderna nazca en el ámbito del pensamiento liberal fortalecido por el idealismo krausista y enriquecido por el empirismo derivado del positivismo. Es que, en España, no se ha verificado la revolución burguesa. El proceso de industrialización es incipiente y el intelectual de clase media no encuentra en su entorno la clase social capaz de acoger y dar vigencia a las nuevas ideas sociológicas (más o menos derivadas del sistema de Auguste Comte) que ya imperan en las naciones europeas más adelantadas. Para los nuevos sociólogos españoles (Adolfo Posada, Urbano González Serrano, Rafael Salillas, Sales y Ferré, y otros) y los que comparten sus posiciones eclécticas, como Clarín y Pérez Galdós, no se trata de consolidar un orden sino de conquistarlo. Y al respecto, la corriente idealista es la más adecuada como asidero frente a una situación social no bien determinada y sobre todo como fuerza ideológica capaz de dinamizar el movimiento hacia el futuro.
Hacia el futuro, profundizando y ensanchando todas las posibilidades intelectuales, morales y espirituales del presente tal parece ser, y tal es en última instancia, la aspiración histórica de nuestros intelectuales y entre ellos de Clarín que, gracias a su incansable actividad literaria y periodística, es ya por los años de 1890, una de las figuras emblemáticas de ese movimiento que se fundamenta en la certidumbre de su superioridad cultural y espiritual y que por eso quiere creer que es la posible avanzadilla de la España futura. Pero no se les escapa que este ideal que quieren encarnar ya en el presente está en equilibrio precario en una sociedad diferenciada, en cuyo seno ocupan una posición minoritaria en una clase media débil y poco ilustrada, entre, hacia arriba, una oligarquía aristocrático-burguesa que detenta el poder económica y político y en la que los valores aristocráticos siguen polarizando las aspiraciones del imaginario burgués, y, hacia abajo un cuarto estado (o clases bajas, o clases populares) secularmente postergado.
Este ideal,
socialmente precario pero cultural y moralmente fecundo, se ve
amenazado o por lo menos agredido a partir de los primeros
años de la última década por las consecuencias
ideológicas de una serie de acontecimientos
políticos, sociales (económicos) que son en realidad
emergencias de olas de fondo que vienen de más lejos y
provocan en la sociedad española graves turbulencias y, en
las mentalidades, trastornos que inciden en los campos de la
cultura y de la literatura. Esta crisis, denominada crisis de
fin de siglo, objeto de numerosos replanteamientos,
análisis, nuevos enfoques de parte de muchos estudiosos de
la historia y de la literatura (véase supra), no puede considerarse
únicamente como consecuencia de la guerra de Cuba y de la
pérdida de las últimas colonias. Es verdad, sin
embargo, que la conmoción que resulta del
«desastre» del 98 es el punto culminante del malestar
de la conciencia nacional, un momento patético, en el que se
plantea como nunca y en toda la nación, el problema de lo
que es España, con respecto a lo que fue y en
relación con los demás países. Además,
según Tuñón de Lara, el choque del 98 fue un
remolino potentísimo que actuó «sobre comportamientos e ideas de gran parte de
la burguesía, de propietarios agrícolas, de
pequeños comerciantes de tipo medio, etc., que se sentían enteramente
frustrados. Ahí encaja, desde el punto de vista de esas
clases, el imperativo de una
regeneración»
(Tuñón, 1970:
pág. 58). El hecho nuevo
y original en el contexto español es la emergencia de cierta
conciencia histórica de la pequeña burguesía y
de las clases medias que desemboca en un conato de protagonismo
político de esas «clases neutras», no por pronto
fracasado menos significativo. Clarín enjuicia ese
movimiento, abusivamente llamado regeneracionista, en
función de su alto ideal «ético-liberal»
y lo denuncia por superficial y sobre todo por... peligroso.
Pero otros factores de la crisis, de mayor alcance, son anteriores, como la afirmación de la vitalidad de la burguesía catalana, que se traduce ya desde los primeros años de la década de los noventa por reivindicaciones, entre autonómicas e independentistas (Bases de Manresa, 1892, Renaixensa), al parecer exacerbadas luego por la «derrota» pero que en realidad aprovechan la aparente debilidad del Estado para imponerse (Apoyo a la efímera tentativa de Polavieja en el ministerio Silvela en 1899, Unión Regionalista, etc.).
Por fin, y mucho más determinante que todo en la crisis y, en todo caso, muy perturbador para el equilibrio ideológico de Clarín, es la brutal salida al protagonismo histórico de la clase obrera; por lo cual se inicia uno de los polos fuertes de la conflictividad que va a marcar todo el siglo XX. Una de las consecuencias inmediatas es que la revolución desde abajo, que implican las ideologías obreras, seduce en un primer momento a un amplio sector de la intelectualidad pequeño burguesa que quiere abandonar el campo liberal y la lucha por un Estado democrático, considerado como una antigualla ya en bancarrota (Fox, 1976). Clarín, siempre consecuente con su ideario, no transige con las actitudes de quienes le parecen meramente oportunistas, en cambio sabe encontrar un terreno de comprensión humana con la autenticidad de los socialistas.
* * *
Nos parece
imprescindible, ahora, abrir un paréntesis, es decir, dejar
por un momento la lógica del enfoque clariniano de la crisis
para remontar un poco la vista y abarcar el período de una
manera más global y así mejor contextualizar la
actuación de nuestro autor. Para no alargar la
digresión, nos limitaremos a dar algunas conclusiones
convincentes de muy detallados estudios de prestigiosos
historiadores como Manuel Tuñón de Lara, Miguel
Martínez Cuadrado y José María Jover Zamora.
La primera conclusión es que no hay crisis política:
el sistema canovista, bien arraigado en sus cimientos caciquiles
resiste todos los embates. El poder absoluto del bloque
oligárquico había generado, casi naturalmente (pues
siempre pasa lo mismo con las hegemonías), un discurso
nacionalista en el que se asimilaba el interés de
España con los propios intereses de clase. Y en 1898, la
responsabilidad histórica del desastre, que la
oligarquía debería asumir, se diluyó en las
lamentaciones patrióticas de sus representantes sobre los
males de la patria. Así se explica la paradoja: «fueron probablemente los medios dominantes [...]
quienes primero se apoderaron del término
generación»
(Tuñón, 1974:
pág. 73),
incluyéndose en una misma retórica la
invocación a los mitos de la fatalidad histórica con
una enumeración de los males de la patria. Total que no hay
quiebra política; más aún, el partido
conservador refuerza su poder en detrimento de la causa
liberal.
Si el régimen de la Restauración no entra en crisis es sin duda por la dispersión e inmadurez de las fuerzas que le son hostiles pero sobre todo porque las bases económicas de la oligarquía no sólo no se tambalean sino que se refuerzan por iniciarse un proceso de adaptación (gracias, en parte, a la repatriación de los capitales cubanos) a los nuevos imperativos capitalistas (Jover Zamora, 1981: págs. 386 y ss.). Así pues, no hay «desastre» en los campos de la política y de la economía.
Lo que sí se hace notable es cierta evolución de las estructuras sociales: se acentúa el desplazamiento de la población del campo hacia las grandes ciudades en curso de industrialización. La clase social denominada cuarto estado está, al final del siglo, en vías de proletarización.
El desarrollo del movimiento obrero, por una parte y, por otra, la omnipotencia político-económica de la oligarquía sentida como inveterada, acentúa en el heterogéneo complejo de la clase media y de la pequeña burguesía un sentimiento de frustración al no poder desempeñar el papel que, a las alturas del siglo XX, debería corresponderles como en el país vecino. Lo que queremos decir es que la crisis de fin de siglo, en España, es ante todo una crisis ideológica e intelectual, la que afecta a las clases medias. Pero es preciso ver que dicha crisis afecta tanto a los intelectuales como a los pequeños productores. Todos se declaran en ruptura con el orden establecido de la oligarquía y la clase política que la representa, responsable del marasmo en que están y en que está España. Pero las respuestas que dan son varias y a veces encontradas, incluso entre los intelectuales y, siguiendo a Jover Zamora (1981: pág. 387), distinguiremos, para clarificar el debate, tres orientaciones:
- La de quienes «sostienen la tesis burguesa del Estado democrático, liberal y de derecho» (Azcárate, Posada, Giner, Altamira, Alfredo Calderón, Morote, etc., Clarín)
- La de los que «pasan a expresar la protesta irritada, sentimental de la pequeña burguesía». Son los autores de la literatura regeneracionista: Lucas Mallada, Macías Picavea, Royo Villanova, Damián Isern, Luis Morote, y sobre todo Joaquín Costa, cuya personalidad y cuya obra rebasa con mucho los estrechos límites del regeneracionismo de fin de siglo.
- La de quienes asumen «más o menos circunstancialmente posturas socialistas o anarquistas» (la llamada juventud del 98, Fox, 1976).
La crisis aparece pues como la consecuencia de una serie de fenómenos sociales e históricos determinados y por eso hasta cierto punto «objetivables» que influyen en la mentalidad colectiva y provocan reacciones y trastornos ideológicos, patentes entre los intelectuales de clase media.
Pero esa crisis española específica se sitúa en el contexto general europeo de crisis moral y espiritual, no tal vez de la conciencia burguesa sino de los intelectuales de la burguesía que ya no se satisfacen con lo positivo, ponen en tela de juicio el cientificismo, no creen en «el porvenir de la ciencia» se vuelven hacia la metafísica, el idealismo y algunos avanzan en la neblina del irracionalismo en busca de un norte que creen encontrar en las utopías socialistas o anarquistas, cuando no se dejan llevar por los refinados desenfrenos del decadentismo. El simbolismo, postergado por la hegemonía naturalista, sale a escena. Tolstoi parece vencer a Zola y Bergson tiende a sustituir a Comte. Todo lo cual tiene repercusiones en España y alimenta una efervescencia renovadora (y perturbadora) que se superpone a la agria crisis nacional.
* * *
Para volver a
nuestro autor, ya hemos sugerido que está presente en todos
los frentes políticos, sociales, literarios para
desenmascarar lo que le parece inauténtico o peligroso y
para oponer a lo que considera falsas o apresuradas soluciones el
alto ideal de sus convicciones ético-liberales. Y eso a
pesar de sentirse cada vez más atraído por los
problemas metafísicos y espirituales; lo cual muestra que
siempre obran en él los valores altruistas. Tanto
es así que su preocupación religiosa, al mismo tiempo
que es una afanosa búsqueda íntima de
religación, es también, en cierto modo, una respuesta
a la crisis moral del fin de siglo, pues Clarín sigue
buscando en el «espíritu
nuevo»
una razón de confiar en la historia, o sea
en el futuro de la humanidad y sigue luchando, en este terreno
también y como siempre, contra los dogmatismos
petrificantes, las intolerancias, el «catolicismo de papel sellado»
,
etc., y sigue siendo un
observador atento, «experimental»
de la realidad. El
naturalismo (entendido como representación seria -por no
decir objetiva- de la realidad) no sólo es siempre
válido sino que es necesario para acoger la dimensión
espiritual (como en las últimas novelas
«crísticas» de Pérez Galdós).
Tolstoi no se opone a Zola, puede completarlo. Aunque el mismo
Zola, a la altura del fin de siglo, «caiga»,
según Clarín, en idealismos falsos y en
utopías que son siempre digestiones precipitadas (Las
Novedades, 13-VIII-1896).
Pues bien, quedan por ilustrar todas estas afirmaciones que pueden valer como guías de lectura o como introducción a un estudio pormenorizado que, por cierto, vamos a sintetizar porque la explicación minuciosa de los varios niveles y de los varios matices del pensamiento de Leopoldo Alas frente al fin de siglo o, dicho de otra manera, durante sus diez últimos años de vida, exigiría un libro, otro libro entero, tal vez muy aleccionador para nuestros tiempos...
Cuando en 1890,
con motivo de la primera manifestación del Primero de Mayo,
se plantea brutalmente la cuestión social en
términos de lucha de clase, Clarín en un primer
momento comparte el temor que se ha apoderado de la
burguesía y confiesa en una Revista mínima
(La Publicidad, 14-V-1890 - Véase
Apéndice: Texto I) que ve como una
amenaza «el movimiento actual
socialista»
. Germinal le aparece como posible
prefiguración de futuras catástrofes. Sin embargo, en
este mismo artículo, intenta definir la misión del
intelectual ante la nueva situación. En primer lugar,
censura a los que, como los simbolistas y los modernistas,
se apartan de la historia para crearse un mundo propio, un mundo
Azul, cultivando «el
género alaló»
(Las
Novedades, 20-IX-1894). Tal actitud, «en tales momentos puede convertirse hasta en
crimen»
. Notamos aquí la permanencia de una
concepción responsable y altamente ética, tanto del
hombre como del arte, según la cual no está
moralmente permitido apartarse de la vida y de la historia.
También condena a los oportunistas de toda laya, a los que
hacen literatura alimentándose sólo «de los hechos del día»
.
Pero hay otra
actitud, la única digna del intelectual que quiere trabajar
por todos. Primero, éste debe comprender que de momento no
puede hacer nada. Al decir esto, Clarín confiesa que la
historia la están haciendo ahora los mismos obreros y que el
intelectual debe renunciar al papel de mentor que se
atribuía antes, cuando, en el Prólogo a
La lucha por el derecho de Ihering o en varios
artículos de La Unión o de El
Día, consideraba como un deber luchar por la
redención de ese cuarto estado que no disfrutaba de
la plenitud de sus derechos y no tenía aún la
conciencia ni la ilustración suficientes para redimirse por
sí sólo de su postergación. Pero si debe
apartarse de «los huracanes del
día»
no es para renunciar a su misión, al
contrario, es «para preparar el pisto
espiritual del porvenir, la fe o lo que sea, de
mañana»
, a fin de que cuando esos miles de obreros
consigan sus propósitos de descansar algunas horas al
día y lleguen a leer, a estudiar, a meditar, entonces,
«al llamarnos todos hermanos podamos
hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un
Dios, o una madre, una Idea»
. Lo que
Clarín afirma con fuerza es la exigencia de un fundamento
espiritual de la fraternidad (Parecida necesidad afirmará
Antonio Machado varias veces. Véase «Sobre una
lírica comunista que pudiera venir de Rusia», 1934).
Es indudable que en Clarín se han profundizado mucho los
valores espirituales desde los años de fogosa militancia
juvenil en las columnas de El Solfeo o La
Unión. Lo cierto es que, en 1890 y hasta su muerte
quiere creer en el porvenir. Puede haber en la historia momentos de
insensatez como el que evoca en el cuento Un jornalero
(escrito en 1891 o 1892), pero la razón se impondrá
un día y la razón le dice a nuestro autor que el
hombre no sólo es cuerpo sino también espíritu
y alma. Para Fernando Vidal, el pobre jornalero de la
pluma, el libro que cuenta la vida de Job «no es argumento socialista»
pero, para
Vidal como para Clarín, la filosofía que encierra
«será la que sabrán las
clases pobres e ilustradas de los siglos futuros muy
remotos»
.
El
auténtico camino del futuro, sólo puede abrirlo la
voluntad del hombre para mejorarse a sí mismo: para trabajar
en la reforma de la sociedad hay que «comenzar por reformarse a sí
propio»
. Pero no por eso niega Clarín eficacia a
la lucha social, dentro de ciertos límites. Seguirá
luchando hasta su muerte contra la corrupción del sistema
canovista, contra el caciquismo, contra la institución
católica petrificada en la administración del dogma,
y luchará, como siempre, por promover y desarrollar la
instrucción y la educación, incluso de los obreros
socialistas.
De hecho, la
Revista Mínima del 14 de mayo de 1890 contiene
todos los elementos de la filosofía que Clarín afirma
en respuesta a la nueva situación creada por la emergencia
del movimiento obrero. Lo que subrayamos es que las premisas de
esta filosofía estaban fundamentalmente presentes en la obra
anterior; lo nuevo es que la ética alcanza ahora
abiertamente una dimensión trascendente, es decir, que la
ética se ha espiritualizado. De 1889 o 1890 hasta su muerte,
Clarín va a profundizar cada vez más esa
dimensión espiritual, meditando las obras de todos los
filósofos europeos que, de una manera u otra, contribuyen a
lo que se suele llamar renacimiento religioso de fin de siglo y
que, para él, es «el
espíritu nuevo»
. Pero el lazo ético con lo
de fuera queda fuerte porque el yo altruista (subrayamos,
pues volveremos sobre este aspecto porque tal vez la
absorción del yo altruista por el yo a secas marca un giro
copernicano en la ética disfrazada de estética del
fin de siglo) es siempre vivo. Por eso en la prensa, en las
conferencias del Ateneo, en 1897, sobre Teorías
religiosas de la filosofía novísima o con
motivo, en 1899-1901, de las clases de la Extensión
Universitaria de Oviedo, sigue manteniendo un diálogo
abierto con los componentes del movimiento obrero. En realidad, con
los anarquistas y con la gente nueva no es diálogo
sino polémica. En cambio, con los socialistas hay un
verdadero contacto y un intento de comprensión mutua.
El anarquismo no
se salva a sus ojos en ninguna de sus manifestaciones. El
anarquismo violento, lo condena por estúpido y
bárbaro, porque «llama
salvación el crimen»
(Heraldo,
20-VII-1897). En cuanto a los retóricos del anarquismo, esos
«cabecillas
presuntuosos»
, «curanderos
ácreatas»
, etc., Clarín los denuncia sin
tregua. Para él, son intelectuales de la clase media que se
han dejado seducir por teorías superficiales y peligrosas.
Sin estudios profundos, sin reflexión previa han tomado
«por ciencia sus lecturas fragmentarias
de libros de superficial propaganda»
(Vida
Nueva, 19-XI-1899). Los intelectuales anarquistas, como
algunos liberales (por ejemplo Forja de La Regenta), son
seres inauténticos porque hay una enorme distancia entre lo
que son, unos ignorantes, y la agresiva retórica de su
ideología prestada. Por eso son peligrosos, como el
cabecilla del cuento Un jornalero «que era un ergotista a la moderna, de
café y de club, uno de esos demagogos retóricos y
presuntuosos que tanto abundan»
. Es que Leopoldo Alas no
puede aceptar que se pretenda construir el porvenir haciendo tabla
rasa del pasado. «No se puede olvidar el
pasado y crear un mundo nuevo todos los días»
,
exclama en 1891 (Alas, 1891). Para él progresar es conservar
todo lo que puede mejorarse.
En cuanto a la
gente nueva, escritores o periodistas que,
desengañados de los valores liberales, esgrimen una
fraseología socialista, son para nuestro autor, unos
reformistas en busca de un nuevo discurso, no de una nueva
ideología. De hecho, no coinciden ni mucho menos con los
partidos obreros. Dicho sea de paso, el hecho de que se utilice por
primera vez un discurso socialista con fines reformistas revela, ya
en 1897, el importante desarrollo de las ideologías obreras.
En 1895, el estreno de Juan José de Joaquín
Dicente da lugar a una verdadera explosión de interés
por el socialismo entre la juventud intelectual. En cambio, el
ensayo dramático, Teresa, en el que Alas se atreve
a dar en el escenario una visión naturalista de las reales
condiciones de vida de un minero asturiano, es un fracaso («Se presenta un obrero socialista -escribe
Clarín-, demagogo, terrible... y empieza a expresar su
pensar y su sentir como es natural que lo exprese... ¡Fuera,
fuera! ¡Pero este autor predica la anarquía!
Qué ideas disolventes las suyas»
- Las
Novedades, 25-IV-1895-) (Sobre Teresa, véase Romero,
1976). Para Clarín, la «gentecilla»
nueva (Maeztu,
Delorme, Ysares, Bark, Martínez Ruiz, ... y otros no tan
«nuevos» como Dicenta o Salmerón) son en
realidad unos oportunistas que adoptan una falsa postura con fines
más o menos conscientemente interesados. Ellos
también son tránsfugas de la pequeña
burguesía que se las dan de avanzados. Esos
«socialistas de levita» se burlan de los principios
ético-liberales y aun religiosos que, para Clarín,
son fundamentales como la justicia, la libertad, la caridad.
Sin renunciar
nunca a los valores ético-religiosos, para él
sagrados, ni siquiera a los elementos fundamentales de la
ideología liberal, Alas tiene conciencia de servir mejor la
causa de los obreros que «esos
pescadores... de río revuelto»
. Además
«el otro socialismo, el de tierra
firme»
le parece más seguro, por lo menos
más auténtico. En el artículo que manda a
El Socialista con motivo del Primero de Mayo de 1899,
escribe: «Opino que los socialistas deben
tener mayor confianza en esta clase de aliados [los que como
él no reniegan de su clase] que en los adeptos poco sinceros
que de la burguesía quieren pasarse a su campo porque acaso
empiezan a sospechar que anuncian sus verdores opimas
cosechas»
(El Socialista, 16-XI-1897).
Y efectivamente,
los socialistas opinan lo mismo. Cuando en la última
década del siglo, los dirigentes del partido se preocupan
por la educación y la instrucción de las masas
obreras acogen agradecidos la ayuda de los hombres de cultura;
saludan la apertura en 1898, en Oviedo, de los primeros cursos de
la Extensión Universitaria promovida por Clarín.
Éste y sus eminentes colegas de la Universidad, sin
abandonar nunca sus posiciones de clase, quieren ayudar al pueblo
en el único terreno en que pueden hacerlo, el de la cultura.
Es cierto que el contacto directo con los obreros socialistas
despertó en Leopoldo Alas un movimiento de honda
simpatía por esos hombres serios y «corteses»
que «han comprendido que la instrucción y la
educación moral e intelectual son indispensables para el
progreso de su clase y para reivindicar con eficacia los derechos
que se les niega en el orden económico y en el orden
político»
(La Publicidad, 25-XI-1900). Y
en este mismo artículo de 1900, escribe (con cierto
sentimiento de amargura ante la impotencia o el fracaso
histórico de su propia clase) que «si el socialismo lleva a ella [a la
República] ese espíritu de organización, de
iglesia [...] la República vencerá de
seguro»
.
Las divergencias doctrinales, insuperables, no impiden las simpatías mutuas.
Hay divergencia sobre la concepción de la historia. El concepto de materialismo histórico es inconcebible para Clarín. El progreso, para él, es el resultado de una lucha voluntaria por la justicia y por el derecho; el espíritu lo domina todo y si hay en la historia errores, horrores e injusticias es por culpa de la debilidad de los valores morales. Clarín no se aparta nunca de esta concepción idealista y ética de la historia y de la vida pública que constituye el fondo de su filosofía humana y social (Véase Prólogo a La lucha por el derecho).
No puede aceptar
la tendencia colectivista del socialismo. El colectivismo tiende a
la anulación de la individualidad, y luchar hoy por el
colectivismo es querer que la humanidad retroceda al primitivismo
antecristiano: «El cristianismo, bien
entendido, fue el que arrancó la sustantividad individual de
las garras del colectivismo»
(La Publicidad,
16-X-1899).
Por fin, en la
jerarquía de los valores humanos, lo espiritual es lo
más importante y el modo marxista de entender la
cuestión social le parece equivocada inversión de
valores ya que «si la sociedad es eterna,
el hombre es mortal»
. Por lo demás, es necesario
un sentido religioso de la existencia para que los valores sociales
esenciales, que son la justicia, la fraternidad, la caridad, la
tolerancia, puedan vivirse en su dimensión trascendente.
Esta
concepción idealista del hombre y de la historia, este
espiritualismo cristiano hacen imposible la adhesión de
Clarín al socialismo. Pero si el socialismo fuera todo lo
que es menos la filosofía materialista, «si fuera luchar en todos los órdenes de
la vida por el progreso de los trabajadores y de los desheredados
yo sería sin reservas socialista»
(La
Publicidad, 28-X-1900). Y puede decirse que efectivamente
empleó sus últimas fuerzas en luchar por el progreso
intelectual de los trabajadores. Seis meses antes de morir, y ya
agotado por la enfermedad, pronunciaba su última conferencia
ante los obreros socialistas del Centro Obrero de Oviedo.
En este apartado, tal vez demasiado largo, dedicado al análisis de la posición de Clarín ante el movimiento obrero resumimos o glosamos algunos estudios nuestros publicados de 1980 a 1984. Remitimos a Lissorgues, 1989: I, págs. 85-107, 303-404; a Lissorgues, 1987: págs. 55-69.
Frente al
conflicto cubano, la posición de Clarín no se aparta
de la tendencia general de la burguesía liberal que quiere
conceder la autonomía pero considera que «Cuba es España»
y que la guerra
es necesaria para oponerse al separatismo. Sin embargo,
además del problema moral que la guerra le plantea, agravado
por la injusticia de las quintas que hace que «sólo el pueblo da su sangre»
(véase el cuento La contribución), la idea
de la unidad entre España y Cuba viene en él matizada
y enriquecida por la supremacía concedida a los lazos
culturales y morales sobre los imperativos coloniales de tipo
económico. Es decir, que la originalidad de Clarín, y
de otros intelectuales «desinteresados» reside en ese
idealismo que ve ante todo las relaciones entre la Isla y la
Metrópoli como una fraternidad de raza, de lengua, de
cultura, de ideal común. Es de observar que algunos
políticos liberales, representantes de la burguesía
moderna, como, por ejemplo Castelar (y no es ejemplo fortuito),
emplean el mismo lenguaje, pero en su caso es el disfraz,
más o menos consciente, de una voluntad de sustituir el
colonialismo oligárquico por una forma de colonialismo
más adaptado a los imperativos del capitalismo moderno.
Verdad es que hay discontinuidad entre el idealismo altamente
proclamado de Clarín y la realidad de los intereses
materiales, que, por lo demás, nuestro autor denuncia por
egoístas, apelando como siempre a la ética. Pero
también es verdad que frente al pragmatismo descarado o
disfrazado, el idealismo siempre parece algo ingenuo.
Después del
«desastre», Clarín se siente hondamente herido
y, en un primer momento participa de la reacción
nacionalista que entonces domina. Por ejemplo, ante las palabras
del primer ministro inglés, Salisbury, para quien «ciertas naciones cristianas están
moribundas»
y tienen que «entregar su territorio a otras naciones fuertes,
vivas, nuevas»
, reacciona con violencia: «Una nación no muere, ni agoniza porque le
queman un poco de madera podrida. Una nación es ante todo un
alma, y el alma de España no agoniza»
(La
Publicidad, 11-V-1898; Lissorgues, 1989: I, págs. 439-441) (Volveremos sobre
esta concepción de la nación).
Es interesante notar que ya en 1898, Clarín se da cuenta de que el conflicto con EE. UU. es la primera manifestación violenta del expansionismo americano. Apoyándose en declaraciones de periodistas y políticos norteamericanos, subraya la aparición de tendencias hegemónicas -imperialistas, es la palabra que emplea- de los angloamericanos (Ibid.); con suma lucidez percibe toda una red de intereses internacionales y una lucha por la hegemonía entre los sajones, americanos e ingleses, y las naciones europeas, Francia, Alemania (Madrid Cómico, 7-V-1898).
A pesar de todo,
Clarín mira al porvenir, considerando que la unión de
España con la América Hispánica no ha
terminado y que es un deber procurar que «las Antillas sigan siendo lo más
españolas que se pueda»
(La Publicidad,
15-IX-1898; Lissorgues, 1989: I, págs. 454-456). Es de notar que no
se trata de una idea compensatoria ante la independencia de Cuba,
sino que es una preocupación permanente de Clarín
que, ya en 1890, abogaba por «esta
bendita fraternidad literaria de América y
España»
. Es este tipo de lazo que él mismo
está tejiendo al estudiar y al dar a conocer la
producción liberaría de los autores americanos
(aplicándoles la misma ley fraternal de justicia que aplica
a los autores españoles y censurándoles por sus
extravíos «azuks o
ultra-violetas»
) o al establecer comunicaciones de honda
comprensión y simpatía, como con José Enrique
Rodó (Lissorgues, 1983: págs. 160-161; sobre todo, Sotelo,
1988: págs. 71-90).
Después de la pérdida de los dominios de Ultramar, y pasado el momento de reacción apasionada, Clarín reflexiona sobre la situación de España.
A pesar de la
honda tristeza que experimenta, no quiere dejarse arrastrar por el
pesimismo de los que piensan que «España lleva el mal en la
sangre»
. No descartando responsabilidades efectivas, como
la política reaccionaria de los conservadores, que
denunció siempre y sigue denunciando, intenta situarse en
una perspectiva histórica más amplia. Entonces le
aparecen causas más hondas y más graves: la
pérdida de las colonias es «un
efecto natural de la historia»
. «Un dominio colonial como el nuestro, tal lejano,
tan codiciado y tan difícil de guardar es un lujo propio de
una nación próspera, fuerte»
(La
Publicidad, 20-VI-1898; Lissorgues, 1989:1, págs. 442-447).
La consecuencia lógica, es que hay que emprender cuanto antes las reformas que España necesita y proceder a la reconquista de la península para «producir las Indicas en casa, porque lo esencial de su vida España lo tiene en casa y lo de casa también se pierde, no porque nos lo roben los extraños, sino por los excesos de los propios» (La Publicidad, 20-6-1898; Lissorgues, 1989:1, págs. 442-447).
Es preciso otra
vez salir por un momento de la lógica clariniana para
interrogarnos sobre las consecuencias (y los inconvenientes) del
empleo del término regeneracionismo para designar
la toma de conciencia (el exacerbado complejo de frustraciones,
resentimientos y aspiraciones) y la efímera salida a la
palestra (Unión Nacional) de la clase media de productores y
comerciantes (las llamadas clases neutras). Es obvio que
lo que se llama regeneracionismo es sólo un aspecto
del movimiento de regeneración y la denominada
literatura regeneracionista una manifestación
particular de dicho movimiento. En primer lugar, no debe olvidarse
que los escritores de la Restauración se plantean siempre el
problema de España, que no es para ellos un descubrimiento
de fin de siglo; por la regeneración de España obra
activamente, como hemos dicho, la corriente liberal-progresista y
la acción cultural de Clarín es un buen ejemplo de
voluntad de regeneración. Por otra parte, la
cristalización de la etiqueta sobre la protesta de las
clases neutras y sobre la literatura regeneracionista,
oculta la participación (no del todo clara, es verdad) en la
protesta de la gente nueva (Maeztu, Martínez Ruiz,
etc. -Maeztu, 1977:
págs. 255-25-) y sobre
todo deja de lado la actuación seria y responsable de
quienes (como Giner, Posada, Altamira, Clarín...) «sostienen -repetimos la frase de J. M. Jover
Zamora- la tesis del Estado democrático, liberal y de
derecho»
, un Estado en el que impere una
ética.
En cuanto a las obras de la literatura regeneracionista, sólo tienen en común el superficial aspecto homogeneizador que les confiere la forma del ensayo y el complejo núcleo de frustraciones que las informa. Pero cada autor analiza la situación y propone soluciones en función de las propias orientaciones ideológicas. En lugar de considerar esta literatura como un conjunto particular ¿no sería más exacto y más aclarador enfocar el estudio según las orientaciones ideológicas de cada uno? Así podría ensancharse el campo e integrar en la corriente regeneracionista a las otras personalidades representantes de otras orientaciones que, a consecuencia de las cristalizaciones clasificadoras, quedan excluidas. No hay nada común, en efecto, entre La moral de la derrota (1900) del republicano Luis Morote, para quien no hay solución fuera del parlamentarismo y Del desastre nacional y sus causas (1900) del tradicionalista Damián Isern. ¿Por qué serían más regeneracionistas las estridencias y vituperaciones de Macias Picavea que las respuestas reflexivas de Clarín, Altamira...? El debate queda abierto.
Clarín no
ha publicado ningún tratado regeneracionista, pero
sí muchos artículos que podrían reunirse bajo
el epígrafe: «La
regeneración de España, según Clarín:
regeneracionismo cultural contra regeneracionismo
hidráulico»
(título que hemos elegido para
encabezar un capítulo de Clarín
político-Véase: Texto II).
Él
también hace un balance de la situación, en el que
pone de relieve los vicios de una sociedad corrompida por el
sistema político y social de la oligarquía que ha
institucionalizado la inmoralidad (el caciquismo) para usurpar la
soberanía popular. Denuncia incansablemente (como siempre)
el falseamiento de la vida de la nación, gangrenada por una
administración corrompida y un espíritu de cuerpo que
perjudica gravemente el funcionamiento de las instituciones. Hasta
tal punto que frente a la crisis se manifiestan en el
ejército asomos peligrosos de cesarismo o de
boulangismo en las personas de Polavieja o de Weyler,
«militarotes»
aplaudidos
-escribe Clarín- por unos irresponsables que ven en ellos
los posibles salvadores de España. Hasta la Iglesia
católica demostró durante la guerra que daba la
espalda a lo que había de ser su misión,
olvidándose del Evangelio, desconociendo la tolerancia y la
caridad. Todo ello, le hace concluir, en 1897: «Nuestra decadencia moral es evidente»
(La Publicidad, 9-II-1897; Lissorgues, 1989:1,
págs. 418-421).
Pero debajo de esa
costra de inmoralidad, debe de vivir ahogada y olvidada, una
España auténtica, la España liberal y
progresista que no se debe confundir con la de «nuestros miserables reaccionarios, feroces,
injustos, necios, ignorantes, ni con nuestros lamentables
gobiernos»
. Esa España, es la que anda buscando
Joaquín Costa estudiando afanosamente la vida del pueblo, el
del campo principalmente, y la que intuye Unamuno en la
intrahistoria. Pero Costa pasa a la política activa, a la
«praxis regeneracionista»
sin
plantearse claramente el problema del poder, el problema del
gobierno, tal vez porque desconfía de la posibilidad de
enmendar el Estado... Para Clarín, al contrario, lo primero
es procurar un saneamiento de la política que permita una
moralización de toda la vida española. A sus ojos, la
cuestión política es primordial. España debe
darse cuanto antes un gobierno sano, una república
moralizada, porque es inútil obrar por la
regeneración de España si primero no se purifica a la
nación. Por supuesto, esa república, a la que
Clarín da una forma coherente (Véase: Lissorgues, I,
1989: págs. 80-81) y que
es el tipo de gobierno por el que abogó siempre (sin
Castelar en los años juveniles y, después, con
Castelar y el posibilismo), es un sueño (que, sin
embargo, será realidad unos treinta años
después...). De momento, hay que luchar en el campo mismo de
la soñada república, contra los egoísmos
compartimentados y antagónicos: el de las clases
«neutras» y el de la clase obrera. En todas encuentra
Clarín una misma mentalidad regida no por principios
superiores, sino por las tendencias primarias de un utilitarismo y
de un materialismo de corto alcance. Ya sabemos que si se opone al
materialismo socialista, hace un sincero esfuerzo para comprender
una ideología que va en contra de su ideal liberal, pero
cuyo carácter ético le sorprende y le fascina.
De 1898 a 1901
Clarín lucha con vehemencia contra el utilitarismo
burgués que le da asco, contra la agitación de las
impropiamente llamadas clases «neutras»
o «productoras»
. Lo peor es que esta
«clase» pretende regenerar a España, es decir,
quiere que la regeneración se haga en provecho suyo:
«una clase que no oculta que va ante
todo a defender sus propios intereses y no lo oculta porque cree
ingenuamente que sus intereses son los mismos de la
nación»
(La Publicidad, 15-1-1899;
Lissorgues, 1989: I, págs. 478-483). Una clase que
«toma el país por un
almacén»
(Véase el «cuento»
El regenerador, en Vida Nueva, Almanaque de 1899;
Lissorgues, 1989: 1, págs. 478-483).
Clarín
denuncia con fuerza a esos regeneradores utilitarios, «hidráulicos»
, que reniegan de
idealismos y espiritualismos. «Hay que
cerrar con doble llave el sepulcro del Cid para que no vuelva a
cabalgar»
, dice J. Costa y Clarín (que no entiende
bien el sentido que Costa da al lema) contesta que ni el Romancero
del Cid o de Bernardo del Carpió ni «el idealismo de la raza»
tienen la
culpa de la decadencia actual de España. Tampoco puede
aceptar el slogan «menos doctores
y más industriales»
. El mal de que padece
España es que «faltan
industriales y doctores»
(Lissorgues, I, 1989:
págs. 483-491). La
verdadera regeneración, para él, debe atender primero
a los valores culturales. Las actividades fabriles y los estudios
de carácter práctico son necesarios pero «no a costa de los estudios desinteresados y
liberales que son la base de los primeros»
. «Si queremos una Beocia bien constituida...
encarguemos las Doce Tablas de nuestra regeneración... a un
tenedor de libros»
(La Publicidad, 15-1-1899;
Lissorgues, I, 1989: págs. 473-478).
Cuando, a
principios de 1900, las Cámaras de Comercio y la Liga de
Productores se juntan para formar la Unión Nacional,
Clarín combate de frente ese conglomerado de ambiciones
varias y de intereses encontrados, en el cual germinan ideas que
luego se aplauden como slogans: «revolución desde arriba»
,
«cirujano de hierro»
,
antiparlamentarismo, desprecio por lo intelectual y por lo
cultural. Clarín intuye el peligro que está en germen
en ese primer balbuceo de una ideología caracterizada por
sus elementos de negación. En un artículo de 1899,
titulado «Pedantería» (El
Español, 17-VIII-l 899), subraya primero el peligro que
representa la poderosa corriente que en el extranjero «maldice de la pura intelectualidad, del
espíritu conocedor y busca la acción por la
acción, la acción que es la vida»
(la
cursiva es nuestra). Luego, tras hacer la crítica del
capítulo «Del pedantismo» de Los
Ensayos de Montaigne porque el autor para probar la inutilidad
del saber pedantesco, llega a hacer «la
apoteosis de la fuerza a costa del entendimiento
cultivado»
, termina diciendo que esta confusión en
que cae Montaigne «es hoy cosa corriente
entre nosotros y favorece no poco la audacia y las irreverentes y
desfachatadas demasías de muchos técnicos de la
práctica, que ofrecen como título, casi, casi para la
dictadura su propia ignorancia»
(también es
nuestra la cursiva).
Para resumir: la regeneración exige primero y a corto plazo el saneamiento de la vida política, un gobierno realmente democrático, luego, la regeneración profunda sólo puede conseguirse por la propagación de la instrucción y de la educación. De todas formas, el regeneracionismo «hidráulico», absolutamente necesario, debe estar siempre supeditado al regeneracionismo cultural y moral.
Como hemos dicho,
en la última década del siglo, se agudiza el problema
del regionalismo, sobre todo por la fuerza que toman las
reivindicaciones catalanas que, según pasan los años,
aparecen a algunos liberales como pretensiones poco conformes con
el interés nacional, más aún cuando asoman
ciertas tendencias separatistas. Clarín denuncia en la
prensa lo que juzga «fanatismo de
campanario»
, «espíritu
de clan, de tribu»
. El problema es grave porque lo que
está en juego es el equilibrio mismo de la nación
que, para nuestro autor es sagrado patrimonio moral y espiritual.
La cita siguiente, elegida entre muchas de igual sentido, que
Clarín dirige como advertencia a los que pierden la
conciencia de las responsabilidades, resume bien su
posición: «¡Ojo, y ojo, y
ojo! El espíritu de reivindicación política,
intelectual, literaria, etc.
de la región, de la provincia, es justo y provechoso cuando
se encierra en los límites que no dañan a otros
intereses superiores. Pero tiene grandes peligros entregado al
egoísmo de los señores del quiero y no
puedo, de los ratés de pueblo, de los fanáticos y
exclusivistas. Y lo peor que tiene la tendencia de reacción
contra los organismos superiores es que, mal entendida, es la forma
más funesta de retroceso, porque, por lo menos, aunque de
lejos, camina en dirección de la vida
troglodítica»
(La Publicidad, 3-II-1896;
Lissorgues, 1989: I, n.° 2,
pág. 282). Los «intereses superiores»
son una
conquista de la historia y cualquier intento, cualquier
teoría, que lo ponga en tela de juicio, es un retroceso, un
atentado a la modernidad. Por ejemplo, en 1893, a pesar del gran
respeto que le merece la personalidad de Pi y Margall, «persona dignísima, verdadero hombre de
talento»
, hace chacota de su ideal federalista: «El Sr. Pi y
Margall quería hace treinta años [...] que
España se descuartizara para que cada miembro pensara
después si le convenía o no volver a juntarse con los
compañeros o entregarse a la vida del protozoario. Pues
bien, el Sr. Pi, en 1892, sigue
pensando lo mismo de la necesidad de hacernos
añicos»
(Las Novedades, 10-III-1893). Y
sin embargo, si Clarín rechaza, como rechazó siempre
el federalismo, comparte, y compartió siempre, con Pi el
principio de la autonomía regional que es -escribía
en 1876- «la única
solución posible de ciertas cuestiones concernientes a las
personalidades jurídicas y sus relaciones de
coordinación y subordinación»
(El
Solfeo, 29-V-1876). La cita es de 1876, y en 1896, declara:
«nunca he dicho nada contra el
regionalismo... armónico, contra el que no niega los
círculos mayores que le corresponden»
(La Publicidad, 7-III-1896; Lissorgues, 1989: I,
págs. 275-281).
Clarín defiende (y bien podemos emplear el presente) el
principio, para él, intangible de la unidad nacional; pero
no se trata de un jacobinismo cerrado. Al contrario, pues «la centralización absorbente que han
inventado el cesarismo, el despotismo y la
reacción»
es causa de los graves males de la
patria: el caciquismo y todos esos tentáculos del poder
central que hacen que «las provincias se
encuentren en situación de territorios
colonizados»
(Alas, 1881: pág. XLX). Y todavía en 1900,
piensa que «el marasmo»
y la
platitude de
la vida «que se observa en muchas
regiones se debe a la acción deletérea de la
centralización»
(La Publicidad,
25-II-1900; Lissorgues, 1989:1, pág. 293).
En 1880, en el
Prólogo a La lucha por el derecho
formulaba lo que iba a ser su doctrina intangible, a saber la
necesidad de encontrar un equilibrio entre las varias
autonomías y el poder central, pues «si predomina la autonomía regional o
municipal, la nación se disuelve»
y «si la autonomía nacional es la que ante
todo se procura hay absorción, hay centralismo»
(Alas, 1881: pág. LVII).
Por eso, después de 1890, le parecen exageradas las
pretensiones de ciertos regionalismos y lo dice, y a veces con el
tono despreciativo que suele emplear para censurar a las
medianías presumidas: «No hay
razón para que, por amor a Galicia, a Cataluña, a
Valencia, a Asturias, etc.,
pasen por cuartos los que, en la cotización de las letras
nacionales (no madrileñas) no pueden ser más que
ochavos»
(Las Novedades, 22-X-1896). Pues, dice
en otro artículo, hay que tener mucho cuidado con «cierta clase de regionalistas que en
Cataluña, como en Galicia, como en Asturias trabajan
pro domo
sua»
(La Publicidad, 3-II-1896;
Lissorgues, 1989:1, n.° 2,
pág. 282).
La polémica abierta (con notabilidades catalanas, como Prat de la Riba en 1896 y ulteriormente con la juventud literaria de Barcelona) esencialmente sobre la importantísima y peliaguda cuestión de la lengua catalana es otra cuestión palpitante y una polémica... que no cesa. Nos limitaremos a señalar los dos polos opuestos de la polémica:
- Dicen las Bases de Manresa, 1892, base 3: «La lengua catalana será la única que con carácter oficial podrá usarse en Cataluña y en las relaciones de esta región con el poder central».
- Contesta Clarín a Prat de la Riba: «[...] el francés (el que salió del dialecto de la Isla de Francia) y el italiano-toscano y el español-castellano son lenguas que han empezado como dialectos provinciales, pero han prevalecido por causas políticas sobre los demás dialectos provinciales. El catalán está entre los dialectos que no han prevalecido. ¿Podrá negar esto el Sr. Prat? En ese sentido, es dialecto el catalán. Pero ¿se le puede confundir con los dialectos no literarios que mueren por falta de cultivo, como v. gr. va muriendo nuestro bable? No [...]; en este sentido el catalán es lengua, porque se cultiva con esmero y amor y eficacia... pero las leyes de la realidad política conspiran contra su longevidad, contra su extensión geográfica... y contra su morfología, relativamente original (¡Si se fueran a ver los castellanismos de los modernos catalanistas!...)».
A «la porción de cosas feas»
que
le dirige un periódico de Reus, el Somaten,
Clarín, dirigiéndose a esos «separatistas de campanario»
,
contesta: «Yo confieso que por culpa de
mi ignorancia el catalán me suena (a mí
¿están Udes.?) a un
francés demasiado español o a un español
demasiado... francés»
(La Publicidad,
3-II-1896; Lissorgues, 1989: I, n.° 3, pág. 283).
A pesar de todo, a
pesar de la lengua que sigue siendo un obstáculo insalvable
a la difusión «natural» de las obras en
catalán, Clarín, que reconoce que debe a los
catalanes más de lo que les podrá dar en su vida,
confiesa varias veces su admiración por la literatura
catalana abierta a las grandes corrientes europeas y «saludablemente influenciada por las modernas
humanidades francesas»
(Sotelo, 1988: págs. 47-70)-(Véase:
Texto III).
Cuando se
manifiestan asomos de separatismo, el tono es el de la condena sin
apelación pues «no hay vilipendio
bastante para el separatismo»
(Heraldo,
11-VIII-1899; Lissorgues, 1989: I, págs. 284-289). El separatismo,
tanto el catalán como el cubano, «es un crimen de leso patriotismo»
que, en el caso de Cuba, justifica la guerra. Clarín no
enfoca nunca el problema -éste como los demás-
según la perspectiva de los intereses económicos,
porque tiene una concepción de la nación, de la
sociedad y del Estado principalmente «esencialista»
, principalmente
idealista. El error de ciertos regionalistas, el crimen de los
separatistas, que se portan como ruines «tenderos de ultramarinos»
, es que no
ven que «el Estado nacional no tiene
más contenido que la esencia de sus componentes, y que por
esto es interés del Estado general lo mismo que el
regionalismo inorgánico suele creer privativo de su
región»
. «La verdadera
autarquía de la Nación exige que el Estado nacional
penetre en esa misma esfera provincial o municipal, no para usurpar
atributos del órgano particular, sino para desempeñar
allí, como en todas partes, funciones de la general, para
llevar a cada órgano lo que por sí no tiene y es
función del todo el organismo de cada parte»
(La Publicidad, 4-XII-1899; Lissorgues, 1989: I,
págs. 291-292). Para
nuestro autor, el Estado y la sociedad son un conjunto
orgánico en el que las partes están jerárquica
y solidariamente vinculadas al todo, pero no según un puro
sistema mecánico, como afirman ciertos positivistas; lo que
da vida al conjunto es un principio espiritual, «esencial de la vida política»
,
que une la esencia de las partes con el todo y la esencia del todo
con las partes. La Nación es esta misma esencia, o sea,
según la concepción de Renan, la Nación
«es una gran solidaridad constituida por
el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de los que
aún se está dispuesto a hacer»
(Qu'est-ce qu'une Nation?,
1882). La Nación es un alma.
Encontramos de
nuevo ese organicismo armónico, idealista, de origen
krausista, que es el fondo del ideal social de Leopoldo Alas, el
que encontramos cualquiera sea el problema particular que se
considere. A partir de él, se enjuician los problemas
sociales, es decir, que a partir de ese ideal se mide la distancia
entre lo que es (captación y eventualmente
representación de la realidad) y lo que debería (o
debe) ser. La conciencia de esa distancia puede llevar al
desaliento, pero nunca al desengaño y a la abulia.
Clarín no renuncia nunca; siempre opone a las adversidades
colectivas la fuerza de convicciones que dimanan de las grandes
«ideas-madres»
(hoy decimos
«ideas legitimadoras»): cristianismo, Nación,
«hombre».
Estas ideas son
también sentimientos y el conjunto suscita una
adhesión total. Por ejemplo, la lectura del libro de
Víctor Ordóñez sobre la Unidad
católica, le hace ver como una evidencia (lo que
sabía ya) que el cristianismo es una de las raíces
ontológicas de la Nación española, y le hace
sentir, por poética intuición, como todo su ser de
hombre del siglo XIX está en relación
ontológica con «el catolicismo...
como obra humana y como obra española»
(Alas,
1991: pág. 188). La
«idea madre»
de Nación
entra en el campo de la poesía, es decir, de las
percepciones intuitivas...
Lo que está
claro es que, cuando a consecuencia de la crisis cubana se
exacerban las reacciones, Clarín combate en dos frentes,
contra, primero, lo que podemos denominar nacional-catolicismo y,
por otra parte, contra lo que él llama el
supernacionalismo. A partir de 1895, denuncia, a veces con
suma violencia, el «nacionalismo
estrecho que cree que la patria es primero que todo; primero que la
caridad, que la humanidad, que la verdad, que la justicia, que la
religión, que el ideal, que el progreso»
(La
Publicidad, 25-II-1900; Lissorgues, 1989: I, pág. 296). Para él, es una
resurrección pagana a la que contribuye buena parte de la
jerarquía católica. En cuanto al
supernacionalismo que es cosa de unos pocos intelectuales,
catalanes los más, es, según Clarín, «un pretexto para querer abandonar a
España en los días de sus tribulaciones»
y
una manifestación de «egoísmo soberbio y de formas
sexquipedales»
. En realidad, puede suceder que «la decantada superioridad de ese
supernacionalismo sea un sueño de la vanidad, una
copia de lecturas indigestas, un espejismo más, de los que
el pobre snob
padece»
(Ibid.).
Parecida condena
-y será aquí digresión- le merecen los que por
afán de superficial y falso cosmopolitismo, imitan las modas
de París y producen «poesía de sinsonte disfrazado de
gorrión parisiense»
. «Son lo menos digno de imitación las
locuras de algunos decadentes franceses, que quieren suplir el
ingenio que Dios les ha negado con ridículas
contorsiones»
. Durante los últimos años de
su vida, Clarín la emprende siempre y cuando se presenta la
ocasión, es decir, cuando algún poeta (americano, las
más veces) revela su afición a las modas de
París, contra «la plaga
decadentista, esa perversión del gusto y de la
moral»
(Las Novedades, 20-IX-1894). La
digresión vale para mostrar que, para nuestro autor, no todo
lo que viene de fuera es bueno y provechoso.
En cambio, afirma
que es un deber contribuir a aumentar el caudal nacional de
conocimientos, adaptando con discernimiento las nuevas ideas serias
que nacen en las naciones más adelantadas. La
adaptación y la asimilación de lo nuevo provechoso
depende también del medio receptor, demasiado débil a
veces para aguantar el injerto. ¿Qué sucedió
con la importación del naturalismo? «Con excepción de muy pocas personas, el
tal naturalismo ha servido a los escritores españoles para
demostrar ignorancia, pasión ciega, imprudencia temeraria,
pedantería y orgullo»
(Alas, 1987: pág. 49). En lugar de arredrarse, el
crítico y el intelectual deben trabajar incansablemente para
difundir ideas y abrir conciencias. A eso tiende toda la labor
periodística de Clarín. En La Ilustración
Ibérica, pone en práctica el
«Proyecto» de un ensayo de crítica popular
(cuyos capítulos se publican por entregas del 19 de abril a
24 de noviembre de 1886), pues cree que, de la misma manera que
algunos escritores consagran su trabajo en popularizar el
tecnicismo de las artes y los resultados de las ciencias
principales, «se puede y yo creo que se
debe popularizar la literatura»
. Quiere dar a conocer a
autores poco conocidos del pueblo español, autores griegos y
latinos pero sobre todo «franceses,
ingleses, italianos, rusos, alemanes, americanos, etc.»
, para permitirle al pueblo
«depurar los propios sentimientos,
ejercitar sus potencias anímicas todas, y aumentar el caudal
de ideas nobles y desinteresadas»
(Ibid.). En un arranque casi lírico,
exclama: «Venga el aire de todas partes,
abramos las ventanas a los cuatro vientos del
espíritu»
. Pero no es sin previa
reflexión de lo que es realmente España y sobre
cómo deben entrar y adaptarse las nuevas ideas. La cita
siguiente es cifra y compendio de la posición de
Clarín acerca del problema que unos años
después Costa y Unamuno llamarán «europeización»
; con motivo de
justificar el estudio de las literaturas extranjeras, escribe:
«considerando, ante todo, que el
pensamiento vive fuera de España hoy una vida mucho
más fuerte y original que dentro de casa; viendo
imparcialmente, aunque sea con tristeza, que lo más actual,
lo más necesario para las presentes aspiraciones del
espíritu, viene de otras tierras, y que lo urgente no es
quejarnos en vano, sino procurar que esas influencias, que de todos
modos han de entrar y conquistarnos, penetren mediante nuestra
voluntad, con reflexión propia, pasando por el tamiz de la
crítica nacional que puede distinguirlos, ordenarlos y
aplicarlos como se debe a los pocos elementos que quedan del
antiguo vigor espiritual completamente nuestro»
(Ibid., pág. 18). ¿Se adelanta
Clarín a Unamuno y a Costa? La pregunta no tiene gran
sentido, ya que siempre tuvo el autor de La Regenta la
misma posición frente a las ideas nuevas. Buen ejemplo es la
defensa y la adaptación española del
naturalismo...
En 1894, Clarín es quien propone la creación en el extranjero de colonias de investigación científicas para estudiantes y profesiones españoles para facilitar la necesaria asimilación de los adelantos científicos extranjeros, anticipando (y desde luego preparando) lo que será en 1907 la Junta para Ampliación de Estudios (El Globo, 31-III y 23-IV de 1894; Lissorgues, 1989: II, pág. 97 y 108-116).
Pero, durante la última década y cada vez más, conforme pasan los años, lo que Clarín busca fuera de España es ante todo autores, textos, ideas, que conforten su aspiración metafísica, religiosa, ideal...
Esa
implicación en todos los aspectos de la vida española
en crisis del fin de siglo explica (si no justifica) la
posición siempre negativa de Clarín frente a los
movimientos de renovación poética, que, a sus ojos,
no encuentran salvación. Son, para él, flores
artificiales importadas desde París en los países
Hispano-Americanos primero y luego a España. No insistiremos
porque la posición de nuestro autor es bien conocida y sobre
todo porque hay poco que decir ya que el crítico
Clarín no entra en esa poesía y se limita a hacer
irrisión de algún giro atrevido o de algunas de las
extrañas voces que esmaltan esos «pórticos»
o esas «guirnaldas»
. Sólo se salva
algún tanto Rubén Darío, pero ya muy tarde, es
decir, después de recibir su buena tanda de calificativos
poco amables («sinsonte»
,
«gorrión
parisiense»
...), y tal vez por haber alabado a Castelar.
El sentido ético de Alas (como el de Unamuno) no puede
aceptar ese arte frívolo y desconectado de la vida,
producto, según él, de una voluntad de escapar de las
tristes realidades del mundo. Es literatura que sólo quiere
expresar emociones, sensaciones y de ningún modo ideas (de
«poesía gaseosa»
, la
califica Unamuno), una literatura vuelta hacia dentro. En
Clarín, el yo altruista, siempre abierto a lo de
fuera para comunicar y dialogar con los demás
espíritus, para entrar en simpatía honda, espiritual
con sus personajes creados, con Baudelaire, con el ateo Leopardi,
con San Francisco de Asís, con Zola, poeta de La Terre, etc., no puede aceptar que el escritor se
aparte para el goce egoísta del arte; menos aún en
los «momentos solemnes»
de la
historia, pues entonces, la poesía del bel canto «puede convertirse hasta en un crimen»
(La Publicidad, 14-V-1890).
Quiere, como
siempre, un arte «inmerso en las mesmas
aguas de la vida»
que dijo Santa Teresa y dirá
Antonio Machado al apartarse de la seducción modernista. El
arte de la representación de la realidad humana y social, el
arte de la novela que ha contribuido a plasmar con los otros
escritores de la Restauración y del que ha sabido sacar y
expresar, él más que nadie, una verdadera
estética, firme y abierta, no sólo le parece siempre
adecuado, sino la única respuesta artística a la
situación histórica del fin de siglo. No puede
sorprender que siga defendiendo el naturalismo, su
concepción no exclusiva, abierta, del naturalismo, pues
piensa que esa orientación que ha traído al arte
literario muchas verdades y legítimos procedimientos no ha
dado todavía todos sus frutos. «Lejos de estar hartos de exactitud
científica -escribe en 1890-, de novela sabia, estamos muy
necesitados de todo lo que sea reflejo literario de la cultura
general»
(La España Moderna, XV-XVI,
marzo-abril, 1890; Alas, 1991: pág. 162). El naturalismo
español, el de Clarín, no fue nunca una doctrina
exclusiva, por eso sin abandonar ninguno de los adelantos
temáticos y «técnicos» que
representó en su tiempo de auge, cuando se escribían
La Regenta, Fortunata y Jacinta, Los pazos de
Ulloa, puede dejar que «otras
pretensiones, nacidas de otras necesidades del espíritu
libre tomen posesión de la parte que les pertenece en la
vida del arte»
(Ibid.). Es indudable,
sin embargo, que los escritos de Clarín correspondientes a
la última década, traducen cierta
desorientación que contrasta con la firmeza y el dinamismo
(conquistador) de las concepciones anteriores. Igual sentimiento
expresa Pérez Galdós en algunos textos, sobre todo en
su discurso de recepción en la Real Academia (1897).
«La sociedad presente»
no es
exactamente lo que, en 1870 deseara que fuera; la hegemonía
de la clase media fue un mito, y ahora «la volubilidad»
de las cosas sociales
dificulta la observación y el verdadero trabajo del
novelista realista, a no ser que éste se fije más en
lo que cambia menos, en el hombre, en el hombre esencial. Tal
parece ser, efectivamente, el giro que Galdós da a su arte a
partir de Realidad. Es la primera manera en el
Galdós realista de adaptarse a los tiempos y lo patentiza
Clarín escribiendo que Realidad es novela
principalmente psicológica, que va «de espíritu a
espíritu»
. La primera manera, pues,
Ángel Guerra, Nazarín,
Halma... representarán la segunda, menos realista.
Y su único hijo, por encima de sus complejidades y
ambigüedades, a pesar de su forma insólita (alguien
dice moderna) ¿no es expresión ya de otro realismo,
el que supedita la realidad a una idea superior capaz de redimir al
hombre en su esencialidad? (La paternidad, como idea, como idea
divina, redime la vida de Bonifacio).
Es decir, que ante los trastornos o la «volubilidad» del entorno, vacilan las certidumbres en la inmanente evolución hacia la mítica y deseada armonía, y se impone la necesidad de una idea madre (otra idea-madre, menos inmanente, más espiritual), es decir, que se impone con más fuerza que nunca la necesidad de una trascendencia que dé un sentido a la existencia (Con más fuerza que nunca, pues para Clarín la existencia tuvo siempre su núcleo de esencia... divina-Lissorgues, 1983).
Además, la
última década del siglo es, para nuestro autor, una
década más de vida o, más bien, son diez
años menos. Efectivamente, la idea de la muerte, de la
vejez, cada vez más presente en sus escritos, orienta su
reflexión hacia la metafísica y explica que las
preocupaciones espirituales vayan cobrando cada día
más importancia. La nota elegiaca va impregnando sus
escritos; cuando se da cuenta del envejecimiento de hombres de tan
robusto talento como Valera, Pereda, etc.: «Cuando
falten Valera, Campoamor, Balart, Castelar, ya viejos del todo, y
Núñez de Arce, Galdós, Pereda, que no andan
lejos de la vejez ¿qué será de
nosotros?»
(Las Novedades, 19-III-1896); cuando,
ve que en Madrid las figuras conocidas o amigas han desaparecido de
los espacios indiferentes e iguales, y ve en el rostro del viejo
profesor un reflejo suyo, anticipado (véase el
cuento Reflejos). Su sensibilidad se hace más
aguda, más atenta al sentimiento, al sentir, a las
vibraciones del alma, a la música, a la poesía de
Balart, a la poética tristeza tan entristecedora de la
novela La
Terre de Zola.
Pero de este buceo
en el fondo del alma y en el fondo de las almas, que hace tan
conmovedores algunos de los artículos de la serie
Lecturas y los de Siglo pasado, tan conmovedores
los cuentos de El Señor... y de Cuentos
morales, sale el pensamiento no sólo enriquecido sino
vigorizado. Con pleno conocimiento de causa, Clarín sigue
avanzando por los caminos de la existencia: en 1895 confiesa que
«sigue naturales impulsos que la edad
imprime en quien llega a la mía»
y sabe, y afirma,
que esos impulsos le orientan hacia «la
idea del Bien, unida a la palabra que le da vida: Dios»
(Alas, 1972: pág. 8).
Firmeza de
pensamiento es, como hemos visto, encararse con todos los problemas
sociales y lo es también seguir defendiendo las bases
fundamentales de la estética naturalista: la
observación, la experimentación (la
composición) y sobre todo esa «biología artística que
es la principal ley del naturalismo en la
composición»
(véase: Sobejano 1988,
págs. 597-605). Ahora
bien, Clarín observa y lamenta que esa imitación en
la novela «de las formas probables de la
vida»
se respete menos en las obras de Zola posteriores a
Pot-Bouille,
donde se manifiesta una tendencia a la abstracción, al
simbolismo, hasta llegar con L'Argent, Lourdes..., Travail a lo que llama novelas de
conceptos o a obras «que si no
son de tesis, tienen algunos inconvenientes que a las de
tesis perjudican»
(Alas, 1991: pág. 108). Clarín analiza esas
novelas de Zola de modo pertinente (según su punto de vista)
y explica la heterodoxia naturalista de la novela de
conceptos, pero no se plantea verdaderamente el problema
de la inflexión de la obra de Galdós, después
de Realidad, tampoco se interroga sobre esta idea fuerte,
legitimadora, que germina, de golpe, en el débil
espíritu de Bonifacio. La irrupción de la imagen de
Cristo en Ángel Guerra, Nazarín,
Halma, su presencia latente en Misericordia no
puede ser fortuita. La realidad observable, ya no se basta a
sí misma, necesita un «suplemento
de alma»
, un alma... añadida. Y ese suplemento de
alma es la respuesta del novelista a esa realidad del mundo que en
cierto modo se ha vuelto hostil ya que se resiste a la
dominación del narrador. El hombre interior, con sus
«universales del sentimiento»
,
con sus dudas íntimas y sus íntimas creencias, es
menos deleznable que el positivo mundo exterior, siempre presente,
es decir, nunca olvidado. En 1900, en el Prólogo a
Resurrección de Tolstoi (Véase:
Texto IV), Clarín con extraordinaria
lucidez capta el fenómeno: «Fenómeno bastante general en nuestros
días, y acaso signo de los tiempos, es el de aficionarse
notables artistas de la pluma a la parte útil, noblemente
interesada de los asuntos que tratan, y convertirse en
sociólogos, en moralistas, etc., directamente, escribiendo, sin el
auxilio de una fábula, de aquellas materias que en la vida o
en la idea les interesan, o haciendo que en sus ficciones
artísticas predominen la tendencia, la tesis, la doctrina,
el apostolado»
(En Lissorgues, 1989: II,
pág. 216).
Sólo
Tolstoi, según Clarín, consigue escribir la novela
«realista» a la altura de los tiempos, porque en
él «hay algo muy superior al
sociólogo y que está al nivel del artista:
el apóstol, el hombre religioso lleno de
unción»
(Ibid.). Así es
más poeta, más artista que nunca, sin querer «porque la gracia que Dios ha querido llevar a
su corazón, también la derrama sobre su
arte»
. Tolstoi, como Clarín, «no niega el mundo natural»
, pero
«sostiene que lo sustancial en nuestra
vida, lo que no es engaño, apariencia, y en definitiva
dolor, es el olvido del yo para dedicarnos al bien de los
demás»
(Ibid., pág. 219).
Es lo que
llamábamos atrás yo altruista. Yo
altruista que a la gente nueva debía de
parecerles una antigualla, una ingenuidad, cuando la nueva
epifanía fue «no hay más
realidad que la imagen, ni más vida que la
conciencia»
(Martínez Ruiz [1902], 1968:
pág. 74).