Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —148→  

ArribaAbajo- V -

Por los que sufren


Antes, muchas veces, había tenido miedo por Carlos y una noche, después de algunos días tristes en que él no decía una palabra, ella sintió ya muy tarde que estaba escribiendo. Se acercó a él toda temblorosa y le dijo:

-Carlos, son las dos de la mañana, ¿por qué no te acuestas?

-Ya, enseguida, contestó el médico. Concluyo de arreglar esto.

-¿Arreglar, qué? le preguntó ella.

-Me alegro que hayas venido, Dolores, contestó el médico con una aparente tranquilidad. Es bueno que vayas sabiendo cómo están nuestras cosas.

-¿Nuestras cosas? y ¿por qué?

-Por esto, Dolores -y el médico se sentó frente a ella, tomándole una mano entre las suyas; porque   —150→   yo no viviré siempre, porque al fin se gasta el organismo de tanto trabajar y sufrir...

-¿Por qué sufres? Carlos. Dímelo. Si supieras todas las cosas que pienso yo, cuando te veo tan callado y triste.

-Yo no sufro.

-Has dicho esa palabra.

-¿Yo?

-Sí, tú.

-Yo hablaba de sufrimientos físicos, replicó el médico.

Dolores le miró profundamente en los ojos, y le dijo:

-Hace días que no eres el mismo. El trabajo te cansa. Nos miras a todos con un frío tan grande en los ojos, como si pensaras en otra cosa. Parece que tus hijos te fueran indiferentes y que ya no tuvieras hacia mí, ese amor tan grande y tan lleno de las ideas exquisitas de tu inteligencia, Yo tengo celos, Carlos, de tus silencios. ¿En qué piensas? ¿Con quién hablas? Ese corazón tuyo es mío y yo lo quiero en todos los momentos.

-Tienes razón, Dolores, contestó el médico estrechándole las manos con emoción. ¡Todas mis quimeras juntas no valen un solo rayo de luz de tu bondad! Yo te lo digo, Dolores, sinceramente. Eres un amable espíritu, un delicado ideal de mujer.   —151→   Pero... añadió Carlos como titubeando -ya es así mi naturaleza y yo no puedo con ella.

-¿Quimeras? ¿Naturaleza? ¿yo no puedo con ella? pero, ¿por qué? repetía Dolores tan cerca del médico, que casi rozaba con sus labios el rostro de Carlos ¿por qué? Tú has trabajado. Eres rico. Tus hijos están sanos y te aman. Tu madre, gracias a Dios, vive y está vigorosa y mi alma no tiene más espejo que tus ojos y se alegra cuando ellos están alegres y se entristece, cuando ellos están tristes. Tu nombre ha salido del suburbio. Eres querido y respetado. Los amigos que te ven pasar, te saludan sonriendo. Quieren decirte que han leído tus libros y que los aplauden. Tú eres un glorioso.

Méndez movía la cabeza tristemente.

-No admito eso yo, replicaba Dolores enseguida; aquí estamos solos. Yo no ofendo a nadie con decírtelo. Si te hubieras servido de tu talento para el mal, como muchos, yo viviría sufriendo resignada. Pero tus libros enseñan la piedad por la desventura. ¡Son un grito formidable de amor y de caridad, para el que padece y de esperanza para el que ha delinquido! ¡Eres un glorioso y un bueno!

Dolores hablaba como transfigurada, con las mejillas sonrosadas y con los ojos húmedos de ternura y como el médico no contestara y la siguiera mirando con tristeza, agregó:

  —152→  

-Oh, ya sé lo que tú piensas. Tú no crees. Te ríes de lo que escribes, porque estás convencido que todo ha de morir. Te imaginas que tu vida y tus obras son estériles. No piensas que haya virtud en haber calentado con estufas y alfombras un hogar que has recibido desnudo -un hogar silencioso que hoy suena con alegrías en el canto de tus hijos. ¿No te ofenderás si yo te digo una cosa? Carlos.

-¡Oh! Dolores, exclamó el médico. Tú eres mi amable compañera.

-Entonces ¿no te ofenderás? interrumpió ella bruscamente, con una sonrisa en todo su rostro.

-No. Dime lo que tú quieras.

-Bueno, Carlos. Tú no crees en la bondad de los hombres. Eres un poco misántropo.

-Yo, ¿misántropo?

-¿Y cómo? Pero es porque no has vivido entre ellos.

-¿Y tú?

-Yo tampoco he vivido.

-¿Y entonces cómo sabes?

-¿Cómo sé? contestó Dolores. Te lo voy a decir.

-No necesito.

-¿Has adivinado?

-Yo las he oído.

-¿A quienes?

-Yo conozco el secreto, Dolores, de tus filosofías.   —153→   Son tus diálogos con la señora Catalina Méndez. Ahí está todo. Me quieren y buscan por eso una explicación a lo que no les parece lógico. Pero si supieran que al fin todo esto en mí es tan natural; porque yo no tengo la culpa de no ser alegre siempre y después a pesar de mi vigor aparente...

El médico se interrumpió.

-¿Y a pesar de eso, qué? preguntó Dolores.

-Yo, siguió Carlos muy lentamente, soy un hombre con desalientos profundos. Mi madre lo sabe y mi cabeza no es sana, Dolores. Pienso muchas veces cosas injustas y mi espíritu se torna a menudo agresivo y tétrico, sin razón. Este es la causa de mis tristezas. Yo lucho y lucho, y si no me ayudaran, caería vencido. Si no te tuviera y si las camitas de mis hijos no estuvieran en ese dormitorio, para decirme: ¡adelante! ¿Quién sabe? Dolores. Me parece todo tan sin elocuencia y el mundo tan desolado y amargo. Y a pesar de todo, cuántas veces soy un estático en la contemplación de esta maravillosa naturaleza. Es curioso este contraste en mí. El cielo me parece de una magnificencia inefable. Cuánto daría para poder pintarlo así, con esa diafaneidad azul, tan llena de pureza. ¡Oh, si yo fuera poeta, Dolores! ¡Cómo cantaría esta fuerza gigantesca que se llama Naturaleza! ¡Qué armonías! ¡Cómo se mueven los mundos en el vértigo Universal!   —154→   ¡Cómo brillan de noche, como para decir al hombre que la luz es eterna! Penetra la humedad de la tierra negra, donde estalla la germinación. Cruje la yema. La linfa corre a través de todos los capilares de la arboleda; la alegre linfa cuajada de ozono, de éteres y de perfumes. El sol saluda con sus rayos a la virgen madre y fecunda sus senos regurgitantes. ¡Oh, primaveras de la tierra negra! ¡Cómo cruza la vida con brusquedades pasionales, a través de todas tus moléculas, y cómo esplende el universo, acostado en el gran tálamo infinito, para que haya quien se arrodille y crea, y para que sufran dolores de la mente los que sean capaces de la maravillosa concepción de las metamorfosis sublimes de los átomos. ¡Oh, esta conquista del genio humano, a quien llamamos fuerza! ¡Qué brutal ímpetu prodigioso y qué árcanos impenetrables! Qué dolor tan grande es no tener fe. Yo admiro la piedad cristiana, que le ha dado a Dios una mansión tan amplía y tan digna de su inmensidad. Cómo son felices los creyentes, ¿no es verdad, Dolores?

-Sí, Carlos. Trabajan y rezan, y aún en las desventuras encuentran la fuerza de la resignación. La fe es vigorosa y es ingenua.

Yo los respeto, Dolores. Mis labios no se han abierto jamás para la frase irónica. ¿Por qué nos hemos de atravesar nosotros, con guiño satánico, en el camino de los que creen en sus bellos ángeles celestes,   —155→   vestidos con la túnica blanca, -en los ángeles castos, que caminan entre los astros y ofrecen ramos de lirios? ¡Para que conserven ellos hasta la muerte alguna hora en que puedan ser niños que no caiga una gota de hiel en el divino soliloquio de la plegaria! Yo los respeto, Dolores, y cuando veo a mis hijos, con las palmas juntas, rezar sus oraciones, yo pienso en esta religión tuya, que ha enseñado la caridad, que ha creado el hogar; en la grandeza de los mártires, en la virilidad de los apóstoles; y el Gólgota tiene para mí el funerario esplendor de la más inmane catástrofe que hayan contemplado los siglos y no significa otra cosa sino que el mayor enemigo de tu religión, Dolores, que toca los límites de lo divino, es la humanidad misma, que es amiga del ciénago. ¡Es la perversidad nativa, que ha impedido hasta ahora que la ley del bien, en todas sus manifestaciones, predicada por ese gran sentimental que se llamó Jesús, sea una verdad! ¡Y así tú ves, Dolores, cómo es de penosa la marcha del hombre a través de las edades! ¡Cada siglo tiene sus aberraciones brutales! La edad media inventó al feudatario. Su arquitectura fue el castillo enhiesto como un buitre sanguinario sobre la roca más abrupta; su justicia la horca; su ley la punta de la espada, o el colmillo afilado de su maza de guerra, sin más derecho que su voluntad, sin más código que la tiranía. El Evangelio escrito en los viejos pergaminos, yacía   —156→   escondido en las criptas de los monasterios sometidos y la fraternidad predicada por él, se había desvanecido entre los ecos lastimeros de aquellos lóbregos murallones. La ciudad era esclava y el labrador altivo era el abyecto siervo de una gleba que no era de él. Toda una época destruyó con el hierro la obra de Jesús. La ley del bien y del amor era una miserable larva -una vagabunda sin hogar y sin patria; una pordiosera, cubierta de harapos, mendiga de templos que se encaramaban algunas veces ellos también con ceño sombrío sobre la dignidad perdida de los hombres. Esto es lo que se ha callado. La mente humana se ha visto obligada a desentrañar de la sombra esas verdades. Ha sucedido lo de siempre.

Los gemidos de los pueblos que sufren raramente pasan a través de los siglos. Mueren donde se producen, sin que la pluma del escritor los recoja y sin que haya liras que se acuerden que el arte es misión. Romances, justas, torneos, juicios de Dios y serventesios, caballeros de hierro, castillos solitarios como el delito y viejos castellanos paseando fieramente por las vastas salas y alguna hermosa escuchando desde el ajimez la melancólica trova de algún errante cantor. Brumas, Dolores de una época que ha llegado hasta nosotros como un alegre símbolo de amor y de heroísmo y que sintetizó la barbarie, el imperio del hierro y donde la cruz profanó su ministerio, crucificando al miserable,   —158→   ¡que arrastraba su cuerpo de esclavo y su alma de paria! ¿Dónde estaba, tu Jesús, entonces?, ¿dónde la religión de amor y de fraternidad?, ¿dónde tu martirio? ¡Oh Dolores!, ¡no eran hermanos los hombres en ese tiempo, lo mismo que ahora!

¡No hemos cambiado mucho! ¡La humanidad, como ahora, se dividía entonces en víctimas y verdugos! Pero la historia no se escribe sino para los segundos. Yo siempre he pensado que es inútil sufrir y vivir resignados. Con eso no se convence a nadie, ni aún a los que tienen como ministerio decir la verdad y dar al César lo que es del César. ¡Qué cortesana suele ser la historia, Dolores! Los documentos que sirven para su elaboración, no se archivan sin el beneplácito de los que mandan y los monumentos que son a veces el punto de partida de la narración, no se erigen sin el consentimiento de los que mandan. Desde luego, está en el interés de ellos no archivar sino lo que les conviene y la historia que bebe en esas fuentes no es más que un miserable y burdo reflejo. Apenas si de cuando en cuando la leyenda que ha sintetizado el corazón de las muchedumbres arroja, sobre sus frías páginas, alguna palpitación generosa, enumera las congojas de los pueblos esclavos y alguna violenta tentativa de redención... ¡Oh, es muy raro encontrar eso! Toda ella está llena de la magnanimidad de los príncipes que siguieron al feudatario. Las cortes aparecen   —158→   ocultando con su esplendor las miserias anónimas. Las empresas guerreras sirvieron para ahogar en sangre el ímpetu de la bestia humana que quiere la libertad y la gloria de la conquista, es decir, la gloria del delito era un pretexto para anonadar las virilidades nacionales en los momentos en que se erguían para pedir cuenta a los reyes de sus actos.

Son los ungidos del Señor. ¡Ay del que los toque!

No cometieron crímenes, ni esquilmaron pueblos, ni depredaron ciudades. Los campos fueron respetados. ¡Nunca pasó Atila por ellos y la yerba no se secó bajo la pezuña de ningún bridón de guerra! ¡El hogar no fue violado y las vírgenes se conservaron inmaculadas! No se robó para que hubiese dinero para las orgías de las mansiones reales y las ergástulas no encerraron nunca prisioneros de estado. No hubieron castas. Todos tenían los mismos derechos y los historiadores que comían los mendrugos caídos de las ágapas de la realeza, escribían ditirambos. ¡A eso le llamaban historia! Los príncipes eran la virtud, y sus mujeres la castidad. La edad del oro, del arte, arrastró a los pies de los tronos sus andrajos de ramera. Fue servil. Toda su majestad nativa pereció en el fausto contaminado y la pluma que debió hundir su negro puñal en las páginas, misionera de la verdad, se hizo vasalla de la   —159→   corruptela y manchó su nobleza para no cantar sino la gloria de los poderosos. ¡Olvidó lo que después supo la mente humana en esta insaciable sed de lo verdadero! Los hombres no eran hermanos.

¡Tu Jesús no estaba, Dolores, en la edad moderna! La ley del amor y de la caridad había muerto!

¡La filosofía legó la verdad asimismo a través de las páginas venales! Vio al hombre con sus pasiones detrás del escritor y al cortesano detrás del hombre! Como antes bajo el castillo del feudatario sacrílego la cabaña dolorosa del siervo, entonces, bajo los majestuosos intercolumnios del palacio de los reyes, vio extenderse y serpear toda una hilera de zaquizamíes inmundos. Los desheredados vivían sin pan, sin sol y sin ropas, mezclados, hacinados, cubierta a piel de mugre, el ambiente de porquería mefítica, animales destinados al ejército que guardaba el trono, sin derechos y sin hogar, sin que ellos que habían leído el Evangelio, se inclinaran para levantar esas pobres almas desvalidas, desgajadas a puntapiés por los convencidos de su divino origen, mientras con ellos la nobleza, con todos los privilegios y sin ninguno de los deberes, se conducía como pésima copia de aquellos malísimos originales. ¡Tú ves, Dolores, cómo los hombres no eran, hermanos y el mayor enemigo de tu Jesús es la humanidad misma!

¡La filosofía ha explicado la razón de muchas asonadas,   —160→   cubiertas de anatemas en las historia que se leen! Comprendió por qué los pueblos se precipitaban en masa hacia los hombres que prometían un culto más justo. Entendió a Lutero, a los Albigenses, a Calvino. Justificó Cromwell y a Guillermo d'Orange e inmortalizó a Arnaldo y a Giordano Bruno. Créeme, Dolores. Esos hombres no prometieron nada que fuera más sublime que los Evangelios y esas revoluciones no fueron religiosas sino humanas... La lucha no era contra Dios, sino contra el hombre. Allí están, Dolores, los libros síntesis. Allí está el príncipe de Maquiavelo que ha condensado el alma de esa época. La perversidad moral fue su característica, y yo pregunto después de esto, si en la edad moderna, estaba Jesús el bueno, el que amó a los niños, perdonó a Magdalena, el hombre Dios de cuyo corazón brotaron las más grandes compasiones...

*  *  *

Méndez hablaba con ímpetu. Sus ojos se agrandaban brillantes de pasión. Toda su persona vibraba como agitada en aquella afurada furia. Había algo de apóstol en aquel áspero ermitaño, cuya salvaje virilidad de iconoclasta aparecía gigantesca en el silencio de la noche en medio de la ardiente palabra y del airado gesto, y en aquella casa dormida sonaba su voz, dilatándose por los cuartos con estrépito   —161→   y con extrañas tonalidades proféticas. Todo lo hubiera destruido él: el arte enfermo de villanía cobarde, la historia venal, todas las tiranías y las deshonras y un momento en que había callado, mirando hacia atrás las dos épocas que habían volteado como un vértigo por su cabeza, sintió que los labios de Dolores le besaban la frente, y vio que lo miraba sonriendo.

¿Estás contenta? preguntó al rato el médico.

-Sí, estoy.

-Yo sé por qué. Me has hecho hablar y no poco.

-Es cierto. Pero...

Dolores se interrumpió.

-¿Qué? Todavía hay peros.

-Una cosa me aflige, Carlos.

-Veamos ¿Qué cosa?

-Te exaltas mucho. Esos son tus insomnios. Esa es tu mala salud.

-¿Y qué he de hacer? Dolores. Si yo no soy sincero al lado tuyo y si no vierto en tu seno las cosas de mi corazón. Para eso están las cuatro paredes de la casa de uno. ¿Afuera? ¡oh Dios mío! Créeme. Los hombres perdonan fácilmente las culpas, pero los méritos y las cualidades con dificultad o nunca; para esto es necesario morirse. Para la calle no hay nada que dé mejor resultado que una buena máscara de imbécil. Te acuerdas   —162→   del pobre Paloche. Él predicaba en la plaza pública sus utopías. Lo apedrearon y dieron con él en el manicomio.

-Ya sé que uno debe ser siempre sincero. Pero Jesús el bueno, como dices tú, manda que los hombres se cuiden para la familia y para la patria.

-Pero no habíamos convenido, contestó sonriendo el médico, en que Jesús no estaba.

-Es una herejía tuya. Antes no sé. Ahora las cosas han cambiado mucho. El progreso ha conquistado muchos beneficios.

-¿El progreso? ¿beneficios? interrumpió Carlos. Ahí está. Tú hablas como mi madre. Eres una optimista. Son las utopías de siempre. Pero es mejor tenerlas porque la utopía es el resultado de un yo bueno. ¡El mundo marcha!

Pero ¿para dónde? ¡Ojalá marchara, Dolores, hacia Jesús!

Yo he visto en la historia del mundo todo un período silencioso, el que siguió a la muerte de los reyes soles. La decadencia empezó a desgajar la realeza y el trono de los príncipes a ser mordido por un verme tenaz que le corroía los cimientos. El arte que en la edad del oro había olvidado su deber de misionera, cultivó siquiera la estética y la contemplación de la belleza, satisfizo uno de los más grandes anhelos de la mente. El honor humano estaba perdido, pero vivía la gloria del intelecto y el   —163→   fulgor de esas sublimes inspiraciones atravesó los siglos y sirvió después para la redención. Esos esclavos escribieron la Capilla Sixtina y la Transfiguración y el alma de Ferrucio, moribundo, entregó al futuro su fecunda savia. Esa época fue la madre del Cid y de Bossuet. Creó la patología mental en ese doloroso salmo que canta la peregrinación del ingenioso Hidalgo de la Mancha. Hubo en esa época un hombre Dios. Se llamó Schakespeare, el poeta del dolor humano, porque esa fue la época del alma-dolor. La libertad había muerto y con ella el hombre. Schakespeare escribió su corazón y lo entregó a los siglos que han pasado sobre él y se han arrodillado bajo la urna de oro que lo guarda, sin limar ninguna de sus aristas y sin quemar la púrpura de aquella víscera inmortal. ¡Hoy todavía se siente un religioso terror ante la inmensa larva de ese escritor de la verdad! Y cuando ellos murieron, la vida contaminada de los siervos y el putrílago de sus viviendas se fue encaramando hacia las alturas con su vaho de reptil. Habían sufrido mucho los hombres. La tortura había roto sus miembros; las cadenas habían ensangrentado sus muñecas. Los cadáveres tirados aquí y allá abrían su vientre podridos y agusanados en medio del sol. El arte se inficionó. El barroquismo fue su esfacelo. La virilidad de la edad del oro se trocó en un feminismo enervante y corrompido. Faltó el genio y el artificio   —164→   se hizo señor de la inteligencia. Con el arte los príncipes. El señorío degeneró en un ridículo séquito de cobardías y de deshonras. Las meretrices fueron dueñas de las naciones y de la corte, donde era gobierno el vicio y donde eran negocios de estado las discusiones bizantinas. ¡El arte le puso su marco decadente! La hipérbole y la hinchazón sustituyó a la verdad y a la quinta esencia. La moda cinchó hasta reventar las cinturas de las mujeres. Fue el reinado del afeite, de la peluca y de la espumilla. Los hombres de estado discutían el atrevimiento de los bultos marmóreos y el cinismo de las desnudeces procaces. El olor acre y enervante del harem Otomano contaminó el vigor de la raza caucásica. El derroche fue su sistema económico y la inconsciencia atropelló al orden. Sucedió lo que debía. En esa demencia con que toda una época iba resbalando hacia el abismo, la pobreza con su tétrica máscara, con el frío de los inviernos desnudos y la hediondez de las suciedades plebeyas empezó a rondar las mansiones arabescadas de los príncipes, que se hicieron pordioseros... Aquí como en todo recurrieron al artificio. En vez de la sobriedad y de la economía empapelaron a las naciones y la bancarrota concluyó de hundir a los extraviados.

Tu Jesús, no estaba, Dolores, en esta época. La ley de la virtud había muerto. Por ahí, vagando   —165→   hambrienta y rabiosa la muchedumbre, auscultaba los ayes lascivos de las últimas orgías, en el silencio de la noche, en las ciudades sin luz donde restallaba la luminaria de las mansiones reales y aquel lúgubre esplendor iluminaba la mueca de los espectros harapientos, peregrinos esquivos como el crimen que hundían adentro la mirada torva. Entonces supieron que toda esa magnificencia era una afrenta ignominiosa y miraron sus carnes semidesnudas a través de los arambeles de sus trajes, sintieron hambre, mientras oían el vocerío alegre de aquellos felices, embriagados de bacanal y de demencia. Un temblor sordo y hondo empezó a sacudir la entraña de la edad moderna. Sin hablarse casi a enormes distancias desde el pavimento de cada ciudad, desde las gargantas de todas las montañas, cada hombre adivinó el despeñadero en que se hundía un cielo y asistían los pueblos estupefactos al nacimiento de una nueva religión en que todos iban a ser hermanos. ¡No más pobreza! ¡No más frío! ¡No más hambre! ¡Las ergástulas iban a ser destruidas y el honor humano iba a tener su gloriosa vindicta! ¡Y mientras la plebe hecha feroz por las flagelaciones seculares afilaba en la sombra el puñal, los pensadores que se habían acercado a los príncipes vieron que toda aquella pompa y todo ese fausto deslumbrador estaba cubriendo el esqueleto de una institución moribunda! Apercibidos del error del   —166→   diagnóstico empezaron a reírse fue una carcajada que cruzó al mundo entero y en esa risa sardónica, con una línea oscura y siniestra en la comisura de los labios, en ese inmortal sacudimiento de vientres y en medio del fragor del populacho -un instinto desnudo- sediento de sangre y bramoso de catástrofes, se desplomó el mundo moderno, acompañando con su estridente sinfonía, los funerales de un hombre síntesis del visionario que aglomeró en su obra la carcajada homérica y la mueca de Voltaire, mirando de soslayo la desaparición de aquellas gangrenas seculares ha tipificado el alma de la nueva era con sus anhelos de metamorfosis.

Ya ves, Dolores, cómo Jesús el bueno no estaba en ese tiempo, y la lucha no fue contra Dios, porque los innovadores no prometían nada más sublime que lo escrito en los Evangelios. ¡La batalla fue siempre contra la maldad humana!

-Pero tú, Carlos, contestó Dolores, te olvidas de los que obedecen para no acordarte sino de los que mandan. Si en estos estaba la ignominia, la virtud, el amor y la bondad sería el patrimonio de los otros. ¡No es posible que sea verdad todo lo que has dicho en ese horrible cuadro! La castidad ha sobrevivido y la religión es el consuelo de los desheredados sobre la tierra. ¡Tal vez sean los pobres los encargados de conservar la caridad y el amor divino!

-¿Los pobres? ¿los desheredados? contestó Carlos animándose. ¿Depositarios de la caridad y del amor divino? ¡Qué buena eres, Dolores! ¡Si tú supiera; el uso que hicieron de la libertad y del poderío! Fue una avalancha aquello, un inicuo y sangriento desborde. La revolución se azotó a la calle con sus espasmos homicidas. El pueblo se agazapó detrás de la barricada y la realeza detrás del fuerte. Esa era la lucha. Poco a poco, entre el fragor de la fusilería y bajo el fuego de los cañones que hacían temblar a la ciudad entera -negras de humo y de pólvora las blusas hicieron pedazos las almenas, derribaron los puentes y se despeñaron adentro. Un horrendo estampido mezcla de ira y de bacanal, como si aquella barahúnda fuera la expresión de la necesidad del mal que agita a la colmena humana -una mezcla de ludibrio nefando y de meditaciones del delito, atropelló los paredones pardos de la Bastilla, descendió como un escalofrío escarpas abajo hasta las hondas cuevas sobre cuyo piso de barro gorgotea el sapo y silba el reptil para morder el pecho de los prisioneros de estado -larvas moribundas, con la piel térrea y el ojo atónito- arrebatados de allí en andas y arrojados entre los rayos de un sol, cuya tibieza ya no conocían, fulgurados por aquel bárbaro relámpago de la licencia como si fueran misérrimos inconscientes. ¡Y después qué escenas! Un nombre fue arrastrado de las mechas,   —168→   en medio del populacho patibulario. Sacudido de aquí para allá, como una pelota, de grupo a grupo, en medio del insulto vil, entre las risotadas de escarnio, azotado y herido en el camino, tironeado, desgarrado, iba hendiendo lleno de sangre el macizo de la muchedumbre enfurecida que se hamacaba como un gran mar pavoroso de borrascas. Fue detenido y cuando mil garras iban a dilaniarlo, un cuchillo afilado pasó por su garganta implacable y frío. La sangre a borbotones saltó lejos para manchar las ropas de aquella horda salvaje y el pavimento, en medio del dilatado alarido, entre el fragoroso palmoteo de los que arrancaban, trozo a trozo, los miembros del caído -como hienas, con el rostro lleno de sudor y la boca de salivas. Ese hombre era el gobernador de la Bastilla, y tu Jesús, ¡oh, mi buena Dolores, no estaba en ese tiempo! ¡La ley de la caridad había muerto! Después gobernó el pueblo y con él hizo su triunfal entrada en las ciudades el Dios guillotina. ¡Muchas cabezas fueron tronchadas, algunas cubiertas de laureles, en la flor de los años, y divinos rostros juveniles de mujer cayeron a la huesa, inocentes como los ángeles celestes, tranquilas caminadoras hacia el cadalso, estáticas en sus últimas plegarias de mártires! ¡Oh, las vírgenes muertas, a quienes la revolución entregó la negra guadrapa del sepulcro, como velo nupcial! ¡Habían amado y murieron! ¡Novias dolorosas, castas enamoradas   —169→   que inclinaban bajo el hacha la cabeza coronada de azahares!... mientras más lejos la brama de la matanza se enseñoreaba de la nación desventurada. Los hombres eran asesinados en tropel y como eso era lento, fueron sepultados vivos en el lecho de los ríos. Todo se deshonró; las tradiciones de gloria y la dignidad humana, y todavía cruzan como una cohorte espectral, en su marcha fúnebre y heroica, cantando las lúgubres peanes de los Marselleses, los Girondinos votados a la muerte y llevando con ellos al inmenso sarcófago la sensatez de la Francia. ¡El freno se había hecho pedazos con la desaparición de esos intelectuales! ¡Entonces pudo retozar la bestia llena de rugidos! Se dio al pillaje. Se hizo salteadora. ¡Incendió los pueblos y en medio de la hornaza a quema ropa fusiló a los hombres! ¡Los santuarios fueron profanados, derribadas las estatuas y despojadas de sus joyas y pedrerías! El hogar y la castidad fueron suprimidos y la revolución en su insaciable voracidad empezó a apretar y desgarrar entre sus colmillos a sus mismos corifeos. ¡No estaban preparados para la libertad! No la conocieron. Saltaron de la esclavitud a la licencia, y esa época que ha sido glorificada en libros y poemas, vista de lejos sin pasión y sin rencores, ¡representa la más salvaje monomanía homicida que haya horrorizado a los siglos! Fue un contagio de sangre, un vértigo deletéreo que pretendió destruir el pasado   —170→   sin conseguirlo, y mientras en las ciudades y en los campos se manchaban los altivos y generosos ideales que acompañan a la libertad, en la frontera peleando por la patria caían los soldados como buenos -creadores de nuevas glorias que sirvieron para el despotismo. Yo he pensado mucho en ese lustro de la historia y no me he dejado contaminar por la hojarasca lírica, que se preocupó de agigantar y justificar a esos hombres. Yo tengo un grave reproche que hacerle a esa revolución. Sacrificó a la mujer. No respetó al niño. No creyó en la virtud y en la inocencia. ¡No fue magnánima! No conoció al perdón. ¡Fue vulgar! ¡Los vencedores perdonan cuando son caballeros! Y después, Dolores, ella no ha creado, bajo el punto de vista del sentimiento, nada que fuera superior al Evangelio. Fue plagiaria. El principio aquel: la libertad de un hombre concluye donde empieza la libertad de otro hombre, es más o menos este otro, escrito en los libros sagrados: ama a tu prójimo como a ti mismo y no hagas a los demás lo que no quisieras que a ti te fuese hecho. ¡Fueron inferiores al ideal que pretendieron encarnar! ¡Por todas sus páginas se ve el artificio, la hinchazón oratoria, el gongorismo! Ni Mirabeau se salva. Parece que sus hombres apóstoles se preocuparan más de deslumbrar que de convencer. Hacen procesiones. Usan el símbolo a cada rato. ¡En sus congresos gritan, imprecan, apostrofan, ultrajan! ¡Necesitan   —171→   el terror para su victoria! ¡Se persuaden de la necesidad del fausto y de la pompa! Usan vestimentas imposibles y frases cabalísticas. Se rodean de enigmas. Toman prosopopeyas sacerdotales y proféticas. Se creen semidioses y se preocupan sobre todo de superarse los unos a los otros con exhibicionismos extemporáneos. En suma, si uno diseca un poco el cadáver, descubre enseguida el esqueleto inerte. Si hubieran sido capaces de la situación, habrían sido la guía. Sucedió lo contrario. Fueron arrebatados y hechos pedazos, a pesar de ellos mismos. Y después salieron de la tiranía limpia y aristocrática del salón, para caer en el despotismo plebeyo y sucio. No fundaron, porque no es posible que echen raíces hondas las innovaciones que contrarían las leyes naturales. El hogar existirá siempre. La propiedad y la religión, la virtud y las pasiones existirán siempre; porque son condiciones ineludibles de conservación personal. Esos hombres que conturbaron todo lo fundamental y que no respetaron las leyes naturales, crearon una revolución que debía morir.

¡Y la revolución murió sin fundar! Su corolario fue el Imperio. Prefirieron el taco de la bota al guante del cortesano. Para un pensador lo uno vale tanto como lo otro y lo peor es que después de tanta sangre y de tanto martirio, de tanta frase rimbombante y hueca y de falsa retórica no salieron del círculo vicioso. De una tiranía se desgajaron en otra y sobre   —172→   ellos oh mi buena Dolores el Evangelio de tu Jesús enseña la piedad, la dulzura, la caridad del corazón, el amor a la patria, la santidad del hogar, el respeto del hombre hacia el hombre y funda una religión bajo cuyo palio de seda y oro viven tranquilos todavía por millones las criaturas sin que haya sido superado por ninguna concepción humana y sin que deje de encontrarse en sus páginas los gérmenes de todas las redenciones. Tú ves, mi buena Dolores, cómo Jesús no estaba en ese tiempo y cómo los hombres se encargan de vivir alejados del bien y me parece que es posible que sean iguales ante Dios y ante la ley, pero que seguramente en cualquier gremio que estén, son iguales ante los instintos. Lo que la nobleza y los reyes hicieron en muchos siglos, estos lo apuraron en pocos años. ¿Fue todo malo? No sé. Por ahí he leído que ha enseñado a los pueblos la libertad. A mí me ha parecido siempre que esta es una de las facetas del instinto. Se nace con ella y no necesita maestros y yo siempre he visto en todas las épocas, en una forma o en otra, la protesta contra el vasallaje. Lo que ha enseñado claramente en que los reyes pueden morir en el cadalso, sin que Dios baje del cielo para salvarlos. Estableció de esta manera cierto nivel común a todos los hombres, influyendo por esta misma razón para que fueran más responsables. Y nada más. ¿Qué despertó el sentimiento de la independencia y de la   —173→   nacionalidad? Precisamente estos son dos beneficios que no se decretan.

El primero ha existido siempre mucho antes que la revolución y en cuanto al segundo, no es posible hacerlo artificiosamente y con violencia. Es como una familia. Necesita recuerdos, glorias, y dolores, un idioma, una religión, tradiciones comunes, límites geográficos y se hace poco a poco sin sentir, fatalmente esa vigorosa síntesis que se llama nacionalidad, y en todas partes hacía mucho tiempo que se venía elaborando la nueva era. La revolución encontró en el alma de muchos pueblos los gérmenes de esos ideales. No fue creadora por consiguiente, después de haber sido sanguinaria. Ahí tienes Dolores hecho con toda sinceridad lo que yo pienso del uso que hicieron del poderío los desheredados. Es una lástima que uno tenga que ser demoledor de ídolos; pero la razón fría y la severidad filosófica obligan a no ser transigentes. Si yo hubiera visto arquitectarse sobre ese montón de cadáveres algún gran edificio, y más sinceridad en esos hombres algún corolario que significara una gloria positiva de progreso, ya inclinaría la frente y casi disculpada los crímenes. Pero los hombres quedaron como antes. El derecho humano no adelantó. Las naciones que surgieron cuajaron con sangre las páginas de la resurrección. De buen grado o por amigable convenio, o por sentencia de árbitro, no sé que se haya entregado   —174→   lo ajeno todavía. Y pretendieron ocultar la verdad con la pompa efímera de las glorias militares. Prisioneros, cañones rotos en la pelea, botín de guerra y banderas desgarradas: Con eso llenaron las ciudades sedientas de lo bueno y de lo verdadero sin convencerlas y yo por mi parte te digo que bajo el punto de vista de la virtud, el Evangelio es superior a Austerlits y como obra de genio, Hamlet es superior a Rivoli y que han enseñado más caridad Bossuet y Manzoni, escritores cristianos, que todos los huecos declamadores para quienes la revolución y las armas fueron un pretesto de desenfreno y de lascivias inconfesables. Y a pesar de todos ellos, el tiempo de la diosa Razón no lla llegado todavía. Los hombres luchan como antes y si es cierto que empieza la libertad política no es por ellos, sino porque eso ya es fruto en sazón. ¿Y la igualdad y la fraternidad donde están? Si tú supieras, Dolores, cómo está de inquieto el mundo. Es pavorosa la desazón de los hombres en los momentos actuales. La necesidad de ser felices nos agita mucho más que antes y yo presiento un gran drama en que ha de precipitarse la humanidad muy pronto. Yo veo, Dolores, en todas las ciudades sus preludios. Los desheredados quieren de nuevo volver por el bienestar del hogar pobre; quieren alimentos, abrigos, aire y luz de sol. ¡La idea de la justicia se ha hecho más universal en la mente humana!   —174→   Están cansados de los sucios mechinales de los conventillos, del trabajo rudo sin recompensa y sin esperanzas -ellos que ven crecer a sus hijos, viviendo apenas, escuálidos porque el pan suele no alcanzar, mal cubiertos porque el dinero que ganan no basta para darles trajes que les calienten las carnes en invierno. Y casi todos son buenos estos obreros que tienen familia y acarician y besan como nosotros a sus pobres criaturas macilentas. Saben también que a los chicos les gustan las muñecas y los juguetes y no se los pueden dar y cuando de noche contemplan a la compañera, remendando hasta tarde las ropitas que se han de poner al día siguiente; oh entonces, qué melancólica sombra no cubrirá el alma afectuosa de esos hombres, que en sus andanzas contemplan los trajes de terciopelo de las ricas, que tienen coches donde pasean con sus hijos tan rosados y alegres, tan llenos de salud y de abrigos. Redoblan sus esfuerzos en el trabajo, gastan sus músculos y sus arterias, para poderles traer los domingos siquiera algo que pueda tenerlos contentos y hacerles amar la vida... ¡Cuántas veces lo intentan en vano! Los niños esperan al padre en la puerta a las doce, en el día de fiesta en que él ha trabajado para ganar medio jornal, porque les ha prometido alguna cosa linda, que ellos acariciaron toda la semana con la imaginación, y lo ven   —176→   llegar con las manos vacías y con ceño torvo porque aquel dinero es necesario para comer. ¡Todo está tan caro! ¡Qué duro problema es la vida! Y así, mientras los chicos alborozados lo abrazan entre la risa ingenua y juguetona, él se sienta sombrío en un rincón del tugurio y contempla la tristeza de la casa abandonada. Sale afuera. Encuentra a los compañeros que vagan cada uno con la misma pena a cuestas y conversa con ellos. Hace muchos años que esto sucede. Yo los he visto sentados por ahí en los bancos de las plazas o alrededor de una mesa en los figones de las afueras, donde estudian su propia desventura y donde discuten los ardides de la resistencia y de la protesta. Y leen diarios, porque has de saber, Dolores, que tienen diarios. Allí se declama bastante. El lenguaje suele ser virulento, pero despojados de la forma casi siempre hiperbólica e incorrecta hay en el fondo de esas páginas un hondo sentimiento de justicia y la defensa del proletario es hoy en el mundo tan necesario como tener una religión. Ellos marchan, Dolores. Es preciso seguirlos para enseñarles el sendero. Si el Evangelio fuera ley aplicada, si todos nos convenciéramos que está en nuestro interés amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, el problema podría resolverse con facilidad. Pero como siempre el hombre se encarga de hacernos saber que Jesús no existe. Entonces queda empeñada la lucha.

  —177→  

De un lado la blusa, el delantal de cuero reseco, la llamarada de la fragua, el resoplido del fuelle en movimiento, el brazo robusto, sucio y negro armado de la tenaza que muerde el hierro ardiendo al blanco, mientras diez pesadas masas caen sobre el apoyado al yunque, y saltan a los costados largas chispas metálicas y del otro el dueño de la fábrica pálido sobre sus libros, inquieto y desazonado, más infeliz que ese obrero que le mira con odio y que se imagina que es ese sudor que está él derramando el que fecunda su fortuna, el que alimenta el lujo de su palacio y no sabe que mientras él duerme el hondo sueño sano del trabajador, el otro pasa muchas noches insomnes sin descanso de su cuerpo, sin alegrías de su alma. ¡Oh, pero ellos no comprenden eso Dolores!

Los ven andar en coche, ir al teatro, tener rasos y terciopelos y no se aperciben que estos son los que abrigan las más dolorosas melancolías del espíritu y sus más lóbregos desfallecimientos. Este es el problema, Dolores. ¿Dónde hay más desventura en el palacio o en el tugurio? ¿Dónde hay más terrores? ¿A quiénes aflige más el futuro? Yo he visto esto en mi vida de médico. Muchos pobres mueren, ricos pocos. El alcohol es el golpe siniestro que les rompe la urdimbre y los hijos suelen heredar la extenuación y la demencia. El exceso de trabajo mata. Es necesario disminuir sus horas y conservar esos   —178→   hombres. La mala alimentación es la puerta abierta a la tuberculosis. Es necesario remunerar el trabajo. El hogar debe ser limpio. Debe tener aire y sol. El tugurio estrecho, el bajo zaquizamí y la bohardilla en cuyos huecos hay hediondeces de sótano y donde el frío penetra y hace tiritar a los hijos, son sepulcros prematuros, donde giran los átomos contaminados y los gérmenes mortales tripudian y se agigantan. ¡Fuera con ellos!

Es necesario remunerar el trabajo más de lo que se hace, para que no suceda aquí lo que en otros países he visto, para que sea posible el ahorro al obrero virtuoso y diligente, y que todos los años deje en alguna parte guardados los cimientos de la tranquilidad para su vejez, porque esto es lo que más lo acongoja -el miedo de quedar pobre más tarde cuando ya no le sea posible trabajar. Y digo más, Dolores. Y esto reza para los buenos. Todos ellos desean a sus hijos una vida mejor. Sudan y ahorran para eso. Ellos saben lo que cuesta tolerar los vejámenes de los patrones, que han dormido mal. Sueñan sin comprenderlo bien con esa maravilla que es el saber, con el respeto que impone, con las facilidades para resolver por él tantos problemas que lo confunden y lo atemorizan y buscan en los hijos haciéndolos estudiar, el sostén y el amparo del hogar que forman con tanta labor y sacrificio. Hay mucha virtud, Dolores, en estos ásperos que trabajan   —179→   de sol a sol... porque al lado de ellos crecen las hijas que asean la casa, lavan con las manos entre la escarcha y cosen el día entero para ayudarlos a ganar el pan -esas gentiles que suelen regar algún heliotropo, con que adornan su pecho los Domingos y que se arrodillan de noche sobre el ladrillo del piso en la luz escasa de una vela de sebo para rezar el rosario, mientras los hermanos sentados en las sillas de paja duermen y el obrero sudoroso las contempla y reza también para que sean así siempre castas y angélicas. Por eso trabaja para que la pobreza no abra su abismo sombrío, en cuyo fondo nada y se balancea el ciénago. ¡Es necesario respetar estos sentimientos y hacer posible estos votos de las almas honestas! ¡Si tu Jesús, Dolores, estuviera en el mundo, existiría la fraternidad cristiana! Entonces habría menos pobrezas, menos deshonras y desesperaciones; los crímenes disminuirían y los odios salvajes que yo veo agigantarse en el obrero y el encono agudo y hondo que está agitando las clases, se trocaría tal vez en un razonable advenimiento de intereses que fuera la conciliación y la recíproca tolerancia. Supongo, agregaba el médico, sonriendo, que después de esto ya no me llamarás misántropo.

-Misántropo no, contestó Dolores, pero socialista entonces.

-Puede ser, dijo Carlos; pero sin pertenecer a ninguna logia. De afuera se ven mejor las cosas.   —180→   No apruebo la conducta de algunos agitadores, que perturban la conciencia del obrero y que lo alejan del trabajo y del ahorro, creando en su espíritu débil utopías peligrosas. Lo que yo he observado en estos suburbios no tiene objeción posible. Todo trabajador con virtud, forma su hogar y levanta después de poco tiempo, su alegre casita llena de sol. Las mujeres son diligentes: los niños van a la escuela. Son muchachos robustos y bravíos que crecen amando a la patria donde nacieron y que entregaron a la historia algún apellido ilustre. Esos heraldos de las sociedades europeas decrépitas, con el alma llena de enconos, no deben retoñar en esta tierra virginal y prometida. No se descuiden los obreros. Aquí está todo por hacer. Los que aconsejan el ocio y la rebelión no aman a su patria, alejan su progreso, dilatan indefinidamente su grandeza, porque la conquista en este país es de los trabajadores y de los buenos. El arado y el lazo han hecho siempre mucho más bien que las arengas fogosas de los tribunos a las muchedumbres revueltas. No creo en los oradores. Un hombre que suda al lado de una fragua, tiene mucho valor. El labriego que marcha detrás de su arado, haciendo pedazos al césped, tiene mucho valor. El que hace es superior al que dice y se llena mejor su misión cansándose en la faena, que entre los estrujones de una huelga. Yo pienso esto; otros tal vez lo contrario. La grandeza de esta tierra le pertenece   —180→   a los trabajadores. Es un honor que no debieran olvidar, ni manchar nunca. Los que hacen esto son los perversos. Hay muchos también entre los obreros, Dolores. Yo los he conocido. Sé cómo viven. No trabajan sino cuando tienen hambre, y en medio de la familia harapienta entran tambaleándose borrachos con la chispa tétrica del crimen en los ojos. Son indolentes. Viven del odio y de la envidia. No tienen moral, ni noción del honor, ni conocen la santidad de la familia, ni la virtud del ahorro. Juegan en las fondas con naipes mugrientos en medio de los ladrones a quienes la impunidad ha hecho cínicos. Alguna vez he entrado yo en esos cuchitriles en medio del humo hediondo y he visto un pueblo de degenerados torvos sobre las mesas negras de suciedad y empapados de alcoholes venenosos. He pasado sobre esos pisos húmedos de escupidas y de puchos, ocultando casi por el humo a turbiones con el oído herido por palabras soeces y he visto esas caras soñolientas, esas narices rojas y esas oscuras ojeras, enormes ventanas sombrías por donde el vicio y la miseria asoman su lóbrega máscara.

He sentido horror entonces por la naturaleza humana, que algunas veces se complace de vivir en la pocilga, entregada a osar como la bestia en la basura corrompida, puerca y malvada, moradora de las cuevas donde se aglomeran en las capitales, los poseídos del cinismo, los cultores de las lubricidades   —182→   más nefandas, antros donde se ocultan muchos obreros con sus tristezas y sus vergüenzas, para sepultar a sus hogares entre las copas de caña y entre las meditaciones del delito.

¡Oh, cómo quiere uno al Sol, Dolores, entonces!

¡Cómo bendice la luz que inunda los patios, que se entra a los aposentos, cuajada de los perfumes del jardín, ebria de infinitos goces, entre el gorjeo de los pájaros que adornan con sus nidos la arboleda vestida! ¡Cómo hubiera rezado por ellos, si hubiera sabido rezar para que tu Jesús los salvara, arrojándolos bajo el cielo azul y purísimo entre las divinidades del honor y del trabajo!

Pero no es posible, Dolores. Todos no han de ser buenos.

Hay cierta garra fatal que, desde la cuna, enferma el alma de muchos y que hace que bajo el punto de vista de la maldad, se asemejen los hombres en todos los gremios. La encontrarás vestida de frac, fría y calculadora, disimulando bajo el correcto continente la meditación del delito o cubriendo bajo el traje de seda opulento la sensualidad perversa o las curiosidades pecaminosas... malos que no lo parecen, tahures tramposos con la mano cubierta con el guante lila, desleales que sonríen tramando la ruina ajena y deshonestas que van a misa, corazones tan perversos como los del plebeyo hosco de blusa sucia, lengua blasfema y ademán compadre que saltea, roba, juega, trampea y mata.

  —183→  

Y es por esto, por que el mal está en todos los gremios que la cuestión social no se arregla. La avidez de los hombres no tiene límites. Cuanto más tienen, más quieren y cuanto más ganan más quieren ganar. Eso es lo que se observa, aunque se perjudiquen los demás, ¿Qué importa eso?

Encontramos muy lógicos ser socorridos, pero ¿ayudar a los demás? Vamos por partes. Así yo he visto, Dolores, inauditas cobardías. Encontramos muy lógico que el vecino nos proteja si algún ladrón se cuela por los fondos de nuestra casa; pero si el desgraciado tiene difteria o cólera, ¡guay! ¡Anatema con él! ¡Antisepsia y aislamiento! Nada de amor, ni de caridad... ni una taza de caldo... mientras la vileza y el terror nos hace huir lejos, donde el contagio no nos agarre las carnes y donde la muerte no nos alcance con sus huesos fríos y secos... aunque sea un hermano o una madre los moribundos. Esto sucede. Yo lo he visto en las epidemias, en que he asistido. Algunos generosos salvan en estos casos, abnegados y mártires, la dignidad humana. ¡Oh! ¡Esos son muy heroicos! Pero los más... ¡hum! ¡Doblemos la hoja!

Es esta cobardía y la avaricia sórdida y terca la que levanta la resistencia en las viejas sociedades, donde los obreros trabajan toda la vida sin ganar más que para comer, y mientras en esta tierra la cuestión social es un anatopismo, porque el obrero   —184→   que ahorra se vuelve a su vez propietario, allá en Europa será tal vez eso como una nueva religión, un retoño crecido sobre la inmensa ruina de un mundo, que está por desaparecer, algo como una resurrección y la savia de una vida nueva que está esperando el sublime apostolado de algún genio, que se dé la mano a través de los siglos con el divino Jesús, para que triunfen juntos y esta vez sin la sombra del Gólgota y sin el corolario del doloroso martirologio. Estos son mis votos, Dolores, en el problema que todavía está en retoño.

No saben dónde van ni conocen los medios de lucha. Es como una intuición, como una esperanza que flotara en ese mundo envejecido; como si fuera un ideal abstracto, cuya forma tangible no se encuentra todavía. Por eso no hay acuerdo para la acción y se ven marchar a los hombres al tanteo, como ciegos, entre la sombra, en medio de ensayos que se frustran como cosas estériles. Sin embargo, la marea se va haciendo bravía y los crímenes que se cometen aquí y allá, son los signos precursores de la gran borrasca. Yo creo, Dolores, que si fuera posible que los hombres amaran un poco más al prójimo y si Jesús el bueno, pudiera ser escuchado en su lenguaje de amor y de fraternidad, el enigma se abriría dentro del gran sol de la verdad y esta esfinge que se irgue delante del siglo moribundo como un fantasma pavoroso, encontraría su solución en la quietud de   —185→   la caridad recíproca y los ensayos de la nueva vida podrían ser leyes y código eterno. A eso vamos, me parece.

-Dios te oiga, Carlos, exclamó Dolores y ojalá podamos después estar más tranquilos.

-Yo creo que sí; pero tal vez no lo veamos nosotros, contestó el médico. A pesar de la maldad individual colectivamente marchamos. Hay muchos síntomas. Las guerras han disminuido. La gente sabe que ese crimen no resuelve las cosas que son del dominio de la razón. El arbitraje ya no parece una utopía. Los hombres se conocen mejor, porque las distancias son más cortas, y el delirio de las persecuciones que causa tanto daño a los pueblos, cuando están lejos, porque agiganta las afrentas y los peligros, se atenúa en el comercio frecuente de los hombres entre sí. Puede decirse que el mundo está agitado por un gran sentimiento de justicia y que tarde o temprano ha de llegar el triunfo de la Diosa Razón. Nosotros no lo veremos, porque hay mucho que arreglar y en todas partes; pero tal vez nuestro sufrir sirva para la felicidad de nuestros hijos. Solamente un sentimiento tengo, Dolores, agregó el médico en medio de la mayor emoción y es éste.

Méndez se acercó más, tomando una mano de Dolores entre las suyas y le dijo:

-Tú ves cómo yo creo en la caridad cristiana y cómo yo admiro a tu Jesús, y a pesar de eso, cuando   —186→   yo me escudriño, encuentro que no tengo fe. Esto es un dolor. La fe es como la honra. El que la pierde una vez, no la encuentra más. Nunca debieran las madres alejar a sus hijos de sí, para encerrarles en el corazón esa llama sagrada. ¿No crees, tú, lo mismo?

-Sí, Carlos, contestó Dolores con tristeza. Yo estoy persuadida de eso, pero pienso también que la misericordia de Dios es infinita y que en su seno caben todos los arrepentimientos.

Te aseguro que tengo una gran pena, cuando Ricardo huye de nuestra casa tan sin razón.

Temo por su alma tan desazonada y tan incauta.

-¡Ah! ¡Ricardo! Exclamó el médico. ¡Ahí tienes! ¡Ves! Ese es el reproche que tengo que hacerte a tu Dios.

-¿Un reproche? Carlos.

-Sí, grave, ¡muy grave!

-Pero, ¿cómo? Yo no te entiendo.

-Yo era lo mismo que él, agregó Méndez, con ímpetu. Yo disparaba de mi casa para lastimar las horas de los que me querían.

Eso hace él. Tú los ves, Dolores. Él ha heredado la índole del padre, sus desórdenes y su indiferencia por la familia. Tiene una cabeza bárbara y desquiciada como yo a la edad de él. Ese es el reproche que tengo que hacerle a tu Dios. ¿Por qué le   —187→   entrega a los hijos las deficiencias de los padres? Y al fin esto puede irritarlo a uno, mientras que las tristezas y los desalientos que yo le noto, me acongojan hasta las lágrimas.

¿Tú no te has fijado que Ricardo no tiene alegrías?

-No me había fijado. Me ha parecido Carlos un muchacho loco, como son casi todos.

-Ah bueno, replicó Méndez. Pero, entonces, ¿cómo se explica que a veces se queda pensativo y como estático tan largo rato? ¿Qué tienen que pensar los chicos? Han nacido para jugar y charlar. Nunca se ríe, ¿no has visto eso? Y cuando lo hace, se le conoce el esfuerzo. ¿Por qué su carcajada no es sonora, llena, espontánea y argentina como en todos los niños? Yo te aseguro que tiene alguna sombra en el corazón Ricardo.



  —189→  

ArribaAbajo- VI -

Ricardo Méndez


Fue entonces que ella empezó a fijarse. Era cierto. Aquel muchacho robusto, de melena revuelta y ojo bravo, se aislaba muchas veces sentándose solitario en un rincón cualquiera. Poco jugaba. Su pasión era irse de la casa y estar largas horas fuera de ella. Se le veía vagar por las calles más solas, como absorto, sin rumbo, metiéndose entre los callejones que dividen las quintas y volvía de noche para sentarse a la mesa sin decir palabra.

Tenía la tez tostada. El sol del suburbio le había calentado la epidermis en los días de verano cuando transforma a la atmósfera en una hornaza y acompañaba al pequeño vagabundo en su indolente camino sin que él se apercibiera del ardor de sus rayos. A veces volvía con la camisa ensangrentada. Había peleado, hasta caer al suelo sin fuerzas, resoplando sin un quejido con ese mutismo que no lo   —190→   abandonaba nunca -como quiera- a pedradas o hundiéndose con los enemigos brutalmente los cortaplumas en el cuerpo. Entonces se encerraba en su cuarto, y cuando la madre le hacía reproches, él le pedía perdón con cariñosas dulzuras y moviendo la cabeza, como si no tuviera la culpa de lo que hacía. En el barrio te temían. Los muchachos se sentían avasallados por su fiera energía, por su fuerza muscular y por la rapidez para la acción. Nunca se retiraba a ver como no fueran muchos los enemigos. Pisoteado, con las ropas rajadas y el rostro violáceo de bofetadas, con los puños y con los escasos ladrillos que se encontraban en el camino, seguía el combate rodeado de los compañeros, animándolos con gritos de furor, siempre en la punta y donde había más peligro, aguijoneado por una bárbara furia de exterminio. Después, a pesar de esto, tenía una alma llena de bondad. Su dinero era para todos y en las rabonas frecuentes, se mezclaba sin orgullo con los traviesos del barrio. A los reproches y castigos del padre, contestaba huyendo y refugiándose en la casa de Paloche, al lado de Adela que ejercía sobre él, desde niño, una extraordinaria fascinación. Méndez no tenía fuerzas en presencia de ese muchacho. Hablaba más de una vez de su decisión de ponerlo en un colegio. Nunca lo había hecho. Una vez que le dijo eso, Ricardo no contestó y como lo repitiera amenazándolo, éste le contestó:

  —191→  

-No voy a poder quedarme.

-Yo haré que puedas, gritó Méndez.

El niño no habló, pero de su labio inferior, empezaron a caer gotas de sangre. Se había mordido con furor.

*  *  *

Una noche estaba él sentado debajo del corredor al lado de la madre. Había estado silencioso todo el día. Ella lo había besado con ternura en momentos en que le decía:

-Hoy no has estudiado la lección, Ricardo. Si viene tu papá, se va a enojar.

-Bueno, contestó el niño, si se enoja, yo haré la que él hizo una vez.

-¿Qué vas a hacer? preguntó Dolores.

-Romperme la cabeza de un tiro. Eso voy a hacer, replicó reciamente Ricardo.

Dolores sintió una pena profunda. Lloró en silencio mientras se retiraba a su dormitorio. La noche estaba toldada. Ni una estrella en el cielo. En la atmósfera, quieta y oscura del patio, cruzaba una manga de insectos con extraños zumbidos de terror. Suelen ser ellos los heraldos asustados de las tormentas, que se precipitan como locos y mueren aplastados contra las paredes en la furia de la carrera.   —192→   Abajo, en el horizonte negro, se levantaban súbitas llamaradas como relámpagos de volcanes escondidos, frecuentes y fugitivas, como si fueran los resplandores de una batalla llena de enconos y de sangre. Ricardo siguió a la madre. En el cuarto de vestir la encontró arrodillada. Estaba rezando. Él le pidió perdón porque la había hecho sufrir y ella lo tomó entonces de la cabeza, le acarició la mejilla y lo perdonó besándole la frente. En eso entró Méndez y todo lo comprendió.

-No es nada, Carlos, dijo Dolores.

-Ricardo te ha hecho llorar.

-No.

-Ya lo veo claro, Dolores. Para qué me niegas y yo no puedo consentirle esa brutalidad.

La mano de Méndez se levantó airada para caer sobre la mejilla del hijo; pero Dolores se interpuso en momentos que Ricardo desaparecía.

Pasa por el zaguán entre la luz del farol, en medio de una nube de insectos y entra con ímpetu a la calle que está en la penumbra. La luz escasa de los faroles sucios de tierra se echa temblando sobre las veredas de ladrillo y sus esqueletos oscuros se mueven de aquí para allá con bruscos aletazos. Las paredes se irguen tenebrosas, formando las caras laterales del largo cajón de la calle y de trecho en trecho un chorro de luz vivísima se escapaba de algún negocio a iluminar las combas y las depresiones de   —193→   las piedras mal engastadas en el camino, surcado por hondos hueyones que se hundían hasta la tierra. De cuando en cuando se ve venir una carreta cargada de verduras, cubiertas con una larga tela encerada y de lejos las bruscas oscilaciones, los vaivenes y las quebradas de toda su negra mole quedan señalados por los saltos de una pequeña luz roja que cuelga adelante. De repente, después de oírse el repiqueteo rumoroso y continuado de la rueda un rato, se siente como un violento fragor y se ve inclinarse pavorosa en una brusca cabeceada a la carreta, levantada enseguida por ese extraordinario vigor paciente del buey que sigue su lento camino. Ricardo marcha alejándose cada vez más afuera. Pasa al lado de los solares vacíos de las manzanas despobladas casi, cerca de las raras casas de dos piezas, dándose contra los alambrados cubiertos de sina sina, entre el aullar de los perros atados que sacuden a saltos los eslabones de la cadena. De cuando en cuando el graznido de una lechuza echaba su nota estridente a través del rumor de sus pasos en la calle solitaria, mientras los pájaros que se habían acurrucado entre las hojas, despiertos por el terror de la tormenta cercana vuelan por las ramas con violencia, mientras pasa al lado de él una larga mancha de paraísos y alcanza a divisar de lejos entre la sombra el renegrido obelisco de un monte de eucaliptos, enhiesto en medio de la obscuridad   —194→   de la atmósfera. Sobre su cabeza el cielo vuelca su copa en la tiniebla, despedazada de repente por la llamarada larga y brusca de las centellas lejanas que se abren paso a través de la cortina caliginosa. Ricardo no tiene miedo. En su frenesí de marchar, como borracho en esas bárbaras corazonadas que lo acometen de repente y lo hacen buscar el peligro como un deleite, no ve que la ciudad se ha quedado atrás muy lejos y que muestra en una larga extensión a miríadas las luces de sus faroles que se destacan como un gran esplendor en el horizonte. Desciende una rápida pendiente por un estrecho callejón bordeado de gruesas cepas de pitas, encajonado entre troncos de ombúes seculares que levantan la enorme copa, entre el sahumerio del pastizal de las quintas, que arroja sus frescos olores de humus y las emanaciones acres de su brutal fecundidad. Desciende de escarpa en escarpa corriendo, solicitado por el vértigo del plano inclinado, cayendo y levantándose. Sus ropas se rasgaron. Él se toca una rodilla desnuda y en el fulgor en zigzag, de un relámpago, ve que sus manos se habían manchado con sangre. No importa. Adelante siempre, mientras el horizonte corrusca al frente y a los costados y el fuego se hace trizas con chisporroteos demoníacos. Llega a la llanura y sigue su marcha de fantasma loco. Está en los bañados por donde antes corría el Matanzas y donde se desencauza como un   —195→   mar embravecido en las crecientes. La tiniebla era completa y los resplandores súbitos del horizonte iluminaban con siniestros fogonazos la planicie plomiza. El niño camina erguido hacia la tormenta, con ímpetu, como si llevara una dirección y un designio. La mano del padre en alto, cerca de su mejilla, lo aguijonea en su carrera demente hacia el Matanzas, donde él sabe que los remances, en su vórtice violento, tuercen a los caballos para ahogarlos. Allí va él también. ¡Había hecho llorar a la madre y era necesario morir! Sigue derecho hundiendo los pies en el barro blanco y pegajoso del bañado, metiéndolos en los arroyuelos que corren en silencio por los declives, siempre adelante para buscar, en aquella tiniebla, un albardón de la ribera que él conocía. En lo alto la tormenta rompe el vasto silencio con gruñidos sordos, con resplandores y bufidos de vientos lejanos. Cada boquete que se abre en la negrura del cielo, muestra el morro pavoroso de las nubes en marcha, sacudidas súbitamente por los reboatos del trueno. El niño camina erguido hacia la batalla, sudoroso y jadeante, sin miedo como que sabía que todo iba a concluir pronto, hacia la batalla del sonido y de la luz, trabada unas cuadras más lejos cerca del río donde él iba a tirar su cuerpo. Estaba solo en medio de la noche. Las centellas estallan cerca, aquí, allá y más allá reventando en el aire sobre su cabeza con atronadores rimbombos, jinetes apurados   —196→   en tropel en la macabra cabalgata por las alturas. Los fragores iban y venían como en ondulaciones, como a saltos, a través de las nubes y se les sentía morir lejanos, lejanos hacia la ciudad en un rezongo siniestro, mientras los nuevos truenos hendían de nuevo la atmósfera como vigorosos gigantes. En aquella soledad, donde no había ruido humano, pasando a veces cerca de algún rancho cerrado tan escasos en esa estepa, un aire frío penetra las carnes de Ricardo y las primeras gotas gruesas empiezan a golpear el piso. Un viento recio se desencadenó, mientras zumbidos extraños llegaban a su oído, chasquidos de pedradas en el suelo, golpes sobre su cabeza y en los relámpagos, ya escasos, vio que era una manga de granizo que iba saltando y rodando por el suelo.

-Mejor, gritó Ricardo, que me mate la piedra- y empezó a correr hacia el río con la cabeza desnuda, echada para atrás y la melena al viento como exasperado de que aquello no concluyera pronto, sin quejarse de la flagelación de todo su cuerpo por el granizo. De repente dio un grito y se tambaleó. De su frente herida empieza a caer sangre gota a gota que le calienta la mejilla mientras él no cesa su violenta carrera y la piedra sigue sobre su cabeza el horrible martilleo, y la sangre desciende nublándole los ojos en aquel sendero tenebroso lleno de zanjas. Al rato empezó a temblar y a detenerse. Ya no tenía   —197→   fuerzas, pero el albardón está allí a cien varas y es necesario llegar. Detrás el río lo llama con su voz grave, con los lúgubres tonos que va desenvolviendo la corriente con sus fauces de reptil famélico preparadas para devorarlo, en momentos en que el relámpago platea con luz fulmínea las aguas rizadas en marcha y el granizo se desploma y lapida al pobre niño enloquecido, que camina trepidando en la lóbrega noche. Al pie de la pequeña colina no pudo más y cayó para seguir al rato arrastrándose por el pasto siempre haría el Matanzas que seguía llamándolo con su himno grave, ¡la voz del abismo que ofrece el deleite del silencio eterno! Después no supo más. Quedó su pequeño cuerpo tendido y mojado por los hilos de agua que descendían hacia el bañado y poco a poco lavaron la sangre que empapaba sus ropas y su rostro pálido quedó así para arriba como durmiendo, mirando al cielo con los párpados cerrados, tranquilo, como si escuchara las plegarias de los amorosos, que en la casa de anchos corredores invocaban la divina misericordia. Después él le contó a la madre la pesadilla de esa noche. Había muerto. Erguido sobre el albardón como un fantasma, arrullado por el canto del río que él veía correr a sus pies entre los relámpagos, se tiró cabeza abajo en pos de aquella trágica armonía lenta de las aguas. El río lo tomó entre sus brazos para besarlo por todas partes con sus labios húmedos y lo llevó lejos entre   —198→   sus ondas, susurrándole al oído las melopeas de los que había muerto en su seno. Eran historias de niños vagabundos que tenían todavía la mejilla húmeda del beso materno y cuyo cuerpo había flotado un rato convulso en la superficie, para irse meciendo después blandamente y caer al fin a extenderse sobre su lecho de arena. Le contaban las aguas los aullidos de los padres, caminantes a lo largo de la desierta ribera que resonaba a lo lejos de llantos y de plegarias. Él se sentía arrastrado hacia abajo por la corriente que pasaba entre las costillas de las osamentas incrustadas en el fondo, un pueblo de cráneos con largas quijadas blancas, con la órbita hueca y vacía, esqueletos de caballos y carroñas de toros abogados en el remanse. Las aguas corrían chasqueando y silbando a través de los huesos sus notas ásperas, como si escribiesen los dolores y los chuchos de terror de las agonías violentas. Así un largo rato describía su cuerpo espirales en la carrera, metido en aquella sombra que ocultaba el osario, hasta que sintió como un fragor que conmoviera las entrañas de las aguas. Sobre su cabeza la lluvia se desploma a cántaros. El río empieza a bambolearse con ondulaciones de borrasca. El viento silba y muge en todas direcciones, sacudiendo la atmósfera e hincha el lomo del Matanzas, que empieza a crecer, a subirse por la ladera de la barranca, a encaramarse sobre las cumbres y a derramarse fuera de su   —199→   cauce. Seguía lloviendo. Las aguas de atrás con ímpetus de torrente inundan el bañado siempre más arriba. Los ranchos caen derribados por las brutales violencias de la corriente; los eucaliptos se acuestan hechos pedazos nadando a lo lejos y los alambres y los postes arrancados de cuajo son lanzados a través de ese mar embravecido, sobre cuya superficie manotean los que van a ahogarse. Entre el estrépito de las aguas suenan los alaridos de los moribundos bajo el cielo color ceniza... y su cuerpo rueda en ese abismo vertiginoso que trepa y trepa cada vez más alto. Una que otra copa de ombú solamente como una hercúlea columna de hierro desafía erguida y temeraria el empuje del huracán y el taladro de la borrasca que lo rodea, le escarba frenética las raíces, le muerde el tronco y lo sacude con su pechada titánica... ¡Inútil! Queda allí como para que conste que es inmortal como la tierra que le presta su savia y que lo abriga en su entraña caliente y no doblará la cerviz ni a mano temeraria de hombre, ni al rayo de Dios que descendiera a incinerarlo, ni al ultraje de los tifones de la Naturaleza demente, vencida por su gigantesco vigor... Rueda la marejada llena de sucios espumarajos, levantada sobre los alcores que forman el valle de Matanzas y él siente que su cuerpo de muchacho es azotado entre las aguas revueltas y ve a lo lejos que el río se entra por las calles de la ciudad a media   —200→   rienda corcoveando con furores de exterminio. Raja las paredes que empiezan a cimbrar y a caer en pedazos y los techos se hunden con fragor en el estruendo. Donde había calles hay agua, sobre los techos hay agua y más arriba que las torres de las Iglesias truena y rimbomba el Matanzas, hecho un océano pavoroso y en medio de su borrasca sobre los chorros que salpican las nubes un ejército muerto de criaturas humanas nadan con los rostros violáceos y el vientre hinchado, en grupos aquí y allá, abrazados los cadáveres rígidos, o solitarios como espectros, mecidos en aquella hamaca gigantesca.

Él vio que el río iba a llegar cerca de su casa y que su cabeza de reptil asomaba la garganta para engullirla, mientras en el medio del patio, la madre arrodillada con la cara estática rezaba por él. Dio un grito y sintió que su corazón se movía como una fiera en el tórax.

-¡A ella no! ¡A ella no! Sonaban sus palabras en la pesadilla siniestra.

¡Es mi madre! ¡Es mi madre! ¡Es mi madre!

*  *  *

Ricardo se despertó entonces. Era la madrugada. El aire estaba fresco y húmedo, el cielo puro y azul. Todo el bañado lleno a trechos de pequeños charcos refleja la imagen de la escasa arboleda y de una   —201→   que otra nube blanca que se mece en la altura. Sobre la superficie del agua, un ligero tinte rosado anuncia al sol que detrás de una bruma, no muy espesa, deja ver su disco escarlata. Los rayos rotos en ese prisma inundan el firmamento con los matices en un iris maravilloso y se oyen gorjeos de pájaros alegres, bebiendo la luz y una fragancia de pastos mojados difunde su aroma por todas partes. Detrás de su cabeza herida que no podía levantar, el Matanzas seguía llamándolo todavía con su grave rezongo y más lejos, a sus pies, una multitud de arroyuelos murmuraban en su camino hacia los bajos. Aquí, allá, más allá y más lejos, en las hondonadas y sobre los collados, las ranas cantan pataleando en las charcas la oda de los paludes solitarios, el lúgubre salmo de las lagunas muertas, podridas de ciénago y de miasmas, mientras la niebla se eleva como un humo y flota y el sol de oriente la raja, la desmenuza en globos, en largas hebras y las disuelve en sus rayos para bañar luego a las aguas detenidas y quietas con su brillo de cristal.

Poco a poco, con los ojos abiertos y atónitos empezó a recordar. Quiso levantarse para trepar la cuesta y concluir de una vez, pero no tuvo fuerzas. Sus ropas estaban mojadas con sangre y su rostro sucio de barro y de grumos. Tenía delirio. Con los ojos abiertos, contemplaba inconsciente los bosques de eucaliptos que erguían en la loma su morro negro   —202→   mientras bajo el cielo cruzaba una bandada de patos. Al lado de él, un viejo había traído agua en un balde y empezó a lavar sus heridas. Él no lo conoció. Era D. Manuel de Paloche que en sus exterminios homeopáticos, acertó a pasar por el barrio donde asistía algunos enfermos. En cuanto lo vio, dijo:

-Ya me lo esperaba. De tal palo, tal astilla. Primero el padre y ahora este pequeño mentecato... ¡Hum!

Fanático del antisepsia, desplegó toda su batería quirúrgica; vendas y algodón fenicados, agujas bruñidas, tela salicilada, yodoformo; en fin, Lister corregido y aumentado por este genial buscador de la panacea universal. Pretendió hacer suturas para serrarle a los microbios hasta la última rendija, pero el muchacho, en su delirio, se defendía a manotones. D. Manuel se enojó para vociferar, invocando al sabio Háneman, mientras el niño seguía moviendo la cabeza para que no le incomodaran. El furor de D. Manuel llegó al paroxismo, lo que se comprendió enseguida por su blasfemia favorita.

-¡Alópata! Apostrofaba D. Manuel, ¡microbio piógeno! Me va a impedir hacer la antisepsia y después de algunas tentativas, se contentó con ponerle sobre las heridas algodón fenicado y vendas, lo acostó delante de él sobre la cruz del tordillo blanco y lomas arriba, emprendió la marcha hacia la casa de Méndez al paso cansado y lento de su rocinante.

  —203→  

*  *  *

Muchas noches lo veló Dolores sentada al lado de su cama, escuchando el delirio de aquella alma enferma. No eran largas las horas silenciosas en aquel cuarto encerrado entre los claroscuros de la veladora, que apenas dejaban ver la blancura de los algodones, en medio del olor de ácido fénico y del yodoformo. La enfermedad duró mucho tiempo. Una erisipela mordió el borde de las heridas, inficionándolas. Su cara se hinchó. Era un monstruo de párpados abotagados y frente roja, una horrible efigie, que llenaba la casa de terror y de angustia. En el delirio apurado por el escozor de la erisipela, más de una vez quiso arrancarse la curación, pero Dolores lo tomaba de las manos, llena de caricias, hablándole con la palabra de las dulces ternuras, Por fin un día dijo Carlos y los médicos que estaba mejor, fue entonces que ella se hincó al lado de la cama con un bálsamo celestial en el corazón. La noche caía. Las campanas tocaban el Ángelus y la penumbra se iba entrando poco a poco al cuarto de Ricardo. Había una paz profunda que invitaba a la plegaria, mientras los ángeles de la noche iban pasando por aquel dormitorio, susurrando alabanzas. Deshojaban flores. Las corolas caían sobre la cabeza inclinada de aquella madre y las canciones eran como un vago ritmo, como una lejana música de amor y de piedad. La tiniebla había invadido el cuarto taciturno. Dolores de rodillas, sentada sobre   —204→   sus talones, agobiada por el insomnio de tanta noche agitada, con el mentón tocando el pecho y las manos entrelazadas adelante, dormía. Era el ensueño, las alegres quimeras de un ciclo lejano, lleno de azul y de primaveras, donde sus hijos iban a tener la niñez eterna... para que fueran siempre así los chiquitos de su corazón, porque ella nunca le había faltado al Señor y el Señor le había dicho:

Sea contigo y con los tuyos la alegría paradisíaca. ¡Serían niños siempre y ella iba a sufrir todo para que así fuese! Y cuando se hubiera muerto y los lirios y las violetas crecieran sobre su sepulcro, el buen Dios de los cielos se iba a llevar consigo a sus chiquitos para que la visitaran en el viaje desconocido y le besaran la frente. Entonces le pediría al Señor que se los dejara, para acompañarlos entre los astros de oro, en los días gloriosos del firmamento... como antes sobre la tierra, cuidando que no tropezaran para que no fueran a mojar con sangre toda aquella divina magnificencia y el Señor no se enojara. Después en la noche, le iba a pedir a los ángeles una maravillosa cuna de estrellas para mecerlos, porque sus niños no se podían dormir si ella no les cantaba, besándolos en los labios. Fue entonces que ella le contó al Señor que les había enseñado a rezar, palabra por palabra, todas las noches, cuando estaban sentados en sus camitas para dormirse, ¡hasta que aprendieron a conocerlo en esas   —205→   oraciones, tan sencillas y tan divinas! Y le agradeció en el ensueño la misericordia que había derramado sobre su casa, como hechizada en aquella felicidad desconocida. Porque le parecía que arrodillada al pie del trono de Dios, un tabernáculo de oro en cuyas gradas se sentaban los serafines, le parecía que aquella mano llena de majestuosa bondad, se había posado sobre su cabeza para bendecirla y había oído de sus labios el lenguaje de las bienaventuranzas. Fue por eso que un poco más lejos, con sus niños sentados sobre las rodillas, con la cara iluminada de beatitud, estaba Carlos en la gloria del cielo, salvado, porque había sido en la vida un mártir melancólico. Entonces fue acercándose a él poco a poco, sin que la viera, embelesado como estaba en la contemplación de sus hijos y se apercibió que aquella arruga siniestra de la frente, había desaparecido y que las sombras de sus pupilas tenían reflejos tranquilos de la mansedumbre celeste. Se acercó a él sin hacer ruido, como aligerada de su persona, como si fuera un alma sola que se moviera con alas en pos del único amor suyo en la tierra, se sentó al lado de él y sin saber cómo los dos entonaron un salmo en voz baja cerca del oído de los niños para que lo aprendieran. Alabado sea el Dios de los buenos, decían, porque ve el dolor y lo premia; el Dios de los humildes, ¡bálsamo de la pobreza que sufre! ¡Entrega a los prados la yerba y ellos devuelven fragancias al cielo!

  —206→  

Los pájaros vuelan, cruzando el éter cristalino y gorjean... Bendicen la mano del Eterno que protege los nidos, mientras la Naturaleza entona la sinfonía heroica, donde tripudian todos los júbilos de la creación, el temblor infinito de los mundos que rezan arrodillados, ¡la eterna danza del orbe al rededor del gran Padre!

¡Oh Dios de nuestros hijos! ¡Las cunas rezan tus alabanzas! Los niños sienten el vago terror de tu inmensidad y en los hogares que trabajan, sufren y marchan, ¡eres el fantasma que conforta y el heraldo que guía hacia la eterna esperanza! ¡Salve! ¡Salve oh intransformable! ¡En tu seno duerme el tiempo y se cobija el espacio inquieto y desazonado! La humanidad enferma en el sendero áspero e inconsolable busca los pliegues de tu divino manto ¡oh virtud!... Y mientras ellos rezaban, los niños, también en voz baja, repetían: Padre nuestro que estás en los cielos, ¡sea tu nombre santificado!

*  *  *

Un beso la despertó. Ricardo la había estrechado entre sus brazos.

-Por Dios, Ricardo, dijo Dolores asustada, acuéstate.

-Yo te veía soñar, mi madre, contestó el hijo   —207→   con ternura. Movías los labios, como si hablaras.

-Es cierto, replicó Dolores. Lo malo es que el despertar no es como el sueño.

-¿Por qué?

-Por nada, Ricardo, añadió la madre con tristeza.

-Ha de ser por mí que dices eso.

-Puede ser, Ricardo.

-Entonces me callaré la boca.

-¿Querías decirme algo? preguntó Dolores.

-Sí, mamá. Quería decirte que no te abandonaré más.

-¿Tú?

-Sí yo.

-¿Me prometes?

-Sí te prometo.

-Otras veces lo has hecho y has faltado, Ricardo. Bueno, contestó Dolores. Siéntate aquí y le indicó el borde de la cama.

Ricardo obedeció.

-Escúchame, siguió Dolores conmovida. Yo quisiera decirte muchas cosas; pero no tengo valor.

Todo lo que he sufrido no importa nada, puesto que el Dios de la misericordia se ha acordado de nosotros. Que él te bendiga, ¡Ricardo!

  —208→  

*  *  *

Estuvo mucho tiempo sin irse, estudiando. De sol a sol se le veía con el libro en la mano, mientras el alma de los escritores entra en su inteligencia y por la noche, en el silencio de la casa, cuando todos duermen, su cuarto queda con luz y de rato en rato se oye el aleteo de la página que él da vuelta. Su mente se abrió. Las pasiones escritas, las naturalezas cantadas y todo el ímpetu ingenuo y vigoroso de los grandes le entregaron sangre roja y generosa. Se enamoró del pasado. Sintió el encanto de las ruinas, donde el sosiego va narrando la tristeza de las soledades muertas; templos derruidos, que irguen todavía las columnas llenas de musgos y de insectos divididos medio a medio por el tiempo y la incuria; escombros arrojados aquí y allá entre la maleza rastrera, llenos de polvo y de culebras; ciudades enteras desaparecidas en la marcha iconoclasta de los siglos bajo las capas de humus; pueblos agitados ya desde entonces por el yo inquieto y melancólico, perdidos dejando una gran raya negra en el tiempo sin luz y sin glorias; religiones fenecidas en el éxodo violento de la humanidad, ¡costumbres, heroísmos, lágrimas, batallas y sangre enterradas para siempre! Vio la lucha de las razas y sintió pasar por su cabeza, con rumor pavoroso, el estrépito frenético de la horda que tiene hambre, mientras los monumentos se bambolean en el incendio de las civilizaciones hechas pedazos. En el silencio de la   —209→   media noche, leyendo el lúgubre drama donde está escrita la historia del dolor humano a través de las edades, él escucha el himno de los fragmentos dispersos todavía hoy sobre la tierra, el inquieto aleluya de las sombras que narran la pesadumbre de los espectros sentados sobre las ruinas, guardianes huraños de lo que fue su creación, para escribir a su inteligencia los días gloriosos en que vivieron.

Así asistió a las horas juveniles de las naciones, cuando todas ellas cantan ingenuos salmos, cuando los hombres desvalidos en el seno de la naturaleza salvaje, buscan a los hombres para protegerse. Vislumbró la familia primitiva, la cabaña rústica, el rebaño de vellón de seda y ubre preñada y en el recóndito seno de las más antiguas edades, la idea de Dios guiando a los pueblos pastores, poetas sublimes que huelen la yerba rica de las praderas y auscultan las armonías de los mundos. Sencillos creadores, sus versos tienen la frescura de las corolas nacientes, el verde húmedo de los pastos, las emanaciones del humus, cuajado de gérmenes, mientras la gran madre tierra satura de bálsamos, de aromas y de linfas inquietas su entraña caliente. Adoran al Sol. Se arrodillan bajo el infinito azul y elocuentes idólatras de las noches tachonadas de astros, interrogan al misterioso lenguaje del silencio inquieto de la naturaleza dormida. Sus estrofas tienen la alegría de la luz, la prodigalidad de los colores, el   —210→   ímpetu lozano, las tristezas de las sombras y el estentóreo fragor de las tempestades. Ricardo leía, subyugado por la genial grandeza de los salmos, las horas enteras en su cuarto solitario y marchaba con los pueblos primitivos al azahar, sin meta, como si algo fatal lo precipitara al estudio de esos vigorosos peregrinos de la tierra desierta. Desde entonces, en esas lóbregas noches de la leyenda, él sentía tañer los nocturnos que escriben el poema de la inquietud humana, igual en todos los tiempos. ¡Oh! Ese descontento suyo, esa amarga cosa que no le dejaba reposo, la tenían también esos semidioses, ¡los gigantescos fantasmas dibujados en las brumas lejanas! Él los veía en aquella sombra sacudir las robustas espaldas, irritados contra el cielo que les entregaba la vida, llenos de voces coléricas en el alma tempestuosa y al través de algunas páginas en que las rimas serenas escriben el idilio, ¡él contemplaba las asperezas del dolor que estruja el espíritu, iluminando con tristes penumbras el eterno fin y la vanidad de todas las cosas! ¡Oh pobre corazón de quince años! Sonaban en su cabeza las estrofas de los himnos de guerra, los hombres contra los hombres, el héroe y el atleta, el vir de todos los tiempos exhibiendo en plena luz su alma temeraria, en pos del triunfo y del aplauso, aunque sean coronas de mirtos las que se arrojen sobre su cuerpo moribundo. ¿Qué importa? ¡Han pagado tributo a   —211→   la inquietud humana los guerreros de todos los siglos y sobre las criptas que guardan sus cuerpos la gloria graba el epitafio bronceo! ¡Los héroes no mueren! ¡En todos los hogares conservan afectos! Ellos tuvieron sed de la inmortalidad y su recuerdo filtra como un gran rayo de luz a través de las épocas. ¡Es la apoteosis eterna! ¡Los futuros doblan la rodilla al lado de los sarcófagos gloriosos, porque han merecido bien de la dignidad y del honor! ¡Eso sentía Ricardo en sus lecturas! De cuando en cuando, en los pocos ratos de descanso, ¡la memoria de aquellas hazañas lo concitaba a imitarlas! Soñaba con pendencias, ¡con la cabeza perdida en las heroicas fantasmagorías! Después vio a los pueblos azotarse contra los pueblos y la victoria engrandecerlos y entonces pensó en su patria, en la bendita comarca y la quiso con todo el ímpetu brutal del instinto, adherido a ella, disuelto entre todos los átomos de su naturaleza, como si fuera un fragmento de sus cordilleras, un trozo de su planicie, ¡y la quiso grande incontaminada! Así vivió mucho tiempo. La epopeya asombró su mente juvenil, esa majestuosa poesía de los ciclos, y cuando leía la historia, observaba el vértigo de hombres y naciones, lleno de bríos y de entusiasmos y asistía a las dolorosas decadencias con el alma triste. Así fue meditando poco a poco en los largos soliloquios, en esas interminables noches de sus inviernos tan solos, las razones de los   —212→   acontecimientos humanos y veía que alguna fuerza fatal, un Dios ignoto los llevaba a las cumbres para arrastrarlas después laderas abajo hasta el abismo. Comprendió que había para ellos una niñez, una alegre y sana niñez llena de vigorosas ingenuidades y una juventud rica de savia, de audacias y de triunfos en que las naciones estaban dominadas por el ímpetu de la conquista, para hacerse grandes y cargar sobre sus dorsos musculosos y acumular poderío y riquezas, hasta que más no puedan y empiecen a desfallecer a tropezar en su marcha y a desgajarse llenos de luto, una por una, las glorias ya viejas, en deshonestos pingajos trocados... Entonces como para el hombre, había una vejez, en que tiritan las naciones de miedo y de frío, en que su piel se arruga y sus ojos pierden la vivacidad y donde cada año que pasa, van dejando en el sendero vacilante, alguna guija del monumento construido y van perdiendo alguna gloria, como los hombres los átomos de su cuerpo, hasta que la muerte las barre con su hoz formidable, como si fuera un campo contaminado de cieno y de podredumbre.

¡Ellas mueren como el hombre! ¡Hay osarios que van señalando su camino hacia el sepulcro! ¡En él se esfacelan! Pierden los ojos de donde mana el muermo y babea, gota a gota, con su espesa linfa sobre la mejilla que cuelga en pedazos húmeda y hedionda, y en cuyos huesos acomodan los gusanos   —213→   sus preñeces fecundas. Como paren allí, para sustituirse a los órganos hidrópicos, corroídos por la gangrena, y pulular en esa cara azulada y monstruosa, ¡cubierta a trechos por el verde barniz del estiércol que segrega la muerte! ¡Hieden lejos las naciones desaparecidas! ¡Oh, dolor! ¡Oh, dolor! ¡Ricardo las saludaba al cerrar su libro, sobrecogido y asustado de esa erinnis fatal que las llevaba mal de su grado a concluir su cielo! ¡Adiós! ¡Adiós a vosotras, oh síntesis perdidas, cubiertas de cicuta y de polvo! ¡Todavía los escombros muertos son elocuentes! ¡Pueblan con sus quejidos lastimeros las vastas soledades, donde alguna vez, de rodillas, los creadores han escuchado el numen egregio! Allí quedan las ruinas solitarias bajo el Sol -lejos de la mirada humana- intercolumnios erguidos en medio de la luz -grandes arcos hechos pedazos que encorvan en el vacío la hoz de sus fragmentos, donde la yedra ha prendido con sus barbas tenaces, inscripciones borradas, cuyas estrofas se ha llevado el tiempo, esplendores de la inteligencia humana, reducidos a penumbras, allí están bajo el sol que calienta sus esqueletos. Ellos miran a los presentes con su ojo frío y sin pupilas -el lúgubre ojo muerto que horada las épocas y sigue contemplando a las que desaparecen. Así en la noche, bajo el rayo tenue de la luna, que acaricia con su blanda luz los esquirlas de los monumentos destruidos y que mitiga   —214→   con su rocío el ardor del día caliente, aparecen como manchas negras levantadas entre los rayos de plata, en el hondo silencio, como la visión de un ensueño de amor y de gloria, como si hubieran sido construidos por una legión de titanes, para perpetuar así sobre la tierra el símbolo del heroísmo. ¡Adiós! El alma de Ricardo veía en los soliloquios, extendidos en sus sarcófagos a los gigantescos que habían sacudido al mundo con la palabra y la acción -dominadores terribles todavía con sus calaveras desnudas desde la tumba, y los encontraba pequeños al lado del heroísmo de las muchedumbres en marcha. Por eso idolatraba las ruinas anónimas, porque eran la significación del esfuerzo común y la piedra miliaria hundida en el seno de la tierra como etapas imperecederas, porque el hombre tiene por más grande que sea en la historia, el alma de liliput y vive de prestado, como que las generaciones le entregan la emanación colectiva de su ser moral, y no le exigen a su soberbia sino el derecho a la muerte sublime. Por eso su cólera no tenía límite, cuando veía degenerar el señorío en tiranía y en corruptela la gentileza de las costumbres, y odiaba con loco rencor. Se entristeció entonces. La vida psicológica excesiva mataba su vigor moral y la contemplación del pasado le pareció la historia del porvenir. Pasó de la inconciencia de la niñez a las pesadumbres de la virilidad. Dolores lo vigilaba;   —215→   y en los diálogos frecuentes sintió que el alma de su hijo era un desierto árido y desolado, sin luz de alegrías. Apenas si de cuando en cuando ella veía sobre su mesa de estudio alguna historia de amor, algún canto, de esos que cuentan las sensaciones profundas del idilio enmedio de las vírgenes naturalezas, donde los pájaros gorjean y la luz juega y donde las brisas saturadas de aromas envuelven a los juveniles enamorados por ahí perdidos, bajo un patio de lianas azules como el cielo.

Leía Ricardo la leyenda eterna de la adolescencia, la melopea del Fénix que resurge con las nuevas generaciones, siempre la misma en todos los tiempos, distinta solamente en los galanes atavíos de ritmos nuevos y donde los siglos graban su índole en inmortales cadencias... Amores de zagalas extraviadas entre las gargantas de las montañas, mientras el rebaño pasta en la ladera y las vertientes manan aguas cristalinas enmedio del estrépito del torrente, más rumoroso cuando el pastor arranca del pico más alto con las manos heridas en la roca la flor azul de las cumbres, que asoma su corola entre las grietas cubiertas de hielo. Y suenan entonces de sus alaridos de triunfo, las aristas de piedra, cuando él desciende escarpas abajo con su gentil ofrenda para ella, que le sonríe desde el peñasco cubierto de espuma y de musgo donde está sentada al lado del torrente y al lado de él hasta que cae   —216→   la noche y el humo de la chimenea de la cabaña lejana, anuncia la frugal comida y el olor de la yerba difunde su bálsamo, saludando al sol que trasmonta... Meditabundos de la noche que no les trae sueño pueblan las soledades con la cantinela melancólica que narra la pesadumbre del alma triste entre rayos de luna y vahos de campañas dormidas, mientras bala el rebaño y chispea la estrella y los murmullos innominados que tiene a esa hora la naturaleza en medio de la atmósfera llena de paz, giran como ecos dolientes como nocturnos de liras escondidos.

Eran historias las que leía Ricardo de amores heroicos... Nobles doncellas de cabellera de oro acariciando la empuñadura de la espada de guerra, mirando la tez bravía del soldado que va a marchar en la madrugada de primavera, cuando la creación levanta el himno de la vida, para entregarlo a los astros que se borran en el espacio para bendecir el escapulario de seda que la novia coloca sobre el pecho del mancebo valeroso, arrodillado sobre el césped a sus pies, en momentos en que la plegaria extiende sus santos murmullos a perderse entre las sinfonías de la naturaleza. Porque después ella era la virgen solitaria que visitaba con la aurora el sitio de donde se despidieron y rezaba la misma plegaria, que parecía el susurro misterioso de una pasión que concluirá en el cielo, mientras más lejos la batalla arrecia con atronadores estruendos y él caía peleando   —217→   por la patria y por ella que era delicioso ensueño. Caía con un agujero negro en el pecho que había partido al escapulario. Así después la bandera desgarrada, glorioso andrajo, manchado con sangre cubría su cuerpo rígido, armado de todas armas, como reverencia al adolescente heroico, mientras la dolorosa protegía el rostro del muerto con la onda voluminosa de su cabellera de oro, para morir más tarde un átomo tras otro átomo como la flor del otoño mustio y helado...

Luego amores de artistas vagabundos armada la diestra de la paleta multicolor, soñadores que llevan a la bohardilla alguna elegante perdida, arrancada por la pasión a las dormitorios tibios de alfombras y de cortinajes para vivir con hambre y con frío, contemplando el cielo gris y la lluvia fina y monótona que moja los techos y las chimeneas erguidas bajo sus miradas detrás del vidrio húmedo y sucio, mientras el viento tuerce las gotas en el aire y muge a lo lejos con lúgubres lamentaciones... Porque después ella, en la noche escucha los pasos que retumban en la escalera -un paso ágil y una voz alegre que penetra en la alcoba sin luz, donde se siente al rato el estampido de un corcho de Champagne y beben el vino crepitante de espumas que calienta las vísceras mientras en el brasero oxidado, donde no había fuego hacía tiempo, arde el carbón y la bohardilla iluminada   —218→   nuestras naturalezas y formas humanas desde los caballetes.

Allá, cerca del cielo, por donde cruza la golondrina en sus bruscas zambullidas en el aire diáfano solos y olvidados de todo sobre el bullicio de la ciudad enorme, escriben los dos la alegre novela de los que una vez tuvieron pan y fuego, llenas sus páginas de amor, de besos y de chispas de genio -gloriosos peregrinos que tienen la vida breve, hijos vagabundos de la ciudad que los ha encerrado en su pequeño nido más alto, cerca de los gorriones... más tarde, una noche que no tenían luz, abrazados de frío, contemplaban a lo lejos los esplendores de la ciudad festiva, pensando en las frívolas calaveradas nocturnas, en el carruaje descubierto por las afueras, como si fueran dueños del Universo. Los dos se miraron entonces y se rieron. Ella tenía un vestido de saraza, él una blusa raída... El cuarto estaba desnudo... Ninguna pintura. Todas habían desaparecido para comer. Entonces vieron que era necesario vender la cama. Ella lo estrechó convulsa contra su cuerpo y le dijo:

-La cama no.

-Está bueno, contestó él, la cama no...

Y sobre ella se entregaron de nuevo en el frenesí prepotente y ya para morir en una mañana azul, cantando las coplas traviesas de los pilluelos del arrabal, soñando ella con cintas de faya para adornar   —219→   su cabellera rubia de moribunda, al lado del triunfo de su artista, cuyos ojos yertos miraban todavía las paredes desnudas, de donde colgaron sus cuadros, mientras la golondrina se zambulle en el éter naciente y la ciudad envía a la bohardilla su carcajada matutina.

Eran libros los que leía Ricardo, que escriben las leyendas del mar... -páginas saturadas de fragancias salinas, murmullos de olas que se quiebran en la playa, llenas de espumas y de crepitaciones; rayos de sol que atornasolan las aguas y cielos mansos y serenos curvos sobre el enigma misterioso que se cierne en la infinita soledad... Eran historias de marineros despedidos desde la playa y acompañados hasta perderse de vista por el pañuelo que ella agita sobre su cabeza, para retirarse después lentamente camino de su casita blanca, agazapada en la roca como una gaviota, desde cuyas ventanas contempla las velas que se hunden poco a poco en el horizonte. Así el marinero canta en el largo viaje las barcarolas donde se mece y llora el alma del mar adorado que humedece y perfuma, con el olor de las algas, los cimientos de la casa paterna y salpica los vidrios de la novia solitaria que reza en la noche, como si fueran los ecos de aquel canto y el hálito del suspirar profundo del pecho generoso, embravecido en las borrascas y en el peligro temerario. ¡Oh, elegías del mar! ¡Marchas fúnebres de las olas que   —220→   suenan eternamente sobre el sarcófago de los que han muerto en tu seno, y ritmos de las aguas que acompañan el lento y pavoroso balancearse del maderamen hecho pedazos en el naufragio! Porque la novia recuerda los paseos del brazo a lo largo de la playa, cuando la ola murmura, y la brisa, rica de sal y de frescuras, entona su alegre arpegio, y la gaviota revolotea y moja la punta de sus alas blancas, y cuando sentados sobre el escollo rojizo, cubierto de musgo y de mejillones, en voz baja, como una religiosa confesión, ante ese altar embalsamado del océano inmenso, hablaban de amor, mientras salta y chapotea el agua, entre las canaletas de las rompientes, y suena el beso que sella la eterna promesa...

Luego, cuando ella vio los fragmentos de las gavias del barco, llegar y llegar, en el viaje siniestro hasta la playa, sobre el peñasco más alto, llenó el aire mudo de canciones dementes y buscó el abismo que rugía y rebullía en la sirte, y después hubo paz para su pobre cabeza coronada de algas...

Así vivía Ricardo, siempre solo, siempre leyendo. Escuchaba el lamento de las baladas que escriben su estrofa de hielo entre el resbalar del trinco, sobre la estepa desierta, cuando la voz del invierno horripila y va cantando la odisea de los novios que se buscan en la noche, como fantasmas. Corren en la fría ceguera como dos urnas oscuras arrebatadas   —221→   entre el aullar de los perros y el siniestro rugir del lobo que tiene hambre, sin encontrarse nunca sobre el mar de hielo, sin encontrarse nunca... Porque después, en medio de la noche, una aurora boreal despedazó al horizonte y reventaron colores, rayos prodigiosos, todas las maravillas del iris, un enorme diamante, donde se hubiera fracturado el sol. Fue entonces que sobre la planicie aquel yerto esplendor iluminó la negra manada famélica y las fauces rojas que iban, venían y giraban, acosando al trineo de la novia detenido.

¡Oh, el grito horrendo! ¡Ella muere! ¡Ella muere! ¡Naturaleza madrastra! ¡Dios del delito! ¡Maldita sean tus entrañas! ¡Oh, mis lebreles vuelen! ¡Ladran! ¡Chorrean sangre! ¡Este látigo mío tiene puntas de puñal! Veo su velo desgarrado... ¡La baba del animal empaña y emponzoña su blancura! Corre, raspa con chirrido infernal el trinco. ¡Dios del delito! Su garganta ha sido desgarrada de un zarpazo... mientras la soledad fragorea en la horrenda carrera muda y la hoja aguda de una espada parte el corazón de la bestia, que se desploma sobre la nieve cruenta. Después el caballero se arrodilló al lado de aquella gentil persona muerta, besó la frente fría de mármol, besó los labios fríos. La carga como a un niño el rostro apoyado sobre el hombro robusto y su cabellera negra, descendía en finísimas hebras, como flecos de terciopelo y marchó   —222→   viviente solitario con ella siempre, describiendo una espiral negra en el hielo -mucho tiempo, hasta que viejo y perdido, cantaba en aquella landa estéril la sinfonía del amor que muere- abrazado con su esqueleto después, respirando su letal perfume, bajo el túmulo blanco de nieve...

Poco a poco empezó Ricardo a pensar que había algo de lúgubre en la pasión juvenil. El canto de la alondra matinal, extendida en el éter, tenía en su seno el fúnebre ritmo y los aromas de la pradera se iban con el alma de los novios muy lejos en el silencio... Sobre el sombrero de paja, adornado con un ramito de cerezas rojas, de donde cuelgan dos cintas delgadas de moaré, el artista ha clavado una torcaza muerta; y el cuerpo gentil de la novia, vestido de bengalina gris-perla, se mueve en una naturaleza de ensueño, como en la penumbra de un inmenso sepulcro, donde los violonchelos sollozan el idilio moribundo.

-¿Quieres?

-¡Sí, yo quiero amor mío!

-Yo te rodeo con mi brazo la cintura y tú apoyas sobre mi corazón el divino rostro.

-Sí, amor mío, sobre tu corazón.

-¡Porque el Sol, oh divina! En su marcha, a través del azul, calentó nuestro sendero florido, ¡y la naturaleza abrió su enorme concha cristalina para que fuera la cuna del amor nuestro!

  —223→  

-¡Porque la brisa transformó en sonido el anhelo callado del alma y susurró en el Universo el eterno cántico!

-Entonces, ¡oh divina! Los hombres abandonaron la sonrisa irónica y abrieron paso a la pasión vencedora en la límpida mañana, cuando setiembre fecunda y florece, porque vieron que tus ojos eran azules y virginales, blanco tu rostro y suave, como un ala de ángel y majestuosa y alta tu persona como una marmórea diosa... Entonces dijeron: «esos que caminan son compañeros en la vida, ¡ay! ¡De ellos!»

-¿Y por qué? ¡Amor mío! Tú eres fuerte, tu alma es bravía. Yo tendré la sonrisa que te ayude a marchar y el beso que refresque tu mejilla. Esconderé en mi seno tu cabeza para que duermas y le diré a mi corazón que se calme, que no golpee tan fuerte para que su sonido sea como un arrullo, como un monótono susurro misterioso. Yo seré amable contigo, como ha sido con el compañero esta torcaza muerta que adorna mi sombrerito de paja. ¡Seré amorosa como una virgen! ¿Quieres?

-¡Si, oh divina! Pero es necesario marchar. Esa montaña nos cierra el paso. ¡La escarpa es abrupta! ¡Las guijas lastiman tu pie, las esquirlas tus manos! ¡Déjame amor mío! ¡No abandones el nido, no dejes a tus padres! ¡La vida tiene los dolores del Calvario!

-Estás triste. El amor te ha hecho tierno y generoso.

  —224→  

¡Quieres subir solo! ¡Si yo pudiera hacer contigo el milagro de la metempsicosis para recibir tus pesadumbres y entregarte mis alegrías!

-Vamos. Caminaremos costeando al torrente.

¿Ves? El Sol rompe sus rayos en el prisma de las aguas que saltan de peñasco en peñasco y los colores danzan en la luz maravillosa.

-Escucha. Ese rumor sordo que va descendiendo hacia el abismo -esos quejidos allá abajo son tal vez los ecos de alguna terrible historia de amor... Tengo miedo.

-¡No temas, oh divina! Aunque la cuesta es rápida. Yo no te soltaré la mano... Ya estamos cerca de la cumbre... Ese rumor sordo es el torrente agitado que busca la paz de su cauce tranquilo en la planicie la paz eterna que al fin buscan todas las cosas. Y después, oh divina, tú lo has dicho: el amor es un alegre cántico.

-Estás seguro, tú.

-Sí, estoy.

-Entonces miente la leyenda.

-Todavía te acuerdas...

-Sí. Ella decía con su vocecita de oro: no te fíes. El amor ama la guadrapa.

-No es cierto, ¡amor mío!

-Ama la urna, las flores del arrayan, y es hermano de la muerte.

-No es cierto. ¡Oh divina! El amor es alegre   —225→   como la alondra, bullicioso como el torrente, adorable como la luz, armonioso, como las melopeas de a espesura.

Sigamos. La cumbre está allí.

-¡Entonces la leyenda mintió! Pero sucedió, te aviso, que yo tenía los ojos llenos de lágrimas ese día. Yo no quiero leer esos cuentos tétricos.

-¡Sí, oh divina!... La cumbre está cerca, donde la nieve endurecida forma una alfombra blanca.

Las nubes han descendido del cielo, cándidos cirrus que van y vienen flotando. Por aquí serpean los líquenes, mientras las rosas de la primavera del valle perfuman las laderas... Como esa primavera es el amor nuestro, lleno de frescos renuevos... Esta flor que tú ves que aparece entre las grietas del hielo no pierde su forma nunca, ni su color. Se llama...

-Ya lo sé. No me olvides. La sembró una novia abandonada que estaba loca y dice el cuento que se llamaba Elda y que por vez primera en la garganta de la montaña se oyó el sollozo de un violonchelo -así como un quejido de alma desgarrada, una grave melodía que parecía un coro de voces humanas llenas de piedad y de lágrimas. Era la historia del abandono, la historia de las almas llenas de soledad y de crucifixiones.

-Bueno. ¡Ese cuento es mentira!

  —226→  

-¡Yo tiemblo, amor mío! Tú me hablas con lenguaje irritado.

¿Qué son esas voces coléricas que suben del valle?

-Son mis hermanos. Son los que sufren. Es la tormenta del espíritu humano que revienta en truenos y relámpagos. Tú ves enmedio de la bruma el esplendor fugitivo de las centellas... Huyamos... El reboato sordo sacude la entraña de granito... Tiembla el macizo de la montaña.

¡Ay! ¡Ay! Ya estamos en la cumbre... Un alud se ha desprendido y voltea desgajando la arboleda. ¿Ves aquella cabaña? Ha desaparecido tronchada por el turbión demoníaco.

¿Y tú? ¿y tú? ¡Oh divina! ¡Oh casta virgen!

-¡Si tú supieras, amor mío! Yo no deseo estar aquí... en esta altura, tan cerca de este sol siniestro. Yo amo el valle donde nací -la verde pradera- el céfiro suave que acaricia y el manantial que moja la yerba con su hilo cristalino. Allí en la penumbra, bajo la arboleda rica de hojas y flores, yo me adormecía, arrullada por el cantar de las aves en un ensueño poblado de alegres quimeras y de visiones místicas... Yo soy un alma dulcísima que ama, reza y llora porque el dueño de su corazón tiene la palabra acerba e irritada. Es cierto que tengo los pies lastimados. La piedra me ha llenado de heridas... pero yo te amo... Es cierto que el hielo de la cumbre   —227→   ha ido penetrando mi cuerpo -todo frío, como una yerta persona donde no hubiera sangre -pero yo te amo- aunque mi mejilla parece de nieve y el color de mis dedos es violáceo... Yo soy Elda. He sembrado la flor de la montaña que no pierde su forma ni su frescura... Y este cierzo tan helado que amorata mis carnes... Huyamos porque tengo sueño y el que duerme se muere.

-¡Ay! ¡Ay! ¡Se ha quebrado en mis brazos la divina criatura! Su cabellera de oro roza la nieve y sus ojos tienen una fijeza -como un diamante negro- una fijeza callada y estos labios tan fríos, tan entreabiertos... porque ustedes ven que yo pongo aquí la mano sobre su corazón que late... late... estoy seguro... ¡Y si fueran mis arterias! ¡Oh! ¡Oh! Y sin embargo tu traje está tibio y te has abandonado, porque querías sentir el contacto de mi cuerpo. ¿Y si fueran mis manos que están tibias? ¡Elda! ¡Elda! oh divina. No contesta... ¡porque yo la llamo con un grito lastimero y largo! ¡Da! ¡Da! ¡Da!... ¡Tantas veces esa sílaba! ¡El eco! Es el eco, porque ella no ha cerrado su boca para decirme: amor mío y eso estoy seguro que no puede decirse sino así... Entonces estás dormida, pero este sueño tuyo que te ha enfriado tanto las manos, este sueño que no respira y después tanto abandono y tan lánguido enervamiento sobre este brazo derecho mío que te sostiene y esa pupila tuya -como un diamante negro-   —228→   ¡tan muda, tan muda!... Y los que duermen cierran los párpados ¿y tú por qué no? ¿Acaso no quieres que yo te deje y me miras con esa fijeza oblicua? Y después yo he visto en el sueño la mejilla rosada y una beatitud celeste en el rostro y una serena cosa de santa en toda la persona... -pero no así Elda con esa mueca y ese color lívido y esos dedos verdosos. Y yo por qué estoy tan convulso mirándola y mi respiración se ha transformado casi en un estertor y esa palabra de amor tan llena de unción y de religiosa reverencia que yo usaba, se ha hecho como un rugido y me espeluzno todo pensando que me puede dar la tentación de besar esos labios doblados para afuera... Porque yo he visto bien: los dedos son verdosos como la piel cuando se pudre -como un esfacelo de su cuerpo que empezara y ya saben ustedes: ella ha muerto y lo que muere se gangrena... ¡Muerta! ¡Muerta! y ya ven el eco baila por aquí, por allá, más lejos: ¡Ta! ¡Ta! ¡Ta! ¡Dios del delito satánico! ¡Engendro contra-natura! Alma de los huecos podridos donde los trapos hieden llenos de lodo y de estiércol, pantano donde se cuaja y bulle toda la porquería humana, sátiro de las lagunas contaminadas, negras de matete y de osamentas, ¡yo te tiro con barro Dios satánico! ¡Has creado la belleza para que la muerte se apodere de ella y te escave las órbitas y te hunda la mejilla dentro de sus arcadas óseas de muda calavera! La has vestido con el traje de   —229→   raso de las novias, el tul por encima -la filigrana de seda que cubre su efigie para que la grasa, que destila su cuerpo hinchado de putrefacción, la ensucie con su mancha amarillenta y el suelo infiltrado de miasmas y de líquidos mefíticos lo muerda y lo desgarre y se lo trague en el vientre sarcófago... ¡Yo te tiro con barro vampiro! ¡Eres lascivo! Elijes la carne juvenil y fresca, la boca rosada que tiene olor de manzana, el perfume virginal y chupas las primicias y marchitas la corola húmeda y naciente átomo por átomo en la lúbrica saliva y después te pavoneas, dueño del mundo con tu gran vientre de Falstaff... Y se sentó Dios entonces a meditar como un jugador tramposo que marca con la uña los naipes y dijo: sea hecho el hombre a mi semejanza sucio y robusto y su compañera sea la mujer -la eximia forma- el polen y el cáliz y sea para ellos la luz, el ozono, el rocío, el azul infinito, el verde infinito y el amor sea el lazo de terciopelo negro que los una y yo después cuando lleguen a la punta del picacho helado los voy a envolver -sicario- dentro de la humedad oscura y fría del sepulcro. Por eso yo estoy loco y corro a tropezones con su cuerpo por las cumbres... ¡y corro loco! ¡Loco! A tropezones por las cumbres...

Este libro tenía el dorso abollado. Ricardo lo había sacudido contra la pared y cuando Dolores lo   —230→   abrió, sus márgenes estaban llenos de anotaciones. Una decía:

-Este es un libro malvado. La blasfemia no educa. Azotarse contra Dios, significa lastimar el corazón de su propia madre que cree en él. Eso es vulgar. El que tal hace revela su prosapia.

Es mejor infringirse un castigo, para eso tiene uno su vida. Es mejor morir.

Todo eso estaba escrito con letra de Méndez. Eran sus pensamientos como aquellos habían sido sus libros. Hasta entonces Dolores en esos años en que Ricardo estudiaba, había adivinado su índole sombría, pero más tarde, cuando vio sobre el escritorio tirados de través a Hamlet y a Werther, comprendió la enfermedad del alma de su hijo y ya no tuvo paz y allí sentada al lado de la cama donde Méndez dormía, rehízo en su memoria todos aquellos recuerdos, que pasaban apurados por su inteligencia, mientras el sol filtraba a través de las rendijas dejadas por los postigos mal cerrados y la tos de Catalina con su sonido hueco y grave, seguía llegando hasta el cuarto a intervalos... ¡Cuantos años habían pasado en esas horas dentro de aquellas melancólicas remembranzas -horas agitadas en que ella vivía alrededor del cuarto de Ricardo! Y mientras el silencio la disponía otra vez a la cavilación del pasado, Carlos abrió los ojos, estuvo un momento indeciso y después dijo:

  —231→  

-¡Esta tos! ¡Esta tos! ¡Pobre mamá! ¿Ha tosido mucho? Dolores.

-Toda la mañana, Carlos, contestó la mujer.

-Vamos a verla, agregó el médico incorporándose.



  —233→  

ArribaAbajo- VII -

¡Nuestras madres!


Catalina se había sentado, un poco fatigada, al lado de su escritorio. Allí estuvo escribiendo, largo rato, en su libro de memorias. En esos papeles estaba grabada toda su alma de santa, porque de ella se pudo decir, en toda su vida, una sola frase: ¡amó la caridad! Uno por uno, estaban detallados los acontecimientos, que habían sacudido su ciudad natal, en veinte años; y a través de todas las turbulencias -entre el dolor y la sangre- su grande alma de madre, encontró siempre la dulzura, para calmar el extravío de las ocasiones, y su lenguaje fue de amor y de perdón. Había una como ella en cada casa, cuando las luchas civiles agigantaban la demencia humana -un alma exquisita puesta entre los hermanos que iban a pelear. Porque esa fue la vida nuestra mucho tiempo. De un lado, la tiranía, que es una puerca síntesis de la bestia que manda; y del   —234→   otro, las guerras civiles, que son la protesta de los parias que obedece. Solamente las madres estuvieron, todo ese tiempo, dentro de la República, porque fueron la moderación en la violencia, el perdón en la crueldad, la venda en las heridas, la caridad en el odio. Y en este prurito de hacer heroísmo, que nos acomete de tiempo en tiempo, en esta entrega de la razón al instinto, los hijos de este suelo no han tenido reparo en desgarrar la entraña de la madre común, y en cubrir de luto a las ciudades y de desolaciones a los campos regados con sangre... Por esto, la marcha ha sido, así mismo, titubeante, y en la espiral que marca el ascenso, más de una vez el abismo ha estado cerca, donde ha podido morir la más hermosa de las naciones, mientras ellas, las viejitas encorvadas, cubiertas la cara de crespón y las espaldas del manto negro, curaban a los caídos en los hospitales y en las zahúrdas de los conventillos llevaban caldo y vino a los miserables. Así, cuando los hombres empobrecían la patria, en la lucha demente; cuando tenían frío en los cuartos desnudos, la alimentación era escasa y el hambre asomaba su escuálido espectro, las madres fueron la sensatez, el amor al trabajo, el lábaro de la resurrección. Catalina tuvo el dolor al lado suyo, como las demás. Su marido era un psicópata y su vida la consagró en la atenuación de la enfermedad acerba. Así, en todas las casas, las madres... y fuera, entregaron el vigor   —235→   físico y el alma a la caridad. Esa es la síntesis, no discutida nunca, lo único que ha quedado en esta tierra, libre de infamia y de calumnias... -porque también, ¡ay del que arroje baldones sobre las canas inmaculadas...! Ese no sabe del sufrir silencioso de las madres, de la serena energía en la angustia y de la angélica resignación en los días sombríos. Ese es el ciego del libro sagrado, con ojo normal... Así viejitas, y temblorosas, en el silencio de la noche, se acercan a las camas de los hijos turbulentos, a pasitos breves, tanteando los muebles en la oscuridad, y ¡divinas mártires! Cierran contra sus senos la efigie oscura de los flagelados por las pasiones -esos bravíos que no tienen paz, juveniles misérrimos, impetuosos acariciadores del crimen; y así temblorosas cantan al oído de los hijos que ya tienen canas, los melancólicos cantares de las cunas, que hacen pensar en la inocencia -como cuando eran chicos ellos mismos y los ángeles celestes se asomaban del borde de la cuna a mirarlos dormir. Ella recibió una noche, entre sus brazos, en medio de los relámpagos, el cuerpo herido del psicópata suicida y vio crecer a su lado el alma de Carlos, enfermo como el padre, taciturno como el padre, y fue la diosa casta del hogar solo. Cuidó sus memorias, arregló sus ropas, regó las plantas del patio; y de noche, en el silencio   —236→   del comedor, con el niño dormido en las faldas, acariciaba su recuerdo, llamándole para que viera a su hijo y para mostrarle que todo había quedado como antes, como si él estuviera... -porque aquello fue desde entonces un santuario, donde se arrodillaba, como una vestal, para mantener prendido el fuego eternamente. Más tarde, cuando Carlos la abandonó, ella abrazada más fuerte de todos esos recuerdos, los vinculó a su persona y a su alma, como la yerba que se incrusta en la pared vieja, tapizada de musgo. Vivió así, como una dolorida, sin rezongos y sin quejas, prendiendo la estufa en invierno, como cuando ellos estaban y poniendo todas las noches la veladora a los pies de la cama vacía... y rezaba de rodillas el rosario, con el oído atento a los ruidos de afuera, por si Carlos venía... Entonces ella, que vio sufrir a los suyos, se enamoró del dolor de todos. ¡Lloró por los pobres, por la desventura y por la deshonra! Sintió el hielo de los sucuchos mal techados y vio caer en los catres de los chicos, gota a gota, la escarcha derretida de las noches de invierno, sobre los miembros casi desnudos y sobre el rostro de ellos que no duermen y tiritan. Su dinero sirvió para comprar frazadas, y silenciosa, como la bondad, entró en las casas donde se sentía hambre, donde los hijos abrazan las rodillas de la madre macilenta, pidiendo pan,   —237→   para llevarles de comer. Nadie sabía esto. Generalmente, al caer la noche, envuelta en su negro rebozo, caminaba por las calles, entrando por las portezuelas desvencijadas en los tugurios miserables, donde besaban su mano benéfica. Después volvía para asistir a los que se acercaban a su puerta a pedir pan, vino y consuelos. Enseguida, cuando el estruendo de los combates en las revoluciones, hizo estallar en los vidrios de las casas extrañas sonoridades, y el estampido se precipitó en las calles como un himno de sangre y de muerte; muchos heridos eran recibidos en su casa, acostados en camas limpias y velados en las noches de delirio. Así conoció a Hersen; y una mañana fría de Junio, muy temprano, sobre la ciudad en brumas, por sus calles, llenas de lodo y de trincheras, corrió como un chucho el tronar de cañones, los chasquidos de la fusilería lejana, en medio del atropellarse de gentes, de alaridos y de soldados, y del sordo rodar de las baterías. Peleaban. Cada hombre de veinte años era un héroe. La meseta de los Corrales se llenó de sangre, de astillas, de miembros mutilados de agujeros de proyectiles, como marcas de granizo. Se bufaba, se rugía. Había quejidos y blasfemias. Las balas de cañón rompían el vientre de los caballos y las granadas despedazándose en el aire, desgarraban las vísceras de los soldados, mientras a lo lejos las líneas oscuras de los batallones, desfilaban entre   —238→   relámpagos y truenos, en medio de una atronadora gritería de exterminio, y los trozos de césped se levantaban pulverizados en el aire caliginoso y mal oliente. Este caía aquí, aquel allá y se abrían surcos en la masa de los defensores, y unos tras otros se iban acostando en el suelo los heridos, bramando de dolor, mientras otros yacían muertos por todas partes, al lado de los fusiles o sobre las mochilas hechas pedazos... Los batallones avanzan bajo el fuego horroroso, entre el reventar de la metralla, en medio del fragor estentóreo y el bañado donde la espiral negra de los combatientes se desenrolla envolviendo a los vencidos, tiembla todo entre el rimbombo espantable. Las mismas banderas para los dos ejércitos enemigos y las mismas demencias y mientras después la declaración pomposa exclamaba que no había vencidos, ni vencedores, todos habían sido vasallos de los instintos y de la monomanía fratricida, inferiores a la razón y resolviendo sus problemas políticos por la guerra, como los salvajes, desnudos de moral como las tribus primitivas. La derrota vino. Los brutos la iniciaron. Los caballos en el terror bárbaro de la matanza empezaron a huir en la carrera vertiginosa, peladas las ancas a balazos, relinchando de dolor y de miedo. Se derraman sobre la ciudad, como una horda, penetrando por todas sus calles y mostrando sus esqueletos sucios de barro y el grande ojo lánguido de   —239→   hambre, al pasar cerca de las paredes, de donde los proyectiles arrancaban el reboque. Comprimidos dentro del cauce estrecho de casa a casa, hicieron más lenta su marcha y a millares empezaron al paso la lúgubre procesión que nunca concluía, apestados, moviendo tristemente la cabeza colgando, deslizándose al lado de las puertas cerradas, bajo las ventanas cerradas, como si aquella hubiera sido una ciudad desierta, donde la muerte hubiera impuesto silencio, más tarde, en los días que siguieron a aquel lúgubre desfile de colas aglutinadas de lodo, de panzas sucias de bosta y de hondos huecos de demacrados, muchos de ellos en la extenuación moribunda yacían sobre las piedras de la calle, de donde no levantaban más la cabeza, y ya muertos y abandonados allí, empezaron a hincharse y a reventar gusanos, estiércol, podredumbre y puercas emanaciones. Detrás venían los jóvenes soldados, armados con tacuaras, los chiripaes en colgajos, combatiendo todavía, los trajes desgarrados, sucios de sangre y de pólvora, imitando a los heroicos que caían muertos. Llevaban toda la pesadumbre de la derrota; pero la cobardía no manchó a ninguno de esos generosos, mientras los hospitales creados para esos tétricos momentos se llenaban de heridos y entre ellos Hersen y Carlos Méndez, traídos de los primeros, temerarios buscadores de la muerte, los dos caídos muy adelante de las líneas tendidas.   —240→   Después sucedieron en los cuarteles cosas trágicas que no se conocen. La ciudad fue sitiada. Empezó el hambre. Una que otra bala suicida astilló el temporal de algunos jóvenes y los caballos que andaban por allí famélicos, fueron sometidos a juicio... Los más en carnes recibían la puñalada mortal en la carótida, para comerlos, mientras los otros casi muertos eran arrojados lejos a latigazos y caminaban por la ciudad consternada para morir después en alguna zanja sobre los líquidos verdosos y mefíticos. La ciudad se rindió. Entonces uno tras otro los batallones depositaron sus armas y guardaron las banderas que tenían el mismo color, el mismo sol y las mismas heridas de las que entraban desplegadas entre las dianas de regocijo y de triunfos, y después de todo, entre tanto dolor y tanta sangre, quedó el vacío como en el fondo de todas las cosas y el convencimiento de que los dos ejércitos habían lastimado el corazón de la madre tierra -igualmente heroicos, ¡igualmente fratricidas! Fue entonces que las madres regaron con lágrimas las heridas y se sentaron a los pies de las camas para no moverse y Catalina con ellas como una hermana de caridad, les sirvió pan, vino, abrigos y caldo rico y rezó allí arrodillada por los hermanos muertos, mientras velaba en la congoja más honda el sueño de sus hijos. ¡Pobres madres! La bandera es la misma; tiene el mismo color y el mismo sol   —241→   y ¡¡ellos son hermanos igualmente heroicos, igualmente fratricidas!! Todavía esa vez se escribió el himno de la sangre, cuyas notas están formadas por el chasquido de la piel reventada por el puñal, por el gorgoteo bermejo de la carótida rota, por el quejido lúgubre del moribundo y el resoplar de las tripas abiertas. ¡Todavía esa vez se escribió en esta tierra el himno de la sangre! ¡Bien por los caranchos! ¡De cuando en cuando les preparamos un tendal de cadáveres para que hibernen!

*  *  *

¡Después ella había escrito en sus memorias otras épocas no menos nefastas! Así la lascivia del lujo invadió a la nación. ¡Palacios, carruajes, lacayos, banquetes y champagne! La tierra se convirtió en oro. No había dinero con qué pagarla. El trabajo desapareció y con él el ahorro. Entonces se inventó el juego protegido por la ley. Los títulos y la especulación se hicieron señores de todo el pueblo. ¡Lo demás era ser tontos! Sudar detrás del arado y en los talleres era completamente infantil. ¡El país es rico y no debe crecer como los demás! Venga una emisión y una nueva sociedad anónima. Todo se agigantaba, pero no tanto como las imaginaciones megalómanas. El delirio de las grandezas   —242→   conmovió a toda la sociedad. Cada uno gastaba más de lo que tenía. El harapo desapareció. Diagnosticar un pobre era obra de romanos. No había. Los teatros estaban llenos, los paseos llenos; las tiendas rebozaban de gente y los lupanares también y por todas partes reinaba un violento frenesí de gastar, de apurar el tiempo, y de aturdirse. Era un vértigo. Las acciones tenían premio antes de salir a la calle y se inventaban industrias que no existirían jamás y se vendían territorios imaginativos. El comercio se hizo una demencia. Todos jugaban y en medio del estruendo de la bacanal, cuando las notas eran más álgidas y la embriaguez más profunda, cuando todas las lujurias llegaban al espasmo, un día la gente empezó a mirarse las caras y a detenerse en los momentos en que casi todos estaban por dar el manotón para atrapar la riqueza. ¡Un mes más! ¡Todavía un mes! ¿Qué había sucedido? El escarabajo de oro encerrado en una esterlina empezó a dar saltos y a subir. Ya mucho antes la gente comprendía que aquel estado de cosas no era seguro. Había en toda esa balumba algo de artificioso y precario, y cuando se detenían a mediar el futuro, experimentaban una angustia secreta, algo como esos temblores que hacen presagiar un peligro lejano, ese miedo del pensamiento que tiene clarividencias. Pero el torrente   —243→   así mismo los arrebataba y eran atropellados y empujados por los ingenuos y los pillos.

No acertaban cómo se iba a producir la catástrofe y aun previéndola, no todos podían desenmarañar la madeja enredada y cuando el escarabajo de oro seguía subiendo la cuesta con cierta implacable fruición de homicida, por la ladera opuesta empezaron a desvencijarse sociedades, como si hubieran sido edificadas sobre un cangrejal, a desmoronarse títulos, acciones, cédulas, papel moneda, a quebrarse todo eso como burbujas de jabón. Entonces se levantó por todas partes un alarido feroz, un clamoreo pavoroso que estallaba dentro del pecho, sin tener gritos, al lado del corazón de cada uno que parecía estrujado por una manopla de hierro. ¡Un mes más! ¡Todavía un mes! ¡Cesaremos de ser locos! ¡Esa era la sensación callada y terrible! Estalló todo el brouhaha de un pueblo en derrota, el desorden, la fuga demente en todas direcciones, entre caídas y tropezones, la confusión revuelta de hombres, cosas, negocios, papeles, recriminaciones y vergüenzas. Fue el caos y recién entonces salieron de la tiniebla megalómana. Vieron. Debajo sombrea el abismo y en la sombra la miseria y la deshonra hacen rechinar los dientes. Se despeñan los hombres acosados por los desaciertos, por las deudas, por todos los excesos; una enorme cohorte de dorsos resbalando en fuga; de manos aferradas de las verrugas de   —244→   piedra, de las escarpas maltrechas, manos heridas agarrando los escasos arbustos del precipicio para no desplomarse al fondo donde la miseria los esperaba con las fauces abiertas para devorarlos entre sus colmillos. El dolor que sobrevino fue sintético como la locura. Todos los días por mucho tiempo detonó secamente el cañón de níquel de un revólver y los suicidas amanecían rígidos debajo de un ombú o torcidos en las zanjas de los caminos. Esos eran los corolarios. No contentos con el derroche aquí, con las sedas y la orgía, con el olvido del trabajo, hubo un éxodo hacia París. Era necesario llevar allí sus vaciedades condecoradas y deslumbrar con la riqueza, siquiera sea a la servidumbre astuta que vivía inclinando la frente ante los nababs exóticos. Caminaron por los bulevares dentro del efímero brillo, mandarines de sainete, deshonraron a la patria bastante y muchos perdieron la virilidad entre las ubres lascivas de las elegantes rameras. Todavía por algún tiempo resonaron los ecos de los festivales pagados con nuestros dineros; los bailes donde llegaban las afrodisíacas más hermosas, en tropel, ávidas de oro y de placeres, donde enredaban los tules transparentes de sus trajes en el vértigo de la danza lúbrica con el botín de charol, donde las parejas no tenían intervalos, incrustadas las pecheras en el escote jadeante, bailando a empujones en el choque de caderas y vientres. Eran los preludios   —245→   de la borrachera final, convertidos todos en sátiros y bacantes, cuando las carcajadas saludaban en el claroscuro de los salones en la madrugada la caída sobre el dorso en los sofás mullidos de las sensuales vencidas por el vino y las emanaciones calientes del macho en celo, atropelladas, derribadas a lo indio, satisfecho el tendal de las parejas, en la embriaguez libidinosa. Fue entonces que se apercibieron de ellos y la sonrisa enigmática de la ciudad-cerebro, los bautizó con un epigrama. ¡Los llamó rastaquoeres! Y mucho de eso se pagó con los dineros del pobre trabajador. Estos ahorraban aquí sobre el hambre, la sed y las ropas. El terror a la miseria, la compasión por los hijos había creado toda una generación de vigorosos, que sudaban de sol a sol una altiva cohorte de hombres, desdeñosos y fieramente votados al trabajo con las manos agrietadas de callos, el paso firme, inconscientes enamorados del progreso de nuestra tierra, constructores de ciudades, hermanos del buey que despedaza la tierra y cultiva con ellos los campos, pacientes y férreos como el espolón del arado. Eran los honestos que no se divierten nunca, ¡los sensatos que no conocen más festivales que los del hogar! Esos entregaron sus ahorros a los Bancos que un buen día cerraron sus puertas y la pobreza entonces se acercó a las casas con sus flacuras sucias y terrosas, el espanto del invierno sin frazadas, los niños sin pan y las desnudeces   —246→   sin ropas. Una multitud rabiosa se aglomeraba en las calles, rondando con avidez famélica a esos edificios. Iban y venían vociferando, revueltos y agitados en el torbellino tumultuario con intención de derribar puertas y paredes para arrebatar lo que era de ellos, a millares, como quien sabe que tiene el deber instintivo de cuidar a sus cachorros, mientras en otras partes se apoderaba de muchos una sorda congoja, una callada y terrible sed de odios y de venganzas, cuando no eran lágrimas derramadas en silencio sobre las fortunas perdidas después sucedieron acontecimientos muy distintos. Los más se resignaron para agachar el dorso musculoso y trabajar con más violencia. Era necesario rehacer la patria y a raudales llenaron los surcos abiertos en la campaña con el sudor de sus carnes, orgullosos de tener fuerzas para volver a ser titanes y hacer estallar de la virgen tierra las glorias de la nueva patria juvenil y grande, mientras otros no olvidaron nunca la ganancia fácil, y no justificaron la orgía: Así en las sombras de la noche, sigilosos en los últimos cuartos de las casas, a puerta cerrada, trabaron la revolución (¡siempre lo mismo!) para resolver el problema pavoroso de una pobreza, de que todos eran culpables, pisotearon y escarnecieron con sangre de generosos, perdiéndose muchas almas heroicas a un gobierno, con cimientos de cartón, desgajado por la esterlina a cuatrocientos ya sin conexiones,   —247→   deshecho como el pueblo por hambre, un gobierno muerto que se habría escondido sólo en la última cripta, sin que nadie lo empujara. Y como para probar que las guerras fratricidas nada resuelven, al día siguiente de la victoria la miseria desplomó sobre todos su manopla con más fuerza. El escarabajo se encaramó más todavía y una desolación honda se apoderó de muchos. ¡Dios les perdone! Dudaron de la inmortalidad de la tierra donde nacieron y algunos como Pedro, renegaron de ella. ¡Oh tristezas! Las casas quedaron desnudas. Poco a poco desaparecieron las alfombras, los bronces, los cuadros y los espejos. La usura los devoró. Las ropas se envejecieron. Tenían manchas de grasa en su trama deshilachada. No había joviales y en las salas lóbregas y vacías las telarañas tapizaban los rincones, tan silenciosos ya sin fiestas y sin alegres reuniones. Los inviernos se hicieron muy fríos, sin estufas y sin troncos de sauce y la ciudad antes tan bulliciosa y tan frenética se tornó callada, casi sin vehículos, con muchas calles desiertas, llenas de harapientos apoyados a la pared con las manos extendidas. Las noches, brillantes de luz antes y saludadas en sus paseos por las multitudes que digieren bien, se volvieron tétricas. Cada uno se quedaba en su casa, agrupado alrededor de la familia entristecida y temprano las cuadras enteras cerraban sus puertas, para cuidar mejor la desventura y que no trascendiera   —248→   el dolor y la miseria. ¡Muchos emigraron y otros invadieron el suburbio para esconder el hambre! ¡Hasta los animales sufrieron! Veíanse a menudo por las calles al trote perros sarnosos, suscitando asco, ulcerados y goteando pus, desparramar por el suelo los cajones de basura, sin encontrar una fibra de carne adherida a los huesos y revolver el hocico entre la tierra aceitosa de los patios y de las cocinas. En esa época muchos prevaricaron. Las trampas, las infidencias y los subterfugios comerciales fueron hábito tolerado. El comercio perdió su índole caballeresca y falsificó todo y a pesar de los artificios y de las ilusiones de una resurrección cercana, la pobreza siguió su marcha y la desesperación multiplicó los suicidios y creó un estado psicológico muy parecido al crimen. Descendieron a la conspiración y en este disgusto de todas las cosas, en medio de un escepticismo lúgubre, la prensa sierva de un loco delirio de persecuciones extravió su ecuanimidad y su clarividencia y se hizo apóstol del asesinato. Como en tiempos de Jerusalén alguien tenía la culpa de todas las desventuras. Era uno sólo y debía morir. Con facilidad olvidaron que habían gastado más de lo que tenían, que habían vivido sin trabajar en una batahola de cinco años; que todas las nociones de orden y de virtud estaban perdidas y que cada uno había salpicado con barro un girón de la vestimenta inmaculada de la honra.   —249→   Se acostumbraron a la idea del homicidio como medio terapéutico. Muerto el perro se acabó la rabia y desaparecido el gran culpable la riqueza brotaría de nuevo con la opulencia de los manantiales Eso era un axioma. Entonces el delirio colectivo encontró su brazo armado y un tiro de revólver lleno de orín, descerrajado por un Gavroche de trastienda, lastimó el dorso de uno de los hombres de estado más vigorosos. Tampoco aquello debió ser la verdad, a juzgar lo acontecido después. Hubo terror. Esa tarde mucha gente huyendo por la calle apresurada, se refugió en sus casas. Los cómplices eran numerosos, los que habían pensado que aquella muerte era necesaria y allí metidos algunos lamentaban que no se hubiera producido y los más temblaban de espanto. Temían la represalia, una matanza en media calle -la soldadesca desenfrenada buscando la carótida. Hubo un silencio profundo y reinó la consternación que sigue al delito. En esas épocas, caminando entre el luto y el hambre que siguieron su implacable camino, las madres reunidas en sociedades, multiplicaron sus dádivas. Iban de conventillo en conventillo, buscando pobres para vestir, hambrientos a quien saciar, niños a quien recoger y la caridad cristiana se arrodilló delante de los huérfanos para besarles la frente. Estos tuvieron un culto forvoroso y la niñez fue recogida, arrebatada al desamparo y a las soledades del hambre y del   —250→   desamor, pobres pájaros con el nido deshecho, sucios y sin besos, viviendo al borde del abismo cerca de la deshonra o del crimen que despertaban de sus ensueños, entre los brazos de alguna anciana santa, con la cabeza llena de canas, inclinada sobre sus camitas. Ráfagas de caridad endulzaron las pasiones brutales, los acendrados odios de los hermanos, la brama de la revuelta, del desorden y la sed de sangre, mientras los tiranuelos caudillejos de bota y boleadoras, ridículas parodias, califas en la ciudad, de galera alta y levita cruzada, todavía lastimaban el honor de la República.

Pero mientras esto sucedía, un pueblo vecino se arrastraba de peñasco en peñasco para espiarnos. Asomado de los picachos cubiertos de nieve, veía morir gota a gota la savia de nuestra tierra, con una mueca de desprecio, como si fuéramos una raza inferior. Estábamos corrompidos y pensaron entonces que era fácil empresa, dominar a los enervados. Todo tenían preparado. Conocían nuestro territorio y habían sondado nuestros ríos en el más profundo sigilo, pero no tanto, que de cuando en cuando en algún banquete, el alcohol no se encargara de ser el revelador de la acechanza tenebrosa. Un escalofrío heló a casi todos. No era el miedo de la muerte, sino la vergüenza de una derrota posible, ¡la contaminación de todas las purezas, que eran recuerdo, culto y deber! Entonces hubo como un arrepentimiento   —251→   universal, un abandono de odios, una entrada heroica de todos los hermanos abrazados al aposento de la gran madre enferma y sobre la colcha inmaculada, extendieron la mano abierta, pronunciando el juramento formidable ya sin reticencias, convencidos del peligro, sin las generosas ingenuidades, la incuria y el olvido que nos llevaron casi al borde de la ruina y del exterminio. ¡Penetraron hondamente el alma del pueblo vecino y comprendieron que era necesario ser más fuertes que ellos! Por eso el arado abrió la entraña de la tierra por leguas. Los pastos quedaron abajo y sobre ellos el humus mojado y caliente de gérmenes, hecho pedazos y pulverizados por el rastrillo, el humus ávido de parir, se cuajó de soles y de semillas. Un olor acre de aminios se esparció en toda la República y entre los besos lujuriosos de la germinación, ¡levantaron los trigales al cielo su tallo de oro y se llenaron los aires de mugidos y del grito estridente y doloroso de la procreación fecundísima y en los campos los hombres derramaban a raudales de sus frentes de trabajadores el sudor que sirvió para la resurrección! ¡Honor a ellos que han hecho siempre la grandeza común y que salvaron la patria esta vez también! Por eso Catalina quería tanto a los trabajadores y buscaba sus miserias, para ayudarlos sin tener noches ni descanso.   —252→   Así había encontrado a Hersen y cuando volvió a su casa, sintió en medio de la noche, antes de llegar, un frío en el pecho, como si una manopla metálica le estuviera apretando. Tosió y un largo chucho te hizo dar diente con diente y al retirarse a su cuarto, le dolía el corazón y tenía fatiga. Estuvo mucho leyendo sus memorias, como si previera que iba a morir y no quisiera abandonar todo aquello sin besarlo antes. De cuando en cuando caían de entre aquellas páginas algunas flores secas ya sin perfumes y quebradizas que dejaban sobre las letras manchas amarillentas. Había palabras borradas e ininteligibles que recordaban todavía las lágrimas que habían empapado sus negros rasgos. Catalina leía y pensaba a veces acercando sus labios áridos de fiebre con los ojos húmedos a todas esas adoraciones. Estaba sola en su cuarto. Enfrente un crucifijo grande clavado en la pared parecía mirar con beatitud seráfica desde sus ojos inclinados a aquella alma moribunda y era un silencio interrumpido solamente por el aletear de la página y el ritmo de su respiración agitada. Tosía a intervalos. La luz de la vela de estearina se sacudía un rato y después alzaba de nuevo su cono amarillento. Hacía frío. Los vidrios estaban empañados, y todo aquel aposento sencillo y quieto, donde leía Catalina su pasado, era un santuario lleno del aroma celeste de un templo. Pasó un ramo de claveles   —253→   secos entre dos páginas. Los miró sonriendo, algún regalo tal vez del tiempo viejo, lleno de amor y de juventud que ella había envuelto en un papel de seda. Lo tomó con su mano derecha para olerlo. ¡Quién sabe no creía así un poco delirante de fiebre que eran las flores lozanas, las frescas flores de antaño que ella regaba en sus macetas de barro! Besó las corolas secas y amorosamente colocolas de nuevo en su sitio. Después de un rato de lectura, apareció un retrato, al cual el tiempo había borrado, dejando aquí y allá manchas blanquecinas como de humedad. Era su compañero, cuyo recuerdo no había desaparecido nunca de su memoria. Lo miró como para decirle que pronto volverían a besarse en el cielo y se acordó de aquel pobre corazón que había sentido latir tantas veces contra su pecho y se enterneció. Estaba tan solita esa noche y tan cerca de Dios, que esas lágrimas que cayeron de sus ojos sobre aquel retrato eran como un homenaje a quien tanto sufrió en la vida y una silenciosa plegaria, implorando el eterno perdón. Nadie, sino el Señor, síntesis de amor y de bondad, supo de ese coloquio sencillo entre aquella muda efigie de muerto y Catalina venerable mártir de su caridad -melancólico y viejo rosal que había aromado su sendero y que antes de secarse para siempre, lo embriagaba todavía con los átomos de su moribundo perfume. Su frente se fue poco a poco inclinando   —254→   sobre aquel retrato. Su fatiga se calmó un poco, mientras el sueño descendía como bálsamo suavísimo sobre los ojos cerrados. Durmió un momento sin descansar porque la fiebre llenaba de visiones a su cabeza. Eran alegres panoramas, con melodías angelicales que hablaban el lenguaje de la resignación de los santos y le decían al oído que santa era ella, porque en la vida había aceptado sin quejas el sacrificio como un deber y le tendían los brazos abiertos como a una hermana que fuera a llegar pronto desarrollándose todo ese ensueño enmedio de su espíritu tan tranquilo en el viaje del que ya no se vuelve como si fuera aquel un sendero apacible a recorrer, lleno de frescuras y de cielos serenos. Cuando despertó su mano estaba extendida en el cuaderno de memorias sobre una carta doblada con los bordes un poco ennegrecidos de tanto abrirla. Era de Carlos. Le escribía en su onomástico. Le mandaba un clavel que crujía ya seco en ese momento bajo sus dedos. La abrió para leerla de nuevo. Era un tierno saludo del hijo pródigo y le decía que Genaro te había traído ese clavel, que él regaba con amor, para que ella lo tuviera en el día de su santo. Entonces la anciana tomó aquella carta y cruzó los brazos contra su pecho y estaba tan solita en ese aposento en la noche silenciosa que solamente Dios sintió aquel ímpetu vigoroso de amor hacia el hijo único y los besos con que la humedecía.   —255→   ¡Carlos se iba a quedar solo! Y cuando después ella quiso acostarse porque tenía frío y dolor en el pecho, se apercibió que le faltaban las fuerzas, que su cuerpo temblaba y que los brazos que ella apoyaba sobre la butaca para incorporarse, resbalaban sin vigor doblados sobre las muñecas. Entonces comprendió que ya no podría levantarse y esperó rezando el rosario con una tos áspera y seca, hasta la madrugada que entró también a su aposento con sus claridades vivaces, con los ruidos de la calle y el gorjeo de los gorriones del patio. Su cama de caoba maciza aparecía en la luz y ella al verla pensó en todas aquellas noches en que el ardor de la caridad la tenía despierta, en los huérfanos que había recogido y alimentaba, en los ancianos abandonados que recibían de sus manos el pan, y al ver colgada de la pared una litografía de su ciudad natal, que ella había visto crecer con el mismo cariño que para su hijo, se entristeció un poco pensando que en todas las casas había motivo para sufrir, ¡no fuera a suceder que alguna vez le faltara alimento a sus menesterosos y consuelo a sus doloridos! Y después desde un viejo nicho que empezó a reverberar con el día que iluminaba las joyas y los votos de plata la Virgen de Luján, su vieja compañera, la amiga de sus horas desiertas, y de sus dolores callados, la miraba también esa mañana con su pupila llena de dulce mansedumbre. Entonces se apercibió que no   —256→   había estado sola esa noche y quiso arrodillarse para agradecerle a María y encomendarle a los que iban a quedar en aquella casa tan solos, cuando ella ya no estuviera. Se había olvidado que estaba enferma y no tenía fuerza. Tendió hacia ella sus dos manos temblorosas cuya piel de marfil opaca se arrugaba en el dorso llena de manchas pardas y pequeñas. No quiso llamar a nadie todavía para que la socorrieran, para que el sueño de sus hijos no fuera interrumpido. Entonces estuvo escuchando. Los ruidos matinales de la casa de anchos corredores tardaban en llegar. No se oía el crujir de las puertas que se abren, el caminar de los sirvientes por los patios, ni los rumores del aseo que empieza, ni voces lejanas que anuncian que la familia ha despertado y se saluda de cuarto a cuarto. ¡Catalina bendijo entonces a la Virgen por el reposo y el sueño de sus hijos! Ella conocía las amarguras de ese hogar, las tristezas de la mente de Carlos, y la bárbara y enferma cabeza del hijo y muchas veces había rezado por ellos al lado de esa deliciosa Angelina, una hermana de caridad ágil en sus veintidós años, ¡alegre como un rayo de sol!

-¡Oh duerman los queridos de mi corazón! ¡Duerman! Y que les llegue tarde la aurora, ¡oh queridos de mi corazón!, pensaba Catalina. ¡La viejita ya se va pronto a contar lejos los amenos cuentos con que entretenía las horas de vuestra niñez! Se acuerdan   —257→   ¡Oh Carlos! ¡Oh mis queridos nietitos! ¡Mi regazo ha sido muchas veces la cuna blanda y mis cantares las nenias suavísimas que os traían un letargo celeste! ¡Porque Dios mío, así mismo tengo dolor y lágrimas cuando pienso que los voy a dejar! Y después en estas noches largas estarán sentados todos alrededor de la chimenea esperando que yo les diga los cuentos que tienen olor de hoja seca, y el aroma de las viejas cosas cuidadas y esperarán en vano que yo llegue envuelta en el largo rebozo de espumilla negra. No se apesadumbren ¡oh queridos de mi corazón! Yo he de andar por ahí cerca batiendo lentamente mi ala de muerta y les voy a hablar y tal vez así en el silencio suenen algunos cantos de esta mi voz apagada porque el corazón de los padres que se han ido hace ruido en el comedor de la vieja casa, cerca del oído de los hijos. Y cuando llegue la noche y estén durmiendo bajo los mosquiteros de tul en la frescura de los cuartos alfombrados con esteras, el sueño inquieto del verano mi ala de muerta será como un abanico, como una brisa suave y me sentaré a los pies de las camas a cuidarlos, como si fuese el Ángel de la Guarda. Yo los abrazo a todos en este amor de mi corazón, ¡oh mi querido hijo! ¡Oh Dolores! ¡Oh mis nietecitos que veo correr todavía por el patio y volar de un lado a otro como la ratona que gorjea y salta entre la madreselva, así chiquitos apenas levantados del suelo, adorables   —258→   en el balbuceo incomprensible. ¡Adiós! Pronto se acabará todo, pero yo los voy a oír siempre en la eternidad del cielo y a Dios le voy a pedir derrame sobre vosotros su misericordia.

*  *  *

Estaba en estos pensamientos, cuando sintió que dos labios le besaban la frente. Abrió los ojos... Angélica se había sentado al lado de ella y le acariciaba las manos.

-Usted está enferma, abuelita, empezó la niña. Yo lo voy a despertar a papá para que la cure.

Catalina la miró sonriendo entre un golpe de tos que la fatigaba mucho. No pudo contestarle y movía la cabeza y le apretaba la mano para que no se fuera.

Al rato un esputo asomó a sus labios. Angélica los secó palideciendo. Su pañuelo de seda tenía una mancha bermeja. Era sangre.

-Aunque Vd. no quiera, continuó la niña toda temblorosa, yo lo voy a despertar a papá.

La anciana la llamó con la mano para que se acercara más y le dijo en voz muy baja:

-Yo estoy bien, Angélica. Los médicos necesitan dormir más que los otros. Sufren mucho. Déjalo. Además tengo que hablar contigo, porque en adelante tú vas a ser más necesaria todavía... Hay   —259→   cosas que no conoces. Eres muy joven y cuando yo no esté más...

-¡Abuelita querida! Exclamó Angélica abrazándola.

-No te asustes, contestó la anciana con tranquilidad. Son cosas naturales. Ya estoy muy vieja. Mi corazón está cansado. Yo lo siento detenerse de repente para cobrar fuerzas. Hace ochenta años que late y otro tanto que sufre y ahora quiere reposo. Pero no te he dicho lo que deseaba, porque me has interrumpido. Cuando yo no esté, es necesario que cierres fuerte, fuerte a Carlos contra tu corazón y no lo sueltes más. Los hijos, Angélica, dominan a los padres más que la esposa y más que la madre. Temerá por ti y seguirá viviendo. Yo presiento alguna escena lúgubre todavía aquí. Ricardo está enfermo. Tiene diecisiete años y es un tétrico. Prométeme, Angélica, que no te irás mientras tu papá viva.

-Se lo prometo, abuelita, contestó con firmeza y dulzura la niña.

-Gracias, Angélica, replicó la anciana besándole la frente. Yo sé el sacrificio que vas a hacer. El buen Dios te lo tendrá en cuenta.

-No, contestó sonrojada la niña. Sacrificio no. Es mi deber. ¿Y por qué sacrificio? Al contrario. Y después papá la curará y yo no he de dejar que Vd. se vaya. ¿Y por qué quiere dejarnos?

  —260→  

Entonces Catalina tomó entre sus manos aquella cabeza juvenil y la mecía como si fuera una chica. Su voz se enterneció. Era como una melodía suavísima que viniera de lejos.

-¿Por qué sacrificio? me preguntas, le decía la anciana al oído. Tú tienes cerca tu ramo de azahares, frescos como tu cariño y lo vas a guardar en tu ropero en la pañuelera de raso todavía mucho tiempo tal vez, para que dure el ensueño y conservarás tu vestido de novia quién sabe hasta cuándo en la caja grande y me preguntas: ¿por qué sacrificio? Oh yo sé que en el alma de las hijas suele haber una hermana de caridad, así santa como tú, capaz de acompañar nuestro paso vacilante de viejos, porque hemos caminado tanto entre la desventura y luchado contra la tendencia natural de las cosas a perderse, pero también sé que las niñas no se pertenecen, que las espera el hogar nuevo y nítido, donde hay un vestíbulo adornado con helechos de fibra delicada y hoja exquisita y aromas primaverales, que rozan al pasar el traje de la novia blanco y largo y tiemblan y cuchichean. Y yo sé mucho también de las salitas pequeñas, adornadas con alfombras blandas en su color perla y donde hay una chimenea de bronce, con largas pinzas color de oro, salitas llenas de penumbras donde se sueña esperando en la tarde vestidas con el largo batón de seda y encajes, sentadas en la butaca de terciopelo. Yo sé mucho la historia de   —261→   los diálogos de la noche entre la luz de los espejos cuando él descansa al lado nuestro y las miniaturas y los juguetes que adornan la sala sonríen, mientras el abanico de plumas blancas acaricia su rostro rebosando sobre nuestro pecho y la seda cruje y el corazón late cerca de su oído, conozco la elocuencia de los silencios prolongados y el encanto del brazo que rodea nuestra cintura en los paseos por la casa, cuando dejamos caer nuestra cabeza sobre su hombro y abandonamos la persona como en una hamaca lenta y suave, solitarios los dos, hablando en voz baja como si tuviéramos miedo que se dispersara el encanto. Yo sé todo esto porque como tú, he soñado en mi tiempo la alegre vida de los veinte años, revoloteando como las aves en la libertad de los campos, en medio del éter, sobre la alfombra embalsamada de la pradera, con la intuición del temblor de los nidos en la poesía de las cunas... Lo malo que después el vuelo se hace aleteo y la verdad desnuda y fría nos trae pronto el desierto.

Catalina hablaba como en un subdelirio y al llegar aquí, pasó una sombra por su frente, mientras Angélica la abrazaba y le pedía que no conversara tanto. Catalina no pudo contestar. La tos le estrujaba el pecho con sus fieras remesones. De cuando en cuando un esputo de sangre manchaba su pañuelo. Entonces la niña le dijo muchas cosas, apurada con su adorable charla llena de ternura, sin   —262→   detenerse, como si no quisiera que ella tuviese lugar para contestarle. Fue la confesora de sus turbaciones y el arcano mundo de ese amor que ella había ocultado tanto, estalló en una revelación llena de trepidaciones y de esperanzas. Y ella se iba a mejorar y después de rodillas le pediría su bendición y cuando hiciera frío como en esa noche, ya no la iban a dejar salir más. Estarían cerca de la estufa prendida todos y le iba a envolver los pies y las piernas en una manta rica y abrigada. Después le habló del padre con una emoción honda, de su talento y de su virtud y de sus horas tristes y lloró la niña evocando estos recuerdos, cuando sintió que los brazos de la anciana le estrechaban el cuello.

*  *  *

Así las encontró Méndez al entrar seguido de Dolores. Tenía Carlos cincuenta años. Era alto de estatura, de miembros enjutos, rígido andar y fisonomía recia. Su barba era gris y blanco casi su cabello. Entró con la frente contraída y arrugado y profundo el ceño. Los ojos grandes, un poco abovedados y castaños habían perdido su brillo y a pesar de eso, eran extraordinariamente elocuentes. De manso y dulce mirar, casi siempre entrecerraba sin sentir los párpados en la ternura para levantarlos y esconderlos dentro la órbita en la ira   —263→   propulsando el globo blanco del ojo siniestro como una amenaza. Claros y llenos de esplendor los ojos en su entusiasmo, parecían de repente iluminarse en los ímpetus de su facundia avasalladora. Era incisivo y sencillo cuando hablaba con una gran sinceridad de expresión y de gesto. Aborrecía las perífrasis y las diluciones. Creía en la síntesis. Era su fuerza y solía abusar de ella. Su vida de médico llena de sacrificios, lo había hecho aún más sombrío en esa observación constante de los enfermos. El diagnóstico lo preocupaba hondamente y se tiraba a través de esa esfinge con todo su vigor intelectual hasta resolver sus problemas oscuros. Era un cultor de la buena ciencia y un honesto en su ejercicio y en medio del peligro, al lado de los más brutales contagios, tenía una estoica serenidad. Pero era hombre y el conocimiento de los demás y la impotencia que se presentaba a menudo en su camino y el estar convencido de las fuerzas terapéuticas del organismo y de la tendencia natural de muchas enfermedades a curarse espontáneamente, lo habían vuelto escéptico. Poco creía en los remedios y menos en la gratitud.

Y porque no es un héroe de novela, sino una persona de carne y hueso, un médico como casi todos, que ha vivido, observado y sufrido, llegó a los cincuenta años, sin creer en el conventillo, sin   —264→   amar ya la caridad y sin encontrar poesía en la suciedad y en la pobreza, por eso, porque era hombre y no pudo dejar de conocer en las excursiones de tantos años la homogeneidad de la naturaleza humana en todos los gremios. Había visto el delito y el vicio lo mismo en el palacio que en el tugurio y la maledicencia, la envidia y el odio. Entonces empezó a ser rechazado hacia su casa, a aislarse más y esa misantropía que lo había lastimado en la juventud a perder sus ímpetus y hacerse fría y profunda y amigo como era de la justicia, comprendió que sus hijos eran tan niños como los otros y con más derechos y que su cuerpo y su intelecto debían ser para ellos. Muchas cosas le había enseñado la vida. Había visto morir médicos, tronchados en flor juveniles y heroicos, con las arterias rotas a los treinta años, desgajados por el estudio, el cansancio y el insomnio y la difteria ahogar algunos con la podredumbre de sus placas o perecer acribillados por las pústulas hediondas de la viruela, al lado de enfermos desconocidos, sin tener el deber de morir por ellos.

Después las cunas sin padre y un hogar sin jefe, vagando a la ventura sostenido al principio por la conmiseración y olvidado poco tiempo después y la pobreza levantando la aldaba de la puerta de calle para anunciarse en la casa desierta y los hijos a medio vestir con la perspectiva del andrajo   —265→   y considerados por los mismos que tanto le debían al padre, como animalitos de calidad inferior.

Eso lo había consternado. Dio bruscamente una media vuelta hacia su hogar, él que se había derrochado por todos y se encerró cada vez más en el egoísmo que quiere la grandeza y el bienestar de su familia. Se encontró vicio a los cuarenta y cinco años, canoso y contempló su cuerpo gastado en la lucha diaria, mientras los hijos eran chicos todavía y tuvo miedo de dejarlos en la pobreza. Esto lo salvó de la muerte, porque fue más profunda esa ternura que la monomanía suicida que le flagelaba el corazón de cuando en cuando y mientras la madre lo había estrechado entre sus brazos muchas veces para calmar sus desesperaciones y alejarlo del abismo, el hogar con sus cantos llenos de amable y melancólica poesía, lo enterneció, con las plegarias que rezaban los niños al acostarse, y con la mórbida sensación de los bracitos blancos que rodeaban su cuello de trabajador y el beso alegre de las bocas pequeñas que buscaban su mejilla tostada. Por eso había vivido y cuando comprendió, que a pesar de sus sacrificios, sus hijos heredaron un poco de su espíritu sombrío, volvió a caer en sus pesadumbres de siempre como si se tratase de una enfermedad crónica de su espíritu que se reagadecía de cuando en cuando y concluyó por apercibirse que de aquello no curaría más. Se hizo un tranquilo y un estoico   —266→   a la vez. Ya no luchó más y su vida se transformó en una resistencia pasiva sobre todo después que había con su trabajo constituido el porvenir de la familia.

*  *  *

Acostaron a Catalina y suavemente la colocaron con el dorso apoyado sobre un montón de almohadas. Así, un poco erguida y casi sentada en la cama, respiraba mejor. Los movimientos la habían fatigado mucho, tosía y esgarraba sangre. Carlos con el reloj y una mano colocada sobre el tórax de la madre, contó las respiraciones y tomando la muñeca, puso el dedo índice sobre una de las radiales. Sintió la arteria galopar a saltos, desapareciendo el pulso a veces como escondido en la rápida fuga. La sangre corría apurada pero sin energías, como si el corazón estuviera cansado. ¡Oh, lo que sufrió Carlos en ese momento! Contó mucho tiempo como distraído. Esperaba que más tarde se ordenaría el pulso, creyendo que su observación fuera equivocada, pero la arritmia siguió su implacable y fúnebre aviso y la sangre huía más ligero todavía, como si la muerte empujara su melena roja. ¡Qué estrujón doloroso sintió en el pecho! Parecía que lo hubieran herido, como si un peso enorme le ciñera el tórax hasta unirlo con las vértebras. Creyó morir. Estuvo inconsciente un rato en medio de esa angustia, pálido como una cera y después de la desesperación horrenda,   —267→   volvió como a la vida y encontró que su dedo no se había movido de la arteria, que seguía saltando desordenadamente. Nadie se apercibió en la penumbra como estaban, de ese drama silencioso de su aorta herida de muerte y pasó el ataque de angina como muchos otros que había tenido sin decir nada. Enseguida no tuvo valor para percutir el tórax. No quería producirle dolor a la madre y haciéndola sentar más, colocó el oído sobre sus espaldas... Auscultaba. Nadie se movía en el cuarto y era tal la quietud, que se sentían los crujidos de la bata de Catalina al resbalar en la fatiga. El aire entraba con su ritmo áspero en los pulmones como si se precipitara con violencia y más abajo adquiría de repente una resonancia extraordinaria, como el soplo de un fuelle y se oían en lo hondo crepitaciones y crujidos por todas partes, como si reventaran a su paso burbujas líquidas a millares. Percutió entonces casi sin fuerzas en esos puntos y se produjo un sonido seco y sordo. Los dos pulmones estaban enfermos. Hizo recostar otra vez a la madre sobre las almohadas y puso el oído sobre el corazón. No lo sentía latir. Un escalofrío corrió como un relámpago por todo su cuerpo y levantó la cabeza para mirar a la madre y la encontró sonriendo.

-¿Muy grave, no, Carlos? preguntó Catalina.

-Enferma, sí mamá, contestó el médico; grave ¡no! Pero ahora no hables. Voy a concluir mi examen.

  —268→  

Inclinó otra vez la cabeza sobre el pecho de la madre. Sintió un aleteo adentro. No había tonos; el ritmo había desaparecido. El corazón hablaba en voz muy baja y deteniéndose a descansar a menudo y solamente el hijo escuchó sus últimos poemas. Creyó que estaba muy lejos y que por eso no oía bien. Hundió más la oreja para acercarse a él, pero el ruido no se hizo más claro. Siguió el murmullo de aquella pobre ala cansada, narrándole al hijo una melancólica y larga historia de amor de madre y le decía que ella había entregado a ese amor y a la caridad cristiana las fibras rojas desaparecidas y le habló de recuerdos que lo habían lastimado con sus gotas de lágrimas, de los estremecimientos y los terrores que lo habían envejecido. Ni un solo grito oyó Carlos adentro; ningún sonido de protesta, ¡ninguna queja amarga! Todo lo conversaba el corazón casi en silencio al oído del hijo, como si fuera una alma rota que volara tropezando en el pecho, resignada y dulcísima, con las suavidades moribundas de un ángel.

Estuvo Carlos un gran rato auscultando como olvidado del mundo con los ojos cerrados y esperó en vano que se reanimase la víscera, mientras la tristeza se apoderaba de él con su manopla implacable. Esperó en vano. El corazón siguió no más en aquella bruma lejana su serpentino resbalar de larva y guardó en su cripta purpúrea muchos misterios,   —269→   muchas recónditas sensaciones de amor y de piedad, ¡pobre lira de carne, que se retiraba cada vez más lejos del mundo envejecida y triste, cantando siempre sus sordinas moribundas!

Cuando Carlos levantó la cabeza, sintió recién que entre sus cabellos estaba la mano de la madre y tomándola suavemente, dejola en reposo sobre las sábanas. La anciana dormía con un poco de fatiga pero con cierta placidez serena de santa, mientras el médico se retiraba al comedor con los brazos caídos, en un profundo desconsuelo. Allí se paró en el medio sin hablar como si estuviera leyendo en su corazón con los ojos fijos como atontado, y Angélica y Dolores que lo habían seguido, le acariciaban con palabras cariñosas. Méndez estrechó a la hija entre sus brazos con ímpetu. No podía casi hablar. Eran tiernas palabras las suyas...

-¡Hija de mi corazón!, ¡Oh Dolores! ¡Qué buenas son Vds.! -exclamaba el médico.

-¡Dios es la bondad infinita, papá querido! Él la ha de conservar para nosotros, contestó la niña besándolo, mientras Carlos repetía como un eco sus palabras y cuando abrió grandes los párpados para mirarla, sus ojos se habían llenado de lágrimas...

Los médicos amigos de Carlos la asistieron, turnándose para velarla. Ella había sido en alguna ocasión madre de cada uno de ellos. Se reunían a menudo y hacían consultas. A veces asistía Carlos,   —270→   pero otras los dejaba solos para que pudieran deliberar con más libertad. Cuando salían, él preguntaba siempre: ¿Cómo está el corazón?

-Los remedios lo han reanimado un poco, le contestaban los amigos.

Carlos tenía entonces algunos momentos de alegría. Se acercaba a la cama de la madre y auscultaba. Era cierto. El corazón se había acercado más a su oído. Hablaba más claro pero eso no era la verdad... Se detenía a veces para tambalearse después cinco o seis pasos como un ebrio y seguir con contracciones incompletas que no llegaban hasta la muñeca, como si fuera un viejo titán abrumado por una carga superior a sus fuerzas, que él moviera, sin embargo, a pesar de todo. Y después silencio otra vez, ¡esa quietud siniestra de la víscera que se detiene! Se sentaba entonces Carlos a los pies de la cama y acariciaba la mano izquierda fría de la madre abandonada a lo largo del cuerpo.

-Yo estoy bien, Carlos, muy bien, decía Catalina a menudo.

-Sí, mamá, contestaba el médico apurado, como si quisiera ocultar una mentira, está mejor, muy mejor.

Cada noche uno de la familia la pasaba al lado de la cama. Cuando le tocó a Ricardo, ya tarde, en medio del silencio la anciana lo llamó para bendecirlo. Este se arrodilló y Catalina colocando la mano   —271→   sobre su cabeza desgreñada lo bendijo. Después lo hizo sentar muy cerca de ella y en voz baja le recomendó que fuera paciente y tranquilo y sobre todo, que no abandonase nunca a la madre.

-Prometémelo, Ricardo, insistió Catalina. Nunca abandonarás a tu madre.

-Si, abuelita, le prometo, contestó el joven con gesto sombrío.

-Yo te puedo decir esto, mi nieto. ¡Las madres sufren mucho, cuando los hijos se van! La casa está llena de los recuerdos que ellos dejan. Ellas los ven y lloran, y todo el día piensan en los que están lejos. Tú sabes que quedan los libros por ahí, el dormitorio y un sitio del comedor vacío y por la noche, acostadas en el reposo se acuerdan, no duermen y los abrazan y besan, como si estuvieran cerca y la tierna memoria pudiese desde allí ser un amparo... ¡Y después el corazón de las madres es muy delicado y para los hijos no tiene más que notas exquisitas! ¿Por qué lo lastiman los hijos?

Catalina se detuvo, mientras Ricardo rompía en un violento sollozo y le empapaba las manos con lágrimas.

-No llore, mi nieto querido, seguía la anciana. ¡Sea fuerte, más fuerte que su pasión!

Ricardo tuvo un violento sacudimiento. No contestó nada, con la frente contraída y todo encogido   —272→   en la silla, mientras Catalina le hablaba con acento suavísimo.

-Yo sé por qué lloras, le decía, acariciándole el cabello. Yo he sentido todas tus torturas y te he visto caminar agobiado bajo tu cruz y has pensado muchas veces que ese amor te mataría. ¿No es cierto, Ricardo?

El joven levantó los ojos y contestó bruscamente, sin desarrugar su ceño:

-Es cierto.

-Ya ves, Ricardo, cómo he adivinado, seguía con su serenidad de santa Catalina, porque así viejita como estoy, he leído mucho el libro de la adolescencia y he tenido mucha misericordia por los corazones atormentados y silenciosos que necesitan dulzuras y tiernas caricias para seguir viviendo. Entonces, hijo mio, no abandones a tu madre. Solamente en su seno encontrarás ternuras y piedad sincera. ¡Y además tu madre vale más que ella, Ricardo!

-¡Oh sí!, ¡Sí! -gritó el joven Ricardo, levantándose con ímpetu. Parecía un espectro.

Ella, ¿dice Vd.?, seguía casi con brutalidad. ¿Ella? ¡No vale nada ella! ¡Es cualquier cosa no más! ¡Pero me desgarra adentro! ¡Me saca sangre! Tengo un crespón... ¡Y después este yugo que no me deja alzar la cabeza y me ha hundido una marca en la nuca! ¡Oh yo lo he de quebrar sí! ¡La odio! ¡yo la   —273→   odio! ¡Se ha apoderado de mí! ¡Se ha entrado con toda esa hermosura grande que tiene! ¡Yo soy un esclavo! ¡un gusano y un vil! ¡Y mi madre! ¡Oh mi madre! ¡Qué puro es este amor mío por ti!

No podía continuar. Los sollozos lo ahogaban. Arrodillado al lado de la cama, con la cabeza hundida entre los colchones, sofocaba sus lágrimas, mientras Catalina, colocando de nuevo las manos entre su alborotado cabello, le decía:

-¡Sea fuerte, hijo mío! ¡No olvide el ejemplo de su padre!

-¡Pobre papá! Murmuraba Ricardo. ¡Cuánto te he hecho sufrir!

-Pero de hoy en adelante ya no más, ¿no es verdad, Ricardo?

-¡Oh si yo tuviera fuerzas, abuelita! Pero me siento a veces como si viviera en un deliquio hondo y no fuese varón, y me entierro cada vez más en este pensamiento oscuro. ¡Se me caen los brazos! Y ella es tan rígida, tan seca, tan sin alma, como una penitente. Vive macerándose, abuelita, ¿entiende? y arrodillada y rezando como en éxtasis.

Ricardo movía la frente con tristeza.

-Tú debes conservarte para tus padres. Eres muy joven. Empiezas a sufrir demasiado temprano. No te gastes y que Dios te bendiga, hijo mío.

-Yo le beso la mano, llorando, abuelita, exclamó el joven. Yo necesito si mucho, que Dios me bendiga,   —274→   agregaba al rato como hablando consigo mismo, porque si no ¿quién sabe? y quiero que Vd. viva para todos nosotros.

La entrada de Méndez con el médico que venía a su visita de la media noche, interrumpió el diálogo. Ricardo se retiró a un sofá del rincón del dormitorio para que no lo viesen, mientras el médico observaba a la anciana y después hasta la madrugada no se movía del lado de la cama.

*  *  *

En la noche siguiente, el invierno cayó sobre la ciudad con la tristeza de una llovizna monótona.

Desde el dormitorio cerrado se oía apenas su murmullo sordo. Alguien murmuraba en el aposento de Catalina con un ritmo igual siempre. Adela Paloche, arrodillada con la frente en alto y los ojos estáticos, se había olvidado por sus plegarias de la pobre enferma. Así en la penumbra se entreveían las líneas correctas de su rostro embelesado en un seráfico arrobamiento. Catalina se sentía mal y la llamó varias veces, pero ella, arrebatada en sus místicas inconsciencias, no paraba mientes. Catalina se incorporó entonces; crujieron los elásticos de la cama y de nuevo cayó desplomada sobre las almohadas... El corazón se había detenido. Una palidez mortal cubre su rostro, mientras se le enfrían las extremidades y un sudor viscoso empapa su piel. Parecía   —275→   muerta. Adela, asustada de aquel silencio, de su respiración fatigada, se apercibió de ella, acercándose con violencia y cuando iba a darse vuelta para llamarla, Catalina abría los ojos y apretaba su mano para pedirle que no llamara a nadie.

-Déjalos dormir, Adela, seguía lentamente la anciana. Ya se pasó. Siéntate tú aquí.

La anciana indicó una silla que estaba al lado de su cama.

-Ahora, dijo al rato mirándola con dulzura. Te voy a pedir un servicio. No entres al convento todavía. No te vayas de esta casa.

-Pero yo tengo mi voto hecho y mi promesa a la Virgen y tengo que cumplirla, contestó Adela impasible y fría. Y después, agregaba al rato, hace tiempo que el mundo ha muerto para mí.

-Entonces, seguía Catalina, ¿tú querrás que yo me muera disgustada contigo? Porque tú te imaginas que estás sola y que no has despertado sensaciones y que nadie te sigue y estás equivocada. Puede ser que el mundo haya muerto para ti pero no tú para él.

Adela miró con extrañeza a la anciana y contestó:

-Yo no entiendo, misia Catalina, lo que me quiere decir.

-Ya sé. Tú estás con tu mente en un mundo especial. No ves la tierra y tienes para sus miserias todas   —276→   las durezas. Si yo te dijera que hay quien te ama, te sigue y sufre como los mártires sufrían, tú te darías vuelta hacia el crucifijo y rezarías para que alguna vez el profano encontrara perdón en el seno de Dios, ¿no es eso?

-Yo tengo en el corazón, misia Catalina, una llama que me devora. Amo a Jesús. ¡Es el esposo mio! Lloro por su pasión. ¿Qué poco sufrimos nosotros al lado de esa cruz manchada con sangre, de su alma desconocida y lacerada? ¡Oh es muy poco ayunar para hacer penitencia, flagelarse con el cilicio y rezar horas enteras! ¡Oh si uno pudiera ofrecerle su vida material, entregarla para el martirio, para que las fieras le desgarrasen a uno trozo a trozo la carne y morir por la fe, cantando hosannas al Señor!

Catalina no contestó. Contemplaba esa criatura enajenada casi en sus ardores de catecúmena.

-Ojalá fuera como usted, misia Catalina, seguía Adela con ímpetu. Hubiera pasado las penas que usted ha pasado, para llegar hasta él purificada por las congojas, no sería lo que soy, una miserable sierva, una indigna de su omnipotente misericordia. Es por eso que yo envidio a los que sé que han padecido a los mártires que sufrieron todos los tormentos y a las Vírgenes que han muerto por la pureza. Y después, misia Catalina, yo necesito salvar a Clarisa y sacarla del purgatorio. Para esto   —277→   tengo que hacer penitencia y rezar por su alma. Usted sabe que fue una pecadora y para redimirla, hoy no queda más que mi sufrir. ¡Ojalá me ayude la misericordia de Dios!

Adela quedó en silencio mientras en el patio se sentían pasos agitados y la anciana le decía con voz casi imperceptible:

-¿Sabes quién es ese?

-No, contestó Adela.

-Ricardo, agregó la anciana. Te ha visto salir y te ha seguido y ¿sabes tú por qué?

Catalina no pudo continuar. La fatiga la ahogaba cuando Méndez entró a verla. El pulso se había hecho frecuentísimo, casi incontable. Ya no esgarraba. Se sentía en la garganta el gorgoteo de las mucosidades, mientras sus manos empezaban a enfriarse. Dolores y Angélica entraron también al cuarto y se acercaron a besarla.

-Muchas gracias, le dijo la anciana a Dolores. ¡Eres una santa! ¡Me has ayudado a salvarlo!

El terror se apoderó de todos. Catalina se moría. En la casa se sintió un ir y venir de pasos apresurados, puertas que se abrían y al rato el tañido acompasado de una campana. Le traían el Viático. Catalina recibió la Hostia con el rostro iluminado y sonriente. Enseguida le pusieron la Extremaunción. Cuando el padre la descubrió, los pies estaban hinchados, violáceos y como una escarcha. Méndez vio eso y al médico   —278→   que había llegado con extraordinaria ansiedad, le dijo:

-¡Se muere! ¡Se muere! ¡Hágala vivir!

El médico hundió repetidas veces la jeringa de Pravaz en la piel de la anciana y el pulso al rato pareció asomar un momento y enmedio del silencio se oyeron sollozos mal reprimidos. Carlos Méndez había encorvado su cuerpo sobre la cama de la madre, sin dejar el pulso. En eso sintió que la mano de ella se posaba por última vez sobre su cabeza. Méndez la miró con los ojos llenos de lágrimas y recibió en el corazón las últimas palabras de la madre.

-¡Yo estoy bien! Articuló apenas la anciana, interrumpiéndose a cada rato. El hogar es la virtud... Es el poema que escriben las almas puras... ¡el camino que nos lleva al cielo!

-¡Oh mi madre! Gritó Carlos con la voz destrozada, mi madre querida!

La anciana pareció escuchar. Levantó las dos manos y Carlos colocó entre ellas sus mejillas. Ella lo besó en los labios y le dijo:

-¡Dios te bendiga!

En aquel cuarto había un silencio de muerte y mientras Catalina respiró, nadie se atrevía a moverse, ni a turbar aquel último coloquio. Los dos siguieron mirándose de cerca y se vio entonces que dos grandes lágrimas resbalaban por la mejilla de la   —279→   anciana. Ya no respiraba. Carlos la tomó de los brazos y miró al médico.

-¿Un síncope? preguntó al rato con terror.

El médico puso el oído sobre el corazón y bajó enseguida la cabeza sobre su pecho.

-¿Ha muerto? agregó Carlos de nuevo con ímpetu.

El médico siguió en su actitud, sin contestar palabra, mientras Méndez la abrazaba, como si no quisiera que se fuera todavía, con el alma hecha pedazos por los sollozos. Un rato después, todos lo rodearon, arrastrándolo hacia el comedor. Lloraban... ¡Catalina Méndez había muerto!



  —281→  

ArribaAbajo- VIII -

Adela Paloche


La casa quedó triste. Su puerta permanecía cerrada, colgando un negro crespón de su llamador. Poco se cuidaban de asearla y el jardín no se regó en mucho tiempo. La vida fue distinta desde entonces, preocupados como estaban de acompañar a Carlos. Angélica no se movía de su lado hasta muy tarde, cuando ya la media noche invitaba al reposo, y el padre más de una vez había dejado caer dormida la cabeza sobre su hombro. Ella le acariciaba el cabello y lo besaba, mientras Dolores de pie, detrás de las sillas donde estaban sentados, movía su abanico despacio, para que no despertara. A veces, la niña rendida inclinaba su cabeza sobre la del padre para dormirse y cuando desaparecía para su dormitorio, Dolores rezaba de rodillas, al lado de la cama, para velar el descanso de Carlos. Ricardo   —282→   vino alguna vez también silencioso y tétrico. Se arrojaba con ímpetu en los brazos del padre y salía después con el ojo oblicuo y la melena alborotada... En vano buscaba reposo, y en su rostro pálido el insomnio había grabado su inquieta huella. A Méndez por mucho tiempo le pareció que Catalina no había muerto, que la iba a encontrar a cada paso y que sentía de lejos el roce de su traje y el ruido seco de aquella tos. Entraba a menudo al aposento de ella, conservado en la penumbra, como si hubiese sido un templo. Todo estaba como antes, con su mismo perfume de alhucema guardada en sus roperos y en el piso levantaba su tallo delgado y verde un viejo clavel. Méndez lo regaba todos los días con un gran vaso de agua cristalina y después ya no lloró... Era como un dolor de la mente ese suyo -como una idea fija, melancólica y dulce, como si estuviera meditando para su recuerdo en una religión nueva de su corazón... Se quedaba largo rato sentado en aquel claroscuro, en la misma butaca de ella y a veces sobre la cama recostaba su cabeza, en un largo diálogo mudo... Ya no lloró más. Aquel altar fue cuidado y quedó lo mismo que cuando ella vivía.

Solamente Adela se hizo invisible. Encerrada en su cuarto, dentro de su traje gris de estameña burda, vivía con Dios de rodillas... Era una hermosa mujer de rostro de mármol y ojos azules   —283→   -una fría belleza soñadora del cenobio y enamorada de las rasgaduras del cilicio. Su mundo era el Calvario y su esposo era Jesús. No se oía en su cabeza más epitalamio que el aullido de la turba escarneciendo al crucificado y las palabras del Salvador; «aparta de mí el cáliz ¡oh Dios mío!» sonaban a cada rato en su mente, como un lúgubre y doloroso ritornelo. Ella pensó en aquel día funesto, cuando inclinaba desde la cruz su rostro de muerto, y vio el cielo oscuro e irritado y sintió tambalearse los mundos en las alturas y sacudirse con balanceos de terremoto la entraña de la tierra, porque ya no estaba Jesús, el ángel que predicaba el perdón, el divino Nazareno que alzaba hasta él a la mujer caída en el camino. Así ante sus ojos marcha Magdalena, una hetaira con rostro de mujer y melena blonda y leonina, alegre pecadora de piel lasciva que se arrodilla y llora de amor -una bacante que confiesa su culpa y dobla la cabeza arrepentida bajo aquella mano suavísima de misionero que le indica el sendero del cielo. Como ella, Clarisa, redimida por sus oraciones y el ayuno y por los éxtasis paradisíacos que la arrebataban fuera de la tierra para arrastrarse con el cuerpo ulcerado en el empíreo entre la eterna gloria de los astros, aunque tuviera que llegar hasta allí, ella -como si no fuera sino una fea larva disecada por las maceraciones y el hambre. Así iba a seguir   —284→   hasta la muerte Adela, para que Juan y Clarisa fueran perdonados. ¡Porque ella pensaba que era poco todavía esa penitencia! Tenía el sol que inundaba su cuarto, un largo tramo de jardín lleno de aromas, las bendiciones y el amparo de una familia santa y Jesús le mandaba en la noche, en el esplendor de sus frecuentes apariciones en aquel aposento suyo, le mandaba que se retirara del todo fuera del mundo para entregarse ferviente a él sólo. Entonces ella contemplaba el pecho del Nazareno con el corazón traspasado de un agudo puñal, y veía claramente que él estaba cerca de ella y la llamaba con voz dulcísima y sollozante. Una llamarada de amor y de caridad la hacía prosternarse con la frente hasta el suelo y se oían sus gritos de angustia y las palabras ardientes con que ella le prometía a Jesús que sería su sierva y que huiría de la tierra. Una noche sus gemidos llegaron hasta el dormitorio de Dolores. Esta entró bruscamente. Adela estaba de rodillas con los ojos extraviados como en una suprema desesperación. Deliraba. Dolores oyó que le decía a Jesús: ¡oh, amor mío! ¡Oh, esposo mío! ¡Tú me miras, porque tu esclava no te ha obedecido! ¡Perdón! ¡Perdón!

Y como Dolores tentara calmarla, ella le indicaba el rincón, fría de sudor y de miedo.

-Allí está levantando la mano amenazadora.

Dolores miró. El rincón estaba vacío. Era una   —285→   alucinación. Al rato ve que Adela cae desmayada; como muerta y cuando Méndez llegaba, empezaron unas horribles convulsiones. Con la frente crispada, y espectral, la boca en una mueca satánica, empezó a dar saltos por el suelo, sacudiendo en desorden brazos y piernas, mientras los dedos de sus manos corrían rígidos y contracturados a su cuello. Ella busca con desesperación arrancarse el nudo que le comprime la garganta y la asfixia, mientras los ojos giran en la órbita, de aquí para allá, como péndulos vertiginosos y de su boca salen palabras ininteligibles como silbando. Un momento después arquea su cuerpo con extraordinaria violencia, con la cara tocando el suelo, mientras se apoyaba por otro lado sobre la punta de los pies. En vano Dolores y Carlos trataban de deprimir su vientre para sujetarla. Allí permaneció largo tiempo hasta que sus músculos se relajaron y quedó acostada, con las manos apretadas alrededor de la garganta. Se ahogaba. Desde el vientre había subido hasta sus fauces, una cosa brutal que ella quería desgarrar para no morirse. Estaba lívida. De repente empiezan sus caderas un balanceo suave y rítmico de arriba abajo, una voluptuosa danza de bayadera afrodisíaca y sobre su cara aparecen los signos de un desenfrenado deleite, el labio sonriente y los párpados a medio cerrar como en un placer sobrehumano, y estallaban hondos suspiros, para terminar toda la   —286→   brutal escena en una carcajada sonora y larga con notas estridentes, una carcajada que concluía por herir los oídos y que hacía mal, como un caquino demoníaco. Lloró después con el pecho lleno de sollozos y hablaba palabras apasionadas, conversando con las fantasmas que veían sus sentidos enloquecidos. Hablaba con Jesús, con ese amor suyo delirante, esa bruma de su alma mística, para llamarlo con tiernas palabras de sumisión. Después su llanto se hizo más rumoroso y volvía de cuando en cuando la carcajada de loca a mezclarse con las lágrimas en el pavoroso ataque. En el cuarto reinaba un profundo silencio. Dolores se había arrodillado para rezar, mientras Méndez, con los brazos cruzados y el ceño torvo, contemplaba la escena y cuando Adela se hubo calmado, Dolores preguntó aterrorizada:

-¿Qué será? Carlos. ¡Se habrá vuelto loca, por Dios!

-No, Dolores. No te asustes, contestó el médico con serenidad. Es la histeria. La Iglesia se equivoca a veces. Canoniza a estas pobres psicópatas. ¡Qué familia desgraciada, Dolores! Juan perseguido, Clarisa erotómana y ésta buena como un ángel y hermosa como una estatua perfecta, tampoco se ha podido salvar. Es una mística. Eso es lo que hay, Dolores.

-Pero ella se quiere ir a un convento de todas   —287→   maneras, agregó la mujer, como pidiendo la opinión del médico.

-Y debe irse y pronto, agregó Carlos con gesto sombrío. No quiero que la nena vea estas cosas. Yo he cumplido con D. Manuel mi promesa. Le he dado refugio y hospitalidad. Ahora que siga su destino.

Así Adela pasó su vida pensando en el sacrificio y soñando con el martirio. Puesta en la cama la ayuda Dolores a desnudarse. Se horrorizó. Toda su piel estaba llena de cicatrices, algunas recientes y oscuras y otras nacaradas y viejas, largas equimosis y manchas negras e hinchazones. Una que otra úlcera tenía abierta, húmeda y roja en las piernas. En esos días había sido acometida por una furia de flagelarse y el cilicio que estaba colgado al lado de su cama, tenía manchas de sangre, ese cilicio que solía agarrar en la noche, cuando todos dormían, arrodillada bajo el crucifijo y hacerlo silbar para herir sus carnes desnudas, hasta caer agobiada por el esfuerzo y dormir tirada sobre el piso. Solamente el rostro conserva su divina pureza de líneas. Sobre una frente de alabastro el marco de su cabellera negra, recogida atrás sobre la nuca, en un rodete largo, sostenido con una sencilla peineta. Los ojos eran rasgados y azules, con el dulce mirar de ese azul diáfano, que tiene dentro como una luz clara, abierta y serena, una espléndida ventana en la cripta oscura   —288→   de su espíritu enfermo, cuya fría tenacidad escapaba a veces a dar a sus pupilas una extraña fijeza, como un reflejo severo y duro y debajo la nariz un poco larga y fina de la belleza griega, sobre la boca pequeña de labios rojos, sostenido el hermoso rostro por un cuello esbelto y redondo, inclinado un poco adelante, como quien quiere mirar lejos, fuera de la tierra dentro de algún etéreo ensueño, como su alma de adentro que vivía anhelante de torturas y de paraísos. Ella sabía toda la historia del martirologio cristiano, la osadía de los apóstoles en sus predicaciones sigilosas. La ley del amor y del perdón cruzaba como un bálsamo sobre la esclavitud de los desheredados de entonces, y el lenguaje de la virtud sonaba con vigorosas tonalidades entre las notas injuriosas de la orgía del poderoso. Decían que todos eran hermanos, igualmente hijos del Eterno y señalaron con el dedo a la mujer, manceba hasta entonces, para hacer de ella la amable y pensativa señora del hogar del hombre. Así creó la madre y la familia. En todas partes esos anacoretas que dormían sobre el duro suelo, que no tuvieron el cuerpo sino para la pelea con las sombras que cubrían la sociedad carcomida, en todas partes fueron cantadas las alabanzas del Señor, y el pueblo entristecido, el asno que marcha toda la vida sin poder sacudir sus árganas cargadas de pan amohosado, carne podrida y dolores, se detuvo atónito ante   —289→   el lenguaje que enseñaba la mansedumbre y la caridad y se aferró a la cruz... Ellos decían que Dios era el amigo del pobre, el compañero del sufrimiento que era todopoderoso e inmortal y entonces vieron el desierto, el abandono en que vivían y comprendieron que aquella religión era un apoyo en que debían descansar, el manantial que aplacaría la natural sed de mejoramiento, el bálsamo para la congoja, la divina frescura para la carne labrada por el trabajo y el espíritu exacerbado por la protesta impotente. Entonces los miserables acompañaron a los que suprimían al esclavo y a los que prometían una vida mejor, como premio a la virtud escarnecida. La piedad cristiana fue un lábaro y las huestes que lo siguieron, procedían en cohorte pidiendo a gritos el martirio por su fe y entonces empezó el triunfo, porque esa religión fue tan sencilla, que casi es la misma Naturaleza. Fue la verdad pura y absoluta. Fue civilizadora porque transformaba al instinto en inteligencia en sus predicaciones, al bruto en hombre. Entonces los catecúmenos comprendieron que el amor de madre, que es instintivo era un derecho, que la familia era un deber humano y una divina exigencia, que el cariño por la libertad que nace y crece hasta en la planta, dejaba de ser sensación para ser verdad demostrada por el raciocinio. Los primeros gérmenes de la caridad razonada por la patria, fueron arrojados al surco y esa cosa honda,   —290→   esa insondable crucifixión que penetra todas las vísceras, porque uno muerde el humus y los pastos de la tierra y quiere su sabor y bebe los vientos que la sacuden, y quiere sus perfumes y sus gritos elocuentes y sabe de su aire diáfano, de su cielo divino, de sus tormentas gigantescas y de sus majestuosas calmas, todo eso salió de la sangre para ser esplendor intelectual, primera etapa hacia la patria celeste, que los esperaba purificados por la llama del martirio.

Así enseñó que los hombres eran hermanos, no solamente en el peligro, en las catástrofes y en el pánico que tienen el poder de acercarlos, sino en todos los momentos como una tranquila verdad mandada por la religión y aceptada por la inteligencia, siempre aun en medio de la paz y de la alegría. Enseñó el perdón y la caridad por los caídos, la benevolencia y la misericordia para los enemigos, como un corolario natural de la angélica bondad de sus doctrinas, que acumularon prosélitos convenciendo. Sucedió entonces que este fresco retoño el verbo -nació en el hueco podrido en que perecía el mundo antiguo y se alimentó de la fermentación de la ciénaga universal. Las raíces se hundieron en su entraña caliente por el incendio del esfacelo puerco y serpearon haciendo tambalear sus cimientos y empezó el edificio a grietarse y techos y paredes a inclinarse pavorosas. Los Dioses del templo pagano presintieron el desmoronamiento y para salvarse no   —291→   buscaron la virtud y el trabajo, no recuperaron la honra, fueron lo que debían de ser: caducos. Cometieron crímenes, ¡nefando corolario de la barbarie! Los acosaron como a fieras hiriendo y matando, crueles refinados, sibaritas con pasiones de eunucos, usando monstruosas bestialidades de exterminio. Los obligaron a la fuga y a refugiarse en los largos sótanos, en el oscuro y húmedo dédalo de las catacumbas. Allí vivían, rezaban y morían. De cuando en cuando, arrancadas de la blanca vestimenta, las vírgenes eran arrojadas al circo, donde las fieras las desgarraban a zarpazos desparramando por la arena los miembros mutilados y sangrientos. Fallecieron muchas de rodillas con los brazos en cruz, la efigie levantada hacia el cielo, silenciosas con el alma en la oración. Hermanas de Jesús, votada su juventud a la fe, fueron heroicas en la resignación. Después Adela supo que sobre esa sangre y sobre esos cadáveres creció la Iglesia y fue conquistado el mundo.

Conocía la historia de los que se alejaban de la tierra para esconderse en el desierto, cenobitas de largas melenas, a medio vestir, macilentos de ayunos que arrodillados en la plegaria tendían los brazos abiertos en las soledades, donde llegaban saltando los ecos lúgubres del rugir de los leones y con la carne seca por hambre y la piel lastimada por el cilicio perecían sonriendo. El cielo es de los que sufren,   —292→   el regazo de Dios de los que aman. ¡Amemos y suframos! ¡La fe es un dolor, un melancólico verme lleno de fuego que me roe las entradas y me desgaja! No quiero sol, no quiero vida humana. Hazme padecer, ¡oh Jesús! ¡Apura mi muerte! ¡Aplaca esta sed de adoración! Toma mis labios. ¡Quiero saciarme de tu divino amor! Y mientras esto pensaba Adela, llega Jesús y al oído le dice en la noche alta:

-Todavía no. No has merecido el cielo. ¡No adoras tanto al señor que él quiera llevarte a su seno! Todavía tienes cariños sobre la tierra. Debe haber para los tuyos en el corazón un frío de sepulcro, una indiferencia triste y una loca desesperación, para arrancarlos de tu mente. Debes ser como ciega y como sorda, ¡sino el Señor no te llevará consigo!

Entonces Adela se prosternaba con la frente en el suelo y con el cilicio silbando flagelaba sus carnes desnudas. Le parecía que su cuarto era una estrecha celda y la casa un claustro, los ruidos externos ecos de piadosos De profundis y se sentía como rodeada por el silencio de los largos corredores vacíos, donde los esqueletos de las muertas, cubiertos de una mortaja blanca rechinaban plegarias para ir a esconderse de nuevo en los sepulcros abiertos y la acariciaban al pasar la mejilla riendo con las siniestras calaveras. Oía sus palabras. La llamaban hermana, invitándola a seguirlas. Eran las vírgenes que lejos de sus casas habían muerto en el martirio por   —293→   la fe. Estaba condenada sino abandonaba la tierra, le decían. ¡Ven! ¡Entra con nosotras en este monasterio donde no se ama sino a Dios!

Entonces Adela era presa de horrible desesperación. Quería ser monja misionera para morir en cualquier parte o encerrarse en su celda y perecer gota a gota adorando al Señor. Después en la Iglesia, en el momento de la misa, bajo las místicas bóvedas en la penumbra, se arrodillaba largas horas del día a orar, mientras los gemidos del órgano llenaban la Iglesia, las dilatadas armonías impregnadas de piedad y de unción, historias del cielo, diálogos angelicales, purezas eucarísticas... Ella oía la música de los salmos, el temblor de la tiniebla sacudida por el espíritu de Dios, el tripudio de la luz, reventando en el caos vencedora gloriosa. Eran los cantares de los astros, el manso lenguaje del cielo azul, ¡el himno de triunfo del sol volteando su orbe fecundo por el espacio!

¡Toda la Naturaleza tiene sed del Dios infinito!

¡Hacia él se dirige, hacia su morada llena de esplendor! Para su gloria entrega sus galas y sus atavíos! ¡Se siente sola y tiene miedo del eterno sepulcro! ¡Entonces de rodillas todos sus átomos buscan el regazo divino para que los reciba y los cubra con su caridad inmortal! Ella oía el grito lastimero de las arrepentidas, la plegaria de Mágdala hecha de amor y de sollozos y escuchaba lejos el horrendo encono   —294→   del pecado en derrota y en esa fantasmagoría, mezcla de plegarias y de visiones, el Nazareno descendía siempre con la cruz para arrodillarse a su lado y marcarla con su mirada celeste... Solamente ella no apuraba su viaje hacia el Eterno, ¡miserable pecadora! Entonces rezaba con más fervor con las manos juntas a la altura del pecho, extraviada y estática. Se acercaba al altar a recibir la Eucaristía y la invadía un hondo y dulcísimo deliquio... Cayó desmayada más de una vez en las raras actitudes de la catalepsia, permaneciendo mucho tiempo en la ausencia inconsciente.



  —295→  

Arriba- IX -

La tragedia


Una noche en que el dolor de la maceración le arrancaba asimismo gemidos tan brutal era, Ricardo que no había dormido se acercaba a su cuarto. Golpeó la puerta y sintiose adentro los ruidos de Adela al vestirse apresuradamente. Ricardo abre y pasa con ímpetu.

Una virgen de Dolores tenía una lamparita adelante y sobre una silla estaba acostado el crucifijo que rodó por el suelo en esta entrada brusca. Adela lo recoge y le besa los pies. Enseguida, indicando la salida, le dice con frialdad y energía:

-No sabía que era Vd. La niña Angélica suele venir a veces. Creía que era ella. Ahora le pido que se retire.

-Yo soy el que va a interrogar, agregó Ricardo   —297→   bruscamente. ¿Con quién conversa Vd. de noche? ¿Por qué llora? ¿Por qué se lastima?

-Ni converso, contestó Adela sin conmoverse, ni lloro, ni me lastimo. Le repito que se retire.

-Conque no se lastima, siguió Ricardo con ímpetu, y esto ¿qué es?

Dio un salto y se apoderó del cilicio que colgaba de un clavo. Sus manos se mancharon de sangre.

-Mire, añadió Ricardo. ¡Esto es sangre! ¿Ve? Y Vd. me ha mentido, repitió como loco, ¿a mí?

-De mis actos no tengo quedar cuenta sino a Dios, dijo Adela separándolo a Ricardo para salir.

-¡No! No se va a ir. Me va a escuchar Vd. ¿Oye? Repitió el joven cerrándole el camino. Vd. hace mucho tiempo que me está ofendiendo.

-Puede ser; pero yo no me he apercibido. Si lo he hecho, le pido perdón, contestó Adela con tranquilidad.

-No es eso lo que quiero.

-¿Y qué debo hacer? Retírese. Voy a llamar sino.

-Vd. me ha tratado como a un niño siempre, Adela. Me ha besado muchas veces sin apercibirse que yo temblaba como un idiota bajo sus labios. Cuando yo disparaba de casa e iba a la suya, ¿Vd. recuerda? Que velaba mi sueño sentada al lado de mi cama y yo sentía de su cuerpo salir como un   —297→   veneno que me torturaba y no me dejaba dormir. Y después me iba seguido por su memoria, acosado y herido, vagando como un duende por todas partes. ¿Pero Vd. qué se va a acordar? Agregaba con violencia. ¡Yo soy una criatura! ¡De balde he tirado mi cuerpo! Me he rajado las carnes entre las pitas y las ortigas. No duermo y como un demente enfurecido, he andado bramando por el suburbio tanto tiempo, porque yo no quería que Vd. me persiguiese con su cara de mármol tan implacable, tan cerca siempre... ¡Aquí!... ¡Aquí!... Y Ricardo se estrujaba el pecho. ¡Pero qué se va a acordar! Yo soy un niño. ¡Vd. no ha tenido reverencia ninguna por los dolores que ha producido! Decía el joven con voz estridente. ¿Qué le importa a Vd. todo? ¡Vd. ha ofendido gravemente mi crucifixión! ¡Váyase! ¡Váyase! Míreme de frente, le digo.

Ricardo estaba cerca de los ojos de Adela, con la cara oscura como un espectro.

-Sabe lo que tengo en las pupilas, seguía sin detenerse. Odio tengo, ¡odio bárbaro! ¡Yo la abomino!¡Ojo por ojo! ¡Mi corazón hace tiempo que bebe hiel y mana sangre! A Vd. se lo digo que no quiere sino a Dios, ¡entiende! ¡Entiende!

Adela había caído de rodillas. Rezaba temblando.

-Eso es, siguió Ricardo, acercándose a su mejilla. Rece. Es lo que le importa. Y después váyase   —298→   al convento. ¡Nadie la molestará allí! ¡Cuánto antes! Pero no olvide lo que le voy a contar. El otro día vi resbalar con furia el miriñaque de una locomotora. Yo pensé con qué placer me hubiera agarrado con su espolón y se me hubiera metido adentro del vientre, arrastrándome por el suelo con las carnes ensangrentadas y los huesos fracturados. Yo me sentía quebrar todo y quedar reducido a una aglomeración informe, ¡un pedazo de hedionda carnaza! Y corrí, se lo juro, para atropellarla y que me tumbase a morir entre las ruedas; ¡pero después me agarró mi madre! Entiende Vd., ¡mi madre! ¡Pero qué le importa todo esto si Vd. no tiene madre! ¿Para qué le cuento? Yo soy una criatura, un imbécil. Puede irse ahora; pero... allá en el convento, cuando esté sola, yo la voy a visitar en la noche, cuando ya esté seco y podrido en un sepulcro cualquiera para decirle que ha hecho bien en juntarse con Dios, y yo lo mismo en irme de una vez, ¡arrancándome de cuajo esta vida miserable!

Adela seguía rezando. Imploraba la misericordia de Dios. Alzó los ojos y se encontró con los del joven.

-Yo le pido perdón a Jesús del mal que hago, señor Ricardo, le dijo Adela. Soy su sierva e inclino la cabeza ante su justicia. Rezaré para que Vd. se acuerde siempre que la vida pertenece a Dios sólo.

Estaba serena y fuerte de nuevo, como si la plegaria   —299→   le hubiese infundido vigor. En ese momento Angélica había abrazado a su hermano. Todo el cuerpo del joven cimbraba. Los ojos estaban secos y ardientes, las manos trémulas. Ella le decía al oído dulcísimas palabras. Le habló de la madre de lo que sufriría si supiera lo que había pasado esa noche. Su voz era una plegaria tan melodiosa que despertó un mundo de ternuras recónditas en el corazón bueno del hermano. Esas iras del amor herido están muy cerca del sollozo... Poco a poco el joven se fue apaciguando y se retiró sin mirar a Adela, para su dormitorio...

*  *  *

Angélica no durmió ya. La tenía despierta el miedo a una catástrofe. De noche pasaba largas horas escuchando a lo lejos por si le llegaba algún extraño ruido.

Rezaba. Sobre su cabeza el reloj de la Iglesia daba la hora con su tañido melancólico. Salía al patio en la atmósfera helada de esas noches de invierno, bajo el cielo azul oscuro tan manso y divino. Se acercaba a las puertas de los dormitorios en la penumbra de los corredores, deslizándose sin hacer ruido a lo largo de las tinas, ¡de donde se erguía el tallo seco de las calas!

  —300→  

Los ruidos eran pocos: el graznido de alguna lechuza, el gorjear metálico de la ratona en la yedra y algún carro que rodaba lejos pesadamente sobre el empedrado. En la madrugada aterida de frío la rendía muy tarde el sueño, un hondo sueño como un tranquilo bálsamo y al despertar, ya el sol alto, se encontraba con Dolores sentada a los pies de la cama. Casi siempre en el cuarto de Ricardo había luz y se sentía el rumor de alguien que paseara con agitación. Una noche la puerta que daba al corredor estaba sin llave. Angélica entró. Ricardo, sentado al lado de su escritorio, escribía en una profunda preocupación. La hermana lo besó. Entonces Ricardo la hizo sentar cerca de él casi con alegría.

-Te agradezco que hayas venido, le dijo con pasión.

Tengo el espíritu tan solo... tan solo que me da miedo.

-Es porque no duermes, contestó Angélica. Tú sabes que hace tanto mal no dormir.

-Es cierto. No duermo, repuso el joven, sobre cuya cara pasó como un relámpago una cosa brusca y dolorosa. No tengo sueño. Me parece que me voy a volver loco.

En la noche siguiente muy oscura, sacudida por el viento bajo el cielo por donde navegaban largas nubes hinchadas y negras, entre el crujido de alguna puerta mal cerrada, el zumbar de la arboleda torcida   —301→   y los mugidos que cruzan el éter sin saberse lo que vibra para que se produzcan, ni lo que los agiganta, los aleja o los trae de nuevo con su nota iracunda, una noche así de esas que invitan a acostarse temprano en los dormitorios tan tibios y cariñosos, Angélica estaba leyendo en su cuarto de vestir. Ya era tarde. No tenía sueño. Leía... ¡Eran manuscritos del padre, historias exquisitas que él había escrito para ella, gentilezas y ternuras de ese pobre espíritu combatido! Lloraba sobre esas páginas, pensando en sus presentimientos mientras fuera seguían los rumores. De repente levantó la cabeza. Había oído claramente que empujaban su puerta y enseguida pasos que se alejaban hacia el cuarto de Ricardo. Abrió el postigo helada de terror y alcanzó a divisar una figura de mujer arrodillada, que se irguió enseguida viniendo hacia ella. La luz del gas que se azotaba, brillante desde su dormitorio al corredor la iluminó toda. Un rato después Dolores y Angélica abrazadas sollozaban...

-También tú, mamá, le decía la hija llevándola al aposento, con este frío, ¡Dios de mi corazón! Vení, yo te voy a abrigar, y le echó sobre los hombros al llegar un rebozo de lana gruesa.

-Sí, hija mía, contestó Dolores. Estoy asustada.

Mañana se va Adela y he leído en los ojos de Ricardo tantas cosas tétricas. Me pareció que entre   —302→   sueños oía una discusión lejos y me levanté. Tu padre dormía. Salí al patio. No quise pasar por el dormitorio de él.

Las dos mujeres se miraron. Se habían enflaquecido mucho. El insomnio y la inquietud devoraban sus carnes y la contemplación del dolor de Carlos tan sin palabras y la honda melancolía de su corazón, eran causa de nuevas angustias. No lo dejaban, Carlos seguía teniendo su palabra tranquila y su espíritu de filósofo se mantenía despierto; pero la vivacidad estaba perdida y ese diálogo que él solía levantar y conservar en arrebatadoras alturas, caía languideciendo, como dormido por la congoja sorda de adentro. Se acabaron sus alegrías repentinas y rumorosas, que lo hacían parecer un niño a veces. La tristeza extendió sobre sus labios su pálida mortaja. Ya no se le vio sonreír. Cuando salía a su trabajo, volvía pronto a su casa. No la quería dejar sola... Una vez se encerró con Ricardo y conversó mucho con él. Nunca supo Dolores lo que habían hablado, pero tuvo miedo de la cara de Carlos, cuando salió del escritorio, donde había estado con el hijo. La abrazó a ella en silencio y le dijo tiernamente:

-Tú eres santa y fuerte ¡oh mi Dolores, mi buena compañera! ¡La vida no se ha concluido todavía! Tal vez vengan nuevas pruebas.

-¿Pero qué hay? Carlos, preguntó Dolores. Yo no   —303→   temo. Dímelo. Yo haré lo que tú me pides, todos los sacrificios que quieras...

-No, Dolores. Tal vez son cosas mías no más. Pero te digo en verdad como ante Dios: no te abandonaré nunca... Yo vivo por mi madre y por ti... Ella ¡pobrecita! Ya se fue. Te prometo no acordarme sino de vivir...

*  *  *

A eso de las tres de la tarde debía irse Adela. Era un día hermoso, lleno de sol. El jardín estaba alegre como en la primavera. El aire diáfano y el cielo azul, un día tibio de esos que consuelan al organismo aterido. Los gorriones chillaban en la arboleda sin hojas, volando de rama en rama, esos soberbios señores de las huertas... Los cuartos llenos de luz, abiertos, se impregnan de los perfumes de afuera calientes del esplendor del sol. El comedor gorjea. Los canarios saludan apurando las inimitables armonías y a pesar de leticia de la creación toda, en la casa estaban tristes, e inquietos como cuando se tienen siniestros presagios. En el cuarto de Adela, en momentos en que Méndez entraba a la casa, se oyó un horrible grito de dolor. Ricardo hacía rato que estaba adentro. Había cerrado la puerta. Era un espectro. La luz bañaba su rostro cadavérico, una   —304→   luz lívida y trémula. Los músculos de su cara saeteaban bruscamente y de sus ojos sucios de insomnio y de demencia salía un fulgor oblicuo... Adela vestía su hábito del Carmen. Un manto blanco de merino rodeaba su marmórea efigie y caía blandamente sobre la pollera marrón sostenida por un cinturón de charol. Esa belleza suya de diosa inmortal, aparecía más celeste todavía en la natural emoción de una partida que no tendría retorno. Ella lo miró con sus grandes ojos azules sin reproches, llenos de una bondad divina.

-He venido a decirle, le gritó Ricardo avanzando impetuosamente hacia ella, que ¿por qué no se va de una vez? Ha completado su obra. ¡Me ha transformado en un galeote! He vivido años y años una eterna vida de martirio que no se acabará nunca, en una ergástula, llena de víboras que me han emponzoñado la sangre... Y a Vd. qué le importa, ¡infame Dios! Toda esta cabeza mía, donde pudieron haber hasta esplendores... Míreme, le repito, míreme.

El joven la aferró de una muñeca. Adela con los ojos levantados, rezaba sin hablar.

-¿Qué tiene que hacer el cielo aquí? Añadió Ricardo con violencia. ¡Escuche! ¡Escuche! Toda esta cabeza mía, le repito, la transformó Vd. en una cosa tonta y criminal; un imbécil de esos que viven de la misericordia, del mendrugo y de los puntapiés de los demás   —305→   , una de esas basuras de piernas raquíticas y jorobas lascivas de la naturaleza monstruosa y este corazón mío que pudo tener ternuras hasta el llanto e intrepideces hasta el heroísmo en un albergue de cobardías inconfesables, un gusano, una porquería de hueco contaminado. Esa es su obra, ¡mística mentida! ¡Santa Teresa de cartón!

Ella bajó los ojos con una expresión de mártir dolorida en la mirada, mientras Ricardo apretaba la muñeca cada vez más.

-Y después, seguía el joven sin detenerse, como arrebatado, fuera de su ser moral, en plena demencia, y después yo me he arrastrado sin que Vd. supiera, a sus pies, he abrazado su recuerdo. Yo la había colocado fuera de lo humano, sobre lo infinito mismo, considerándola como un canto escrito por la pluma más divina, la síntesis de la belleza suprema. Oh Dios Eterno, y pude perder así mi altivez, emporcar esta víscera... esta víscera, ¿ve? ¡Toque! ¡Toque! -y acercaba a su pecho la muñeca tironeándola- ¡que me late adentro todavía, este colgajo de gangrena inmunda...!

Ricardo fue acometido por una furia brutal de gritos, de carrasperas y de sollozos que le agitaban el pecho, el estallido gigantesco que le iba arrebatar la razón.

-¡Arrodíllese!, ¡rugía con voz ronca y sofocada, arrodíllese! ¡Yo soy su Dios ahora! ¡Mi dolor ha sido más grande que todo su Calvario! Porque no va a   —306→   tener premio nunca, ni consuelo, ni paraísos... Torció aquella pobre muñeca ferozmente. Adela dobla todo su cuerpo y cae de hinojos bajo la mirada canallesca y loca de Ricardo. En ese momento Méndez entraba. Oye el horrible clamor de adentro y ve a Dolores y a la hija que tentaban forzar la puerta. Un rodillazo violento tiró un batiente lejos, fracturando la cerradura. El médico entra y pone una mano sobre el hombro del hijo cerrándola como una tenaza.

-¡Miserable! dijo Carlos. ¡Con una mujer y violando la hospitalidad! ¡Puerco!

El joven se dio vuelta. Estaban los dos frente a frente. Parecía no conocerlo al principio, después le contestó. Sus palabras silbaron como un latigazo.

-Vd. ha hecho peor que yo. ¡Ha lastimado la muñeca de mi madre!

La mano de Méndez cayó brutalmente sobre la mejilla del hijo. Este retrocedió dos pasos para precipitarse sobre él, pero ya Dolores se había interpuesto. Entonces Ricardo se retira hacia su dormitorio corriendo. Angélica lo sigue, pero ve que enseguida los cañones oscuros de la pistola están en linea recta sobre la sien del hermano. Los gatillos caen chasqueando en medio de los clamores de la niña y   —307→   cuando él los volvió a levantar, en su furia homicida, Angélica se echa sobre él y lo abraza. Caen de nuevo los gatillos con el mismo ruido siniestro y seco. La pistola no da fuego. No tiene balas. Ricardo apercibido la tira contra la pared y corre de nuevo, separando a su hermana, abre los roperos y busca... busca alguna cosa que él sabe que debe estar por allí y enmedio de los trajes arrojados al suelo, forcejeando con Angélica que no lo ha abandonado, encuentra en el rincón más oscuro un puñal...

-Pobre mamá, Ricardo, le gritaba la niña al oído. ¡Se va a morir! ¡Se va a morir!

Pero el joven, con la melena resuelta, la mirada roja, pálido de muerte, ha puesto la punta sobre el corazón y en el momento que iba a hundirlo, Angélica lo desvía y el cuchillo entra asimismo, frío, agudo y hondo... Ricardo ha abierto los brazos y se ha desplomado, mientras la hermana, de rodillas, con la cabellera suelta y las manos entrelazadas adelante, los ojos en el cielo reza y la sangre como una baba roja, mancha el piso y las ropas del suicida... Entretanto Dolores llega, abraza el cuerpo del hijo con sollozos desgarradores que llenan las habitaciones y los patios, y Méndez con una luz siniestra en las pupilas, los ojos secos y la mirada áspera, se agacha para curarlo... Se estremeció. Ricardo parecía muerto.

*  *  *

Llegó un mes después el santo de Méndez que estaba enfermo. Su cuerpo se había enflaquecido y la piel blanda y ya sin vida, era blanca de mármol. Aquellos dolores del tórax que le trituraban los huesos, esa fría tenaza de adentro que de repente le torcía el esternón sobre las vértebras sofocándolo, habían recrudecido...... Eran inhumanos en sus zarpazos de fieras enloquecidas. La noche de los mártires empezó para él, con las tristezas del insomnio que el dolor mantiene, con el pobre cerebro que tiene sueño y no puede dormir. Lo velaban, y él en la congoja silenciosa, cuando trataba de ahogar el grito que le arrancaba así mismo la puñalada de la aorta enferma, sufría por Dolores -por esa serena sonrisa con que Dolores quería engañarlo, sentada siempre allí, al lado de ese cuerpo suyo que el sentía irse. Ese día el médico amigo le dijo a Carlos que Ricardo estaba mejor. Entonces se apoderó de su cabeza el sueño, pero intranquilo y lleno de lamentos y en esa vaga bruma del cerebro, a medio dormirse, sintió más de una vez que le besaban la frente y como si hubiera perfumes en su cuarto, la emanación deliciosa de flores recién cortadas... Tenía ensueños... Su alma de poeta extendía las alas en la penumbra y creaba -¡pobre lira sufriente, cuyas cuerdas estallarían muy pronto! Cantaba el poema divino del cielo sereno y del azul purísimo y decía en voz   —309→   muy baja sus palabras de adoración -un quejido triste de sus labios que apenas se movían, el misterioso susurro de una de las cuerdas al romperse... Enseguida la Naturaleza toda entregaba al moribundo la maravilla de sus colores, el encanto de sus bálsamos y oía el concierto de la fuerza universal en el estrépito prodigioso y fecundo y entonces abría los ojos turbios y vacilantes de sueño, porque quería ver donde iba a arrodillar su cuerpo, para llevar en el oído a la eternidad esos himnos, con el alma subyugada por tanta grandeza. Una mano suave le cerraba entonces los párpados y el enfermo durmiendo sonreía melancólicamente. Había visto pasar en pensativa cohorte todos sus pensamientos de filósofo y sus pesadumbres de apóstol y se le vio inclinar un poco la cabeza como para decirles: ¡adiós quimeras! ¡Oh espíritu humano, tan atormentado como este trabajador que va buscando la eterna sombra! Después, un poco más lejos, aglomerada y batiendo palmas toda su vida de médico -el hospital y el contagio y los salvados por su obra altiva y generosa. Entonces sus brazos se levantaron y se pusieron en cruz sobre el pecho y parecía querer llevar consigo todo ese bien...

Al rato su frente se contrajo y un oscuro surco le dividió el ceño... Entonces recordaba la lucha de su alma enferma, sus ímpetus y rugidos, sus desmayos   —310→   y vacilaciones y así en los claroscuros del ensueño, sentía como una honda conmiseración por los desvalidos que no tienen la mente sana y se quitan la vida, corazones turbados y bondadosos, grabados por el estigma doloroso de los hereditarios... Sus labios se movieron y su rostro despejado y sereno reflejaba como una serenidad celeste. Parecía rezar. Se le oye recordar a la madre y llamarla: ¡Santa! Sonrió. Era porque les enseñaba a los compañeros de martirio aquella cabeza blanca de madre adorada que lo había acompañado y hecho triunfar, donde otros se habían desplomado, desgarrados por la melancólica crucifixión. Les indicaba el hogar cuyos cantos llenos de una seráfica sublimidad embelesaban su corazón dormido... las cunas en la penumbra donde durmieron sus hijos y cuyos cortinados parecían una mancha entre las vislumbres de la veladora colocada en el suelo. Allí de noche, cuando lloraban o cuando el hielo del invierno se entraba a los cuartos así mismo, él se acercaba a pasos cautelosos e inclinaba su cabeza en el hueco de las cortinas separadas, mientras Dolores al lado de él en voz baja, cantaba las suaves canciones en medio del silencio. Después temblaban los dos, cuando estaban enfermos los niños en esa dolorosa inquietud, en ese misterioso terror del peligro que se acerca y recordaba lo que sufrieron cuando Angélica tuvo difteria. Él se acostaba   —311→   al lado de su camita, en un colchón tirado en el suelo y toda la noche tenía el oído atento de miedo que se asfixiara. No dormía. Esa respiración ronca y sofocada le latigueaba el cerebro y cuando a veces agotado perdía un rato la conciencia, la tos de la hija lo despertaba en sobresalto porque él tenía preparado el bisturí para abrirle la garganta si se llegaba a ahogar y ella no debía morirse, mientras el padre durmiera. Una noche la garganta se le había cerrado. La niña hacía violentos esfuerzos. Tenía la cara azulada. Un sudor abundante cubría todo su rostro. Ya no respiraba.

Una violenta convulsión arrancó a Dolores un grito de terror y él entonces echó para abajo la cabeza de la hija y ya iba a entrarle el cuchillo en la tráquea, cuando la enferma abrió los ojos grandes y moribundos. Él escondió el bisturí en el hueco de la palma y en un acceso de tos brutal, se desprendió una membrana ancha y cenicienta. Desde ese momento respiró mejor... después la convalecencia lenta, siempre al lado de ella con el alma trémula de pesadumbre y de miedo, velando todas las noches sus largos sueños. Cuando más tarde sus mejillas se pusieron rosadas y los ojos castaños readquirieron el suave brillo ya sin ojeras azuladas y mustias, el abrazo silencioso a Dolores que lo había acompañado en todas las horas, una ráfaga de alegría en el hogar y el propósito intrépido de seguir   —312→   trabajando para ellos... En esa hora solemne, rodeado de su familia que él sentía respirar y moverse entre la tierna fantasmagoría que iba pasando, le parecía que caminaba por las alfombras de su casa sin hacer ruido y tropezaba a cada rato con los juguetes de sus hijos, olvidados por ahí en todas partes, impregnados del vivaz perfume... -porque él entonces se detenía a menudo a mirarlos mientras oía a lo lejos carcajadas argentinas, carreras precipitadas y los gritos agudos y recordaba que a veces sacaba su pañuelo y se escondía tapándose los ojos... Todas las gentilezas que habían usado con él venían esa noche a visitarlo. Su cuarto estaba lleno de flores. Es cierto que le revolvían los libros, que sus cuadernos estaban llenos de borrones, pero cuántas veces dos brazos pequeñitos y mórbidos habían rodeado su cuello y se habían sentido besos en su estudio tranquilo de escritor. Llegaban cerca de él sin que los sintiera, ensimismado en el hondo abismo de sus creaciones, para que su despertar le produjera un ramo de violetas caído con violencia sobre la página escrita, o el crujir del traje de Dolores, sentada enfrente, con la cabeza inclinada y la efigie sonriente de amor. Méndez dormía. Había inclinado el oído un poco hacia el comedor. Le pareció que la estufa estaba prendida, que oía la leña crepitar, silbar y gemir la llama dentro de la cuenca roja y   —313→   él estaba sentado en el viejo comedor, mientras sus hijos apoyaban los brazos sobre sus rodillas...

Esperaban el cuento maravilloso, embelesados con los ojos en los del padre y recordaba también sus enojos fingidos y la mentira de sus retos, cuando los gritos se trocaban en estrépitos ensordecedores y alguno de ellos llegaba lloriqueando a su lado... Se despidió entonces de esos muebles que lo habían acompañado tantos años y bendijo el tic-tac del reloj sobre su cabeza. ¡Adiós compañeros! Mudos testigos de tantas horas placenteras, ¡del pensamiento y de las luchas del trabajador que se va! ¡Ha llegado la vejez temprano, frío corolario de los rudos tesones! ¡El organismo ha derrochado sus átomos para que mueran y el alma violenta ha secado la fuente cristalina! Así esa estufa caliente por muchos años el cuerpo aterido de los hijos, sin que el hierro se desgaste nunca, con esa misma lumbre, con el mismo sonido melancólico de sus llamas azuladas; para que ellos recuerden el rostro, del trabajador, sentado en las noches de invierno, envuelto en su capa de anacoreta, orgulloso de morir por ellos... De pronto cruzó por la cara del enfermo como una sombra de dolor. Él había asistido a la muerte paulatina de sus órganos, sin miedo y sin decir nada y de noche en la profunda quietud auscultaba los chasquidos del aneurisma y el remolino de la sangre a saltos en su cavidad llena de   —314→   coágulos, intrépido como un estoico, como que sabía que su misión sobre la tierra había concluido. Cuando se disponía a descansar, a no moverse más de su casa, contemplando tranquilo, aunque no fuera más que por poco tiempo, su obra de veinte años, la vida le había deparado nuevas pruebas y el espectro de Ricardo con el puñal clavado en el pecho pasaba delante de su imaginación soñolienta... Él sabía que aquello era fatal, pero más de una vez había pensado que la Providencia apartaría mucho tiempo ese amargo cáliz. En ese momento despertó el médico. Un horrible dolor lo hizo quejarse un rato. Miró en rededor suyo... Angélica y Dolores estaban siempre allí al lado de él.

*  *  *

La noche había caído sobre la casa con un cielo negro sin estrellas. Seguía lloviznando. De adentro se sentía el murmullo del agua mientras desde el comedor entraba un aire tibio. La estufa prendida en su rincón de siempre chisporroteaba con juvenil alborozo. Méndez la miró desde su cama. Sonreía. Una vela de estearina iluminaba el aposento y desde la mesa de noche emanaba una exquisita fragancia. El enfermo estiró la mano... Era un cartucho de papel de seda lleno de jazmines.   —315→   Alzó los ojos y viendo que la hija estaba cerca de él, le hizo seña para que se arrimara y le besó la frente.

-Tú me los trajiste, le dijo al rato con voz apenas perceptible. ¡Muchas gracias!

-Sí papá, contestó la niña. Hoy es el día de tu santo.

-¡Día triste! Murmuró el enfermo.

Enseguida se quedó callado. Le pareció oír un sollozo y en el silencio del cuarto como el crujir de un traje de seda. Buscó con la mirada. De rodillas, al lado opuesto cerca del borde de la cama estaba Dolores, que le preguntaba en ese momento si estaba mejor.

-Sí, mi Dolores, contestó el enfermo lentamente. He dormido y soñé tantas cosas hermosas y viajé contigo por unas tierras lejanas llenas de aromas y de poesía -¡tantos recuerdos!

Volvió la quietud a reinar en el dormitorio. La lluvia seguía afuera su monótono tamborileo. El reloj del comedor dio la hora, mientras Carlos abría los ojos como para preguntar algo.

-Las ocho, Carlos, se apresuró a decir Dolores.

El médico movió la cabeza. No era eso lo que quería saber. Él había sentido caminar allí.

-Es Ricardo, contestó Dolores.

Méndez contrajo la frente en una arruga oscura;   —316→   pero Angélica se había acercado a él con ímpetu, como temblando, con una intensa ternura en los ojos y con una profunda pasión, casi con lágrimas agregó:

-Quiere verte, papá, ¡quiere pedirte perdón!

Méndez movió la cabeza con tristeza y se llevó el pañuelo a la cara, y al rato sintió que Ricardo caía de rodillas y le besaba el dorso de la mano. Estaba pálido y flaco. Sus ojos eran más grandes y su persona parecía más alta. La mano de Méndez descendió suavemente sobre la cabeza del hijo.

-Yo te perdono, le dijo al rato, interrumpiéndose de cuando en cuando, como si le faltase la respiración. Yo te perdono, repitió. Ama a tu madre y cuida siempre a tu hermana. Cree en Dios. La Fe es una fuerza... Quiere a tu patria, y si alguna vez nuestros descuidos hacen posible la guerra, entrégale a ella tu acción. Sé misericordioso con los caídos. Ayuda a tus semejantes en todo lo que puedas, y no olvides que la ingratitud es muchas veces el corolario de las buenas acciones.

Se interrumpió el enfermo. La fatiga y el dolor no lo dejaban hablar. Un momento después dijo:

-El conocimiento de este hecho me hizo misántropo y escéptico. Tú debes seguir siendo un benefactor sin esperar premio... por el bien mismo. Tu vida será de lucha, porque para eso nacemos,   —317→   pero no olvides que los que se te atraviesen en el camino, tal vez defienden el pan de sus hijos. Sigue con tenacidad tranquila, sin odiar y sin rencores. Los hombres concluyen por inclinar la frente y sí de viva voz no te lo dicen, en el secreto de sus conciencias reconocerán tus merecimientos. En esta hora grave de mi vida, te voy a revelar un secreto. Tú has nacido enfermo del espíritu... y lo que te ha de salvar es el amor de tu madre, la preocupación de tu inteligencia y de tu cuerpo por el trabajo y más tarde el hogar que formes, y no olvides que el hastío desgaja y mata y que es el patrimonio de los que quieren torcer la lógica de la existencia.

La palabra de Méndez era solemne en su sencillez. Ricardo no hablaba. Había mojado la mano del padre con sus lágrimas.

-No llores, le dijo Carlos un momento después. Los hombres como tú tienen siempre el alma generosa y no se pierden. Yo te dejo una herencia de honor para que tú la perpetúes. En el día de mí santo, después, en los años que vienen, yo los veo a los tres sentados en el comedor con la estufa prendida...

Un ¡ay! doloroso se escapó del pecho de Carlos. La fatiga no lo dejaba hablar. Los hijos y Dolores se acercaron a él bruscamente, mientras un abanico se movía de arriba abajo cerca de sus   —318→   labios. El enfermo seguía en voz muy baja, en un subdelirio.

-El comedor -allí están los dioses tutelares, se le oía decir a saltos al moribundo. Allí donde el poeta sueña -en el hogar adorado con luz de cunas llenas de alegrías y de sollozos, donde suenan las nenias en los claroscuros de las noches insomnes... al lado de la estufa, en el día de mi santo, habrá jazmines y violetas en el centro de mesa y las tres, así como ahora conversarán cerquita del padre que ya se ha ido y yo volveré para secarles las lágrimas con este pañuelo de seda y para agradecerles y seré como una larva que les acaricie la mejilla y me quedaré un largo rato sentado en mi sillón oyéndolos leer las cosas que yo he escrito, y tú, Angélica, ven...

La niña se acercó más. Méndez le acariciaba la mejilla.

-Esta es mi nena, seguía delirando el enfermo. Dulce compañerita... ¡Pobre Genaro! ¡Era un corazón!... Él te decía: ¡dulce compañerita! Después yo te compraba unas hermosas muñecas rubias y tú me enseñabas a rezar, y de noche te sentía llegar en puntitas de pie con tu batón blanco y te acercabas a mi cama para ver si yo dormía... ¡Pobre soñador! ¡Cuántas quimeras!... Y lo único que hay de cierto es el hogar y la amable y exquisita gracia de estas criaturas...

  —319→  

Estuvo callado un momento. Parecía dormido. En medio del silencio seguía la lluvia su canción monótona sobre la baldosa, dio un grito desgarrador enseguida y se llevó las manos al tórax.

-¡Ay! ¡Qué puñalada! Murmuró entre dientes. ¡Bárbaros!

Dolores lo besó en la frente y le avisó que allí estaba el médico. Este entró. Una inyección de morfina le calmó el dolor. Cuando aquel se hubo retirado, él la miraba a Dolores y le acariciaba las manos, y le decía que lo acompañara como hasta entonces.

-Ya sé que no te vas a ir, Dolores, exclamaba Méndez. Te digo no más porque tengo como apuro de decirte tantas cosas afectuosas de mi corazón; porque yo a veces he sido injusto y violento contigo, ¿no es verdad, Dolores?

-No. No has sido Carlos.

-Pero yo te he pedido perdón enseguida, espontáneamente, porque tenía un remordimiento, un desconsuelo grande de haberte ofendido, ¿no es cierto?

-Nunca me has ofendido, Carlos, replicó Dolores enternecida.

-Porque tú has perdonado siempre. Esa era tu vida. ¡Oh Dios de bondad infinita! Protégela después cuando estos ojos estén cerrados...

Los dos se besaron silenciosamente. Al rato el sueño de la morfina se apoderó de su cabeza. Ricardo   —320→   se levantó para besar la mejilla del padre. Este abrió los ojos y le dijo:

-No llore, hijo mío. Yo le he perdonado. No lastime nunca más a su madre...

Después de esto volvió a caer vencido por el letargo. Le hicieron en el aposento el silencio absoluto. Carlos dormía respirando con dificultad. Afuera seguía la lluvia cayendo y de cuando en cuando una racha cruzaba el patio, haciendo zumbar la arboleda y crujir las puertas. No se oía en la calle ningún ruido y el tic-tac del péndulo llegaba hasta ellos claramente, mientras Angélica movía con suave vaivén el abanico y secaba el sudor que goteaba de la frente del enfermo. Algún sollozo mal reprimido estallaba de repente. Después de mucho tiempo, Carlos despertó. Parecía más tranquilo.

-Ya es tarde, empezó un momento después. Acuéstense.

-Van a ser las doce, papá, contestó la niña.

Yo estoy mejor... Siento llover. ¡Qué noche larga! ¿Ya rezaste, Angélica? preguntó enseguida.

-No, papá, contestó ésta. ¡Quieres que recemos contigo!

-Sí quiero.

Rezaron el rosario, arrodillados los tres al lado del padre. Este los escuchaba en silencio y cuando   —321→   concluyeron, preguntó, quién estaba en el comedor. Había oído pasos.

-Es el Doctor.

-Están conversando, agregó Méndez. No está solo.

-Es el cura, agregó Angélica con timidez. Es tu amigo. Ha venido a visitarte.

-Hazlo entrar, Angélica. Sea el bienvenido en esta casa, replicó el enfermo.

-¡Papá querido! exclamó la niña sollozando.

-No llore, mi nena, dijo el médico. Yo quiero que ustedes vivan contentos...

*  *  *

Carlos y el sacerdote quedaron solos, mientras un nuevo dolor más agudo torturaba el pecho del enfermo.

-Ya ve, padre, empezó Carlos, estoy sufriendo. Hace dos años que llevo este martirio callado la boca. Este es el principio de mi confesión.

-A eso no vine precisamente, contestó el cura.

La amistad que le profeso y el culto por su virtud de toda la vida, me ha traído hasta acá. Lo he sabido siempre respetuoso de la Fe y nunca he oído palabras irónicas de sus labios cuando se trataba de la religión.

-Bienvenido, dijo el enfermo ya más calmado, ¡de todas maneras bienvenido! Lo que usted dice, padre,   —322→   es cierto. Muchas veces viendo rezar a mis hijos, me he enternecido y me han parecido tan superiores a nosotros que nos arrastramos como pordioseros en la impotencia de la culpa, si culpa hay en no tener fe. ¿Ve usted, padre, cómo a pesar suyo sigo mi confusión? Este hombre que va a morir, que ha creído en la ciencia y practicado la virtud, que se ha arrojado como un apóstol en medio de los contagios, que ha visto el mal y ha tenido anatemas para estigmatizarlo, este hombre entristecido por los dolores de los demás, con el alma de un misionero, se ha encerrado muchas veces a solas con su corazón y allí lo ha buscado a Dios sin encontrarlo, y ha vivido inquieto, desazonado y enfermo de la nostalgia de su infinita majestad. Lo veía en todas partes sin poder convencerme, desparramado con sus átomos por todo el Universo, estallando lleno de luz en las concepciones de la inteligencia humana, pálidos reflejos, pero reflejos así mismo de su divina sabiduría... y a pesar de todo, este hombre, cuya mente ha caído de rodillas más de una vez ante el maravilloso espectáculo de la hermosura de la Naturaleza y tiene como una brama que no lo deja vivir, este amigo suyo no tiene Fe y esto es pecado mortal que no se perdona.

Méndez parecía transfigurado. Hablaba como en   —323→   un subdelirio y pronunció las últimas palabras con una expresión de tristeza en el rostro.

-¿Quién sabe? contestó el anciano sacerdote, tomando entre las suyas una mano del enfermo. ¿Quién sabe? Repitió. Eso es prejuzgar. La Fe es la alegría, es la dicha segura de la posesión del cielo en lo futuro... ¡Más divino que esto es la congoja de no tenerla y el anhelo sobrehumano hacia ella! Oh esa pálida mano que tiembla en la sombra, buscando el supremo bien perdido, esa mano que es la plegaria de un afligido, cómo quiere Vd. que el Eterno la deje secarse en la brega y no la tome y no la acaricie. El cielo es del dolor; ¡está lleno de mártires! ¡Quién sabe si los alegres entrarán a él! ¿Por qué dice que no se perdona ese pecado mortal, del cual no tiene Vd. la culpa?

-Entonces ¿los que han sufrido, son superiores a los que han amado? preguntó el médico con voz grave y triste.

-Son superiores, contestó el sacerdote.

-Bueno, padre, acérquese a mí. No puedo hablar fuerte, replicó Carlos. Me vuelve la tortura bárbara del pecho. Escúcheme. Voy a seguir mi confesión. Yo soy un hombre. Este espíritu mío es una mancha negra. Las pasiones lo han dilaniado. He tenido odios y muchas veces he deseado el mal a los otros, sin razón casi siempre. He sido adolescente. Yo soy sincero, padre. He   —325→   vivido entonces como todos mareado por la mujer carne, contaminado por la mujer orgía. Es cierto que después me puse a estudiar, pero ya llevaba en el organismo los gérmenes que se recogen en la vida corrompida y como no conocí en esa sociedad sombría a la virtud, no creí en ella... Me entró una melancolía profunda y ya antes, aún en medio de la bacanal, yo no estaba alegre. Tenía como una congoja sorda y me parecía que todo era un desierto inhospitalario... El corolario fue el suicidio... Yo no pretendo justificar todo esto; pero yo digo que sí, a la juventud se le quita el sol, el aire, la mujer, esa brama salvaje de la pasión que se desborda, se corre el riesgo de podrir al fruto antes que madure. Para ellos no es el claustro, ni el ascetismo. Las generaciones se harían raquíticas, mientras que en plena libertad, cuando los adolescentes pasan dentro del incendio, los que salvan su dintel, son los vigorosos del mañana, los capaces de todas las virilidades. Yo sé que algunos caen con las alas incineradas y el cuerpo muerto, plantas tronchadas en flor por el huracán y también sé que según el criterio cristiano, estos son pecados mortales. Si yo tuviera Fe, padre, yo aceptaría esto sin discusión, aunque a mí me ha parecido que las leyes naturales exigen para los jóvenes sol, aire, libertad y que sería violarlas practicar lo contrario... Estoy   —325→   abriéndole mi espíritu, padre. Yo a esto le llamo confesarse.

-El señor es infinitamente bondadoso, contestó el sacerdote, y conoce el espíritu humano. Ha tenido siempre piedad por las almas atormentadas... Es la historia de Job, con el cuerpo lleno de úlceras, extendido sobre el putrílago del muladar, clamando contra la injusticia de Dios y salvado asimismo por su dolor...

-Eso es, padre, exclamó Méndez en medio de la emoción, ¡eso es! El dolor siempre, en todas partes, arañándole el corazón a uno, aún en medio de la orgía, un desconsuelo hondo, un fastidio de todo lo humano... Y después me casé y al lado de Dolores, divina de virtud y en medio de mis hijos, el espectro del suicidio a cada paso soplando sobre las alegrías y los entusiasmos con su hielo cadavérico. ¿A mí? ¿Por qué a mí solo? ¡Dios eterno!

-Porque los hombres, Doctor, que tienen tan excelsa mente como la suya, contestó el sacerdote, heredan de Dios la tristeza... Así son todos los pensadores. ¿Qué quiere Vd. hacerle? Ya son así. La protesta no cuadra y es inútil. Pero yo digo que no está solo Vd.; que tiene muchos hermanos, que yo he visto y he comprendido entonces aquel grito de los salmos, que parece una blasfemia: «mejor fuera no haber nacido de vientre de mujer». Y yo digo también que ese cúmulo de acíbar, que   —326→   amarga la vida, constituye todo el sendero que conduce al cielo...

-Como no lo he conocido antes, padre. ¿Por qué nunca me hablaba Vd. de estas cosas? preguntó el médico, estrechándole la mano. Sus palabras consuelan.

-¡Cuántas veces lo he deseado, hijo mío! exclamó el sacerdote. Habríamos hablado mucho tal vez de lo que los dos observábamos en las casas en horas siempre solemnes. ¡Cuántas congojas que no se conocen! ¡Cuántos pobres, que luchan y mueren en la miseria sin nombres, sin ropas y sin epitafios! ¿Qué importa que ellos no recen? ¿Quién puede tomar en cuenta los gritos desesperados, para barruntar por ellos que perderán el cielo?

-Esa ha sido mi protesta siempre, padre, agregaba Méndez animándose. Dios no puede juzgar a todos con el mismo criterio... ¡Yo he visto muchas maldades que se arrodillan a orar! Las he visto en triunfo y la envidia, los rencores, la rapacidad ser la vida de muchos. ¿Qué importa que recen ellos? ¿Que los absuelvan y que reciban la Eucaristía? ¿Cuántas veces me he arrojado con toda mi fuerza contra esta necesidad del mal? He protestado y he levantado la mano contra el cielo que la tolera. Y viendo que las cosas ya son así y no es posible modificarlas, me he encerrado triste y lleno de desalientos, creyendo que todo era estéril, que la virtud era una cosa   —327→   vana y que lo mejor era concluir de una vez... pero sufría acerbamente, pensando que los hechos se tiran sobre los ideales para escarnecerlos con su fría lógica. Entonces renegué muchas veces de ellos y renegué de Dios, a pesar de no tener Fe. Fui blasfemo y estos son pecados mortales que no se perdonan. Y después muchas veces fui malo con los míos. Ellos pagaron que eran inocentes, mientras las sombras de mi corazón hacían de mí un hiriente y un atrabiliario. ¡Pobre mi Dolores! ¡Oh mis hijos! Esta es mi confesión. ¡No me absuelva, padre! Déjeme; ¡pero a ellos no les diga que yo no he merecido el cielo! -Vd., es como los pobres, de que hablábamos, contestó el anciano con extrema dulzura. No ha tenido alegrías. Lo malo que ha hecho tal vez no le pertenece. En cambio su nombre está lleno de las bendiciones de muchos. Vd. ha sido un abnegado. Tal vez está enfermo por eso. Su hogar es un templo santificado por el trabajo y el deber. ¿No ha rezado? ¿Qué importa eso? Su mano benéfica de apóstol derramó bienes donde quiera que haya estado. No desespere. Yo sé que el profundo pesar por las injusticias lo ha hecho alguna vez blasfemo. Pero esos son gritos de las almas honestas y el buen Dios de los cielos perdona y olvida. Siga no teniendo fe; pero no olvide que Vd. está consagrado por el dolor de no tenerla, por el anhelo sobrehumano de su corazón hacia ella.   —328→   No lo voy a absolver; pero sí yo lo bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo... El sacerdote pronuncia estas palabras, como si orase, arrodillado cerca de la cama de Méndez. Enseguida coloca al crucifijo sobre las rodillas del enfermo. Este lo empieza a mirar. Dos grandes lágrimas resbalaron en silencio por sus mejillas... Un rato después el enfermo empezó a toser y a escupir sangre.

-Ya empiezo a morir, padre, dijo Carlos con estoica serenidad. El aneurisma se ha roto en el bronquio.

En ese momento entraban todos. El médico hizo una inyección de ergotina...

-Es inútil, compañero, le dijo Méndez. Esto se va. Es mi pronóstico. Ya sabe que siempre ha sido bueno.

Volvió a toser. Una bocanada de sangre manchó la servilleta con que Dolores le secaba la boca. El enfermo palideció.

-Carlos, dijo Dolores, con voz sollozante. ¿Te sientes mal?

-Estoy mejor, contestó el médico lentamente. Ya no me duele. Pero ustedes no se vayan. Quiero mirarlos así y tenerlos cerca. Aprietame, Dolores, con tu mano tibia la mía. Mi nena, dijo después dirigiéndose a Angélica.

-¡Papá querido! Sollozó la niña.

  —329→  

-¿Te acuerdas de los pequeños poemas? Entonces la nena de mi corazón me tomó la mano y colocó sobre mi frente la punta del índice y del medio extendidos y dijo:

-En el nombre del Padre, papá y del Hijo, repitió Angélica.

-Y del Espíritu Santo, amén, contestó el médico.

Enseguida Carlos llamó a Ricardo y lo besó en la frente y en medio del profundo silencio, Ricardo se arrodilló y le dijo:

-Papá, ¡bendíceme! Yo voy a ser bueno.

-Dios te bendiga, hijo mío, contestó el moribundo.

Nadie habló en el cuarto por un rato. Se sentía el gorgoteo de la sangre en la garganta del médico.

Sus extremidades estaban frías y violáceas... Afuera la lluvia seguía cayendo monótona y continua y en el comedor la estufa resoplaba y el gas lo llenaba de esplendor... Dieron las tres de la mañana. Estaba la cama del enfermo rodeada de la familia y con muchos amigos que lo acompañaban, mientras el sacerdote le ponía la extremaunción. Carlos levantó un poco la cabeza, cuando el sonido de las horas y se dibujó en sus labios una sonrisa. Tal vez había oído los ruidos de la estufa y se había alegrado. El pulso se iba y su cuerpo se enfriaba, poco a poco. Un sudor viscoso cubría sus manos. Parecía que hubiera querido hablar. Todos se acercaron y se le oyó murmurar con voz apenas inteligible:

  —330→  

-¡Oh mi Dolores! ¡Oh mi hogar! ¡No me olviden nunca hijos de mi corazón!...

Un violento vómito de sangre le cortó la palabra.

Quedó con los ojos fijos y abiertos y las pupilas dilatadas, mirando a Dolores... Tuvo un estertor y un poco de fatiga. Después hubo silencio. ¡Había muerto!...