Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
IndiceSiguiente


Abajo

Libro de Sigüenza

Gabriel Miró




ArribaAbajoLector

(Página preliminar de la primera edición)


Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendo el dolor de sus hombres leprosos.

Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emociones de mi juventud.

Para mí, Sigüenza significa ahínco, recogimiento, evocación y aun resignación de las cosas que a todos nos pertenecen. De aquí que su libro puedas considerarlo tuyo. Yo te digo que lo que en él se refiere se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando a Sigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mí según era ya en su principio. Y cuanto él ve y dice, no supe yo que había de verlo y de decirlo hasta que lo vio y lo dijo.

Lector: que Sigüenza te sea tan amigo como lo fue mío, aunque no, que no lo sea, porque sospecho que tanta amistad no habría de consentirte la grave madurez de pensamientos necesarios para una vida prudente. Tú, después que él te lleve por algunas comarcas levantinas y catalanas, déjatelo en este libro, siquiera hasta que yo te lo traiga en otro, si me quedase vagar para reunir algunas glosas y jornadas que todavía andan esparcidas, como lo estaban las que aquí te ofrezco.






ArribaAbajoCapítulos de la Historia de España


ArribaAbajoEl señor de Escalona

(Justicia)


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

-¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».

Y como aquellos varones rectos de corazón todavía insistiesen en sus prudentes avisos y comunicasen sus pensamientos a los padres, ya que el hijo no fuese ni lirio ni avecita, Sigüenza les preguntó que de qué manera había de pensar en el día de mañana.

Entonces ellos le respondieron:

-Estudios tuviste y ya eres licenciado.

¡Señor, él que ya no recordaba su título y suficiencia! Para estrados no aprovechaba por la pereza de su palabra; tampoco para Registros ni Notarías por su falta de memoria y voluntad.

En aquella época, un ministro de Gracia y Justicia, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, hizo una convocatoria para la Judicatura.

Y todos le dijeron:

-Anda; ¿por qué no te haces juez? Un juez es dueño del lugar; parece sagrado; todos le acatan, y además comienza por dieciséis mil reales lo menos.

Y Sigüenza alzó los hombros y murmuró:

-Bueno; ¡pues seré juez!

Lo decidió con alguna tristeza, como resignándose a ese poderío y autoridad del mando. Pero luego despertose iluminada su alma. ¡Quizá en el sosiego de la judicatura -porque él haría de su partido judicial una venturosa Arcadia- pudiese escribir libros peregrinos el día de mañana! Sorprendiose pensando en el día de mañana. Y abrió los rojos códigos, el panzudo Sánchez Román, las rollizas Leyes, de piel etiópica y los cantos teñidos de colores, de Medina y Marañón, y estudió la inhibitoria y la declinatoria hasta enredarse en el lindo juego de los tres días.

Pronto comenzaban los ejercicios.

Era invierno. Los vestíbulos de las Salesas hervían de opositores; unos leían ceñudamente sus libros, y si alguien osaba pedirles noticias de los exámenes o de su ciencia, ellos apenas si les miraban; otros paseaban muy engallados y solemnes; no les faltaba sino la vara de mando; muchos se espesaban junto a las tablas alambradas de los anuncios, cotejando la calificación de sus camaradas. Sí, eran camaradas; se llamaban: «Oiga usted, compañero; dígame, compañero». Y cuando el compañero se apartaba quedábanse hablando del compañero. ¡Oh noble juventud y cómo te alteras cuando piensas en el «día de mañana»!

Separose Sigüenza de tantos amigos para asomarse a la tarde. Comenzaba a caer una blanda y fría llovizna. Sigüenza pensó en su hogar, en las vidrieras de su cuarto, frente al Mediterráneo solitario y azul.

La plaza de las Salesas estaba blanca y dura de escarcha; pareciole un lugar remoto, extranjero y tristísimo; nadie se le acercaba con efusión, a nadie conocía, y he aquí que lejos apareció un señor, bajo un paraguas ancho, recio y pardo, un paraguas de hacendado rural de Castilla, y caballero en un jumento viejo, cansado, de corvejones peludos y llenos de cazcarrias. Lo guiaba un buen hombre que traía anguarina y zahones. Todo el grupo se copiaba en la mojada tierra.

Desde el cancel comenzaron ya a mirarle muchos opositores. ¿Se atrevería a llegar de esa manera hasta los portales del Palacio de Justicia? Y sí que lo hizo. Apeose en el peldaño, se quitó la manta, toda prendida de lluvia del camino como un ramaje, dio las riendas y el paraguas al espolique, y pasó dejando su huella de agua en las viejas y solemnes losas.

Acaso adivinó en Sigüenza un camarada lugareño, porque entre todos lo escogió para preguntarle, asustado como un chico de escuela, si habían comenzado ya los ejercicios. Le sosegaron las palabras del levantino, y el nuevo le dio de fumar de una petaca gorda, de cuero no curtido.

Era un hidalgo moreno y enjuto, de pelo va canoso y honda la mirada con un velo o apagamiento de cansancio y tristeza; bajo la falda de su sombrero resaltaba la palidez marchita de su frente. Tenía muy buena presencia, pero sus ropas rugosas, descuidadas, ajadas, denotaban antes al hacendado comido por el fisco, o al comisionista de guanos, que al dado a estudios de profesión liberal o académica. ¿No sería padre o tío materno de algún opositor provinciano?

Y Sigüenza se lo preguntó. Y el nuevo, sonriéndole, le dijo que no era el padre ni tío, precisamente materno, de ningún opositor, sino el mismo opositor en persona, casado y con cuatro de familia.

-¿Y viene usted de muy lejos?

Le repuso el otro que de Escalona, en borrico, y con un mal de ijada que no tenía bastante mano para sepultarse el puño en el sitio del dolor.

-¡Bien merece -profirió Sigüenza-, bien merece usted fortuna, y que salga de aquí tan juez como yo quisiera marcharme, que también tengo en Levante un hogar con mujer y con hijas, y padres viejos que no descansan pensando en mi vida! Y puesto que de todos somos los más lugareños y necesitados, animémonos y seamos también verdaderamente camaradas. ¡Quién sabe si algún día hemos de hallarnos de magistrados muy orondos en la Audiencia de Castellón de la Plana o de Segovia!

Sonriose el señor de Escalona, pero en su profunda mirada había un brillo húmedo de lágrimas.

Y el levantino y el castellano se dieron los brazos, y se quisieron, y se notaron fuertes, corroborados por la dulce amistad.

Pero sonaron los timbres de la sala de oposiciones, y el señor de Escalona suspiró:

-¡Ay, Sigüenza!

Sigüenza le golpeó alegremente los hombros, riéndose como un buen meridional.

Todos se le quedaron mirando. Y Sigüenza, escondiendo su apocamiento y susto, profirió en bromas:

-¡Cómo, mi querido magistrado! ¿Volvemos a la desconfianza y mohína?

-¡Ay, Sigüenza -dijo el de Escalona-, es que quiero que sepa que para venir a oposiciones empeñé un olivar de mi mujer; lo último que nos quedaba; y si no salgo hecho juez de esta casa, mis negruras y el mal de ijada acabarán conmigo!

Algo le consoló de estas tristezas el levantino, contándole de lo suyo, y con estos coloquios llegaron al salón, en cuyos quiciales se enjambraba la juventud de tal manera, que recordaba las rudas y hermosas comparanzas que hace el padre Homero de los combatientes en la Ilíada.

Para estos exámenes no se daba cartel o programa de estudios, y el pobre opositor, cuando hundía su mano en las bolsas de los temas, palpaba de verdad toda, toda la ciencia jurídica hecha cedulillas o papeletas.

Sigüenza le preguntó al castellano si lo sabía todo. Y el de Escalona palideció:

-¡Y quién sabe lo que es todo!

Otro camarada de al lado le oyó y se fijó en sus ropas recias de palmilla de Cuenca. Ese buen hombre del jumento no debía saber ninguna lindeza jurídica; a lo sumo retendría algo de los códigos, tan gordos y ásperos como sus pantalones.

Sigüenza y el de Escalona, sencillos y medrosos, contemplaron el estrado del tribunal. Había once varones solemnes. Allí estaba don Manuel García Prieto, entonces nada más abogado, aunque de mucha autoridad, fino, gentil, muy grato para el levantino, porque supo que residía en un palacio de hermosa y elegante rudeza de casa suiza; allí también se veía al señor don Ismael Calvo y Madroño, cuyo segundo apellido le presentaba a Sigüenza la brava simplicidad de un bosque con los arbustos encendidos de aquel fruto otoñal; allí reposaba el magistrado señor Ponce de León, ancho, lardoso, de párpados perezosos y oblicuos; parecía un mandarín con levita un poco estrecha; y otros que no pudo ver porque le llamaron a la tribuna.

Subió Sigüenza. Desdobló la primera papeleta de los temas de su suerte. ¡Oh malaventura! Y leyó: Policía de Abastos. ¡Señor!, ¿qué sería Policía de Abastos?... Y el señor Ponce de León por una rendija de sus párpados le miraba, le miraba insaciablemente.



El señor de Escalona y el señor Sigüenza retornaron vencidos a sus hogares.

Años después, tocole al levantino ser jurado en la Audiencia de su provincia.

En la húmeda y fosca entrada del viejo casón de la Justicia hacían corros unos hombres lugareños, mudados, muy humildes. Fumaban, hablando de sequía, de sementera, de mulas de labranza, de diputados de su distrito.

Si alguno intentaba subir la decrépita escalera, un ujier menudo, trasijado, con botas de paño, grandes, dobladas, siniestras, de difunto, y la casaca raída, calva, demasiado holgada, de difunto también, decía que estaba prohibido hasta que llamasen.

Después, ya en el estrado, un licenciadito con toga flamante, y el birrete ladeado a lo lindo, les dijo a los señores jurados que «por las conquistas del Derecho moderno», ellos eran los «mantenedores de la sociedad»; «les estaba encomendada una augusta, una sagrada misión», y les llamó sacerdotes. Los jurados, sorprendidos, miraban al ujier, que no les dejó pasar de la escalera.

Todo se lo escribió Sigüenza a su amigo el señor de Escalona. Y acababa la carta de esta guisa:

«A estas horas, amigo mío, ya habrá sido usted jurado en su Audiencia castellana, como yo lo fui ha pocos días en la de mi ciudad. ¡Y quién duda de que, al sentarse para administrar justicia y después de ver ujieres y curiales y de oír las maravillas de los abogados, no se le hayan renovado las memorias de nuestras oposiciones! ¿Y para esto nos afanamos, y sufrimos, y empeñamos nuestra pobre hacienda? Pero no nos pese. Alcemos los hombros y bendigamos la vida, que nos ha permitido colaborar en un capítulo de la Historia de España...».

1907.




ArribaAbajoEl señor Cuenca y su sucesor

(Enseñanza)


Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.

Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.

Sigüenza contemplaba la tarde, angustiado, enfermo de tristeza, una tristeza tan acerba, tan densa, que le parecía que no era sólo un sentimiento suyo, sino que tenía una realidad propia, separada, grande, más fuerte que nuestra alma; la tristeza se le incorporaba de todo lo que veía, porque la vega, sus humos, sus árboles, los montes y el cielo, todo estaba hecho, cuajado de tristeza; la misma que le oprimía siendo chiquito, cuando, vestido de uniforme de colegial, salía con su brigada, la de los pequeños, por aquellas sendas, aguardando el paso del tren, un tren que le traía tantas memorias alegres, que aun le entristecía más que el paisaje y el regreso al Colegio de Santo Domingo.

Y Sigüenza volviose a un hidalgo, camarada de viaje, que llevaba a su hijo para ponerlo interno en los Jesuitas, y moderadamente le confesó algo de sus recuerdos de convictorio.

El hidalgo le interrumpió:

-¿Y no volvería usted a esos años? ¿No le parece a usted que es una tristeza muy sabrosa la de la niñez de colegio? ¿Que no? ¡Pues cómo! ¿Que si tuviese usted hijos no los traería donde usted estuvo?

Sigüenza dijo que no. Si esa tristeza es gustosa lo será únicamente para los grandes; pero la de los niños es seca y helada, sin ese perfume de la lejanía. Cuando él estaba en Santo Domingo envidiaba la vida ancha y libre de un herrero cercano, cuyos cantos y el martilleo de su forja penetraban alborozadamente por todas las ventanas, invadiendo el silencio de los estudios; envidiaba a un señor Rebollo, mercader de chocolates elaborados a brazo, y al pasar por su portal todos los colegiales se miraban, recogiendo con delicia el rumor del rodillo y el tibio aroma del cacao; envidiaba a los hombres que estaban sentados a la orilla del río fumando y mirando las burbujas de la corriente; envidiaba a un cochero que iba a la estación restallando la tralla, que sonaba como un cohete de fiesta, piropeando a gritos a las huertanas, y se imaginaba que ese hombre estaba hecho de la santa emoción de todos los hogares, porque en su vetusto coche llegaban casi todos los padres de los internos. Le llamaban Arrancapinos, apodo maravilloso, legendario, pintado sobre la portezuela con letras muy recias de color de cinabrio, rodeando una figura como un mico tirando del ramaje. Y mientras traducía por la noche los quince versos de la Eneida, señalados con la huella de la uña, Arrancapinos pasaba gloriosamente como un Esplandián o un Amadís por las páginas del Diccionario y del texto, que se transformaban en un pinar centenario, rumoroso, fragante, encantado.

-Y eso ¿qué importa? -decía el hidalgo-. ¿Qué tiene que ver eso con dar crianza, con educar a los hijos? ¿Usted tiene hijos? ¡Ah, vamos! ¿Que tiene usted dos hijas? Pues perdóneme, pero, creo que debe usted malcriarlas. ¿Que sí que las malcría? ¿Que sí, dice usted que sí? ¡Hombre, por Dios!

Sí. Acaso Sigüenza malcriaba a sus hijas, según algunos pareceres, y era porque cuando estaban enfermitas recordaba las veces que para reprimir algún antojo de las pobres criaturas les había hablado con aspereza, y Sigüenza, arrepentido, prometiose no hacerlo más...

-Eso -gritó el hidalgo- estaba remediado llevándolas internas a un colegio de mucha severidad.

-¡Internas! ¡Nunca!

El padre del colegial indignose hasta enrojecérsele toda su rolliza cara de hacendado de la provincia de Alicante.

Llegaron a Orihuela, y en el coche hasta la fonda, y después, mientras cenaban, siguieron platicando de lo mismo.

Sigüenza le dijo:

-¡Si hubiese conocido usted al señor Cuenca!

-¿Quién es ese señor?

-En los colegios de los Jesuitas hablan de «usted» y tratan de «señor» a todos los educandos, aunque sean muy chiquitines. Ya sé que lo sabe. Yo entré a los ocho años en Santo Domingo, y me pasmaba tanto «usted» y tanto «señor» en boca de aquellos sabios sacerdotes gravísimos con gafas relucientes, cuando en mi casa me tuteaban las criadas; pero todavía me maravillaba más que se lo dijesen a un rapazuelo que estaba a mi lado; yo traía pantalones largos, pero los de mi vecino eran cortos y llevaba medias. Es que era mucho menor que yo: delgadito, pálido, muy triste, distraído; las manitas siempre manchadas de tinta; las cintas del calzoncillo y los cordones de las botas desceñidos y colgando. Se llamaba Cuenca. Pero ya sabe que allí se le decía señor Cuenca. «¡Señor Cuenca, señor Cuenca!», pronunciaba seco, imponente, el Hermano Inspector. Yo miraba a mi compañero, que tenía la cabecita hundida entre sus brazos, cruzados sobre el pupitre. Y el Inspector murmuraba: «Señor Sigüenza, sacuda al señor Cuenca, que está durmiendo». Yo le despertaba. El señor Cuenca abría sus grandes ojos, velados de tristeza y de sueño; mirábame pasmado, se desperezaba y sonreía, perdonándome. Tronaba la voz del Hermano. Y el señor Cuenca alzaba los hombros y me preguntaba: «Pero ¿qué dice el Hermano?».- «Pues dice que te pongas de rodillas».- «¡De rodillas! ¿Para qué?».

El señor Cuenca se arrodillaba.- «Señor Cuenca, señor Cuenca, tendrá usted una mala nota en aliño; ¿no ve usted que se le caen las medias?».

Casi siempre había yo de subírselas; eran unas calzas de lana gorda y blanca, hechas en su casa manchega por las manos del ama del señor Cuenca; y había yo de ceñírselas, que el señor Cuenca no sabía hacerse la lazada de las ataderas. Al lado del señor Cuenca creíame yo un hombre grande, protector, y le sonreía paternalmente...

Vino la semana de Ejercicios Espirituales. La pasábamos sin hablar, haciendo examen de conciencia, oyendo pláticas sobre el Pecado, la Muerte, el Infierno, el Purgatorio, la Salvación... Las ventanas de la capilla estaban entonces casi cerradas; el altar, todo colgado de negro. Cuando cantábamos el «¡Perdón... oh... oh, Dios mío!», gritábamos desesperadamente, no sólo porque implorásemos la gracia con encendido ahínco, sino también por vengarnos de nuestro silencio... Y el señor Cuenca no cantaba; cerraba los ojos y doblaba su cabecita, descansándola en mi hombro izquierdo. Yo le decía: -«¡Te advierto que nos van a castigar a los dos!».- Y el señor Cuenca sonreía sin mirarme. Estaba muy blanco, con dos arruguitas junto a los labios, como si fuese a sollozar, y murmuraba: -«¡Me duele más la frente!».

El último día de Ejercicios, en vez del señor Cuenca se puso a mi lado otro niño gordo, colorado, quieto y muy devoto. Yo le pregunté: «¿Y Cuenca? Tú, ¿dónde está Cuenca?». Pero esa criatura ni me contestó. En el recreo le pedí permiso al Hermano para hablarle, y no quiso otorgármelo. Y acabada la semana de silencio, cuando todos los colegiales prorrumpieron en su primer grito libre, expansivo, gozoso, corrí al lado del Inspector y le pregunté por el señor Cuenca. «¿Todavía no sabe que preguntar es una grave falta? No lo vuelva a hacer», me dijo.

Me aparté mohíno y humillado, pensando en el señor Cuenca. ¿Por qué no estaba ya con nosotros aquel niño pálido, chiquitín, dulce y mustio que cuando sonreía daba más lástima que si llorase?... ¿Dónde estaría mi camarada con sus pantaloncitos color de oliva y sus medias blancas, flojas, rugosas, que no sabía atarse y estaban implorando las manos de la madre, o siquiera las del ama del señor Cuenca?

...Pasados dos días, después del primer recreo de la tarde, no fuimos a los estudios, sino al dormitorio, y al entrar en las camarillas ordenó el Inspector: -«Uniforme de gala, abrigos y gorra».

Nos vestimos pasmados. ¿Dónde iríamos con ese traje siendo miércoles?

Bajamos a los claustros. ¡Señor, qué pasaría! ¿Es que llegaría el Reverendo Padre Provincial? ¡Sí, sí; el Padre Provincial sería, que acaso nos concediese en memoria de su visita alguna fiesta, una comida extraordinaria en el campo!... ¡Y el señor Cuenca que no estaba! ¡Tanto como nos divertiríamos! Pero ¿dónde estaba Cuenca?

Entramos en la iglesia. Y me estremecí angustiadamente. El cabello y las sienes me sudaban un hielo derretido.

En el presbiterio había un ataúd estrecho, blanco, rodeado de cirios, y dentro de la caja, muy amarillo y muy largo, vi al pobre señor Cuenca, que me sonrió, ¡a mí me sonrió, lo juro!, y me sonreía como mostrándome sus pantaloncitos largos del uniforme de gala.

El padre del colegial encendió un cigarro; envolviose de humo y murmuró tosiendo:

-Es falta de cuidado; éste -y señalaba a su hijo avanzando la barba-, éste no ha llevado nunca botas de cordones, sino de las otras, todas de una pieza, con elásticos y calcetines, y en los calzoncillos botones... ¿verdad, tú?

1908.




ArribaAbajoEl paseo de los Conjurados

(Revolución)


Era un paseo largo, antiguo y desamparado; tenía las empalizadas podridas; las pilastras, grietosas; el piso, agreste; los bancos, rotos, con hierba en sus heridas; la fuente, seca; los árboles, polvorientos... Había dos edificios grandes, amarillos y decrépitos: el Hospital y el Hospicio. Es que en muchos pueblos, los casones viejos, opresores, húmedos son para las criaturas frágiles, doloridas y tristes. También suele suceder que una catedral venerable sirva de alojamiento de un escuadrón de caballería.

Las callejas angostas, cercanas a ese paseo de las afueras, llevan el nombre de un poeta, porque un día el Cabildo siente una lírica exaltación y decide glorificar a un peregrino ingenio escribiendo su nombre en el ladrillo, en el rótulo de una esquina. Es costoso el hallazgo de la calle porque todas ostentan el apellido glorioso de un corregidor, de un político o de un general. Por fortuna, la Naturaleza es conciliadora: hay en los extremos del pueblo una callecita que se llama la «Calle del Aire» o «Calle del Árbol», y se quita el Aire o el Árbol y lo sustituye Fray Luis de León o Garcilaso. Pero los vecinos y aun los bandos y pragmáticas municipales siguen diciendo «calle del Aire o del Árbol».

Era aquel paseo el de las familias enlutadas, de los hidalgos viejecitos y aburridos, de los lisiados y enfermos. Y cuando se cruzaban los solitarios quedábanse mirando, y volvían la cabeza para mirarse más. «Este pobre también lleva luto, o tiene la color de las enfermedades». Y diciéndolo repasaban las malaventuras suyas.

Junto al paseo comienzan los campos sembrados, las morenas tierras de labranza, los jugosos terciopelos de las alfalfas regadas por una noria cuyo gemido de cansancio penetra en el silencio de toda la tarde. Sube un ciprés al lado de una masía. Lejos ondulan las montañas.

El paseo recibe la emoción resignada y buena de este paisaje.

Estos paisajes que vemos desde el término de las ciudades envían siempre a Sigüenza una promesa bienhechora de holgura íntima, un ansia de recogerse, y le dejan también la duda de si no sabríamos hallar esos bienes aunque nos entrásemos en el gustoso apartamiento.



...Aquel paseo era como una hacienda abandonada de algunos nobles señores va muertos; la heredad de los rancios y graves hidalgos de 1835 o 1840. Entonces no habría otro lugar donde solazarse, porque la ribera del mar, ahora con frescos macizos de jardinería inglesa, con el bullicio y elegancia de las grandes avenidas, y terrazas y marquesinas de hoteles, estaba en otro tiempo silenciosa y cegada por viejas murallas.

El paseo ha ido envejeciendo y despoblándose. Cuando el hombre progresa abandona los gustos y lugares que cuidó y quiso otra generación. Y parece que los lugares preteridos empiezan a depurarse en el abandono, llegan a categoría de «monumentos», de fondo y grandeza de emoción, cuando se quedan a la espalda de las gentes. Unas figuritas de viejos caballeros que todavía los frecuenten nos parecerán de un arcaico grabado en madera. Las perfecciones de los hombres futuros les permitirán descubrir las hermosuras de hogaño, escondidas para nosotros. Todo se va iluminando y enlazando serenamente, aunque los pensadores brillantes separen, fragmenten la vida como si aserrasen un árbol.

...A Sigüenza le interesaban cordialmente dos viejecitos del olvidado paseo. Era casi seguro que creyesen al mundo en el terrible trance de la condenación, sin culpa de ellos. Volvían los ojos a la ciudad, dorada y magnificada por el crepúsculo, y murmuraban compadecidos: «¡Está perdida; todo se ha vuelto farsa, lujo y pecado!». Imaginaban que sus hijos, o por lo menos sus nietos, llegados a sus años, tan sólo podrían pisar los ardientes escombros del pobre pueblo.

Y el pobre pueblo no ardía ni se condenaba.

Entrambos viejecitos son calmosos; tienen el bigote lacio, de una blancura tostada por el humo del cigarrito, un cigarrito muy flaco. Su vientre hace la misma curva; traen puños sin lustre, con gemelos anchos de monedas de plata; el cuello, redondo y cerrado, de eclesiástico; la corbata, marchita, de cuadros, semejante a un tapete de mesa de camilla que Sigüenza ha visto en la casa de un señor como estos señores; las botas, de gafas, que son muy fáciles de abrochar, y el pantalón les hace las mismas blandas arrugas. Uno vestía de luto; el otro, de color de tierra; pero no importaba, porque las ropas de los dos viejecitos parecían iguales.

Hablando, hablando se inclinaban trabajosamente para recoger del suelo un botoncito de nácar o de vidrio, una hojita de calendario, una aguja que relumbraba mucho.

Llevaban bastones que suenan como si estuvieran quebrados, y a uno de ellos se le había caído la contera. Y, de cuando en cuando, oprimía delicadamente el cuento desnudo; lo tocaba como si estuviese en carne viva. Siempre se paraban en un cantón del Hospicio. Agarrado a un sillar, colgaba un lagarto muerto; se había secado entero; los ojitos vacíos desbordaban de hormigas insaciables, y algunas salían enloquecidamente por la cola que empezaba a deshacerse.

Los dos viejecitos, después de contemplarlo, encogían los hombros.

-Yo no me explico que pueda sostenerse estando muerto.

-Y debe de estar todo hueco; le andan por dentro las hormigas y parece que respire...

Tal vez ellos se veían muertos, secos y cogidos con la mano crispada a un sillar; pero se resbalaban por la piedra, se caían.



Sigüenza habló con los dos viejecitos. Acercose a su amistad invitado del reposo de sus vidas. Casi se confundirían las memorias de su antaño y las emociones de su presente como una ciudad y su imagen dentro de un lago. ¡Qué apacible vivir! Las tardes gloriosas de estío, las mañanas de invierno, abrigaditas de sol, vendrían a este paseo y...

Pero ellos le interrumpieron con esta terrible interjección: «¡Canario!».

Y no recuerda Sigüenza si fue el señor vestido de luto o el de color de tierra quien le contó:

-Nosotros vamos a la oficina por las mañanas desde hace treinta y ocho años...

-¡Treinta y ocho años en una oficina, Señor!

-En la misma oficina, no, señor Sigüenza, en varias. Y a este paseo nada más venimos por las tardes; eso sí, todas las tardes. ¡Nuestro paseo! ¡El paseo de los Conjurados!

-¿De los Conjurados, dice? -prorrumpió Sigüenza sobresaltándose-. ¿En este paseo ha podido conjurarse alguien?

-¡Ya lo creo, nosotros; bajo el séptimo árbol de la derecha, uno torcido que le han hincado un clavo de alcayata en el tronco, un clavo enorme; yo no sé cómo puede vivir; nosotros no podríamos!

Su amigo prosiguió el relato de esta manera:

-Nosotros pertenecíamos al Ejército; nos retiramos de tenientes y nos dieron un buen destino de quince duros. Y en mil ochocientos setenta y seis, ¿usted se acuerda de mil ochocientos setenta y seis, o no había nacido?

Y como Sigüenza confesara que no había nacido, el viejecito le tuteó.

-Pues oye: recibimos una visita misteriosa en el escritorio. Nos ofrecían las charreteras de capitán si ayudábamos el movimiento revolucionario. Nosotros dijimos que sí. ¿Qué hubieses tú hecho? ¡Ser capitanes!

Sigüenza dijo:

-¡Claro!

-Y una tarde tuvimos junta, por grupos, en este paseo para fraguarlo todo. ¿Tú imaginas cómo vendríamos? Cuando estábamos cerca del árbol de la alcayata ya oímos que Ruiz Zorrilla desembarcaría en Mahón. ¿Sabes dónde está Mahón? Bueno; pues ahí. Preguntamos más, y un conjurado nos advirtió: «Debajo del árbol tenéis el jefe, que os enterará de todo, ¡ése es!».

¡Fuimos temblando!

Y nos encontramos a un jorobadito. ¡Válgame Dios, un jorobadito! Y nos miramos, y, sin decir una palabra, nos volvimos a la oficina.

Los dos amigos se reían blandamente recordándolo.

Pero Sigüenza sintió una sutil punzada en lo hondo de su vida: ¡Quién no encontró un jorobadito al lado de alguno de sus más dulces ideales!

Y destacose para recibir en su frente el aire campesino que llegaba manso y oloroso a la quietud del paseo de los Conjurados...

1908.




ArribaAbajoUna jornada del Tiro de pichón

(Deporte)


Delante del mar, cercado de tapiales blancos, está el Tiro de pichón con su redonda explanada orillada de una red que descansa encima de las algas. El edificio tiene una fachada con adornos de yeso que recuerdan los primores de soplillo o merengue de las tortadas; hay en las cercas una puerta de hierro de prodigiosa traza modernista; fue admirable la paciencia del autor. ¡Cuánto hierro! Una bandera roja llamea bizarramente sobre el azul, avisando que en su recinto se celebra alguna jornada gloriosa.

Dentro, en los grandes alcahaces, las cautivas palomas vuelan, se arrullan, se golpean en las mallas metálicas del techo, por donde asoma el alborozo de la libertad de los cielos. El aire parece estremecido por el hondo y constante arrullo. Se piensa en una granja manchega, en la paz de los molinos reflejados en el sueño de un río.

Esta reposada y campesina emoción suele apartarla el fragor señorial de los automóviles que llegan a la dulce fachada.

Entran damas hermosas, delicadas doncellas, niños, socios muy galanos; todo el patriciado de la ciudad.

Los tiradores descuelgan sus maravillosas escopetas; se aperciben de unos cartuchos largos, enormes, buenos para la caza del león. En esta del palomo enjaulado es posible que no se pasen los mismos riesgos; pero la demasía de la carga del cartucho se halla justificadísima, porque el palomo debe morir dentro de los límites del solar de la red. Si el palomo cae destrozado, pulverizado, fuera de ellos, el palomo muere con el aborrecimiento del que lo mató, mientras sus émulos se alegran.

A pesar de los feroces cartuchos, algunas veces la víctima cae nada más que herida; puede escaparse. Entonces suele salir triscando regocijadamente un perro esquilado con mucha elegancia; en la punta de la cola le tiembla una graciosa borlita de su pelo.

El intrépido juego de los tiradores es de una innegable amenidad. Se enjaula cada pájaro en una caja, que por un ingenioso mecanismo se abre, deshaciéndose. El palomo pasa súbitamente de la prisión a la infinita anchura luminosa, al cielo sin alambres, y vuela... Suena un estampido, después otro, después otro.

También sucede que el palomo, viendo caer las tablas y recibiendo tan de improviso los dones de la libertad, de la vida suya, del cielo, del mismo cielo de los campos, de los sembrados, de los frescos árboles, queda un instante sorprendido de tanta dicha, de que sean tan buenos los hombres, y no vuela... Entonces los tiradores se sacrifican con austera generosidad y abnegación, y no disparan. Una linda bola, una pedrezuela rueda blandamente hacía la quietecita ave, invitándola a subir a su reino infinito del aire. Y el palomo emprende el vuelo... Suena un estampido, después otro...

Desde fuera, sentado en un roído pedral del muelle, contempló Sigüenza otros lances de este deporte.

Un grupo de chicos descalzos hundía las piernas, abrasadas por el sol del puerto, en las aguas verdes, costrosas de ovas y légamo de las escolleras, y se fueron entrando para asomarse a los tapiales del tiro y acechar.

...Surgió una paloma, crujió un disparo y oyose el golpe del ave muerta rebotando en la peña. Otra hundió la menuda grava de la pista. Dando brincos juguetones apareció el perro; su rabo erguido paseaba con altivez la borlita de su punta. Estuvo buscando, y volvió haciendo cabriolas; en su encendida boca le palpitaba todo el palomo; un ala abierta, tendida, le abrazaba, temblando, la garganta ruidosa...

Después subió otro pájaro al azul de la tarde, como un dardo de vida. Se oyen los secos truenos de las bizarras escopetas. No acertaron. Y el ave se interna sobre el mar; llega a perderse en la desolación de las aguas; un aliento inmenso y húmedo moja sus plumas; está rendida de huir, y no halla reposo en las soledades. Y vuelve. Desde lejos ve las montañas, una tranquila arboleda en el abrigo de un barranco; el refugio de un casal campesino. Su pasada prisión se funde en la rubia claridad de la costa... Volaba cansadamente. Pero los tiradores le esperaban, que en el juego les iba el buen nombre y el dinero de las apuestas. Y el palomo pasó ciego y terrero. De súbito le enloqueció el ruido; ya no vio más el amado paisaje lleno de promesas; sentía una presión caliente en su pechuga; quiso mirar, y descubrió los colmillos blanquísimos y agudos de un monstruo que lo soltaba y volvía a cogerlo retozando, y cerró los ojos; lo último que vio fue una graciosa borlita.

Después salió otro palomo perseguido a tiros. Se escondió entre las piedras del muelle; bajo, se deshacían las olas; su sangre brillaba de sol poniente. Se asomaron las cabezas de los chicos descalzos; lo miraban, lo miraban. Seis manos lo agarraron, lo retorcieron, lo aplastaron...

Otra ave huida sintiose desamparada en los tejados de unas casas muy altas; temió la soledad de la noche, y resignadamente buscó la querencia de sus hermanas.

Acabada la tarde, lucieron los fanales de los automóviles; sonaron las bocinas clamorosas, zarzueleras, algunas como gaitas.

Salía el elegante concurso, bullicioso y feliz. Las señoras aspiraban flores que olían al perfume de sus manos; los niños llevaban unos juguetes muy lindos rifados delicadamente por los socios; un tirador traía a cuestas una copa de plata que semejaba hecha en el Toboso.

Han pasado una tarde deliciosa.

Y, sin embargo, Sigüenza sentía una exaltada piedad por los palomos y por los niños.

Afortunadamente, encontró un buen amigo, que le sosegó diciendo:

-Sospecho que eres un hombre ridículo. Tus lástimas son enfermizas; aquí no se matan más que palomos. Guarda, guarda esas querellas y lamentaciones para mejores causas. ¿No sabes que hubo hombres civilizados, europeos, europeos de verdad, explotadores del caucho, que para saber el alcance de su fusil pusieron en fila siete indios, y horadaron las siete espaldas humanas? Pues en la Patagonia chilena sale un europeo con su rifle al hombro por los inmensos prados solitarios. Lejos aparece la medrosa figura de un indígena; y el hombre civilizado, por distraerse, apunta, dispara y el indio cae sepultándose en la frescura de la hierba; los buitres y los pumas son los únicos que encuentran su cadáver. ¿Qué te parece? ¿No es un ser terrible el hombre civilizado?

Todavía dijo Sigüenza:

-Pero, ¿no es inmoral que los niños aprendan a gozar y apetecer la muerte de un palomo?

-No, señor. ¡Hay que ser fuertes y diestros! En la vida es necesario el sacrificio de muchos, de muchos palomos. Preferible es disparar que no sentirse azotado por un rabo con borlita.


Después se ha sabido que los señores socios del Tiro de pichón sentían un recio enfado y comentaban con mucho desdén las murmuraciones de Sigüenza.

Y Sigüenza contrastó los hechos y sus palabras. Y resultó:

Que era verdad que tuviese el edificio muy linda fachada; y no había injuria en decirlo.

Que era verdad que se invitase a los niños a la matanza de palomos, y que la muerte de los palomos fuese unida a una rifa de juguetes para los niños.

Que era verdad que Sigüenza vio salir un perro esquilado esmeradamente, con una graciosa borlita en la punta de la cola, y que ese perro recogía con mucho alborozo los palomos heridos.

Llegando a este punto, los señores socios acusan a Sigüenza de embustero.

Pues bien, Sigüenza puede jurar, que vio al animalito y que traía borla. Sigüenza no sostiene que ese perro sea un funcionario inamovible del Tiro de pichón. Quizá no asistiese más que una tarde. Pero, una tarde estuvo; y en ella lo vio Sigüenza. No hay fantasía tan poderosa que alcance a fingir una borlita en el rabo de un perro de cazadores, si el perro no tiene borla.

Claro es que si todavía persisten en su enojo por un rabo de perro los socios del Tiro de pichón, Sigüenza, antes que perder la amistad de nadie, prefiere cortarle el rabo al pobre animal.

1909.




ArribaAbajoEl pececillo del Padre Guardián

(Hidráulica)


Cuando el tren, un tren mixto muy viejo, abandonó la humilde estación, penetró en Sigüenza todo el silencio de aquellos lugares; porque era una de esas estaciones desamparadas, sin pueblo. El pueblo que le había dado generosamente su nombre estaba perdido en la soledad, sin tren. Era una de las más castizas estaciones españolas.

Andando atravesó Sigüenza campos arrugados por la labranza, terronosos y duros. Las cebadas, antes de espigar, tenían color de maduras, quemadas de sed; la viña, apenas mostraba algunos nudos tiernos por el brote; las sendas pasaban retorcidas, huyendo delante de las masías, muchas ya cerradas por la emigración.

Y los bancales yermos, con árboles crispados; las tierras enjutas; los rastrojos inmensos, tejían, ensamblándose, la parda solana, tendida y muda bajo el cielo glorioso de la tarde.

Unos suaves oteros se iban desdoblando lejanamente.

En la profunda paz resonaban las nachas de dos campesinos.

Derribaban un ciprés venerable que estuvo más de un siglo solitario y rígido, como en oración, elevándose serenamente sobre la abundancia o la miseria del paisaje.

Al amor de una dulce umbría quedaba un rodal de sembrado fresco y vivo. Sentose Sigüenza en la linde, y las alondras huyeron quejándose.

El camino era blanco y seco, sin una huella de rebaño ni de caminante.

No había nadie en toda la tarde.

En el ocaso, subía una niebla desde el hondo transparentándose sobre las cansadas brasas del sol. Se levantó Sigüenza; y su sombra se agrandaba en las cuestas de los oteros.

A su espalda oyó las alondras que volvían, llamándose al refugio de los cachos del bancal.

Cruzó la desolación de una barranca, donde una higuera vieja desenterraba sus manos trágicas de raíces.

Transpuso una loma, y en otra nueva llanura vio el convento de Nuestra Señora de Orito, apretado, enorme, junto al tierno alborozo de una verde huerta cercada. Salían sobre el azul dos palmeras que en lo alto se acostaban con graciosa pereza, cayendo encima del angosto camino.

Delante parecía que se volcase toda la lumbre del cielo, dorando la iglesia, el portal del convento y la cruz de piedra roída de la plazuela enlosada.

Desde allí se alcanzaba el ancho valle, rubio, callado, dormido bajo el sol poniente.

A la izquierda, levantábase un monte agudo y moreno. Una senda subía violenta, penosa, equivocándose, hasta el pico de la cumbre, donde blanqueaba, como un pañal tendido, la ermita de un santo. Era un monte, un sendero y una ermita de fondo azul de cuadro antiguo.

Sigüenza quiso ver el convento; pasear bajo los árboles de la huerta viciosa, acompañado de un fraile que le dijese cosas santas, apartadas de todo pensamiento de la ciudad, mientras el crepúsculo fuera deshaciéndose, y crecieran las sombras de los tapiales de cal, y las palmeras se llenaran de gorriones.

Y tiró del cordel de la esquila. Apareció un capuchino, con las manos recogidas en el pecho, y encima le caían las barbas rizadas, barbas de imagen.

Pronunció el Ave María y quedose aguardando. Y, antes de que le hablase el forastero, surgió la figura de un fraile macizo, brioso, con un torrente de blancura despeñándosele por las mejillas, por los hombros, por el robusto tórax; su barba era un oleaje. Los ojos le brillaban indagadores y alegres; unos ojos menuditos y azules.

Abrió sus brazos; en sus holgadas mangas desbordaban dos pañuelos de hierbas, de los que traen los labriegos; y abrazó a Sigüenza llamándole hijito.

-Es el Padre Guardián -dijo el portero.

Inclinose el caminante.

-¿De dónde viene, hijito, que no le conozco? ¿Cómo llegó aquí?

Le dijo que era de Alicante; que bajó en la estación, y que venía andando.

-¡Andando desde la estación! ¡Si hay tres horas de camino, Jesús mío!

Y tornó a abrazarle. Luego, volviéndose al lego, movía su cabeza de Júpiter ermitaño, manifestando un grandísimo pasmo.

-¡Qué virtud tuyo! ¡Pase, pase y repose!

Sobre su espalda sentía Sigüenza la protección de los brazos abiertos, la sombra de un sayal, el amparo de la frondosidad de unas barbas.

Creyose chiquito y contento de que un santo hombre le juzgase virtuoso. Le trataba como amigo menor.

Y sus pisadas resonaron familiarmente en los claustros.

Mirábale el lego. Y el Padre Guardián dio una jovial palmada gritando:

-¡Vamos, ande, Hermano; abra puertas, todas las puertas; que vea nuestro convento!

Y el Hermano, alzando su pesado llavero, eligió una llave, mirando, mirando a Sigüenza, y se equivocó.

-¡Vamos, vamos, Hermanito! -le dijo el Prior con risueña indulgencia.

En los muros había unas largas pinturas cenicientas y rudas, representando los milagros de San Pascual. Los explicaba el Padre, y el lego quedábase contemplando los lienzos.

-¡Vamos, vamos! -Y crujía otra blanda palmada-. ¡Abra puertas, Hermanito; todas las puertas!

Y el Hermanito se precipitaba, enredándosele las manos en su rosario, en su barba. Empujaba; no cedía la puerta. Y tomaba otra llave.

El refectorio era liso y frío; una mesa áspera, dos bancos de escuela, una ventana alambrada. La cocina, honda, ahumada; y una olla negra en el hogar sin lumbre.

-¡No hay nada en la cocina, Padre!

Y el Padre se rió estremeciéndosele todo el hábito.

-No hay nada, hijito, nada: humo en las paredes, pero humo ya pasado, humo de otros días, humo.

Llegaron a la escalera.

-¡Si está casi nueva, Padre Guardián!

-Sí, sí; reciente, vaya, hijito: un ladrillo de cada color. ¡Pero no importa!

En el primer descanso había un cuadrito de vidrio y una caja con arquilla.

Y el buen fraile dijo:

-¿Jugamos a la lotería de las Ánimas?

Sonrió Sigüenza, diciendo que bueno, que jugarían. Y el Padre invitole a sacar un cartoncito de la caja. Tenía el número 37. Buscó en el cuadro con una infantil curiosidad. Y leyó, guiándole el rollizo índice del capuchino: «Un padrenuestro por las que estuvieron distraídas en el templo del Señor».

Arriba ya no era menester el llavero del Hermano. Apenas había puertas, y hasta sus marcos fueron desgajados de los muros. Tampoco quedaban cristales en las fenestras; algunas paredes estaban hinchadas, otras caídas.

-¡La perdición, hijito! ¡Ni biblioteca, ni enfermería, ni nuestro antiguo colegio, ni casi iglesia!... ¡Asómese al coro!...

Por la herida techumbre penetraba la luz del cielo; por las hiendas de los pilares se veía el campo.

-Pues la torre no tiene campana; la quebraron a piedras los muchachos o los grandes; ¡qué sabemos, hijito! ¡Pero ni siquiera hay comunidad! Somos cinco: el Padre Ignacio, tres hermanitos y yo. En esta casa hubo cuarenta religiosos; y hace seis años tuvieron que dejarla. Ni para pan se recogía. No queda nadie en los campos. Todos los años venían los romeros a la ermita del monte; y después de rezarle al santo, entraban en este convento abandonado; guisaban sus paellas con las puertas de nuestras celdas. Yo estaba trasladado a una de las residencias de América; y me han traído a esta casa para que la restaure. ¡Y aquí estamos, hijito! Ya tengo comprados pupitres y confesonarios, y envié la campana a Valencia, y pronto vendrá con su voz cabal... ¡Ese dinero, ese dinero!, ¿verdad?

Y golpeó fraternalmente los hombros de Sigüenza, el cual para mitigarle dijo:

-Mucho padeció la Santa Madre Teresa de Jesús por los agobios de la pobreza; ella y nosotros pecadores.

-¡Cierto, cierto, hijito! -murmuró consolado y riéndose el maravilloso fraile.

Entraron en su celda, encalada y desnuda. Tenía dos sillas de paja; un sillón de cuero; encima un grabado en boj de un esqueleto sentado mirándose los gusanos con sus ojos vacíos.

-¡Mi retrato, hijito!

Sobre su mesa había una calavera amarilla. Y la puso en las manos del visitante.

-¡Mi espejo!

Y se reían.

Al lado, en un angosto tarro de cristal, se rebullía un pececillo encendido y dorado, torciéndose, agrandándose, reduciéndose como una llama.

-¿Y este pececillo, Padre, y este pececillo, qué simboliza?

El Padre le llevó a la ventana, para que viese la huerta feraz y olorosa.

-¡Ya no es de nosotros, hijito! Vendiola el otro Prior para pagar deudas. Y este pececillo es mi estímulo. ¡Mire cómo tropieza en las paredes de vidrio! ¡Nunca le veo quieto, y es que busca la anchura de la balsa que está en la huerta! ¡Balsa sin huerta no es posible!

-¡Oh, Padre, usted ha de lograr la expansión y delicia de esa huerta, y a la sombra de esos frutales estudiará sus sermones y yo vendré, yo vendré...!

-¡Hijito, hijito, no piense en mí; pida, pida la balsa para el pececillo!...

1909.




ArribaAbajoRecuerdos y parábolas

(Política)


En aquellos días de violencia, de odio y estruendo no veía Sigüenza la figura del hombre I aborrecido. Un humo de hoguera o de polvo lo cegaba. Pero muchos rugían:

¿Es que no veis cómo mira, cómo se ríe y alza la frente? Todo en él es de reto execrable.

...Vino el reposo, la claridad del aire. Y aquel hombre ya no estaba.

Sigüenza pensó: «Se han cumplido los anhelos de la multitud; ¿no comenzarán ahora los tiempos de la timidez de las almas felices? Para nuestra dicha, sobraba un hombre, el cual ha desaparecido».

-Ha desaparecido -decían algunos-; pero ¿y si volviese?

-¿Y cómo ha de volver? -replicaban otros-. ¿Por ventura faltará quien codicie y pueda matarlo?

No, no; ellos no deseaban su muerte; pero era tan posible que sucediese, que la aceptaban como un hecho, y el «hecho», lo naturalmente realizable, tiene una mitigación en la ética de las muchedumbres.

...Otro hombre llegó. Sus ojos, un poquito estrábicos, nunca se saciaron de libros; los lentes dejaban en su mirada un brillo glacial; había en sus labios un gesto torcido y seco, aunque sonriese; parecía que masticase siempre una raíz amarga; su frente recogía todas las primeras claridades, porque era una frente de cumbre, y su palabra fue un milagro de oratoria, porque tenía emoción y substancia de vida y de saber. Trabajó hasta regar con su sudor la yerma viña. En todas partes resonaba su voz, su aviso; los otros no decían nada. Las gentes murmuraron: «La casa está llena, llena de amigos y discípulos que se han dormido después de cenar».

Y Sigüenza decía: No importa; nos dan la sensatez de un candoroso sueño, y no importa, porque este hombre acude a todos los menesteres.

Verdaderamente vivíamos confiados. Bastaba él. Abrió sendas, sendas de paz; algunas no las caminaba nadie.

Una mañana lo mataron.

Entonces bulleron hombrecitos, que chillaban agudamente jurando que eran lo mismo que el muerto. Y no les creían; pero todos se resignaban, porque si no se resignasen ¿qué harían? Y como no lo supiesen claramente, pues... se resignaban más.

El primer hombrecito que salió era de esos que llaman discretos. Se pensó en el hombre muerto y en el hombre desaparecido. Las almas vacilaban, desconfiaban de la pobre estirpe de los discretos.

Entonces dijeron: ¡Ahora saldrá otro, ahora saldrá otro, y veréis!

Parábola del pavo. Un día de verano se fueron Sigüenza y dos amigos por la orilla de la mar. Dentro de la caliente mañana pasaba el aleteo de una brisa deliciosa. Los tres levantinos sentíanse fuertes y ligeros, ganosos de caminar. Lo amaban y celebraban todo. ¡Qué raza la suya tan andariega y sobria! ¡Qué grande y alumbrado su paisaje!

A las doce parece que se cansó el aire de volar. El campo abrasaba; el Mediterráneo era de plomo; las menudas ascuas de las arenas traspasaban el calzado de los caminantes, y sus ojos buscaron angustiosamente la frescura de una fronda, el refrigerio de un pozo, el refugio de un casal.

Y hallaron un camino que se entraba por bancales de vides. Después seguían las tierras pedregosas, donde las redondas higueras levantinas bajan su miel y sus pámpanos generosamente a las manos de los hombres. El ramaje hervía de cigarras.

Y vieron el aljibe y el horno resplandecientes de blancura. Entre chumberas descoyuntadas apareció la masía, con los postigos entornados, al amor de un pino patriarcal que tamizaba de blandas tonadillas el silencio de la siesta. ¡Oh masía sosegada, llena de azul de mar y de los cielos! ¡Un libro de Horacio, la sombra de tu árbol, el agua de tu cisterna y la paz y visión infinita gozadas desde un aposento tuyo que huele a cofines de higos secos y a racimos de uvas de cuelga!...

Uno de los camaradas de Sigüenza, que era médico, le apartó de estos arrebatados conceptos y bienaventuranzas, con un grito de júbilo y de triunfo:

-A esta casa me llamaron para que viese una mocita enferma. Yo vine, la sané, no pedí dineros. Vayamos ahora a descansar.

Y fueron. Ladró un perro. Salió la familia labradora, y, reconocido el médico, todos les acogieron alborozadamente. La mujer decía, entre contenta y atribulada:

-¡A estas horas qué podré darles!

-¡No se apure; guísenos un arroz!

Pronto ardió la leña en el hogar. El marido paraba la mesa con mantel gordo y limpio; puso un pan moreno, enorme como una muela harinera; vasos recios, un pichel de mosto, tres escudillas. A poco trajeron la cazuela, negra y humeante.

Sigüenza y sus amigos se sirvieron, y cataron la comida. Era arroz con garbanzos; estaba crudo y desaborido...

El padre labrador, sentado en el portal, les sonreía con mucha complacencia de saciarles el hambre. Y les dijo:

-¡Coman, coman, que a luego saldrá el pavo y verán!

-¡Pavo, pavo y todo! -pensó Sigüenza.

Y los tres camaradas se miraban gozosamente.

Y apenas probaron ya el humilde guiso.

-Coman, coman hasta hartarse; después saldrá el pavo...

-Bien puede salir este animalito, que de esto no queremos.

-¿De verdad? ¡Bueno; saca el pavo! -dijo el labriego a su mujer.

Abriose una puerta de lo hondo; llameó el soleado corral y salió un pavo que tropezaba en sí mismo, lívido y rojo de gula; subiose a la mesita y picoteó vorazmente en la cazuela.

...Y salió otro hombrecito pisándose de la prisa que traía por subirse a la mesa de España.

Por aquel tiempo, otra figurita hablaba gallardamente en todos los lugares que podía. Príncipes y plebeyos le escuchaban.

Sigüenza dijo:

-¡He aquí un elocuente; aun hay patria!

Y salieron más hombrecitos sin llamarles ni esperarles ni nada. Ya se sentía el cansancio de tantos menores.

Y comenzaron las gentes a pensar en el hombre desaparecido. Sin salir de su apartamiento, se le veía que miraba, y sonreía y alzaba su frente lo mismo que en las horas de vocerío y de humo. Gritaron los amigos y los adversarios. Y ese hombre se alejaba y se hundía más en el silencio.

Pero no siempre el homne absente e el difunto se asemblan, sino que le parece a Sigüenza que la ausencia que inquieta y se siente de un modo complejo y agudo y hondo llega a confundirse con la presencia.

Cuanto más se apartaba aquel hombre más se le miraba y se oían sus pasos y se pronunciaba su nombre.

La emoción de este hombre traspasó toda una raza, que se cuidaba de él más que de sí misma, y le amaba y le aborrecía como nos queremos y maldecimos a nosotros mismos.

Parábola del perseguido. Abriéronse las puertas de la ciudad y salió un hombre corriendo. La muchedumbre le perseguía y gritaba:

-¡Fuera, fuera de aquí!

Habían sido tiranizados mucho tiempo. Se juntaron los doctos y los audaces.

Un retórico exclamó:

-Arruina la ciudad, ¡y no sale un Zenón que se corte la lengua con los dientes y se la escupa!

Entonces otro dijo:

-¡Lo que hizo Zenón con el tirano fue zamarrearle de una oreja!

Pero un sabio lo negó con textos de Demetrio:

-El tiranicida arrancó de un mordisco la nariz del odiado.

La asamblea determinó expulsar al hombre aciago.

Y el huido llegó a unas montañas cuyos ecos perpetuaban las voces:

-¡Fuera de nosotros!

El hombre entrose bajo un bosque. Y sus enemigos le buscaban sañudamente, gritándole siempre:

-¡Fuera, fuera de aquí!

El hombre vadeó un río, y la multitud también. Algunos poetas iban cantando la tenacidad de la raza.

El hombre corría por un llano. Y los perseguidores le miraban los pies, las vestiduras, las manos, los cabellos, todo. Y profirieron sus gritos:

-¡Fuera, fuera de nosotros!

Y el hombre volviose y les dijo:

-¡Pero si no me dejáis!

Y vio a lo lejos una ciudad abandonada, y buscó el refugio de su recinto.

Ya le alcanzaba la muchedumbre. Entraron juntos; delante el hombre, como un caudillo seguido de sus huestes.

Y hallaron que habían vuelto a su ciudad y a sus hogares.

1909.






ArribaAbajoMuelles y mar


ArribaAbajoUna mañana

Salió Sigüenza por la orilla de los muelles.

Era una mañana inmensa de oro. Lejos, encima del mar, el cielo estaba blanco, como encandecido de tanta lumbre, y las paradas aguas, que de tiempo en tiempo hacían una blanda palpitación, ofrecían el sol infinitamente roto. Si pasaba una lancha, silenciosa y frágil, los remos, al emerger, desgranaban una espuma de luz.

Gritaban las gaviotas delirantes de alegría y de azul. Y en las viejas barcas de carga, los gorriones picaban el trigo y el maíz desbordado de los costales, y luego saltaban por la proa, dejando en la marina una impresión aldeana muy rara y graciosa.

Bajo las palmeras paseaban los enfermos, los ociosos, los que llegan de las tierras altas, hoscas y frías, buscando la delicia del templado suelo alicantino.

Olía el puerto a gentes de trabajo, a dinero y maderas, a vapores, a Mediterráneo, y traspasaba todas las emanaciones una fuerte y encendida, como un olor de sol, de semillas, de vida jugosa y apretada.

De todos los barcos escogió Sigüenza para mirar un vapor negro, ancho, gordo, reluciente en su misma negrura; el hierro de sus costados tenía arrugas, tacto, substancia de piel etiópica. Respiraba un hondo hervor de máquinas. Sus grúas eran palpos gigantescos que se torcían sobre la tierra; bajaban sus cadenas oxidadas, y con dos uñas terribles se llevaban cuévanos de hortalizas a las entrañas de las bodegas.

Constantemente venían carros de cestos de fruta, y el muelle era una granja en llenura venturosa.

Entre las gentes que faenaban destacaba un hombre rollizo, cebado, de color quebrada de enfermo del hígado; en sus manos, cuajadas de sortijas, aleteaba un papel donde iba anotando la carga que se engullía el vientre del vapor. Gritaba enfurecido, y miraba a todos, a Sigüenza también, con orgullo y desconfianza.

Una mocita flaca, alta, casi rapada, como una esclava, le llenaba, de tiempo en tiempo, un vaso de leche. Bebía vorazmente el fenicio, y sus labios fragosos quedaban blancos de espuma como una peña de playa, y después se los iba lavando con su ancha lengua.

...Dentro de las claras aguas se veía todo el barco: la hélice dormida, el timón, tan enorme, dulcemente doblado... El barco negro, viejo, gordo participaba de la levedad y hermosura de la mañana del Mediterráneo, y ostentaba una sencilla y humana gentileza; y este hombre craso, porque cargaba unos pobres cuévanos de frutas, tenía la pesadez de un vapor, y porque le resplandecían sus dedos enjoyados manifestaba la hermética soberanía de un ídolo cartaginés. ¡Oh fuerza deslumbradora de la tierra levantina!

Entonces reparó Sigüenza en un hombrecito que estaba mirando el bullicio del puerto.

Este hombrecito era un archivero bibliotecario, amarillento, crispado como una edición de 1670, que traía un gabán corto, encogido, de color de pasa, de 1870, botas de elástico blando y bastoncito de puño redondo de hueso. Este humanado anacronismo acogió a Sigüenza preguntándole por cosas y trabajos de antaño. ¡Oh, pasmaba la ingenuidad y mansedumbre de ese erudito que sabía más de seis lenguas muertas y siempre infería relaciones de cualquier menudo hecho de ahora con los sabios textos de El Mahabarata y El Ramayana! Y siempre moderadísimo, helado de palabra, muy tímido, con su gabán ralo, motilón hasta vérsele cabalmente su urdimbre. Varón socrático, limpio de todo pecado de vanidad. ¡Qué contraste -pensaba Sigüenza- entre el buen archivero y el buen cargador de hortalizas, siendo entrambos levantinos!

Cuando regresaron por el paseo de las palmeras, el humilde caballero dijo calándose los anteojos:

-¡Aquí tiene usted a los invernantes!... No puedo negar que siento grandísimo enojo contra alguno de esos señores...

¡Enojado este hombre sabio, en cuyo ánimo no hizo morada la iracundia ni la alegría, y nunca tuvo exaltaciones ni alharacas! ¡Y enojado contra los invernantes!

Sigüenza se lo dijo. ¿Qué agravios pudo recibir de esas gentes tan bien criadas, tan bien vestidas, que les miraban a ellos los pobretes, los indígenas, que no invernaban aunque se hallasen en la ciudad invernal, y aun precisamente por eso, que les miraban sin ocultar su aburrimiento?

-¡Aburrimiento, aburrimiento! ¡Esa era una palabra gollera que equivalía a un insulto!

Y se detuvo el archivero; quedó enigmático como una inscripción cuneiforme. Y de súbito exclamó:

-¡Dicen que no es posible venir a nuestro pueblo porque no encuentran elegancia, fastuosidad, ruido, diversiones! ¿Para qué nos buscan? ¿Qué quieren? ¿Serenidad de cielo, azul, siempre azul; un sol de oro, fuerte, generoso? ¿Necesitan mucho sol? Pues eso les damos: ¡nuestro sol, todo el sol que quieran!

Sigüenza estaba espantado de la transfiguración del hombrecito.

¡Poderosa mañana levantina y cómo penetras en todos los corazones! ¡Qué importaba que un rudo y codicioso mercader de hortalizas se tuviera por grande y fuerte como un vapor, si un bibliotecario lugareño, templado por la sabiduría y humildad, cuando sentía el encendido prurito de nuestro levante llegaba a creer que repartía todo el sol escondido bajo su piel de edición de 1670 o guardado en las mustias faltriqueras de su gabán color de pasa, de 1870!...

1910.




ArribaAbajoUna tarde

Nunca tuvo nuestro mar la pureza, la alegría y quietud de esa tarde.

Sigüenza vio algunas gentes asomadas a los balcones. Todas le parecieron comunicadas de la gracia infantil, de la inocencia antigua del Mediterráneo. Si pasaba algún barco de vela se veía todo su dibujo primorosamente calado sobre el cielo y las aguas. La isla de Tabarca, que siempre tiene un misterio azul de distancia, como hecha de humo, mostrábase cercana, clara, desnuda y virginal.

Las gaviotas parecía que volasen en un recinto guardado entre dos cristales: el del cielo y el del mar, porque el mar estaba tan liso, tan inmóvil como si se hubiera cuajado en una delgada lámina y bajo de ella no hubiese más agua, sino el fondo enjuto, alumbrado de sol.

No pudo contenerse Sigüenza en su ventana. Ansiaba y necesitaba ir a la ribera, gozar del Mediterráneo, hasta tocándolo. Seguramente asistiría a algún raro prodigio; se le ofrecerían todos los encantos de las entrañas del mar.

...Halló un amigo, y juntos se fueron a los muelles, prefiriendo el de Levante, porque se entra, se aleja mucho encima de las aguas, y desde el cabo alcanza la mirada toda la ciudad reflejada, y a su espalda se asoman unas montanas remotas y azules, un delicado relieve del cielo. El menos imaginativo cree que va viajando. Todo ofrece una belleza nueva, desconocida.

...Pasaban los dos cantaradas al lado de otros hombres, y se miraban con más dulzura que nunca. Es que debían sentirse hermanos por eficacia de la belleza y de la paz que les rodeaba... ¡Así se hubieran mirado los hombres en el Paraíso -pensó cristianamente Sigüenza- si Dios hubiese criado muchos primeros padres al mismo tiempo!... ¿No fue una lástima?... ¿Y no serían éstos momentos de triunfo, de exaltación de la hermosura y del arte? ¡Seguramente, todos pensarían entonces en los artistas como en hermanos predilectos, dotados de especiales gracias!... En estas tardes, los artistas, por humildes que fueran, tenían sus frentes coronadas de resplandores de elegidos, y recibían un dulce y gustoso rendimiento aun de los más desaforados, de los rudos, de los más vanos, hasta de los políticos y de los banqueros, y de todos los fenicios de la vida.

...Un marinero enorme, macizo, con un gorro doblado y encendido como una llama, le estaba comprando a una recovera del puerto. Seis huevos merco, y holgadamente se los puso en el cuenco de su manaza. Y como Sigüenza le preguntase si su barco -un viejo falucho, negro, bravo, de velas remendadas, nave homérica- había llegado de tierras muy remotas, él, para indicarle que de Orán, alzó con gallardía su cargada mano y tendió el brazo lo mismo que una estatua de D. Cristóbal Colón, y los huevos se estuvieron muy quietos en el seno de su diestra, que parecía un nidal de gaviotas.

En justa alabanza de la recovera y de la grandeza de la mano del marinero, nos atrevemos a jurar que aquellos huevos eran de los más hermosos y cabales concebidos por madrecilla de gallina.

Y así se lo dijo Sigüenza a la buena mujer, que no hacia más que mirarle muy menudamente. Era ancha, blanda, enlutada, de cara rugosa, torrada de sol, las manos ásperas de cortezas de salvado, como las patas de las aves de su corral, y el vientre de una cansada robustez.

Sigüenza también la miró mucho. Hallábala de grata presencia; le era hasta familiar su gesto y su habla. ¿No les acercaría sus voluntades la dulce emoción de la tarde honda, clara, purísima?...

Y parece que no fue eso, porque conversando vinieron a recordarse en otro lugar: en los pasillos de la Excma. Diputación, de cuyo Hospicio y Hospital era esta mujer proveedora de huevos y averío. Allí se encontraron muchas mañanas.

-¿Acaso sería él alguno de los señores diputados? -preguntó la gallinera, ofreciéndole una sonrisa de acatamiento.

Y Sigüenza le correspondió con otra más humilde. Nunca había sido diputado; nada más era cronista.

-¡Cronista, cronista! -murmuraba pasmadamente la vendedora, no entendiéndolo.

Entonces el amigo de Sigüenza le explicó que aquello era oficio de escribir libros de historia y de fantasía, y que de este modo se ganaba la vida...

-¡Historias... libros! -gritó riéndose la buena mujer, y se enjugaba con sus dedos recios y morenos la saliva de su risa-. ¿Y así se ganaba la vida?

Y midiendo con la mirada a Sigüenza, le volvió la espalda y le dijo:

-¿Fantasías? ¿Cronista? ¡Más me estimo yo mis huevos!

Del homérico falucho salía un gustoso olor de guiso picante de pescados y un blando ruido de batir de yemas.

Y Sigüenza murmuró:

-¿No serán un símbolo estos huevos que tanto estima la recovera? ¿Y no habremos de estimar o preferir el símbolo a los libros?

-Todavía sí -le repuso su amigo.

Y silenciosos prosiguieron su camino, subiendo por el muro de las escolleras.

Desde allí veían el mar libre, limpio, inocente, no como el del puerto, cuya transparencia muestra vilezas de las ciudades. Aquella agua ancha, pálida, tenía pureza y misterio de verdadero mar. Agarrados a las piedras se veían los moluscos-erizos esponjándose silenciosamente bajo la luz de la tierra, que penetraba encantada hasta lo hondo; allí, acostados, muy quietos, relucientes de plata, estaban esos peces anchos, gordos y ladinos, cebados por los buenos pescadores, las doradas, cuyas escamas de fastuosos tornasoles recuerdan los recamados coseletes de las bailarinas, y tendidas al amor de una pena o encima de las algas, roen con exquisitez de dama los anzuelos, hasta dejarlos mondos y brillantes.

Mirando estaban Sigüenza y su amigo este retazo de vida submarina, cuando pasaron unos chicos que traían un perrito blanco, jovial, ganoso de bullicio y de fiestas, según brincaba para lamer las manos de los muchachos. Ellos se reían, acariciándole y untándole el hocico con el companaje de sus meriendas, para verle torcer golosamente la roja lancilla de la lengua.

Sigüenza estuvo contemplando aquel grupo, que participaba de la inocencia y de la buena alegría de la tarde. Olvidado de las palabras de la recovera, se afirmaba que la paz y la belleza del ambiente eran como un perfume que regalaba y purificaba todos los corazones, todas las criaturas del mundo.

Pero los rapaces, ya lejos, bajaron a las piedras; sus manos descogían, alargaban una soga; el perrito gañía lastimeramente.

Sigüenza y su amigo corrieron a ver su travesura.

Los mozos, tendidos en las rocas, miraban el fondo, que allí estaba somero, del todo transparente.

-¿Qué hicisteis del perro? ¿Se escapó de vosotros?

-¡No, siñor; no, siñor; aun puede verlo!

Acercose Sigüenza. El perrito se retorcía ahogándose con los ojos abiertos, mirando a sus amigos, que le habían atado el cuello y los brazuelos a una piedra muy gorda para que no se levantase. Y los ojos del animal tenían una angustia y una esperanza humana. ¡Veía tan cerca las manos que había lamido; hacía tan poco que le habían agasajado! ¡Hasta le dieron de merendar, como si fuera un chico pequeño de la misma escuela! ¡Cómo habían de dejarlo morir! ¡Eso no era más que por divertirse asustándole!

Y sí que lo dejaron que se ahogase. Cuando Sigüenza se asomó, ya estaba resignada la víctima; había doblado la cabeza.

Y murió.

Sigüenza les injurió enfurecidamente. Y ellos, entre pesarosos y risueños, le dijeron con sencillez:

-¡Si ha sido sin querer! ¡Le queríamos mucho; pero estaba la mar tan quieta y tan clara, que, sin pensarlo, pues... lo atamos, para ver cómo se ahogaba un perro y todo lo que hacía!...

...Y se quedaron mirando la paz y hermosura de la tarde, que eran como un perfume que llegaba a todos los corazones...

1909.




ArribaAbajoOtra tarde

(La gaviota)


Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades.

«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.

Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.

Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.

El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.

Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.

Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

-¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!

El niño le miró pasmado. La señora maestra también, y arregazándose el delantal, donde tenía la legumbre, fue llegándose lenta y recelosa.

-Es que estoy castigado, que no me supe, ni ayer ni hoy, lo del participio.

Sigüenza se quedó pensando, porque tampoco él sabía lo del participio.

Un amigo le saludó jovialmente, golpeándole la espalda. Era joven y macizo; siempre le sudaban las manos, el cuello y la frente; tenía los ojos risueños; un gesto socarrón en su boca, y se llamaba Martínez.

Juntos, siguieron andando por las calles. Hatos de cabras se iban parando en los portales. Las esquilas dejaban como una estela de vida agreste, de cumbres y sendas.

Sigüenza le habló a Martínez de la altivez y soledad de las gaviotas.

-Yo creo que la de esta tarde me miraba con lástima. Son casi más felices que las mismas águilas. Alcanza su señorío a los mares, donde hunden audazmente sus picos para devorar los peces palpitantes. ¡Vayamos a la playa!

No lo permitió Martínez, porque quería mostrarle, en una cercana casa, algo que Sigüenza habría de considerar como suma de lo maravilloso.

-¿Pero qué es?

Y el otro, sin responderle, le condujo al portal de un zapatero.

El dueño cosía la suela de una bota de paño, y bajo su asiento dormitaba un pájaro grande, viejo, de alas grises, caídas, flojas; tenía una zanca escondida en el plumón de la pechuga, que era de un blanco de cazcarrias.

-¡Sigüenza: he aquí una brava gavina!

-¿Una gaviota? ¡Esto es una gaviota!

-¡Gaviota, gaviota es! -afirmó el artesano, y tomó un cigarro que le daba Martínez.

-¿Y se resigna al encierro y a esta vida de callejón y de zapatería?

La gavina, cansada, mudó de pata y tornó a dormirse.

-¡Es todo la costumbre! -dijo el zapatero-. Este animal se come los garbanzos del puchero lo mismo que un loro. Sale conmigo, siguiéndome. Yo lo he llevado junto a la mar, y la mira, la mira..., y si me siento viene y me pone la cabezota encima para que la rasque.

...Sin embargo de la risa de Martínez y de la pesadumbre de su desengaño, quiso Sigüenza volver a la anchura del mar y a la visión de las libres aves.

Cerca de la orilla reposaban las barcas pescadoras; de sus mástiles pendían, secándose, las redes. Los marineros guisaban su rancho en los anafes, y el oloroso humo llegó a los dos amigos.

-Sigüenza, ¿no comerías de esas ollas? ¿Verdad que sí?

No lo apetecía Sigüenza, y así lo manifestó sencillamente.

-¡No digas que no! ¡No lo digas; huele!

Y la nariz de Martínez temblaba, y sus ojos y su boca brillaban humedecidos por la gula.

Sigüenza dijo que bueno. De todas maneras no habían de comer.

Y murmuró:

-El Eclesiastés ha dicho: «Todo el trabajo del hombre es para la boca de él; mas su alma no se llenará».

-¡Y casi tiene razón! -exclamó Martínez-.

La tiene enteramente. Se afirma que hemos nacido con especiales y altísimos fines que realizar; pero todos nuestros días y fuerzas se consumen para sólo conseguir lo que, según el Evangelio, se nos habrá de dar por añadidura.

...Llegaba la dulce declinación de la tarde. Todo se bañaba de un azul purísimo, y las lejanas costas palidecían, semejando nieblas dormidas, reclinadas sobre el mar liso, inmóvil, como de hielo. Cortaban la soledad del horizonte las blancas alas de un barco velero que venía. Esos bellos barcos dejaban en Sigüenza una inocencia infantil.

-¡Oh blancas y fantásticas apariciones que nos traéis la emoción de tierras de misterio!

-Pues, Sigüenza, no traen sino salazones; casi siempre bacalao.

-¡Martínez!

Y lo aborreció.

Pero ¡qué culpa tenía Martínez del comercio de la plaza!

-¡Por qué la santa nave del Ideal ha de venir, Señor, cargada hasta de bacalao, que tanto huele, y hemos de sufrir tan reciamente para sólo ver su alada blancura!

-Es que si no sufres -repuso el amigo-, si no sufres te conviertes en gavina de zapatero, que baja la cabeza para que le rasquen y come garbanzos fríos del cocido... ¡Y qué cocido, Sigüenza, qué cocido se comerá en aquella casa!

Sigüenza contempló enternecido a Martínez.

1908.




ArribaAbajoUna noche

(En Cristianía)


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.

...Sigüenza no pudo viajar; pero el prurito viajero, el ansia de la lejanía continuaba llevándole a las orillas de los muelles. Amaba el silencio de algunos barcos que semejaban abandonados; oía conmovido el gemir de las planchas de los pasadizos; miraba el cordaje de los veleros, que en medio del mar sonaría como una lira inmensa. Se imaginó pasando por el horizonte, bajo las blancas alas de las velas, envuelto en las gozosas claridades contempladas desde sus balcones. ¡Oh, hasta veía lejos otros barcos, y entonces apetecía ir donde no iba!

...Y una tarde de domingo, tarde de silencio en el puerto, alejose Sigüenza por el más solitario de los pretiles.

Dos barcas reposaban junto a la escollera; tendido bajo el mástil de la más grande, un viejo tañía la ocarina. De la punta de la entena colgaba un traje rígido, inflado, de buzo; parecía el cuerpo de un pirata ajusticiado. Un grupo de chiquitos, vestidos con delantales negros de huérfanos, volcábase encima de la sombra del «muerto», y cuando el aire movía el duro ropón y las calzas monstruosas, los rapaces gritaban agarrando la tierra surcada por la fantasma.

Lejos, lleno de sol poniente, mirándose en la paz de las aguas, había un vapor ceniciento, muy alto. Unos hombres rubios fumaban sus pipas olorosas, sentados sobre las cerradas bodegas. Junto al filo audaz de la proa, y en la plácida redondez de la popa unas letras blancas decían: Dagphin-Kristiania.

Sigüenza contempló embelesadamente el noble vapor, recogiendo las palabras de aquellos hombres enigmáticos, y las pisadas de un tripulante que aparecía por una escotilla y volvía a hundirse en otra negrura; y como calzaban galochas enormes y los suelos eran de hierro, los pasos retumbaban inmensamente; parecían de todo un pueblo, el estruendo de toda una raza.

Dagphin -murmuró Sigüenza- debe significar Delfín! ¡Cristianía!

Después de muchas deliciosas quimeras, viendo no ser posible el marcharse, se dijo: «Pues hagamos amistad con esos hombres extraordinarios, entremos en el buque. ¡Yo quiero comer a su misma mesa y envolverme en los raros aromas de su exotismo de modo que crea estar en Cristianía!».

Y luego se allegó tanto al barco, que pudo tocar el tibio acero de sus lados, y miraba a los marineros mostrándoles mucho agrado, y repetía: «¡Dagphin, delfín! ¡Qué nombre tan hermoso, tan marino y tan noruego!».

Pero aquellas gentes proseguían fumando; algunos de ellos silbaban; otros cantaban dulcemente. ¡De seguro que sería música de Grieg!

Y no le hacían caso.

Decidió buscar la mediación del consignatario para saciar sus deseos.

Y otro día, muy temprano, tuvo aviso de que el capitán del Dagphin consentía en recibirle y darle de comer a la noruega.

Y llegada la tarde, Sigüenza y un hijo del medianero, muy decidor y que sabía inglés y todo, se encaminaron al puerto.

-La lengua inglesa es el idioma de los mares -le advertía el nuevo y precioso cantarada.

Sigüenza, para halagarle, para premiarle sus buenos oficios, se admiraba mucho.

-Barco -añadía el otro- en inglés es femenino; es femenino y se considera la esposa del capitán, que antiguamente no podía desposarse con mujer mientras navegase.

¡Una novia les esperaba!

Sobre el cielo del crepúsculo se veía recortado el gentil contorno de la amada; su pecho lucía como carne de plata... ¡Oh nave silenciosa, sagrada y nupcial!...

Junto a los muelles gemían atadas las viejas barcas pescadoras.

Sigüenza las miró sonriéndoles como si fuesen criaturas pequeñas.

¡Sí; no podía negarlo, eran muy pintorescas, tenían interés y belleza, pero no se alejaban más allá de Larache!...

...Los hombres del Dagphin fumaban calladamente.

Subieron por los pasadizos de las bordas, y al hollar los suelos del vapor comunicose a toda la vida de Sigüenza un tibio resuello que venia de las hondas máquinas. ¡El mismo se oirá cuando el Dagphin repose en los puertos helados!

Apareció el capitán. Era pálido y sus cabellos parecían de algas secas y prensadas. Les saludó ceremoniosamente. Estaban muy cerca, y los ojos claros del marino semejaban mirarles desde lejos. Sigüenza elogió con entusiasmo el nombre del barco.

¡Delfín! ¡Qué hermoso! Verdaderamente el buque era como un delfín gigantesco, relumbrando todo de sol. Surgía la figura de Arión con sus amplias y rozagantes vestiduras y su divina cítara...

Todo se lo traslado el hijo del consignatario al impasible capitán, que contestó unas breves palabras. Dagphin equivalía a Buen día, y Arión, de Arión, nada.

Hecha la presentación del jefe de máquinas, corpulento, rojo, taheño, y del piloto, enjuto, blanco, dorado, pasaron silenciosamente al comedor: una cámara de caoba bruñida, rodeada de divanes de color de cereza. Dos lámparas de cristal empanado esparcían una dulce luz, convidando al recogimiento; era un recinto íntimo, fraternal y bueno; se pensaba en los hogares del Norte, abrigados, sencillos; hasta el frío y la desolación de la noche que les rodea y el clamor del viento doblando los abetos nevados, parece que congregue amorosamente a la familia, que se siente muy sola y pequeñita en medio de la Naturaleza... Y pensándolo se conmovieron Sigüenza y su amigo, y creyéronse muy solos y muy lejos, lejos de todas partes.

Les sirvieron unas escudillas de sopa de pescado con azúcar. No les gustó, pero ¡qué importaba! ¡Esa misma sopa habría comido Ibsen en el aposentillo de su farmacia! Por una de las redondas luceras aparecía una gota roja de cielo inflamado de luna redonda, hinchada.

De súbito pasó un rumor de voces gangosas, un estrépito de almadreñas; se asomaron dos cabezas rubias mirando ferozmente.

Sirvieron peces hervidos, rodeados de patatas y nueces que tenían un dulce baño de jarabe de frambuesa.

El piloto llenaba las copas de un vino levísimo, guardado en garrafas de vidrio que se empañaban por la deliciosa frialdad. Y apenas lo cató Sigüenza, imaginó las pobres vides remotas viviendo bajo fanales. Y fue glosando la tristeza de esas cepas sin sol, quizá nacidas de cepas madres, criadas en la jubilosa y caliente tierra de España.

Y el hijo del consignatario, luego que habló con los marinos, le aconsejó que no se apenase por la vid de ese vino, pues lo habían mercado en una tienda del puerto, que a bordo no lo traían de ninguna viña del mundo para impedir los alborotos y peligros de la incontinencia.

Fuera sonó un rugido; golpearon siniestramente las ferradas paredes. Levantose el capitán, y agarrando un bastón, que tenía por puño una clava, salió a cubierta.

El jefe de máquinas y el piloto sonreían, hablando y engullendo con sosiego de abades. Señalaban hacia el vocerío de la tripulación, y después tocaban los frascos de la mesa.

Sigüenza comía pan; era un pan bazo, cenceño y muy sabroso, cortado en sutiles rebanadas, y encima ponía cundido de jarabe.

Trajo el mayordomo un jamón entero, tierno y asado; llenose el recinto del mismo olor que, según Sigüenza, habría en la casa de Ulises.

Pero, de súbito, llegó un grito de tragedia, y aquellos dos hombres, de un puñado, se desnudaron hasta la cintura y fueron arrebatadamente a la cubierta.

Quedó sola la cámara, y la fuente del pernil humeaba como un sacrificio.

La tripulación rugía amontonada; era una lucha de bestias feroces. La lumbre húmeda de la luna resbalaba sobre los blancos torsos desnudos, sobre las cabezas rubias, enrojecidas, sobre los brazos que se acometían delirantemente. Retumbaba como una siniestra campana la maza del capitán al caer en los costados del buque, o se oía espesa y profunda magullando la carne, y hacia un chasquido duro, rebotante, hendiendo un cráneo... Se senda el desconsuelo, la angustia de la pérdida del sentimiento de humanidad. Ya no quedaban hombres, sino carne, sangre, alaridos.

...Pasada la media noche, Sigüenza y su amigo abandonaban el barco. Al salir, tropezaron con tres hombres tendidos, atados como osos a recias argollas; las cuerdas se enroscaban tirantemente por todo el cuerpo; eran condenados de un infierno mitológico, que aullaban y se retorcían gimiendo bajo el abrazo y la devoración de sierpes horrendas. La luna, ya pálida y alta, vestía de una misteriosa blancura la proa del buque; las letras parecían labradas en hielo de los glaciares de la patria... ¡Dagphins Kristiania! Habían visto a los hombres de Cristianía odiándose por un vaso de vino, el vino para agasajar a Sigüenza...

1910.




ArribaAbajoEn el mar.- Vinaroz

Las luces de la ciudad se hunden estremecidamente en las aguas negras del puerto.

Va engulléndose el barco a una muchedumbre cargada de hijos, de hoces y azadas, de fardelicos y costales de ropas pobres que huelen a hogar muy humilde; y hay un vocerío de feria aldeana.

Cuando la sirena del vapor ha arrastrado su lamento en el fondo de toda la noche, y comienza a latir la hélice entre un fresco ruido de espumas, Sigüenza sube al puente con su compañero de viaje. Es un ingeniero sencillo y bueno, que trae en cada zapato una piel de novillo andaluz, y parece algo pariente de Tomé Cecial.

Después de mucho tiempo de un recogido mirar las ventanas alumbradas del pueblo, ya remoto, esas ventanitas que son las pasiones y las tristezas y las amistades de los que se quedan, Sigüenza ha dicho:

-Desde que salimos estoy esperando la emoción que siempre imaginamos en los que se marchan. Los barcos que pasan frente a nuestro balcón llevan una carga dulcísima de románticas promesas, y ahora es la tierra, que se nos esconde, y las luces de aquellos vapores más lejanos que el nuestro, lo que me parece que codicio por hermoso. ¿No será esto un halago con que la realidad desconocida o renovada nos va convidando?

-¡Todo es posible! -le responde el ingeniero mirando los fanales y lámparas de la cubierta.

Y a poco añade:

-Te advierto que la instalación eléctrica de este buque es Jimmer; la de este buque y de todos los de la Compañía.

Sigüenza contempla a su camarada Tomé; oyéndole ha presentido que a su lado estaba la realidad.

Los pasajeros humildes dormían amontonados en el suelo húmedo, viscoso y negro; lloraban algunos niños chiquitos; se oía la queja, la voz cansada de una madre. Un poeta hubiese dicho que el cielo tendía sobre sus frentes el amparo de su techumbre, que palpitaba de estrellas. Pero Sigüenza jamás compuso un verso.

Un trozo de luna muestra el contorno de la costa desnuda y ruborosa, porque hay en la noche de la playa una emoción delicada de mujer.

Los faros, de destellos rápidos, inquietos y de ojos fijos, dan como una idea de solicitud, de vigilancia, de intimidad con el pobre barco solo en las inmensidades. Parece que se miren y se quieran como hombres buenos y hermanos, porque los hombres van dejando en las cosas una fraternidad, una dulzura que se olvidan de mantener entre ellos mismos.

...Busca Sigüenza la realidad humanada en su amigo, y la encuentra resollando y dormida dichosamente en la angostura de su litera, bajo el esponjoso blancor de una manta.

Arriba lloran las criaturas asustadas del trueno de las máquinas, y de la noche del mar; se lamentan algunas mujeres; balan los corderos de los rebaños empavorecidos en las hondas bodegas... Van las aguas floreciendo blancamente de luna.

...Por la mañana, el viejo vapor se acerca un poquitín cansado a la costa.

Los pinares se asoman a las doradas eminencias de los montes, como si se hubiesen subido sólo por ver los viajeros. El sol los traspasa y calienta gozosamente. En las laderas se descubre, a retazos, la carne viva de la rojiza tierra labrada.

Y aparece Peñíscola, abrupta y gentil; resplandecen sus casas como vestiduras inmaculadas de doncellas. En el mar, silencioso, liso y azul, se copia toda la diminuta península. Sobre las ruinas del castillo vuela una gaviota.

Peñíscola se funde, se esfuma debajo de un oro ardiente y brumoso; su blanca silueta recuerda los palacios de encantamiento.

Entre tanto, se va ofreciendo el pueblo de Vinaroz.

El ingeniero tiende su brazo hacia dos chimeneas y la blancura redonda de la Plaza de Toros.

Pero Sigüenza no puede inferir ninguna grave filosofía, porque se ha entregado a menudos y sutiles pensamientos.

Este pobre vapor, tan bondadoso, tan abnegado, no ha sido comprendido.

Veréis. Cuando Sigüenza dijo que había de viajar en este barco, hubo gentes que sonrieron algo desdeñosas y le auguraron grandes males. Le advertían que era un vapor ruinoso, casi podrido; su hélice, como aspa de molino decrépito; sus calderas, todas cribadas; iba cojeando por los mares, y cuando se le antojaba, quedábase parado tercamente, como esas viejas mulas que padecen huérfago y les sangra la piel de las mataduras donde hierven las moscardas... Pues el vapor se acostaría en el mar, rendido y devorado por los picos voraces de las gaviotas...

Y apenas entró Sigüenza cuidose de saber si llevaba chalecos salvavidas.

Y viéndole libre de las amarras, llegó a sentir la voluptuosidad del peligro en toda su sangre, y hasta pensó: «¡Oh, no es tan difícil ser héroe!».

Y llevaban navegando una noche y una mañana, y he aquí que el barco hendía brava y gallardamente las aguas; sus costados hacían un glorioso relumbrar de sol y de olas vencidas; sus máquinas resonaban con un firme retumbo de fortaleza, de confianza en sí mismas. La cámara era blanca, abrigada, de una discreta elegancia, olorosa de muebles y tapices ricos y limpios. ¡Pobre vapor escarnecido por esas almas descontentadizas y murmuradoras! Nada más podría tachársele la chimenea flaca y remilgada. ¿Por qué seremos tan fáciles al desdén y a la burlería para quien oculta en su humildad un esfuerzo, una perseverancia, una recatada distinción?

Surgió el ingeniero, y Sigüenza le tuvo por cifra y símbolo de muchos vapores.

-¡Ya estamos en Vinaroz, Sigüenza! ¿No viste esos cables? Son del teléfono interurbano. Vinaroz tiene teléfono. Apostaría algo a que tú no lo imaginabas.

No; no lo imaginaba.

El silencio del sosegado puerto semejaba abrirse y recibir hasta en su hondura y lejanía el balar de los rebaños que iban saliendo del vientre del buque. Algunas ovejas sangraban y no podían caminar, y los pastores las golpeaban con los corpezuelos palpitantes de las crías nacidas en el mar, llevadas a racimos.

Sigüenza y el ingeniero quieren ver la momia de San Valiente, que se guarda en una urna obscura de la iglesia mayor; quieren verla porque es momia y por serlo de un santo de quien no tenían ni barruntos de su vida. ¡San Valiente, Dios mío!

San Valiente está recostado perezosamente en su codo. Viste de centurión, con muchos bordados de realce y lentejuelas; trae una corona de rosas en las sienes rubias y una palma en una mano crispada y menudita. Sin embargo de la santidad y del martirio, su cara es maliciosa; parece que la hayamos visto alguna vez en un tranvía, en una oficina. Tiene un brazo hendido, porque un varón fervoroso le arrancó una astilla de carne para reliquia.

Mientras el ingeniero Tomé contempla resignadamente la diminuta nariz del santo, Sigüenza habla con el sacristán, un hombrecito de gafas recias y cráneo rapado, que asegura que la sagrada momia es muy permanente, que fue traída de Jerusalén -pero él dice Jesusalén- hace doscientos años.

-¿Y es santo de fama?

-¡Huy, si lo es! Un día entró en un convento a robar panes para los pobres. Y el Padre Prior le dijo: «¡Ay, Valiente! ¿Qué haces, Valiente?», y Valiente contestó: «Nada; doy flores a estos desgraciados». Y los panes se trocaban en rosas.

-¿Y en Vinaroz cuántos milagros hizo la santa momia?

-¡En Vinaroz! -murmura el sacristán con una terrible resplandescencia en sus gafas-. ¡Aquí, en Vinaroz, lleva doscientos años, y no ha hecho ni esto!

Y el buen hombre se muerde la uña del pulgar, goteada de cera.

Respetando su amargura, Sigüenza y el ingeniero salen a la alegría de la tarde.

Sobre el azul humean dos fábricas. Tomé quiere visitarlas. Pero por un cantón aparece un hombre enlutado que lleva bajo su brazo una vara de borlas negras, y tañe un cuerno de azófar. Le rodean las gentes, y él, leyendo en un papel un trabajoso rato, que debía de ser mal lector como el cuadrillero que contendió en la venta con el hidalgo de la Mancha, torna a tocar y luego grita: «De orden del señor alcalde -y al pronunciarlo se quitaba la gorra- se hace saber que la contribución industrial, urbana y rústica de este trimestre hade pagarse el día 27 en la calle de Rafael Selis, número 15. Además -y aquí volvía a leer la nota- esta noche debuta en el Gran Café de España la celebrada y simpática bailarina la Isleñita».

Y toca el cuerno y se aleja dando unas zancadas, y su sombra inmensa se quiebra en los tapiales soleados de un huerto callado y melancólico.

Ya Sigüenza y el amigo siguen al hombre del pregón.

-¿Acaso no es un claro resumen de la vida, de la realidad española? ¡Gabelas y baile!

-¡Como tú quieras! -ha murmurado el ingeniero.


El barco se entra en la negrura del mar. Están las aguas tan paradas, que las estrellas se copian en su quietud como las lumbrecillas de un pueblo infinito y glorioso.

Sigüenza siente un deliquio de ternura, y mira a Tomé, y le dice:

-Yo quisiera ser como tu; eres bueno y sereno, nunca desfalleces y nunca te exaltas. Tú para mí significas la realidad.

Y el amigo le responde casi balbuciente:

-¡Ay, Sigüenza, Sigüenza, pero si yo estoy enamorado, y sufro más!...

-¡Tú, tú! ¡Tú cuitado de mal de amores! ¡La realidad enamorada!

Y Sigüenza se conturba. ¡Oh, realidad era todo: lo suyo y lo del ingeniero y los doscientos años de hastío y ocio de la pobre momia de San Valiente!

1910.






ArribaAbajoDías y gentes


ArribaAbajoOrigen del turrón

Pasa Sigüenza por la Huerta de Alicante. Es un hondo llano de jardines sedientos y de tierras labradas, de árboles viejos, grandes, patriarcales, de vides robustas y ardientes. La alegría, el halago fresco y azul del mar va siguiéndole hasta doblar los montes del confín, los bellos montes lisos y zarcos, y por las tardes, el sol muestra redondeces, collados, angosturas, casales y arboledas, todo rubio y de un color de carne y de rosas. Entonces esa serranía parece avanzar y ofrecernos toda su desnudez, toda su vida. Arden las cumbres con un triunfo, con una gloria humana y dolorida. Cruzan el cielo los pájaros buscando la querencia de las palmeras, de los cipreses solitarios que dan compañía y una sombra larga a los torreones moriscos, a las casas de placer, antiguas, venerables, las únicas que todavía dejan una emoción señorial en este paisaje roto por edificios nuevecitos, por hoteles pulidos, que no saben qué hacer en el silencio campesino...

Hay caminos profundos y callados entre tapiales de cal, entre morenas albarradas; ventas polvorosas con argollas y pesebres en las faenadas, y algún olmo agarrado ansiosamente a la humedad de un ribazo. Es una huerta terronosa y vetusta. El ruido de los árboles evoca la delicia del agua, y ver un bancal regado, decirlo, oír un rumor de acequia, trae el pensamiento de contar mucho dinero en un escritorio o quizá la memoria de un lance de sangre. La pureza, la canción del agua es lo que más mueve y mantiene la raíz y el breñal de la criminalidad levantina. Y la huerta se abre, se interrumpe de cuando en cuando, y aparece un caserío, un pueblo.

Santa Faz reposa al lado del monasterio donde se guarda el lienzo santísimo, amor y remedio de los rancios señores, de las cigarreras, de los labriegos malparados. Tiene esta aldea unas casas con los balcones de celosías siempre cerradas; por los sillares, que se agrietan con dorados regaños como el pan, suben cactos verdes, escamosos, que parecen enormes lagartos dormidos al sol, y por las cercas desborda un jazminero, un rosal, de fronda ancha de árbol viejo, evocadora de tardes románticas. Está todo en la quietud mística del ostensorio de la Faz divina. Pasan coches, automóviles, las pesadas diligencias que hacen trepidar las celdas de las monjitas, los retablos y las columnas de los obscuros altares. Se persignan las mujeres, se descubren los viajeros devotos mientras conversan de deleite, y el estruendo de la jácara retumba en los canceles de la iglesia y en toda la paz aldeana.

Después aparecen las torres de San Juan. San Juan es un pueblo ufano que huele a tahona y a gasolina. En sus estancos se vende tabaco del caro; los dulceros y horneros amasan magdalenas y panes de lujo.

En el portal de la iglesia aguardan galeras y cochecitos que traen a las familias elegantes para oír misa de precepto. Los lugareños, recién afeitados, con polvos en las orejas, y ropas rígidas, parecen todos labradores de las haciendas de aquellos forasteros. La carne, los pescados de la plaza de San Juan se sirven en sus mesas. Las gentes de San Juan adulan a los ricos señores. Están muy complacidos; mantienen una buena amistad durante el verano; fuman juntos y todo. Es que los ricos señores, cuando se aburren de la quietud de sus huertos, buscan este pueblo; sienten una voluptuosa condescendencia; llevan guantes de seda o de hilo y zapatos con suela de cáñamo, y una cayadita blanca y se miran y sonríen y piensan: ¡Es una hermosura ser sencillos!

Y el pueblo, lo que aun queda de pueblo bajo la corriente de la elegancia, del patriciado; las callejas húmedas con olor de artesa, de alacena pobre; los portales con una cabra atada, con un viejecito enfermo, olvidado, que se osea desventuradamente las moscas; ese pueblo adusto, retraído, de color de bancal, deja en Sigüenza una profunda melancolía. Allí vive el Bautista vestido de pieles de camello, manteniéndose de raíces y alimañas.

A poco, llega Sigüenza a Muchamiel.

Muchamiel es un lugar grande y dorado. Hay rinconadas donde parecen dormir los pasados días. De los jardines y de algunas casas hidalgas se desprende como un perfume de legitimidad lugareña.

Nada queda de las colmenas insignes cuya abundancia dio nombre al pueblo. Han huido las abejas que faenaban para beneficio y poesía de los hombres. Todo ha pasado; se han desleído los panales dejando en las piedras su color caliente. Es un lugar de evocación de un día azul y rubio, rumoroso y feliz, ya perdido.

Y después, los campos tienen más Naturaleza; y sus caminos, más silencio, y una expresión de que se alejan mucho. Traspuestas las últimas fitas de huertos de regalo, se cruzan ramblas abrasadas, altozanos raídos; los árboles se retuercen con gesto de dolor y de penitencia; es un paisaje grande, mudo, extático bajo la pompa gloriosa de los cielos.

Ya las montañas remotas, tan cristalinas, tan delicadas, se presentan a nuestro lado poderosas, pardas, desolladas por el hombre, arboladas en lo blando y generoso de su ladera, abiertas por la rota espada del camino.

Los almendros, los algarrobos, los olivos, los sembrados se crispan cansadamente en las inmensidades. Ya el campo se torna fragoso, umbrío.

Jijona surge súbita y audaz trepando por la sierra. Pero esta esquivez de pueblo abrupto va adornada de donaire, de travesura de doncella muy famosa que se sube por riscos y derrocaderos, y enseña más gracias cuanto más cuida de cubrirse y de huir. Las faldas de sus montes están plegadas por graderías de una elegancia latina, alfombradas de pámpanos. Los racimos se maduran y enfrían dulcemente en la cepa hasta Navidad. Los frutales dan una frescura y abundancia selectas. El ambiente es fino, sutil, medianero de un bello pecado de amor.

Sigüenza recoge siempre en Jijona una emoción de feminidad, de atildamiento.

Destaca en este lugar la mujer, mujer de cabellera abundosa y trenzada, blanca como la carne de los manzanos de sus tuertos; su sonrisa, florece de promesas; todo su cuerpo, hermoso; el movimiento, rítmico y sabio. Aun siendo humildes, parecen de un misterio y suavidad de altas señoras porque poseen la aristocracia del color y de la forma; y aun siendo viejas, arrugaditas, guardan una claridad, una perfección expresiva de miniaturas de damas.

Se agrupan las mujeres en los hondos zaguanes mondando almendras, acomodando los macizos de turrones en las cajitas de chopo, envolviendo las uvas de ámbar. Suenan sus cánticos, sus risas. Predomina el temperamento femenino en el trabajo, en las fiestas, en toda la vida del pueblo serrano.

Cree también Sigüenza que la dulce industria de Jijona favorece a ese triunfo de la mujer. Una mujer primorosa en la confitura predispone a verla exquisita, y la exquisitez llega a dar la ilusión de la belleza. Y Jijona vive del dulce. ¿Es que no hay hombres allí? Sí que los hay. Hay nobles y hasta doctos varones, buenos hacendados, maridos que juegan a la brisca, frailes de la Orden de San Francisco, mozos con un sombrero felpudo, advertidos y linces para cuidar aquella tierra morena y espléndida, y, principalmente, turroneros. Pero a los jijonencos los imaginamos siempre andariegos y remotos ofreciendo a toda la Humanidad los apretados panales del turrón, los pastelillos que se funden con deliciosos sabores de frutas, almíbares y escarchas que sólo nos parecen labrados por las manos gordezuelas, por las manos pulidas y delgadas de las mujeres de Jijona. Parece que las abejas de Muchamiel han enjambrado en las peñas, en los árboles, en las casas de Jijona.

¿Qué leyenda o qué códice nos dirá el origen de la dulce y famosa industria de este lugar levantino?

...Y un día, cercano de las Pascuas, entra Sigüenza en una confitería de Barcelona. Es un saloncito resplandeciente, que exhala un tibio perfume de los azafates y frascos que parecen joyeles; una fragancia de damas hermosas que comen bombones alzándose graciosamente la niebla de sus velos.

Ve Sigüenza los muros de turrón, ya en cajas, ya en su dorada desnudez con sus lunares de canela. Y todo Jijona, sus mujeres, sus almendros, sus manzanos, sus parrales, se le ofrecen a su alma.

-¡Jijona, Jijona! -exclama Sigüenza.

Entonces, un señor bien portado, de frondoso bigote, de ojos que denotan cansancio, quizás del estudio de la Jurisprudencia, porque debe de ser de la Magistratura, probablemente un abogado fiscal, amigo de confianza de la casa, advierte a nuestro caballero, lo mismo que si le recordase un artículo de la ley de Enjuiciamiento civil:

-Ese turrón que usted señalaba no es de Jijona, sino de Cocentaina.

-¡Sí, sí, de Cocentaina! ¡Oh, Cocentaina!, es un pueblo amable, silencioso, huele a maíz tierno, a alcaceres, a feracidad, con su castillo tostado, sus robustas nogueras, su palacio ducal de primorosos artesones, en cujas salas hay un Círculo Democrático, un almacén de calzado. Sí; el turrón de Cocentaina es riquísimo; pero no olvidemos que Jijona es la cuna, el regazo y la maestra de ese manjar que preside las fiestas familiares de más grande ternura.

El abogado fiscal, que no es abogado fiscal, sino dueño de la opulenta confitería barcelonesa, queda algo mohíno escuchándole. Y luego le responde:

-Mire; en 1703 hubo una epidemia de peste en Barcelona. Fue una ruina para el gremio de especieros dulceros. Buscando su remedio se juntan los cónsules, y abren, en 27 de octubre, un concurso de pasteles, ofreciéndose recompensas a los dos de gusto más regalado, que puedan resistir un mes sin malearse, que tengan la semejanza de piedra, uno; de pergamino, el otro; que vendidos al precio de todos los pasteles, dejen el beneficio del 50 por 100. Estos pasteles se llamarán «conmemorativos».

Sigüenza mira recelosamente al docto dulcero. ¿No será este nombre un ironista? Pero, no; no debe serlo; habla con exaltación foral; el precio fijo es dogma crematístico inexorable de aquella casa; y sin embargo, a Sigüenza se le hace alguna merced en el coste de su humilde compra. No; no es posible el humorismo.

Y sigue escuchando que los tres brazos del Concejo se comprometen a la propaganda de los pasteles premiados, desde la Purísima a la Candelaria. Concurren trece gremieros; y triunfan Pablo Turrons y Pedro Xercavins. El pastel de Turrons tiene una cabal semejanza con un pedazo de piedra de granito; está hecho de miel, de avellanas y piñones. El de Pedro Xercavins forma un pergamino de neules, de hostias con un relleno delicioso.

El día 2 de diciembre, los pregoneros de la ciudad mandan que en regocijo por la desaparición de la peste, merquen todos el turrons y el neula. Los párrocos aconsejan, en misa mayor, a sus feligreses que celebren la salud y todas las fiestas de tan dulce modo.

Pero, ¿y Jijona, entonces? Y Sigüenza pide noticias del turrón a un culto jijonenco.

Y en Jijona saben que hacen diez mil quintales de turrones todos los años...

No tiene leyenda ni códice del turrón este pueblo levantino, y el relato que de su origen ofrece el confitero a Sigüenza hace de este dulce un símbolo y una glosa de muchas dulzuras que prorrumpen del dolor, o lo evocan. En los días de fiesta de hogar, comiendo el pastel del gremiero Pablo Turrons, ¿no encontrasteis el sabor de una almendra amarga, y el amargo dejo de una fecha, de una memoria desventurada?...

Recojamos la enseñanza de la sabia abeja de Jijona, que de un dolor ajeno ha creado una dulzura «propia» inagotable para todos sus hijos.

1910.




ArribaAbajoPastorcitos rotos

Una abuelita con saboyana roja y corpiño negro, que lleva un reverendo pavo en sus brazos, camina descabezada sobre la verde lisura del tomo III de Luciano.

Hay en la orilla de un tintero de Talavera un viejo sentado en su peña, con montera de piel y capa pardal y zahones nuevecitos que antes tendía sus manos encima de lumbre de leña, y hogaño está manco y sus muñones se asoman al abismo de tinta.

En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar, cuya cabalgadura tiene una pata quebrada por la corva, y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago.

Cerca del Epistolario Espiritual del venerable Juan de Ávila, una garrida lavandera se mira lisiada de brazos en el remanso de un espejito roto.

Y entre Rabelais, y algunas cuentas de mercaderes, asoma la donosa blancura de los rebaños. Y casi todos los corderos, hasta los recentales se doblan, se tuercen, se rinden por la flaqueza y ruina de los alambres de sus patitas y pezuñas, y lejos, en un trozo de soledad de la mesa, se amontonan zagalas con ofrenda de pichones, y pastores con presentalla de cabritos, de odres de vino, de cestas de huevos, de orzas de arrope, de manteca, de ristras de longanizas, de ramos de pomas y ponciles; y otras figuras más líricas, tañen adufes y rabeles, y otros muestran la gracia de la danza; y todos se asfixian bajo la escombra de molinos, de hornos, de un pozo, de un hostal cuya puerta no se abrió a los ruegos de la Santa Virgen María, y ahora tiene un portalazo como un antro hecho por ratas voraces.

Toda esta diminuta Arcadia fue derramada sobre los libros de Sigüenza, y unas manos femeninas van curando dulcemente con el dorado bálsamo de la goma: picos, alas, testuces de bestezuelas, dedos, costados, descalabraduras de villanos, de revés y hasta de santos; y la misma solicitud y paciencia hacendosa llena, con sabio artificio, las tinajitas de riquísimos presentes, y tiñen un cuero, el manto de un rey, y hasta la buena estrella de Oriente ha sido menester enlucirla.

Y después de cerrar tantas heridas y de enmendar tantas mutilaciones, ¡cuántos muertos todavía, Dios mío! ¡Y qué perdición en el Nacimiento!: las fuentes, cegadas; la arboleda, seca; los pastos, raídos; el camino de los Magos, hecho ramblizo fragoso, y el santo establo devorado por la carcoma... ¡Todo ha sido derruido por la ferocidad de un año de vejez!

...Pastorcitos nuevos y la mula y el buey querían los hijos que les mercara Sigüenza, y que se buscara un Niño de fina estirpe de porcelana y que se le labraran otros pañales.

Y fueron los padres a la tienda para traerlo todo. Y en la mesa de trabajo se ha mezclado lo flamante y lo viejo.

Las manos infantiles han preferido las figuritas recientes, y la mirada de los padres acaricia las lisiadas.

¡Qué tristeza tienen los pastorcitos hendidos, ciegos, mutilados, los pastorcitos rotos! ¡Cuántas evocaciones de ternura inspira una mano adherida a una orcita vidriada llena de brescas que rueda al lado de un trozo de ala del ángel que bajó a la majada para anunciar que naciera el Mesías a los hombres de buena voluntad! ¡Y la abuela del corpiño negro y de la basquiña roja, la abuelica sin cabeza!... ¡Cuánto pesar, Señor, dice su rendida espalda y su cuello segado!

Y los padres se miran en silencio y se empañan sus pupilas. Es que saben ahora por qué antaño amaban los suyos las figuritas viejas de Bethlem, que todo el pasado va emergiendo melancólicamente entre los corderitos cojos.

...¿Verdad que al acabarse la tarde de los domingos, en las tardes de los días de fiesta, sentís algo muy hondo y muy dulce, pero muy triste, que algunos hombres distraídos lo toman por aburrimiento? Pues ese «algo», pero más intenso, viene delante de Navidad y hace morada en nosotros cuando Navidad se va perdiendo y alejando entre una fragancia de recuerdos dejada por las figuritas rotas del Nacimiento.

Ellas han renovado intimidades, escondidas ternuras de nuestra vida y de otras vidas de otras figuras rotas, desaparecidas o desventuradas...

...Ahora estamos solos nosotros con los pastorcitos viejos, que son nuestro ayer, y los pastorcitos nuevos, que serán mañana los rotos para nuestros hijos.

1906.




ArribaAbajoUn domingo

Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.

Arribará a la estación cuando todo el lugar duerma. La estación de este pueblo es un edificio ceniciento, menudo, silencioso, perdido en el yermo, bajo un collado remoto.

Sigüenza ha visto al pobre matrimonio en los angostos andenillos. Le parece pesaroso, desventurado, rendido; temen grandes males, desconfían del tren, de los viajeros, de los empleados, de todo.

El pueblecito sigue exhalando en la noche un vaho, un polvo pálido, luminoso, un temblor de luciérnagas.

Sigüenza y sus amigos fuman contentos y habladores. Viajan sólo para pasar el día siguiente del domingo en la paz de los campos; no se proponen nada. Les aguarda la emoción de un pueblo y de un paisaje desconocidos. Dormirán en el lugar. Han de recorrer sus calles; de las casas sale la claridad de una alcoba de enfermo o de deleite, de una sala de viejecita que reza y pasa el rosario de sus recuerdos, de un escritorio de hidalgo que cavila en su hacienda empeñada o piensa en el hijo que partiose desgarradamente por ese mundo. Atravesando una fosca rinconada, verán un muro enrojecido por el hogar de una tahona frontera. Oirán sus pisadas sobre las losas de una calleja donde ruge el agua de una escondida acequia. Llegados a la plaza, les envuelve la espesa negrura de los muros de la iglesia; encima de la torre, en los claros de las espadañas, palpitan limpias, desnuditas y frías las estrellas. ¿No están al pie de los palacios de Aldonza Lorenzo? Y aunque lejos del Toboso, ha de surgir para su mirada la figura larga, cansada, estrecha del valiente y enamorado caballero, transido de emociones, guiado por el embuste y bellaquería.

...No madrugan Sigüenza y sus amigos como era su intento. Ciegan las calles de blancura, de azul y de sol; zumban de gentes vestidas de domingo. Pero estos hombres venidos de sus besanas y vinales, aunque hablen, bullan y se golpeen alegres, tienen en sus vidas una huella de silencio, de quietud, una rigidez de voluntad que en la holgura del día de fiesta les produce un hastío ciego y triste, y ofrece un contraste que Sigüenza relaciona someramente con el amplio blancor de sus camisas sobre la carne enjuta y torrada.

Los niñitos van mudados, muy alegres porque no hay escuela, pero andan encogidos y medrosos dentro de sus galas. Al salir les advirtieron a gritos terribles que no podían correr, ni revolcarse, ni tocarse siquiera, y si comen una confitura, una fruta que les zuma, se miran con espanto sus manos, se tuercen, se doblan para que el gotear caiga en la tierra... Esos niños, cuyas morenas mejillas parecen erisipeladas, desolladas por los relumbres del jabón del domingo, se van observando las medias gordas, las gorritas con un áncora bordada, un poco marchita... y hablan de un hermanito muerto, y dejan en el día inmenso y luminoso del domingo un sentimiento de la alegría que nos entristece.

Las entradas de los artesanos, apagadas y mudas; las forjas, ciegas; los tornos o telares, en reposo; los comenzados trabajos, en espera y obscuridad, todo paseado por un gato Huesudo que sabe y se aprovecha de la soledad de los talleres; todo, hasta la limpieza de precepto del sábado, huele a faena, a deber, a semana, un olor que anticipa la visión de las futuras semanas, iguales, ásperas... ¡Señor!

Esta es la casa de una vieja que no sabe los dineros que tiene. ¡Millones y millones! Va a misa de alba, y ya no sale más...

Las bisagras, cerraduras y armellas de puertas y ventanas son de plata maciza.

Sigüenza y sus amigos se allegan al cancel y tocan la plata calentada de sol. Desde dentro, les acechan los criados de la señora.

...Caminan por una callejita retorcida y solitaria. Un lebrel, acostado bajo una reja volada, se lame resignadamente la herida de un brazuelo; las moscas, moscas lugareñas, de una implacable terquedad, vuelan rodeándole la sangre. Un haz glorioso de luz enseña mejor su lacería. Después se queda inmóvil, oye los pasos, se le tienden encima las sombras de aquellos hombres y el perro no les mira; sigue en su quietud solemne y fatal de alimaña de tumba egipcia. Y por esta calle hórrida pasa también el domingo; es como un silencio dentro del silencio.

Aparece la grandeza del paisaje, dorado y umbroso, quieto y azul; casales morenos entre frescura de arboleda; caminos blancos; hazas rojizas; los almendros y olivos poblando generosamente el secano y las laderas; las cumbres de la serranía, serenas y rotundas, llenas de la gracia del día. Lejos, un castillo; bajo, la llanada de viñas y frutales, que exhala un vaho que se trasparenta rizadamente. Una ondulación de montañas muy remotas. Y todo el campo está en una soledad de descanso. Si pasa y canta un pájaro le parece a Sigüenza que su vuelo y su cantiga tienen en el domingo más pureza, y recuerda la lágrima de luz de la estrella errante...

Y Sigüenza y sus amigos caminan prometiéndose un contento, una confianza en la vida; son sencillos y fuertes; han buscado las agrestes hermosuras, los olores de salud. Ríen, gritan, corren creyéndose poseídos del júbilo de la Naturaleza, pero en lo hondo de sus almas pasa una vena sutil que parece dulce y tiene un escondido sabor amargo; es como el silencio del domingo dentro del ancho silencio de siempre en aquellos lugares.

No recuerdan determinadamente nada, no quieren traer el pasado a sus corazones, y he aquí que, de cuando en cuando, les llega un aleteo, un rancio aroma de otro tiempo, el que ha oreado la frente de alguien que ha muerto y han sentido un alma lejana que, un día, al pasar a su lado, les dejó su tristeza... ¡Qué tiene, Señor, el domingo de irremediable, de evocación, de horizonte callado, infinito, de sonrisa resignada de madre!

...Después de la comida fueron al castillo. Está en una sierra rubial, a la entrada de un gollizo de montes poderosos. Es el castellar del señor conde de Luna. Le quedan dos torreones de esquinas afiladas que dejan en el azul su línea de oro; le ciñen pedazos de muros de almenas rotas, cavas cegadas de hierbas viciosas donde bizarrea el gallo y a veces se quedan cluecas las gallinas de la ermitaña. Las prisiones, las salas o cuadras de guardia, los pasadizos y escaleras son de sillares de pedernal en toda su rudeza de trozos de montañas, traídos de las excelsas claridades a la lobreguez. Sólo por las heridas de las aspilleras penetra cansadamente la luz.

Sigüenza y sus amigos suben los peldaños ahondados por los pies de la soldadesca, por pies feroces, pies heroicos; sienten, bajo las bóvedas agobiosas de sepulcro, toda la pesadumbre del recio pasado, y se atropellan por llegar pronto a lo alto, y salen delirantes a la gloria de la tarde.

Los pájaros de las ruinas huyen despavoridos.

¡El domingo, un domingo hecho de palidez y melancolía, parece que se tiende como una niebla sobre las soledades, soledades aradas, feraces, raídas, llanas, hoscas!

Ellos se dicen que quizá su mirada es la única mirada que recoge la emoción campesina; y tal vez sus corazones se estremecen de su soledad en la grandeza. Pero mirando descubren el blancor del enjalbiego de la casuca de la ermitaña. La vivienda está labrada en el castillo. La parra levantina cuelga sus guirnaldas, pone su delicioso amparo en el dintel. Enfrente, asomado a una desgarradura del adarve, se perfila el cuerpo menudo, liso y enlutado de una viejecita.

Y Sigüenza y sus amigos bajan de la Historia roquera para acercarse a esta alma del yermo. Ella les acoge serenamente; les da sillas de esparto. Su habla es frágil; parece que venga de muy lejos. Plega los bracitos encima de su vientre, se acomoda en una almena como en una ventana, y sus ojos grises y gastados caminan por toda la tarde.

Las ropas de luto de la viejecita son también ropas disanteras; las alpargatas, el pañuelo, el delantal, todo es de lo nuevo y guardado para los domingos.

De rato en rato se vuelve y les mira. No serán del pueblo aquellos señores. Vinieron a comer y divertirse por las huertas, ¿verdad?

Los señores alaban la hermosura de aquellos campos.

-¡Una hermosura, una hermosura!... -se queda repitiendo la buena mujer.

Y con una mano seca, tostadita, rugosa, que tiene agarrada una llave enorme, se enjuga los lagrimales.

Luego, sonriéndoles con una sonrisa que no es de ella, una sonrisa fría y sumisa para los señores que pueden venir a holgarse en aquel apartamiento, les convida a ver la ermita.

Es una ermita pobre y olvidada. Ella es la ermitaña porque le dan casa y los pegujales de las laderas; cría gallinas, y el marido trabaja en el Molino Nuevo.

Sigüenza le pregunta la razón de sus ropas negras.

La viejecita se las mira y le dice:

-Son por una hija. Va para tres años que falta. La bajaron por el sendero que habrán traído los señores; pasa por aquí abajo. ¿Lo ve? ¡Ese!

Con la llave traza en el azul los repliegues y travesuras del caminito.

-...Allí, a la revuelta del olmo, tuvieron que pararse; era va una moza de dieciocho años. ¡Me llevaba de alta tanto como esta llave! ¡Qué hija perdimos! Desde esta piedra se ve hasta el cementerio; se ha de ver por fuerza... ¡Aquello!

Y su brazo trémulo señala un lejano cercadillo del hondo, con un ciprés recortado agudamente sobre el fuego del crepúsculo; pero los ojos de la mujer, muy abiertos, mostraban una ansiedad obscura porque no lograban llegar a su deseo.

-...Yo, mientras avío la casa, salgo y me asomo. Por las tardes aquí me siento; después viene mi marido, y aquí nos salen las estrellas...

Sigüenza y sus cantaradas hablan de las tardes de los domingos en las ruinas del conde de Luna.

Ella les mira, les mira.

-...Por la tarde la bajaron... ¿Ven el camino?

¿No son para esta mujer todas las tardes un domingo eterno?

...Sigüenza y sus amigos se marchan.

Desde la revuelta del olmo alzan los ojos.

En la desgarradura del adarve se perfila menudamente la viejecita. Y hay en su silueta la expresión de toda su paz, y en su mano siempre se ve la llave que mide la estatura de la hija muerta...

1908.



IndiceSiguiente