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Libro extraño

Tomo IV: Méndez

Francisco A. Sicardi



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina.

Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada





  —5→  

ArribaAbajo- I -

Dolores del río


Este se va sin prólogo; porque para entrar en el silencio, donde duermen los hermanos, no ha menester tañido de campana, que anuncie al peregrino, ni trompeta de heraldo, o mensaje de pregón... -porque si han de ser varones e hijos de altiva prosapia intelectual, marchar deben sin quebrar los músculos en reverencias, ni la palabra en lisonja, frentes solitarias, siempre adelante, aún en medio de la sombra, serenas y fuertes, ¡como que llevan misión!...

Que si el desdén lo acoge y la fría sordomudez de la indiferencia recibe los dolores, que a través de sus páginas quedan grabados, no olvide el libro que lo más excelso que se ha creado yace tal vez bajo el escombro que el tiempo desmenuza en los siglos, en la infinita soledad del olvido, bajo los monumentos rotos, entre cuyas grietas la gran Naturaleza arroja el efluvio de la primavera inmortal. ¡Pobres   —6→   mártires, labrados por la concepción, muertos para la vida perpetua!

Y si tal sucedió con ellos que tuvieron numen y violencia de hombría, no cumple a sensatos el grito lastimero y el importuno rezongo, si eso con los libros de uno sucediera, porque pequeños y porque lo que se escribe tiene hondo deleite y el arte es pasión formidable que vive de su propia sangre, sin más visiones que el amor mismo, sin más pensamiento, que vivir idólatras de la obra, contemplativos y es vestal que ha de guardarse en cripta de oro, lejos de lo humano banal y frío para que sea casta y eterna. Y se irá, porque los varones tienen polen bravío y buscan el aire abierto, enamorados de la lucha, ángeles alegres de las tormentas; pero así... cuajado de la emoción de la casa donde ha sido escrito, lleno del silencio de las noches invernales, calientes sus páginas del fuego de la estufa cercana y trémulas por el aletazo prepotente del alma del escritor.

Será el poema de un hogar, la revelación de un microcosmos... Cada casa tiene su armónium y las sinfonías que ruedan por los cuartos y constituyen su alma, romper, de repente fuera de las puertas y el poeta que pasa revela sus quejumbres, sus nenias, el crujir de las cunas, la algazara de la niñez sana. Son lamentaciones que vibran del instrumento melancólico, como suaves historias de ternuras inefables y   —7→   besos de madres que sufren y padres que caminan pensativos por los comedores alfombrados, en la noche alta, cuando no vuelven los hijos. Suenan de cuando en cuando gritos estridentes, formidables sollozos de las pasiones sin esperanzas, amarguras de almas juveniles enamoradas, que buscan el eterno silencio del sepulcro. Son melodías a veces que narran la santidad del amor filial y escriben la historia de niñas gentiles, votadas a los padres para siempre, a pesar de los derechos de la juventud, vestales que rezan y cuidan el templo, lo asean y lo perfuman. Y al lado de ellas ancianas temblorosas, que aman la caridad y encuentran en todas partes hijos a quienes besar, hambres para dar de comer y desnudeces para vestir y abrigar -ancianas que son como la leyenda de nuestra tierra, que han visto sus glorias, sus agitadas y sangrientas turbulencias, desbordes del atavismo, signos de una raza enferma de heroísmo y de demencia y que la vieron crecer a pesar de todo y hacerse gigante sobre los escombros de épocas que están muriendo. Y recogieron en el corazón, como en urna de púrpura todos sus dolores y bendijeron al vigor de la raza nueva y a las elegantes alegrías de la civilización que se apura en esta tierra y se consolida. Pasan envueltas en sus rebozos de espumilla, con relieves de negras rosas y mórbido fleco y el aroma de alhucema que tienen las viejas cosas cuidadas, y al lado de ellas las   —8→   grimas de los filósofos, el grito de la protesta contra la vida, las psicopatías amargando la existencia de los hereditarios. Pasan en los hogares alegres, llenos de luz y de esperanzas, como sombras enfermas, sospechando lo mismo en los hijos, que se sientan sobre las rodillas para jugar con ellos. Enamorados del hogar encuentran la poesía de las chimeneas, prendidas en las noches de invierno, entre el regocijo del comedor iluminado, entre el perfume de las flores recién cortadas, mientras el frío cuaja la humedad en los vidrios y escarcha la arboleda desnuda y el armónium suena en los comedores y escribe en melancólicas estrofas la odisea de las familias -¡el ascenso hacia la virilidad lleno de júbilos y el descenso hacia la vejez lleno de tristezas! Sobre cada casa retumba el estampido formidable de la ciudad, con el rodar rumoroso de sus tráfagos; poblando los aires de una colosal orquesta, que se entra por puertas y ventanas, asperezas brutales del sonido que vuelan en todas direcciones, como chasquidos de músculos ciclópeos contraídos en la faena, como estentóreo resoplar de pulmones en el cansancio vertiginoso del trabajo, mientras con todo el fragor entran los dolores colectivos, las alegrías gloriosas del progreso, las zinguizarras de las revoluciones, la pobreza con su mal olor, la caridad con su lábaro augusto y las casas se conmueven, se alegran, sufren, se irguen, se deprimen   —9→   , emprenden luego de nuevo la senda de la resurrección, modificadas a cada paso por el ímpetu de la síntesis, ¡que sigue poblando los aires de su colosal orquesta y escribe así las páginas de su inmortalidad!

En uno de esos comedores sentado estaba Méndez esa noche. Escribe detrás de los vidrios empañados de frío bajo la luz del gas, que echa de cuando en cuando el esqueleto oscuro y tembloroso de la araña sobre el cuaderno.

Escribe en aquella misma casa de anchos corredores, tan lejos ya del suburbio, desaparecido con el prodigio de sus cercos floridos con los ombúes y la trama tenebrosa de moras, pitas y sina-sina.

Los hornos se han ido. Sobre sus socavones y sus charcos cuajados de limo y de podredumbre se ha edificado la ciudad nueva y las casitas de dos piezas se han cuajado en manzanas donde ya no hay solares vacíos. En pleno sol, en las mañanas de invierno se calientan parados en los umbrales los viejos dueños, los trabajadores de antaño que tienen la piel enjuta y arrugada, blanco el cabello y el cuerpo flaco y sano, mientras la anciana asea con la escoba los patios y mira a la puerta a cada rato. Espera a los hijos que ya se han ido a formar fuera otros hogares y la visitan todos los días. Así mismo esa calle era un poco solitaria. En aquel comedor se sentía un lejano bullicio, como un   —10→   sordo zumbido, mientras el médico escribe y Dolores trabaja con la costura sobre su regazo. Hay viento en el patio. Las hojas que tapizan el suelo, secas y ennegrecidas se arremolinan debajo de los árboles desnudos. Son los viejos perales, cubiertos de musgo en su grueso cascaron rajado. Dos han muerto y cuando llega la primavera, ellos permanecen sin florecer con sus agudas chuzas y el tronco dividido en grietas y hondas hendiduras. Enfrente la yedra cubre el cerco de ladrillos con su opulento colchón verdinegro, exuberante al lado del esqueleto de la arboleda. Hay tibieza en el ambiente y un olorcillo de humo y en medio del silencio se siente el raspar de la pluma del médico sobre el papel. El reloj da la llora. Son las diez y la estufa con un gran esplendor rojo, que ilumina la alfombra contesta chisporroteando, mientras el cristalero, -un gran mueble de roble, que tiene columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca brilla y la plata bruñida de las bandejas sobre la mesa de trinchar reverbera de viva luz. Cuelgan de las paredes pocos cuadros, pero hay muchos estremecimientos y muchas memorias en ese comedor. Faltan los muchachos. Angélica se había retirado a su dormitorio. La chiquita de los cuentos tiene ahora veinte y dos años, dirige la casa y cuida a los padres y la única que sabe de la vida de Ricardo es la pobre madre, que piensa en él en ese   —11→   momento. Por eso había dejado la costura como abandonada sobre su regazo y cuando levantó la cabeza, Méndez la miraba sonriendo.

-Parece que estuviéramos peleados. No hablas nada, Carlos, dijo Dolores. ¿Estás contento?

-Sí estoy.

-Has trabajado mucho. ¿Por qué no descansas?

-Déjame escribir, Dolores, contestó el médico. No tengo más horas que estas de la noche. Es mi salón. Vivo en sociedad y converso con todas las quimeras que cruzan por mi cabeza. Me da mucha alegría escribir.

-Todos los días, te hará mal, agregó Dolores, tomando entre las suyas la mano izquierda del médico.

Carlos deja hacer y se agacha de nuevo sobre su cuaderno. Hay un profundo silencio en el comedor. El reloj sigue sonando su tic-tac y se siente crepitar la leña de la estufa. Una mariposa de alas grandes de terciopelo oscuro revolotea al rededor de la luz y del rincón se eleva una canturía triste y monótona, el lamento de un grillo escondido no lejos del fuego. Es una nota un poco estrídula que no cesa y aturde, mientras afuera grazna una lechuza y ondula por el aire frío el tañido del reloj de a Iglesia, que mira la noche con su enorme ojo brillante y amarillo. Algunas moscas rezongan al descansar sobre la mesa y la pluma de Carlos raspa   —12→   el papel a saltos. Dolores coloca dos trozos de sauce en la estufa, que se llena de humo, después de lengüetas luminosas que revientan aquí y allá desatando chispas que vuelan a miríadas, hasta que la llamarada muerde y devora la leña, fulgurando dentro la cuenca roja y el caño resopla a sacudidas con graves tonalidades. Llegan al comedor muy apagados los ruidos de la calle, como lejanos ecos; tramways que ruedan, cornetas que suenan y el lento estampido de la carreta a barquinazos sobre la comba desigual del empedrado. La casa se estremece un poco, hasta que la carreta pasa, mientras como perdido muy lejos se siente el berrido de una locomotora y el fragor de un tren que corre ligero. Hay un pájaro que canta en la huerta. Es la ratona que se desliza volando, el niño noctámbulo de la yedra, ese canoro de infantiles gorjeos y el canario del comedor trina en voz baja su nocturno de esclavo de la jaula dorada. Está tranquilo, con los ojos abiertos y las alas recogidas. Escucha el arpegio apurado de la ratona, como tal vez algún prisionero desde la mazmorra las cantinelas callejeras y sueña las alegrías del alma libre en el sendero abierto siempre. Alegra al comedor que sabe a humo y a cosa honesta y huele por las flores frescas que adornan al centro de mesa. ¡Cuántos años hace que los muebles de roble asisten al diálogo de Carlos y Dolores! ¡Qué dulces coloquios y qué ráfagas de dolor han pasado delante   —13→   de ellos! Se han ennegrecido un poco; la polilla los ha llenado de agujeritos negros. Algunos arabescos adornos del cristalero han caído y la piedra de mármol cenicienta perdió un enorme fragmento. ¿Estarán por irse y pasarán como todo pasa esos compañeros que brillaron en el comedor grande con la chispa alegre de sus cristales?

De pronto Dolores en el medio del silencio, partido por el tic-tac del péndulo y el chisporroteo a intervalos de la leña, dejó su costura sobre la mesa y acercándose al oído de Carlos, dijo:

-¿Quién es Werther? Carlos.

-¿Werther? preguntó el médico sobresaltado. ¿Por qué me preguntas?

-Porque si es un libro malo, se lo quitaré a Ricardo.

-¿Y que Ricardo lee eso? añadió Méndez en medio de la mayor emoción. ¿Cuándo? ¿y por qué Dolores lee eso? Sí. Es un libro malo; pero no se lo quites. Lo volverá a comprar, para leerlo a escondidas y se irá de nuestra casa, como hace a menudo. Ese no es el remedio Dolores. Es preciso acariciarlo mucho y vincularlo a la vida y hacerle entender que vivir es necesario para los padres, para la patria y para la hermana que se puede quedar sola algún día. ¡Oh Dolores! Exclamaba Méndez, si tú pudieras enseñarle a rezar... Si conociera a Dios y tuviese fe... Werther no tiene la culpa. Era un   —14→   espíritu enfermo, un débil...; pero su lectura es ponzoñosa y contamina. Pero ¿por qué suceden estas cosas, por qué labra tanto el alma de ese inconsolable vacío?

-Carlos, tú te afliges demasiado. Ricardo es bueno, contestó Dolores.

-Es muy violento; agregó Méndez. Yo tengo mucho miedo. Tal vez oculta alguna pasión contrariada. ¿Por qué lee Werther entonces?

-Ricardo lee todos tus libros, Carlos y todo lo que encuentra.

-¿Quién sabe? dijo el médico como si hablase consigo mismo. Tal vez sea esto fatal -y enseguida dirigiéndose a Dolores, agregó:

-Ojalá le hubieras entregado las dulzuras de tu alma, tu ecuanimidad y toda tu resignación de santa: Así amaría la vida y no se iría de nuestra casa. ¡Si fuera como Angélica que canta como los pájaros y es alegre como el Sol! Pero ¿qué diez y siete años son estos Dolores que tienen sombra en la frente? ¿Por qué es retraído y huraño? ¿Por qué es así tan tenebroso? Cuando yo tenía la edad de él...

El médico se interrumpió y cuando Dolores le preguntaba lo que iba a decir, éste replicó enseguida:

-¡Nada, nada! Y contrajo la frente como con ira.

-Yo te entiendo. Yo sé, Carlos, el porqué de tus reticencias. Tú crees que él también...

Dolores tuvo como un sollozo.

  —15→  

-¡No, no! Agregó enseguida, porque yo le diré que tú eres un fuerte, que has educado tu voluntad, que eres virtuoso porque has querido serlo.

El médico, sin contestar, movía la cabeza melancólicamente.

-Por qué tú, le dijo enseguida Dolores sonriendo con las lágrimas en los ojos, tú has construido este hogar de la nada y eres santo como tu madre y lo que ha pasado, ya ha pasado y el Dios de misericordia es nuestro Dios de bondad y no ha de querer que nuestro hijo se pierda... ese grande amor nuestro, por lo mismo que es tan desgraciado... ¡Oh Virgen santa, madre de mis hijos!

A saltos le salían a Dolores las palabras de la garganta mientras el péndulo sigue arrancando su tictac y se oyen de cuando en cuando los cuartos de hora del reloj de la Iglesia. El viento ha cesado. La arboleda del patio calla. La estufa ya no chisporrotea, ni resopla el caño y la brasa roja se extiende quieta en el fondo, mal cubierta por una ligera película de ceniza. A ratos estalla una chispa en una violenta y corta parábola de luz, se pierde bruscamente en el resplandor de la cuenca, mientras de afuera siguen llegando algunos rumores de la calle empedrada; tableteos apagados y lejanos de carros, sordo y monótono rodar de tramways y fragor de locomotoras en fuga. Algunos aullidos, como lejanas protestas hienden el aire y llegan al comedor.   —16→   La luz del gas más viva brota en un largo chorro por encima de la bomba de vidrio, que vibra a veces en un gemido largo y argentino como un retintín prolongado. Los cristales refractan luz y las bandejas de plata exhiben en el esplendor sus abigarrados y extraños dibujos, que narran alegres cuentos. Son las fantasmagorías elegantes de algún artista vagabundo, que ha incrustado allí su elocuencia. Un espejo rectangular y grande inclinado sobre la estufa, refleja todo el vasto salón como a través de un relámpago y una araña pequeña a una cuarta de la mesa, se mueve de aquí para allá lentamente sostenida por una hebra invisible, hasta que empieza a subir, pasa como una manchita cerca de la luz y se desvanece. A los costados, ocultando las puertas, caen los cortinajes y en la jaula dorada duerme el canario con la cabeza debajo de un ala, amontonado en un pelotoncito amarillo. Sobre la mesa, donde Carlos ha vuelto a su cuaderno pende la araña de cuatro brazos de cristal diáfano. Encorvados hacia el techo sostienen la bomba en forma de ancha copa y a través de la luz se distinguen sus opacidades que amortiguan el fulgor. Retahílas de prismas y octaedros, donde los rayos hechos pedazos pintan vivísimos los colores del iris, forman brillantes caireles, envueltos en un tul azulado. Esa araña vio los ímpetus juveniles y las esperanzas del eterno amor de Carlos y Dolores. Asistió a los   —17→   coloquios tranquilos de la noche, mientras los niños corren por la alfombra roja, desazonados e inquietos en el crecimiento sano. Había iluminado más de una vez la cara tormentosa de Méndez por las fatigas profesionales, cuando trabajador y héroe tiraba su inteligencia y su vida a cuerpo perdido en medio de todos los contagios y el beso de Dolores sobre su frente y la dulzura de su mirar suavísimo. ¡Sol de la noche de aquel comedor! ¡Iluminó muchas horas felices! Ella le hacía confidencias en voz baja, los labios cerca de los labios. Le dijo a él sólo la trémula poesía de sentirse madre, las vagas inquietudes de la germinación silenciosa, la trepidación de la yema que brota, el susurro de la linfa que se apresura, crea y pinta la hoja y el estallido de la corola que abre enorme los pétalos húmedos y aromados. Le reveló su largo ensueño tan lleno de sensaciones extrañas, la nerviosa fantasmagoría de lo que ya a suceder después, apasionada y delirante a veces, fosca y huraña, como una histérica sublime que tiene miedo por la salud del hijo que se mueve en la cripta fecunda. Así bajo la araña entre los chispazos de sus prismas le decía todo en voz baja para hacerlo temblar y sonreír, mientras teje batitas de lana y amontona sobre la mesa camisas y pañales blanquísimos que huelen a violetas, atados con cinta de seda azul. Iluminó también la sombra de la cuna de paso para el dormitorio y el grupo de la madre sentada en   —18→   las noches primaverales en la silla de hamaca, meciendo al niño dormido con el pezón húmedo y pardo en la boca pequeña, mientras ella lo mira con luz de éxtasis, entre los párpados apenas abiertos, la cabeza hacia abajo y lánguida de angélico arrobamiento y toda la persona abandonada en el embeleso del profundo soliloquio. Allí se sentó muchas veces en medio de su esplendor Catalina, la gran abuela de ochenta años. Sobre sus faldas durmieron los nietos, arrullados por los cánticos maternales que ella no había olvidado. Sonaban en el silencio del comedor los aires sencillos y tiernos tan llenos de ingenuidad, como encontrados al acaso, como las armonías de la naturaleza que nadie ha escrito. Invadían el patio, penetraban el éter azul oscuro, cuajado de estrellas las nenias apasionadas, casi tristes, como el amor de madre, siempre iguales como que son gritos del corazón, cítara doliente que rebosa de amor y de sangre y no ha aprendido sino una nota tic-tac-tic-tac, donde está todo el sentimiento, como en un símbolo formidable. Cuántas veces la abuela se durmió con los nietos, sobre cuyo cuerpo resbalaron las cuentas del rosario, ¡como si quisiera colocar el sueño inocente bajo el divino amparo de la plegaria! Esa araña había mirado con las chispas verde-azuladas de sus cristales la cabeza turbulenta del médico escritor. Vio sus cabellos sacudirse y agitarse su cuerpo y el ímpetu de la pluma   —19→   brutalmente echada disparando sobre el papel y observó su cara levantada hacia el techo en la contemplación del cosmos de adentro y sus ojos grandes, abiertos y fijos, con la siniestra brillazón de la tragedia a veces, la puñalada en el rayo oblicuo de la pupila y otras la gota de llanto, acumulada en el ángulo interno de los párpados y resbalando por la mejilla a disolver la tinta y borronear alguna palabra escrita.

Ella era la adoración de la familia, la antorcha del templo, de cuyas paredes cuelgan los retratos de los muertos, sombras adoradas que cuchichean en las fiestas de la casa y vienen en esas noches con sus caras sonrientes, con sus grandes caras de abuelos alegres, que dejan lejos la blanca mortaja y traen en brazos las muñecas rubias vestidas de seda, con la cabeza cubierta de sombreritos de paja primaverales; porque antes de morir, a los nietos les prometieron juguetes del cielo y maravillosos, cuentos... ¡Oh pulcras memorias! ¡Vicios caballeros, nobles idolatrías de los hogares que se quedan solos! ¡Cuántas veces llegáis a sentaros en los sillones de marroquí, al lado de la chimenea prendida oh viejos caballeros, nobles idolatrías de los hogares que se quedan solos! A veces los niños se detenían en sus juegos. Eran guitarras que pasaban o acordeones que marcan por las calles el paso alegre de los trabajadores, y la sombra de Genaro cruzaba calladita como una   —20→   tristeza y se perdía lejos con los sonidos en lo hondo, de los callejones. Allí mismo a menudo don Manuel de Paloche, el soñador de la panacea universal, el poeta revolucionario del masaje se sentaba a conversar con su amigo, mientras las luces retozaban de aquí para allá coloreadas en los prismas de cristales, saludando con su esplendor al empedernido visionario, ufanos de alumbrar las arrugas de su tez vieja. Pero esa noche el ambiente estaba triste. No había alegrías en la estufa. Dolores miraba a la araña como si fuera una fúnebre lámpara. Parecía el comedor de una ermita, donde no llegaría tal vez nunca más el alma de la gran ciudad con el fervor de su vida, el estruendo gigantesco de los trabajadores que la construyen, ni las carcajadas de la hermosa sultana derrochadora y opulenta, ¡una funesta ruina donde el señor tenía en la frente una cicatriz suicida y el hijo a Werther sobre la mesa de noche!

*  *  *

Así que cuando Dolores levantó la cabeza de su costura, vio que el médico la miraba, con el codo izquierdo apoyado en la mesa y la mejilla en el hueco de la palma.

-Yo sentía que me mirabas, Carlos, dijo Dolores.

-No te quería interrumpir, agregó el médico.

-Interrumpir ¿y por qué?

  —21→  

-Ni yo sé. Me parecía que los dos pensábamos en Ricardo. Yo decía para mí que tal vez no era él sombrío, sino yo, porque a veces nos parece que nuestros lutos los tienen los demás.

No se sale tan fácilmente de su propio microcosmos.

Él tiene diez y siete años. Tiene salud. Debiera ser un muchacho alegre. ¿No te parece Dolores?

-Debiera ser Carlos, contestó ella.

-Pero la verdad es que no tiene paz, ni sosiego. Se va de nuestra casa. Es un turbulento.

-Como todos a la edad de él, dijo Dolores con dulzura.

-Así creo, agregó el médico, tanto más que esta ciencia que marcha de aforisma en aforisma y tenta suprimir de paso el raciocinio humano, no ha dicho la última palabra todavía sobre la herencia. ¿Son los más los que heredan o son los menos? ¿Dónde está la regla? ¿Dónde la excepción? Son las preguntas que yo hago. ¿Quién ha reunido estadísticas? ¿Por qué han de echar sobre los hijos fatalmente el alma de los padres enfermos? ¿Hasta la sétima generación acaso?

-Eso no puede ser, contestó Dolores con animación. Dios no permite que haya reglas tan dolorosas. Lo que hay son excepciones.

-Así me parece, añadió Carlos, estrechando la mano de la mujer. He vivido mucho entre las familias. He observado mucho. Lo que tú dices es cierto.   —22→   Por eso no debe uno creer demasiado en los libros y para cuando nuestros hijos marchen en la vida, es menester enseñarles que se vive más dentro del juicio observando que leyendo. Estos sabios eruditos que pronuncian sentencia única para todos los casos son majaderos y perniciosos.

Yo sé bien si lo que pasa después, seguía Méndez con violencia.

Yo conozco todo lo imbécil que son estos eruditos. Aquí tienes lo que sucede, Dolores. ¡Pobres de los hogares donde haya habido un loco! La sociedad los señala y los condena al ostracismo. Los hijos no pueden ser generosos, ni tener pasiones, ni ser heroicos, ni caer envueltos en la desventura que aflige periódicamente a nuestro país. Tienen pasiones, son generosos y heroicos, porque son locos, ¡se han empobrecido porque son locos! Son hogares marcados a hierro por la fatalidad. Ellos saben que son observados. Marchan titubeando, caminadores sin alegrías bajo el aforisma de los sabios híbridos. ¿Por qué no consuela la ciencia, Dolores? ¿Por qué las niñas, que todas las mañanas rezan sus oraciones y tienen la virtud de Dios y son el encanto angelical de la casa buena, han de pensar en que tal vez más tarde la inteligencia se les extravíe y el corazón se les pierda? ¿Por qué los adolescentes vigorosos y honestos han de vivir perseguidos por la idea de ese futuro siniestro?

  —23→  

¡Si tú supieras toda la iniquidad, Dolores! A cada rato dicen: ¡Tenga cuidado con esa gente! ¡Es familia de locos! ¡Las muchachas no deben enamorarse! ¡Que queden para vestir santos! ¿Y los hombres? Esos no deben dirigir nada, ni formar familia, ni deben ir al gobierno. ¡Tengan cuidado! ¡Es familia de locos! Yo he visto estas familias y sé el efecto del anatema brutal. Husmean la mala nota, porque las otras las alejan de sí. Observan las reticencias, las desconfianzas y la oposición a establecer parentesco con ellas. Entonces como no pueden vencer al anónimo infame, se retiran silenciosas a protestar contra la ofensa inmerecida, se agrupan alrededor de los padres para cuidar el hogar incontaminado donde se reza, se trabaja y se ahorra...

-¡Qué grandes injusticias son estas, exclamó Dolores, como si fueran leprosos!

-Sí, Dolores. Como si fueran leprosos. Y eso no sucedería si la ciencia dijera toda la verdad y los eruditos se convencieran que así como a cada rato se reciben sorpresas de las enfermedades del cuerpo, las del espíritu también pueden darlas y más las que se pretende pasen de generación en generación. Yo no puedo negar la verdad de la herencia; pero yo pregunto de nuevo: ¿es la regla o la excepción? ¡Ese es el problema!

-Ya te he dicho Carlos, que Dios no puede permitir esas reglas dolorosas, interrumpió ella enseguida.

  —23→  

-¡Yo siento eso en el corazón, Dolores! ¡Tu Dios debe saber que hay madres! Y después la observación que es la más alta cualidad de la inteligencia no serviría para nada y si no fuese así, habría una fúnebre procesión de desgraciados y de locos que no concluiría nunca...

-Tú eres un espíritu excelso y bueno, exclamó Dolores, enternecida de alegría. ¡Eres una gran mente, Carlos!

Sus últimas palabras se perdieron en un beso, que solamente Dios oyó. Siguieron hablando en voz baja, cerca el uno del otro; en el silencio del vasto comedor. Sonreían. La esperanza los cobijó con sus grandes alas de ángel tranquilo y fuerte, mientras el reloj seguía su tic-tac. Ya era muy tarde. Había mucha quietud en la calle, interrumpida a largos trechos por algún paso de hombre que se aleja ligero y el rodar violento de algún coche sobre el empedrado. A lo lejos el bufido apresurado de una máquina, el chasquear rítmico del humo en el hueco de la chimenea y el raspar interminable de los vagones. La estufa callaba. La brasa había desaparecido casi bajo un montón de ceniza y entre los fulgores vivísimos de los picos de gas se distinguía apenas en el fondo del cuarto su vislumbre rosada. El gas apurado resopla y aletea por encima de las bombas, mientras los cuadros y el cristalero se destacan con relieves de estereotipia. Carlos le decía en ese momento:

  —25→  

-Yo creo, Dolores, en la educación. Las caricias le la madre hacen amar la vida. Así yo fui salvado. Yo tengo una que es una santa. Me entregó a la tierra otra vez. Creo en la influencia del deber. Así tú y mis hijos me conservaron luchador y fuerte y pienso que todos los espíritus enfermos debieran tener una madre que los salvara.

-¿Y religión, no te parece? Carlos. Y fe y el temor de Dios, y aprenderá rezar como la nena, agregó Dolores en medio de la mayor emoción.

El médico la miró en silencio. Sus ojos brillaban. Tuvo como una cosa impetuosa en toda su cara. Al rato le dijo:

-Eso, Dolores, es una fuerza. Yo carezco de ella. Es una grima que me atormenta. La religión es el valor para el deber. Yo sé que Ricardo cree en Dios y ha aprendido a rezar. Así lo has vinculado a tu corazón. Tu buen Dios de los cielos lo hará vivir.

En medio del diálogo se adivinaba un pensamiento doloroso. Era el temor por Ricardo. Se sintió en ese momento un rodar crepitante y grave en el hueco del reloj. Iba a dar la hora. Son las doce La campana suena lentamente y la onda sonora se difunde en el comedor. La estufa abre su boca oscura y fría, ya sin brasa y los rumores de la calle llegan hasta allí raramente y cada vez más cansados. Una quietud profunda reina en los dormitorios,   —26→   mientras la noche afuera envuelve la casa en su gasa negra, llena de silenciosos fantasmas. Detrás de los vidrios empañados se pararon los dos dándose el brazo. Carlos enjugó uno con un pañuelo. Las estrellas chispeaban arriba en el azul, tan diáfano y limpio en ese momento. El bosque de perales enfrente era una mancha y se veían las baldosas del patio húmedas de rocío. Hay sosiego afuera. Las ramas desnudas están fijas. De repente en aquel silencio se sintió un grito estridente.

-Es Ricardo, dijo la madre enseguida.

-Estará herido, Dolores, preguntó el médico agitado. Vamos, agregó con violencia.

-No, Carlos. Ricardo sueña. Así hace siempre.

-Te digo que no, dijo Carlos impaciente. Algo grave sucede. Siguen sus gritos. Vamos.

*  *  *

El comedor se abalanza unas varas fuera de la línea de los cuartos. Cuadra el patio y divide el dormitorio de Ricardo de los otros dormitorios.

Méndez abre impetuosamente el batiente. Entran los dos. El esplendor del gas atropella adentro en toda su gloriosa alegría y la luz estalla por todas partes, mientras la sombra a montones hechas trizas por aquel fulgurante relámpago se azota en todas direcciones y desaparece. Hay claridad. Sobre el rectángulo   —27→   de luz que se dibuja en la alfombra rosada caminan los dos en puntitas de pié, sosteniéndose de la mano en la marcha callada, sin respirar casi, paso a paso, levemente... En el espejo que da frente al comedor muy lejos brilla la araña; la palangana de plata bruñida vibra rayos luminosos y blanquea el candelero sobre la mesa de noche llena de libros. La vela está prendida. Su llama cónica se levanta tranquila, mientras los muebles de tuya iluminados ostentan, entre los listones y las columnas de jacarandá negro, la roja sangre de sus fibras salpicadas de grumos en los anchos tableros bermejos.

Los padres caminan hacia la cama. Parecen dos espectros al pasar frente al espejo grande del lavatorio. Los pasos rozan. Se acercan a los pies y ven a Ricardo enfrente tirado sobre la cama. Está vestido. La vela alumbra su pechera de hilo blanquísima muy abierta arriba y una corbata de raso dibuja en la camisa dos negros festones. Su cara trigueña y flaca reposa sobre la palma izquierda. Su dormir es tormentoso. De cuando en cuando se mueve con violencia y salen de su garganta sonidos inarticulados.

-Está inquieto, susurró el médico en voz baja. Parece que sueña. ¿Y eso qué es? preguntó al rato, indicando un libro desencuadernado sobre la cama.

-¡Es Werther! ¡es Werther! Repetía sobresaltada Dolores.

En eso Ricardo empieza a hablar. Su voz tiene   —28→   algo de pavoroso. Se agita y entre el crujir de los elásticos y después de la violenta farfulla del principio se oyen algunas palabras claras. Su voz es hueca y cascada como de hombre que tiene miedo y frío, ecos tal vez de extrañas sonoridades, escuchadas en el lúgubre ensueño. Los padres no se atreven a moverse. El terror los clava en el sitio. Recién entonces habían visto sobre el mármol de la mesa de noche los agujeros oscuros de la pistola, ¡conque Méndez se había partido la frente! Ricardo decía con voz sofocada:

-¡Oh Hamlet! ¡alma humana! ¡oh siniestro!

Méndez se comprimió el corazón. Su cabeza se movía con gran tristeza. Ricardo seguía soñando. Hablaba.

-¡Ojalá el Eterno no señalara con sus rayos la frente del suicida!

Carlos oyendo esto, miró a Dolores que con un pañuelo enjugaba dos grandes lágrimas. Entonces ella le dijo:

-Yo le voy a quitar eso -y señaló la pistola.

-No se la quites, agregó Carlos. Él va a saber que hemos conocido su intención. Le va a dar vergüenza. Entonces se irá por ahí y buscará un hueco cualquiera, ¿entiendes? No se la quites.

-Entonces las balas, Carlos, añadió Dolores. Él no se va a fijar.

-Yo lo voy a hacer; pero no es el remedio este   —29→   desgraciadamente, dijo Méndez. Hay que despertar en él el amor a la vida. Su espíritu tiene una negra ponzoña.

Se desliza entonces el médico a lo largo del borde de la cama y sin hacer ruido desvía la lámina de hierro que sostiene los cañones de la pistola. Estos se inclinan lentamente hacia abajo y en la luz de la vela brilla la base del tubo de bronce amarillo, que contiene las balas. Carlos las hizo resbalar hacia atrás con pequeñas sacudidas y las guardaba en momentos en que Dolores se había acercado a él bruscamente.

-Vete, Carlos, le dijo al oído. Se despierta. ¡Vete!

*  *  *

El médico se retira al comedor. Cierra la puerta y Dolores cae de rodillas y reza con la frente apoyada sobre los colchones de la cama. La vela sola alumbraba el cuarto. Dentro de los espacios paralelos se refleja el dormitorio. Es una serie de imágenes sucesivas, una seguidilla de camas, de candeleros de plata, de llamas cónicas aleteando apenas, de palanganas y jarras de plata, de roperos que se miran con el ojo grande y rectangular de los espejos, frente a frente de uno en fondo, cada vez más lejos y más pequeños en medio de claridades que se van apagando en los cuartos sucesivos hasta desaparecer   —30→   todo en los misteriosos claroscuros de una lontananza infinita. Son los dormitorios de todos los hijos pródigos que no entienden o desdeñan las caricias del hogar paterno y tristes vagabundos tienen sed de afectos ajenos. En cada dormitorio hay una madre. Tiene como Dolores, a persona cubierta de un largo batón de terciopelo negro. Están de rodillas todos al lado de las camas, donde duermen los hijos que han vuelto deshechos por las pasiones hondas y desordenadas, azotados a la ventura, almas sin sosiego en el borrascoso despeñadero. Han llegado tarde de las noches orgíacas. Se han acostado vestidos, borrachos de vino y de cansancio, con la pechera abierta, la corbata de raso a un lado y los guantes de cabritilla aquí y allá por el suelo.

Ellas los esperan siempre. Rezan cuando no llegan los hijos y escuchan los pasos de los noctámbulos que buscan su hogar. No se detienen: al contrario, lejos se desvanecen en el cauce silencioso de la calle. Entonces siguen orando. Es la plegaria para todos que rezan como Dolores esa noche.

Conversa con Dios. ¡Le llama infinita bondad, inmenso amor! y le dice que ese es su niño, ¡su esplendor y su orgullo!

¿Por qué cuando los otros juegan y el vigor de la vida retoza a través de la ardiente sangre, él huye y se retira lejos, como un alma solitaria? Derrama, ¡oh, Señor! En su corazón la paz de los cielos y la   —31→   benignidad de tu gloria, para que su inquietud tenga paz y su mente alegres horizontes, tu que consuelas el dolor, perdonas los pecados y porque hasta el delito que siente horror se cobija arrepentido bajo tu ala todo poderosa. El hogar está consternado y él es un niño que recién despierta, Dios de mi adoración. Yo te le ofrezco, ¡oh Virgen madre! Sálvalo. ¡Que juegue y ame la vida, porque tú sabes, como los hijos tristes hacen doler el corazón!

*  *  *

Ricardo ya despierto ha oído las últimas palabras. Se sentó bruscamente y entre el crujir de los elásticos, inclinados adelante busca la mejilla de la madre escondida para besarla. Los dos se abrazan en silencio. Ella de rodillas apoya la cara, sobre el hombro del hijo y la mejilla de Ricardo acaricia su mejilla. ¡Era un dúo de adoraciones calladas, era el amor supremo! Ella tiene canas en la cabeza dulzuras y cariños en los ojos. ¡El alma de Ricardo está de hinojos, pidiéndole perdón! En los espejos paralelos se reflejan las madres en la penumbra de esa interminable lontananza abrazando a los hijos vagabundos y las dos cabezas se mueven de aquí para allá en los sollozos de la ternura profunda. ¡Era un dúo de adoraciones calladas, era el amor supremo!

-Hijo de mi corazón, le decía Dolores a cada rato. ¡El Señor te bendiga!

  —32→  

-Pero ¿qué tiene? exclamaba el joven. ¿Qué te he hecho yo? Tú lloras por mí.

-Por ti no Ricardo. Estaba rezando y lloré no más porque me nació llorar.

-Estás incómoda mamá. Siéntate aquí, y Ricardo extendió la mano y acercó una silla. Dolores obedeció.

-¿Por qué no estás en tu cuarto a estas horas? preguntó Ricardo.

-Llegué a ver si habías venido y de alegría de verte me arrodillé a rezar, dijo Dolores.

-¿De alegría, dices?

-Sí. ¿Por qué? hijo mío.

-Entonces no es cierto lo que yo estaba pensando, murmuró él, como hablando consigo mismo.

-¿Qué has pensado?

-Que yo he nacido para entristecer a todos los que se acerquen a mí.

-Así son todos, repetía Dolores con tristeza. Se les educa, se les cuida en todas las horas. Cuando se enferman vive uno sollozando noche y día al lado de sus camitas y de noche en sus sueños nos acercamos en puntitas de pié a besarlos. Y los seguimos en los juegos infantiles; asustadas y orgullosas de estos hijos temerarios y cuando son grandes y llega la hora de que nos den el brazo para sostenernos, y acaricien la vejez, ellos se van por ahí con el corazón tormentoso sin saber dónde, ni por qué...

  —33→  

-¡Oh mi madre santa! exclamó Ricardo con ternura. ¡No! ¡No! Así no son todos.

-Ustedes son unos incautos, contestó Dolores. No saben. El mundo es como Saturno. Tiene hambre de carne juvenil. Les abre a ustedes las puertas de oro, que guardan el sepulcro. Les indica la orgía con sus embriagueces, con la danza que marea, con la mujer deshonrada que deshonra. La mente se llena de esas visiones y dentro de la tiniebla, que oscurece vuestras cabezas, vagan las desnudeces procaces, el harem y la culebra, y para eso se van... para que la madrugada los encuentre en los tugurios estrechos, entre el dejo hediondo de los puchos tirados por el suelo y del humo encerrado, alrededor de las mesas de juego con los ojos enrojecidos y la cara lívida.

-No mamá. Eres injusta, replicó Ricardo con energía y dulzura. El dolor te extravía. Así no son todos. Yo no soy así.

-¿Por qué te vas tú entonces? replicó Dolores con ímpetu. ¿Por qué te vas tú? -y tomó entre sus manos las mejillas del hijo, mirándolo con inmenso dolor. ¿Por qué te llevas a trozos las alegrías de la casa de tus padres? ¿Por qué me lastimas el corazón?

-Es cierto que me voy, murmuraba Ricardo como si se hiciera un reproche, pero no por lo que tú dices.

  —33→  

-Y a ese hombre que está allí -y Dolores señalaba el comedor- ese trabajador que tiene un alma afectuosa y grande; ¿por qué lo haces sufrir?

-¿Quién? preguntó el joven con gran emoción.

-Tu padre.

-¿Despierto? insistió Ricardo.

-Sí, despierto.

-¿Y por culpa mía sufre?

-Una de las causas eres tú, Ricardo.

-Con razón te decía que yo he nacido para entristecer a todos los que se acerquen a mí.

-Yo te voy a decir, Ricardo, lo que sucede cuando te vas, replicó Dolores con vehemencia.

Un gran temblor agitó todo su cuerpo. Parecía que un escalofrío la horripilara.

-Esta es una casa llena de luz, henchida de virtud y de alegrías, dijo en una exaltación casi mística. Los perales y las flores los hemos plantado para regocijo de ustedes. ¡El sol entra a raudales para que se calienten los cuerpos de mis hijos! ¡Todos trabajamos para que haya júbilos en ella, y tenemos honor para que suenen alegres festivales! Pero cuando tú te vas, agregó más lentamente, interrumpiéndose como si quisiese contener las lágrimas -la tristeza desciende con su toca gris. Tu hermana no sonríe. Tu padre se sienta meditabundo y hasta Adela que no es de nuestra familia, sufre.

-¿Adela? dices, ¡Bah! exclamó Ricardo palideciendo.   —35→   ¿Dices que sufre? ¡Mentira! ¿Qué tiene que sentir ella? ¡Miente! ¡No quiere sino a Dios! ¡Sufrirá el día que Dios se le vaya!

-Ricardo, tú eres irrespetuoso y descortés con Adela.

-Y ella malvada conmigo, interrumpió bruscamente el joven.

-Me asustas. ¿Por qué malvada?

Yo sé. Yo sé, gritó Ricardo en medio de la mayor agitación y mordiéndose los labios.

*  *  *

Dolores adivinó detrás de la frase mordaz e iracunda la congoja de una pasión formidable y dobló la cabeza sobre el pecho. Su alma triste empezó a recordar. Vio la vieja casa Del Río cuando era niña y toda la angélica alegría de su cariño por Carlos y el jardín cuajado de primaveras, cuando ella regaba los jazmines, que le mandaba en bandejas de plata, cubiertos con papel de seda. Recordó la noche del baile y el brutal apretón de su muñeca dolorida. El alma del hijo tenía aquel mismo desierto frío del abandono, el miedo de quedarse sola y la crucifixión de su amor desdeñado. Se levantó para estrecharlo contra su corazón. Le acariciaba el cabello y lo besaba en la frente.

  —36→  

-Déjeme, mi madre querida, le decía Ricardo. Yo soy un perverso. Te hago sufrir.

-No Ricardo, contestaba la madre, estrechándolo de nuevo contra su corazón.

-Es inútil, mamá, No quiero que nadie tenga dolor por mí. Me iré para siempre.

-¡No quiero que te vayas! repetía Dolores. ¡No quiero!

-Una cosa sola le voy a pedir, mi madre querida, añadió Ricardo con voz dolorosa. No piense que me voy por lo que ella ha dicho antes. Yo no juego, ni bebo. ¡Yo soy un honesto, mi madre santa! Te voy a hacer mi confesión, para que sepas... Yo tengo aquí adentro -y el joven puso su mano abierta sobre el pecho- tengo un hondo desierto y un abrojal inhospitalario que me lastima. Miro mi corazón y lo encuentro sin objetivos, lleno de hastío... Soy un salvaje y un zonzo... Ando por las calles como un duende con la cabeza perdida en un abismo lóbrego y sin fondo. No tengo alegrías. A veces creo que no soy joven. Veo como los otros viven en perpetua fiesta. ¿Y yo por qué no puedo ser como ellos? Me parece todo, mi madre, tan sin elocuencia. ¿Por qué se agitan, se apuran y caminan todos hacia alguna cosa? Yo observo esto. ¿Y qué es eso? me pregunto. ¿Es el dinero? ¿son los placeres? Solamente yo no tengo rumbo. A veces creo que este desaliento deriva de alguna enfermedad oculta, que me llevará en cualquier momento...

  —37→  

-Los hombres deben ser varoniles, interrumpió Dolores.

-Ya lo sé.

-Y desde que se nace hay deberes con Dios y con la familia.

-Yo los cumplo mi madre. ¡Cómo los adoro tiernamente a todos ustedes!

-¿Y tu porvenir? ¿Y la patria? Ricardo, este bendito pedazo de tierra, el amor de los amores en el corazón del hombre, insistía Dolores.

Entonces Ricardo la abrazó y le dijo al oído con voz vibrante:

-Yo he pensado que algún día para conservarle incólume y grande fuese necesario morir por ella.

-¿Y por qué no trabajas, por qué no estudias si piensas eso? proseguía la madre, en medio de la mayor emoción.

-Porque el tedio me taladra el espíritu. Esta inconsolable desolación quiebra mis propósitos y me encuentro débil sin haber hecho esfuerzos y deshecho sin haber combatido.

Oh mi madre, yo no tengo secretos para ti. El otro día estuve en un baile. Me llevó un amigo. Me senté en el salón. Aquello era espléndido. Cuánto perfume. Muchos ramos de flores y mucha luz. Todas las arañas estaban alegres y chisporroteaban en el extraño cabrilleo del iris. Estaba solo en medio de ese mundo. Sentía como un largo fragor   —38→   como si todos los diálogos se hubieran unido en una sola nota formidable. Veía pasar las parejas animadas y parieras, las blondas, los tules, los escotes de mármol arrastrados en el vértigo del vals y caras juveniles y rosadas girando siempre en medio de risas argentinas. Yo era un mudo y un indiferente. Oía la música como una armonía lejana, como si los violines tuvieran sordina. Miraba los espejos, que reverberaban todos esos fulgores, las colgaduras de terciopelo, la alfombra llena de rosas pero así, como estático, como quien no ve y la oleada de los que bailaban que seguía pasando en un gran círculo, mientras en el centro muchos jóvenes ostentaban su frac y sus pecheras con brillantes. Gesticulaban y reían. Mis ojos eran como una máquina fotográfica que recibía la impresión y se borraba para dar lugar a otra impresión, también fugaz y deleznable. Pero en el alma no me quedaba nada; ni sonrisas, ni ojos negros, ni tules, ni nada... Me parecía inútil todo aquello. ¿Por qué y para qué bailaban? Y veía como un crespón extenderse, alguna cosa fúnebre... ¿Qué quedaría después de eso? ¡Qué tedios! ¡qué cansancios! Vino mi amigo. Me sacudió de un brazo y me dijo:

-¿Qué haces aquí solo?

-Nada, le contesté.

-Como un sonso.

-Es cierto.

  —39→  

-Ven. Te presentaré a una niña.

-¿A una niña? ¿y para qué?

-Pero que embromar. Para que bailes.

-¿Y después? pregunté.

-Eres un incorregible, me dijo. Vete al diablo.

Me presentó. Estuve paseando un rato. Decían que la niña era bonita. Yo no vi eso. Se acabó la pieza y ella me dijo que la sentara, después supe que había formado un juicio acabado sobre mi ser moral. Se lo manifestó a todos. Les dijo que yo ira un imbécil. Bueno; y es esto mi madre que se apodera de mí en los bailes, que me persigue en el paseo, que se tira con su glacial efigie sobre el libro que estoy leyendo y se sienta en la mesa al lado mío, este desgano de todo, esta soledad es la que me impide trabajar. Entonces huyo de ella, como un loco y ella atrás, a todas horas me echa la zarpa al pescuezo y me empuja día y noche lejos de mi familia, de mis amigos, como si yo fuera un cenobita y el mundo un claustro siniestro. Y después yo no te quiero ocultar nada mi madre. Tengo una brasa aquí y Ricardo se estrujaba el pecho con violencia -una pasión bárbara que me desgarra todo y me azuza y me aguijonea y me saca sangre. Tengo iras brutales contra esta pasión. Me dan ganas a veces de incinerarla. Quiere subyugarme... A mí que soy un indomable salvaje.

Ricardo hablaba con voz sofocada y estridente,   —40→   con bruscas atropelladas en la palabra. Su cara tenía algo de fiera.

-¡Pobre hijo mío! exclamó Dolores con tristeza.

-Y después seguía el joven, con violencia como si no hubiera oído a la madre, y después como si no bastara esta desolación enferma -esto de que me ha de parecer inútil todo, helado todo- una estepa el mundo, es Dios ahora el que se mete al medio... Dios... Es claro... ¿Y cómo no? Tiene el cielo... Es rey... y yo un gusano vil... un imbécil... un pordiosero... El Dios el que se mete al medio... Adela está enamorada de Dios... ¿Entiendes ahora? ¿Entiendes?

Ricardo dirige una mirada oblicua a la pistola. Hace un brusco movimiento hacia la mesa de noche, pero Dolores ya se había erguido delante de él; toda su alta persona da la espalda a la luz. Su figura se proyecta sobre la alfombra y quebrada en el ángulo que la pared forma con el piso se levanta casi hasta el techo. Allí arriba se mueve su efigie llena de pesadumbre. Había algo de solemne en aquel martirio y en las medias tintas de los espejos paralelos muchas madres extendían la mano benéfica para detener a sus hijos. No se sentían sollozos, pero de los ojos de Dolores caían las lágrimas grandes y cristalinas, formando surcos en su mejilla, gotas silenciosas que golpean su bata negra mientras otras se atropellan entre los párpados y   —41→   cuelgan de sus pestañas. No decía una palabra. Miraba al hijo a través de la cortina de sus ojos húmedos, porque las lágrimas son el rocío que mitiga la llama que devora el corazón de los hijos. ¡Oh divinos raudales! Rompen las brutales furias y se difunden como bálsamo. ¡Despiertan las ternuras escondidas y suscitan en los labios trémulos el lenguaje del arrepentimiento! ¡Los hombres entregan todo a las madres que lloran y el sonido de las gotas que caen los adormece! ¡Piden perdón! ¡Están en paz! ¡El azul de los cielos serenos desciende con su sosiego religioso sobre la borrasca que huye en derrota! ¡Benditas lágrimas! Ricardo le besa las manos, la abraza de las rodillas con los ojos agrandados de ternura y de pasión. Su cuerpo se estremece todo. Dolores se ha inclinado sobre su frente. El llanto de la madre ha humedecido los ojos del hijo y su palabra le acaricia el oído como una melodía tranquila y santa.

-Tanto que te quiero, Ricardo, le decía la madre. Yo te perdono.

-Oh mi madre santa, exclamaba el hijo enternecido.

-Ven conmigo, arrodillémonos delante de esta Virgen de Dolores, que te ha cuidado desde chico.

El joven obedeció.

-Quieres rezar el rosario, Ricardo, preguntó ella.

  —42→  

-¡Yo quiero, mi madre santa, todo lo que tú quieras!

Rezaron......



  —43→  

ArribaAbajo- II -

Horas malas


Méndez en el comedor se había sentado en el gran sillón de marroquí negro. Apoyó el codo sobre los gruesos brazos que parecía se hubieran abierto con más cariño esa noche, más blandos sus resortes, más abrigado su hueco. Allí fumaba él su cigarro después de comer, rodeado de la familia, en medio de la luz como esa noche y narraba las vicisitudes de su vida de médico. La chiquita de los cuentos, su alegre Angélica era la poetisa de las pequeñeces del día en el hogar, la bulliciosa alondra, que cantaba y sonreía en los placenteros cuentos, mientras Catalina y Dolores, no muy lejos sentadas, formaban grupo en la atmósfera tibia del comedor. Dejó caer su mejilla derecha sobre la palma y sus ojos empezaron a mirar con la vaga fijeza de los que recuerdan. Tenía más de cincuenta años. Ya era un fatigado con muchas canas en   —44→   el cabello, con mucho esplendor en la inteligencia. El hogar lo atraía con su misteriosa dulzura de amor y de perdón. Hubiera deseado quedarse siempre allí y sentir hasta la muerte el paso de sus muchachos a través de las piezas lejanas, el roce del traje de Dolores y los golpes de tos que sacudían de cuando en cuando el pecho de la madre, calentando su piel envejecida al lado de aquella chimenea. Pensó en el primer tiempo de su profesión, pobre vagabundo, destinado a consolar, el que necesitaba que lo sostuvieran como esos edificios llenos de grietas que inclinan las paredes pavorosas. Entró en el rancho pobre para ver enfermos acostados en los catres de lona, sobre delgados colchones sucios de grasa, cubiertos por sábanas mugrientas o por alguna frazada hecha tiras, cuando no encontraba los cuerpos enfermos arrojados sobre el piso de tierra iluminado a trechos por el sol que dibuja allí los agujeros y las hendiduras del techo de paja. En los días helados, cuando el cierzo tuerce las ramas y entra con su racha húmeda al rancho, cuando el cielo tapa el sol con su tolda cenicienta y se oyen gemidos lejanos de las rachas en fuga, él veía las familias reunidas alrededor del brasero, donde ardían las últimas leñitas recogidas por las zanjas, la familia aterida sin par y sin abrigo, mientras la tuberculosis muerde el pulmón de alguno de los hijos, ¡porque ha trabajado   —45→   mucho y ha comido mal! ¡Oh! ¡la miseria horrenda que tiene el vestido negro lleno de manchas verdosas, sin botines para calzar los pies de los chicos, chatos, ennegrecidos de barro y de porquería y que come y escava la mejilla de los adolecentes!

Así supo de muchos cuentos dolorosos; vírgenes desdichadas que entregaron la honra por un pedazo de pan, tal vez para los padres agobiados en la vejez prematura por la enfermedad y que ven la sonrisa amarga del sacrificio en los labios de las hijas; ¡porque la casa pobre está cerca del lupanar y los miserables de la ergástula! Él entraba con la cara seria y su corazón bueno y generoso. Tenía caricias en la palabra y dulzura en los ojos y después cuando volvía a su casa, descontento de todo, con el alma vacilante y llegaba a sus cuartos solitarios sentía a veces como un gran ruido de alas, el eco tal vez de la bendición de algún enfermo salvado. Recordaba su vida de médico en invierno. Entonces llueve a menudo. El agua azota los cercos de pita y sina-sina. Golpea el techo del carruaje con un rumor sordo y grave y salpica los vidrios de gotas y de regueros. A través de la humedad del cristal se distingue el camino lleno de fango donde chirría la rueda, entre el limo que ensucia los rayos y mancha la caja del coche, aventando a los costados agua sucia y bosta. De repente el agua de un charco despedazado en el trote violento   —46→   estalla por todas partes en largas lenguas de barre que se adhieren y chorrean los vidrios. Así vio muchas veces al suburbio bajo la lluvia. Metido en su coche a pesar de los chaparrones con las manos yertas y los pies entumecidos cruzaba los pantanos divididos bruscamente por el ímpetu de sus oscuros, arrastrando la caja por el engrudo tenaz y hediondo... Hay un enfermo que espera desde la mañana, tiende el oído y escucha todos los ruidos de la calle. Adelante. El horizonte está brumoso; el aire frío. Pasa una mancha que se confunde con el horizonte. Es un monte de eucaliptus o un bosque de sauces y en medio de las perspectivas cenicientas a través de los vidrios empañados contempla un rancho o un ombú solitario que se deslizan con rapidez. Adelante una carreta de bueyes hunde las ruedas y escava la huella honda. Los animales marchan al paso, chapaleando con las patas aglutinadas y el vientre sucio de lodo y en el momento en que su coche se detiene un poco para pasar al costado, oye los rumores de los riachos cenagosos que buscan las pendientes y las zanjas. Más lejos hay una carreta encajada hasta la masa. Muchas yuntas de bueyes inclinado el encuentro adelante clavan para tirar, la pezuña en el suelo en medio de blasfemias, de gritos y de picanas que se hunden como lanzasos en las nalgas que manan sangre. Las cuartas dan brutales   —47→   cimbronazos y cuando la carreta no sale, con picos y palas, cavan alrededor de la rueda un hoyo profundo y se renueva la algarabía de gritos que suenan en esas soledades y se confunden con el ladrar furioso de los mastines de las chacras cercanas. Él veía entre la niebla toda la mole, ocultada por una nube densa que se desgarra a medida que el coche se acerca y los hombres, que de lejos semejan espectros que vagan de aquí para allá, aparecen entonces con las caras sudorosas, los brazos desnudos y llenos de mugre y se ve la fila de bueyes inmóviles en el fangal con largas cuartas embarradas mientras por todas partes la lluvia sigue cayendo e inunda las praderas. Son lagunas que tardan en secarse, espejos en cuyo fondo se contemplan los cercos, los ombúes y los nubarrones que hinchan el cielo plomizo. Otras veces bajo el cielo azul y quieto, barrido por el pampero, él pasa en la mañana en medio del sol frío, por la escarcha que se rompe crujiendo en los caminos. El hielo penetra en su coche y lo arruga en un rincón. Una nube de humo salía de su boca entonces, mientras al lado de él pasa la arboleda desnuda que arroja en todas direcciones la aguja de sus ramas blancas de cristales helados, tristes vivientes con la linfa sosegada y yerta que espera el corazón ferviente de la primavera para agitarse en sus entrañas. Son esqueletos erguidos en la atmósfera como un ejército de larvas, que silban   —48→   en los huracanes del suburbio. Surgen de la tierra árida y seca que se contrae y se endurece de frío, mata los gérmenes de los pastos escasos y rastreros y apenas dan sombra a los montones de hojas rígidas y amarillentas. Estas son la alfombra, que tapiza la pradera en invierno en los días quietos, arrojadas allí como fragmentos de una naturaleza muerta, como una cohorte de vencidos, que acostara sus miembros despedazados en el sitio de la lucha, para entregar todavía a la tierra, ¡donde crecieron lozanos, carnes, vigor y gérmenes! A veces las sacude el cierzo con violencia, las arrebata en vértigo, las azota en remolino, las rompe, las amontona y las dispersa de nuevo hasta que poco a poco la madre tierra las disuelve y las digiere en su seno fecundo.

Seguía su camino por los callejones, contemplando aquí y allá osamentas podridas, arrojadas sobre un montón de huesos, de gusanos y betún hediondo y veía caballos desfallecidos de hambre y de frío, apoyados a las zanjas mientras otros sin vida yacen con las patas rígidas como cuerdas de maroma y el vientre hinchado a reventar.

Muchas veces pasaban al trote al lado de su carruaje perros sucios descarnados y pulguientos con el lomo pelado a trechos, llenos de úlceras y de sarna con la lengua de fuera y el hocico arriba Husmean el animal muerto que exhala una mefítica   —49→   pestilencia y se les ve después morder los tendones sacudir furiosos la cabeza a tirones con los músculos entre los dientes engullendo gusanos y porquerías y huir al fin con un pedazo de carne en la boca, o arrastrar arambeles de trapos grasientos. En los días siguientes los encontraba muertos, con la calavera en el suelo, con un hervidero de vermes en las órbitas, y los dientes blanqueando en una horrible mueca. Todas las mañanas bajo el temporal su coche corría por los lodazales y en su marcha solitaria a través de los inviernos melancólicos estudió las penas de la naturaleza que pierde su ropaje, el frío que dobla las plantas y marchita las hojas y vio la tristeza de los cielos plomizos. No hay gorjeos en el suburbio en los días ásperos que se envuelven en su sábana de escarcha. Los pájaros pían apenas, inmóviles de hambre y de frío se acercan a las casas a implorar piedad y a veces dejan bajo los corredores sus cuerpecitos rígidos. Han muerto cerca de los nidos que tejieron en primavera, al lado de los chicos que ellos conocían y que sin mirarlos y sin acordarse de ellos, calientan sus manos en los fogones. En esos días se busca el sol, sin encontrar su calor. De balde su disco brillante corre por el cielo azul. Los rayos no llegan hasta la tierra. Los pies duelen de frío y la reja se corta en el cierzo.

Más de una vez en sus correrías se bajó del   —50→   carruaje para ayudar a alguno de esos que no tienen techo y duermen en las zanjas del camino. Tienen la cara abotagada, la nariz y las orejas violáceas y las manos yertas. Son los borrachos a quienes el frío adormece y mata y aparecen como montones de trapos sucios, hediondos de alcoholes venenosos y de inveteradas roñas. Están rígidos como momias, como si quisieran narrar en esa lóbrega estupefacción de los rasgos demacrados una historia de dolorosos descensos, hasta la imbecilidad o la indiferencia. Son una muchedumbre de buenos, a quienes la vida amarga, la deshonra o las miserias silenciosas han hecho buscar consuelos en la copa verdosa de ajenjo, una cohorte de tristes que beben para aliviar penas y olvidar. Méndez se detenía mucho rato delante de esos cadáveres. Los había conocido con vida. Eran sencillos y trabajadores, algunos heroicos cubiertos de cicatrices, soldados de las viejas guerras por la patria grande y honesta y pensaba que muchos de los que se creen mejores, no habían sido pobres nunca, ¡ni habían sido heridos nunca en las batallas gloriosas, ni eran buenos, ni eran heroicos! ¡Perdón para ellos! ¡En vez del vilipendio y del escarnio poco generoso sería bueno acordarse de los hijos que quedan! Las gentes los ven pasar con sus grandes sombreros donde el polvo y la grasa han cuajado un esmalte ceniciento, rajados en anchas grietas, por donde asoman   —51→   mechones de pelo gris. Con la cara untuosa, la nariz roja y mojada y la tez lívida de miseria contemplan al caminante con ojos sucio, y pupila turbia. Su mirar es tímido y esquivo. Extienden la mano para pedir limosna y con ella se mueve el armazón de un saco lleno de remiendos, abultado abajo en los grandes bolsillos donde guardan pan y zoquetes. Su mano tiembla a veces y el cuerpo se tambalea. Están borrachos, rezongan y bajan la cabeza bajo el insulto y las maldiciones que reciben a cada rato. ¡Atorrantes! ¡Dénle garrote no más! En las afueras de cuando en cuando ellos contestan acomodando el cuerpo encogido y muerto bajo una helada, mientras al lado la hortaliza agachada y escueta yace ardida en la nieve y muestra sus hojas carcomidas por el frío y pintadas de manchas negras. Por esos callejones bajo la garúa, entre el vendaval, del invierno, o entre las cerrazones húmedas buscaba Méndez sus enfermos dejando aquí y allí sangre de su corazón. Eso fue abono fecundo. Retoñó su fama vigorosamente, levantándose en un corpulento y frondoso árbol, que cobijaba con su sombra a muchas casas enfermas del suburbio. Era un viejo ángel tutelar, sin mas interés que ganar para comer, casi sin rumbo, caritativo sin apercibirse. Recordaba sus grimas intelectuales, torturado por el diagnóstico difícil con su cabeza en la sombra muchos días apurado por descifrar el enigma,   —52→   con la cruel pesadumbre de un error probable. Era un luchador enfrente del misterio, un sonámbulo en todas las horas por desgarrarlo. Aparecía una hebra de luz, un nuevo signo revelador y la verdad centelleaba poco a poco en su inteligencia. Eso era el diagnóstico, su alegre triunfo sobre el Dios ignoto y recién entonces el alma del médico se llenaba de una severa tranquilidad.

Más tarde la lucha con la enfermedad, todos los días observando la alegría que produce su entrada en las casas y que salta como un relámpago a los ojos del enfermo que lo espera hace tiempo. Su examen, las preguntas minuciosas, el ojo ávido y pujante que quiere descubrir alguna esperanza, la mano escudriñadora y el oído volcado sobre el tórax escuchando las notas inarmónicas y brutales de su patología. La familia lo observa. Está parada detrás de él y lo rodea. No pierde una palabra, no olvida un movimiento y recuerda el gesto más imperceptible del rostro del médico y cuando éste se da vuelta y sale afuera todos le siguen en silencio, llenas de interrogaciones las miradas. Es necesario desgarrar el misterio. Para el médico no hay esfinges. La familia quiere saber si curará el enfermo. ¡Qué torturas entonces para el espíritu de Carlos, cuando, a pesar de su extraordinaria púa de pronosticador lo asaltaba así mismo la duda del futuro! ¡Cuántas injusticias en esas casas temblorosas donde no se   —53→   come, ni se duerme! ¡Qué sensibilidades exaltadas! ¡Cuánto júbilo a veces sin motivos! ¡Qué profundos terrores! ¡Qué recelos contra el pobre médico; qué iras sordas, qué desconfianzas y qué odios! ¡Suelen en algunos ser eternos y resucitar en sus labios cuando ya ha pasado mucho tiempo sobre alguno de sus muertos! Él había visto en su larga vida de médico estallidos de dolor formidable y desesperadas cuitas, alrededor de la cama donde alguien cerraba los ojos para siempre y esas lúgubres resonancias lo acompañaban en su noche solitaria. Madres misérrimas que se arrojan sollozantes como a querer detener el alma de los hijos que huyen y abrazan sus cuerpos yertos, ¡porque no es posible, y no debe ser y todavía respira y tiene el pecho caliente porque no ha muerto ¡no! ¡no ha muerto y el cuerpo lánguido se bambolea como una cosa inerte entre los brazos amantes y viejos de rodillas que besan las manos juveniles y frías abandonadas en el borde de la cama por los hijos tronchados en flor!

Había visto las casas de luto; la mesa cubierta por el negro paludamento, el ataúd negro encima, a los costados los candelabros de bronce y las gruesas velas de estearina llenas de estalactitas que destilan y manchan a guadrapa y en todas partes un profundo sosiego, entre la luz melancólica, como si ese que está allí estirado y que no habla,   —54→   hubiera arrebatado consigo todos los recuerdos de la casa y todas las esperanzas.

En su paso, a tras es de los hogares, había visto abnegaciones y crímenes, vicios y virtudes; familias que fueron ricas y gloriosas antaño y que escondían entonces sus pobrezas en el suburbio; gentiles así mismo en medio de tanto grosero, idólatras del nombre y de las pocas reliquias arrebatadas al naufragio. ¡Ellas viven mucho en el pasado y acarician las viejas sedas, que todavía duran, y guardan los pocos recuerdos como una religión!

Así en algunos años asistió a la metamorfosis del suburbio. Vio desaparecer el rancho y surgir las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo y llegar hasta la calle como un crecimiento de su cuerpo sano y robusto la sala alegre e iluminada protegida por esas grandes rejas, que ostentan el adorno de sus óvalos de hierro. La vereda de ladrillo o de piedra se echa sobre el colchón de tierra, mientras enfrente hacen los trabajadores el empedrado. Aquí y allá las cuadrillas descansan al lado del pisón enorme. Se inclinan a un tiempo todos aferran, el grueso brazo de madera y lo levantan. Oscila un monto en el aire y se desploma luego sobre las aristas, y las combas de los fragmentos de piedra burda, que se hunden bajo la mole pesada y se aplanan en el temblor del piso. Los trabajadores se miran un rato y conversan. Mojan con saliva la   —55→   palma de la mano trasformada en áspera, negruzca, y agrietada suela, las frotan un rato y se inclinan de nuevo sobre los brazos extendidos en cruz y continúan la ruda labor hasta la noche. Entonces, en grupos con el cuerpo lleno de sudor y de tierra y el saco al hombro, los ve Méndez marchar hacia sus casas. Tienen hambre. Delante de las puertas, en ollas de barro sobre el trípode de los braseros, hierve y humea la sopa fraganciosa y suculenta. El aroma se difunde. Alrededor de las mesas de pino, sin mantel, hacen la frugal comida al lado de los hijos y de la mujer que como ellos han trabajado el día entero. Están sanos y duermen después el sueño hondo. El silencio y el olvido cobijan en la noche las casas de los pobres virtuosos con sus grandes alas llenas de blandas caricias. Los músculos descansan. El cerebro duerme sin ensueños y el corazón se acuesta con menos latidos y suena en la gran caja de música del tórax como una lira adormecida, sin sobresaltos, lentamente sonando sus ritmos. Por ellos pensó Carlos en los que viven en casas de muchos pisos, donde no hay un solar vacío; en las casas llenas de alfombras y de espejos, en cuyos dormitorios también se busca el reposo. Pero en el de la noche, la cama cruje; los labios suspiran con inquietud, el corazón salta y el sueño no viene. La cama cruje. Son los cuerpos que se dan vuelta para todos lados; es la respiración ansiosa,   —56→   es el esfuerzo y la desazón de todo el organismo que quiere dormir. Pero el sueño no viene y los relojes de las iglesias siguen tañendo las horas en la atmósfera quieta y muda...

Él tampoco dormía. El insomnio era su enfermedad. Cuántas veces tuvo envidia de esas almas bravías de trabajadores que bregan de sol a sol para que los hijos sean mejores que ellos y tengan el pan y el abrigo que ellos no tuvieron.

Él observaba con dolor que aquellos tenían hijos sanos en el espíritu y robustos en el cuerpo, mientras los suyos habían heredado las tormentas de su corazón y la lóbrega mente suya. ¡Dios injusto! ¡Él había trabajado también para que sus hijos fueran más felices que él! Entonces el alma del pensador dio un salto y se entenebró toda su inteligencia...

*  *  *

Allí en el comedor solo y frío sintió que un crespón tétrico lo rodeaba y se hundió ya como perdido en la pavorosa espelunca del alma humana. Encerrada en la urna de carne vaga en la niñez como una mísera larva, como una inconsciente sombra. Come y duerme como si no fuera más que sangre y músculos, instinto y apetito. Abre los ojos azulados, mira los panoramas que pasan y no ve y escucha indiferente todos los ruidos de la naturaleza.   —57→   Lo que más conoce es la ubre que lo alimenta y la nenia que lo adormece. Engorda el cuerpo que le sirve de vestidura, no porque lleve misión alguna en robustecerse y crecer, sino porque ya está establecido así, porque hay luz que vivifica su célula, porqué hay ozono que vivifica su sangre. Crece como la planta, con la raíz viboreando entre el humus, sin conciencia de su yo humano, ya dominada desde entonces la mísera larva por las angurrias del bruto. Desde entonces cuida el cuerpo y ama la vida -lo único que no merece amarse. Y cuando después crece, cuando la niñez la encierra en su desazonado organismo, mancha desde ya su blanca vestimenta, se tiene lejos del bien y desarrolla su perversidad nativa. Es cruel. Piensa en hacer mal siempre, en romper y en herir. Es mala. No obedece a los padres y se complace en hacerlos sufrir. No entiende el cariño del beso, no sabe del dolor de las lágrimas. No las ve nunca de noche rondar inquietos al rededor de las camas, ni que los abrigan en invierno ¡y si se despierta alguna vez rezonga y grita al chanchito! Quiere dormir. Déjenlo porque ama la vida, lo único que no merece amarse y si no nacieran malos tal vez sentirían los padres alguna vez alrededor de sus cuellos el tacto mórbido de los bracitos blancos y pequeños. Es sucia. Idolatra el barro, se encharca en el limo de los patios con la piel negra de cieno y de mugre.   —58→   Enséñenle el aseo. Llora de rabia, se tira como loca por las calles para levantar la bosta del camino. ¡Así nació la mísera larva! Déjenla porque ama la vida.

Crece. La juventud lozana y vigorosa la envuelve. Sus sensaciones se desarrollan. Huele la carne. Busca con la mente enloquecida el otro sexo y tiene meditaciones que no son castas. Entonces yo que he visto perderse en la sombra el alma de Ricardo, que lo he visto azotarse con su cuerpo fuera de nuestra casa sin saber dónde, ni para qué como arrebatado por una loca furia, yo le he repetido muchas veces que es necesario rezar, que Dios es bueno y ha hecho del hogar de uno un templo... Pero sin duda él comprendió que yo no tenía fe y ha contestado huyendo y me he apercibido que el amor filial no es más que un pretexto para tener mesa donde comer y cama donde abrigarse. Así como él todos aunque más no sea con la intención, abandonan el hogar paterno. Quieren la vida no por los deberes que ella impone sino porque la pasión les calienta el cerebro con sus espectros lujuriosos, con las promesas de la fruición física; viven soñando en las flores del mal, para embriagarse con su ponzoña y porque lo desconocido tiene hondas fascinaciones y en pos de ellas se dejan arrastrar como dementes, manoteando quimeras, burbujas de jabón que se repiten y se rompen al menor contacto.

  —59→  

Fue entonces que Méndez sintió un escalofrío que le horripilaba la piel. Una cosa helada le batió la frente y una cohorte de fantasmas le susurraba al oído:

-¡Ha hecho lo que tú y hará lo que tú has hecho!.. Estaba solo en el comedor y tuvo miedo, mientras el diálogo de Ricardo y Dolores llegaba hasta él como un lamento y el soliloquio blasfemo no lo abandonaba. Le había agarrado el cerebro con su manopla helada de cadáver... Tuvo la visión del alma en la virilidad -el alma sucia del perverso que ha conseguido acumular en la trama lóbrega de sus hebras más de treinta años. Allí está. Camina por la calle, perseguida por la idea del lucro, acariciando el áureo esplendor del tesoro futuro. No tiene amigos sino para robarlos, no tiene hermanos sino para la traición y la trampa. Se va a apoderar de su herencia y no respetará la tutela. ¡Qué importa que los niños se mueran de hambre y crezcan como los animales sin luz de educación, sin bálsamo de buenos sentimientos. Se harán vagabundos. Tendrán el saco roto y los botines rotos y el rostro macilento y si han heredado de sus madres un poco de ternura, inclinarán los ojos turbios sobre a copa de caña en la taberna inmunda, entre el humo de las pipas, sobre las mesas mugrientas. ¡Pobres borrachos que ahogan en el alcohol venenoso la pena de no haber sido amados, que arrastran   —60→   la carne miserable hasta dar con ella entre las rejas de una mazmorra! ¿Y las niñas? ¡Oh! ¡A esas hay que dejarles el paso! Yo las he visto por la calle descalzas, con el vestido de zaraza desgarrado, flacas, con la mano extendida para pedir limosna, paradas en las esquinas con el rostro enjuto y sucio, temblorosas y sin amparo, flores entristecidas, mustias delicadezas, hasta que encuentran un bandido cualquiera que las tumba de un empujón sobre una cama y les roba la honra, ¡para que más tarde sean las diosas pálidas y llenas de lacras de los gineceos! ¡Oh! y ¡qué le importa al que ha arrebatado los bienes de sus pupilos de esos putrílagos que se mueven como fantasmas de aquí para allí, atónitos y dementes, si él ha sido sacrílego porque ama la vida que es lo único que no merece amarse! Y al lado de estos a quienes se les da la mano porque son ricos y cuyos crímenes se perdonan porque son ricos, camina el alma ambiciosa. Tiene visiones siniestras y marcha pugnando siempre. Vence los obstáculos riendo fríamente, súbdolo y astuto con blandicie felina y es tranquila y feroz a veces en sus concepciones y en sus actos. La batalla contra el adversario es cruel e inhumana y se le ve espiando el momento en que pasa victorioso para aferrarlo por la nuca y derribarlo pisoteándolo sin piedad. No se detiene ante el crimen, ni esquiva la calumnia con las manos llenas de lodo que arroja a puñadas al rostro   —61→   del enemigo. Es paciente dentro de la violencia comprimida y ama la emboscada para caer más seguro sobre su víctima. Ha acariciado sordamente sus rencores que se han agigantado en las humillaciones de sus primeros pasos y vencedor después soberbio y malo, ha puesto el taco de su bota sobre alguna frente augusta para retirarla llena de sangre. Ama la vida el ambicioso lo único que no merece amarse -¡la vida desde la altura conquistada para servir la pasión perversa, con la genuflexión de la humanidad cobarde! Entonces la patria se viste de luto y arrastra su pesada cadena; los hogares no tienen luz, ni pan, ni calor, porque los padres y los hijos a quienes el cadalso no ha desnucado, marchan de tierra en tierra cantando la soberana belleza del sol que calentó sus cunas, embriagada la memoria de las hazañas de sus gloriosos, fulgurantes las retinas del azul divino del cielo que se encorva como un lienzo funerario sobre las muertas libertades. ¡Oh inicuos! ¡oh brutales! ¡Puede vuestra casa cubrirse de vergüenza! Sean vuestras mujeres las rameras de las ciudades esclavas, Mesalinas con sus desnudeces al aire abierto, señalando en las esquinas cuantas veces fueron impúdicas, bacantes borrachas de la noche satiriásica y vuestros hijos tahures nefandos, os escupan el rostro y mueran tuberculosos, delirantes de alcoholismo, para que el estertor de la tos suene por mucho tiempo en vuestras orejas como   —62→   un lamento, como un hueco y lóbrego redoble de tambor que marche a la tunerala... porque Dios creó con el Universo la dignidad humana y vosotros habéis transformado al nacido en bestia de carga, a la patria en feudo y a la religión de los sepulcros en un osario impío donde se pudre el honor y la carne... ¡Oh brutales!

Así en la última noche, cuando la vida os abandone, uno por uno los espectros de los sacrificados ronden vuestras camas y os muestren las sombras de sus calaveras, la negrura de sus dientes cariados y la horrible mueca de sus mandíbulas os persiga y os muerda en el viaje eterno... ¡oh brutales!

Y fue entrando el pensamiento de Méndez en el alma adúltera en el siniestro soliloquio. Vio los hogares risueños santificados por el trabajo seguir el camino virtuoso y los padres llegar en la noche cansados para sentar sobre sus rodillas a los chicos y besarlos, mientras camina por ahí ella pálida y llena de hastío, sin cariños, fría de mármol con el corazón inquieto por la ponzoña lasciva. Está triste y meditabunda. Tiene las calientes fascinaciones del delito, aburrida de ese trabajador que llega siempre lo mismo y con el mismo abrazo ridículo y sudoroso y recuerda los perfumes acres con que la embriaga ese otro pálido de piel seca, ese noctámbulo victimario que marcha pisoteando cadáveres de mujeres desnudas y vencidas y ha abierto a   —63→   su imaginación las puertas de un paraíso voluptuoso y desconocido. Y vive así el día entero pensando en el macho que está lejos, irritada y celosa, hiriendo con la mente a las otras que han caído por ahí como ella hasta que el hombre una vez sintió que una tenaza helada le trituró la paz de su vida.

Llegó y ella no estaba. Vino la noche y extendió la mano al sitio en que ella solía acostarse y aquel hueco en que acomodaba su persona estaba frío y levantado. Entonces se arrimó a la puerta del dormitorio y le pareció sentir el chasquido de un largo y húmedo beso y el roce de un traje de seda que entraba crujiendo ligero y vio después su alto cuerpo desordenado y suelto el pelo de las sienes, los ojos brillantes dentro del marco de las grandes ojeras azuladas. Entonces la luz de su alma serena se perdió, fue un insensato y con los dedos de la derecha feroces le mordió la garganta. La derribó y cuando había alzado el cañon de níquel del revolver para fracturarle el cráneo de un tiro, salieron los chicos de sus camas, así casi desnudos, saltando por la alfombra, con la camisita a la cintura y los ojos llenos de lágrimas y de sollozos el pecho y lo abrazaron de las piernas y le contuvieron el brazo homicida... Entonces el hombre vistió de luto a sus hijos y él se retiró lejos con ellos, llevando en el alma el recuerdo de la insidia nefanda -un mártir contemplando en todas las horas la amarga   —64→   desolación de su deshonra, mientras el alma adúltera, vaga todavía anhelante y ávida al rededor del verdugo que la ha vencido... Porque el alma humana ha nacido mala o desventurada, larva misérrima, Luzbel o espectro doliente. Y así viven los que heredan el dolor, al lado de los canallescos que heredan la perversidad. ¡Dadme un ecuánime y yo me reconcilio con la obra de Dios!

¡Pero es inútil! ¡La observación enfría los entusiasmos y la verdad amarga el espíritu humano! ¡Oh doloridos, o perversos! ¡Esa es la síntesis! Todo lo demás podrá tener la fantasmagoría de lo ideal y la clarividencia de la utopía, pero no es la verdad. ¡Oh doloridos, o perversos! ¡Esa es la síntesis! Por lo demás si habéis sido observadores, habréis tropezado por ahí en las casas con el alma adúltera aquí y allá -aburrida, meditando el crimen y enfrente a los costados la tez sombría del jugador y su corazón inquieto, cansado de latir en la emoción de las noches enteras pasadas en vela- las noches tramposas de los garitos húmedos y escondidos.

Y por ahí caminando los traidores a la patria, los ladrones de sus dineros, truhanes de frac que venden sus secretos y contaminan su honra olvidados de las glorias inmaculadas de la tierra donde nacieron -así por treinta dineros como Iscariote sin que sus cuerpos ahorcados y pendientes de un árbol   —65→   cualquiera se hamaque de aquí para allá con el rostro azulado y los ojos en arco fuera de la órbita sucia la lengua sangrienta mordida entre los dientes. Y todo porque es necesario comer, porque se ama la vida lo único que no merece amarse... como esa madre que va por allí, deslizándose a lo largo de las paredes y que acaba de dejar en la cama de un corrompido el cuerpo virginal de su hija. La ha vendido por treinta dineros en vez de enseñarle a trabajar o precipitarse con ella antes bajo las ruedas de una locomotora para que la doble, la quiebre y le triture los huesos y le quite la vida, tirando a los costados el picadillo de sus carnes.

Esa es el alma viril; la envidia que asoma su máscara para husmear la felicidad del vecino, porque esa diosa siempre está en la casa de al lado; la malignidad que afila la lengua para el chisme y la calumnia; el triunfo y la saña de la maldad sobre el débil y el bueno; la conciencia prostituida ¡y por todas partes el lodo! ¡El lodo! ¡El lodo! Y cuando llega a vieja, raquítica y cobarde se arrastra implorando un día más de sol, un día más de tibieza, para que cuando abra por la mañana los ojos sienta que su corazón late y sus pulmones respiran. Todavía la vida, siempre la vida -aferrados como garfios, para salvar los girones del cuerpo hecho pedazos, ¡con tal que les quede la conciencia de no haber   —66→   muerto! ¡Oh, ese hielo del cadáver! ese viaje desconocido así al tanteo entre ignoradas sombras -¡ciegos y caminando sin saber para donde! ¡Oh, esa caja estrecha de ébano, toda cerrada, para guardar su cuerpo con el vaho hediondo de las zahúrdas que no se abren nunca! ¡Y ese antro frío del sepulcro, donde no hay luz, ni aire, ni carinos, ni flores! ¡dónde no llegan sino las salmodias del miserere y los golpes del sepulturero que engasta y reboca en el hueco la piedra y lo tapa para siempre! ¡No! ¡No! ¡La vida! ¡La vida es el grito del alma humana envejecida! ¿Qué importa que uno tosa y tire sobre la salivadera que está en la mesita de noche a trozos el pulmón esfacelado, la salivadera donde se sangolotea el pus? ¿Qué importa que se le hinche a uno el vientre, que se llenen las piernas de edemas y que hieda todo el cuerpo moribundo, si por la mañana entra todavía por la ventana el sol que nos ilumina los ojos? Con el dolor, con el delirio, con la fiebre que seca la piel, con todas las tristezas que hacen tétrico al hogar, venga alguna hora -unas horas más, todavía un poco de sol... ¡que podamos ver más tiempo nuestro dormitorio de muerte! Y para eso trabajamos, para que después de ser luchadores en la vida larga, lleguemos a la hora suprema, sin el valor tranquilo de la resignación -y somos virtuosos, ¡creadores de un hogar para que los que en él viven no escapen a las leyes fatales! ¡No era mejor, Dios   —67→   eterno, que aquel tiro me hubiera deshecho el cráneo antes que asistir al espectáculo de los hijos que no heredan de uno sino sus desastres! ¿Para qué nacer? Vivir, ¿para qué? ¡Ser poetas! Endiosar al hogar, poblarlo de visiones angélicas, perfumar de flores sus patios y que la madreselva adorne sus paredes y las flores del aire colgadas embriaguen con el aroma delicado las diafaneidades de la atmósfera tranquila y entregar ese templo, lleno de inmaculada nobleza... ¿a quiénes? ¡A los hijos para que lo hagan triste y sombrío! Prender la chimenea en invierno, sentarse allí cerca todos, escuchar el poema de la brasa roja, los madrigales de la llama fugitiva, condensar en la conversación de la noche el alma de la familia, ser el atleta orgulloso y bueno, que ha creado todo ese amable encanto, para que los hijos tirados en los dormitorios de adentro con la pechera desabotonada y el labio sarcástico mordido en el beso de la orgía, le digan al trabajador:

-¡Te has equivocado! Tu esfuerzo será inútil, híbrida tu hombría, estéril tu virtud, inerte el deseo de perpetuar lleno de honesta memoria tu nombre. ¡Ah! ¡Vida! ¡Vida! ¡Eres hija del instinto! La necesidad de lo brutal te agita y tu alma humana una necia quimera, una piadosa mentira, tan lejos de haber sido creada a imagen y semejanza del Dios de la sabiduría eterna, como la verdad del réprobo, ¡lo casto de la lascivia y de la felones el amor a la patria!

  —68→  

Méndez tuvo miedo. Toda esa visión pavorosa corrió como un relámpago frío a través de su cuerpo. Fue violenta la asociación de ideas y ese ateísmo final lo encontró sentado con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las palmas. Una tristeza profunda -como si aquel soliloquio le hubiera muerto las últimas ingenuidades, invadió su espíritu enfermo. Ya no iba a trabajar. Todo era inútil; la virtud una quimera y el mundo una cosa desierta y lóbrega, y no sintió el roce de un batón de seda sobre la alfombra, ni crujidos, ni el ruido de un paso leve que se acercaba a él, como una alegre visión llena de amable sonrisa que entrara al comedor entristecido.

Era Angélica. Ella se sentó a sus pies, sobre la alfombra, y sus labios besaron el cabello encanecido del padre.

-¿Por qué te has levantado? dijo Carlos con amable reproche.

-No, papá. No me he levantado. Hace tiempo que no tengo sueño. No me había acostado todavía. Me pareció que había alguien en el comedor; por eso vine. ¿Y tú, papá, por qué no te acuestas? Este frío te hará mal.

-¿Yo? preguntó. Méndez sorprendido, yo no me acuesto por lo mismo; porque no tengo sueño y después, añadió el médico titubeando, tantos enfermos preocupan mucho...

-Qué papá, este dijo la niña moviendo la cabeza   —69→   con gracia y sonriendo; siempre eres así... pensativo y hablas tan poco y conmigo sobre todo que soy una charlatana incómoda...

-No, absolutamente, interrumpió Méndez.

-Como no, papá; y una coqueta...

-Una adorable criatura, dijo el médico, acariciándole la mejilla.

-Sí; pero coquetuela, y alegre como la alondra del cuento de Isabel de Insuriz.

-¿Qué dices? ¿de Isabel de Insuriz?

-Por qué tiemblas. ¿Te ha hecho algún daño ese cuento?

-No, absolutamente.

-Bueno. Yo lo he leído. Se lo quité a abuelita. ¡Lo tiene sobre su mesa de noche! Qué vicio libro ese con tapas de pergamino, ron papel grueso y borroneado y unas eses que parecen jotas. ¿Quieres, papá, que te diga cómo fue eso?

-Ya lo conozco, Angélica. Mi madre quiere mucho a ese libro.

-Ya lo creo. Siempre me dice que cuando ella se vaya, me lo va a dejar de herencia y le contesto que no quiero herencias, y que ella debe quedarse siempre, porque la vida es hermosa.

-¿Hermosa? ¡Hum! Interrumpió el médico.

-Y un bien, inestimable, papá...

-¡Oh! ¡Oh! Exclamó Carlos. ¿Un bien inestimable? ¿Qué filosofías son esas?

  —70→  

-Y en cambio de ese bien que Dios nos da, nosotros sufrimos un poco a veces, para merecerlo, añadió la hija. Ya sabes, papá, que soy una locuaz. No hagas caso. Ahora recuerdo que el Evangelio dice que la vida es una prueba y nosotros somos peregrinos.

-Pero yo también sé eso.

-Sí, pero no sabes todo, papá.

-Muchas gracias.

-¿Te has ofendido?

-Fíjate que me has dicho ignorante.

La niña le dio un abrazo con una sonrisa llena de gracia.

-Yo quería decirte, agregó, que la vida es alegre, que el sol hermoso. ¿Ves, papá? Yo me he puesto este batón celeste con encajes de Inglaterra. A ver. Dime tu opinión. ¿Cómo me sienta? ¿Es bonito, ¿No? Y después yo corté esta rosa del jardín. Es de las de otoño. ¡Mira qué pétalos lozanos y frescos! ¡Qué rico aroma!

La niña colocó la rosa cerca de la boca del padre.

-Para regalártela. agregó.

-¿A mí, o algún otro?

-No, papá; no hay otros, ¡no admito bromas! Para ti era.

-Me someto entonces.

-Y harás bien, porque sino ¡guay!

  —71→  

-¡Guay! ¿Por qué?

-Porque sino tu chiquita de los cuentos se va a entristecer mucho, papá querido -y la niña toda temblorosa rodeó el cuello del padre enternecido.

-Así era, dijo el médico al rato tomándola de las manos; cuando tú tenías cinco o seis años. Yo te sentaba en mis faldas, de noche, y te adormecía con el eco de mis palabras cariñosas. Sabía entonces muchas leyendas infantiles... Yo era trabajador y bueno; pero ahora ya estoy viejo y no saldría más de aquí. La vida es un poco triste porque los hijos empiezan a tejer fuera de casa sus novelas. Tienen razón. Es ley humana...

-No, papá. Nadie ha pensado en irse, contestó la niña, porque los padres están antes que nadie.

-Eres muy buena. Dios te bendiga, contestó Carlos, besándola en la frente, pero yo sé también que el corazón tiene sed y quiere sufrir, y más los que son, como el tuyo, angelicales. ¡Así sean felices!

La niña turbada sintió una sacudida en el pecho y le pareció que la sangre había volado toda a su cabeza. Era un ímpetu vigoroso de amor filial, una inmensa ternura llena de piedad y de lágrimas. Sin duda el padre conocía su secreto, pero también era cierto que ella no había pensado nunca en dejarlo. Era una caricia silenciosa la suya, una casta y suave adoración de su mente; pero así, sin que ella lo buscara y recordando el día entero todas sus gentilezas   —72→   de caballero. Es cierto que cuando con regaderita dorada echaba agua a las flores del jardín, es cierto que habría cortado para él los jazmines más frescos para que los desparramara sobre su escritorio al lado de sus libros de medicina... porque él era tan pobre y tan amable en medio de su alegre resignación de estudiante. Pero así mismo, ese cariño, que pudo haber sido un canto de amor, lleno de jovialidades, con sonrisas y eternas promesas tenía el luto de la casa entristecida por el hijo vagabundo. Ella sabía todo y esa noche el terror de alguna cosa trágica la tuvo despierta porque leía en el alma de Ricardo todas las desesperaciones que allí estaban escritas. Ella sabía todo y a pesar de la trepidación de todo su cuerpo, entró en el comedor, sonriente, porque quería suavizar la vida de los suyos con el encanto de su corazón angelical. ¡Almas divinas, alegres ruiseñores de los hogares mustios! Pobres las casas donde no haya una que ablande el choque brutal de los odios fraternales... para después cuando las madres ya se hayan ido en sus féretros, acostadas largo a largo con sus castos semblantes tranquilamente dormidos para siempre y mirando todavía a los hijos reconciliados... Por eso ella esa noche tuvo las gárrulas alegrías y abrazó al padre y le acarició el cabello gris -allí sentado en el comedor grande bajo la araña, brillante de luz, entre las chispas verde-azuladas de los caireles en el silencio   —73→   de la noche sombría y le decía palabras afectuosas...

-¡Tanto que te queremos todos, papá!

-No sé si todos, Angélica; no sé, contestaba el padre.

-Yo te aseguro que sí, repetía la niña y el mismo Ricardo...

-Ahí está, exclamó Méndez, ese es el punto negro.

-El otro día, papá, yo me fuí al cuarto de él. Siempre está leyendo y lo reté. Tenía unos manuscritos en la mano. Empecé a tirar de una punta y él de otra como asustado.

-No los vas a romper, me dijo.

-Por lo mismo, los voy a romper, le contesté yo, riéndome.

-No, replicó. Son manuscritos de papá y debes saber una cosa...

-¿Qué cosa? alguna soncera tuya.

Entonces se acercó a mí, con todo el cuerpo vibrante, lleno de orgullo y de pasión, y me dijo al oído:

-¡Papá es un hombre venerable y un gran escritor!

-Eso te dijo Ricardo, interrumpió el médico.

-Sí, papá.

El médico no contestó.

-Y después, agregó al rato la niña, me dijo también que no hace mucho un poetastro de esos que   —74→   esmaltan sus versos, como las mujeres feas su cara, se permitió hablar mal de ti. Entonces lo buscó y le apretó con la mano derecha la garganta y lo zamarreó, así, ¿ves? -y la niña agitaba el puño con violencia. El otro creyó que era loco porque la cosa fue de callado no más. Tú sabes que no habla nunca. Es el modo de él. Lo apretó casi hasta ahogarlo. Qué barbaridad. Ricardo, le dije entonces.

-¿Barbaridad? me contestó. Hubiera sido el caso de exclamar:

-Gracias a Dios. Uno menos.

-Pero Ricardo, le observé, ¿qué herejías estás diciendo?

-Te aseguro, me replicó, que le apretaba las rodillas sobre el pecho y tenía una fuerza salvaje en las muñecas y le golpeaba la cabeza contra las piedras y casi lo mandó al Parnaso antes de tiempo.

-¿Y qué manuscrito leía? preguntó el médico sonriendo.

-Tus pequeños poemas, papá, esos que tú escribiste para mí cuando yo tenía diez años.

-¿Te acuerdas?

Pequeños poemas -contestó el médico pensativo. Se habrán perdido.

-¡Qué esperanzas! dijo la niña sacando un legajo del seno, aquí están. ¿Quieres que te los lea?

Méndez, sin hablar, bajó la cabeza asintiendo. Angélica leyó:

  —75→  

-Un nido de torcazas redondo, sobre el durazno en flor, refrescado por su hoja verde más tarde, acariciado el sueño de los pequeños por la orquesta de las bandadas -un nido de torcazas redondo sobre el durazno en flor...

-Esta es mi nena. Tiene los ojos castaños, las rosas del jardín perfuman su paseo vespertino. Veo su vestido de percal azul entre las flores de una margarita de pétalos blancos y botones amarillos. Ella ha cortado un jazmín y sonríe de lejos y después... yo la besé en la frente. Toda su persona exhalaba aromas y se movía llena de amor y gentileza en el éter cristalino, bajo el límpido azul. ¡Oh, naturaleza! ¡Oh, divina madre! ¡Esta es mi nena! Las rosas del jardín perfuman sus paseos vespertinos.

-Esta es mi nena. Tiene la persona alta y delicada como los nardos. Es la pequeña madre de los jilgueros que traen una ramita en el pico y vuelan, corren y saltan gárrulos y juguetones alrededor de ella... Su mano blanca se abre para arrojarles migas de pan y alpiste. ¡Oh los gorjeos de regocijo! ¡Y la alegría de los nidos que reciben el pan bendito! ¡Oh naturaleza! ¡Divina madre! ¡Esta mi nena, tiene la persona alta y delicada como los nardos!

-No te asustes. El relámpago cruza la noche con su centella de fuego y se entra al cuarto relumbrando en el espejo con brillazón pavorosa. Ven.   —76→   Siéntate en la sillita de mimbre al lado mío. No temas al trueno que sacude las alturas. Es la voz de Dios eterno que dice a los hombres: ¡yo velo por los que duermen! Yo soy el grande ojo negro que veo el amor y el delito y doy el sueño tranquilo a los buenos, como tú hija mía que eres un ángel amable. Ven. Acerca tu boquita rosada y bésame. No temas, aunque el relámpago cruce la noche con su centella de fuego...

-Cómo duerme. Acostó su muñeca al lado de ella, una muñeca rubia que cierra los ojos para dormir. Han trabajado mucho en el día. Han paseado por el jardín y recibido visitas de niñas imaginarias. Han conversado de sus trajes lindos de seda. Han encorvado sus cuerpecitos para cortar flores del jardín. ¡Cómo duerme! ¡Qué celestial beatitud la de su cara pequeña! Yo la besé en la frente y tan suave fue el beso que el ruido desapareció en la quietud de su cuarto, como el hálito de la respiración en sus labios. Qué suerte. No se ha despertado. Yo no deseo que sepa que la quiero tanto. Tengo miedo que presienta el dolor horrendo si yo la perdiese... Duerma mi chiquita y acueste todas las noches su muñeca al lado de ella -la muñeca rubia que cierra los ojos para dormir...

-La otra noche estaba sentada en su camita, rezando sus oraciones. Tenía las manos juntas a la altura de su cuello. Miraba al techo y reflejaban   —77→   sus ojos una unción celeste. Hablaba como estática y tenía una luz suave en la mejilla sana y rosada y mientras yo pensaba porque ya más tarde no podemos rezar, sonaban en el místico crepúsculo de su cuarto iluminado por la lamparita de noche las palabras aquellas «angelito de mi guarda, dulce compañía. Y yo repetí mentalmente: ¡no la desampares, Señor! Y estuve por decirle que iba a pasar toda mi vida, tirado sobre la alfombra al lado de su camita... pero entonces sentí ese hielo, que le estruja el corazón a uno, cuando piensa que va a morir y abrazarla no pude, no fuese ella a saber que la quiero tanto y presintiera el dolor horrendo si yo la perdiese. Entonces me llamó y me dijo:

-¡Qué contenta estoy!

-¿Por qué? ¡mi chiquita!

-Porque he rezado y los angelitos van a venir para acompañarme en el sueño. ¿Y tú? papá.

-¿Yo?

-Si, ¿tú por qué no rezas?

-¿Por qué no rezo? No sé.

-Yo te voy a enseñar, me contestó.

Entonces me tomó la mano y colocó sobre mi frente la punta del índice y del medio extendidos y dijo:

-En el nombre del Padre.

Y yo repetí sin querer: en el nombre del Padre del Hijo, siguió con su dulce voz, mientras   —78→   yo murmuraba como un eco lejano: «y del Hijo» y cuando levanté los ojos para mirarla, sus últimas palabras: «y del Espíritu Santo, amén» morían en lo más hondo de mi corazón y se perdían en el movimiento casi imperceptible de mis labios que le besaban la frente.

-Ayer ha estado enferma. Tosía. Yo no quise escuchar lo que sus pulmones decían. Tuve miedo. Vino la noche y estuve sentado mirándola dormir. Hacía frío; los vidrios del dormitorio estaban húmedos y cuando sentí silbar el viento en el patio yo me incliné sobre ella y le abrigué bien el cuello con su manta leonada. En eso pasa una carreta y la rueda lenta y pesada produce estampidos en el silencio. La casa entera pareció sacudirse y yo de miedo que se fuera a despertar, volví a inclinarme sobre su cabecera... Dormía. Entonces sentí una alegría inefable, porque solamente los sanos duermen tranquilos... No se despierte, mi chiquita, porque el viento silba en el patio y estride la arboleda desnuda en la ráfaga helada.

-Llega la primavera. Ella tiene un sombrerito de paja de ala ancha que le sombrea los ojos. Los senderos del jardín por donde pasea están húmedos y la zozobra y el tripudio del humus que se calienta hace nacer la hierba y brotar la yema con su botón verde a un costado de la rama. El almendro está cubierto de su flor cándida y del durazno pequeño   —79→   han caído corolas rosadas. Ella las recoge en dos cartuchos de papel de seda.

-Este para ti, papá, me dijo.

-Gracias, mi chiquita.

-Y este, siguió ella con su voz dulce, para la virgen...

Yo me quedé pensando entonces por qué estas chiquitas son tan angelicales y por qué nacen así tan llenas de gracia exquisita y no me acordaba que son vivaces como las primaveras, frescas como los renuevos, alegres como los nidos, para que el amor a la vida retoñe en los corazones viejos y se llenen de savia -como si uno fuera igual a las praderas en invierno, con el pasto ardido por la helada y con la tierra dividida por hondas grietas, y fue entonces que ella puso en un florerito delante de la virgen su cartucho de papel de seda...

-¡Qué linda noche! La luz del gas del zaguán llega hasta el fondo del patio. Ilumina las rosas de los canteros, y el pardo ropaje de hojas de los perales, mientras la parra desnuda todavía encorva en la penumbra casi la bóveda de sus sarmientos retorcidos y gruesos. Alrededor del farol, revolotean insectos a millares; la flor del aire arroja sus pétalos cerca de la pared donde está colgada y el ambiente está impregnado de moléculas olorosas como si fueran de aromas o de azahares. Se sienten las emanaciones de la tierra negra, que ha sido regada en   —80→   la tarde. Por arriba el cielo está cuajado de estrellas -un cielo azul oscuro, tranquilo y manso- un dosel lleno de chispas en el éter sereno. Tengo a la chiquita sentada en mis faldas y pienso en esas maravillosas creaciones que asoman todas las noches para mirar hacia la tierra fatigada y así a un costado veo un arco fúlgido y detrás como hundida en el firmamento y desvanecido casi su esplendor, ¡toda la circunferencia de la luna la vestal que derrama en el universo las místicas suavidades de su luz pálida! ¿Por qué caminas así tan solitaria ¡oh melancólico enigma del éter! E iluminas las pampas de mi patria como tú tan infinitamente solitarias? Tal vez eres el alma de los astros -errante y desvalida como en la tierra los hombres- dolorosa peregrina y buscas como ellos en el camino eterno de las alturas, a través del sendero que nunca concluye, ¡alguna cripta funeraria donde haya paz! ¡Oh melancólico enigma del éter! Y miras la congoja humana y el vértigo de las pasiones y ves cómo se desgaja el cuerpo en la vida y encuentra -más feliz que tú- su sarcófago frío. Y marchas siempre -hasta el fin de los siglos sin cansarte nunca- como el hombre y cuando ya no haya pupilas, tal vez tú sigas todavía con tu dolor a cuestas, iluminando escombros y osarios, muertas naturalezas y plúmbeos firmamentos ya fenecidos, mártir y condenada a marchar perpetuamente -¡fúnebre astro y búho inmortal!... Pero mientras yo pensaba   —81→   todo esto, las notas del piano vibraban en divina melodía; tal vez la historia de alguna alma en pena -inconsolable vagabunda como la vestal solitaria de la noche y sentí que el corazón de mi chiquita sufría, como si estuviera leyendo aquella balada y maldije al arte que escribe lágrimas, a las notas donde suenan dolores y pensé también que mejor fuera callar... -no vayan a saber los hijos que el espíritu de los padres tiene lutos, para que no adivinen sino muy tarde las sombras de las almas que viven moribundas de penas...

Fue entonces que la chiquita me echó los brazos al cuello y me dijo:

-¡Tanto que te queremos todos, papá! ¡Tanto que te queremos!

*  *  *

Méndez había inclinado poco a poco la cabeza sobre el hombro de la hija, como embelesado en aquella lectura. La luz del gas iluminaba el afectuoso grupo.

Ella estaba sentada sobre la alfombra a sus pies, y con el codo apoyado en su rodilla, sostenía en la izquierda los manuscritos que estaba leyendo, mientras el padre había poco a poco inclinado su cabeza. Conversaron todavía en voz baja los dos.

  —82→  

-Entonces, Angélica, es cierto que ustedes cuidan mis cosas y mi nombre, le decía Méndez.

-Es cierto, papá, contestó la niña.

-Y que Ricardo guarda con religión lo que yo escribo y que él ha sacado de mi escritorio.

-¿Cómo no? y bajo llave, y cuidado conque nadie se arrime.

-Entonces yo estaba equivocado, añadió el médico, como si hablase consigo mismo. Me imaginé que todo había concluido y que sería estéril ya seguir adelante.

-¡Estéril! ¡estéril! repitió una voz detrás de él -una voz solemne, como si estuviera llena de reproches.

Méndez dio vuelta. A unos pasos de su silla estaba parada Catalina, toda temblorosa. Sus canas tenían reflejos verdosos y lucientes en el esplendor del gas. Tenía la tez blanca como el alabastro y surcado de arrugas el rostro. Los ojos habían perdido su brillo y había alguna cosa turbia en la esclerótica envejecida que terminaba en un arco óseo casi que rodeaba la córnea. Vestía un traje de seda negro y cubría su cuello y su pecho un pañuelo de espumilla con relieve de negras rosas y mórbido fleco. Tenía como ochenta años y caminaba hacia el hijo extendiendo las manos trémulas, cubiertas con la piel pálida y diáfana, en pliegues, casi sin vida. Algunas manchas cobrizas pintaban el dorso y se   —83→   dibujaban allí venas azuladas y chatas... Méndez y Angélica la abrazaron.

-Pero ¿por qué ha venido, mi madre?, le decía el médico en medio de la mayor emoción, así con este frío, ¿por qué ha venido?

-Sí, abuelita, replicó Angélica abrazándola. Hay mucho frío. Yo la voy a acompañar hasta su cuarto. Venga.

-No, contestó la anciana. Véte tú, y le indicó la puerta con tal energía, que la niña desapareció retrocediendo.

-Siéntate en el sillón, agregó enseguida con el tono de una orden.

-¿Yo? ¿En el sillón? mi madre, preguntó el médico.

-Sí, tú, contestó la madre; tú porque eres más viejo que yo.

-¿Más viejo que tú? ¿Cómo? añadió Carlos, con mirada escudriñadora y desconfiada.

-Sí. Acabas de decir a los cincuenta años que todo había concluido y que sería estéril seguir ya adelante. Eres más viejo tú, y a ella -agregó Catalina indicando la puerta por donde había salido la niña- a ella yo le he dicho que se vaya a acostar, porque sin duda tú no sabes lo que está sucediendo en tu casa.

Carlos levantó la cabeza, la miró y le dijo:

-¿Qué está sucediendo?

-Ella se levanta todas las noches, siguió la madre.

  —84→  

-¿Y dónde va? interrumpió el médico, temblándole la voz.

-¡Ah! Tú quieres saber dónde va, ¡no! Contestó la anciana acercándose más al hijo. Bueno. Fíjate lo que hace. Se pone su batón blanco de seda, tus poemas en el seno, abre despacio la puerta de su cuarto y sale en medio del frío de la media noche. Cruza la oscuridad y se acerca a tu puerta y allí se está.

-¿Despierta? mi madre, exclamó el médico, tomando entre las suyas las manos de la anciana.

-Sí, Carlos, despierta.

-¿Y todas las noches dices?

-Sí.

-Entonces me espía ella.

-No. Te cuida.

-¿Cuidarme? ¿y por qué?

-Y a Ricardo también.

-¿A Ricardo? mi madre. Entonces ella sabe... ella ha comprendido todo...

-Sí, Carlos. Ella sabe todo y ha leído en tu corazón. Te conoce y teme. Lo conoce a tu hijo y teme.

-¡Oh Angélica! ¡Oh la querida de mi alma! ¡Pobre mi nena! exclamó el médico. ¿Entonces esta noche también?

-Sí, Carlos. Estoy segura. Atravesaba el comedor para ir al patio y te vio.

  —85→  

-¿Y hasta cuándo se queda? Preguntó Méndez.

-Hasta muy tarde y cuando piensa que están dormidos, cuando ya no siente ruidos, cruza otra vez la noche para su dormitorio.

-¿Y está despierta? Estás segura.

-Cuántas veces, Carlos, yo la he tomado de una mano y la he traído a su cuarto -yo que la siento a menudo levantarse y ella me ha abrazado sollozando y me ha dicho: ¡Pobre papá! ¡Abuelita!

-¡Pero hija! Está durmiendo y está contento.

-No, abuelita no está contento, me ha contestado, y te aseguro, Carlos, que camina tan suavemente sobre la baldosa que sus pasos no se sienten, como si fuera un ángel. Y ahora, Carlos, es necesario estar contentos para que ella tenga horas alegres, porque no las tiene.

Carlos tembló de miedo y al rato preguntó:

-¿Tú crees que no las tiene?

-No, Carlos.

-Pero si canta y juega como los niños.

-Cuando sabe que tú la oyes, porque es inteligente y santa.

-También ella, también ella, repetía el médico con tonos desgarradores. ¿No se ha salvado entonces? ¿Tiene el estigma doloroso y brutal? ¿Adónde vamos, pues? ¡Estamos locos o es necesario que los hombres imprequen para que Dios sea menos injusto! ¿Por qué tanto dolor aquí? ¿O todo lo satánico se ha   —86→   aglomerado entre estas paredes? y yo entonces soy un reptil, un facineroso que pago yo solo la pena de muchas generaciones de contaminados y entonces ¿por qué no me destruyen a mí? por qué no entro como ellos en el inmundo putrílago de sus delitos; para que mi sacrificio sea suficiente y mis hijos tengan juventud, candores, fiestas y goces infinitos. No ha bastado, mi madre, que yo fuera un triste y que haya vivido hasta ahora con este verme sordo y melancólico que me roe las entrañas, que mi alma haya vestido de luto siempre y que no haya visto delante de mí hasta ahora sino el desierto y que cuando de repente -un cuarto de hora- asomaba a mi corazón la sonrisa de la adolescencia, viniera el búho de adentro y me estrujase todo con la garra, no ha bastado todo eso, ¿no? Ahora es necesario que sufra esa gentileza, esa virgen ideal de mi casa, oh mi madre, que sufra y que esté inquieta y tal vez llore sentada en algún rincón y que tenga como yo su gusano. ¡Oh es inicuo! ¡Inicuo! ¡Inicuo! Repitió Méndez levantándose.

Parecía un espectro. Todo su cuerpo estaba rígido y terrible, el ojo fijo y pavorosa la pupila. El surco de la frente se hundía en una arruga oscura y sus músculos parecían temblar. El esplendor del gas iluminaba su alta persona, rodeada de una aureola lúgubre de demencia.

-Y tú, siguió Carlos, sin detenerse, tú, mi madre   —87→   me vas a decir ahora quiénes han sido mis antepasados -y avanzó bruscamente hacia ella con cuatro pasos impetuosos. Nunca has querido hacerlo. ¡Nunca hablas de mi padre, tú, ni de mis abuelos! Tú guardas un secreto, mi madre, agregó con violencia.

-Yo soy una señora, replicó Catalina, con voz tranquila y fuerte -y las señoras no contestan a los caballeros irrespetuosos.

-Lo de siempre, repuso el médico enseguida. Pretextos, evasivas, nada de franquezas y porque entonces si no habías de satisfacer esta curiosidad legítima, ¿por qué me has dado tu corazón y he heredado tus ternuras y quiero a mis hijos y amo ese gran espíritu de Dolores, tan excelso como el tuyo? ¿Por qué? ¿por qué? Una peña tuviera aquí yo -y Carlos se golpeaba el pecho vigorosamente- una fría víbora y fuese un indiferente y un cínico -¡yo el heredero de muchos siglos de corruptela mental, el nieto de todos los truhanes, el corolario de una cohorte de borrachos muertos! Ese soy yo... y siquiera en vez del impulso y de la violencia hubiese yo recibido la imbecilidad por patrimonio...

-Desventurado te creía, interrumpió la madre levantando amenazadora la mano derecha, pero no blasfemo y malvado. Tengo ochenta años. Mi vida ha sido inmaculada dentro del trabajo y de la virtud. Con mi brazo y mi consejo te he sostenido ya demasiado. Te abandono a tu suerte. Yo no puedo   —88→   consentir que se manche la memoria de mis padres y que se llene de lodo la frente del único hombre, que ha recibido besos de mis labios. Ya está bueno y no quiero desde que todo está perdido ya -perder el ciclo también. Ahora me voy de aquí -agregó la anciana con palabra lenta- me voy, después de haber perdido la fe en el cariño de mis hijos y para siempre a morirme por ahí como una pordiosera solitaria. Pocos días me quedan... pero la tierra ya no ha de entrar en mi alma. No quiero besos, ni cariños. No quiero ocuparme de leer en el corazón de los ingratos, ni quiero perder tiempo. Buscaré un claustro donde no haya sino tinieblas, frío, cilicios y salinos. Pero ten cuidado, Carlos. Tu padre era un honesto y más que tú... y los dolores que yo me llevo ahora escondidos en lo más hondo de mis entrañas no os sufrirás tú; porque no mereces; eres cobarde y malo, pero si esos niños, esas tus criaturas ¿entiendes? Yo les voy a decir a todos lo que es este vigoroso. ¡Es un falso enérgico! Él afirma que quiere con violencia y no tiene inconveniente ninguno en lastimar el corazón de los que le rodean, de sus hijos, de la madre y de su mujer. ¡Afirma que es un virtuoso y vive con el espíritu lleno de rugidos y el labio de blasfemias! ¡Un femenino con espaldas de gigante, ese es el Dr. Carlos Méndez!

La anciana se había erguido. Tenía alta la cabeza. Su cabello blanqueaba lleno de reflejos en el esplendor   —89→   del gas y en el silencio sonaban sus palabras, como ecos de un salmo lleno de iras. Se había acercado al hijo y lo miraba de frente. Carlos no contestaba y cuando ella daba vuelta la fayeba para retirarse y la luz enrojecía las baldosas del corredor, el médico le dijo casi con frialdad:

-Como Vd. quiera, mi madre, ¡Adiós! De todos modos está escrito. Lo que ha de suceder, sucederá. Muy feliz este femenino ¡que sean pocos los que se entristezcan después! Pero antes que se vaya, no olvide que es bueno acordarse de cuando en cuando de los dolorosos, que suben la cuesta, a pesar de caer heridos a cada paso en los conos filosos de la escarpa. No olvide que hace veinte años que el deber y la caridad por el hogar luchan en el alma enferma contra la herencia del mal y que si al fin desfalleciese la fibra y se perdiera en la muerte, otros también han caído -en a misma forma- otros que tienen mucho que ver con este femenino...

¿Qué dices, Carlos? preguntó la madre, mientras un escalofrío de terror volaba a través de su cuerpo.

-Dijo que una noche mi madre, contestó el hijo acercando sus labios a la oreja de la anciana, que una noche, mientras tú rezabas el rosario -porque aunque tú dejes mi casa, yo te he de decir que eres una gloriosa mártir -mientras tú rezabas- una noche oscura -tambaleándose entre los relámpagos vino a caer a tus pies el cuerpo de un hombre con   —90→   un agujero negro en el corazón y sangre en la pechera y ese hombre era mi padre.

-Eso nunca te lo he dicho yo -replicó con voz sofocada la anciana.

-No; por supuesto. Pero todo se sabe al fin; porque ese hombre se había inclinado sobre la cuna del hijo un momento antes y había besado tu retrato. Él sabía que tú eras una santa. Y cuando lo viste caer te arrodillaste al lado de él para abrazar su cadáver, así empapado no más sobre la alfombra de tu cuarto. Después recogiste todos sus recuerdos en un cofre que no te abandona nunca, y has vivido venerando su memoria, siempre fiel y casta, como si fuera otra divina religión esa tuya. Entonces adoraste toda tu vida el sillón en que él se sentaba, su biblioteca, su cama de nogal, la mesa del comedor en que él apoyaba sus antebrazos en a noche y el reclinatorio en que se arrodillaba para rezar contigo -pero siempre así- como un ángel tristísimo -vagando por la casa. Y ese chal que tienes puesto, él te lo había regalado en el día de tu santo y algunos días antes de suceder eso -una noche sentado al lado de la estufa, él te pidió que si alguna vez se muriese, no abandonaras nunca a tu hijo, porque el amor de las madres, te dijo, es el palio sagrado que protege el alma de los hombres y el lábaro que los alienta. Luego, tú has cumplido tu promesa y has vivido al lado mío siempre y yo   —91→   te he querido con esta ternura mía tan infinita, mi madre... ¡oh mi madre!...

El médico se detuvo. La emoción le impedía continuar. Al rato siguió con acento apasionado:

-Por eso en unos papeles, a quienes el tiempo ha puesto amarillentos, tú escribías que si él hubiera tenido una cabeza blanca de viejita adorable para estrechar contra su corazón, tal vez no hubiera... una cabeza blanca así como esta que está aquí tan cerca de mis labios y hubiera sentido sus pasos cortitos por la alfombra de la casa y la tos de sus pobres bronquios enfermos; pero que no se fuera nunca y de noche sobre todo que no llegase a las dos de la mañana a la casa del hijo -tantas noches seguidas, caminando entre las callejuelas solitarias, expuesta al denuesto tal vez de algún facineroso noctámbulo, entre tanto frío con sus pobres bronquios enfermos... Y uno tiene miedo cuando sabe que están fuera y el hogar queda tan vacío porque se ha acostumbrado a hacerle caricias como a los chicos y las sigue con la mente por ahí y las ve caminar encorvaditas al lado de la pared, paso tras paso, mirando adelante y ve que algunos se sacan el sombrero con reverencias, porque saben que esas ancianas apuradas así en la noche alta van a hacer alguna caridad a los menesterosos y suponen que es para algún desvalido que no tiene madre.

-Es cierto, Carlos, contestó la madre; para un   —92→   desvalido que no tiene madre. Pero tú me has hecho seguir y eso no es digno.

-No. Yo te he seguido.

-¿Tú?

-Sí, por la acera de enfrente -con disimulo a media cuadra y te veía pasar debajo de los faroles y cuando tú sentías el estampido de mis pasos y te dabas vuelta, yo me escondía y me arrugaba en el vano de cualquier puerta para que creyeras que era el eco de los tuyos que golpeaba las casas de enfrente en el hondo silencio de la calle y porque yo no quería que tú supieras que había alguien que conocía tus obras de misericordia. Y después a la tarde, en mis horas de descanso -cuando ustedes salían, porque yo quiero que todos los míos salgan y estén alegres- yo me sentaba a pensar y a escribir al lado de los vidrios que dan al jardín, en mi aposento. Desde allí veía el manto de la hiedra que tapiza la pared, las rosas de los canteros y las puntas azules de las violetas, asomando entre la alfombra de su pardo follaje y no me sentía solo, sino que todos ustedes rodeaban mi escritorio. Ricardo enfrente, con su cara trigueña, enjuta y brava, el ojo chispeante y oblicuo, el pelo echado hacia atrás descubriendo la frente amplia, orgulloso del padre trabajador y al lado la nena llena de alegría y de gracia, hermosa y vestida con el blanco peinador de seda, cerrado al cuello con una ancha cinta   —93→   de faya cuyas extremidades rozaban mi cuaderno y Dolores a mi derecha, sonriendo y amando siempre. Así detrás de mí yo sentía, ¡oh mi madre! El crujido de un traje viejo, el aliento tibio y un montón de cabellos blancos que me tocaban la mejilla y veía aparecer una mano flaquita con la piel blanda y arrugada -una pobre mano de marfil con vetas azuladas, casi transparente, delicada y fina que tomaba mi mano armada de la pluma para guiarla sobre el cuaderno y yo tan contento bajo aquel celestial hechizo, yo dejaba que la mano arrugadita de marfil escribiese lo más divino- las lágrimas sublimes que caen como gotas de manantiales cristalinos desde las ternuras recónditas y dijera cómo late el corazón humano y cómo aletean las hebras de seda y oro del espíritu y yo seguía dejando que la mano escribiese lo más divino y echaba hacia atrás mi cabeza para saber quién era la viejita que estaba parada de tras de mí y para que me besara... ¿así ve? mi madre.

El médico hablaba lentamente con profunda tristeza. Tomó la cabeza de la madre y la plegó un poco hacia atrás. Entonces él se encontró con los labios cerca de su boca y siguió hablando lentamente: -y esa viejita era mi madre y yo echaba mi cabeza hacia atrás...

-¿Para que yo te besara? mi hijo, preguntó Catalina, enternecida.

  —94→  

-Sí, mi madre, y yo le pedía eso con palabra suplicante.

Catalina besó la frente de Carlos.

-Y así abrazados los dos, yo le preguntaba, siguió el médico, porqué salía de noche -tantas noches con sus pobres bronquios enfermos. Entonces la tomó el hijo así de los brazos como hago contigo, la llevó despacio hasta el sillón de marroquí que está en el rincón del comedor.

Méndez sin dejarla la fue acercando al sillón mientras la madre le decía:

-Bueno, mi hijo, siéntese al lado mío y yo le voy a decir porqué la viejita sale de noche...

-Oh yo lo sé, mi madre. Tú ibas a visitar a Hersen.

-¿Lo conoces? Carlos, preguntó la anciana.



  —95→  

ArribaAbajo- III -

Hersen


-Mucho. Era un bohemio de galera de felpa y guante, uno de esos vagabundos que no tienen hogar, ni sueño. Toda la vida los buscan, mártires de la concepción perfecta para no encontrar sino la fonda y el sepulcro.

-Así era Carlos. Me mandó decir que estaba moribundo y solo y que no tenía madre. Entonces...

-Tú fuiste, interrumpió Carlos, porque sabías que por ahí escondidos y tristes ustedes tienen hijos, que no han conocido nunca y les abren los brazos porque hay algo de la divina caridad en el corazón de los ancianos. Era un alma cortés ese Hersen   —96→   , una delicada y gallarda inteligencia. Yo lo he conocido mucho. Su mano era blanca y fina como la de una mujer y su corazón había muerto en el choque de todas las inercias. Era un contemplativo. Todavía me parece verlo sentado en el saloncito turco sobre un diván de terciopelo granate y en el suelo una piel de tigre enorme descansando sobre el edredón de una maravillosa alfombra. Veo una panoplia de armadura medieval y una cimitarra sarracena, bruñida como el sol, corva como una guadaña, que adornaba la pared, cubierta toda de una de esas maravillosas telas persas de abigarrados colores y dos pequeñas bibliotecas con incrustaciones de nácar llenas de libros pequeños, rectangulares de tapas nítidas y amarfiladas -admirables miniaturas de la tipografía que encerraban el alma de sus poetas...

-Enfermos, como él, interrumpió la anciana.

-Sí, mi madre, anacoretas como él, enfermos de la nostalgia de lo infinito, ¡idólatras de la belleza inmortal!

-Y estériles, Carlos, y desventurados. Yo he visto ese salón que tú has descrito y he leído en las acuarelas que estaban aquí y allá tiradas sobre la alfombra todas sus intuiciones de artista. He visto retratos de mujeres cuyas formas desnudas apenas se entreveían, envueltas en tules enmedio de una atmósfera de ensueño y naturalezas muertas, grises,   —97→   llenas de frío, exquisitas y tristes como su alma. Él ha pintado el mar...

-Sí, mi madre, exclamó el médico lleno de entusiasmo. Es el creador de la transparencia del agua verde, del movimiento de la ola y de sus calmas solemnes porque era un enamorado de la belleza universal. Conocía las fragancias salinas, el olor de los cercos primaverales, el dejo húmedo del humus, el perfume de los pastos. Adoraba al cielo. Era un estático de sus auroras, de sus zenies y de sus crepúsculos. Pintaba la atmósfera en toda la maravilla de sus cambiantes, idolatraba al sol. Pero cuando hablaba de la noche donde las penumbras vagan indecisas entre la suave vislumbre de los astros y donde la belleza reina, eterna señora de los crepúsculos misteriosos que se esconden en su seno y que se tiende como un enigma sombrío sobre el silencio de la creación ¡oh! Entonces, toda su mente transfigurada, se iluminaba con los dolores del genio y pintaba sus noches quietas, deliciosas -las noches de las almas buenas- vagando por el Universo de confín a confín en la blanda hamaca del éter y los cielos serenos, volcando la curva azul, como la bóveda de un templo gigantesco, donde los astros vibran mística luz, como si fueran antorchas que cuidaran las criptas azules de todos los ángeles muertos. Pintaba las noches grises cuando la luna corre detrás de las cortinas cenicientas que se rasgan de trecho   —98→   en trecho para que filtren sus rayos -las noches sin estrellas, ocultadas por la cerrazón húmeda de los campos, silenciosas como las quimeras que rozan apenas la mente de los creadores- las noches de los filósofos que escriben las brumas de la conciencia humana y de los soñadores que pintan penumbras, naturalezas esfumadas, relentes que hacen pensar en la apacible cuna del mar y vagas figuras de mujeres juveniles acostadas con los brazos detrás de la nuca, el ojo adormecido y abierto -entre la espuma de tules impalpables embriagadas del humo del narguile tirado sobre la alfombra. Después se hizo un incompleto. No conocía las tormentas; no sabía nada de cielos negros, ni de alturas sacudidas por el trueno y no vio nunca ese sombrío ataúd del mar en la noche borrascosa. No sabía de catástrofes en la Naturaleza, ni de hondas pasiones en el corazón. Estaba enamorado de los colores níveos, de las medias tintas, de la línea admirable de gracia y de elegancia, de la forma pulida y eximia y era un decadente de esos que construyen la urna para guardar las cenizas del Arte, gloriosa moribunda que va caminando hacia su sarcófago entre los acordes del último minué, lúgubre canturia que suena alrededor de los cadalsos ensangrentados. Yo te dije muchas veces: sea espontáneo si quiere ser grande. Olvide sus duquesas de cabellera empolvada, las fuentes de los jardines artificiosos, los arabescos de las regias mansiones   —99→   , donde viven las larvas de la realeza, el estanque quieto y mefítico, donde nadan cisnes que ya no tienen alas y acuérdese del torrente que salta de peñasco en peñasco, saturado de luz y de ozono y del águila que extiende las alas y rema en las alturas salvajes. Viva dentro de las vírgenes naturalezas de su tierra. Crea en las armonías del viento y de las aves que pueblan los espacios infinitos y ponga el oído sobre el pecho de la humanidad y narre como canta el corazón el himno de la vida. Viva con los hombres. Observe sus alegrías, las congojas y las esperanzas y cante. Crea en el arte sano, en el arte que tiene el músculo robusto y la sangre roja. No viva en el ensueño y no olvide que los pálidos están cerca del sepulcro y que pueden tal vez llevar lo exquisito en el arte hasta el feminismo, pero no serán nunca ni sacerdotes, ni apóstoles, ni genios, ni mártires. Yo le decía todo eso con calor, fuertemente sincero, porque era Hersen un intelecto ideal; pero como muchos que viven del insomnio, o ebrios de alcohol, él vivía borracho de opio.

-Carlos, dijo Catalina con tristeza, Hersen ha muerto hace unas horas. No seas cruel con su memoria.

-¡Oh! Yo lo siento, mi madre, exclamó el médico, y he tenido estos días un profundo dolor de la mente por ese gentil caballero enfermo; pero yo digo la verdad. Lo he visto muchas noches, antes, cuando   —100→   éramos amigos, recostado en su diván y fumando con su gran narguile a unos pasos, en pleno fantaseo, con el ojo extraviado en su delirante beatitud de idiota en medio de turbiones acres y yo le decía después, cuando ya medio despierto empezaba a escribir: no fume opio, Hersen. Vd. ve claro y siente hondo. ¿Por qué enferma su inteligencia? ¿Por qué rompe las fibras de su voluntad? ¿No ve que lo que Vd. escribe no es la verdad? ¿No ve que las escenas, los panoramas y las pasiones pierden su frescura, su virginidad y su ímpetu en la fantasmagoría enfermiza de su mente? Vd. está matando un gran espíritu, Hersen, le dije una noche. Entonces él colocó su mano elegante en mis manos ásperas de trabajador y lleno de cortesía afable y triste, me contestó:

-Déjeme seguir mi camino. No me arrebate al ensueño. Ya he nacido así. ¿Para qué quiere que yo sea sano y fuerte? He heredado el alma de mi madre; déjeme seguir mi camino. Le agradezco mucho y a pesar de sus palabras y de sus consejos, yo sigo enamorado de este arte enfermo, de la bruma, de las medias tintas y de la miniatura de marfil. Perdónele a mis pobres duquesas, a mis lagos muertos, a los cisnes que no tienen alas. Por lo demás, yo sé que eso del opio no es necesario; pero debo advertirle que cada uno se suicida a su manera.

Su palabra era lenta y tranquila, sus ojos claros y   —101→   grandes. Él se había levantado y yo sentía el frío de su mano blanquísima. Era la última entrevista. Salí consternado y por un rato el espectro de la fatalidad me acompañó con su mueca glacial. Volví a mi casa. Dolores adivinó que yo sufría. Me abrazó y me besó en la frente y me arrastró hasta la estufa prendida. Sobre la alfombra jugaban mis hijos y en esa salita tibia, y cariñosa olvidé un rato a ese extraño personaje que me había conmovido tanto. Después lo encontré muchas veces, siempre solo con sus trajes elegantes y su mano enguantada. Era un vagabundo, que tenía una mansión fría y lúgubre y parecía con su mirada fija buscar algo siempre.

-Es cierto, interrumpió la madre. Buscaba una mujer y un hogar.

-Es raro, dijo el médico como si hablara consigo mismo, es muy raro eso.

-No los encontró nunca, seguía Catalina. Quería una mujer alma tan perfecta como la mujer forma; y eso no hay, Carlos. Entonces sucedió lo que debía; y a ti que has escudriñado la enfermedad de su mente de artista, yo te voy a revelar la enfermedad de su corazón de hombre.

  —102→  

-No he visto, Carlos, nada más tétrico. Cuando entré a su dormitorio hace noches, Hersen estaba tirado sobre su cama en una suave penumbra. Yo no supe de dónde salía la luz. Buscaba por todas partes aquel extraño foco invisible que derramaba sobre los objetos una claridad casi mística y sobre mi cabeza, al fin como escondido en el vano de un cielo raso de madera gris, había un fanal brillante, cuyo fulgor se apagaba casi en la pantalla de seda azul que lo circuía todo. Por todas partes perfumes, como de rosas secas mezclados a los átomos de luz. Aparecía la cama en el centro, una alegre cama de roble tersa como el cristal, en cuya cabecera la mano de un artista había tallado un elegante cuerpo de mujer blando y dormido. Sobre la cama el dosel, y hacia abajo y adelante, echadas en arco, dos cortinas recogidas a los costados por un gracioso lazo de moaré negro. Sobre la mesa de noche, pequeñas estatuas de marfil y delicados bustos de marquesas luisquincenas con el nacimiento de los pechos al descubierto, paisajes en las paredes de naturalezas imaginadas en el ímpetu de algún delirio enfermizo, nítidas delicadísimas, filigranas de la línea y de la luz y grandes cuadros con mujeres desnudas cubiertas de brumas... y allá, en el fondo, sentada en un rincón inmóvil y mudo, un traje largo de terciopelo negro, flexible y cálido, con un gran cuello de encaje de Inglaterra. ¡Qué sensación de terror tuve,   —103→   Carlos! ¡Todavía tiemblo! La efigie de una estatua de mármol completaba la persona fría cubierta por el vestido negro y se levantaba sobre los reflejos funerarios del terciopelo con toda su espléndida blancura. Era una efigie de muerta con la mejilla excavada en un hueco sombrío. Me acerqué bruscamente a su cama queriendo huir de aquella visión pavorosa y tropezaron mis ojos con el esqueleto de Hersen apoyado en el codo izquierdo. ¡Qué flacura, Dios mío! ¡Qué lívido semblante! Todo estaba como en la sombra y yo no veía sino las chispas del ojo enorme y abierto y cuando levanté mi chal de un sofá para retirarme, él le indicó la puerta a un sirviente que andaba por allí y me dijo con una voz llena de súplica:

-No, Catalina. No se vaya. Si yo hubiera pensado, le hubiera dicho a ella que se acostara de nuevo en su sarcófago. Espérese...

Tocó un resorte y sonó como una esquila de campana lejana, como si el ruido se hubiera hecho en un antro profundo. Entonces vi erguirse el traje de terciopelo con su rostro de estatua en la punta y descender sin hacer ruido, poco a poco, no sé dónde hasta que yo no vi más nada...

-Hersen, le dije con el cuerpo todo horripilado de miedo y balbuceando, permítame que me retire.

-Oh Catalina, exclamó incorporándose más, Vd. es la mensajera aquí de la caridad cristiana. No   —104→   se vaya. Mire. Yo le pido perdón por ella, sollozando...

Se le caían las lágrimas.

-Sea como Vd. quiera, le contesté. Aquí estoy y me volví a sacar el chal y arrimé a su cama un sillón y al rato le dije: pero ¿por qué conserva usted, Hersen, esa estatua? Es un recuerdo que le hará mal siempre.

-Se acuerda, Catalina, me replicó con una voz que parecía un armonioso canto, ¿se acuerda cuando yo era niño?

-Sí, Hersen, contesté.

-¿Se acuerda cuando Vd. me besaba en los ojos y me acariciaba el cabello? No tenía madre. Había muerto a los diez y seis años y mi padre era el descendiente de una generación de bandidos -una fosca silueta de criminal, una tenebrosa alma de calavera... Yo estaba solo. Mi madre, al morir, había dejado sobre su mesa de noche la copa de oro en que ustedes guardan sus lágrimas. Esa fue mi herencia. Nací débil. Ella me legó su corazón. Entonces fui amigo de su hijo. Es un vigoroso, capaz de extremas resoluciones. Vd. lo salvó, Catalina. ¡Bendita sea! El hogar ha endulzado su mente acerba y si yo hubiera tenido una madre, no estaría aquí con la piel arrugada y el rostro lívido. Me enamoré del arte después y tuve la concepción de la belleza física ideal y busqué, mísero errabundo, un alma que fuera tan   —105→   perfecta como ese símbolo de la hermosura que mi intelecto había creado y no la encontré. ¡Cuánto anduve! ¡Era un bohemio vagabundo en pos de la mujer ideal! Asistí a fiestas, a paseos, dí el brazo a muchas y salía de allí entristecido. Nada era suficiente. En este insaciable frenesí de lo perfecto que se había apoderado de todo mi ser, no encontré un alma. Vi el interés, vi la carne, la vanidad y el miedo de las soledades de un celibato perpetuo. Eso vi y entré otra vez huraño y melancólico en el seno del arte y escribí mucho, apurado y violento a todas horas, puliendo la frase, que salía bruñida a saltos de la pluma húmeda y negra. Tomé la paleta y el pincel. Me enamoré de la luz, del color y de la línea armoniosa que gira en la naturaleza circunscribiendo sus maravillosos contornos y me apercibí, a pesar de todo, que no había pintado la belleza inmortal. Vivía solo, Catalina.

-Cuánto habrá Vd. sufrido, Hersen, exclamé yo, tomándole una mano entre las mías, una mano helada de cadáver.

-Vivía solo, Catalina, repitió el enfermo con voz débil y como cascada.

-¡Oh entiendo, Hersen! Vd. ha sido un mártir. Fue un sediento de amor y de caridades y no encontró el manantial cristalino que lo aplacara. No fue transigente y no se acordó que la vida no sería necesaria si el alma fuera perfecta. Creyó un rato que la   —106→   paz estaba en el arte y no se apercibió que el arte es más que nada dolor y no vio tampoco que no solamente la concepción debía ser deficiente, sino que la mano después haría más grande la imperfección.

-Eso es, gritó Hersen como transfigurado; eso es, ¡oh mi buena madre! Y me puso sus labios secos sobre el dorso de la mano. Dígale a Carlos que no se enoje porque la llamo así... Al fin soy un moribundo... ¡Cuánto me he acordado de él! ¡Cómo me lo imaginaba caballeresco y vigoroso dentro del mágico encanto del hogar embellecido por la persona amante de Dolores! Y al lado de sus hijos, orgulloso arquitecto de su obra, mientras yo estaba tan solo en mi casa y tenía tanto frío...

-¡Pobre Hersen! Dijo Carlos Méndez, abrazando a la madre. ¡Cuánta virtud perdida! Cuánta fuerza estéril.

-Mucho hay que perdonar, Carlos, a los que tienen tantas desolaciones.

-Sí, mi madre. Yo lo he querido siempre. Era una gentileza Hersen y ahora yo pido perdón a su memoria, porque fui alguna vez agresivo con él que me miraba con tristeza entonces -en silencio y con una firmeza heroica resistió siempre. Ya tendría él también su alma mala, que lo arrastraba a la muerte.

-Yo no sé, Carlos. Él me dijo después que se había puesto tétrico. Poco a poco se fue retirando como si el conocimiento del corazón humano lo   —107→   echara hacia su casa. Perdió la inspiración. Tenía el alma seca dentro de la desolación amarga. Quiso escribir y no pudo; quiso pintar y no pudo, y dentro de la satisfacción lúgubre de sentirse solo, pensé en morir... Un día echó opio entre las hebras de latakia con que había llenado el narguile y fumó. Desventurado, le dije cuando me narró esto -¿por qué cometió ese crimen?

-Fue muy poco el opio, Catalina; le aseguro, me contestó. Yo sabía que hubiera sido horrible en mucha dosis. Quería morir durmiendo, si era posible, sin incomodar a nadie, desaparecer en silencio, como un miserable a quien nadie hubiera visto nunca. Y me sucedió lo contrario. Experimenté una tranquilidad tan grande, un bienestar que parecía una beatitud celeste. Yo, Hersen, hundido en aquel letargo, amaba la vida, pero no quería dormir, no. El sueño me iba a arrebatar las encantadoras visiones. El hombre era bueno, la mujer era excelsa. La naturaleza tenía el divino color y el perfume paradisíaco. El cielo era un diamante azul con aguas cristalinas, sereno, admirable de mansedumbre y los astros no conservaban, Catalina, esa, extraña fijeza que Vd. ve -esa siniestra fijeza- como cirios ¡eh! Así son, Catalina, cuando uno está despierto y a mí me parecían como plumas luminosas que iban y venían, aleteando entre las aguas del diamante azul sin ofender la retina -como seráficas claridades. Yo mando   —108→   cerrar siempre las ventanas porque no puedo mirar esas pupilas de fuego de arriba, que me lastiman los ojos y me hacen arder la carne.

-Se siente mal, Hersen, le dije yo entonces, acercándome a la cama. ¿Quiere Vd. alguna cosa?

-No, Catalina, replicó enseguida; ahora no, después. Déjeme que le cuente. Yo veía las familias en el cielo -unas elegantes mundanas, cantando coros angelicales, con el labio rosado y casto- las mismas que yo había visto en vida, tiritándole la piel de sensaciones lujuriosas, pero sin brillantes porque no puedo soportar ese fulgor oblicuo, que me entra en el cerebro helado como un estilete. Ah, si hubieran tenido, se los arranco, Catalina, a zarpazos.

Yo sentí que algo frío me apretaba el corazón. Tenía miedo. Había comprendido que Hersen estaba loco. Me levanté para llamar al sirviente, pero él me tomó la mano y me dijo con dulzura:

-No tema. Nada brilla en este cuarto -lo mismo que allá arriba. Esas hetairas se movían en armónicas carolas, entre la melodía religiosa, llenas de placidez y una multitud de hombres les miraban la piel sin luz, mórbida y blanca y no tenían tristezas, Catalina, y se estrechaban la mano cariñosos y miraban sin deseos. Parece que muchos en vida no habían sido ladrones, ni desleales, ni ellas tríbadas infames, ni ellos cultores de las divinidades deshonestas,   —109→   ni tahures, ni truhanes, ni asesinos... porque también si yo hubiera visto el cañón de un revolver, con este que tengo aquí, ¿ve?

Hersen hizo un movimiento brusco. Sacó su brazo lívido y flaco, lleno de úlceras y abrió con violencia el cajón de la mesa de noche. Enseguida, retirándolo como si hubiera tocado un ascua, me gritó:

-Cierre, Catalina. Me quema el relámpago de níquel del revolver, ¡me quema los ojos! ¡Cierre! ¡Cierre!

Yo obedecí ya más tranquila y sentí orgullo de conservarme intrépida y varonil.

-Qué santa eres y qué grande mi madre, exclamó Carlos.

-Te aseguro, hijo, que estuve muy contenta del valor que me vino después, porque cuando a los gritos entró el sirviente de mal talante -un sirviente grosero, yo le indiqué la puerta con altivez y Hersen me estrechó la mano y me dijo:

-Gracias, Catalina. Ya ve, yo no tengo fuerza para echarlo... pero es muy canalla -y me pareció, Carlos, que una lágrima grande empañaba sus ojos.

-¿Sabe Vd. lo qué hace? -siguió al rato. Llega borracho aquí. En vano le pido que me alcance la jeringuita. Se ríe por todo el cuarto, no hace caso y se va. Muchas veces quiso impedirme que fumara, pero después ya era inútil. Sentía por la mañana   —110→   como una brama intensa. Necesitaba eso y una vez que me escondió el narguile, me acometió una brutal locura y lo atropellé con todo el fuego homicida en los ojos. Soñaba con la boquilla de ámbar en la boca y miraba entre el humo de la pipa vagar las quimeras alegres. Todas las primaveras cruzaban llenas de frescos retoños, cuajadas de corolas nacientes. La luz difusa pintaba los colores virginales en la hoja y en los pétalos aromados y corría mi imaginación a través de fértiles alcores, húmedos del rocío de las noches tibias y estrelladas. Sentía el murmullo de mansos arroyos descendiendo de escarpa en escarpa y recogiendo en su camino átomos de ozono, hebras de luz y regueros de perfumes. Las hojas de la arboleda se hamacaban en el viento, cuchicheando las leyendas de la germinación y de los nidos trabados entre las ramas vibraba un armonioso gorjeo -como inefable lenguaje de un alegre cuento de amor y de fecundidad. Sentía el roce de las plumas y el ruido de los picos que se chocan para besarse, mientras el universo canta la oda eterna de la vida y me narra al oído las juguetonas canciones de la luz, el susurro alborozado de las brisas que me acarician la mejilla y se van, el himno de las nubes en la altura azul y las festivas cadencias que revelan el arcano lenguaje de la penumbra -el misterioso lenguaje con que describen los hombres las nieblas de los recuerdos,   —111→   perdidos casi en desvanecidas lontananzas. Veía entre las sinfonías primaverales, figuras de mujeres casi diáfanas, suelta en el éter la cabellera rubia caminar con los ojos en éxtasis, vagas figuras en que se dibujaba la belleza inmortal. Así me nació de pues la idea de la estatua y como pude -entre la somnolencia del opio, medio despierto a veces, hundido en una especie de letargo luminoso, arrastrándome por el taller y mirando aquella procesión de ángeles, plasmé la creta y arrebaté para ella a cada una de mis visiones, un fragmento de la forma perfecta y así esculpí lo ideal y la llamé Necros -porque después cuando me despertaba abrazado de ella en un sobrehumano delirio, sentí que aquel mármol tenía un hielo que me horripilaba las carnes y vi que el cuerpo era rígido y que estaba tan pálido... tan pálido y los ojos empañados y había tal fúnebre abandono en toda la persona... y un día que se abrió la ventana de repente y un chorro de sol oblicuo se metió como un facineroso y la cubrió de rayos, mi garganta estalló en un rugido de furor. No podía mirar aquella hornaza, donde fulguraba mi estatua, porque había visto claramente, Catalina, que estaba forjada con hebras muertas y contemplaba con horror aquel color de esfacelo -aquel color ceniza de la piel- y entonces huí, me azoté a los rincones... porque yo había esculpido la belleza muerta y el grito estridente que anuncia con su tañido   —112→   de campana lúgubre, las catástrofes supremas saltaba por todas partes: ¡Necros! ¡Necros! Y ese grito me persiguió y yo corría con la piel erizada con siniestros saltos como un loco... ¡Necros! ¡Necros! ¡Catalina! ¡Viera Vd. qué tristeza! Estaba idiota. ¡Odiaba al Sol! ¡Lo maldije con las vociferaciones blasfemas! ¿Para qué el Sol? ¿para qué el Sol?

¡Yo veo lo que alumbra! ¡Ahí está una madre que ha perdido al hijo! ¡Maldito sea el Sol que ilumina el cajón de ébano y las coronas que cuelgan de cintas blancas! ¡Ese hombre que pasa por allí, Catalina, ha perdido su fortuna! ¡Maldito sea el Sol que ilumina los andrajos de los hijos miserables! Esa que vuela es un alma que ha nacido enferma -una desolada que llega a la tierra en demanda de paz... ¡Rueda, rueda, rueda y el Sol ilumina el luto de las almas hermanas que están enfermas como ella y clarea sus desventuras y le desgarra el crespón en que venía envuelta, y la hace consciente! ¡Maldito sea!

-Hersen, le decía yo, tomándole una mano entre las mías, cálmese. Eso le hará mal.

No me hacía caso y seguía delirando.

-Mire, Catalina. Esos son desterrados. Han perdido la patria. Vea cómo están. No tienen carnes. La miseria se las ha comido. Mire. Están enfermos. ¡La nostalgia con sus lágrimas, con sus meditaciones sombrías, con la lenta crucifixión del   —113→   recuerdo les contamina la virilidad y les amarga el espíritu y el Sol de esa tierra por donde caminan alegra el semblante de los demás y los panoramas de la comarca extraña! ¡Maldito sea! ¡Porque es la antorcha de las ruinas que están diciendo a gritos su historia de destrucción y de muerte, la antorcha de las soledades, donde no pisa planta humana y donde las fieras y los reptiles aglomeran enconos y ponzoñas, la que ilumina los destrozos de los ciclones de la naturaleza y la que muestra con sus dedos de fuego la desolación de los hogares deshonrados y se mece en el mar en calma balanceándose con los fragmentos de los barcos hechos pedazos en el naufragio! ¡Funeraria antorcha de las tragedias del mar! ¡Maldita seas!

¡Porque has flagelado el dorso de las primeras generaciones y sus desnudeces y alumbrado el rostro del hombre en fuga hacia la caverna, acosado por las fieras de la selva -cuando la palabra humana era el lúgubre aullido, cuando la familia no tenía conciencia, ni virtud, ni destino!

¡Tea de las vagabundas generaciones primitivas, yo canto para ti el himno del odio!

¡Se arrodillaron ellas! Era la plegaria.

¡El terror creó los salmos con que adoraron tu fulgor funerario!

Te llamaron: Padre y glorioso señor de los mundos y no vieron que eras el incendio, en que se   —114→   podría toda la naturaleza. ¡No vieron el charco, el lodo verde, la hedionda pocilga, cuajada de músculos y de entrañas corrompidas, donde tú, Orbe ibas dejando los rayos contaminados y destruyendo las formas eximias para devorar el perfume y entregar vahos de sepulcros!...

A ti, ¡oh mefítico! ¡Este moribundo te odia! Oh no hubieras existido. ¡La sombra ocultara tal vez la historia del mundo! La pasión se habría desarrollado en la tiniebla; los apetitos y los crímenes del hombre-fiera habrían muerto en el vasto silencio frío del universo. ¡Ni amores, ni odios, ni batallas, ni madres sufrientes, ni cunas doloridas, ni camposantos! En cambio, ¡oh esclavócrata! Surcas el éter divino e iluminas la guerra y la barbarie de los vencedores de pueblos y la angustia de los dominados. Entre tus rayos escribe su poema de dolor la pasión escarnecida y la miseria que arrastra sus andrajos y sus úlceras en el tugurio triste. ¡En tu esplendor se contemplan todavía las humillaciones y el escarnio de la dignidad humana!

¡Césares, coronaos! ¡Porque el sol ha de iluminar el dorso de las multitudes que se encorvan! ¡No hubieras existido! No habría páginas entonces para la injusticia y para la tiranía, ni la demagogia hubiera ensangrentado los cadalsos, ¡ni las zahúrdas sucias de los presidios habrían encerrado espíritus excelsos!

Después, más tarde, cuando el hombre-instinto   —115→   se transformó en hombre-sentimiento y cuando la familia fue creada, iluminaste el dolor de muchos hogares, donde se tiene hambre y frío, y entre tus rayos, gota a gota, se extenuaron más de una vez los pueblos y se perdieron las razas... ¡Y los hijos murieron! ¡Y las naciones contaminaron su honra! Y las madres se arrodillaron bajo las criptas pequeñas, y los hermanos de luto, inclinados sobre los féretros, besaron la frente anciana del padre!

¡Para eso has servido! ¡Para mostrar como han muerto los profetas de las nuevas ideas, para que el Gólgota fulgurase en tu incendio y vieran aquellas el acíbar que la ingratitud humana entrega a sus bienhechores y acompañaste la marcha de algunos hasta la muerte, mientras los más se retiran a perderse en el olvido, dolorosamente conscientes de haber hecho una obra estéril!...

Después, cuando el hombre intelecto dominó el Universo, ¡entre tus rayos se agigantaron todos los dolores de la mente! Había esclavos. Era necesario perecer para libertarlos. Los hombres dedicados por instinto al latrocinio, no respetaron ni confines, ni religión, ni idioma, ni tradiciones gloriosas. Se habían apoderado de territorios ajenos y ¡tú iluminabas la horrenda abominación!

Era el reinado de la fuerza. Los pensadores tuvieron la visión del bien y la fuerza sirvió para imponerlo y con sangre de los combates se escribió el   —116→   respeto por la nacionalidad, la veneración por las creencias y fue santificado en el martirio el derecho de ser hombre y de tener patria. Triunfó la razón entonces. Por eso después, cuando ellos pensaron que las modificaciones se habían concluido, vieron surgir nuevos y pavorosos problemas. Vieron marchar a la humanidad tan despacio, retroceder tantas veces y se apercibieron que era un sendero que no se concluía nunca, y fatigados y melancólicos se retiraron sin fe y sin esperanzas, sospechando que entrarían los hombres de nuevo en el período tenebroso del instinto como la fiera, para volver a empezar su interminable marcha, tan infinita como el tiempo, tan inconmensurable como el espacio. ¡Te hubieras apagado orbe! ¡Para no enseñar a los batalladores sentados sobre las ruinas de todo el Universo! ¡Para no iluminar el crespón que cubre tarde o temprano los ideales conquistados! ¡Para no acompañar el camino de los que cosechan en la lucha la ironía amarga y el escepticismo!

¡Oh supremos! ¡Ha llegado la hora de la paz! ¡El sol se ha extinguido! ¡La naturaleza transida de frío ha contraído su corteza con una cólera sorda! ¡Los astros tiritan dentro de la escarcha azul y las larvas de la humanidad yertas se han incrustado en el inmane alud! ¡Oh eterno silencio de la creación! Bienvenida sea esa lóbrega urna que guarda el intelecto estéril de los supremos -¡toda la historia   —117→   humana y los ideales inertes! ¡Bienvenida! Con tal que arrancada de cuajo en el espasmo de la muerte, la urna no se fracture en lo infinito como un globo de vidrio y el choque no arranque chispas, para que nunca más se claree el osario y no resurja en la penumbra nadie nunca más, ni intelecto, ni ideales, ni sentimientos, ¡nunca más! ¡Nunca más! Porque es posible que algún átomo quede con vida y lo que ha sido creado en siete épocas no se anonade en un cuarto de hora de demencia iconoclasta...

Sólo tengo una tristeza, ¡oh silencio! ¡El genio ha muerto! ¡La belleza inmortal no tendrá apóstoles y la congoja de la creación y el loco ímpetu de la mente no arrebatarán a lo misterioso la forma eximia y la pasión! ¡Han muerto los que escribieron el corazón humano, los que mojaron el pincel en la clorofila y en el color de las flores y los que coronaron sus cuadros con el transparente azul de las alturas!

Han muerto los que auscultaron los ruidos de la naturaleza, las sinfonías de los mundos y los que, puestos de rodillas ante los gritos gigantescos de la creación, ¡los escribieron en notas excelsas! El eterno silencio de las cosas es el señor del universo muerto... ¡Honda quietud!... ¡Oh paz!

  —118→  

El delirio era horrible, Carlos. Los gritos de Hersen dominaban la noche. Entonces le dije:

-Le ruego que se calme, o quiere Vd. que yo me retire.

-No, Catalina, me contestó con terror. Quiero que me acaricie la frente. Écheme fresco con un abanico.

Yo obedecí.

-Le agradezco, replicó entonces. Ha hecho bien en interponerse entre yo y él.

-¿Pero quién? Hersen, pregunté.

-¿Pero que no ve ese orbe de fuego en el rincón? Ahí se ha metido. Es el sol. ¡Si viera! ¡Sus rayos son como puñales! ¡Me han herido los ojos! Destilo sangre, ¡mire! ¡Mire! Pero ¿por qué, Catalina, serán así tan agudos, tan urentes, tan como centellas esos rayos? No se vaya, Catalina. Mire cómo asciende ese orbe de fuego. Tápeme la cara, y se echó las cobijas bruscamente sobre la cabeza y le oía gritar: la cajita, Dios bellaco, quiero la cajita, la morfina. ¡Dios bellaco! ¡La morfina!

Entonces yo me arrodillé a rezar. Hersen estrepitaba como un poseído y yo vi que quería levantarse y asomaba la cara descompuesta y tétrica fuera de las sábanas pero no tenía fuerzas y volvió a hundirse en la cama. Sentí que alguien me llamaba. Me di vuelta y vi al sirviente parado a unos pasos.

-¿Qué quiere Vd.? le dije. ¿Todavía viene a exasperarlo más?

  —119→  

-No, señora, disculpe. Es que yo creo que ha llegado el momento de alcanzarle la jeringuita.

-¿Qué es eso? pregunté asustada. ¿Qué dice Vd.?

-¿La morfina tal vez, mi madre, la morfina sería? interrumpió Méndez con gran emoción.

-Eso era, Carlos, replicó la anciana; eso era.

Le dije que se la alcanzara.

-Yo no, señora, contestó el criado con firmeza.

-¿Pero, por qué no?

-Porque me mataría, señora; porque se la niego el día entero y me odia y yo tengo que cumplir las órdenes del médico.

-Bueno. Démela, le repliqué enseguida y se la entregué a Hersen.

Entonces todo su rostro se tranquilizó. Fue como una ráfaga de alegría que cruzara por sus ojos y hasta lo lívido de su piel pareció sonrojarse. Era como una resurrección.

Sonrió y me dijo:

-¡Cuánto le agradezco, Catalina!

Enseguida se descubrió el pecho. ¡Qué horror, Carlos!

Tenía el cutis ulcerado, lleno de manchas, de moretones y de tumores y las costillas se le veían como de relieve. Oh, ese pobre tórax desgarrado, hijo mío y esa aguja que él introdujo con una avidez de hambriento toda dentro de la carne, sin un quejido con una voluptuosidad casi frenética. Estuvo   —120→   un rato esperando. El bienestar no llegaba. Entonces me suplicó que le diera más.

-Yo la necesito, Catalina. ¡Deme más, mucho más! Usted no puede querer que este horrible sufrimiento siga.

Entonces miré al sirviente. Vi que movía la cabeza como si el médico le hubiera prohibido.

-No haga caso, Catalina, de ese malvado. ¡Deme más morfina, mucho más! Rugía Hersen exasperado.

Yo tomé la jeringuita, le saqué la aguja. Coloqué la punta de aquella en el líquido de la pequeña copa de cristal, tirando del émbolo. El tubito se llenó, yo volví a engastar la aguja.

-¿Y se la diste? interrumpió Méndez.

-Sí, Carlos. Tal vez hice mal, ¡no! Contestó asustada la madre. Dime, hijo mío, ¿hice mal?

-No, mi madre. De todos modos es un organismo perdido. Has hecho bien, replicó el médico. Tal vez lo han querido curar, disminuyendo gradualmente el veneno. La fatalidad entra mucho en esto. Lo que se cree un vicio, suele ser una herencia.

-Entonces la culpa se atenúa. ¿No es eso? Carlos.

Sí, se atenúa, contestó el médico.

Por eso será, que después que él se volvió a hincar y quedó más tranquilo, me dijo, acariciándome la mano:

-Oiga, Catalina. Acérquese. Ese, médico que me   —121→   asiste salía con el sirviente un día de estos y yo le oí repetir muchas veces la palabra: vicio. Es como todos ese. No le ven a uno sino el vicio. No se le nombra por ahí sin que se acuerden que uno es borracho o morfinómano. La humanidad es muy superficial. No ve sino lo que le muestran. También Dios no habría cumplido con su deber si la hubiera hecho capaz de ser intérprete. Hizo demasiado con darle sentidos. ¿Para qué precisan los hombres la inteligencia? Para comer, para dormir, crecer y para mentir no se necesita más que instinto. Puede Vd. haber sido una afectuosa, tenido entusiasmos, haber ejercido la caridad, como ahora, pero Dios la libre haber sido madre de algún psicópata. ¡No tendrán en cuenta nunca lo primero, cuando la juzguen! Muchos me han dado consejos, pero ninguno al dármelos se olvidaba que yo era un fumador de opio. ¡El vicio! ¡Siempre el vicio! Eso es lo que saben, aunque uno haya sido un intrépido, un generoso, aunque haya tenido grimas hondas y tristezas intelectuales y aunque enamorado del arte haya el borracho dejado caer el pincel desfalleciente en la lucha de la forma hacia lo ideal e idólatra de la patria haya respetado su dinero y defendido su honra. ¡El vicio! Eso es lo que le ven a uno.

Yo noté que poco a poco su palabra se hacía más rara. De cuando en cuando decía: morfina... la alegría de la vida... ¡la virtud es silencio! Hasta   —122→   que su respiración se hizo tranquila y se durmió. Me quedé sentada al lado de su cama y triste pensé en el gran dolor que significa vivir solos. Me acordé de ti mucho y dije que no hay el derecho de quejarse de su suerte, porque siempre unos pasos más lejos hay quien es más desventurado que nosotros. Fuí muchos días seguidos a visitarlo y observé que solamente se ponía dichoso cuando le alcanzábamos la inyección. Una noche llovía a cántaros. Hersen dormía sonriendo y conversaba en un leve delirio. Era la alegre fantasmagoría de siempre y decía todas sus cosas en voz baja, como si estuviera rodeado de un coro de amigos. Oía música, los ecos lejanos de un vals, llenando el hemiciclo de un teatro y las alegres carcajadas de una mascarada danzando. Llovía a cántaros. Desde el cuarto alfombrado se oía el largo rumor sordo de la lluvia sacudiendo y rodando por el empedrado. Yo estaba sentada en un sillón cubierto de terciopelo granate. La música del agua era como un arrullo suavísimo en aquel silencio -como una melodía que convidara a la dulce paz del sueño. Me sentí, poco a poco como arrebatada fuera de mi ser moral- en un letargo casi celeste como si oyera la armonía de una orquesta de violoncelos. Probablemente dormía. Cuando abrí los párpados, Hersen me miraba con los ojos fijos. Me levanté asustada. Creía que estaba muerto. Él se sonrió tristemente y me dijo:

  —123→  

-No, Catalina. Todavía no. En estos días tal vez.

-No piense en eso, te contesté. Yo espero que se curará.

-Esto es perdido ya, me replicó enseguida.

¡Cómo llueve, Catalina! Qué felices serán ahora los que tengan un comedor tibio, con una chimenea grande, donde ardan troncos de sauce. Siento el cotorreo de los niños que juegan y corren por la casa. Yo he presentido el poema sublime del hogar que trabaja y crea... así sentada la familia alrededor de la mesa, donde la mujer cose y mira la frente limpia y serena del trabajador. Mi vida ha sido fría y desolada, porque el hombre necesita labios de carne que lo besen. Yo no tengo más que a ella; y me indicó la estatua que estaba sentada en su diván.

-¿Tiene miedo? Catalina, me preguntó.

-No, Hersen. No tengo miedo.

-Entonces le voy a pedir un favor, agregó enseguida. Quiero sentarme en ese sillón que está allí cerca de ella.

-No va a poder, Hersen, le contesté

-Si me alcanza la morfina, voy a poder, Catalina.

-No, Hersen, le dije. Esta noche no le doy más. Si quiere yo lo ayudaré.

Entonces, Carlos, yo lo envolví en una gran capa   —124→   abrigada y de la cintura lo arrastré. Te digo que lo arrastré porque no podía caminar y no pesaba nada y casi desvanecido lo senté en el sillón.

-¿Qué hermosa es, Catalina? exclamó como delirando.

-Sí, Hersen, le contesté con una pena profunda. Es un admirable mármol. ¡Es la obra de un genio!

-¿Quién sabe, Catalina? me dijo moviendo la cabeza con desaliento. El genio crea y educa. Es una gran antorcha fulgurante el genio y un resplandor pavoroso a veces. ¿Quién sabe? Cuando yo la esculpí había muchos claroscuros en mi cabeza, más que en este aposento. ¡Es un mármol pálido! ¡No tiene sol! ¿Vd. no sabe quién es ella? Yo se lo voy a decir, porque a las madres que tienen tanta ternura como Vd. con los hijos pródigos de otras madres, no se les debe callar nada. Se llamaba Sergia. Era una vagabunda como yo, que se había azotado fuera de su casa para que le lastimaran por ahí, en cualquier parte, la piel de alabastro. En mis borracheras de opio le puse un sobrenombre. La llamé Necros. Así llamaban los Griegos a la belleza muerta. Era una flor funeraria, a quien la luz artificial, la luz de las noches insomnes había marchitado la corola, una vestal con la túnica blanca contaminada por el loco estrago. ¡Era una orgíaca! Cuando la vi una noche bajo la araña de mil luces, sentado en la butaca de terciopelo rojo de una platea, ella sintió como un   —125→   letargo hondo, porque yo tenía en la mirada alguna siniestra fascinación y conocí que la ponzoña de todo mi cuerpo se derramaba hacia ella en largas hebras, como un vaho letal. ¡Nos escondimos por ahí! Y en esta brama que yo tenía del beso de alguna mujer, en este ímpetu sano de todo mi ser hacia la lógica de un hogar, que me salvara del naufragio eterno, me imaginé que aquello podía estar oculto, fuera de la mirada humana, fuera de la consagración de la virtud y no tardé en apercibirme que me había equivocado, que a ese templo no podía entrar el hombre, deslizándose como un ladrón a lo largo de las paredes de los edificios, escurriéndose por la portezuela entreabierta como una mentira, porque esos amores temen la luz y no conocen el sol que a raudales entran por las casas virtuosas. Pronto en el fondo de la copa vimos la hiel. El hastío llegó, tarde cuando ella ya sin vida, se durmió para siempre al lado de este cuerpo mío, una noche en que yo, borracho de opio, le había estrechado el cuello demasiado fuerte...

Hersen deliraba. Se había arrodillado con esfuerzo, apoyando su cuerpo descarnado sobre la butaca. ¡Oh, Dios mío, Carlos, qué horrible plegaria le oí entonces!

-No me cuente más, mi madre, dijo el médico. No quiero saber más nada de ese Hersen.

-Bueno, hijo mío. Toma. Este es el manuscrito   —126→   de esa invocación que él me entregó para ti y me dijo: Catalina es para que él sepa que hay muchos que sufren.

Méndez se sentó al lado de la madre y en voz baja empezó a leer:


-¡Oh belleza! ¡Perfume del Erebo!
Yo adoro tu blanca
pupila de nácar, tus cándidos senos
las hebras sedosas del níveo cabello!...
-¡Fantasma y letargo que matas
las fibras del alma! ¡Yo admiro
tu blanca persona de muerta!
Invoco en la noche
que cubre mi casa y mi mente entenebra
los átomos que huyen!
¡Invoco tu rostro deforme oh pálida Nécros!
y adoro el putrílago
que hebra por hebra destruye tu cuerpo.
-Yo muero. Contigo el artista.
viajero cansado en la tierra
contempla sus carnes deshechas
y vuela demente contigo en el último
estertor de agonía;
¡huraño romero de tétricos soles
que hienden el éter!
-¡Te abraza el artista oh pálida Necros!
y adora este frío
crespón que te cubre, fúnebre belleza
—127→
y besa el cadáver,
¡la cripta siniestra, que guarda tu alma de muerta!
-¡Yo te amo belleza! ¡Delirio en las horas
que sufren y crean! ¡Martirio!
¡La pluma no tiene
ni ritmo, ni numen, ni gracia y la mano
no escribe la nota que suena en la mente!
-Te invoco ¡oh divina corola! ¡Oh flor del sepulcro!
oh plectro que cantas los ayes,
los besos, los cuentos
y el amor de las larvas dolientes
que vagan de noche narrando a los astros,
a los mirtos que adornan las tumbas
la historia del símbolo muerto
tu historia, ¡oh belleza, oh pálida Nécros!
-¡Oh enferma! Así rueden
en ronda infinita los siglos,
aroma o estacelo, cadáver o diosa
en tu ronda arrebatas al hombre.
Dominas la mente, quimera y deleite
¡oh eterna belleza! ¡Señora del Orbe!
-¡La idea, la luz, el sonido,
la línea y la estrofa te cantan hosanna!
Inclinan la frente a su paso,
y cantan los mundos, el tiempo, el espacio,
el Dios infinito y el hombre
tus himnos de gloria, ¡oh pálida!
¡Necros eterna belleza, señora del Orbe!!

  —128→  

Carlos Méndez se había acercado más a la madre para leer aquella robusta y extraña poesía dicha en voz baja y con gran temblor. El frío ha conseguido entretanto apoderarse del comedor poco a poco a pesar de la luz del gas. No hay fuego en la estufa. Un montón de ceniza y algún trozo de carbón quemado que no se había desmenuzado todavía, yacen en el fondo. Una rama de sauce gruesa y áspera está tirada de través con la extremidad negra. Hay en el comedor un poco de olor a humo, quieto y suspendido en el ambiente, como una niebla diáfana. En la calle es la hora del silencio absoluto, mientras sobre sus cabezas el reloj arranca su tic-tac. Méndez había envuelto a la madre en su gran capa de paño y la había sentado en su sillón.

-Debía acostarse, mamá, dijo el médico después de un rato de silencio, tantas emociones y tanto frío le harán mucho mal.

-Poco me queda que decirte, Carlos, de este triste drama, contestó la madre. En ese momento la voz de Hersen era estridente y sofocada, mientras afuera chirriaba con prolongados mugidos el ventarrón. Las celosías del cuarto crujían sacudidas, y las gotas del agua redoblaban en la madera. De repente algunos relámpagos se entraban por las rendijas, reverberando bruscamente en el cuarto, el trueno se tendía disparando en sus brincos lejanos por las alturas, y un chaparrón más violento caía   —129→   chapaleando en el charco del patio con chasquidos chillones. ¡Yo tuve miedo en ese momento, Carlos, de la lúgubre grandeza de Hersen! Arrodillado al lado de la estatua, la llamaba a gritos, pidiéndole que concediera una hora más de vida al moribundo, para sentir más tiempo en su seno, ya desgajado, su sepulcral hermosura. Había levantado su efigie hacia el techo, con las palalas juntas como en éxtasis. Era un espectro que movía todas las sombras de su cuerpo caquéctico, en el claroscuro de aquel cuarto de muerte. Tuve miedo de aquella demencia y llamé para que lo socorrieran. Vino el sirviente y apenas Hersen lo vio, levantó el puño amenazador y temerario.

-¡Morfina! ¡Dame morfina! Le gritó.

Yo le entregué entonces la jeringuita y él hundió la aguja brutalmente en su vientre. Poco a poco empezó a calmarse y al rato su cuerpo se dobló, acostado sobre la alfombra a los píes de Necros. El sirviente lo levantó de los hombros y yo de las piernas lo sostenía. No pesaba nada y lo acostamos. Me senté al lado de su cama y lo velé toda la noche y ahora, Carlos, vengo de allá. Hace rato que se ha ido para siempre. Un momento antes, ya con las extremidades frías y con una lívida sombra de muerte en el rostro, me tomó una mano y la acercó a sus labios. Estaban violáceos y casi yertos.

  —130→  

-Gracias, mi madre, dijo. ¡Pobre Hersen! Agregó al rato, ¡alma solitaria!

-¡Vd. quiere, Hersen, le dije yo, sollozando, besar a Jesús antes de morir! -y le enseñé el crucifijo.

Entonces él abrió los párpados. Dos grandes lágrimas se acumularon en sus ojos, resbalando por sus mejillas y con voz casi imperceptible, contestó:

-Jesús fue un precursor. Ha creado la gentileza del corazón. Por eso ha muerto; ¡pero no sabía que todo es silencio!...

Se interrumpía a cada rato, como si su espíritu se fuera yendo por fragmentos. Después quedó con los párpados abiertos y el ojo en una extraña fijeza y yo vi que el círculo de terciopelo negro de la pupila se fue agrandando hasta tocar la esclerótica. Me siguió mirando... Yo me incliné sobre su frente y lo besé. Había muerto...



  —131→  

ArribaAbajo- IV -

La casa no duerme


Un momento después entró Dolores, que llegaba del cuarto del hijo. Carlos y Catalina se acercaron a ella.

-Estén tranquilos, dijo Dolores. Está durmiendo. Hace mucho rato.

-Pero tú tienes frío, añadió el médico con cariño.

-Un poco, Carlos, y mamá mucho más que yo. Mira cómo tiembla -agregó Dolores, señalando a Catalina, que tuvo en ese momento un acceso de tos violento.

Los dos acompañaron a la anciana hasta su cuarto. Enseguida todo entró en la oscuridad y en el silencio, pero la casa no duerme. Está nerviosa dentro de su quieta y tétrica mancha de paralelepípedo. En los cuartos se sienten los pasos sobre la alfombra de los que se han ido a acostar, los crujidos de la   —132→   ropa arrojada sobre las sillas y el tac tac del botín que cae sobre el piso. Enseguida rechinan con violencia los elásticos. El cuarto de Méndez ha quedado en la tiniebla. Busca el reposo para poder trabajar al día siguiente; pero el sueño no viene y él se da vuelta con violencia en la cama inútilmente. Una desazón inquieta lo aleja del descanso y cuando le parece que su respiración se ha hecho más lenta y que el mundo exterior se va desvaneciendo, cuando su mente ya entra en un blando ensueño de olvido, en una especie de agradable desmayo hacia las próximas sombras que traen consigo el bálsamo de la inconciencia, entonces todas las escenas de esa noche triste se agolpan a su memoria con la clara elocuencia de una desgarradora verdad, llena de siniestros presagios. Vuelve el desvelo y agita Méndez de un lado a otro su pobre cabeza dolorida sobre la almohada y busca de nuevo alguna posición de su cuerpo que le traiga sueño y trata de llevar su memoria hacia panoramas menos sombríos. ¡Es inútil! La casa está melancólica y no duerme y se sienten callados suspiros en el cuarto del médico y respiraciones agitadas. De repente suena un violento estrépito. Toda la cama se ha estremecido y entre el crujir estridente de los elásticos y el sacudimiento sordo del espaldar, se escucha el roce de una mano que resbala tanteando sobre el mármol de la mesa de noche -una mano que tropieza con una   —133→   caja de fósforos. Se ha apoderado de ella... y un rato después hay un estallido, queda sobre su dorso una línea de fosforescencia y la luz triangular del fósforo prendido ha iluminado el cuarto... Méndez lo acerca al pabilo negro de la vela. En su esplendor se ven los ojos enrojecidos del médico y la cara pálida en el doloroso insomnio. Un momento antes, pensando en su hijo, había puesto los brazos en cruz sobre su pecho, como si abrazara su imagen y dos lágrimas silenciosas habían resbalado sobre su corazón... Empezó a leer. Creía que tal vez la alegría de la luz le daría serenidad y sueño. Ya había sentido antes el rumor sordo y lejano de la tos de la madre, que llegaba entonces hasta el más claro. Tampoco ella, la pobre anciana dormía. De cuando en cuando oía como gemidos, casi apagados y una cantidad de ruidos no definidos, que se producían dentro de su cuarto, en el patio, en la calle lejana, como ecos de sonidos a la distancia y agigantados en el silencio de la noche; el chasquido de una herradura sobre algún empedrado, el pesado rodar de una carreta, roces y crepitaciones en los zócalos y a veces como pasos blandos y cautelosos sobre la alfombra. Más tarde los primeros ecos de las madrugadas de los trabajadores llegaban desvanecidos a su oído, mezclado con la inquietud que él sentía en el aposento de Dolores, cuyo cuerpo no tenía reposo tampoco en   —134→   aquel insomnio lleno de zozobras... De cuando en cuando se movía en la cama y a Méndez le parecía que algunas veces estallaban sollozos mal disimulados; -las lágrimas que suelen derramarse echándose sobre la cabeza las cobijas para estar infinitamente solos. Se levantó para escuchar más cerca y puso el oído cerca de la puerta. Pero entonces nada sintió... Había el silencio más profundo en el aposento. Se arrimó a los vidrios que daban al corredor. A través de la humedad pudo distinguir al patio que estaba en la sombra la mancha piramidal de las tinas y los troncos oscuros de los perales sin hojas. Pasó una mano sobre el vidrio mojada y vio mejor. Los primeros claroscuros del alba dividían aquí y allá la tiniebla y las líneas y los ángulos de los objetos aparecían. Entre las ramas rígidas de los perales empezaron a dibujarse intersticios y a través del cristal, un poco mojado, podía percibirse todavía en un cielo pardo la chispa de alguna solitaria estrella. Debía hacer mucho frío. A medida que la luz clareando las cosas, borraba lo informe, aparecía el patio cubierto de una sábana blanca. Era la helada que había caído esa noche a través de la atmósfera quieta y aglomerado sus granos cristalinos en todas partes, formando montoncitos en los ángulos y cuajando de briznas níveas las ramas de la arboleda. No se movía nada en el patio. Ni un hálito. En   —135→   el silencio de afuera tal vez el frío seguía depositando sus hebras de escarcha, mientras del techo del comedor blanco también caían al suelo gotas de agua, salpicando aquí, allá y más allá la baldoza. Era la helada que empezaba a derretirse en el calor cariñoso de los primeros besos del sol, que no se veía todavía. En esto la calle se había llenado de rumores, que saltaban por todas partes, fugitivos unos constantes otros, graves los más. Era la ciudad que desperezaba sus músculos -la ciudad trabajadora que había dormido bien y se despertaba contenta y arrojaba sobre los empedrados las yantas bruñidas y desgastadas de sus carros a millares, el organismo robusto de sus lecheros al trote, el reboato largo y sordo de sus tramways, el silbato y los estampidos de la enorme mole de las locomotoras y de las trenes, mientras los obreros, con paso rápido, hacen sonar las veredas... Todo eso enjendraba una inarmónica sinfonía, un barullo de notas que llegaban al cuarto de Méndez ya esfumadas de sus asperezas, con sus tonos mezclados en un largo zumbido que era como la síntesis del lenguaje políglota, de toda la colmena, frenética de vida y de movimiento, al lado del canto estrídulo de los gorriones que saltaban por el patio y del sonido seco y sordo de aquella tos lejana -esa tos que llenaba de terror y de frío el alma del médico al lado de los gemidos   —136→   que venían del cuarto de Ricardo, sin cesar en toda la noche.

Así Méndez contemplaba entristecido, con una honda sensación de amargura, la blanca mortaja que la escarcha había tendido en el patio, cuando sintió claramente que una puerta se abría.

-¿Quién será? Tan temprano -pensó y vio aparecer una figura blanca debajo del corredor.

-¡Angélica! Exclamó el médico, ¡mi pobre hija!

Pero Angélica siguió su camino, acercándose a su cuarto, sin oírlo. Méndez retrocedió. No quería que ella lo viese. Entonces desde el fondo oscuro de la pieza, a través de aquel mismo vidrio que él había limpiado con la palma, pudo percibir su pálido semblante y sus ojos que miraban adentro. El médico no se movía, mientras la niña que no oyó ruidos y hundió en vano las pupilas en aquella oscuridad, cayó de rodillas sobre la baldosa y rezó un largo rato. Creyó que el padre durmiera y bendijo al Señor porque le había concedido reposo. El médico, en puntitas de pié, volvió a acercarse al vidrio, casi sin respirar, en medio del tumulto que agitó su corazón y vio entonces que la niña se deslizaba, sin hacer ruido, unos pasos más lejos y arrimaba el oído a la puerta del dormitorio de Ricardo. Allí se arrodilló de nuevo a orar. Entonces Méndez se acordó de esas pisadas cautelosas que había sentido en la noche, como si alguna persona caminara sobre   —137→   su alfombra, y comprendió que debía ser ella la nocturna viajera, con su frágil cuerpo en medio de aquella brutal helada. Tuvo un estremecimiento... La madre le había dicho: tú no sabes lo que pasa en tu casa... Sale con su batón de seda y cruza entre el frío de la media noche como un fantasma blanco... De repente la vio pasar al corredor de enfrente y acercarse al cuarto de Adela Paloche.

-¿Qué irá a hacer allí? se preguntó Méndez.

Adela abrió el cuarto. Estaba vestida con un hábito gris de paño burdo y su espléndida efigie sonriente saludó la llegada de Angélica. El médico distinguió muchas luces. Era el altarcito iluminado, en cuyas gradas las vio arrodillarse. Llegaba hasta él la melodía de un salmo suavísimo. Era una canturimonótona, algo que narraba tal vez alguna gran tristeza, la historia de alguna alma arrepentida en el sollozo y en la maceración penitente.

Carlos sintió como un bálsamo descender sobre su alma. Poco a poco se acercó a la cama... Un rato después había escondido su cara contra las almohadas. No quiso que nadie supiese que la ternura lo había vencido... Se durmió cuando el sol batía con su rayo de oro los vidrios húmedos marcados con regueros de rocío, en momentos en que Dolores llegaba despacio a sentarse a los pies de su cama para velarlo.

  —138→  

No había dormido... En silencio contempló el insomnio de Carlos, sin atreverse a llamarlo. No quería que él supiera que estaba despierta. Esas horas de la noche las pasó pensando en los veinte años que había vivido al lado de Méndez en esa vida solitaria suya al lado de los hijos, porque la profesión aleja al médico del hogar en casi todas las horas... Lo seguía con la mente por todas partes durante el día mientras aseaba la casa y vestía y educaba a sus niños enseñándoles a rezar... Yo lo esperaba con la sonrisa en los labios y la ternura en el corazón -siempre resignada y angelical aun en los momentos, en que el médico entraba huraño y siniestro con alguna turbulencia en el espíritu. Era su palabra amable y su corazón casto y bueno -la misma Dolores de otros tiempos, enamorada y humilde bajo la caricia de Carlos varonil siempre, dominada por aquel mirar bravío del médico, contenta de aquella esclavitud llena de amor, y de gentileza, regalándole a veces las primeras flores del jardín- los jazmines que cubrían la ventana de su aposento. En los días yertos, cuando la escarcha cubre las veredas y cuaja las ramas de nieve blanca y pulverulenta -en las horas de la mañana aterida, cuando Carlos salía para tomar su coche, ella lo despedía desde la puerta del dormitorio, besándole la frente y corría enseguida al comedor, se arrodillaba al lado de la estufa y empezaba a   —139→   prenderla ella misma para cuando él volviese y se retiraba después a mirar a los hijos dormidos y a escuchar todos los rumores de la calle; porque ella conocía de lejos el repiqueteo de las ruedas de aquel carruaje y lo distinguía entre el estruendo.

Se despertaban los niños después. La casa un momento silenciosa se llenaba de gritos. Los muchachos sentados en sus camitas, Angélica con sus muñecas y Ricardo con un tambor conversaban. Eran los diálogos de siempre; como iban a pasar el día y hablaban de los juegos y de las carreras por el gran patio de la casa.

Llegaba Dolores. Los niños se arrodillaban a rezar sus oraciones. Estaban alegres. Bendecían al Señor que los había cuidado en la noche y por un rato repetían las palabras de la madre, de rodillas también. Después la agitación del aseo; las sirvientas llevando encorvadas y sujetando del borde las bañaderas llenas de agua tibia; los niños desnudos con la piel fresca y tersa, zambullidos hasta el cuello, tiritando riendo y haciendo a manotones saltar el agua fuera sobre las alfombras, la algazara y los retos. Eran los gritos del hogar sano, que había dormido bien; las vibraciones de la infancia inquieta y vigorosa; el tripudio del cuerpo que crece; el vertiz de la sangre roja volcada con ímpetu para el prodigio de la nutrición. ¡Exuberancias, mejillas rosaditas y frescas, ojos azulados y   —140→   serenos, argentinas carcajadas, diminutos fantasmas del hogar que van y vienen, corren y saltan! Los hijos de Dolores salían después en pleno sol, abrigaditos hasta el cuello, coqueteando la pequeña con las manos gorditas en el pequeño mango de pieles y bebiendo aire y luz Ricardo en la carrera loca. ¡La algazara invadía el patio. Es el bullicio que acompaña al canto de los gorriones y el saludo de la niñez a los rayos del sol y al cielo azul! Más tarde la yunta de oscuros se detiene bruscamente. La lanza del coche cimbra, tensas las cejaderas como cuerdas de violín; se estremece la capa, balanceándose suavemente. El lomo de los caballos humea. Está lleno de sudor y de espuma blanca. Dilatan las narices, resoplando; abren el grande ojo chispeante; mueven la oreja inquieta: escarban con la herradura el empedrado, de donde saltan chispas. Caen al suelo gotas de sudor en momentos en que se siente un portazo. Méndez llega.

Los niños corren a su encuentro. Ricardo lo abraza de las piernas, la niña del cuello de un salto, y el médico detenido en su marcha, saluda sonriendo a Dolores. Después el almuerzo frugal. Toda la familia sentada a la mesa, cubierta con el mantel blanquísimo y el comedor lleno de las fragantes emanaciones de la carne y de las legumbres hervidas, cubiertas de una nube de humo sabroso.   —141→   Allí, los cuentos de la mañana y el diálogo infantil y bullicioso mientras suenan las mandíbulas y los dientes que rasgan el alimento húmedo de saliva y rico, y los chicos inquietos se agitan en sus sillas, a pesar de las miradas severas del padre que conversa. Luego las horas de la tarde, cuando el médico no salía, paseando del brazo por el jardín, viendo cómo crecían las plantas y cómo las corolas abrían sus pétalos llenos de esencias.

Recordaba entonces todos sus temores, cuando llegaba a saber que Carlos asistía enfermos contagiosos. Lo comprendía enseguida. Méndez cambiaba de traje y no se allegaba a ella a darle el beso de todos los días y hablaba con sus hijos de lejos sin dejar que se le acercaran. Y cuando alguna vez, olvidado el médico, estrechaba a las niños contra su corazón, ella leía en la palidez de su semblante y en el temblor de todo su cuerpo el miedo de que pudieran inficionarse, y admiraba todos los subterfugios y el admirable arte con que los tenía alejados y contentos. Ella misma lo seguía en esa batalla diaria. Lo veía sereno e intrépido. ¡Cómo lo amaba entonces!

Al fin él era un héroe, un modesto que ocultaba sus hazañas, un fuerte sin jactancias. Era su pasión y su orgullo. En todo tiempo, entre la lluvia y el viento, entre los fangales que el temporal produce, bajo el cielo gris -un cielo triste que tarda tanto a   —142→   veces en nuestros inviernos en serenarse Méndez seguía su camino de trabajador, sin quejas estériles con ímpetu a veces, con nobles objetivos, como los vigorosos, que se yerguen de la sombra, para que sus hijos tuvieran lo que a él le faltó tal vez en los primeros pasos de su vida. Y después, ¡qué metamorfosis las de aquel gran espíritu!

Había sido un áspero y muchas veces él la había lastimado, a ella, que tenía un alma tan llena de dulce blandicie. Pero después, cuando contestaba con el silencio a sus palabras acres y lo envolvía en el esplendor de su mirar, suave y melancólico, todo el buen corazón de Carlos se revelaba en la palabra cariñosa. El hombre viejo volvía a veces, sin causa casi siempre, con sus rencores siniestros y turbulentos; pero ella encontraba el bálsamo para calmar sus heridas y cicatrizarlas. Concluyó por ser un amable y tuvo en su palabra todas las cortesías y en sus maneras todas las gentilezas. Era un hogar en marcha ese suyo. Había habido una transfiguración en todo ese tiempo. Menos el comedor roble, que conservaba siempre el color de la hoja mustia y seca, todos los muebles viejos habían desaparecido. El trabajo de Carlos y sus ahorros enriquecían la casa que reflejaba algo como un estallido de honesta alegría en los espejos, en las elegantes cortinas y en los mullidos alfombrados.

Todo estaba aseado, nítido y terso. La mano   —143→   de Dolores se movía en la mañana, con el gran plumero cónico, de aquí para allá agachada a veces hasta el suelo o erguida con todo su alto cuerpo; sacudiendo el polvo de los intersticios entre las talladuras y los arabescos que adornaban las esbeltas columnas de los roperos.

Había una deliciosa tibieza en aquella casa. Los muebles eran tratados como personas. Se les tenía cariño. De cuando en cuando algún gran ramo de flores, cortadas del jardín, perfumaba las habitaciones con un encanto de lozana primavera. En los días sin viento, bajo el cielo hondo y azul del invierno, en esos raros días hermosos, todas las puertas de los dormitorios se abrían y el sol se entraba adentro con su gran relámpago de esplendor como un viejo amigo, lleno de salud, chisporroteando en los espejos, con las alegres sonrisas de soberano señor. Era el bienvenido ese cántico de resurrección. La envolvía a Dolores, sentada en su cuarto de vestir con la costura sobre su regazo, con la cabeza inclinada, como en un ensueño poblado de amorosas gentilezas, mientras los chicos apuraban sus juegos en el patio entre las argentinas carcajadas. Ella auscultaba los ruidos de la calle... Esperaba siempre.

A veces caía sobre ella la noche, despacio, con sus calladas penumbras. En el patio los perales desnudos se cubrían como de un crespón. Los   —144→   canteros, donde la violeta crecía y la margarita abría su ramillete de flores amarillas, la sombra se tendía con su manto silencioso, mientras la yedra que cubría la pared -una frondosa y tupida yedra destacaba en la atmósfera su mancha negra.

Dolores, debajo del corredor sentada, esperaba siempre al lado de los hijos, de pie cerca de ella, con los bracitos sobre su regazo. Las notas del Ángelus de la capilla cercana llegaban hasta el patio con su queja amarga, como si rezaran la plegaria que hace pensar en la honda tristeza de los claroscuros que invaden toda la ciudad, mientras los ruidos huyen lejos y se desvanecen. ¡Era una paz tan grande la que entraba en ese patio! Por arriba el cielo oscuro brillaba de repente aquí y allá, las primeras estrellas que se asoman a mirar la púrpura vívida con que el sol se ha hundido en el occidente, mientras la Naturaleza sosegada y quietísima se acuesta en la noche, como una sultana soñolienta, cansada de entregar a la luz su hermosura para el amor fecundo y sublime. A esa hora dormitan los campos que circundan al suburbio, se sienten mugidos de animales que van llegando a las casas, se ven columnas de humo elevarse de las cocinas y de los fogones de los ranchos. En los arrabales los cercos de pita y sina-sina forman hileras oscuras y silenciosas Los callejones semejan tétricas hondonadas. Los obreros, con el   —145→   saco al hombro, vuelven a sus hogares, cansados del trabajo de todo el día, soñando con la cena que los espera, en medio de sus hijos. El olor de la comida que hierve en las ollas y que chirría en las sartenes, se tira a la calle, como deliciosa fragancia que llamara a los peones a la mesa, para satisfacer el hambre sano. Es la hora del letargo, en que parece que no debiera vibrar rumor ninguno para que el suburbio pudiera en silencio acostarse temprano. ¡Cuántas veces, Dolores, había pasado horas enteras esperando, allí sentada siempre debajo de aquel corredor! Se asomaba a la puerta. Veía iluminar se la calle por la luz escasa de los faroles y espiaba todos los repiqueteos lejanos, mirando con estremecimientos la luz de los coches que pasaban por las boca-calles. Entraba de nuevo hasta la hora de comer. Sentaba a los niños con lentitud haciendo tiempo, como si esperase que todavía Carlos pudiera llegar. Si no venía, la comida era triste, casi silenciosa. Pero a veces la detención brusca del coche hacía temblar los vidrios de la casa. El comedor se transformaba. Era una algazara de gritos de alegría, un raspar de sillas. Los chicos saltaban al patio corriendo y Carlos entraba poco rato después. Eran escasas las horas placenteras. Las más de las veces llegaba tarde y no podía comer con su familia... Cuántas veces ya en la noche alta, mientras todos dormían se sentía un brutal   —146→   campanillazo. La casa temblaba por los golpes del llamador. Era un asustado que buscaba médico. Ella oía el crujir de la cama de Carlos y los roces de la ropa que él tomaba para vestirse. Después sentía el ligero rechinamiento de una llave y los pasos del médico que se perdían en la calle... Entonces Dolores se sentaba en la cama. Velaba el sueño de los niños que se habían quedado solos, temblando un poco entre el silencio profundo de la casa dormida. ¡Qué tristeza la suya! ¡Qué abatimiento! ¡Pobre Carlos, que tanto necesitaba dormir esa noche! Tal vez sufría en su camino pensando en los hijos y apuraba la marcha, a través del frío crudo. ¿Y si no volviera? ¡Quién sabe -en la soledad aquella- no fuera a padecer alguna desventura! Entonces Dolores se inclinaba sobre las camitas que aparecían en las medias tintas difundidas de la veladora desde la alfombra y besaba la frente de sus hijos, hasta que de nuevo sentía en la calle los pasos que se hacían más rumorosos y el golpe de la puerta al cerrarse... Después rechinaba la llave del dormitorio y Carlos entraba todo envuelto en su gran capa, y al acercarse a su cama, lo llamaba Dolores... para estrecharlo contra su corazón, largo rato, ufano de aquel premio acurrucado en la gran cama tibia, donde calentaba sus músculos ateridos y donde el beso y el mórbido brazo de Dolores contraído   —147→   alrededor de su cuello escribían la oda juvenil hasta que se quedaba dormido así cerca de ella, con la gran cabeza turbulenta abandonada sobre su pecho, al lado del corazón que le habría dicho en voz muy baja para que se durmiese pronto, con ese ritmo monótono y tierno, como una vaga y lejana música -unas historias misteriosas llenas de amor y de paz... Así iba recordando allí sentada Dolores todos los episodios de su vida.



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