PRÓLOGO
Resurrección es, ante todo, un libro edificante;
como El Evangelio, como El libro de Job, como el
Kempis, como la Vida de San Francisco, como las
Obras de Santa Teresa. Los misticismos literarios pasan,
son una moda y pasan; el entusiasmo por una literatura
exótica, nueva, pasa; pero la piedad sincera, real,
humilde, seria, queda; y los grandes maestros piadosos del arte,
quedan.
Tolstoi estuvo de
moda cuando Francia, y en pos de ella, otras naciones,
descubrieron el genio literario de Rusia; pero este
prurito pasó, dejó de ser novedad. Y Tolstoi queda,
con una actualidad constante; su genio sigue
imponiéndose a la atención del mundo intelectual, y
sus ideas y sentimientos piadosos triunfan con él, y
permanecen, llamando con la voz del arte a los buenos corazones. En
la noche serena, estrellada, las chispas de un cohete se confunden,
allá en la altura, por un momento, con los astros. Pasa la
hora de la fiesta, mueren los fuegos de artificio, pero las
estrellas, que parecían como aquellas chispas, siguen
brillando.
Tolstoi, su idea,
su arte, su apostolado, nada tiene que ver con pasajeros alardes de
dudosos misticismos, que suelen tener de sinceros lo que tienen de
enfermizos.
Si me preguntan
por el argumento material de Resurrección,
tendré que narrar, en resumen, algo que recuerda La dama
de las Camelias, que a su vez parece, en el argumento, un
plagio de un drama japonés titulado Kami
ya-Giyé. La cantatriz O'haré es la querida de
Giyé, que quiere volver a estos amores, darles dignidad; el
padre de Giyé interviene y consigue el sacrificio de
O'haré, que se hace despreciar de su amante para que
éste la abandone. Lo mismo que en La dama de las
Camelias.
En
Resurrección, Neldindoff, que sedujo a la Maslova,
cuando la encuentra prostituida, condenada a trabajos forzados,
quiere reparar su falta, redimir a su víctima,
siguiéndola a Siberia, ofreciéndole su mano; pero la
Maslova se sacrifica también, oculta su regeneración
interior a Neklindoff, le oculta su amor y le declara que prefiere
quedarse en Siberia unida a otro hombre, a Simonson.
Pero... no es esto
Resurrección. Es un libro de moral, como hay varios
en la Biblia, escrito sin propósito principalmente
artístico, por un gran artista... que, sin querer, produce,
ante todo, una obra maestra de arte.
Tolstoi es, antes
que nada, un gran artista, mal que le pese. No importa que
él, en libros recientes, llegue casi a desdeñar el
arte. Cuando, con fines que no fueron seguramente de mero amante de
la belleza que quiere crearla porque puede, determinó volver
a escribir una gran novela, no se propuso, de fijo, demostrar que
era el mismo novelista admirable, poderoso de La guerra y la
paz y de Ana Karenina. Pero lo que probó,
desde luego, con Resurrección, fue eso: que
seguía siendo el artista de la suprema habilidad.
Fenómeno
bastante general en nuestros días, y acaso signo de los
tiempos, es el de aficionarse notables artistas de la pluma a la
parte útil, noblemente interesada de los asuntos que tratan,
y convertirse en sociólogos, en moralistas, etc., directamente, escribiendo, sin el
auxilio de una fábula, de aquellas materias que en la vida o
en la idea les interesan, o haciendo que en sus ficciones
artísticas predominen la tendencia, la tesis, la doctrina,
el apostolado.
Escojamos, entre
los muchos que se ofrecen, algunos ejemplos. Zola, además de
unirse a la vida social externa de su país en
célebres y nobles campañas de actividad y fuerza,
escribe indirectamente en sus últimas obras
(Lourdes, Roma, París,
Fecundidad) con propósito docente, claro; y tal vez
perjudicando a veces al valor permanente artístico de la
novela. Bourget, que siempre pecó por tal
inclinación, produce con preferencia libros de
enseñanza directa, de doctrina y de
información. Hasta Faguet, un crítico que
solía ser en su crítica más sociólogo
que retórico, se entrega a la producción
científica inmediata, sin pretexto artístico.
En general, todos
estos literatos valen más como tales que como sabios,
sociólogos o filósofos; y sus trabajos
artísticos, en que predomina la tendencia, la doctrina,
salen perdiendo, literariamente, con este exceso.
De Tolstoi
también se ha dicho (por ejemplo, nuestra ilustre Pardo
Bazán y el simpático Mr. Berenger) que valía
más como poeta, como novelista que en cuanto
sociólogo. También podrá ser verdad.
Pero en Tolstoi el
artista no ha perdido nada, por culpa del sociólogo. Y
además, en Tolstoi hay algo muy superior al sociólogo
y que está al nivel del artista: el apóstol,
el hombre religioso lleno de santa unción.
Parecía,
que después de haberse entregado con tan sincero fervor a
sus ideas y experiencias de propagandista sui generis, de pedagogo singular, de
cristiano independiente; después de haber relegado, dentro
de su ánimo, a secundario lugar sus facultades de novelista;
Tolstoi, al volver a escribir una gran novela de
empeño, con fines, sin duda extraños, y para
él, superiores al arte, había de mostrarse en
decadencia, inferior al autor, mucho más joven y menos
tendencioso (aunque siempre mucho), de La guerra y la paz
y de Ana Karenina. Sin embargo, no ha sido así.
Resurrección en interés, en fuerza
estética, vale tanto como aquellas obras maestras; y aun las
aventaja en ciertas cualidades, que justamente son de las que
suponen mayor atención al objeto artístico, a la
forma, a la composición.
En efecto, en las
antiguas obras maestras, Tolstoi llenaba páginas y
páginas sin pensar en los inconvenientes de la prolijidad;
predicaba mucho, sobre todo en la Guerra y la
paz, y a veces sobre asuntos secundarios y en que sus
opiniones particulares eran muy discutibles; por ejemplo, cuando se
deleitaba disertando en defensa de su famoso fatalismo
militar, como pudiéramos decir, si alguna vez la
palabra fatalismo pudiera aplicarse a ideas de Tolstoi.
Claro que al representar su opinión en este punto, en su
héroe ruso, el general Koutouzow, que se dormía en
los consejos de guerra; y, en ocasiones, estaba leyendo novelas,
mientras le creían estudiando un plan de campaña, el
artista nos embelesa con la poesía y profunda
observación de su estudio de carácter; pero otras
veces la lección escueta, la tesis directa
nos hace impacientarnos.
En
Resurrección nada de esto; a pesar de que el
propósito íntimo del autor es más docente,
más interesado que nunca, las digresiones
doctrinales se nos dan en dosis menores, en estilo elocuente, y
casi siempre agregadas, a los pocos renglones, a la acción
misma, de modo puramente artístico. Desde este punto de
vista, puede decirse que Resurrección es la novela
más hábil, más perfecta de Tolstoi.
Además, tampoco encontramos aquí aquella selva de
episodios, casi todos interesantes, pero que al fin complican y
detienen la acción, que se nota en las obras antes citadas.
Ahora el autor marcha ceñido al asunto, siempre
interesándonos con lo principal, puro novelista de asombrosa
sencillez siempre; sin que pierda por ello su trabajo la gran
trascendencia moral, la enseñanza profunda y sublime de que
hablaremos, aunque muy poco, más abajo.
Lo ha querido
Dios; Tolstoi cada vez más olvidado de su genio, humilde de
verdad, como buen cristiano, es más poeta, más
artista que nunca, sin querer; porque la gracia que Dios
ha querido llevar a su corazón, también la derrama
sobre su arte, piense en ello o no el artista, pues le ha de servir
de instrumento para edificar las almas con el señuelo de la
hermosura.
Es claro que el
ánimo actual del conde ruso respecto de sus facultades
literarias es análogo al que daba a comprender Lope de Vega,
cuando, si ello es verdad, al morir decía que todos sus
cientos de comedias los daba por un poco de piedad verdadera, en
aquel supremo trance.
Un día, San
Francisco de Asís, también poeta, artista a su modo,
empezó por entretenimiento, a tallar una copa de madera; y
vio que hacía primores, que tenía vocación
para el caso; y con inocentísima complacencia de santo
poeta, se recreaba en su obra; pero después temió que
tal ocupación y tal contento no fueran provechosos para el
alma... y ya no talló más que corazones de
santos.
Análoga
disposición parece ser ahora la del espíritu de
Tolstoi; y a mi ver, tal sentido tienen, en el fondo, recientes
escritos suyos en que no se reconoce todo el valor real de lo
estético, de la producción literaria particularmente;
pero que acaso más que una doctrina científica
representan el estado de ánimo del noble asceta. Sí,
un poco asceta, como han solido serlo cuantos han tomado muy en
serio el asunto de la perfección moral y religiosa. Tal vez
el ascetismo vale más que como criterio y como doctrina
rigurosos, como expediente empírico para huir de probables
tentaciones.
Y esto me trae,
como por la mano, creo, al núcleo de la doctrina, del
apostolado de Tolstoi, que en Resurrección se
manifiesta acaso con más elocuencia que nunca, pero con el
mismo profundísimo sentido de siempre.
Mucho quisiera
explicarme con suficiente claridad, para que me entendieran ciertas
gentes, acaso bien intencionadas, pero precipitadas en la
acción, y al pensar, muy superficiales.
No falta quien
quiere incorporar a Tolstoi al ejército de cierto
radicalismo exaltado, utópico, que pretende transformar toda
la sociedad por una palingenesia de carácter
apocalíptico.
Tolstoi no es de
éstos. Por lo tanto, es claro que hay que separarle de
cuantos predican la violencia, las reivindicaciones sangrientas.
Él no admite la fuerza, el dolor ajeno causado con
intención; no ya para la venganza, ni siquiera para la
defensa. Esta teoría de la no resistencia al mal,
podrá admitirse o no, pero no hay que creer que es un
arranque de sentimentalismo sin consistencia filosófica.
Extremándola mucho más, un filósofo, ruso
también, aunque profesó en Alemania, Spir, nos da su
fundamento metafísico; si bien Tolstoi no llega a las
afirmaciones del ilustre pensador citado.
Veamos la
diferencia y la semejanza. Para Spir, lo real es Dios, lo absoluto;
todo lo que no es por sí, es una apariencia. El yo,
como el individual, el yo del egoísmo pudiera
decirse, es aprensión también; ese yo no es inmortal:
lo inmoral en nosotros es lo que de nosotros se adhiere a la verdad
y al bien, que son en Dios. Lo demás es sombra. En cuanto al
mundo exterior, natural, Spir ni lo afirma ni lo niega; pero no se
lo explica. La naturaleza, para él, es inmortal. Dios no ha
hecho el mundo, que no se sabe lo que es. El hombre, sin embargo,
condicionado por el cuerpo, no debe destruirlo, sino emplearlo para
poder realizar la verdad y el bien, que es lo real.
Tolstoi no niega
el mundo natural, ni suele ahondar en el aspecto metafísico
de su doctrina; pero refiriéndolo todo a nuestro destino, a
lo que debemos hacer, sostiene que lo sustancial en nuestra vida,
lo que no es engaño, apariencia, y en definitiva dolor, es
el olvido del yo para dedicarnos al bien de los demás.
Sólo puedo ser feliz cuando no busco mi felicidad en
mí, sino en la felicidad de los demás. El mal que los
demás me hagan, no es mal -para mí-, en cambio, lo es
el que yo les haga a ellos.
Como se ve, en el
resultado moral, la doctrina de Tolstoi coincide casi con la de su
compatriota Spir. Consideradas tales doctrinas, podrá
parecer cualquier cosa menos superficial e ilógica, la
teoría de la no defensa.
Pero Tolstoi
agrega con gran sentido a mi ver, su doctrina al
Cristianismo. Quiere darle la pátina sagrada de la sublime
tradición religiosa, remontándose, por supuesto, a la
pureza primitiva. Así como sus teorías de la
felicidad lograda por la muerte del egoísmo las expone
principalmente en los varios libros que dedicó a la historia
de sus creencias, y de modo indirecto en las principales de sus
novelas, como veremos luego; la relación de tal criterio al
Cristianismo, la estudia de manera especial en su libro acerca de
Los Evangelios; y desde el punto de vista
artístico, en esta nueva novela. Y este es otro aspecto
interesante de Resurrección, el principal acaso. En
Los Evangelios y en otras obras, como por ejemplo, en un
artículo reciente titulado «Mentiras
religiosas», Tolstoi parece separar la esencia del
Cristianismo de lo que, según él, aunque suele
unírsele, no sólo no le pertenece, sino que es
antitético. El lazo del hebraísmo religioso
con la idea cristiana es sólo exterior; lejos de ver
cómo otros, radicales en sentido contrario, en el Evangelio,
sólo un desenvolvimiento estético, y activo y lleno
de gracia, de gérmenes que ya están en el
Antiguo Testamento, Tolstoi los separa por
irreconciliables. Acaso en esto se equivoca por lo extremado de su
pensamiento; acaso, vio en este punto mejor Renan, entre otros,
encontrando tradición cristiana, por decirlo
así, en el espíritu de los grandes profetas; pero en
otras relaciones el mismo Renan tiene que reconocer grandes
variaciones. Tolstoi tampoco admite la solidaridad entre el
Evangelio y el trabajo posterior dogmático de la
Iglesia.
Para él,
Jesús dice que lleva a Dios dentro de sí, que Dios
está en nosotros; es nuestra caridad, que es el bien y la
verdad que importan. En este punto, en su libro sobre el
Evangelio se expresa en términos que hacen dudar si
reconoce la trascendencia de Dios. En Resurrección
ya es otra cosa. Es claramente cristiano, aun insistiendo en su
punto de vista; pero Dios, que está en nosotros, es
reconocido en su realidad trascendental, aunque no en sentido
dualista. Otros libros, novelas o no, de Tolstoi son profundamente
morales; éste, Resurrección es
además, a veces, profundamente religioso; y cuando lo es,
llega a la sublimidad, que le da como una santa aureola.
Al final, sobre
todo, cuando el protagonista procura penetrar, y penetra, todo el
sentido íntimo del Sermón de la
montaña, Tolstoi se eleva a inmensa altura, como
artista y como religioso. En sus teorías
sociológicas, aun las más hábiles y generosas,
podemos verle en ese nivel en que le ve el crítico
francés antes citado; podemos separarnos de su tesis; pero
cuando la considera desde esta otra perspectiva celeste,
pudiéramos decir, cuando se apoya, no en disquisiciones que
algunos han tomado por utopías de anarquista
pacífico, sino en la música interior,
íntima del Evangelio, entonces, al que sea capaz de
seguirle en tal jornada, sólo le queda reconocerle el
triunfo; sí, triunfa Tolstoi apoyando su pensamiento, su
cabeza, sobre el corazón de Cristo, como San Juan en la
noche de la cena.
Por donde se ve,
que no hay que mezclarle con los ácratas y
libertarios, no ya con los violentos, pero tampoco con los
pacíficos. Estos, aun los más simpáticos,
pueden proceder de la teoría optimista del estado
natural, de la artificial antítesis de la
naturaleza y la sociedad; de Rousseau, en suma;
Tolstoi procede de la Cruz.
Pero, no
sólo se separa en esto de los ácratas, libertarios,
etc., aun los mejores, por los
cuales, él siente simpatías que bien demuestra en
Resurrección, por cierto. Se separa en el modo, en
el método para buscar la salvación
social.
Esta
cuestión es de capital importancia, y el tratarla con la
detención, y profundidad convenientes nos llevaría
fuera de los límites de un prólogo. Procuraré
resumir la idea.
Los reformadores
sociales, los de buena fe, los que por real amor a la humanidad
aspiran a cambiar la vida pública, corrigiendo sus defectos,
buscando en nuevos procedimientos e ideales el progreso de la
sociedad, pueden seguir dos caminos. O dedicarse directa,
inmediatamente a procurar en la sociedad misma que los rodea ese
cambio, esa reforma, sin empezar por examinarse a sí propios
y prepararse a su apostolado con la reforma, con el
perfeccionamiento de sí mismos; o abstenerse de reformar a
los demás, de influir en el medio social, hasta encontrarse
dignos de tan magna obra, mediante reforma interior,
austera educación del alma, para ponerla en estado de poder
servir de veras a la mejora social, merced a obras y acciones que
supongan equilibrio moral, lucidez y serenidad de espíritu,
fundadas en la virtud sólida, en el dominio enérgico
de las propias pasiones. El primer camino es el que suelen seguir
la inmensa mayoría de los reformistas; se puede decir que
Cristo fue quien enseñó a la humanidad a seguir el
segundo, por más que hasta ahora no hayan continuado muchos
por tan ardua propedéutica.
Si se compara, por
ejemplo, la vida de los grandes santos, que además fueron
reformistas sociales, con la vida de los grandes
revolucionarios, se verá, en general, que estos
últimos atendieron mucho más a la perfección
de la sociedad que a la propia; pensaron mucho más en los
vicios sociales, que en los de su incumbencia. En los
otros, en los santos, se ve el cuidado esencial de la
propia conducta; no ya en ciertas virtudes cívicas,
que también los reformistas de otro género suelen
tener, sino en el esmero de la vida interior, de las virtudes
íntimas, base de la sólida caridad. Sirva de ejemplo
único, por abreviar, San Francisco de Asís.
¿Quién reformó más que él?
¿Quién influyó más en el cambio
íntimo, moral de la sociedad de su tiempo? Pero antes de
lanzarse a predicar, y fundar conventos y convertir infieles,
empezó por asegurarse de su propia reforma, del cambio
interior, de la íntima fortaleza, para poder creerse digno
instrumento de la obra que quería emprender. Hasta el
día de la suprema prueba, cuando venció repugnancias
naturales, besando las llagas del leproso, no empezó a
creerse digno de procurar la reforma social a que aspiraba.
Tolstoi es
revolucionario, reformista de esta clase; la mayor parte de
ácratas, anarquistas y libertarios del día suelen ser
de la otra. Tolstoi es de los que empiezan por la propia reforma,
por la disciplina interior, tanto en su vida real, como en su
teoría, representada por la acción de sus personajes.
El príncipe Pedro de La guerra y la paz es el
más gráfico ejemplo de esta creencia y de esta
práctica de Tolstoi; pero sigue el mismo camino el
príncipe Andrés; y en Ana Karenina
análoga tendencia se puede observar en Levine, que concluye
la novela diciendo... «mi vida interior ha conquistado su
libertad; ya no estará a merced de los acontecimientos, cada
minuto de mi existencia tendrá un sentido evidente y
profundo, en que podré inspirar mis acciones: el sentido del
bien».
Sigamos con el
recuerdo al célebre personaje que, disgustado de las
grandezas mundanales, busca la paz del alma asociándose a
grandes empresas; y en ninguna encuentra el bien que anhela; y
entra en la masonería, porque se la pintan como sociedad que
busca la reforma del mundo; y sale desencantado de aquella
compañía, porque ve en ella... lo que antes
decíamos, el prurito noble de hacer bien al prójimo
con reformas exteriores, con resortes sociales; pero con la
ineficacia que nace de no empezar por una seria, profunda, austera
reforma moral del mismo reformador. Y comprende el
héroe de Tolstoi que lo que tiene que hacer es...
empezar por sí mismo, hacerse él bueno, para poder
procurar eficazmente el bien de los demás.
Neklindoff, el
protagonista de Resurrección, sigue el mismo
camino. Verdad es que se indigna ante las injusticias y torpezas de
la ley; que estudia y censura el derecho penal y los
procedimientos; que se mezcla a la vida de los presidiarios para
procurarles alivio... pero no va a esto como el inglés que
encuentra repartiendo biblias en Siberia, sino siguiendo la propia
reforma, el cumplimiento de un deber personal: y al cerrarse la
novela, a pesar de tanta materia de psiquiatría social, por
decirlo así, como en ella se ha tratado, lo esencial es
todavía la reforma interior de Neklindoff, el nuevo sentido
que le encuentra a la vida; la abnegación, el bien; lo que
aprendió en el Sermón de la montaña,
el día que lo leyó a la luz de la aureola espiritual
de la gracia...
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