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Referencias bibliográficas

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Apéndice


La cuestión social en 1890

REVISTA MÍNIMA

En los complicadísimos fenómenos de la vida social, la observación debe desconfiar de las abstracciones y de las generalizaciones, porque fácilmente el predominio pasajero de tal o cual orden de actividad, al impresionarnos por tiempo determinado, nos hace tomar por fuerza única, avasalladora, que todo lo vence, lo que no es más que deleznable preponderancia.

El período anterior, del cual me avergonzaría si no lo hubiera escrito así en broma, y por vía de ensayo, para cuando me crean digno de codearme con Jove y Hevia y con Bosch, y me elijan académico de las Morales y Políticas, ese período, repito, aunque muy cursi, quiere decir algo o poco menos. Quiere decir, viniendo a lo concreto, como diría el mismísimo Cánovas contestando a Cos Gayón de la Academia de Bellos Conservadores, que si fuéramos a juzgar de ligero, y con pocos datos y por impresiones, se podría creer que la literatura actual atravesaba una época de marasmo y vulgaridad que no respondía a las grandes preocupaciones que inquietan hoy a los pueblos, sometidos a no saben qué prueba en la llamada cuestión social; se podría creer que este contraste entre la liviandad de las letras y lo solemne de los momentos respondía a causas iguales o análogas a las que produjeron parecido resultado en la literatura francesa de los días de la gran Revolución. En efecto, entonces, como ahora en algunos países, mientras el arte literario era reflejo pálido, repetición cansada y monótona, la vida de la calle era un drama continuo; en los teatros se recitaban vulgaridades pseudo clásicas y en la tribuna y en la plaza pública se representaban tragedias originales, de un patético nuevo y poderoso.

El movimiento actual socialista, a pesar de sus apariencias generalmente pacíficas, encierra acaso más amenazas que ciertas convulsiones de otros tiempos; no sería difícil que el final del siglo en vez de ser una revista de París se convirtiese en una catástrofe, como si la civilización moderna consistiera en ritornellos trágicos al acabar esas estrofas o sean [sic] sus siglos. Mientras eso sucede, mientras el menos amigo de meditar puede comprender que vivimos en días que pueden hacerse críticos, solemnes, memorables de la noche a la mañana, el arte en muchas partes se amanera, y lo que es peor pierde fuerza y así, el teatro, por ejemplo, casi en toda Europa declina. No cabe duda que cuando la historia se convierte en drama el teatro y otras artes objetivas pierden interés, palidecen, como sucedería con las luces de gas que alumbran esos mismos teatros si se dejara al sol del medio día entrar a raudales por el techo.

En España, aunque no es de los países en que los graves problemas contemporáneos parecen llamados a plantearse inmediatamente, la preocupación, el desasosiego cunden, y no les queda a los ánimos serenidad bastante para volver con gran interés y verdadera afición los ojos del espíritu a esa poesía eterna que nunca tendrá por misión conflictos de la historia pragmática, ni influir directamente en las desdichas y dichas del mundo. Notadlo: apenas se va al teatro, apenas se habla de los libros que van saliendo. La realidad está acaso ofreciéndonos las jornadas de exposición de un drama muy complicado y cuyo desenlace no hay quien puede pronosticar; y este drama interesa al público exclusivamente.

Pero hay otra región de la poesía en que no influyen, o influyen poco, los vaivenes del azar, los rudos golpes de la experiencia; región siempre serena, en que nada se espera ni nada se teme de las batallas de los intereses, de las pasiones vulgares y sus vicisitudes. Es la región del sueño, de la ilusión perpetua, consciente, provocada, la que algunos escritores de la nueva generación quieren proclamar, con exclusivismo censurable, la única literatura propia de este tiempo. No es la única, ni la que hace más ruido, pero su importancia es mucha. Su porvenir acaso encierra la solución de muchas inquietudes o incertidumbres del presente.

Ante todo, no hay que confundir esta clase de poesía con la formal y bien pudiera decirse superficial por la plástica, que inspiró a varias escuelas, principalmente a la llamada del Parnaso en Francia; no es que se diga que la forma es todo y que el fondo se deja para los burgueses, según la conocida frase de Flaubert; tampoco hay que confundir esta nueva tendencia, nueva como impulso generalizado, no sin antecedentes, con el diletantismo entendido como el vulgo de sus censores lo entienda; ni hay que pensar que se trata de una secta aristocrática y displicente, una de ésas que, llevadas del odi profanum vulgum, al odiar al vulgo olvidan que debajo del ser vulgar está el hombre, y que la caridad nos prohíbe suponer que hay almas que no son más que miserable prosa; no se trata de abandonar el mundo a sus tristezas ni de juzgar a los que toman la realidad en serio, como bien o mal positivo, dignos de los infalibles desengaños que aguardan a los que no han sabido elevarse al precepto austero del nolite vivere. La poesía a que yo aludo no es excéptica [sic], ni egoísta, ni siquiera pesimista en el sentido corriente de la palabra; no reniega de la realidad trascendental, ni la desprecia... Pero se abstiene, se abstiene por ahora. Figuraos un ave sedienta que atraviesa con vuelo anhelante las llanuras abrasadas de un desierto, y por fin vislumbra sobre la tierra seca una cinta movible, una líquida corriente en que apagar la sed; pero cuando se arroja a beber ciega de deseo, siente que lo que traga es sangre... ¿El ave bebe la sangre, insiste? Es el hombre vulgar el que no escarmienta con los sinsabores del mundo. ¿El ave desesperada tiende el vuelo otra vez, huyendo del engaño del arroyo, decidida a morir de sed pero volando? Es el poeta que reniega del mundo, que huye de la realidad y va a estallar de dolor pero contento. ¿El ave, a la orilla del sangriento raudal, alza los ojos al cielo, distrae las ansias de la sed, imaginando fuentes cristalinas... y en tanto, con esperanzas, escucha el murmullo de la corriente que acaso más atrás arrastre, en vez de sangre, claras ondas de plata?... Pues el ave que sueña y espera y ama la esperanza por ella misma, es la poesía que se abstiene del mundo, pero que no lo desprecia ni lo abandona. Es la poesía que, si Dios quiere, será un aprendizaje.

Cuando Tolstoi, al famoso príncipe Pedro de su Guerra y paz le hace renegar de las vanidades del mundo y del egoísmo y le obliga a buscar el buen camino, no le deja largo tiempo en el engaño de querer salvar a los demás antes de salvarse a sí mismo; y el príncipe noble y caritativo, reflexionando, advierte que para servir a sus semejantes y trabajar en la reforma de la sociedad, lo mejor que puede hacer es comenzar por reformarse y mejorarse a sí propio. Tal vez por seguir este camino fueron más eficaces y edificantes en general los apostolados de otros tiempos; los reformadores modernos suelen ser hombres de acción, que viven sobre todo fuera de sí, que ven los defectos del mundo y no los propios, y tienen acaso todo un plano de disciplina social, y ni siquiera examinan su conciencia tres veces antes de dormirse cada noche, como aconsejan los versos de oro atribuidos a Pitágoras.

Más que esa manera de ser altruista, hombre de Estado, en la acepción más pura de la palabra, hombre político -en un sentido tan puro, tan puro, que hoy no se le da siquiera a tales vocablos- más que eso vale ser egoísta, como lo era el príncipe Pedro, cuando dejaba sus masonismos y demás empresas humanitarias para dedicarse a una austera reforma de sí mismo, a una educación interior que le hiciera digno de consagrarse más adelante al sacerdocio de servir eficazmente a sus semejantes.

Algo así viene a ser a su modo esa poesía, que huye del roce de la realidad; pero no definitivamente, sino para reconcentrarse, para adquirir caudales de ideal, para presentarse tal vez mañana como una regeneración, o si no, como un consuelo ante las tristezas del mundo.

La literatura corriente, la de actualidad, la que vive de los hechos del día, la que se inspira en las pasiones ordinarias, la que reniega del ensueño, la que invoca el auxilio de lo que ella se atreve a llamar la ciencia moderna, y habla de positivismo y de haber matado el ideal; esa literatura, valga lo que valga intrínsecamente, no puede quejarse si la atención pública la abandona en los momentos críticos en que la vida real tanto se parece a los dramas y a las novelas de esa misma literatura. Tal vez la historia próxima va a ser un plagio de Germinal, pero de esos plagios que matan; tal vez va a ser el socialismo a Zola lo que Shakespeare a las leyendas y crónicas de que sacó sus Macbeth y Romeo; y el insigne naturalista no tendrá derecho a quejarse. Esta gran literatura, llamada épica objetiva, que es para todos, que han de entender todos, es la que decae y se olvida y palidece en los días fuertes, en los días de prueba para los pueblos.

En cuanto a la poesía del bel canto, la de Informa por la forma, en tales momentos solemnes puede convertirse hasta en un crimen.

Pero esa es otra poesía que parece indiferente y no lo es, que medita, siente y sueña, que se prepara, que no es para todos pero que es por todos; no comete ningún pecado aunque siga soñando y ensayando entre sueños sus cantos de la aurora, mientras en la noche oscura silban los huracanes, y todos los signos de la antigua preocupación poética y supersticiosa hablan de horrores próximos. Esa poesía sabe, como el príncipe de Bismarck, aunque para muy diferentes efectos, que el mundo no se acaba en una jornada, y que no hay que sacrificar toda la vida para evitar el conflicto del momento.

Dejad a los poetas de esta clase preparar el pisto espiritual del porvenir, la fe o la que sea, de mañana. Con lo pasado no se salva la sociedad. Cuando esos millones de obreros consigan su propósito de descansar algunas horas al día, y lleguen a leer, a estudiar y a meditar ¡qué descanso les aguarda, si la ciencia y la poesía no han descubierto algún consuelo, alguna esperanza!

Imaginemos al jornalero posible de un provenir lejano, que después de verter el sudor de su fatiga corporal, llega por vía de recreo, esparcimiento y descanso, a leer las enseñanzas de nuestra filosofía, las imágenes y quejas de nuestra poesía ¿dónde habrá dolor como el suyo? Sabrá que los dioses se burlan, que la razón miente, que la dicha es ilusión, que el deber es una petición de principio. ¡Buen ajenjo para abrir las ganas del trabajo corporal al día siguiente!...

¡Ay!, ese jornalero posible de mañana... existe ya hoy, es el pobre jornalero de las letras, que tiene que escribir por máquina artículos como el presente, lejos de los propios ensueños, a lo mecánico... y que por consuelo oscuro de esta tarea artificiosa, casi exclusivamente material, sabe que le aguarda a la hora de velar la vigilia terrible de la angustia metafísica, sembrada, infiltrada como un veneno en las más bellas páginas de la filosofía y de la poesía moderna. ¡Buen reposo para el jornalero de la pluma! -Y sin embargo, esa es la primera materia en que trabajamos; somos vulgarizadores, traficantes de ese brillante ácido prúsico que sacamos de las grandes minas de los maestros. Y como los mineros de Almadén, llevamos en el temblor de nuestros nervios literarios el sello de nuestra industria-. ¡Que no [sic: ¿nos?] depare la suerte destino semejante a esos otros obreros que quieren horas de descanso para instruirse.

O que a ellos y a nosotros nos prepare la poesía que amanece, la recatada, no indiferente, un porvenir espiritual en que las esperanzas del ensueño empiecen a cuajarse en probabilidades metafísicas; para que al llamarnos entonces todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una Idea. Así sea.


CLARÍN.                


La Publicidad, 4436, 14-V-1890
(Lissongues, 1989, II, págs. 204-208)
               





II. Regeneración

LOS FUTUROS

Don Leopoldo Alas

Señor director de El Globo.

Mi querido amigo y compañero: Bien se ve que es usted literato, además de político, pues se le ha ocurrido la peregrina idea de consultar también con el pobre Clarín las enfermedades de la Patria achacosa. Si usted no fuera más que político, desdeñaría mi opinión aún más de lo que ella merece. Sí, señor; los meros políticos desprecian a los que no son más que literatos, o son además gente de cátedra, que es otro modo de no ser nada para ellos. Verdad es que nosotros les pagamos en la misma moneda. Pocas cosas me han causado en este mundo tanta repugnancia como el salón de conferencias, lleno de políticos meros. Creo que hace usted mal en consultar conmigo; pero, en fin, a lo hecho, pecho. Le contesto por lo que debo a la amistad, pero, sin esperanza de que me lean los políticos, ni gana.

Lo primero que le diré, es que si yo creyera que mi contestación podía tener alguna influencia, efecto positivo, me la callaría, porque no me creo preparado para dar semejante clase de consultas. Creo que en el mismo caso que yo están la mayor parte de los que ofrecen específicos patrióticos, con el mayor desparpajo. Como no pienso ser Poder, ni siquiera que me dejen votar, no he estudiado a fondo las mil complejas cuestiones que hay que conocer para decir algo de provecho respecto del porvenir de España. Improviso, pues, como tantos otros, porque sé que, a fuerza de insignificante, mi informe es inofensivo.

Usted, señor Francos, me pide franqueza. Allá va.

Entre todos los españoles juntos, no sabemos bastante sociología aplicada para poder precisar la gravedad del mal que padece España. Según el humor que tiene uno, le parece unas veces que esto no tiene cura, y otras que sí. Téngala o no, hay que obrar como si la tuviera.

Se impone el empirismo, porque ciencia cierta no la hay. ¿Por qué hemos venido tan a menos? ¿Por parecemos a las naciones modernas, o por insistir en ser españoles a la antigua? Por eso. España se pierde por reaccionaria. Causa ocasional, no del daño en su fondo, sino de su aparición actual concreta: la política colonial reaccionaria.

Hemos perdido a Puerto Rico. Probablemente la pérdida será real, positiva y definitiva. Cuba se ha perdido para los idealistas reaccionarios y por los explotadores realistas. Si Cuba se hace yanqui de cuerpo y alma, se habrá perdido para todos. Si Cuba llega a ser independiente de veras, Cuba no se ha perdido del todo para España. Ahora más que nunca hace falta procurar una Cuba española.

Nuestros políticos reaccionarios, monárquicos y materialistas, están ciegos respecto al porvenir de las relaciones de España con la América española. Lo más instruido de la juventud ilustrada que habla español en América, anhela unirse con esa España liberal, moderna, democrática. La juventud española debe salir al encuentro de esa noble tendencia. Dentro de pocos años, Cuba, si no se la asimilan los anglosajones, puede entrar, como las demás Repúblicas hispano-americanas, en una estrecha alianza con la madre común, con esta pobre España que los americanos no confunden con nuestros miserables reaccionarios, feroces, necios, ignorantes, ni con nuestros lamentables Gobiernos.

En el trabajo de la guerra lo nuevo hoy no es el obrero, es la máquina. No nos venció el obrero yanqui, nos venció la máquina. No hay mejor sangre que la nuestra. Para el soldado, basta la herencia. Para el arma hace falta la adaptación, el medio. El medio es la guerra industriosa. La máquina guerrera hoy nace de la riqueza y de la ciencia. La riqueza misma nace de la ciencia, fecundada por el trabajo. No somos trabajadores, no somos científicos, no somos ricos. Hay que serlo. Todo eso es moderno. España necesita ser moderna.

No sería un dictador; sería un hombre de fe. De fe en el progreso, en la vida moderna... en el ministerio de Fomento.

Jugaría a una carta el orden, el porvenir de España, seguro de que vendría aquella carta. Cogería el presupuesto y lo adjudicaría casi entero a lo que hoy llamamos Fomento.

Agricultura... un dineral. Obras públicas... un dineral. Industria... un dineral. Instrucción pública, dos dinerales.

¿Que se levantarían las piedras? No; los adoquines se estarían quietos. La nación, al ver de repente, de verdad, empleada su fuerza económica en lo reproductivo, haría callar a todos los parásitos que quisieran sublevarse. Los que no saben lo que es derecho, gritarían ¡injusticia! Pero los que saben que no hay derecho contra el derecho, y saben que España tiene derecho a salvarse, responderían ¡justicia!

Se le diría al Papa: Señor, no somos enemigos de la Iglesia; no venimos con el programa de El Motín; no debe el hombre de Estado hacer propaganda religiosa o antirreligiosa desde el Gobierno; España, en su mayoría, se llama católica. Se tendrá esto en cuenta. Con la más absoluta buena fe queremos entendernos con la Iglesia. No se hará nada que perjudique a su poder espiritual; ni se tolerará nada que facilite el reaccionario esfuerzo del clero prodominatione.

Queremos que siempre sea posible otra Santa Teresa e imposible otro Torquemada. Sobran obispos, sobran canónigos, sobran capellanes sueltos. España es pobre, España necesita cultivar su tierra, aplicarse a la industria, tenemos que reducir los gastos de lo superfluo, para aumentar los gastos reproductivos. Se seguirá pagando al clero; pero habrá poco dinero, y se reducirá la paga de los que cobran demasiado. Además, vamos a matar toda influencia eclesiástica en lo oficial, en la acción del Estado; las confusiones de la Iglesia y del Imperio son el sueño de la Edad Media; hoy, un anacronismo.

No se abrirían las Cortes hasta que fuera un hecho de conciencia pública que habían sido elegidas con la seriedad que reclama el derecho del sufragio. Se perseguiría, como a los anarquistas criminales y como a los generales que aspiran a ser Césares, a los ministros, caciques, magistrados, gobernadores, alcaldes y demás gente ordinaria que quisieran seguir burlando la ley electoral. Se tomaría con tanto calor esto del sufragio verdadero, porque se vería que la vida política es imposible con la eterna falsedad electoral. Las inútiles declaraciones contra el Parlamento, indispensable, cesarían para dejar el puesto a la acción popular contra los ladrones de votos y de actas.

En materia de magistrados y jueces, habría que mostrar mayor rigor todavía. Primero, se emularía el más higiénico de los trabajos de Hércules, limpiando la toga. Y después que sólo la vistieran los dignos de ella, se le daría a la carrera garantías de independencia y de decorosa remuneración.

Otra toga habría que limpiar: la del catedrático. La reacción y la hipocresía, escondida bajo el birrete y la muceta, son los ratones que se nos han metido en el cerebro.

En la Universidad restaurada, extendida, está en gran parte el porvenir de España. De un modo o de otro, hay que hacer que deje de ser sitio de vejeces medioevales y de hipocresías asquerosas. Hace falta gastar mucho dinero en colonias científicas al extranjero, de profesores y estudiantes. De esto ya hablé yo mucho en El Globo cuando no habíamos perdido las otras colonias.

Resumen: Lo principal es tener energía y arte para conseguir que las fuerzas vivas del país se entreguen pronto a trabajos productivos, para que sean inútiles las quejas de los parásitos perjudicados.

Hasta las deudas deben supeditarse a esta necesidad de gastar mucho en Fomento. Nada de bancarrota, si se puede evitar, ni de negar lo que se debe; pero sí se puede demorar y escalonar los pagos con la operación de verdadero crédito, que consiste en el compromiso de pagar deudas no con nuevas deudas, sino con el producto del trabajo nacional procurado de esta suerte, empleando en él los primeros recursos, casi todos los recursos, hasta que con los suyos, con los reproducidos, se pueda satisfacer a todo acreedor legítimo.

El hombre de Estado debe tener siempre presente que una nación tiene vida cuasi perenne, indefinida; hay que contar con el derecho y con el deber de las generaciones futuras. Se les puede hacer contribuir desde ahora a las necesidades esenciales de la Patria; pero también hay que prepararles las condiciones necesarias para que ellos puedan lograr la prosperidad que les exigimos para esta ayuda futura que nos es indispensable.

Por eso, el problema americano no se puede mirar sólo con el criterio que puede dictar el interés del momento. Lo mismo digo del problema filipino. Si es posible, sin sacrificar lo esencial, debe conservarse de Filipinas todo lo que se pueda. El provecho que de aquel territorio no hemos sacado hasta ahora, podrán sacarlo generaciones más activas, virtuosas y prudentes.

La mayor parte de nuestros políticos viven al día, piensan que España se va a morir cuando ellos.

Y, basta. Me ha pedido usted mi parecer; ahí tiene usted algo de lo que pienso.

Suyo afectísimo,


CLARÍN.                


El Globo, 12-X-1898, La Publicidad, 7191, 14-X, El Pueblo, 1420, 15-X (Valencia):
«La regeneración en España. Opinión de Don Leopoldo Alas Clarín)»
(Lissorgues, 1989, I, págs. 467-473)
               





Regionalismo catalán

PALIQUE

Silvela es un político con vistas a muchas cosas, aunque no a tantas como su jefe y natural enemigo Cánovas. Silvela es algo historiador; es sociólogo, de la escuela de Roberty, que cree que la moral es una cosa interina, y, por último, Silvela es literato.

Cuanto tuvo que aludir a las tendencias separatistas de unos pocos catalanes, dijo, y nadie se fijó en ello, que ese movimiento era cosa de unos cuantos literatos despechados, que veían fallidas sus ilusiones.

Con menos palabras y un solo galicismo pudo haber dicho que era cosa de ratés.

¿Tendrá algún fundamento la afirmación de Silvela?

Por lo menos, él oyó campanas...

Hay que distinguir para ser justos.

Nadie más que yo -de todo corazón lo digo- se indigna ante esas manifestaciones, pocas o muchas, de los que quieren abandonar la patria, pero sin los remordimientos de Radamés, y precisamente cuando la patria más amada debe ser: cuando es más desgraciada. No hay vilipendio bastante para el separatismo. En eso estamos.

Pero, ¿es lícito decir de los separatistas cualquier cosa, por mala que sea, y aunque no sea verdad?

No; de ningún modo. El hombre, ni en el mayor crimen, pierde jamás su derecho a que se le haga justicia.

Es cierto que en ciertos jóvenes, ilustrados de veras muchos de ellos, la manía separatista tiene cierto carácter literario. Lo que no es verdad es que todos ellos sean ratés despechados, que se han llegado a agriar porque no consiguen la fama a que aspiran. Yo he leído muchos escritos de esos jóvenes, exagerados en su catalanismo, y aunque su doctrina me ha parecido loca, y muy vituperable su propósito, jamás se me ha ocurrido negarles a muchos de ellos talento y no vulgar cultura.

El afán de lo original, extremoso, no ordinario, es muy frecuente en la juventud intelectual, sobre todo en los que no llegan a un alto grado de mérito, y aun en no pocos de los que lo tienen sobresaliente. Así como por acá tenemos ácratas y comeclérigos, y hasta quien dice que «el Cristianismo es una tontería», en Cataluña una de las rarezas, de las originalidades que tenían que aparecer, era esa de negar la patria común. La exageración literaria natural del regionalismo receloso de Cataluña, era el separatismo.

Los literatos, en provincias, suelen quejarse del centralismo, como se quejan los que tienen pleitos, industria, intereses, en fin, que en última instancia en Madrid se resuelven. El afán de los literatos de provincia es que, no viviendo en Madrid, nadie llega a ser célebre.

Los escritores catalanes, que escriben en catalán, son los que más se quejan. Dicen, y el hecho es cierto, que fuera de Cataluña, en el resto de España, los poetas, novelistas, eruditos, etc., que escriben en catalán apenas son conocidos; que la prensa madrileña rara vez habla de ellos; y la injusticia es notoria, porque en catalán escriben hombres de grandísimo mérito, y la literatura catalana moderna es todo un brillante renacimiento. Yo mismo, que debo a los catalanes más de lo que les podré pagar en mi vida; que en Barcelona tengo lazos literarios fraternales, he sido severamente reprendido por muy queridos amigos, a causa del olvido en que suelo dejar a los escritores en catalán. Repito que el hecho, triste, lamentable, no se puede negar.

Y es que hay en esto una... fatalidad, o por lo menos un grave mal, hasta ahora sin remedio, que no es una culpa y lo parece.

El catalán, la lengua, sobre todo empleada literariamente, tiene la culpa; quiero decir, es la causa de esta separación intelectual, que sin duda existe.

Pero ¿cómo negarles a los catalanes su derecho a escribir en catalán y a sus literatos a producir en catalán?

Con el ilustre, modesto y muy simpático novelista Narciso Oller he departido yo, amigablemente, acerca de esto.

-A mí no me conocen en Castilla -decía él.

-Es verdad; no saben todo lo que usted vale. Pero es que el gran público no entiende el catalán, y las traducciones... no son ya usted mismo. ¿Qué hacer? ¿Por qué no escribe usted en español?

-Porque no quiero ni puedo. ¿Escribiría usted en lengua que no fuese la de su cuna?

-¡Jamás! Eso no es escribir... literariamente.

-Pues aplíqueme usted el cuento.

-Sin embargo, el español para usted no puede ser cosa extraña. Pruebe usted. Envíeme algo en español.

-Por complacerle, allá va. Pero una y no más...

Y Oller me envió La novena de ánimas, cuento escrito por él, a petición mía, en castellano. Y estaba muy bien. Lo publicó La España Moderna.

Pero estaba mucho mejor un cuento escrito por Oller en catalán y traducido al español... ¡por Pereda! Era una maravilla.

Y no insistí. No hay derecho. Verdaguer, Oller, Maragall y veinte más, todos insignes, más o menos, ¿cómo han de renunciar al verbo natural?

En arte no se puede exigir eso. Fatalidad.

Pero... ¿quién hace a un pueblo entero entender una lengua extranjera?

Si es imposible que el artista catalán renuncie al catalán, también es imposible que el público castellano aprenda una lengua extraña, y lea en esa lengua, y guste de su literatura.

Yo no veo la manera de vencer esta dificultad.

Y, sin embargo, esta diferencia de idiomas separa más que una cordillera.

Es claro que ni Verdaguer, ni Oller, ni la mayor y mejor parte de los escritores en catalán dejan de sentirse íntimamente españoles, aunque lamenten, como es natural, que la mayor parte de sus compatriotas no puedan saborear sus obras; pero hay otros, no muchos, que responden al desdén con el desdén. Para los seres groseros que no ven el patriotismo sino en los intereses materiales o en las obstrucciones sangrientas de la lucha por la soberanía, será inútil hacer notar que estas diferencias espirituales que va creando la diversidad de lenguas tienen grandísima importancia como elemento disolvente.

Añádase a lo dicho que esos jóvenes que sienten desvío respecto a la patria grande suelen ser de los que buscan con afán las nuevas ideas, la estética contemporánea; y merced a un fácil comercio con el extranjero, particularmente con Francia, se van interesando más por lo de fuera que se parece más a su estado de alma que al carácter español, según es en el vulgo de la gente de mediana cultura.

Los tópicos del españolismo vulgar les saben a cocido; les parecen algo inferior a lo que ven y aprenden fuera de España. Francia, con la que toca su tierra, les atrae como sirena de la universal simpatía; y como ahora hay teorías para todo, con un poco de cosmopolitismo, otro poco de federalismo (porque ¡ay! Sr. Pi y Margall, también el federalismo tiene su parte de culpa), mucho del pesimismo relativo a la raza española y otras cosas más extravagantes, se resbala hasta caer en esos extremos de separatismo, verdaderamente lamentables, y hasta bochornosos si toman la forma de anhelos anexionistas.

Queda aquí algo semejante a lo que nos han hecho notar muchos jóvenes literatos de América.

El despego con que allí miran a España se debe a que la creen representada por el espíritu estadizo o reaccionario. Los americanos latinos estudian la vida espiritual en fuentes francesas, alemanas, inglesas, y la España de ayer, que se empeña en ser la España de siempre, les parece inferior, anticuada, antipática.

La gran tendencia misoneísta, tan poderosa todavía en nuestra tierra, tiene mucha parte de la culpa de esos conatos separatistas, si nos referimos a los de los jóvenes literatos y artistas liberales. Fluye de la España nea.

Es claro que en Cataluña hay también otro separatismo, el reaccionario, clerical, medieval, que La Publicidad pintaba muy bien días pasados; pero este separatismo no quiere unirse a los franceses republicanos; es el separatismo... en resumidas cuentas, carlista. Para mí, es el más antipático y el más peligroso; porque no extremará la doctrina, pidiendo unión con Francia; pero querrá independencia para hacer una Cataluña... de estilo gótico.

El separatismo literario, que existe, aunque no sea numeroso el contingente de sus afiliados, es una lamentable calamidad; pero yo no sé cómo puede remediarse. Algo contribuiría a su atenuación, por lo menos, una regeneración española en sentido liberal... casi diré europeo; pero precisamente este progreso del espíritu nacional es lo que yo veo más difícil. No llego a opinar, como Le Bon en su reciente Psicología del Socialismo, que las predicaciones de los intelectuales influyan poco en los cambios de un pueblo, y que el espíritu general siga, en definitiva, la influencia de las creencias tradicionales; pero, sin llegar a ese extremo, sí opino que en España la resistencia al progreso real, profundo, no al de formas y de Gaceta, está muy arraigada, es de lo más nacional que, por desgracia, tenemos.

No; no veo la manera de matar las tendencias tristísimas de cierta parte inteligente de la juventud catalana.

Lo que sí veo claro es que las medidas coercitivas serán contraproducentes.

Y el injusto desprecio y los insultos, contraproducentes... y de mal gusto.


CLARÍN.                


Heraldo, 11-VIII-1899
(Lissorgues, 1989, I, págs. 284-288)
               





Prólogo a Resurrección

PRÓLOGO

Resurrección es, ante todo, un libro edificante; como El Evangelio, como El libro de Job, como el Kempis, como la Vida de San Francisco, como las Obras de Santa Teresa. Los misticismos literarios pasan, son una moda y pasan; el entusiasmo por una literatura exótica, nueva, pasa; pero la piedad sincera, real, humilde, seria, queda; y los grandes maestros piadosos del arte, quedan.

Tolstoi estuvo de moda cuando Francia, y en pos de ella, otras naciones, descubrieron el genio literario de Rusia; pero este prurito pasó, dejó de ser novedad. Y Tolstoi queda, con una actualidad constante; su genio sigue imponiéndose a la atención del mundo intelectual, y sus ideas y sentimientos piadosos triunfan con él, y permanecen, llamando con la voz del arte a los buenos corazones. En la noche serena, estrellada, las chispas de un cohete se confunden, allá en la altura, por un momento, con los astros. Pasa la hora de la fiesta, mueren los fuegos de artificio, pero las estrellas, que parecían como aquellas chispas, siguen brillando.

Tolstoi, su idea, su arte, su apostolado, nada tiene que ver con pasajeros alardes de dudosos misticismos, que suelen tener de sinceros lo que tienen de enfermizos.

Si me preguntan por el argumento material de Resurrección, tendré que narrar, en resumen, algo que recuerda La dama de las Camelias, que a su vez parece, en el argumento, un plagio de un drama japonés titulado Kami ya-Giyé. La cantatriz O'haré es la querida de Giyé, que quiere volver a estos amores, darles dignidad; el padre de Giyé interviene y consigue el sacrificio de O'haré, que se hace despreciar de su amante para que éste la abandone. Lo mismo que en La dama de las Camelias.

En Resurrección, Neldindoff, que sedujo a la Maslova, cuando la encuentra prostituida, condenada a trabajos forzados, quiere reparar su falta, redimir a su víctima, siguiéndola a Siberia, ofreciéndole su mano; pero la Maslova se sacrifica también, oculta su regeneración interior a Neklindoff, le oculta su amor y le declara que prefiere quedarse en Siberia unida a otro hombre, a Simonson.

Pero... no es esto Resurrección. Es un libro de moral, como hay varios en la Biblia, escrito sin propósito principalmente artístico, por un gran artista... que, sin querer, produce, ante todo, una obra maestra de arte.

Tolstoi es, antes que nada, un gran artista, mal que le pese. No importa que él, en libros recientes, llegue casi a desdeñar el arte. Cuando, con fines que no fueron seguramente de mero amante de la belleza que quiere crearla porque puede, determinó volver a escribir una gran novela, no se propuso, de fijo, demostrar que era el mismo novelista admirable, poderoso de La guerra y la paz y de Ana Karenina. Pero lo que probó, desde luego, con Resurrección, fue eso: que seguía siendo el artista de la suprema habilidad.

Fenómeno bastante general en nuestros días, y acaso signo de los tiempos, es el de aficionarse notables artistas de la pluma a la parte útil, noblemente interesada de los asuntos que tratan, y convertirse en sociólogos, en moralistas, etc., directamente, escribiendo, sin el auxilio de una fábula, de aquellas materias que en la vida o en la idea les interesan, o haciendo que en sus ficciones artísticas predominen la tendencia, la tesis, la doctrina, el apostolado.

Escojamos, entre los muchos que se ofrecen, algunos ejemplos. Zola, además de unirse a la vida social externa de su país en célebres y nobles campañas de actividad y fuerza, escribe indirectamente en sus últimas obras (Lourdes, Roma, París, Fecundidad) con propósito docente, claro; y tal vez perjudicando a veces al valor permanente artístico de la novela. Bourget, que siempre pecó por tal inclinación, produce con preferencia libros de enseñanza directa, de doctrina y de información. Hasta Faguet, un crítico que solía ser en su crítica más sociólogo que retórico, se entrega a la producción científica inmediata, sin pretexto artístico.

En general, todos estos literatos valen más como tales que como sabios, sociólogos o filósofos; y sus trabajos artísticos, en que predomina la tendencia, la doctrina, salen perdiendo, literariamente, con este exceso.

De Tolstoi también se ha dicho (por ejemplo, nuestra ilustre Pardo Bazán y el simpático Mr. Berenger) que valía más como poeta, como novelista que en cuanto sociólogo. También podrá ser verdad.

Pero en Tolstoi el artista no ha perdido nada, por culpa del sociólogo. Y además, en Tolstoi hay algo muy superior al sociólogo y que está al nivel del artista: el apóstol, el hombre religioso lleno de santa unción.

Parecía, que después de haberse entregado con tan sincero fervor a sus ideas y experiencias de propagandista sui generis, de pedagogo singular, de cristiano independiente; después de haber relegado, dentro de su ánimo, a secundario lugar sus facultades de novelista; Tolstoi, al volver a escribir una gran novela de empeño, con fines, sin duda extraños, y para él, superiores al arte, había de mostrarse en decadencia, inferior al autor, mucho más joven y menos tendencioso (aunque siempre mucho), de La guerra y la paz y de Ana Karenina. Sin embargo, no ha sido así. Resurrección en interés, en fuerza estética, vale tanto como aquellas obras maestras; y aun las aventaja en ciertas cualidades, que justamente son de las que suponen mayor atención al objeto artístico, a la forma, a la composición.

En efecto, en las antiguas obras maestras, Tolstoi llenaba páginas y páginas sin pensar en los inconvenientes de la prolijidad; predicaba mucho, sobre todo en la Guerra y la paz, y a veces sobre asuntos secundarios y en que sus opiniones particulares eran muy discutibles; por ejemplo, cuando se deleitaba disertando en defensa de su famoso fatalismo militar, como pudiéramos decir, si alguna vez la palabra fatalismo pudiera aplicarse a ideas de Tolstoi. Claro que al representar su opinión en este punto, en su héroe ruso, el general Koutouzow, que se dormía en los consejos de guerra; y, en ocasiones, estaba leyendo novelas, mientras le creían estudiando un plan de campaña, el artista nos embelesa con la poesía y profunda observación de su estudio de carácter; pero otras veces la lección escueta, la tesis directa nos hace impacientarnos.

En Resurrección nada de esto; a pesar de que el propósito íntimo del autor es más docente, más interesado que nunca, las digresiones doctrinales se nos dan en dosis menores, en estilo elocuente, y casi siempre agregadas, a los pocos renglones, a la acción misma, de modo puramente artístico. Desde este punto de vista, puede decirse que Resurrección es la novela más hábil, más perfecta de Tolstoi. Además, tampoco encontramos aquí aquella selva de episodios, casi todos interesantes, pero que al fin complican y detienen la acción, que se nota en las obras antes citadas. Ahora el autor marcha ceñido al asunto, siempre interesándonos con lo principal, puro novelista de asombrosa sencillez siempre; sin que pierda por ello su trabajo la gran trascendencia moral, la enseñanza profunda y sublime de que hablaremos, aunque muy poco, más abajo.

Lo ha querido Dios; Tolstoi cada vez más olvidado de su genio, humilde de verdad, como buen cristiano, es más poeta, más artista que nunca, sin querer; porque la gracia que Dios ha querido llevar a su corazón, también la derrama sobre su arte, piense en ello o no el artista, pues le ha de servir de instrumento para edificar las almas con el señuelo de la hermosura.

Es claro que el ánimo actual del conde ruso respecto de sus facultades literarias es análogo al que daba a comprender Lope de Vega, cuando, si ello es verdad, al morir decía que todos sus cientos de comedias los daba por un poco de piedad verdadera, en aquel supremo trance.

Un día, San Francisco de Asís, también poeta, artista a su modo, empezó por entretenimiento, a tallar una copa de madera; y vio que hacía primores, que tenía vocación para el caso; y con inocentísima complacencia de santo poeta, se recreaba en su obra; pero después temió que tal ocupación y tal contento no fueran provechosos para el alma... y ya no talló más que corazones de santos.

Análoga disposición parece ser ahora la del espíritu de Tolstoi; y a mi ver, tal sentido tienen, en el fondo, recientes escritos suyos en que no se reconoce todo el valor real de lo estético, de la producción literaria particularmente; pero que acaso más que una doctrina científica representan el estado de ánimo del noble asceta. Sí, un poco asceta, como han solido serlo cuantos han tomado muy en serio el asunto de la perfección moral y religiosa. Tal vez el ascetismo vale más que como criterio y como doctrina rigurosos, como expediente empírico para huir de probables tentaciones.

Y esto me trae, como por la mano, creo, al núcleo de la doctrina, del apostolado de Tolstoi, que en Resurrección se manifiesta acaso con más elocuencia que nunca, pero con el mismo profundísimo sentido de siempre.

Mucho quisiera explicarme con suficiente claridad, para que me entendieran ciertas gentes, acaso bien intencionadas, pero precipitadas en la acción, y al pensar, muy superficiales.

No falta quien quiere incorporar a Tolstoi al ejército de cierto radicalismo exaltado, utópico, que pretende transformar toda la sociedad por una palingenesia de carácter apocalíptico.

Tolstoi no es de éstos. Por lo tanto, es claro que hay que separarle de cuantos predican la violencia, las reivindicaciones sangrientas. Él no admite la fuerza, el dolor ajeno causado con intención; no ya para la venganza, ni siquiera para la defensa. Esta teoría de la no resistencia al mal, podrá admitirse o no, pero no hay que creer que es un arranque de sentimentalismo sin consistencia filosófica. Extremándola mucho más, un filósofo, ruso también, aunque profesó en Alemania, Spir, nos da su fundamento metafísico; si bien Tolstoi no llega a las afirmaciones del ilustre pensador citado.

Veamos la diferencia y la semejanza. Para Spir, lo real es Dios, lo absoluto; todo lo que no es por sí, es una apariencia. El yo, como el individual, el yo del egoísmo pudiera decirse, es aprensión también; ese yo no es inmortal: lo inmoral en nosotros es lo que de nosotros se adhiere a la verdad y al bien, que son en Dios. Lo demás es sombra. En cuanto al mundo exterior, natural, Spir ni lo afirma ni lo niega; pero no se lo explica. La naturaleza, para él, es inmortal. Dios no ha hecho el mundo, que no se sabe lo que es. El hombre, sin embargo, condicionado por el cuerpo, no debe destruirlo, sino emplearlo para poder realizar la verdad y el bien, que es lo real.

Tolstoi no niega el mundo natural, ni suele ahondar en el aspecto metafísico de su doctrina; pero refiriéndolo todo a nuestro destino, a lo que debemos hacer, sostiene que lo sustancial en nuestra vida, lo que no es engaño, apariencia, y en definitiva dolor, es el olvido del yo para dedicarnos al bien de los demás. Sólo puedo ser feliz cuando no busco mi felicidad en mí, sino en la felicidad de los demás. El mal que los demás me hagan, no es mal -para mí-, en cambio, lo es el que yo les haga a ellos.

Como se ve, en el resultado moral, la doctrina de Tolstoi coincide casi con la de su compatriota Spir. Consideradas tales doctrinas, podrá parecer cualquier cosa menos superficial e ilógica, la teoría de la no defensa.

Pero Tolstoi agrega con gran sentido a mi ver, su doctrina al Cristianismo. Quiere darle la pátina sagrada de la sublime tradición religiosa, remontándose, por supuesto, a la pureza primitiva. Así como sus teorías de la felicidad lograda por la muerte del egoísmo las expone principalmente en los varios libros que dedicó a la historia de sus creencias, y de modo indirecto en las principales de sus novelas, como veremos luego; la relación de tal criterio al Cristianismo, la estudia de manera especial en su libro acerca de Los Evangelios; y desde el punto de vista artístico, en esta nueva novela. Y este es otro aspecto interesante de Resurrección, el principal acaso. En Los Evangelios y en otras obras, como por ejemplo, en un artículo reciente titulado «Mentiras religiosas», Tolstoi parece separar la esencia del Cristianismo de lo que, según él, aunque suele unírsele, no sólo no le pertenece, sino que es antitético. El lazo del hebraísmo religioso con la idea cristiana es sólo exterior; lejos de ver cómo otros, radicales en sentido contrario, en el Evangelio, sólo un desenvolvimiento estético, y activo y lleno de gracia, de gérmenes que ya están en el Antiguo Testamento, Tolstoi los separa por irreconciliables. Acaso en esto se equivoca por lo extremado de su pensamiento; acaso, vio en este punto mejor Renan, entre otros, encontrando tradición cristiana, por decirlo así, en el espíritu de los grandes profetas; pero en otras relaciones el mismo Renan tiene que reconocer grandes variaciones. Tolstoi tampoco admite la solidaridad entre el Evangelio y el trabajo posterior dogmático de la Iglesia.

Para él, Jesús dice que lleva a Dios dentro de sí, que Dios está en nosotros; es nuestra caridad, que es el bien y la verdad que importan. En este punto, en su libro sobre el Evangelio se expresa en términos que hacen dudar si reconoce la trascendencia de Dios. En Resurrección ya es otra cosa. Es claramente cristiano, aun insistiendo en su punto de vista; pero Dios, que está en nosotros, es reconocido en su realidad trascendental, aunque no en sentido dualista. Otros libros, novelas o no, de Tolstoi son profundamente morales; éste, Resurrección es además, a veces, profundamente religioso; y cuando lo es, llega a la sublimidad, que le da como una santa aureola.

Al final, sobre todo, cuando el protagonista procura penetrar, y penetra, todo el sentido íntimo del Sermón de la montaña, Tolstoi se eleva a inmensa altura, como artista y como religioso. En sus teorías sociológicas, aun las más hábiles y generosas, podemos verle en ese nivel en que le ve el crítico francés antes citado; podemos separarnos de su tesis; pero cuando la considera desde esta otra perspectiva celeste, pudiéramos decir, cuando se apoya, no en disquisiciones que algunos han tomado por utopías de anarquista pacífico, sino en la música interior, íntima del Evangelio, entonces, al que sea capaz de seguirle en tal jornada, sólo le queda reconocerle el triunfo; sí, triunfa Tolstoi apoyando su pensamiento, su cabeza, sobre el corazón de Cristo, como San Juan en la noche de la cena.

Por donde se ve, que no hay que mezclarle con los ácratas y libertarios, no ya con los violentos, pero tampoco con los pacíficos. Estos, aun los más simpáticos, pueden proceder de la teoría optimista del estado natural, de la artificial antítesis de la naturaleza y la sociedad; de Rousseau, en suma; Tolstoi procede de la Cruz.

Pero, no sólo se separa en esto de los ácratas, libertarios, etc., aun los mejores, por los cuales, él siente simpatías que bien demuestra en Resurrección, por cierto. Se separa en el modo, en el método para buscar la salvación social.

Esta cuestión es de capital importancia, y el tratarla con la detención, y profundidad convenientes nos llevaría fuera de los límites de un prólogo. Procuraré resumir la idea.

Los reformadores sociales, los de buena fe, los que por real amor a la humanidad aspiran a cambiar la vida pública, corrigiendo sus defectos, buscando en nuevos procedimientos e ideales el progreso de la sociedad, pueden seguir dos caminos. O dedicarse directa, inmediatamente a procurar en la sociedad misma que los rodea ese cambio, esa reforma, sin empezar por examinarse a sí propios y prepararse a su apostolado con la reforma, con el perfeccionamiento de sí mismos; o abstenerse de reformar a los demás, de influir en el medio social, hasta encontrarse dignos de tan magna obra, mediante reforma interior, austera educación del alma, para ponerla en estado de poder servir de veras a la mejora social, merced a obras y acciones que supongan equilibrio moral, lucidez y serenidad de espíritu, fundadas en la virtud sólida, en el dominio enérgico de las propias pasiones. El primer camino es el que suelen seguir la inmensa mayoría de los reformistas; se puede decir que Cristo fue quien enseñó a la humanidad a seguir el segundo, por más que hasta ahora no hayan continuado muchos por tan ardua propedéutica.

Si se compara, por ejemplo, la vida de los grandes santos, que además fueron reformistas sociales, con la vida de los grandes revolucionarios, se verá, en general, que estos últimos atendieron mucho más a la perfección de la sociedad que a la propia; pensaron mucho más en los vicios sociales, que en los de su incumbencia. En los otros, en los santos, se ve el cuidado esencial de la propia conducta; no ya en ciertas virtudes cívicas, que también los reformistas de otro género suelen tener, sino en el esmero de la vida interior, de las virtudes íntimas, base de la sólida caridad. Sirva de ejemplo único, por abreviar, San Francisco de Asís. ¿Quién reformó más que él? ¿Quién influyó más en el cambio íntimo, moral de la sociedad de su tiempo? Pero antes de lanzarse a predicar, y fundar conventos y convertir infieles, empezó por asegurarse de su propia reforma, del cambio interior, de la íntima fortaleza, para poder creerse digno instrumento de la obra que quería emprender. Hasta el día de la suprema prueba, cuando venció repugnancias naturales, besando las llagas del leproso, no empezó a creerse digno de procurar la reforma social a que aspiraba.

Tolstoi es revolucionario, reformista de esta clase; la mayor parte de ácratas, anarquistas y libertarios del día suelen ser de la otra. Tolstoi es de los que empiezan por la propia reforma, por la disciplina interior, tanto en su vida real, como en su teoría, representada por la acción de sus personajes. El príncipe Pedro de La guerra y la paz es el más gráfico ejemplo de esta creencia y de esta práctica de Tolstoi; pero sigue el mismo camino el príncipe Andrés; y en Ana Karenina análoga tendencia se puede observar en Levine, que concluye la novela diciendo... «mi vida interior ha conquistado su libertad; ya no estará a merced de los acontecimientos, cada minuto de mi existencia tendrá un sentido evidente y profundo, en que podré inspirar mis acciones: el sentido del bien».

Sigamos con el recuerdo al célebre personaje que, disgustado de las grandezas mundanales, busca la paz del alma asociándose a grandes empresas; y en ninguna encuentra el bien que anhela; y entra en la masonería, porque se la pintan como sociedad que busca la reforma del mundo; y sale desencantado de aquella compañía, porque ve en ella... lo que antes decíamos, el prurito noble de hacer bien al prójimo con reformas exteriores, con resortes sociales; pero con la ineficacia que nace de no empezar por una seria, profunda, austera reforma moral del mismo reformador. Y comprende el héroe de Tolstoi que lo que tiene que hacer es... empezar por sí mismo, hacerse él bueno, para poder procurar eficazmente el bien de los demás.

Neklindoff, el protagonista de Resurrección, sigue el mismo camino. Verdad es que se indigna ante las injusticias y torpezas de la ley; que estudia y censura el derecho penal y los procedimientos; que se mezcla a la vida de los presidiarios para procurarles alivio... pero no va a esto como el inglés que encuentra repartiendo biblias en Siberia, sino siguiendo la propia reforma, el cumplimiento de un deber personal: y al cerrarse la novela, a pesar de tanta materia de psiquiatría social, por decirlo así, como en ella se ha tratado, lo esencial es todavía la reforma interior de Neklindoff, el nuevo sentido que le encuentra a la vida; la abnegación, el bien; lo que aprendió en el Sermón de la montaña, el día que lo leyó a la luz de la aureola espiritual de la gracia...


CLARÍN.                


Oviedo, abril, 1900
(Lissorgues, 1989, II, págs. 214-223)
               






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