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Cuando concluyó su lectura, la aurora de primavera ascendía gloriosamente, borrando las estrellas y dibujando en el éter techos y campanarios. Él se asomó a la ventana con los ojos turbios a contemplar la madrugada de la ciudad, cuando la sombra huye en derrota y se llena el ambiente de zumbidos. Una ira sorda se apoderó de Germán. Esa luz iba de nuevo a iluminar los quebrantos de todos. Los desgraciados salían de sus casas a trabajar para los que viven en el palacio y duermen. Veía pasar muchachas mal vestidas para las fábricas, carreros cabeceando todavía y trenvías al trote y mientras el bullicio aumentaba en aquella alegre fuerza del día que empieza, Germán se sintió enfermo. Quería irse, porque la imagen de Goga cruzaba por todas partes. Él la iba a buscar. Era la compañera de sus imaginaciones sucias. Era su alma lúbrica. La necesitaba para sus desenfrenos de bestia primitiva   —157→   y para tenerla huyó del colegio ese día y se perdió por mucho tiempo. Entonces el genio del mal empezó a girar por las fábricas. Se oyó el himno del odio entre los trabajadores y en sus correrías nocturnas encontró a Goga. Vivió con ella. En las horas solitarias en su chiribitil estrecho, la fascinó con su elocuencia homicida. Fue un dúo de rencores y de miserias, que duró años y entre los frenesíes del abrazo prepotente, más de una vez se dijeron que no habían tenido niñez, que no habían tenido amor materno, ni techo, ni pan. En la adolescencia, en la hermosa primavera, ellos encontraron el frío y la congoja. El cuerpo de Goga fue pasto de buitres; el abandono y las soledades del colegio lo habían transformado a él en un espectro y mientras aquella siguió tirándose para todos, a fin de alimentarlo, apasionada y salvaje en sus borracheras de lujuria, cada día se incrustaban más el uno en el otro y las dos psicologías formaron el fin un odio gigantesco, como una enfermedad de exterminio. En ese camino los acechaba la muerte de lejos. Lo sabían; pero muchos iban a quedar en el camino, ¡antes que ellos entrarán en su gran calma y en su pavoroso silencio! ¿Qué les importaba, si no habían hecho otra cosa que ir muriendo? La virgen no había existido nunca; la mujer era una loba en su despeñadero. En todas partes encontraban el   —157→   desprecio y el asco. La marcha era oblicua y esquiva; el sendero tétrico, como camino de cementerio. ¡Pobres funestos, que vagáis solitarios, lúgubres peregrinos! La muerte acecha de lejos a los que no han hecho otra cosa en la vida que disgregarse para morir!...

El trabajaba como podía, tosiendo a ratos. Escupía sangre. Entró en muchas fábricas, siempre irascible y violento. Adulaba a los obreros, y los concitaba contra Dios y contra los hombres. Les enseñaba las ajenas riquezas y el brillo de los festivales en las casas ricas. Mientras tanto ellos estaban llenos de hijos y de miserias, sin esperanzas, fatalmente votados a una desaparición temprana. Todo su dinero lo entregaba para los chicos enfermos y les decía a los obreros, que se enfermaban porque eran pobres, porque vivían en zahúrdas y comían mal. Era necesario entonces obtener por la violencia el bienestar.

-¿Por qué se les han de morir a ustedes los hijos? -exclamaba. Siempre el lado de las fraguas, como animales, sudando para los demás, o metidos en los talleres sin aire, sin luz, sin fuego. Es una injusticia. Por el trabajo de ustedes, los patrones tienen manjares y banquetes y sus mujeres sedas y amantes. Ahí pasan, miren, en los carruajes descubiertos,   —158→   acostadas como odaliscas, vestidas de rasos y adornadas de encajes, ¡al lado de vuestras mujeres que piden limosna en las esquinas y de vuestras hijas, que caminan paso a paso hacia las cuevas de los malos barrios! ¿Por qué no las salvan? ¿Qué están esperando? No obtendrán nada sin la revolución social. El terror hace ceder a los hombres.

La indisciplina empezaba. Los obreros se volvían indolentes. Eran irrespetuosos y abandonaban el trabajo. Se oían amenazas. Y cuando los patrones, apercibidos de la funesta prédica, lo arrojaban fuera de la casa, Germán proseguía su obra, esperando a la gente en la tarde y concitándola a la huelga y al incendio. De cuando en cuando se le veía con bombas de dinamita. Era un fascinador. Su palabra enérgica se oía en todos los grupos y cruzaba el ambiente como una ponzoña. Había algo de delirio enfermizo en esas oraciones de media calle, saturadas de odios y de sarcasmos, en ese apostolado del desorden. Los trabajadores lo rodeaban. A los carpinteros les decía:

-Ustedes no ganan más que tres pesos, las mujeres uno y medio. Tú tienes cuatro hijos. Tú seis y tú ocho. ¿Cómo viven, pues? Uno encima de otro, comiendo carne malsana y escasa y bebiendo leche agria. A ti la sierra te llevó un dedo. ¿Quién te pagó la cura? ¿Acaso los patrones? Se acordaron ellos del mes y   —159→   medio de trabajo perdido y de los chicos que quedaban en la miseria? ¿Te alcanzaron dinero acaso? Sin embargo, esa herida se produjo en el trabajo, para los lujos de sus familias. Y tú estás encorvado -le decía a otro obrero- y no tienes cuarenta años. Te has agachado demasiado sobre el banco y para los demás. El trabajo te ha vuelto tísico y cuando ya no puedas, ¿quién va a cuidar de tus hijos? ¿Por qué no te permiten que te cures? Acaso eso va a suceder, mientras tú vivas encerrado en el taller, dentro del frío del invierno? ¿Por qué no vas tú también a las sierras, donde dicen que hay aire puro y rica leche? Pero ellos van allí a sanar con los dineros, que han ganado con el trabajo de tus manos y las enfermedades de tu cuerpo. ¡Eso es inicuo, inicuo, inicuo! ¿Qué esperas tú? ¡Serás de los nuestros, pues! Hay que arrancarles, aunque sea con la vida, el robo que atesoran, a través del sepulcro de los obreros, que mueren para que ellos sean felices. No harás tú como ese que está allí -agregaba Germán con gesto hosco, señalando un viejo sentado en el cordón de la vereda. Ha estado cuarenta años en la fábrica. No tiene un centavo. Ahora ya no hay fuerza. ¿Y los hijos? No tenía plata para educarlos. Están en la cárcel, mientras las muchachas tiran su cuerpo de burdel en burdel. ¿Y sabes por qué? Ellas cosían y lavaban; pero él no podía cuidarlas.   —160→   Entonces dos truhanes de noche las zamarrearon de los pechos, las hicieron caer en la zanja y las hicieron llorar... ¡Ah bueno! ¡Estás abriendo los ojos! Ahora vive borracho el viejo y los patrones lo arrojaron a la calle. Pide limosna. Tú no has de querer esa suerte. Y después, honor no hay más que uno -agregó Germán con voz sorda y tomando de un brazo al obrero.

Éste le estrechó la mano en silencio. Cuando se retiraba para su tugurio, pensaba con ira.

-No. Yo no quiero esa suerte. ¡Honor no hay más que uno! Mejor es morir en cualquier cosa entes que perderlo. Ya en su casa, en el claroscuro de una vela de sebo, prendida en un rincón, vio a la hija de catorce años y profundamente le miró las pupilas alegres y juveniles. En seguida la apretó contra su corazón y le mojó el pelo con lágrimas. Una dulzura infinita corrió por aquel cuarto. Ella sorprendida abrió grandes los ojos. Tenían aguas claras sus iris azules y toda su persona un casto perfume. Era como una corola, llena de candor y una amorosa gentileza y había rezado por el padre un momento antes la oración de la tarde... Un grito lo despertó:

-Hoy no has trabajado. ¡No hay que comer!

La voz era un rugido. Dos ojos agudos se fijaban en él como puñales. Era la mujer. La   —161→   miseria la había enloquecido. Esa noche también como siempre le despedazaba su última alegría. Al día siguiente volvió a las reuniones de Germán, para repetirle que él no quería la suerte del viejo borracho...

Lo encontró en medio de un grupo de pintores. Estaban flacos y pálidos. Algunos tenían las manos temblorosas y los brazos secos por la parálisis. Otros tosían. Todos hablaban irritados. No ganaban sino tres pesos y medio por día. A penas para comer mal. Germán gesticulaba como un endemoniado, caminando de aquí para allá. Aconsejaba la huelga. Pedirían más salario; si no formarían parte de las logias tenebrosas. ¡Y después el incendio de los talleres y los cuerpos lúbricos de los patrones rodando a través de las llamas!...

-Ustedes esperan demasiado tiempo -agregaba. ¿Por qué? La hora de la justicia ha llegado. Es necesario saltar a la calle para exigirlo. ¿Qué has sacado tú del trabajo de toda la vida? -preguntaba a un obrero con la ropa en andrajos y llena de manchas verdosas de pinturas. ¿Qué has sacado? -repetía. El plomo se te ha ido a las tripas. Te duelen. Te las está hiriendo. Antes que encogerte así ¿por qué no te resuelves? Sé de los nuestros. O es mejor acaso que a cada rato entres al hospital, dando alaridos de dolor y pases diez días echado de barriga sobre la cama sucia y apretándote   —162→   el vientre. Esos cólicos traen la gangrena y matan. Yo lo he leído. ¡Y tú tienes veinticinco años, tu madre vive y hay una muchacha que te ha calentado el corazón! ¿Y tu padre? Ahí está delirando. El plomo le ha mordido la cabeza. Eso es lo que ha hecho en toda su vida: trabajar para volverse loco. Ve visiones. Ha entristecido toda la casa. Valía la pena. Yo lo he visto, con sus fantasmas, correr de aquí para allá, dando aullidos, desgarrarse la ropa, tirarse contra el suelo, morderse la lengua en la epilepsia, y echar de la boca espuma colorada. ¡Y qué dolor cuando canta! Yo no sé como no lo has vengado. Lo han creído loco. ¡Es el plomo! ¡Es el plomo! Yo sé lo que te digo.

En el silencio que siguió a las frases violentas, se oyó un canto desgarrador. Era el viejo loco. Lloraba y le temblaban los brazos. Se le oyó gritar:

-Hay que darle al pincel de arriba abajo. Échale minio. La culpa no es mía. Se me ha podrido la boca y los dientes están podridos porque no se hace pintura sin aceite hediondo. ¡Ay! ¡Ay! Y lo peor de todo es que mi mujer me rechazó. ¿Qué culpa tengo si soy pintor? Quise besarla porque esa mujer era mía y me torció la cara porque yo olía mal. Entonces me acurruqué en el rincón del cuarto ¡porque el amor es triste! ¡El amor es   —163→   triste! A ustedes les va a pasar lo mismo, agregó el viejo con la mirada en delirio y avanzando con ímpetu hacia el grupo. Yo me voy a reír a carcajadas. Ya los veo caminando por la calle con la cabeza agachada, porque el amor es triste si no lo acarician. ¡Ay qué dolor, aquí adentro del pecho! Me lo ha arañado mi mujer. A ustedes les va a pasar lo mismo y si tienen hijos, el tarro de pintura los va a envenenar. ¡Qué bocas podridas!

Las muchachas del barrio dicen en voz baja:

-No. No queremos. Tienen aliento de pesebre. Son pintores. No podemos amar los huecos de basuras y si se casan las mujeres les arañarán el pecho. Tienen un corazón ¿ustedes no? Prepárense y vístanlo de luto para cuando ellas les tuerzan la cara y se lo lastimen. ¿Ven esta mano? Y la enseñó.

Estaba seca y descarnada. La piel era lívida y se arrugaba en los movimientos del brazo como si no tuviera vida. En la muñeca había un tumor. Algunas venas negruzcas corrían por el dorso. Los dedos, doblados sobre la palma, parecían garra de animal carnicero, tan aguros eran.

-¿La ven? -repitió. Primero me empezó a temblar. Después la muñeca se puso gorda, como la carne echada a perder, como un bofe de osamenta. Entonces ya no moví la mano   —164→   y se me secó. Siempre estuvo sucia de pintura ¡y eso es veneno! ¡Eso es veneno!...

El viejo se alejó, mientras los obreros se miraban los dientes con horror. Ya estaban enfermos. El saturnismo bordeaba sus encías con su siniestra espiral negruzca. Ellos comprendieron que el trabajo los iba a matar.

-Entonces vamos a morir, -exclamaban. Esto es estúpido. ¡No queremos morir! ¿Con qué derecho nos piden este sacrificio? ¿Hemos de pasar la vida apretándonos el vientre, para gangrenarnos, o concluir en el manicomio y hemos de tener este horrible miedo del veneno, que corre con nuestra sangre, para no ganar sino tres pesos y medio y no tener un cobre nunca y nuestros hijos han de ser raquíticos y hemos de dar asco a nuestras mujeres? ¡No! ¡No! Y todo para los ricos. ¡Perros sarnosos! Rodearon a Germán. Éste tenía en ese momento fría la mirada. Ningún músculo de su cara impasible se movió. Sus palabras cruzaron el alma de los obreros como puñaladas.

-No se quejen -les dijo. Ustedes merecen eso. Cansados estamos los hermanos de la logia de decirlo. ¡Son cobardes ustedes!

-¡No somos! -imprecaron muchos a la vez. Hable Germán. ¿Qué hacemos?

-¿Qué hacemos? -preguntó éste con violencia. ¿Y la huelga? ¿Qué esperan? Que les dupliquen el salario. Que el obrero sea socio del patrón.   —165→   Que muestren los libros de sus escritorios esos tramposos. ¡Que les hagan casas aseadas! ¿O el sol es de ellos no más y ustedes tienen que vivir entre el estiércol de los conventillos? Hagan la huelga y no se detengan en eso. ¡Parece que ustedes no supieran que en los almacenes hay aguardiente y petroleo! ¿Hasta cuándo? ¡Por Cristo! No es solamente con los pintores. A ustedes les digo que son tipógrafos y se lo pasan el día entero componiendo imbecilidades. Tienen vómitos ustedes. ¡Eh! Se mueren de diarrea. Echan los bofes a pedazos como los tísicos. La sangre se les envenena. El hospital los espera si siguen trabajando. Allá se meten a aullar como perros apaleados, con esos manchones color pizarra que tienen en la cara. Sigan no más. ¡No van a durar mucho tiempo! No hagan la revolución social. ¿Con ganar tres pesos y medio por día van a resolver el porvenir? Y estos otros -seguía Germán con violencia. Mírenlos, se lo pasan el día entero manejando el fósforo. Tienen la boca llena de maleza. Parecen monstruos. Las mandíbulas se les caen a pedazos. Están pálidos como la cera, envenenados y sin fuerzas. Pierden sangre por todos lados. Y se están quietos y siguen tragando fósforos, vomitando como cerdos y con las tripas hechas pedazos. No se quejen, pues, si se mueren. Hacen todo lo posible para eso. Sigan a los   —166→   católicos. Sigan trabajando con las pobres mujeres. Buena familia van a formar. Ahí andan los muchachos enclenques, dando lástima. ¡A ver si los rosarios les van a dar la salud que necesitan!

Concluyó de hablar con los ojos abiertos y grandes, y la mirada fría de piedra. Su cuerpo tenía la rigidez de un espectro y su cara una torva inmovilidad. Estaba insensible, mientras pintores y tipógrafos le estrechaban la mano vigorosamente, como si eso fuera un juramento silencioso. En la ciudad feliz y rica, entre los rayos alegres del sol meridiano, a esa plaza llena de sombra, que se aplastaba temblando sobre el piso, desde las copas opulentas, muchos obreros fueron llegando. Eran más tipógrafos y albañiles que dejaban el trabajo a las doce, con la cara sucia de cal, zapateros de las fábricas de manos negras, callosas y grietadas y herreros que iban a sus casas a almorzar. Rodeaban al anarquista sin moverse. No tenían hambre. Por la mañana habían bebido en los almacenes los malos alcoholes, que queman el estómago. Eso les bastaba para seguir viviendo; pero había muchas caras pálidas y muchos organismos flacos, bañados de caña y de ajenjo. Con el cuerpo enfermo, iba rodando el alma enferma de esos trabajadores. Los seducía la diatriba violenta y la aventura peligrosa. Se olvidaban de la labor continuada y honesta   —167→   la única generosa y fecunda. En frente de ellos, la Avenida de Mayo abría su límpido y luminoso cauce, por donde corrían a torrentes los soles de oro del medio día, sobre el asfalto bruñido, entre las columnas pardas en hilera larga y sinuosa, quebrándose la luz en los globos que ocultan el arco voltaico y chisporroteando en los cristales de los palacios. Una infinita alegría de vida sana agitaba la calle y por todas partes se erguían casas y más casas, talleres y más talleres y así hasta muy lejos los trabajadores vigorosos seguían escribiendo el libro del ahorro, con que se ha edificado la ciudad bulliciosa; una historia de virtud y de actividad que tiene cien años y que hace cien años no ha encontrado más formas de progreso que la que deriva del constante trajinar y del ahorro constante. Venían a esta tierra los inmigrantes en busca de las nobles eucaristías del trabajo con recompensa. Poco tiempo después construían las casas pequeñas y esos formidables musculares entraban allí con la compañera del brazo, para transformarlas en santuarios. Las noches del suburbio, las frescas noches, llenas de estrellas y de fragancias de alfalfas, escuchaban los besos y los gritos sofocados de la transubstanciación potente. Cantos de bodas eran esos de ritmo cuotidiano y de impetuosas procreaciones y cada año ella, sentada en   —168→   el umbral, tenía en la falda un nuevo chico prendido del pezón gordo y oscuro. Eran ricos y copiosos los chorros de leche, fuerte el esqueleto de los niños, bermeja y vivaz la sangre. La familia numerosa y robusta coronaba la vejez del obrero, del albañil de la gran ciudad, el cíclope que ha construido sus bloques interminables. Otros ganaron los campos para cultivarlos. Rompieron el césped y rastrillaron su polvo negro y fecundo. Crearon las colonias y construyeron los ferrocarriles para unir a los ciudadanos de la República. Eran fisiológicos de cuerpo y de alma y la obra resultó un prodigio. Son leguas de trigo y leguas de viñedos; es una multiplicación lujuriosa de haciendas. La pampa sola y salvaje se entregó a todas las razas, para que la poblaran de aldeas y de virtudes. Eso sucedió porque los jornales eran siempre suficientes y no se discutían. Se bebía menos y se trabajaba más. El resultado fue el bienestar de muchos y Dios nos perdone el error, de casi todos. No se pensaba en la asonada, sino en ahorrar. El obrero era el colaborador del dueño y no su enemigo. No se sabía la importancia de la frase rotunda: «Es necesario que el trabajo luche contra el capital» y la vida de los jornaleros de entonces tenía olor a fruta fresca, a mies sazonada, a vírgenes linfas. Era la primavera humana, llena de   —169→   renuevos verdes y lozanos. Sudaban, comían bien y dormían hondo, después de haber rezado el rosario bajo las noches quietas y serenamente solitarias. ¡Oh benditos trabajadores, que no habéis conocido el otoño y que os habéis acostado en el sepulcro llenos, de amor y de fe! Nunca tuvieron los ojos de ellos un crespúsculo gris, ni el encono empañó el alma cristalina de esos viejos atletas. Fueron buenos y fuertes, creyentes en los beneficios de la labor sin degeneraciones. ¡Qué grandes son y qué páginas brillantes escribieron estos creadores de las casas de dos piezas y cerco de rojo ladrillo! Por eso el corazón de nuestros padres vaga aleteando, como una amable larva, alrededor de los hijos inquietos, los desazonados y tristes del día moderno y va cantando al obrero, que llega a su casa en la noche alta borracho y enfermo, una melancólica historia de amor, la dulcísima melodía de las madres que remiendan la ropa y cantan meciendo con el pie la cuna, mientras él cuenta a los hijos mayores la laboriosa jornada y habla del porvenir ¡y de su fe inquebrantable! ¡Oh nobles viejos desaparecidos! ¡Oh corazones vigorosos de verdad! Entonces en esta tierra no se conocía esa gangrena que se llama huelga. La Europa decrépita la inventó. Sobre ella pasaron seculares dolores y muchos hambres de generación en generación destruyeron   —170→   sus energías. El espectáculo de innumerables delitos cometidos por pueblos contra pueblos, por reyes y aristócratas contra pueblos, enconó el alma de los sometidos. Aquella de Europa no fue historia, sino sucesión de nefandas turpitudes, en que no se respetó el derecho del hombre, ni el honor de la familia. Sus capítulos están manchados con estupros y una larga cohorte de crímenes, una lúbrica orgía de homicidios, de esclavitudes, de ergástulas, de devastaciones y de incendios, no el caminar de hombres sobre la tierra, sino la marcha antropófaga de un orbe de instintos, entristeció la salud moral del obrero. Estos comprendieron que el trabajo era inútil, porque las guerras y las exacciones destruían sus beneficios y vieron que la violencia empañaba el honor. El cadalso era el premio de la libertad y la miseria el premio del trabajo. De abuelos a padres y de éstos a hijos y nietos se trasmitió el escuálido espectáculo de las familias enflaquecidas de carestía y de inanición, a pesar de todas las virtudes. Luego la revolución contestó a las tiranías canallas, y merced a la huelga se quiso por la fuerza el bienestar, que no habían obtenido nunca la labor y el ahorro. Entonces se pensó que el miedo haría ceder a las avaricias señoriales. Así en todas partes se echa a la calle la horda, compuesta de dolorosos hereditarios y pide a grito herido su   —171→   parte de vida feliz. Ellos exigen primero. Si los que pueden dar no escuchan, hieren, incendian o matan porque la huelga es enfermedad convulsionaria, es la epilepsia de la patología humana. La sombra de la anarquía conduce sus pasos y enorme debe ser el crimen de los que sojuzgan, cuando eso da lugar a tanto crimen de sometidos. Bueno sería por otra parte no ser demasiado duros contra los que protestan y la pluma del escritor, que ha grabado a puñaladas anatemas y abominaciones sobre la memoria de las formas y políticas malvadas que han dominado y todavía pretenden dominar al mundo; -la pluma del escritor, hecha una catapulta que reduce a polvo todas las degeneraciones de épocas nefastas, ¡no ha de manchar sus negros rasgos, hiriendo el alma de los que sufren y ha de encontrar en el sano ímpetu las robustas deprecaciones por la justicia! Allá no hay más remedio. Ese cuerpo de la Europa está agotado. Hay demasiada gente y poco espacio. Ya no caben. Entonces, no pudiendo marchar juntos, se destruyen. Y deben estar muy comprimidos, cuando se ve que los pueblos se lanzan fuera de sus confines en un imperialismo enfermizo. Necesitan lo ajeno para vivir y cuando no pueden tomarlo y aumenta la miseria, retoña de nuevo la anarquía, resurge el desorden con sus pavorosos remolinos   —172→   y renace la psicología homicida de los corifeos. De cuando en cuando ellos tronchan una alta cabeza, se produce una sensación de miedo en las plutocracias y el escalofrío de la matanza corre por el corazón de los siniestros diseminados en las capitales. Pero no todos los siguen y lo que estos ignoran es que la mayor parte de los proletarios condenan el crimen y se alejan de ellos. Quieren aguas más límpidas en que bañarse y aires más puros para respirar. Necesitan una moral que los tranquilice y luchan por mejorar, buscando formas más ecuánimes. Se han convencido que la dinamita y el puñal no logran perfeccionar al mundo. Por eso muchos han dejado los sombríos sótanos, donde se conspira y se medita el incendio y el delito y se han cobijado bajo la cruz. Han formado sociedades católicas. Rezan; cantan; son peregrinos. Hacen procesiones y visitan santuarios. Son los amigos de Jesús, en cuyo seno eucarístico restauran sus fuerzas los cansados, recobran energías muchos mártires del tedio y esperanzas los castigados por la fortuna y los heridos por la injusticia. Cuando tienen un dolor, o pierden sus bienes, o las enfermedades matan a los hijos y los hambres hacen sufrir a la familia, de rodillas al Señor le piden alientos para el trabajo y fortaleza para su Fe y como la razón por la cual se reunieron en congregaciones, es el temor del   —173→   desgajamiento universal, decretado por los errores de la anarquía, ellos se robustecen en el pensamiento de la resurrección de todos, en la eterna vida y en la eterna dicha. Allí van a asistir al triunfo de la virtud que trabaja y a vivir en el gran santuario celeste, en plena luz, en la paz de Dios, en el amable e infinito misterio de su bondad. Por eso la sensación trágica y universal de muerte, inspirada por el anarquismo, desparramado en todas partes con su bandera roja de terror, con su bandera negra de desesperanza, este nuevo milenario, en cuya tiniebla iba a caer la civilización y a bambolearse el mundo en horrible y destructora apocalipsis, la sensación trágica de muerte creó el alma de los nuevos cruzados y los catecúmenos se multiplicaron. El obrero católico ha renacido y ha formado ejército. Va hacia Tierra Santa bajo las banderas del trabajo. Es la nueva fe. El claustro medioeval ha desaparecido. La sustituye el taller que inicia y concluye la labor con una plegaria. Y marchan y se consolidan los nuevos fuertes con la cabeza cubierta por el glorioso solideo de los trabajadores. Así aquellos pregonan la destrucción del trono y estos combaten por la restauración del Papa-Rey. Aquellos son iconoclastas y quieren el ateísmo, estos son apóstoles y sectarios de la idea cristiano. Los primeros son los blasfemos; los segundos son   —174→   los místicos. La anarquía no se detendrá ante ningún extremo; arrasará con lo existente, para dar vida a la fantasmagoría demoníaca de su psicología enferma y crear a carrera frenética lo que ella reputa lo vida nueva, la constitución de la nueva sociedad, con la utopía de la riqueza, del bienestar y de la felicidad para todos. Y como los tiempos no se modifican con el apresuramiento deseado, porque es así como marchan las cosas, ellos buscan los culpables e hieren entonces lo que está más encumbrado y ven más, hieren a los jefes de pueblos a los cuales acusan de impedir la metamorfosis. Por su parte, el obrero católico colocado en la antítesis, no se parará tampoco ante ningún extremo. Por más que las ideas se hayan modificado estos caballeros de Jerusalén no detendrán su camino hacia Tierra Santa. A lo lejos está Roma, que sigue siendo para ellos la capital cristiana. Allá van. Para esto están dispuestos a todos los sacrificios y si posible fuera, si existieran los circos de antaño, llenos de rugidos, dilatándose sobre la púrpura de las arenas rojas de sangre, ellos reharían en el siglo presente historias de mártires, muriendo con la sonrisa en los ojos de la fe divina. ¡Extraño antagonismo! Los anarquistas, sinceros equivocados, matan por querer la brusca conquista del porvenir, los católicos, sinceros idólatras, quieren el dominio   —175→   del presente y del porvenir, arrastrándolo hacia las ideas del pasado. Las cohortes de los primeros se componen de desheredados y sus tribunos aman la blusa y el tugurio, símbolos de la pobreza, mientras los apóstoles de los otros son la aristocracia y los plutócratas de todo el mundo cristiano. En los buenos tiempos de Jesús eran apóstoles los pobres pescadores de los lagos de Judea y los labriegos. Vivían en chozas y las catacumbas eran refugio y templo de los perseguidos de la era neroniana. Quizás por eso triunfaron. Hoy tienen tesoros. Viven en palacio y educan a todos los hijos de ricos. La disciplina, el orden y el talento los han hecho poderosos. El objetivo es la salud moral del obrero y es la reconquista de esa hermosa ciudad de Roma, que ellos consideran el hogar de todos. Según el concepto católico han sido de allí desterrados; luego viven con la nostalgia del retorno y se olvidan que antes que capital del mundo cristiano fue la creadora de las instituciones civiles. El foro todavía resuena por las aclamaciones del alma libre del pueblo y los nuevos tiempos han triunfado sobre todas las hierocracias. ¿Llegarán a Roma estos cruzados a esa grande y monumental tristeza, a la gloriosa seductora de las Estancias, la inmortal primavera plástica y volverán a sentarse sobre el Coliseo en ruinas, en la tarde muriente   —176→   y desvanecida en la melancolía honda del Ángelus? Han crecido mucho. Aquí son una fuerza. Construyen templos y colegios por todas partes. Los obreros afluyen y rodean a los que prometen el cielo, porque la fe y la oración mitigan sus amarguras y consuelan sus pobrezas. Dan parte de sus ahorros para el óbolo, como darían su sangre en la cruzada redentora por el Papa-Rey. Han contribuido a este crecimiento los años de arte canallesco que han escandalizado al mundo. Los escritores usaban estiércol para escribir libros. No encontraban la belleza sino en el pantano. Sus descripciones olían a esfacelo; sus personajes eran la síntesis de la humanidad ruin y malvada. No se oían sino elogios a la desnudez procaz y ditirambos a las pornografías más infames y a todas las bestiales aberraciones. En cambio de rayos de sol, las páginas estaban llenas de inmundos vómitos. La carroña triunfó sobre las sanas naturalezas y cuando no era la gruesa inmoralidad, las lascivias aparecían a través de tules transparentes, con la intensa seducción de la forma exquisita. El asco agarró el alma de casi todos. Los hombres huyeron de ese montón de basuras y buscaron un refugio. Cada uno había tenido un hogar, donde se rezaba. El Evangelio estaba allí con su virtud sencilla y fuerte, con mucha paz y mucho aseo. Poco costó para que los   —177→   hijos pródigos volvieran al hogar paterno, cerca de las ancianas que los esperaban siempre, para las amables adoraciones de los dioses tutelares. Por eso, arrojados lejos de la sociedad, por las repugnancias de un arte sin belleza, sin amor y sin moral, la idea católica reconquistó muchos soldados. Sus centros se multiplicaron y se notó en seguida en las naciones la tendencia a lo místico. No importa que los civilizadores hayan consagrado a Roma Italiana. Los neófitos no aceptan eso en sus entusiasmos. Velan las armas como los antiguos caballeros, hasta que llegue la hora de la batalla. Este crecer constante ha puesto a todos sobre aviso. Tienen muchos enemigos y más de una vez en sus reuniones han sido atropellados. Inquietan. Las otras asociaciones temen sus autocracias y aunque es muy posible que ellos hayan modificado la índole de antaño y no piensen seguramente en hacerse inquisidores, sino más bien marchar dentro de ideas de relativa libertad, no por esto el antagonismo es menos violento. Entre los anarquistas y ellos, la batalla ha producido alguna vez sangre. Están desafiados. Tal vez algún día el choque sea cruento, porque parece que los católicos de hoy no usan mucho la resignación. Quieren la victoria con la menor cantidad de martirio posible y no olvidan que tienen ceñida al cinto la espada   —178→   de los combatientes. Y así como muchos son anarquistas, porque nacen homicidas, muchos hay hereditarios de la locura mística, que pueden ir al delito, convencidos de servir a Dios. La mujer es la gran triunfadora. Forma ella también en sociedades. Rezan y trabajan para los pobres. En la aristocracia esto es de buen tono y de allí salen las propagandistas más ardorosas. Son las elegantes de las peregrinaciones, las ricas que dan de comer y visten a muchos menesterosos.

En la ciudad tienen un jefe. Se llama Ricardo Méndez. Está enfrente de Germán. El espectro y el santo van a encontrarse alguna vez en las calles sacudidas por la matanza y asoladas por el incendio. ¡Cuánto rezó el joven convertido después de la muerte del padre! ¡Qué metamorfosis tan profunda esa de su espíritu! Ya no vivió sino para hacer penitencia. Su cuarto fue celda. Los libros profanos fueron arrojados. Él no leía sino la vida de los predicadores y de los mártires, embelesados en la plegaria, bendiciendo el cilicio, las hambres y las vastas soledades, tan llenas y elocuentes así mismo por el espíritu de Dios. Del padre heredó alma de poeta. Escribía. Sus versos tenían sabor de Evangelio. Eran himnos a Jesús, a esa terrible y dulce majestad, el enamorado de la mujer caída, el fuerte morador de la Cruz. Eran naturalezas tristes las suyas, escuetos y   —179→   desolados yermos. Había mucho ímpetu en sus creaciones y mucho dolor. Quería la gracia para todos los hombres, porque pocos se daban cuenta, que el paso sobre la tierra era de prueba, mientras los más morían en la ciénaga pecando. Inferiores eran en esto a las yerbas del campo que por amor a Dios exhalan aromas y a los pájaros de los bosques que dicen sus plegarias en el canto armonioso. En todas partes en la tranquila majestad del cielo, a través del maravilloso equilibrio de los astros, en las sobreexcitaciones del mar, en todo el prodigio de la naturaleza fecunda, nunca vio Ricardo la ley física en su fuerza fatal de metamorfosis, ¡sino el espíritu de Dios! Y en la marcha de la humanidad, no comprendió que las extenuaciones de la orgía, el desbarajuste moral, la pérdida de la robustez física y la disminución en la inteligencia de los corrompidos, esclavizaba a las naciones. Para él la causa del azote estaba en Dios. Así se vengaba de la ingratitud de los malos hijos. Desataba los ciclones para destruir sus viviendas y sus sementeras. Por eso los hombres quedaban transformados en una turba de hambrientos y mal vestidos de harapos bajaban pronto hacia la muerte. Así el Eterno arroja los ejércitos virtuosos sobre los pretorianos, podridos en todas las crápulas y sobre las demagogias, podridas en todas las lascivias y cambia la suerte de las naciones para que   —180→   eso sirva de ejemplo y de prueba de su poder infinito. Los conquistadores no se movían por la natural brama de adquirir más riquezas, ni porque quisieran saciar la ambición de dominio. Eran siervos ellos a su vez de la voz del creador. Obedecían. Así pensaba Ricardo en ese misticismo guerrero, que no aceptaba el esfuerzo humano ni en el arte siquiera. Dios estaba sobre todas las cosas. Él solo era el gran poeta. Guiaba la mano del escritor y daba color y alma a la paleta del artista: devastaba el mármol, sirviéndose del brazo del escultor; escribía las músicas de las naturalezas y el hondo estrépito de las pasiones, y derramaba su magnificencia en el esplendor arquitectónico de las catedrales. Todo desaparecía en su yo infinito, la conciencia, la mente y la voluntad. Nosotros no somos sino almas desvalidas y errantes romeros hacia lejanas y desconocidas tierras, un ejército frágil, nacido del pecado, duendes entristecidos sin derechos y esclavos de la divina esencia. En sus arrobamientos llegaba algunas veces hasta las visiones. Veía a todos los hombres en fraternal consorcio, salvados por la religión. Moradores del cielo, tenían la felicidad imperecedera en el seno de Dios, en la corte saturada de belleza y espléndida de amor divino, en el empíreo, cuyas auroras no tienen crepúsculos y cuyas noches están iluminadas por la fulgurante luminaria de   —181→   los eternos soles. Así se hizo el cantor de las maceraciones y de las penitencias, capaces de redimir el yo humano hacia la gloria perdurable. Sublimó la Tebaida. Hizo la apología de los estáticos y de los castos. Idolatró a los cruzados, a los férreos medioevales en marcha hacia el Sepulcro Santo. Sus odas eran alabanzas para la Roma católica y anatemas contra Italia, que a metralla destruyó sus seculares murallas, y salmos los que brotaban de sus labios, llenos de iras fulmíneas y excomuniones contra el pueblo sacrílego. Lamentaba con encono el muerto poderío católico y pensaba en la reconquista. Era menester repristinar esa historia, con nuevos apóstoles y con todas las necesarias crucifixiones. ¡A la lucha! ¡A la lucha! El mundo era una gran catacumba enferma. Para salvarlo, ellos estaban allí prontos para morir, como los antiguos cristianos y si necesario fuera la guerra y la muerte para que retoñara en vigoroso triunfo la idea católica... ¡A la guerra, pues, y al exterminio! Enhorabuena. ¡Todo por amor de Dios! Para eso él era un gladiador de fuerte músculo y de carnes juveniles, y podía arrojar su vida entera en la nueva cruzada, a fuer de caballero de corazón leonino y espíritu de acero. La fe era su egida y su guía el Dios de Godofredo y del duque de Alba. Pero los soldados estaban dispersos. Era necesario hacer ejército,   —182→   llevar a los hombres hacia Dios, para ir después a Roma con ellos. Con la madre conversó mucho de esto, porque ella era la gran caritativa, el ángel de todos los menesterosos y el amparo de la niñez desvalida. Los pobres acudían a su casa en tropel, a recibir el pan de cada día de manos de Dolores y santa le dijeron entonces a esa hermosa solitaria de cabellos blancos. Era la vestal de la vieja casa, donde en copa de alabastro ardía la llama sagrada del recuerdo, mientras en urna de oro, en el viejo comedor de roble, dormía la lira fuerte del poeta médico. ¡Oh memorias! ¡Oh amables diosas, que os quedáis cuidando las virtudes, que en la casa dejan los muertos! Porque Dolores vivió con aquel gran corazón que ya no latía y perfumó, con las violetas de los canteros primaverales, la honesta y bravía leyenda de su caballero. Fue la divina enamorada de su sepulcro. Todas las tardes bajó el ancho corredor de la casa, vestida de negro, en la hora en que con la luz parece morir el alma de las cosas, de rodillas rezaba las oraciones crepusculares, tan hondamente llenas de caridad y de silencio. Amó en los hijos el alma del padre y pensó que todos los niños debían ser amados. Fundó sociedades para darles alimento y educación; la infancia tuvo su gran abuela y su apostolado ardoroso conmovía a todos; los ricos daban dinero y las niñas vendían flores en los   —183→   festivales piadosos, en la noche primaveral de los parques ducales, caminando entre el azulado fulgor de los globos eléctricos, sobre la fotografía metálica del bosque, acostada en los aromados senderos, mientras los cisnes resbalan silenciosos sobre el lago dormido y luciente y las góndolas surcan la sombra, llena de madrigales. Así los novios servían a la caridad cristiana. En otras partes los escritores daban conferencias; los poetas declamaban versos y la música congregaba a los hombres. Así el arte servía para la caridad cristiana, fecundada por sus fuertes aristocracias. En el alma popular hubo un profundo sacudimiento. Los obreros se reunían. Se trataba de la infancia. Ricardo enardecía la muchedumbre, hablando de la fe y de la necesidad de salvar la inocencia. En sus bailes recogían dinero para la gran obra Los gobiernos fueron también subyugados por el fervor sincero, que agitaba a la nación. Surgieron hospitales y casas para la infancia desvalida. Llegaban los chicos, manchados de suciedad y de miserias, con la piel terrosa y el cuerpo enflaquecido. Había muchos enfermos por el hambre y otros que traían en los órganos dolorosas herencias de predestinados a morir temprano. Para los más la cama limpia y el buen pan era una resurrección. Se ponían alegres como los pájaros y rosados como las cerezas. Dolores era la   —184→   madre de todos ellos. Caminaba por las salas cuidando todo amorosamente, con su sentir suave y con el alma llena de melancólica ternura. Algunas hermanas de caridad la ayudaban en la labor piadosa, en su ausencia sobre todo, cuando ella se preocupaba de los talleres instituidos para las jóvenes pobres.

Mucho trabajó, salvando almas de la deshonra, pero en ese cambiar a través de la ciudad, ella sentía que había otra fuerza que destruía su obra. Algo siniestro serpeaba por los conventillos. Hablaban de una mujer diosa, vestida de raso, que arrastraba a las muchachas al mal. En los barrios lejanos, cuando la divisaban, corría por todas las casas como un calofrío de terror y señalaban la víctima que desaparecía pronto para no reaparecer jamás. Una leyenda de mujer invulnerable la rodeaba. Era la querida de los poderosos. Los mareaba con las carnes tibias y blancas, diseminadas en la forma perfecta; se desprendía de su cuerpo un aroma acre de hembra en celo irresistible y muchos caían en el abrazo insaciable de esa Friné desnuda. Era una corruptora esa ninfómana febril; manchaba inocencias y las entregaba a los obreros para que las despedazaran. Al rato las muchachas eran sectarias de la anarquía. Era Goga la cortesana, un violento apóstol, dominada siempre por el alma sombría de Germán. Se encontraron una vez con Dolores en   —185→   un miserable tugurio. Un anciano moribundo estaba acostado sobre un catre. De rodillas rezaba la hija, con el rostro apenas iluminado por la luz mortecina de una vela de sebo, puesta en una botella, en el rincón del cuarto. Al entrar Dolores vio a Goga que parecía enojada. Había como un relámpago oblicuo en sus ojos y sus senos hinchados subían y bajaban. Crujía la seda. Dolores saludó, sin que Goga le contestara y cuando se acercó a la niña a decirle palabras de consuelo, la cortesana contestó con aspereza:

-Siempre llegan tarde ustedes los ricos. Vienen en busca de ángeles y se olvidan que cuando uno es un miserable y un harapiento, no se puede ser ángeles. ¡La indigencia mancha las alas y ensucia los ojos, señora! Ustedes que no tienen nada que hacer, podían prevenir las pobrezas. Cuando se nace en ellas todo es inútil. Las alas se manchan y los ojos se ensucian, ¡lo repito!

Dolores la miró con dulzura y quedó deslumbrada ante la cabellera de oro de la cortesana, que caía en bucles sobre el rostro, casi ocultando su marmórea belleza, aún más egregio en ese momento de pasión. El corazón amable de Dolores se entristeció, mientras el moribundo había cesado de respirar, entre la desesperación sollozante de la hija. Esta salía al patio llorando.   —186→   Hubo en el cuarto un momento de silencio, que Dolores interrumpió:

-¿No quiere usted, que las dos amemos a la huérfana? ¿No quiere usted acompañarme a ser la madre de ella? Le pido disculpa si la he interrumpido; pero yo pensé que usted quería acompañarme en esta obra de piedad cristiana. Lo que usted ha dicho, es cierto, señora. Mejor es prevenir los males que curarlos después.

-¿Usted? ¿Conmigo? -exclamó Goga con violencia. Entonces ¿usted no me conoce? Yo soy Goga, una prostituta, ¿oye? Ha debido ver pues usted, que yo tengo la cara procaz y las pupilas lujuriosas. O se imagina que una se ha revolcado en todos los chiqueros y que le puede todavía quedar corazón para ser madre de nadie y que los hombres con el cuerpo, que le roban a pedazos, obligándola a una a las más infames bajezas, ¿no le roban también todo lo demás, el amor, el dolor, la piedad y la fe y todo? ¡Cómo se conoce que usted no ha vivido en el pantano! ¿Yo madre? ¡Eso es ridículo! ¡A mí que he abortado siempre! Pregúntele lo que le han enseñado los hombres a ésta.

-¡Ya! ¡Ya! tan joven -preguntó Dolores con dolor y temblándole la voz.

-Hace rato, señora. Hace mucho rato -contestó Goga. En qué mundo vive usted señora Dolores.

  —187→  

-¿Usted me conoce? -dijo sorprendida ésta.

-A cada paso la encuentro a usted -replicó la mujer. Y la admiro, sobre todo porque usted no aprende. Ha venido aquí a salvar a esta muchacha, como va a muchos conventillos. Bueno. Siempre llega tarde como aquí. Yo le voy a contar su historia delante de este muerto. A los trece años, ¿entiende? Un rico la despedazó, como a mí, como a mí, ¿entiende? ¿Entiende usted?

La voz de la ramera se hizo estridente. Las frases saltan silbando como lonjazos.

-Tuvo un hijo de él -siguió Goga. Fue a dar a un hueco de basuras. Allí murió de frío y de hambre. Después ella se hundió de cabeza donde se hunden todas; se hizo una inmunda, y este viejo entonces resolvió morirse y ha cumplido su promesa. ¡Qué sencillo es todo esto, señora Dolores, y qué cruel! Es inútil que usted trate de salvarle. No lo conseguirá. Yo la admiro así mismo. Usted quiere redimir a todos los que sufren y levantar a todos los caídos; pero se olvida que la carne que se pudre tiene que desaparecer y que el alma muere podrida como el corazón. ¡Oh señora! A nosotras que no estamos contentas, si no nos revolcamos con diez hombres todos los días, es mejor que nos dejen. No podemos, ni queremos servir para ser lástima y repugnancia. Déjennos morir tranquilas en nuestros chiqueros, vestidas de seda   —188→   y borrachas de orgías, un cuarto de hora en la vida siquiera. ¡Vaya por ustedes, pues, que viven la vida entera así! ¡No nos incomoden... pero cuídense! ¡Nosotras no estamos con las manos en la cintura! No hay cuidado. ¡A cada chancho su San Martín! Ya han de ir nuestros obreros a romperles las hijas a ustedes. Alguno ya lo dijo; ¡a ti se te hará lo que hayas hecho a tus semejantes!

Goga hablaba con la cabeza echada para atrás y el cuerpo erguido. Sus narices se dilataban en ese himno de odios y de venganzas. Una luz fría iluminaba el azul de sus ojos. Dolores la miró con tristeza y se acercó a ella y suavemente le contestó con voz llena de humana pena:

-Cuánto mal le habrán hecho los hombres, ¿no es verdad señora? ¿Qué culpables son? ¿Por qué pierden estas divinas hermosuras? -agregó Dolores levantando las manos al cielo como si rezara, ¿por qué las arrebatan a Dios? Venga Goga. Cálmese. Siéntese aquí.

Acercó una silla. Goga le dirigió una extraña mirada y se sentó.

-El error de ustedes -siguió Dolores lentamente- está en pensar que somos felices por que somos ricos. Se imaginan que no hay en nuestras casas silencios dolorosos y tristes crepúsculos. ¡Se equivocan pues! A nosotras   —189→   también se nos mueren los hijos. Nosotras también nos quedamos sin padres.

-Pero siquiera los han tenido alguna vez -interrumpió Goga-, y hermanos, eso que llaman familia, para que haya un amparo para las que no usamos para defendernos sino las uñas. Son nuestras armas. Después usted sabe lo que sucede. El cuerpo se acostumbra al mal. Ya no retrocede uno. Se necesita el hombre. El sexo es déspota...

-Usted se olvida, Goga, de muchas cosas -añadió Dolores, tomando entre las suyas la mano de la ramera.

Tenía en ese momento en los ojos Dolores una luz de santa. Sus palabras eran como un sereno Evangelio.

-Usted se olvida -repitió- de muchas cosas. Así la voluntad, Goga ha permitido la redención. Los pecadores han podido rezar. Dios no desprecia a la criatura y Magdalena que tenía como usted el cabello de oro y el alma ardorosa, fue perdonada. Era como usted hermosa casi fuera de lo humano. Jesús, la salvó.

-Yo no se nada de eso, señora -contestó la mujer. Habrá que decir que hubo una que tuvo suerte. Es una no más y ese Jesús, de que usted habla, debía ser muy grande y muy bueno; pero es uno también. El mundo nos trata como a perros. Somos sarnosas. Nadie   —190→   cree en la sinceridad de la prostituta que reza.

-Ese es otro error de ustedes -replicó Dolores. Yo sé de muchas almas amables que aman la desventura y esperan a los arrepentidos.

-Pero ¿dónde están? -preguntó Goga con ímpetu. ¿Por qué no nos salvan? ¿Y permiten que vivamos en el odio y nos venguemos corrompiendo todo lo que tocamos? Qué diferencia entre ese Jesús que usted nombra y Germán Valverde. ¿Quién es ese Jesús que usted nombra?

Dolores no contestó. De nuevo ese apellido se cruzaba en su camino. Estaba pálida. Tenía miedo por sus hijos; pero Goga había seguido hablando con violencia:

-Mejor es que no lo conozca, señora, a Germán. Viera cómo es. ¡Qué terror me inspira! Yo soy una cosa cobarde en sus manos. ¡Qué hielo tiene en los ojos! Asusta. Su alma es como un infierno. Cómo trabaja. Esta sembrando la huelga y el delito en todas partes. Él con los obreros, yo con las muchachas. A la revolución vamos. Conoce a sus enemigos. Son los obreros católicos. Los va a hacer pedazos. Su hijo, señora, es el jefe. Cuídelo. Yo le aviso porque usted es la primera mujer buena que encuentro en mi camino. Usted ha sido cariñosa conmigo... como una madre...   —191→   como una santa; pero yo me voy a olvidar, porque tengo mucho vicio en el corazón. Germán lo sigue a su hijo. Si se encuentran, dígale que no lo vaya a herir a Germán. Yo lo amo. Yo soy su hembra, ¡sépalo! Quiere destruir las sociedades de obreros, que está formando su hijo y lo ha de conseguir. Ya la vez pasada se miraron como enemigos. Yo estaba presente. Que se cuide su hijo; pero que no lo hiera a Germán. Si lo hace, ¡que se guarde de mí! ¿oye? que se guarde de mí. Yo me voy a olvidar de usted, ¡porque tengo mucho vicio en el corazón!

El diálogo fue interrumpido. La muchacha había entrado y ya se hacía de noche. Había sombra en el cuarto y la luz de la vela parecía más viva. Llegaron algunos hombres para vestir al muerto, en momentos en que Dolores daba dinero a la huérfana, sin decirle una palabra. Ya afuera sintió que la seguían. Era Goga.

-¿Desea usted hablarme? -Goga preguntó Dolores deteniéndose.

-Quiero pedirle disculpa -contestó ella. No haga caso de lo que le he dicho. Ya sabe que yo soy una miserable. Soy un alma de burdel.

-No diga eso -exclamó Dolores. Usted no es sino una desventurada. No diga eso, porque la piedad de Jesús es infinita. Todos cabemos dentro de su perdón.

  —192→  

-¡Jesús! ¡Jesús! -repitió la cortesana con extraña curiosidad. ¿Quién es pues? Dígamelo de una vez. Lo único que sé de su vida es que murió en una cruz.

-¿Usted no sabe de veras Goga?

-¡No! ¡No! Nadie me ha enseñado. No sé. No sé -contestó con ímpetu la mujer. ¡Dígamelo pues!

-Yo se lo voy a decir. Escúcheme -agregó Dolores estrechándole la mano. Jesús es el bien. Es el amor casto. Es la resignación y el sacrificio. Es el martirio que sonríe, muere y redime. Es la caridad inagotable. Todos los humildes están en Él. Todos los buenos y los sufrientes están en Él. Cuando murió en la cruz, el sol se fue y los cielos se nublaron. El universo se sacudió, como si le arrancaran los cimientos y la tiniebla amortajó su cadáver. Entonces la naturaleza lloró, ¡porque había muerto la bondad! Una mujer se abrazó de la cruz en ese momento, con la cabeza echada hacia atrás en el divino éxtasis y el oro de sus cabellos, sueltos en la tormenta oscura. Era Magdalena, la meretriz. Mucho amó a Jesús y fue santa. Acuérdese de Él Goga, cuando tenga algún dolor, y no se olvide de mí tampoco. Recomiéndeme todos los pobres que quiera. Mi casa y mis bienes son para ellos. Una cosa sólo le exijo y es que crea que nosotras las ricas solemos tener también   —193→   cosas cariñosas en el corazón y amamos a nuestro prójimo, ¡cómo quisiéramos ser amadas! Dolores desapareció en la sombra y Goga la vio perderse a lo lejos y se acordó mucho rato de sus palabras:

-Cuando tenga algún dolor, acuérdese de Jesús y de nosotros, porque amamos a nuestro prójimo, ¡cómo quisiéramos ser amadas! Una alegría profunda se apoderó de ella. También los ricos tenían noblezas entonces, pensaba en su camino a través de la ciudad. El dinero no hacía egoístas siempre y al lado de los perversos, había familias de caritativos silenciosos, y muchas santas llenas de amor hacia los demás y de modestia.

Ese momento feliz de su corazón duró poco. Germán la esperaba para entregarla de nuevo al lodazal... y ella, la lujuriosa, cayó esa misma noche con su cuerpo desnudo, de posada en posada, anhelando el abrazo de todos los vampiros, sin saciarse jamás, sombría y ávida de limo, como la flor de la ciénaga...




ArribaAbajoElbio

Una noche Ricardo Méndez narraba, sentado en el patio, sus laboriosas jornadas de apóstol. Angélica y Dolores lo escuchaban en momentos, en que Martín y Elbio Errécar entraban a visitarlos. Elbio era médico. Mientras él estudiaba, la madre murió y el viejo Martín con su espesa barba blanca y la piel llena de arrugas, sin haber perdido su altivez formidable, sintió en aquella desgracia, como si le cavaran el sepulcro y pensó morir también. Se agarró de Elbio, para que eso no sucediera y éste se desparramó, como la yedra alrededor de la pared vetusta y lo sostuvo. Cada día las arrugas del viejo se hacían más hondas y más rosada la tez. Le salía más barba. Toda su cara estaba llena y blanca de seda. Los ojos brillaban entre la espesa ceja y las pestañas espesas. Se había encorvado un poco, sin que su cuerpo perdiera el músculo poderoso.   —196→   En el dolor su alma se hizo más clara todavía y más intrépida. Conservó el aposento, como cuando vivía la vieja compañera y de noche, antes de acostarse, siguió rezando su rosario con más fervor, desde que había dos muertos más a quien cuidar. Ya no trabajaba. En el último cuarto de la casa, guardado estaba su banco de carpintero, el amigo de sus días viriles, el confidente silencioso de su fuerte acción. Los años lo habían gastado. En algunas partes faltaban pedazos y se veían profundos huecos; porque el brazo robusto de Martín, armado del martillo poderoso, había hecho más de una vez saltar astillas. Los cepillos y garlopas estaban ordenados sobre él y las sierras colgadas de la pared. Ese cuarto era como un templo, donde se guardaban las sagradas armas, una panoplia, que había grabado muchas horas de honesto sudor, en una vida útil. Martín los miraba sonriendo. Era su triunfo. Él había sido el atleta del taller, el alegre artista de aquella orquesta del trabajo, el creador de las estridentes y hercúleas sinfonías. Por eso amó sus herramientas, como el guerrero viejo la espada de acero. Casi sin querer, cuando las limpiaba hasta dejarlas lucientes, años tras años, iba recordando su pasado tan sereno y tan lógico, hasta producir el bienestar del presente. Un día después de otro, ocho o diez horas, pero todos los días; sin desertar   —197→   jamás, sin huelgas, paciente y pertinaz, como uno de tantos laboriosos de esos que construyen ciudades y fecundan campos. Así se envejeció Martín Errécar y así educó a sus hijos. Por eso oyendo esa noche las narraciones de Ricardo y los tumultos de la ciudad, Martín movió la cabeza, pensando con pena, cómo podía el alma de la muchedumbre enfermarse hasta el delito y el espíritu sectario llegar hasta la injusticia. Así cuando Ricardo, con voz sonora y gesto brusco, lanzó anatemas contra los socialistas, y anarquistas que interrumpían su acción, Martín se levantó con ímpetu y poniendo la mano arrugada y con manchas de vejez sobre el hombro de aquél le dijo:

-¡Esto no anda! ¡Esto no anda! Ustedes rezan demasiado y trabajan poco y los anarquistas son holgazanes y obedecen a malos predicadores. ¡Vamos! Esto no sucedía antes. La fortuna nunca se hizo de repente. El día era corto para nosotros. No teníamos tiempo de pensar en la haraganería y en el incendio; pero también te digo Ricardo, que nuestra mejor oración era trabajar de sol a sol. Nunca pensamos, que se debía transformar al obrero en sacerdote. Es una exageración. Nos bastaba que fuera honesto y varonil. Yo no digo que no sea preciso rezar; pero a su tiempo. Creo que la mujer que abandona los quehaceres   —198→   de la casa y vive en la Iglesia, hace mal. Dios no puede encontrar bueno eso. Todavía existen muchos compañeros, que han hecho como yo. Estos eran desiertos. No había sino ombúes, pitas y pantanos. Hemos construido manzanas enteras de casas; hemos puesto rieles de trenvías y empedrado las calles. Todo esto debe ser bueno, mejor que rezar el día entero, hacer huelgas y cometer delitos. Debe ser bueno, porque hemos formado familia y adquirido un modesto pasar. Después por algo se vive setenta años. Yo no he visto concluir bien a los que lo esperan todo del cielo, ni tampoco a los revoltosos, a los que gritan contra los patrones y contra los ricos. A nuestra vista se han empobrecido los primeros y los otros han concluido en los hospitales o en las cárceles. ¡Esto no anda! ¿No te parece Elbio que tengo razón en lo que hablo? Yo le dije, pues, te acuerdas, a ese Germán una tarde, que hacía mal en seguir echando a perder a los obreros; pero ese hombre parece loco. Eran albañiles y carpinteros. Todos me rodearon. Yo estaba tomando sol en la plaza, en ese día de invierno. ¿Te acuerdas Elbio? Es el rico Martín. Será como todos, decían. ¿Qué le importa a él que el trabajo nos enferme y que la paga sea miserable? ¿Acaso ha sido pobre nunca y le ha faltado pan, como a nuestros hijos? Usted los ha   —199→   asistido pues, Don Elbio. Bien sabe que es de hambre que se enferman. Entonces ¿por qué lo reta a Germán? ¿Qué quiere que hagamos con tres pesos por día? Necesitamos uno y medio para comer con la familia y lo demás para casa y vestido. No nos alcanza. Las cosas están muy caras. No sabemos por qué. Entonces Germán que se retiraba dio vuelta y gritó con los ojos descompuestos:

-Yo les voy a decir por qué están caras las cosas.

El pueblo dio como un rugido. ¿Te acuerdas Elbio? Se hizo un remolino. A mí me tiraron de aquí para allá y cien voces se oyeron que parecían de trueno:

-¡Díganos! ¡Díganos! ¡Viva Germán!

-Porque aquí, amigos míos, los gobiernos no se ocupan del pobre. No hacen otra cosa que ayudar y proteger el trabajo de los ricos, para que aumenten su fortuna. No tiene nada que hacer el pueblo aquí. Esto no es sino una plutocracia, un gobierno de ricos y si no protegieran tanto las fábricas y dejaran que entrasen de Europa con más libertad las cosas de allí, que son tan baratas, ustedes se vestirían y comerían con la mitad de lo que gastan ahora. Cuando Germán concluyó de hablar había un gran silencio. Me acuerdo muy bien.

Arriba de nosotros el viento torcía las ramas de los árboles. Yo estaba oyendo las   —200→   respiraciones de todo ese pueblo y me sentía renacer al lado de los obreros; porque esa fuerza tenía yo también cuando joven. Ellos se miraban callados. No habían entendido a Germán. Entonces éste tomó de un brazo a un albañil y le dijo a dos dedos de la cara:

-No has comprendido. Ya lo veo. Ese sombrero que tienes puesto te cuesta seis pesos, ¿no es cierto? Bueno, los de Europa los podrías tener por tres; pero, si los traen de allí, les hacen pagar muchos derechos. Entonces no se pueden vender menos de ocho pesos; luego todos compran los de aquí. Esto lo hacen, para que las fábricas ganen lo que quieran, con perjuicio del obrero. ¿Por qué te han de obligar a gastar seis pesos? Esos tres que das de más, te los roban los ricos. ¿Empiezas a entender ahora? Lo mismo pasa con tu calzado, con tu saco, con el vestido de tu mujer, con la cartera de cuero, que tu hijo lleva a la espalda, cuando va a la escuela, y con los fideos de tus sopas. Y pagas el azúcar malo el doble de un buen azúcar y te obligan a beber el vino malo de aquí, el vino protegido por muchos centavos de peso el litro, cuando, el bueno de Europa, vale centavos de franco y se tira a la calle por demasiado abundante. Tú eres trabajador. Necesitas el vino, como el aire que respiras y la carne que comes. Y como no puedes comprarlo, bebes los aguardientes   —201→   venenosos de los almacenes y eres un borracho de mala bebida. ¿Entiendes ahora por qué es cara la vida? Y después este país, tan grande, se lo han repartido entre cien familias de ricos. La tierra nadie la cultiva. El desierto está por todas partes y al labrador, que lo pide para sembrarlo, lo sacrifican siempre. Yo no hablaría, si todos fueran como este viejo -y me señaló- a quien respeto; porque éste necesitó treinta años para educar a sus hijos y hacer su fortuna, mientras que ahora, con la sangre y los ahorros de ustedes, se enriquecen y se sacian los protegidos en poco tiempo, sin escrúpulos. Hay que hacer la América al galope. Es decir: hay que robarla y después irse. Por eso los salarios de ustedes son escasos y muchas las horas de trabajo. No se respeta a la mujer, ni a los niños. ¡Jipen, brutos! ¡Para eso han nacido! Vuestras mujeres os dan un hijo cada año. Saldrá raquítico, porque no ha podido ella descansar en la preñez y después de los partos, a los pocos días, tiene que trabajar. Así se envejece pronto, cansándose antes de haberse repuesto y se muere. Les repito esto para que se fijen: los hijos de ustedes saldrán raquíticos, porque la mujer del pobre no descansa en el embarazo y se muere pronto, porque no se puede reponer después de los partos, desde que tiene que trabajar17. Esas   —202→   fortunas rápidas crecen sobre una generación de desaparecidos miserables, como los cipreses sobre el cementerio. Esto no se arregla con padres-nuestros. No hay más que una forma: ¡empobrecerlos! Para eso está el fuego y está la huelga. Que entreguen lo que han quitado. ¡Que repartan sus riquezas! Acaso ellos no más han de tener frazadas en invierno y han de estar bien nutridos ¡Y nos tratan con insolencia! ¡Y somos animales! ¡Y desprecian a nuestros hijos! Y cuando uno pide aumento de salario, reposo en los días de fiesta y disminución de las horas de trabajo, se encojen de hombros, cuando no contestan con la bofetada o el garrotazo que queda impune. ¡Vamos! Es preciso que una vez por todas se convenzan. ¡Esto no se arregla con padre-nuestros! Y si los poderosos se meten, ya saben ustedes lo que hay que hacer. No serían los primeros, que iban a conocer, ¡cómo despachurra las tripas la dinamita!

Al llegar aquí se calló Martín, moviendo tristemente la cabeza como si quisiera así repetir su estribillo: «¡Esto no anda! ¡Esto no anda! Se acordaba del pavoroso espectro y tuvo un gesto de asco varonil. El sol occidente iluminaba, en ese momento, los ojos lúgubres de Germán y el resplandor del rojo horizonte difundía el rededor de su persona, como una aureola de incendio.   —203→   La muchedumbre estrepitaba fascinada por el anarquista.

Así en algunos años de sorda labor y de tenaces luchas, la huelga se había desparramado por toda la ciudad. Reventaba hoy en una fábrica, mañana en un taller y los que resistían eran ultrajados, cuando no los ensangrentaban a palos o a puñal. Había mucho hambre y mucho arambel. Los obreros vivían en una inquietud muy cercana de la demencia y la deshonra entraba a menudo a polucionar sus casas. Los figones estaban llenos de borrachos. Allí entre el humo de las pipas y sobre las copas de caña, estudiaban los jefes las formas violentas para dejar desierto al trabajo y meditaban las venganzas. Allí llegaban los cuentos horribles de los que en invierno se habían muerto de frío y se sabían los vejámenes de los patrones y de los poderosos contra los proletarios miserables que los servía. Cuando salían de la sentina y entraban en sus tugurios, el espectáculo de la familia harapienta aumentaba el encono y por todas partes se sentía el estrépito del subsuelo, con tonalidades de borrasca. El alma lóbrega de Germán atizaba las malas pasiones, saltando de taberna en taberna, de mechinal en mechinal, siempre agitado, siempre consejero del delito, mientras Goga, la meretriz, corrompía las muchachas de los talleres. Pero muchas veces   —204→   se volvía indócil, resistiendo las órdenes del anarquista. Entonces éste la abofeteaba hasta sacarte sangre y cuando ella se quejaba exclamando: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Dolores sálveme!»; Germán la arrastraba de las mechas por el pavimento de ladrillo. Huía ella después, perdiéndose días enteros y vagando por la ciudad como un alma desconsolada. Iba siempre hacia la casa de Méndez. Quería hablar con Dolores; pero cuando llegaba cerca, se la veía retroceder y perderse lejos de nuevo. Volvía a ser una orgiástica; volvía a Germán, hechizada por aquel corazón ponzoñoso. Mientras tanto, éste, en su propaganda, se había encontrado muchas veces con Ricardo. Habían tenido diálogos acres. Se arrebataban los prosélitos en esa lucha formidable, en que los católicos aumentaban sus sociedades y se fortalecían por la fe y la riqueza. Entre las dos fuerzas, Elbio Errécar trabajaba para que sus amigos no se afiliasen y una gran masa de obreros lo seguía, seducidos por su honesta palabra y porque preferían no ser sectarios. Eran un enorme grupo de robustos y de sanos, esos vencedores del porvenir. Se llamaban: ¡libres trabajadores! Los socialistas por su parte, se agitaban y se confundían con los de la anarquía, en su lucha contra los católicos. Eran conferencias, reuniones en media calle, protestas, amenazas y un furioso bregar por   —205→   enfermos, mientras otros arrastraban como podían sus organismos convalecientes, señalados todavía con el lívido estigma de la enfermedad pasada, ¡porque María la dulce madre había mitigado sus dolores, acariciando de noche la frente exacerbada por el insomnio y visitándolos en sus delirios, rodeada de luz, entre los cánticos paradisiacos, acompañada por millares de ángeles, volando en largas espirales y susurrando las palabras de la esperanza! Entonces las flores frescas de sus jardines eran para la divina madre, que da pan a los pobres, rocíos a la naturaleza y salud a los chicos enfermos, que ellas cargan en ese momento, para ofrecerlos en su santuario. Así se ven algunos rostros, llenos de costras negruzcas y cicatrices de viruela, pieles manchadas, tumores, infelices que van a pedir paz para sus espasmos histéricos, coreicos que saltan por la calle, con la cara descompuesta por horribles muecas. Y mientras la peregrinación blanca marcha entre las avemarías del rosario, entre el perfume de las flores votivas, todo alrededor se difunde como una hediondez de hospital, como un vaho malsano desprendido del pecho aplastado de los tuberculosos, sucios de sudores, que arrastran consigo ese calor acre de la cama enferma, donde se condensan las náuseas y las podredumbres... Y se ven caras flacas y   —256→   amarillas; enormes vientres de hidrópicos y monstruosas fisonomías de leprosos delirantes; se huelen bochornos pecaminosos de ocultas apostemas y se adivina en las mortales palideces la ponzoña de las fétidas malezas, que cuajan las ropas y señalan a lo lejos el camino del sepulcro. Aquí un alucinado, allá un epiléptico, más lejos un hemipléjico, describiendo curvas pera arrastrar su pierna paralítica y algún aullido entre la monótona letanía, interrumpida a ratos por el patalear de los atáxicos sobre el piso de madera; el templo y el hospital en marcha, la religión de los felices y la religión de los desventurados y de los miserables. Todos rezan, mirando como fascinados a las madonas milagrosas de los palios de seda y cuando la muchedumbre va a llegar al tren, del centro de la romería blanca, donde caminan las niñas, se levantó un coro de melodía suavísima, el himno a María, la madre de los desamparados y de los tristes, la compañera de las vírgenes castas. Eran salmos. Cada uno le ofrece su dolor, para que lo mitigue y a ella le narran los melancólicos poemas, ¡que se escriben en las casas desoladas, al lado de los padres enfermos, al lado de los hijos de quince años, que pueden morir, las crucifixiones de las noches largas, la eterna noche de la enfermedad, que no cura y los ímpetus de gratitud del alma arrodillada! Los   —257→   más son los vigorosos de los círculos obreros, que aman a Dios porque sí, en la profunda y fuerte ingenuidad de la fe y que proceden, sosteniendo a las hermanas y a las madres, como si fueran un baluarte de combatientes, de cabeza descubierta y alma leonina. Cantan todos, y la melodía tiene la dulzura de las almas puras y sencillas. Algún poema, de la niñez de todas las casas, cruza a través del corazón de los peregrinos y algún reflejo azul del cielo misericordioso anima las pupilas de esa muchedumbre, que, en sus cantares, entrega a la divina madre, las flores de la naturaleza, a porfía, como enamorados fervorosos, mientras los paralíticos arrastran el pie muerto por el pavimento; los atáxicos hacen sonar su lúgubre pataleo; los tísicos empujan sus lívidas momias y en los leprosos asoman los rojos tubérculos, como una monstruosa máscara, como una evocación de algún carnaval fúnebre de leyenda y rezan y cantan ellos, agradeciendo que no los rechacen, con las lágrimas en los ojos, esos pobres abandonados, ¡como ermitaños malditos y solitarios! Los romeros los ayudan a caminar piadosamente. La deformidad no les repugna y no quieren alejar a los malolientes, que van a pedir a la Virgen la salud de sus cuerpos anquilosados. Por eso, los himnos de gloria a María dilataban en la calle, a lo lejos, sus cadencias celestialmente   —258→   tranquilas, hablando al corazón de los desvalidos y de los sufrientes y recordando las claridades de las místicas auroras, que no tienen dolor nunca, ni noches nunca, ni soledades; donde no hay huérfanos, ni esclavos, ni desterrados, ni crujías, ni delitos, ni novias abandonadas, ni malos hijos, ni felonías; donde no hay doloridos de la mente, esos inquietos a quienes la vida no sacia, con la cruz del Calvario en el corazón, que no saben, porque han nacido, ni para adónde van y recordando a las ciudades que prevarican, a las sentinas del subsuelo, donde se cuaja la inmundicia moral, que hay esplendores de caridad que iluminan y redimen todas las tinieblas y devuelven la virginidad del alma a los cuerpos corrompidos, como las rosas y los lirios, como los pastos perfumados crecen sobre las podredumbres y regeneran los valles muertos... Así fue llegando a la estación, entre rezos y cantares, la muchedumbre de peregrinos, rodeando a las niñas vestidas de blanco, muchas de ellas con el rostro cubierto, por el tul de la inmaculada pureza. Se sintió un silbido; luego el caño de la locomotora se llenó de humo y empezó a resoplar. Cada bufido arrojaba nubes cenicientas y abollonadas, bajo el gran techo de vidrio Se sintió un chirrido, de vapor de agua, que se levantó de un costado, luego algunos apurados resoplidos. Bramó   —259→   largo la máquina en marcha y empezó a entrar en la luz, arrastrando los vagones. Iban pasando casas y más casas, huertas y patios sucios, una boca-calle, luego de nuevo las paredes de los fondos, algún palacio, más allá un monte de eucaliptos18 y siempre el riel bruñido, escondiéndose bajo las ruedas, como si huyese hacia atrás y un ruido, sordo y continuo, acompañado por una trepidación brusca y argentina de vidrios, por sonidos más violentos, como de hierros que chocaran, más sonoros y más rítmicos y siempre jardines y cercos de alambres y más fondos de casas, a ratos breves praderas y el riel huyendo, huyendo siempre bajo la mole negra de la locomotora, que raja el aire, con ímpetu de conquista y arroja el paralelepípedo de los vagones en fuga, la mole larga y enorme, precipitada en una carga brutal, siempre adelante, envuelta en un nubarrón de polvo. Nadie hablaba en el tren. Los peregrinos pensaban en Dios. Era el silencio de la meditación piadosa, la plegaria que no tiene palabras, la genuflexión callada de la mente, ante la grandeza del infinito misterio y las reverencias silenciosas de las almas contritas; el recogimiento de los que iban al santuario, a implorar el perdón, que consuela y la salud, que alegra la existencia. Así agradecían al milagro y a la inagotable caridad de María. Nadie hablaba. El sosiego era profundo.   —260→   Parecía el tren un gigantesco solitario, una grande alma desolada, un cenobita apurado hacia algún desierto, que no tuviera confines, como si fuera a hacerse pedazos al final de la fuga en alguna sombra estéril y a disolverse en millares de átomos infecundos. Todas las alegrías humanas y todas las fuerzas habían desaparecido en aquellas criaturas, ¡el fanatismo solo estaba allí en toda su inercia infinita! Los romeros no hablaban. Eran contemplativos, como ermitaños de alguna lúgubre estepa, donde nunca se oyeran sino himnos de soledad, donde los vientos no trajeran sitio soplos de yermos y vastos cementerios. Mientras tanto la máquina azota adelante su pecho redondo y negro; crujen las ruedas y las palancas; la hornaza deja, en el camino, carbones y chispas de fuego; estrepitan los vagones y la vida bulle y tripudia en esa gran cosa inanimada, devoradora del espacio, con su correr huracánico. Adentro, sentados en los vagones, los peregrinos empezaron a rezar el rosado. El tren silencioso, que volaba, como un fantástico enigma, habló entonces pero así en voz baja, cual si fuera un soliloquio, en un tono quejumbroso y monótono, como la expresión de algún mundo destinado a quebrarse y a morir, o el lenguaje lánguido y triste de alguna época, de cuyo recuerdo ya no quedarán, en la historia humana, sino átomos que fueran a perderse, ¡líneas   —261→   tétricas o manchas espectrales de alguna gloria muerta! ¡Los cantos a María, no son gritos triunfales! El tren se tornó silencioso de nuevo y los viajeros callados. Y en la profunda quietud se oía un largo rumor, el interminable jadeo de la marcha, contestando a las místicas ausencias, a las serenas y religiosas quietudes, con el furor del trabajo. Pasan ranchos, ombúes, hondas sombras de bosques y parece el horizonte describir un gigantesco semi-círculo, acercando las poblaciones, para que desaparezcan en seguida y vuelvan otras, para desvanecerse. Y labriegos, majadas, arados, trilladoras, altos conos de parvas, largas zonas de tierra negra y verdes praderas, llenas de flores. Y más bosques y más ranchos y alambrados y la máquina siempre en pos de ese horizonte, cerrado adelante y que se retira cada vez más lejos, sin ser nunca alcanzado, ¡como la dicha humana! Por todos partes el tren silencioso, que huye enfermo de misticismo y de desgracias, rodeado, acosado, empujado, herido casi por las alegres canciones fecundas, por las zozobras inmortales de la vida, en los campos en flor y aromas, zumos calientes, mugidos de toros, estrépitos de trabajadores, muchachos y terneros que brincan, corren y juguetean; familias numerosas y mujeres de grandes y fuertes caderas, como diosas creadoras de sanas energías. Y saludando al tren, que parece ir a   —262→   estrellarse en alguna inanición tristísima se elevan y van de la campaña, ardiente bajo el sol meridiano, los lamentos de las húmedas preñeces y los cantos de las cunas, escondidas en los altos pastizales, mientras responden al bramar del fugitivo, a los rezongos de los rosarios reiniciados, el relinchar de las yeguas mordidas por el potro, acariciándolas en sus caracoleos lascivos, subyugadas al fin y reventadas en las praderas, entre el fulgor genésico de la pampa abierta, sobre el humus preñado de semen y el himno de los trabajadores que hacen fructificar, con el sudor de sus cuerpos, a los gérmenes, ¡escondidos en las matrices sangrientas de la madre tierra! Tal vez esto era la victoria de la verdad, erguida en frente de los vagones, que disparaban a lo lejos con su negra línea de féretro, y lo que decía en ese momento el suelo cultivado, toda la salud moral de los campos, en su labor virtuosa, eran los anatemas a las degeneraciones, que detienen la vida en el ascetismo y a las degeneraciones, ¡que meditan el desorden por la anarquía homicida! La máquina soltó un largo reboato y empezó a detenerse. Descendieron los peregrinos. Se formó de nuevo la procesión blanca en el centro y alrededor el cortejo de los obreros católicos. Caminan, rezando el rosario, por el medio de la calle y de cuando en cuando cantan las alabanzas a la Virgen. Los enfermos siguen   —263→   la marcha difícil con las pupilas y el alma trémulas de esperanzas y ayudados por los jóvenes se dirigen al santuario. La emoción religiosa es profunda, casi el éxtasis. Y mientras el enorme grupo adelanta camino, se arrastran penosamente, algunos puestos de rodillas, cumpliendo sus votos. Aparecieron las agujas de la iglesia gótica; un estremecimiento se apoderó de la multitud y los cantos, más sonoros y más llenos de unción, poblaban el éter azul y tranquilo. Llegaron debajo las naves, sostenidas por columnas, bajo las pinturas murales, que escriben la historia de celestiales milagros, donde está pintado el dolor de María, madre del Crucificado, en medio del poema del Calvario y de las glorias de la resurrección; donde están pintadas las cortes celestes, animados por toda la familia angélica, lleno de luz el rostro de los santos y de plácida beatitud y consagradas por el llanto de las arrepentidas, a cuya cabeza camina Magdalena, de sublime cabellera de oro, la bendita, porque mucho amó. Debajo de las naves se fueron los romeros lentamente arrodillando, para oír misa y comulgar después, cerca del altar florido, de cuya central hornacina de oro, la Virgen los bendecía, vestida de manto azul, de benigna efigie y de serena pupila santa, la madre enamorada de los humildes, la mártir que consuela todos los ajenos martirios. Un orador subió al púlpito;   —264→   un joven sacerdote, un batallador que, con Ricardo Méndez, mantenía en los círculos católicos el fuego de la fe sagrada. Habló del mundo y de los peligros de su índole contaminada. Habló de la carne, del torvo ardor de la carne que mancillaba a los virginales y dijo mucho de las enervadas imaginaciones, que habían perdido la religión, para precipitarse en la diabólica orgía y dijo mucho de Jesús el bueno, que perdonaba a los caídos en el pecado y a los que delinquían en la tiniebla del delito. Habló de las sectas y estigmatizó a los liberales, por destructores y pobres dementes los llamó de una civilización corrompida y destinada a morir. El socialismo no se salvó del anatema. Ellos pretendían sustituir el culto de la razón humana, las leyes del trabajo y de la lógica a las verdades reveladas, el libro de la vida al libro de Dios y juzgaban el progreso del mundo, como un corolario de la virtud del hombre, sin apercibirse que el Omnipotente guiaba pueblos, cosas y naturalezas hacia el empíreo, hacia la luz de gloria, ¡que no tiene noches! ¡Pobres soberbios los llamaba, emponzoñados de luzbelianas formas, y caducos temerarios que iban a perecer en el incendio, producido por el satánico orgullo! Lo único sano eran los obreros católicos, que debían vivir unidos y multiplicarse. Ellos practicaban la virtud; ellos cultivaban las purezas inmaculadas. Dios   —265→   en el cielo y la plegaria sobre la tierra, los llevarían al triunfo.

-Perseverad, hermanos míos -exclamó al final. Vuestros centros pululan en toda la República; la victoria asoma ya con sus banderas desplegadas y día ha de llegar en que, por vuestro esfuerzo y por vuestra hombría de bien, los pecadores cedan el campo y el Estado hecho por el hombre y para él, sea cambiado por la nación de Dios, gobernada por los católicos, que son sus caballeros cruzados, para que los gobernados se salven todos en su infinita caridad, ¡en el paraíso de la eterna vida!

Desde arriba, sobre la cabeza de los fieles arrodillados, el órgano saluda la fe victoriosa con la gloria de sus sinfonías. Todas las sonoridades estallan. Vibran los clarines el himno de la guerra santa, las conquistas de la idea cristiana, la fuga de los enemigos, hacia el anonadamiento, que no tiene resurrecciones, heridos y hechos pedazos por las iras del salmo. Los violoncelos sollozan. Narran tal vez la odisea de los desterrados, bajo los sauces de Babilonia, tan dolorosa, como la nostalgia del cielo, que está tan lejos, como si los hombres estuvieran tristes hasta la muerte... tan lejos que está el cielo, ¡¡tan lleno de piadosos amores!!... Y corría, desde el coro al altar, con ímpetu, la brama de vivir con Dios en extático arrobamiento, toda la vida para merecerlo   —266→   y a pesar de eso se sentía el llanto de la duda melancólica y el pesar de no alcanzarlo. Los peregrinos acompañan con sus cantos la melodía dulcísima y triste. Dicen adiós a las cosas de la tierra; a la casa paterna, a las madres, que de rodillas mecieron las cunas, a los ángeles que arrullan los sueños infantiles. ¡Oh amables memorias!, ¡oh santas ancianas de cabellos blancos! ¿Para qué la niñez, si todo es estéril, si la tierra no tranquiliza? Y piensan los adolescentes en la comarca nativa, en sus vírgenes naturalezas, llenas de aromas y de bálsamos, en el poema de sus serenos firmamentos, en las frescuras de sus aguas diáfanas y en los enamorados fantasmas que cruzaron la adolescencia vagabunda. ¡Adiós! ¡La tierra no tranquiliza! ¡Oh novias! ¡Oh gentilezas! ¿Por qué adornan la cabellera negra, como la selva salvaje, que no ha sido contaminada por paso humano, por qué la adornan con la rosa roja que es flor de pasión, si la tierra no tranquiliza, si al cielo vamos a descansar en Dios, en su amor infinito, por qué el idilio de las criaturas es pasajero, como la luz que se esconde en la pena silenciosa del crepúsculo, como las hojas que caen y se acuestan en el otoño y ya no renacen? ¡Al cielo vamos! Allí dura eternamente el traje de raso blanco, el largo tul y la corona de azahares. ¡Adiós novias! ¡Oh gentilezas! ¡Todos los que allí rezan,   —267→   quieren dejar el mundo! Hasta los hombres, que están de rodillas y a quienes la vida ha endurecido los músculos y las pesadumbres han puesto granitos en las arterias envejecidas, los hombres con tanto deber, con tanta virtud a producir, con tantos fragmentos de esperanzas y tanta sangre abandonada en el zarzal del camino, hasta ellos agachan la cabeza, conmovidos por el esplendor augusto de las armonías del órgano, que parecen coros celestes y que no hablan sino del Dios que ama, perdona y espera a los hijos pródigos. Quieren irse pronto con él. Quieren la agonía, ¡porque la tierra no tranquiliza! Están cansados del rudo combate y han bebido hasta el fondo de la copa la amarga ponzoña. ¿Para qué más? ¡Adiós ensueños de gloria, banderas, ejércitos y estruendos de batallas! ¡Los laureles se entristecen y se marchitan pronto! ¡Adiós larvas divinas del arte, creadoras de la belleza eterna, grimas inmortales del poeta! ¡Mueren y se van! ¡Las lágrimas de las cosas acompañan la marcha de los poemas, que desaparecen! ¡Oh! Esfuerzos, pasiones, odios, ambición y rencores, bondad y delitos, trabajos, sudores, miserias y dolor, energías humanas, susultantes y formidables, monstruos, genios y cíclopes, todo lo que brega y todo lo que marcha, símbolo gigantesco del alma viril, ¡adiós! Porque todo es estéril e inútiles las luchas ásperas   —268→   y porque el órgano dice que al cielo vamos, ¡el seno de Dios que es la infinita alegría y la paz perdurable! ¡Cómo suena en sus armonías la infinita vanidad de todas las cosas! Y los viejos peregrinos que rezan de rodillas y que con una mano, acarician las mejillas de los nietos y en la otra llevan las anémonas sepulcrales, también quieren irse a descansar para siempre como caminantes fatigados. El ardor de la plegaria, las alegrías del éxtasis místico y el órgano, que sigue cantando las sinfonías celestes, producen en sus corazones como un anhelo de morir, ¡porque bebieron ellos también la ponzoña y encontraron en los últimos años la misma inquietud! ¿Para qué más? ¡Adiós entonces para siempre! La vejez ha roto las fibras y el alma se va como una cítara, que hubiera abandonado en la vida las cuerdas hechas pedazos. ¡Se va a buscar el aliento divino, el fresco rocío del firmamento y las celestiales praderas floridas! ¿Y los nietos? ¿Y las estufas prendidas en las noches de invierno, cuando los hijos escuchan la palabra solemne del gran abuelo? Y los trofeos y los recuerdos de amor, de heroísmo y de virtud? ¿Y la mesa tendida y las flores de los centros de plata y las amables purezas de las hijas? ¡Son los amores de la vejez; son sus caricias; es el besar de los nietos, que juegan sentados sobre nuestras rodillas! ¡Oh amores de la vejez! El abuelo se va   —269→   lejos con sus cabellos de plata, con su mejilla roja de sangre sana, sonriendo siempre y perdonando siempre y cuando pasa el umbral para entrar en el seno de Dios, él cierra contra su torso de atleta, las cabezas juveniles y llora, ¡como la lira rota! ¡Adiós amores de la vejez! ¡¡Al cielo vamos, porque la tierra no tranquiliza, porque todo es estéril y la infinita vanidad de las cosas rueda y entenebra el Universo!!

Y cuando el sacerdote exclama: ¡Sanctus! ¡Sanctus! los dorsos se encorvan y el órgano revienta, por todos sus tubos, en una melodía formidable, en un himno de gigantesco triunfo, en que se mezclan todos los ruidos del mundo y los gritos de las pasiones seculares. Debajo, los fieles se sienten arrebatados en ese poema sinfónico, en que se acumulan las victorias sobre los genios del mal, sobre las adversidades, sobre los enemigos de la religión, sobre las catástrofes de la naturaleza, para entrar todos en Jerusalén, la ciudad de Dios y vivir la vida paradisíaca. Después, el sacerdote vuelto hacia los fieles, elevó la hostia cada vez más arriba, como si fuera a volar al cielo con su gran esplendor blanco. Los dorsos se encorvaron más; las frentes se encorvaron más y toda la epopeya del órgano murió en una sordina mística, en una lejana modulación, en un eco suavísimo y triste, como cántico de alguna ruina perdida entre la maleza de siglos, ¡como   —270→   un sollozo prolongado que quisiera ocultarse! Luego en la bendición final, cuando los fieles salían, la música readquirió sus melopeas triunfales, acompañándolos hasta el camarín de la Virgen. Entraban de a dos a visitarla, rezaban y se iban. Casi todos ascendían de rodillas hasta el pedestal. Algunos lloraban; otros colgaban sus muletas y ponían a sus pies las joyas votivas. María los miraba. Sus ojos eran azules y tranquilos y sobre su cabeza descansaba la corona de brillante pedrería. Todo su manto de seda estaba recamado de oro y perlas, las paredes y el altar cubiertos y atestados de dádivas. Eran las reverencias a la reina majestuosa, a la madre caritativa del mundo cristiano. Eran brazos y piernas pequeñas de plata y oro, muletas y espadas, trenzas y velos nupciales, diademas de piedras, preciosas, azahares y crespones. Eran cascos y uniformes de guerreros, lazos, riendas, estatuas, miniaturas de barcos; copas de alabastro, urnas de cristal, retratos, arquitecturas y ramos de flores secas, todo mezclado y confundido, todo en desorden y polvoriento, ¡la piedad religiosa de la nación entera iluminando la cristiana y abigarrada ropavejería! Pero lo que salía de aquella opulenta riqueza era una epopeya de cantos dolorosos; historias de crueles sufrimientos; esperanzas perdidas para siempre y negros hastíos salvados por la plegaria; amores   —271→   castos que la Virgen había protegido, viudeces inconsolables, por ella mitigadas; gratitud de soldados, vueltos incólumes de las guerras de la patria y de marineros arrodillados en las naves, mientras bufaban los ciclones, levantando al cielo las popas y zarandeando las aguas en un atropello, en un bramar de borrasca. Muchas lágrimas se habían secado sobre esos votos y muchas alegrías de los desahuciados por la ciencia humana, salvados por la Virgen buena, habían acompañado a los peregrinos al entregarlos. El milagro estaba allí, con todos sus arcanos misterios, con sus robusteces ocultas. ¡Los incrédulos podían venir para aprender hasta donde llega la omnipotencia del Creador! ¡Desgraciados! Y caminan por el mundo, hablando de los creyentes, como arquetipos de la ignorancia, que necesita el nigromante, que busca lo maravilloso para explicar las cosas, y los tratan como a pobres de espíritu, que se enamoran del sortilegio, fascinados por la cábala, infantiles cultores de la magia extrahumana. Porque han perdido la Fe, niegan el milagro y pretenden, que muchos de los que a la Virgen se acercan, no son enfermos, sino pobres histéricos, salvados por la sugestión y enervados que arrastran sus languideces en el cansancio moral. Entonces cualquier cosa es para ellos vigor; una plegaria, la Eucaristía, el sermón de un sacerdote. ¡Oh enfermos! María os espera, tuberculosos, paralíticos, leprosos, ¡oh artríticos, misérrimos anquilosados! La ciencia es deficiente por humana; la caridad del cielo es inagotable, tanto que la luz de gracia iluminó, alguna vez, el alma de los extraviados impíos, que han perdido la fe en el milagro, ¡que cura lo incurable! Muchos de ellos se han confesado y como los peregrinos han pasado por el camarín de la Virgen. Rezaron entonces a su vez, para salvar a los pecadores, que pululan sobre la tierra. ¡Así han creído en la divina terapéutica!...

El tren se puso en marcha. En él volvían los peregrinos y los sepulcrales de la ida se tornaron alegres y bulliciosos, con algo de fiesta en sus diálogos, como si hubieran dejado en el santuario remordimientos y tristezas. Habían comulgado. Estaban en paz con Dios, vivieron su día en procesión, por las calles, en la Iglesia, en el camarín de la Virgen. Los enfermos habían pedido la salud. Volvían enfermos, pero reconfortados. La ciencia había sido impotente. Se precisaba el milagro y lo esperaban con plácida beatitud. A pesar de todo, muchos de ellos ya no verían a María, porque el féretro estaba cerca y detrás, el sepulturero pálido con su mueca satírica. Y mientras los romeros terminan el día estéril, siguiendo su viaje festivo, a través de las praderas,   —273→   entre el silbar de la máquina y la fuga de las haciendas curiosas, que se acercan; los campos, cansados de trabajar, terminan el día útil, abatidos y melancólicos, contemplando, como en el poniente el sol, su alma creadora, se hunde allá abajo en su tálamo de púrpura, como una gloriosa divinidad triste, como si fuera un victorioso, que quisiera desaparecer, para siempre, en su luminosa larva. Quieren descansar los campos. La jornada ha sido ruda y larga. Rezaron el día entero en ese culto del trabajo, bajo los rayos ardientes, entre los aromas de sus pastos. Quieren descansar ¡oh peregrinos, después del día útil! Y mientras la máquina los cruza con su negro borrón violento y los vagones corren entre las algazaras y las risas de los santificados, los campos imploran las frescas penumbras del crepúsculo, que les darán rocíos. Entonces se eleva de su manto verdinegro, de los lejanos caseríos que desaparecen, de los campanarios obscuros que se van, de las estancias, que huyen con sus bosques tenebrosos, del firmamento infinito y gris, se eleva el salmo de las castas plegarias, la tierna armonía de la tierra, el lamento religioso, con que ella despide a su sol, al novio que preña sus virginales entrañas. A esa hora la naturaleza es un templo. Adora al Dios que se ha ido; un efluvio de polen la inunda y perfuma el   —274→   peplo, en que se envuelve, mientras incensarios invisibles derraman por los campos la mirra perfumada e invisibles sacerdotes elevan las Eucaristías, hacia las primeras estrellas, que aparecen. Hay un sosiego de paz angelical y como una amable dulzura de infinita bondad. En todas partes, mientras el tren va y va sin detenerse, las luciérnagas saltan por los pastos; se ven luces en el horizonte; las ranas gorgotean en los bajos; las haciendas mugen y balan en retirada, lentamente, hacia las casas y salen y van y vienen mil indecisos rumores, ecos de sonidos lejanos, notas de arcanas melopeas, como si, en el seno de la tierra, hubiera un armónium melodioso, que acompañara el santo y piadoso caminar del crepúsculo hacia la noche... La máquina sigue bufando; el tren corre; huyen los alambres y los postes del telégrafo; desaparecen las estaciones, con sus faroles sucios de keroseno19 y vuelve la fragancia fresca de los pastos a saturar a los peregrinos y mientras el insomnio agitado desvela a los que rezaron, quieren dormir los campos, cansados del trabajo sano y enmudecen y perecen morir, cubiertos por el ropaje obscuro de las sombras, que se han apoderado de la naturaleza, bajo las estrellas del cielo, tranquilamente encorvado, como una techumbre majestuosa, sobre las cabañas sin luz, sobre las praderas tenebrosas. Lo único   —275→   que se ve es la máquina que resbala con su pupila de fuego adelante, y un largo rectángulo luminoso que corta la noche. Los peregrinos van llegando. El tren se mete entre las casas, entre el tufo de los fondos, entre el aire contaminado y escaso, que aprieta el tórax... De repente un rumor grave y sordo se dejó oír, mientras las ruedas detenían su marcha. Por la boca enorme de la estación entraban los vagones...

Cuando ya puestos en fila, los peregrinos se disponían a salir, Goga llegó a saltos con las ropas en desorden y con la cabellera rubia volando, detrás de la espalda semidesnuda. Una sensación de asco se apoderó de la muchedumbre. Extrañaron aquello. ¿Qué tenía que hacer allí esa prostituta? Algunas muchachas pobres, a las cuales ella quiso perder, apretaron el brazo de los hermanos. Tenían miedo. Recordaban el abismo, en que casi cayeron. Un movimiento brusco de retroceso se inicio, como si quisieran huir de aquel escándalo de carne, de aquella hermosa lujuria, que se acercaba como una triunfante procaz. Goga se detuvo. Había comprendido. Iba a hablar. Ya había dicho: «¡Dolores! Jesús muere y redime» cuando se apercibió, que todos pensaron, que esas palabras no podían ser pronunciadas   —276→   por aquella boca sacrílega. Entonces se dio vuelta y lentamente caminando con la cabeza agachada, con los brazos caídos, empezó a alejarse. Parecía que le hubieran muerto en el corazón la última nobleza; pero antes de trasponer el gran vano del portón, Dolores se desprendió del grupo enorme, a duras penas, con una imponente severidad en los ojos, se acercó a ella y la llamó. Goga se detuvo moviendo tristemente la cabeza.

-¿Qué quiere Goga? -le dijo Dolores. Dígame ¿qué quiere? -le repitió.

Entonces la cortesana alzó hacia ella las pupilas, llenas de pena y le dijo bruscamente como deteniendo un sollozo.

-La llamé porque usted es tan buena, porque desde el otro día yo me imagino que usted es mi madre... porque cuando una mujer no ha bebido sino veneno y no han hecho otra cosa que pegarle en el cuerpo y lastimarle este corazón, que yo tengo tan podrido; cuando no ha respirado sino la basura y a esa mujer le hablan así, con ese dulce modo que usted tiene en los ojos, aunque uno sea peor que los perros pulguientos, peor que el barro de los huecos... como los trapos sucios... porque si de chica me hubieran sostenido Dolores, pero no... las dejan solas a las pobres hijas de la calle... ¡Solas! ¡Solas!...

Goga sacudía la cabeza. Sus ojos estaban   —277→   secos y dolorosos. Se interrumpía a cada rato y mirando a los católicos, que se acercaban inquietos, agregó:

Ellos no saben, Dolores; no saben, que a uno le puede quedar algún pedazo serio en el cuerpo, que no haya sido tocado por la porquería y que uno es capaz de morir...

Dolores se estremeció.

-¡No! ¡Eso no Goga! -le dijo, apretándole la mano. ¿Por qué Goga? Si usted tiene tanto amor en el corazón; ¡si usted tiene tanta ternura! ¡Qué muchacha grande y buena es usted! ¡Jesús la salve!

Entonces pasó, por los ojos de la ramera, como un esplendor. Se acercó impetuosamente a Dolores.

Váyase -le gritó, con voz sofocada. Llévela a Angélica. Ustedes corren un gran peligro. Llévese a todas esas criaturas. Allá los veo venir.

-¿A quienes? -interrumpió Dolores asustada.

-¡Toda la canalla, como furias! ¡Son como furias!

-¿Dónde van?

-A la fábrica que está aquí en frente. La van a quemar. Llévense a esas criaturas. No las dejen solas. Como a mí, como a mí... En la obscuridad de la noche se sentían tiros lejanos. Los soldados deshacían otras asonadas a balazos. Una quietud de terror reinaba   —278→   en los alrededores. Ni un coche. La huelga había hecho allí el silencio. Apresuradamente, escoltadas por muchos obreros, se retiraron las niñas y los católicos, que habían oído las últimas palabras de Goga, emprendieron su marcha lenta hacia los clubs del centro. Eran muy numerosos y cuando supieron que las hermanas y las madres habían encontrado seguro refugio, entonaron un himno a María, que se dilató por las calles, como un soplo de fe y de heroísmo...

A lo lejos, se veía venir el tumulto de los anarquistas, con hachones encendidos, que arrojaban en lo alto sus crenchas de llamas verdosas. Parecía un ejército de fantasmas, en un desenfrenado desorden, ocupando calles y veredas y furiosamente bramando hacia el gran portón de la fábrica. El edificio estaba silencioso y sin luz, como si hubiera sido abandonado, con algo de esquivo y tenebroso. Parecía esconder una celada. Para llegar a él, tenían que atravesar las filas de los católicos, que seguían cantando el himno a María. Por fin vino el choque. Las dos psicologías se prepararon a despedazarse. De un lado los cruzados, dispuestos y a morir y a matar por la religión; del otro los vengadores, dispuestos a morir y a matar por los sacrificados de todos los tiempos.   —279→   El apostolado de las dos sectas había sido rudo y se habían encontrado muchas veces en los mismos conventillos, en pos de prosélitos y mientras aquellos prometían la felicidad futura, éstos hablaban del bienestar del presente. Aquellos conquistaban con el cielo, éstos profetizaban la caída de la injusticia humana. Así los católicos alababan las fuertes resignaciones y la alegría del martirio y los anarquistas concitaban a los proletarios a las energías feroces, aconsejaban la huelga y la sangre, para que el terror obligara a ceder, a lo que ellos creían la maldad de los hombres. Los primeros educaban la grey hacia atrás, hacia la revelación y el dogma; escribían la poesía de las catacumbas y la gloria de los circos enrojecidos de sangre cristiana; los otros apuraban el porvenir, a través de la utopía de la nivelación humana, para que todos tuvieran el mismo dinero, el mismo saber, los mismos derechos; desconociendo aquellos los beneficios de la libertad intelectual y éstos la necesidad de la selección paulatina y la superioridad de los selectos. Y como muchas ideas del presente incomodaban a los dos partidos, los católicos usaban el anatema para los herejes modernos, cuya ciencia había destruido muchos anacronismos y mucho dogma, conquistado el libre examen, el culto libre y que había transformado en zahareños y levantiscos a los catecúmenos   —280→   de antaño, tan sometidos y los anarquistas usaban el anatema contra los burgueses cobardes, cuya avaricia sórdida y cuyas tiranías detenían el progreso del mundo. Ser ricos era un crimen. Ser poderosos era un crimen. Ellos no iban a tolerar la villana lascivia, que había formado las castas, el gobierno y las universidades para los menos y ¡el hambre, la enfermedad, el conventillo, la ignorancia y la muerte para los más! Por eso las dos demencias chocaron esa noche, los que habían hecho la peregrinación en beneficio del santuario y los que habían hecho la huelga contra los ricos; los del rosario tan dolorosamente estériles y los de la dinamita tan dolorosamente delincuentes. Un atavismo sombrío guiaba a las dos cohortes. Ambas eran redentoras. Uno tenía el Calvario, los cadalsos la otra y habían pasado y seguían pasando entre la incredulidad y el escarnio de las muchedumbres- El claustro encerraba a los místicos, estrecho y sin luz, con límites pequeños para la inteligencia y con una fría sordomudez para el corazón y la sociedad secreta a los anarquistas, el húmedo sótano que esconde a los afiliados el esplendor de la libertad y la lucha sana del aire abierto, que oculta el progreso por el trabajo tenaz y por el ahorro tenaz y predispone el pensamiento homicida y hace acariciar la obra destructora. Si dominaron   —281→   al mundo alguna vez, fueron injustos. Levantaron patíbulos, los primeros en nombre de un Dios iracundo, pervirtiendo así ese ideal de infinita bondad y castigando herejes, se hicieron herejes a su vez y los otros, en nombre de los oprimidos, oprimieron, y mataron como lúgubres bandidos, Esas dos fuerzas, cuya meta era la desolación perniciosa y triste, la primera a través del anacoreta y del desierto, y la otra a través del regicidio y de la muerte del orden existente, se estrecharon en la pelea para dilaniarse. Brilló el cuchillo. Sonaron tiros. La imprecación llenó de baba las fauces secas y mientras los católicos peleaban por Dios y por la fe y los anarquistas por el pueblo sojuzgado y por los mártires, que regaron con sangre el sendero de la anarquía, los débiles cantaban el himno a la Virgen y cruzaban, por la penumbra, las estrofas violentas del himno de los vagabundos y de los descamisados. Los jefes se encontraron; Ricardo con un revólver, Germán con un puñal. Muchas veces, en la propaganda, se habían clavado los ojos, con odios de sectarios, los dos ardorosos, creyendo cada uno al otro profundamente perjudicial. Más que con palabras, en ese encuentro, se arrojaron con fragmentos de alma feroz. Se oían las frases en la barahúnda.

-Ustedes manchan la inocencia, ustedes contaminan, a los hombres -dijo Ricardo.

  —282→  

-Ustedes los aíslan -contestó Germán- y los hacen estériles. Ustedes los matan así.

Los gritos y el estruendo seguían. De cuando en cuando un estampido, ayes de dolor, y en toda la masa agitada, un vasto vaivén de pelea y un jipar de iras brutal.

-Lo que usted hace no le cuesta nada -gritó Méndez, acercándose amenazador. No tiene más que barro en el corazón. Agarra, tira y ensucia. ¡Su camino está lleno de deshonras!

Germán se aproximaba cada vez más, con el puñal arriba y con los ojos enloquecidos.

-¿Y ustedes clericales? ¡Bah! ¡Homicidas! ¡Sus centros son un gran cementerio! ¡Donde tocan, hacen la muerte moral! ¡No es el suicidio lo mejor!

Y cuando se iban a herir con furor, una oleada de pueblo los arrebató en alto y los separó, en una espantosa zinguizarra, arrastrándolos a través de la gritería y del estrépito. Aquí caía uno; allá otro, manchado de sangre; más allá un alarido de dolor, que sacudía la tiniebla; el sordo rodar de cuerpos por los adoquines, una marejada humana, aplastada contra las paredes y tirada por todas partes; el tambalear de una muchedumbre, que parecía borracha de cólera, en medio del desesperado pujar de brazos y cuerpos y del estertor sofocado de los que se asfixiaban. Una llamarada de incendio resplandeció bruscamente, en   —283→   la calle tumultuaria y aparecieron, en la claridad, los rostros trágicos de los combatientes, iluminados por el fuego siniestro. En frente de ellos ardía la fábrica y detrás de los cristales sucios, se veía el fulgor de la hoguera y las llamas escapaban fuera, resoplando en medio de la estridente carbonización de los tabacos y del estampido de los techos al derrumbarse. El horizonte se tiñó de rojo y una nube de humo, salpicada de chispas y de haces ardientes, se dispersó en el aire caliginoso. Y mientras el calor quemaba las ropas y hacia retroceder y huir a la multitud agitada, una descarga de fusilería, llena de amenazas, apuró los miedos de los fugitivos, que se atropellaban por las calles iluminadas, en medio de alaridos feroces.

-¡Los soldados! ¡Los soldados! -gritaban. Los católicos los traen. ¡Asesinos! ¡A la casa de Méndez! ¡Al Jefe canalla! ¡La muerte! ¡La muerte!

Y cuando los anarquistas se dirigieron, rugiendo, hacia la casa de anchos corredores, los clericales se reunieron lejos silenciosos y resignados, en un enorme grupo, heroicamente lentos, aceptando aquel inmerecido martirio y desaparecieron, siempre tranquilos, en su marcha solemne por las calles desiertas, como si aquel morir de los amigos por la fe, fuera savia que robusteciera y manantial de divina   —284→   gracia. Los heridos, que podían caminar, los acompañaban sin quejarse y agradecían, en silencio, al Dios de los fuertes, que los hubiera probado. Eran almas de grandeza estoica, que veían correr la sangre de sus cuerpos y la ofrecían en holocausto y ultrasectarios que rezaban muriendo, convencidos de redimir al mundo, mientras los anarquistas, que yacían con vida sobre el pavimento, aceptaban el sacrificio, que iba a mejorar la vida de los proletarios entristecidos, ¡los parias miserables de todas las épocas!

Detrás de los dos partidos destrozados, los trabajadores, que acompañaban a Elbio, siguen su marcha en triunfo. La columna es enorme; el caminar tranquilo. A medida que encuentran heridos, los curan, para llevarlos en camillas a los hospitales. Elbio es el médico y los obreros lo ayudan. Ellos practican la caridad humana. Ese ejército no conocía sectas. Sus soldados no son católicos, ni anarquistas, ni socialistas siquiera. No pertenecen a ninguna agrupación. Cultores de la labor sana y del ahorro constante han construido sus modestas viviendas en esta tierra, donde todos los pertinaces prosperan y formado la familia numerosa, cobijada bajo la virtud de esos santuarios. Almas ecuánimes estas, y robustos cuerpos, que beben la luz desde la madrugada, cuando se   —285→   dedican a la obra sudorosa y saludan con este himno al sol fecundo, que hace nacer la vida sobre la tierra y en las horas del trabajo, el sol los bendice, haciendo rodar su disco por el firmamento, como una gran mano deslumbradora y buena, que acaricia los aposentos donde durmieron, calienta las mejillas rosadas de los hijos y entra por las puertas de las casas pequeñas, cuando los niños rezan el Padre Nuestro, antes de ir a la escuela y las compañeras lavan la ropa, en los patios estrechos. El sol los sigue en los calientes meridianos, cuando esos honestos no han dejado la obra, cuando chirrían las sierras, las fraguas estriden, se siente el rumoroso trajinar de las máquinas, en los apurados talleres, las marcas asan los glúteos de las haciendas, volteadas a lazo y los bueyes abren el surco lentamente, arrastrando el arado y miran los céspedes, con la mansedumbre del grande ojo glauco. Ya más tarde, cuando ellos están cansados y se retiran a sus casas, satisfechos en aquella gloria del día útil, el sol también busca la noche, quiere el descanso y se acuesta en las plegarias de las melancolías crepusculares y los hogares entonces rezan y duermen; porque, como él, hicieron el bien el día entero y como él, vivieron todas las horas, en la salud moral y en la fructificación vigorosa. Mientras curan heridos éstos, que conservaron en la pobreza   —286→   el corazón hidalgo y se aglomeran cada vez más numerosos, en su marcha benéfica y las familias arrojan flores, para saludar esa fuerza vencedora, que no hace sino pensar el bien y hacerlo, estos creadores del presente, estos preparadores de un porvenir, que no ha de retroceder jamás, mientras curan heridos, pueden irse de esta tierra los que la han contaminado con la doctrina perversa, los criminales que alejan al hombre de la labor y a la mujer de la honra, criaturas malditas, dementes lúgubres y emanaciones de esclavos, ¡¡castigados por autocracias seculares!! Pueden irse. No hacen falta. ¡No tapen al sol con el crespón de la anarquía, ni con el palio místico! No opriman. Eso es doloroso. Se pretende manchar una tierra de promisión, llena de virginales gracias, donde el pobre puede dejar de serlo y donde se han rehecho muchas aristocracias, que tuvieron por años la mortal tristeza del recuerdo de los días felices. Esas familias rodeaban, de noche, la persona del padre trabajador. Colgado de la pared, está el emblema, que ha glorificado el apellido a través del tiempo. ¡Eso significa muchas hazañas, mucha caballería y mucho Dios! Lo trajeron a esta tierra, vestido de luto y mojado con las lágrimas de la miseria. El pampero lo secó; los trebolares lo perfumaron; la libertad y el trabajo lo llenaron de sanas robusteces; la riqueza   —287→   honesta hizo la resurrección y los gloriosos, que duermen el sueño secular, en las tumbas de las viejas mansiones empobrecidas, bendicen a la tierra generosa, que ha permitido que se reinicien las alegres glorias de antaño, a través del blasón rejuvenecido. Y pretenden manchar una nación, cuya grandeza existe por la tesón de los artesanos, que jamás conocieron la huelga violenta, sino para condenarla, la huelga que destruye sin rehacer, la tiranía de los psicópatas de imaginación enferma y alma emponzoñada. ¡Váyanse! Esa es planta que no ha de retoñar aquí. Los obreros que marchan curando heridos, pasan sobre los fragmentos de las sectas, rotas en esa noche de lucha. ¡Pasan como los atletas, como los inmortales! ¡Váyanse! Vuelvan a la gleba, de donde salieron y sepan que las manzanas de casas, los alfalfares y los trigales están diciendo a gritos, que esa es riqueza de pobres que trabajaron. ¡Váyanse! ¡No contaminen! ¡Vuelvan a la gleba, de donde salieron! Y porque no son ni católicos, ni socialistas, ni anarquistas, es inmenso y tranquilo el pueblo, que sigue a Elbio. Allí están los peones que, un ladrillo sobre otro, construyen las pequeñas casas del arrabal, los peones de todos los oficios y de todos los talleres, los dependientes de las casas de comercio, todos los que quieren ser dueños pronto, los que buscan   —288→   por el sacrificio su independencia, los que bregan y sudan de sol a sol, los que no tienen tiempo para perder en la iglesia, ni lo pasan oyendo filípicas de tumultuarios utopistas, ni entregan su dinero a los círculos místicos, ni a la asociación malsana, porque eso sirve para mantener a los padres viejos y educar a los hijos. La integridad moral guía los pasos de esa cohorte, a través de las penumbras, en las calles angostas. Entraron, de repente, en el claroscuro del incendio, ya casi extinguido. Una densa humareda mordía la garganta con su tufo acre. Por todas partes agua, muebles rotos, humeantes fardos de tabaco, rejas de hierro dobladas y tirantes hechos pedazos y carbonizados. Algunos muertos, como bultos obscuros por el suelo y mucho silencio; ¡un abandono de soledad y una tristeza de tragedia! De cuando en cuando pasaban hombres, huyendo delante del incendio, como manchas de espectros y el repentino fulgor de las últimas llamaradas iluminaba coágulos y regueros de sangre. Encontraron heridos. Elbio los curaba con el ceño adusto y el alma consternada. Todos los amigos lo rodeaban para ayudarlo y se veía, bajo el farol, la blancura de los algodones y de las vendas. Los más robustos emprenden la marcha, hacia los hospitales, llevando las camillas. Algunos chicos tienen heridas de sable en la cabeza; uno   —289→   estaba muerto y apretaba un rosario entre las manos ensangrentadas. Elbio pasó cerca y se detuvo. Su alma caballeresca se entristeció. Le lavó las manos y dulcemente lo extendió en una camilla, colocándole el rosario sobre el pecho. Entonces, al lado de aquella pequeña cosa muerta, desfilaron los obreros, en afligido silencio, como si así hubieran querido manifestar su reverencia. Y cuando lo sacaron de allí, para llevarlo a la casa de la madre, Elbio bajó la cabeza sobre el pecho y se quedó pensando:

-Las madres crían a los hijos. Los mecen de noche en las cunas y les cantan las canciones de las amorosas ternuras. Los chicos salen a la calle. El desorden los envuelve y los soldados los matan. ¡De todo eso no queda sino un inmenso dolor y una casa triste! ¡Las sectas pasan cerca y no saben que han sido infanticidas! ¿Habrá algún utopía que justifique estos crímenes?

Siguió su tarea Elbio. Se arrodillaba para curar otros heridos. El pueblo enorme lo ayudaba en silencio. Uno de ellos, que tenía un agujero negro en el pecho y a quien Elbio vendaba, le estrechó la mano y le dijo con voz entrecortada:

-Usted salvó la vida de un hijo mío, doctor Errécar. Se van a quedar sin padre... ¡Usted es generoso!...

  —290→  

No pudo continuar. Tuvo un vómito de sangre. Al rato ya con voz moribunda agregó:

-Los compañeros han ido a quemar la casa de Méndez. Váyase... Son feroces... Los van a matar... ¡Salve mis hijos!...

Tuvo un estertor y golpeó con la frente los antebrazos del médico. Había muerto...

Era cierto. Un grupo de hombres, arrancado de la estación por la fuga, perseguido por las descargas de los soldados, borracho de alcohol y de rabia, se azotó, corriendo, hacia la casa de Méndez. En la punta Germán, con torvo gesto, lo animaba, con la blasfemia homicida. Su cara era tétrica; sus ropas estaban manchadas de sangre. En la carrera veloz, tosía a cada rato y arrojaba esputos rosados. Nunca, como en ese momento, había sido más lúgubre su alma de crimen, salvaje en el rencor de la derrota, enajenado, en aquella orgía del delito, en aquella lujuria de devastación y de muerte. Su voz no se oía, en el clamoreo horrendo de la horda; pero sus ojos daban miedo, rodeados de una vislumbre escarlata. Todas las puertas están cerradas; todas las ventanas están cerradas. Hay en la calle, entre las sombras de la noche, el terror de la estepa solitaria por donde pasan aquellos rastreros de la   —291→   tierra baja. ¡Tristes malditos, arrebatados por la sombría demencia! Y Germán adelante siempre, gigantesco y lívido, como si caminaran con él las cárceles de todos los bandoleros, las sentinas y las zahúrdas, que cobijan y ocultan los vicios y las degeneraciones de la recua humana. Ya no era un hombre aquél; parecía un furioso orgasmo, que alzaba sobre todos la cabeza satánica, en un paroxismo de cólera, en esa agitación de exterminio y de venganza. El espectro de Enrique Valverde le gritaba al oído las palabras fatídicas:

-Te encontrarás con los Méndez. Han ofendido a tu padre. ¡Aniquílalos!

Cien varas adelante, corría Goga con las crenchas al viento, con las ropas desgarradas. Su carrera era vertiginosa. Sentía detrás el estrépito de los bandidos, que se acercaban. A lo lejos un redoblar de tambores; las casas temblaban. ¿Si llegaría en tiempo para salvar a Dolores? Agarró el llamador con toda su fuerza y la calle resonó de los estampidos del hierro. Acercó el oído a la cerradura y sintió como un murmullo tranquilo y largo. Goga había comprendido.

-Están rezando el Rosario -exclamó. ¡Jesús! ¡Los van a matar!

Y levantó el llamador y la calle resonó del grave estampido de los golpes. Entonces se azotó muchas veces como una loca, con todo   —292→   su cuerpo, contra los batientes. Adentro se sentía el mismo murmullo tranquilo y largo. Seguían rezando el rosario, en momentos que aparecía la lívida máscara de Germán Valverde, iluminada por un hachón de resinas. Traía en la mano una daga brillante; otros blandían hachas. Cuando llegaron cerca, Goga daba espaldas a la puerta y había extendido los brazos para defenderla. En ese momento tenía en el rostro una serena hermosura de ángel y en los ojos una trasfiguración de cielo. Sus cabellos caían, como un río de oro, sobre el pecho desnudo. ¡Era casi una casta, en su tranquilo heroísmo de mártir!

El redoblar de tambores se oía más cerca. Los soldados ya dispersaban la retaguardia en momentos, en que las hachas caían sobre la puerta a despedazarla.

-¡Fuera Goga! Fuera -rugió Germán abalanzándose sobre ella. ¡Gran perra! ¡También vos los defiendes!

-¡No quiero! ¡No quiero! -gritó la mujer y se aplastó más contra la puerta, mientras las hachas seguían astillándola. Entonces hubo como un relámpago. La daga había fulgurado, de arriba abajo, en la mano de Germán. Se sintió un crac. Era la punta que había penetrado en la madera, pasando a través de las costillas de Goga y cuando los otros creyeron que iba a herirla de nuevo, vieron que   —293→   éste se tambaleaba como un borracho, pálido de cera y que de su boca saltaba una oleada de sangre caliente. El pulmón tuberculoso se había hecho pedazos y había dado en tierra con su cuerpo patibulario. Entonces hubo un agitado remolino; se atropellaron los forajidos los unos sobre los otros; arrojaron las hachas y huyeron en una fuga pavorosa para perderse en las sombras. Y seguían huyendo con una carrera de fantasmas, como flagelados por la lubricidad del delito, mientras los soldados disparaban sus fusiles en las tinieblas. Cuando Goga sintió el frío del cuchillo, dio un grito y bajó la cabeza, murmurando con voz entrecortada:

-¡Jesús la salve!... Tanta ternura... en el corazón... Y empezó a resbalar hacia abajo sobre el filo de la daga. Después no supo más.

Los trabajadores habían llegado. Elbio reconoció a Germán, que se arrastraba por el pavimento. Una sensación de repugnancia le agarró el alma; pero viendo sus ropas llenas de sangre, se acercó a él para curarlo. Creyó que estaba herido. Germán lo miró con una luz de encono en los ojos. Se había puesto de pie y sin decir una palabra se alejó imponente y frío como un espectro...

-Alguna cama de hospital -exclamó Elbio-   —294→   lo va a recibir en su última noche. ¡Qué doloroso fin!...

A Goga la colocaron en una camilla para curarla. Estaba pálida y fría. Un hilo de sangre caía sobre sus ropas y se cuajaba gota a gota y sintiendo que Dolores y Angélica le estrechaban la mano y lo miraban a Elbio ansiosamente, abrió más los ojos afligidos y sonrientes, mientras el médico vendaba en silencio el pecho fatigado. Goga tosió. Sus labios se mancharon con sangre. De cuando en cuando murmuraba, como en un tranquilo delirio:

-Sucedió, Dolores...

Ésta se acercó a sus labios.

Sucedió que usted ha tenido conmigo, con la pobre maldita, ese modo tan dulce y cariñoso...

Dolores se estremeció de pena.

Por eso -siguió Goga con voz débil- por eso yo tengo tanto amor en el corazón... ¡Jesús! ¡Dolores!

-¿Qué quiere? ¡Goga! Dígame lo que quiere -exclamó Dolores ansiosamente.

-Yo quiero -contestó Goga- antes de morir, que usted me diga que soy una muchacha grande... una muchacha buena.

-Más que eso -agregó Dolores con ímpetu- ¡Más que eso! Usted es una mártir, ¡una generosa   —295→   mártir! ¡La han herido por querernos defender!

-¡Chist! -dijo la mujer poniendo el índice extendido sobre los labios. No quiero que se aflija. Todo esto ha sido muy sencillo. Usted ha sido tan buena... como si fuera mi madre.

No pudo continuar. La fatiga la ahogaba. Su cara se había puesto un poco obscura; las narices se dilataban apuradas, y en la penumbra se veía bajar y subir la blancura de las vendas. El médico había concluido su tarea.

-Hay que llevarla en seguida -dijo.

-Tengo frío -exclamó Goga. Tanto tiempo en la calle y tan desnuda. Llévenme al hospital. Dolores no se ofenda. De todos modos me voy a morir. No se va a ofender si le pido, que me bese antes de irme al hospital... Y después también yo temí que las ultrajaran... porque estaban solas...

-Nosotros la vamos a entrar a casa -dijo Dolores- hasta que esté un poco mejor. Así no puede ir al hospital. ¿Por qué me mira? ¿No es verdad Ricardo, que no vamos a dejar que la lleven así?

Éste, que llegaba en ese momento sudoroso y con las ropas desgarradas, contestó:

-Sí, mamá. No vamos a dejar que la lleven.

-No me mire así Goga, con ese dolor en los ojos -agregó Dolores. ¿No ha oído lo que   —296→   dice Ricardo? Y tú Angélica, ¿tú también quieres?

-Yo voy a incomodar. Yo mancho todo. Yo ensucio todo -interrumpió Goga con una voz desgarradora.

-¿No es verdad, Angélica, que tú quieres que entre? -volvió a preguntar Dolores.

-Sí mamá. Yo quiero -contestó la niña con emoción. Yo le voy a dar mi cuarto a ella. ¿Sabe Usted Goga que mi cuarto tiene una linda ventana que da al jardín? Hay muchas flores. Yo voy a poner en frente la maceta que más le guste, para que usted la vea desde la cama.

-¡Ve Goga! Todos queremos. Y Elbio va a venir mañana a curarla -dijo Dolores.

-Yo la voy a cuidar, Goga -agregó Angélica. Voy a poner flores sobre su mesa de noche; me arrodillaré, al lado de la cama, para rezar el rosario con usted, para que Jesús la salve.

-¿El rosario replicó Goga? ¿Yo? Yo ensucio todo lo que toco y movía tristemente la cabeza.

-Sí usted -contestó Angélica. Con nosotros. Usted está triste y tiene las manos frías. No la vamos a dejar que vaya al hospital. Nosotras   —297→   tenemos que agradecerle a Usted que nos avisó del peligro que corríamos.

Pero Goga no contestaba. Tenía los ojos abiertos desmesuradamente. Lloraban. Ningún sollozo. Las pupilas parecían dilatarse, en esa helada palidez de su rostro.

-¡Elbio! -gritó Dolores consternada. ¡Se muere Goga! ¡Se muere! ¡Sálvela!

Todos rodearon impetuosamente la camilla.

-Es un síncope. Adentro -ordenó bruscamente el médico.

Dos hombres colocaban a la moribunda suavemente, un rato después, en un sofá, en el cuarto de Angélica...



  —299→  

ArribaAbajoLa salud moral

Angélica salió con Elbio. Se detuvieron en el umbral. Los dos jóvenes se estrecharon la mano sin hablar. En el claroscuro se habían mirado, para agradecerse mutuamente la obra buena. Fue un delicioso diálogo de amor sin palabras, y cuando los obreros siguieron a Elbio en su marcha, hacia el centro de la ciudad, la niña se quedó en el vano de la puerta, viéndolos pasar y pensando en su fuerte y sana pasión. Entró la enorme columna en las calles angostas. Estaban desiertas. El pavimento de madera resonaba de esa formidable marcha de vencedores, bajo la luz de los globos eléctricos. Ni un grito, ni una maledicencia, ni una diatriba. Parecía al contrario que, en ese ejército de buenos, hubiera hecho presa la inmensa tristeza de tanto delito. Aquí y allá encontraron signos de otras reyertas; sangre, una virgen de seda por el suelo sucio; una   —300→   bandera roja desgarrada y una desolación de dolorosa tragedia. Iban a disolverse en la gran plaza de la ciudad. La luz eléctrica difundía mucho esplendor. Aparecían los monumentos, en un fulgor de escultural magnificencia, como bloques de gloria; la Catedral a la izquierda severa y majestuosa, donde el pueblo se congrega en los días triunfales de la patria; el puerto enfrente, dibujando en el éter lejano y obscuro una selva de mástiles, los brazos gigantescos que hienden las borrascas de los mares solitarios y llevan y traen la vida; el Capitolio rosa pálido, donde los gobiernos han escrito más de una vez capítulos de honor humano, para fijar, en letras de oro, los grandes ideales de tolerancia mutua, condición de progreso en la vida moderna y de cuyas gradas bajaron algunos para esconderse en la perpetua tiniebla; los que, prevaricando, fueron inferiores a su tiempo. En el centro un monolito; la pirámide, con esta sencilla epígrafe: «Mayo»; enfrente un guerrero y alrededor mucha ráfaga heroica y muchos trofeos. Una calle luminosa abre su amplio cauce. Es la Avenida, costeada por la soberbia mole de sus palacios, cuyas ventanas numerosas parecen grandes pupilas, destinados a saludar a los huéspedes, que de lejanas tierras llegan, para buscar una vida más feliz y en todas partes un himno de virtud que dice a gritos los   —301→   triunfos del trabajo honesto. Elbio hablaba al pueblo. Dijo que muchas generaciones de obreros pasaron por esas calles y fundaron. Abuelos eran de blancas cabelleras, de hondas arrugas en el rostro, de músculos atléticos, que arrojaban a los hijos hercúleos, sobre los andamios, suspendidos en el espacio, en medio del gran sol del día. Hijos y padres eran, envueltos en el polvo de las obras, con las ropas y las botas blancas de cal y trabajadores de los pavimentos, armados de barretas y machucos, haciendo sonar los bronces de la acción titánica y consolidando civilizaciones, en el baluarte formidable de los palacios. ¡Nunca una huelga, nunca horas perdidas en las sinagogas de predicadores enfermizos! ¡Esos creadores no lastimaron jamás el sueño de la vieja patria! Los barrios surgieron por el vigor de los temerarios, que entregaban el cuerpo a las intemperies de las frías naturalezas, a las borrascas del viento y de las aguas, que encenagaban el arrabal y con iras de fuertes contestaban a los días lluviosos, que impedían el trabajo, con sordas rabias de querer seguirlo a pesar de todo. Desde la casa, que ellos habían construido con sus ahorros, rodeados de los hijos, cerca de la compañera robusta, espiaban el cielo ceniciento, por si el sol rajaba las nubes, para echarse fuera de nuevo con el pico al hombro. Así desparramaron por la   —302→   ciudad un enjambre de muchachos, con ímpetus de conquistadores, con sañas bravías, para seguir las huellas paternas y engrandecerlas. Estos nunca oyeron en sus casas las quejas femeninas de los impotentes, ni la ironía amarga contra el rico, ni las sombrías meditaciones del delito para despojarlos. Eran émulos solamente. ¡Trabajan para ser tan ricos como ellos! Y por toda la ciudad, hasta hace poco tiempo, era un martillear estruendoso, un zumbar de colmena, una férvida alegría de vivir y de crecer, todos los músculos para la obra, toda la inteligencia para su perfección. El resultado de todo este honor fue que los hijos superaron a los padres. Y mientras la viejo raza se dilaniaba en la política y se despedazaba en la inercia y en el juego, entraron los nuevos retoños, repoblaron sobre las cenizas de la soledad y del abandono e hicieron rebrotar la vida, en la célula de los moribundos, que iban a desparecer en la noche. Fue como el reventar de una aurora, como un sacudimiento de luz. El alma vieja se saturó de los zumos frescos de las nuevas generaciones y vivió. Después vinieron de Europa los enfermos, que formaron el socialismo agresivo y los dementes que predicaron la anarquía y el obrero católico surgió enfrente, con sus sermones valetudinarios. Todo esto es un mal. Los trabajadores   —303→   perdieron su libertad y se transformaron en sectarios.

-Nosotros no -gritaron todos los que rodeaban a Elbio; ¡nosotros no! ¡Mueran las sectas! ¡Vivan los libres trabajadores!

El médico estaba parado en un banco. Dominaba ese mar inquieto de varoniles cabezas. Su voz era vibrante. Había algo de gigantesco en esa historia, narrada así con sencilla palabra, en esa historia de salud moral, que había creado una ciudad y forjado una alma inmortal. Sin quererlo se había transformado en un conductor de razas. Era un selecto de cuerpo, una blanca estatua de varón fuerte, un corazón de sangre incontaminada y una sana integridad de intelecto. Amaba a los trabajadores y los guiaba hacia la justicia.

-Eso es, contestó irguiendo su cuerpo y levantando la mano al cielo. No pertenezcan a ninguna asociación. ¡Ni católicos, ni socialistas, ni anarquistas! Hay algo superior a todo eso: ¡ser libres!

Como el espasmo de una nueva vida saltaron esas palabras a través de la noche, con un aletear de banderas virginales hacia el porvenir, como la revelación de una religión nueva, cual si corrieran ellas en un rodar de ariete, a romper cadenas de esclavos...

-¡Eso es el supremo bien! Eso es lo honesto -repitió Elbio y su cuerpo pareció erguirse más, como el de un Dios y su mano se acercó más al cielo, mientras su alma de reformador, su alma severa y justa penetraba en el espíritu de la muchedumbre. Este había sentido la gloria de ese ideal y aclamaba a su caudillo...

-Es cierto eso, se oía gritar por todas partes. ¡Abajo las sectas! ¡Han ensangrentado! ¡Han entristecido! ¡Son la mentira! ¡Son la mentira! ¡Hemos de convencer a los hermanos trabajadores! ¡Hemos de arrancarlos de los sótanos donde los enferman! ¡Con la plata que ellos ganan, sudando como brutos, con la plata de los hijos se construyen conventos y santuarios! ¡Con la plata de los hijos se sostiene la huelga haragana! ¡Abajo las sectas!

-Sí -contestaba Elbio. ¡Sí, convenzanlos! ¡Digan que el fanatismo católico no crea! Digan que están contaminadas las zahúrdas, donde se predica el abandono del trabajo, donde se medita el desorden y el homicidio. Digan que hay una moral superior, que enseña la caridad para todos, que ordena y dirige a los hombres hacia la amistad benevolente, y cree en la piedad infinita de Dios, y hace sagrado el amor del hogar, el amor de nuestra patria, la ternura para los huérfanos y obliga a respetar la inocencia y ayudar a los viejos enfermos y que para comprender esto se necesita ser libres, para no torcer las naturales y   —305→   afectuosas tendencias del corazón, en beneficio de las utopías casi todas sórdidas, casi todas malsanas y que sepan que solamente así se marcha hacia la justicia, ¡que es el beneficio supremo! Antes eran necesarias esas sociedades. El mundo era una tiniebla. No había hombres. No había ciudadanos. Eran parias, esclavos y libertos. No había naciones. Los déspotas aplastaban las conciencias, con el guantelete de hierro. La casa de los que deseaban la libertad, era la prisión de estado y los patíbulos se mancharon de mucha sangre de caballeros. Se comprende pues en esos tiempos lo imprescindible del misterio, el triunfo del secreto en las reuniones y la necesidad de la secta, para agruparse en la mutua defensa. Pero hoy ¿quién ataca a quién? La ley ha igualado a todos y ha suprimido las castas. Ese es la égida y el hombre ha recuperado todo su libre albedrío y puede marchar solo. ¿Qué necesidad de entregarlo a las sectas? ¿Qué necesidad de disminuirse? Háganlo fuerte ese yo, que ustedes tienen adentro, ¡háganlo desdeñoso y fiero! La asociación y el antiguo convento bregaban por gloriosas emancipaciones del espíritu; hoy enseñan la reacción o la licencia. Díganles eso a los amigos, que han entregado el alma altiva para que la recuperen y sean de nuevo los formidables solitarios. Acaso porque lleguen   —306→   a esto, las almas honestas no han de respetar vuestras plegarias y cuando la familia se arrodille de noche para rogar, ¿habrá acaso quién se ría y escarnezca ese sublime momento? ¿Acaso van a ser ateos, porque se arranquen de esos círculos, donde pierden tiempo y dinero? Recen; pero salgan de los círculos católicos. Trabajen; pero no sean socialistas. No pierdan tiempo y dinero. ¿Acaso ellos solos aman al prójimo, protegen la pobreza, mejoran el estado de los proletarios, bregan por el mayor salario, por la mayor higiene y por el mayor descanso? ¿No es cierto que cada bien nacido es un socialista y un cristiano que pugna por lo mismo desinteresadamente, más que ellos y mejor que ellos? ¿De dónde salen esos caballeros siendo los únicos depositarios de la virtud y del progreso humano? Luchen; pero no sean anarquistas. No hagan la huelga. La mejor manera de demoler a los patrones, es hacerse uno mismo patrón. Eso no se consigue con la haraganería, sino con el trabajo constante y con el ahorro. ¿Acaso es imposible llegar? Se precisa no ser observadores, para afirmar semejante error y no haber vivido aquí. Y después la huelga resulta un plagio vulgar. Nunca podrá ser sino un artificio; nunca una emanación natural de esta tierra, donde hay trabajo para todos. ¡Un plagio es, si alguna vez no resultara una torva revelación   —307→   de escondidos y mortales pudrideros! ¡Sean libres! ¡Ni socialistas, ni anarquistas, ni de círculos católicos! Sean trabajadores. ¡No rechacen nunca este glorioso epíteto! ¡Como emblema, eso basta y sobra!... ¡Es la bandera que ha hecho el bienestar de los que no beben, de los que no juegan y de los que no son mormones! La ciudad está sembrada de pequeñas fortunas; los campos se han dividido mucho. Es preciso que se dividan más. Asimismo la mayor parte de los agricultores pueden, con los ahorros educar a sus hijos y preparar su descanso para la vejez. Estos no han necesitado la secta para ser felices. No han creído en la peregrinación, ni han hecho jamás la huelga. Por última vez: ¡sean hombres libres!

En el silencio que siguió a estas palabras se oyeron aplausos y victoreos. La multitud, que llenaba la vasta plaza, se arremolinó para acercarse a Elbio. Un obrero encorvado y viejo le estrechó la mano y le dijo:

-Hay una cosa mala en todo esto. Son los patrones. No hacen caso. Abusan del jornalero. Nos enfermarnos en el trabajo y ellos nos echan. Las máquinas nos lastiman y nos arrancan los miembros y ellos nos tiran al hospital. Uno solo bueno conocí. Era Martín Errécar. ¡Era tu padre!...

El médico abrazó al obrero y lo tuvo largo   —308→   tiempo sobre el corazón. Estaba triste, porque sabía todo, los silenciosos poemas de infortunio, que formaban la vida de los trabajadores.

-¡Oh mi viejo Pedro! -exclamo el joven, en medio de la mayor emoción. Tú has vivido veinte años en mi casa. Tú eras el amigo de mi niñez. Yo quiero decirle a todos los que están aquí presentes, cómo ha sido grande y noble tu vida y cómo tú eras hermano nuestro, ¡sin tener nuestro apellido! Pero tú te fuiste. ¿Dónde y por qué? Cuánto te buscamos. ¡Qué altivo, qué caballero eras mi viejo y querido Pedro!

Entonces el obrero se desvinculó suavemente y lo miro un largo rato.

-Estás fuerte y alto Elbio -contestó el viejo, dando vuelta su boina, entre las manos. Yo me fui de tu casa, porque una noche Martín me dijo: Ya no voy a trabajar más. No quiero que salgas de aquí. Vivirás con nosotros. Tendrás el mismo sueldo. ¡Hum! -le conteste. ¡Gracias! Eso parece limosna. Yo me voy. Tu padre no quería; pero me fui no más. Así rodé de patrón en patrón, hasta que uno me pegó aquí en la cara, porque yo defendía un compañero, que él maltrataba injustamente. Entonces agarré un formón y se lo enterré hasta el mango. Después una cárcel muy larga... muy larga. Ese hombre mejoró de la herida, y cuando salí me hizo decir, que fuera   —309→   otra vez al taller; pero los hombres ya no se pueden juntar, cuando ha corrido sangre.

-Vuelve a nuestra casa -contestó Elbio. Es muy grande, ahora más que antes. Martín, el bueno, te espera siempre.

-Ya sé -replicó el obrero, con mi gran temblor en la voz. Carlitos se ha ido; la señora también. Eran dos cariñosos. ¡Nunca se fijaron, que uno era muy pobre! He rodado mucho para volver. Los católicos me llamaron. Tienen lindos reglamentos; pero al principio no más le hacen saber a uno, que han fundado los círculos, para pelear contra los socialistas y la impiedad20. Es el primer artículo. Yo no quise entrar. De la impiedad no digo nada. Yo la combatiría, porque creo en Dios y soy religioso; pero ¿por qué me han de obligar a que yo lastime a mis amigos socialistas? Me he criado en las fábricas. Conozco a todos los obreros. Hay muchos buenos y honrados en el socialismo. ¿Por qué los he de maltratar? Los católicos hacen el bien; yo no digo menos. Quieren que uno sea casado, que no juegue, ni hable cosas deshonestas. Si uno se enferma, le dan médico y plata. Yo soy muy ignorante, pero a mí me parece, que las sociedades deben hacerse para el bien solamente, no para hacer «marcada oposición a   —310→   la funesta propaganda del socialismo». Así dice, te juro Elbio, el primer artículo. Yo no entro. No puedo pelear con nadie. Lo he hecho una vez y no quiero saber más nada. Y después no sé, si no es, con plata de los trabajadores, que se levantan conventos y capillas por todas partes. La plata me cuesta ganarla. ¿Por qué se ha de entregar a los demás? Por eso te he hablado. Tú has dicho la verdad. Lo mejor es cortarse solos...

-Sí -gritaron los obreros arrebatados por aquella sencilla y clara elocuencia. ¡Queremos ser libres! ¡Nuestra plata es para los hijos!

-Tienen razón -añadió el viejo. He visto muchas cosas. He estado en los sótanos de los anarquistas. Creyeron que, porque yo salía de la cárcel, iba a tener el alma enferma de rabia. Me buscaron. ¡Qué cosas he visto! Parece imposible que sea gente juiciosa. Tienen cuartos enlutados con calaveras y puñales, para recibir a los que entran. Supongo que quieren asustarlos. Hablan de matar y de incendiar con una facilidad, que da miedo. Según ellos, la gente no se ocupa sino de hacer mal a los pobres; los ricos son unos puercos, que han robado la riqueza que tienen y los reyes y los gobiernos son los enemigos de sus pueblos y están podridos hasta los huesos. Las casas de ellos son casas malas, donde viven con las prostitutas más infames y es el dinero de los   —311→   proletarios, como nos llaman a nosotros, el que mantiene las farras sucias... ¡Qué mal olor hay, cuando hablan de ellos! A uno le perece que está cerca del carnero, donde echan los cuerpos muertos de los miserables. Y después, según ellos, Dios los ha encargado de la venganza. Gritan y hacen gestos feroces, cuando hablan; pierden la cabeza; se ponen locos y furiosos y lo peor es que tienen escuelas y educan así a las mujeres y a los hijos. A vos te han perseguido, me decían. Te has muerto, de hambre y de frío en la cárcel. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué no nos acompañas? Yo les contesté: ¡No! Yo no entro. ¿Por qué he de matar yo a los ricos? ¿Qué me han hecho a mí? Yo no quiero matar a nadie. Y después yo no veo, que estén tan corrompidos, como ustedes dicen. Al contrario. Sé que hacen muchas limosnas. Y sobre todo, ¿por qué los he de matar yo? ¿Qué me han hecho a mí? ¿Por qué he de tirarles a los gobiernos con dinamita? No entro. No quiero darles la plata de mi trabajo, para que compren puñales y pólvora. No quiero perder mi tiempo escuchando sermones. Yo no tengo nada que vengar. Mi patrón me dio una bofetada; yo debí contestar con otra. En cambio le enterré el formón. Eso fue una barbaridad. Yo había cometido un delito. Hicieron bien en zambullirme en una cárcel. No tengo nada que   —312→   vengar. ¿Y saben ustedes lo que sucede cuando se comete un crimen? ¿Acaso es lo peor, que lo encajen a uno, en la cueva oscura por años?

La voz del viejo se había hecho profunda y dolorosa. Su cara tenía algo de profética. Alguna desventura iba a narrar Pedro. En medio del silencio, los obreros estrecharon más el círculo, para oír mejor.

-Sucede, continuó sin detenerse, que la casa de uno se deshace; la mujer tiene que hacer la comida y trabajar para comprar el pan y la carne; el tiempo es corto, lo que gana no le alcanza y los chicos tienen hambre. Entonces agarra, con su cuerpo, a través de las calles y lo sacude por los burdeles. Cuando vuelve, ya no puede besar a sus hijos, ¡porque ha perdido la pureza! Y sucede más. Nadie tiene lástima de la familia que se pierde. Los muchachos andan a monte y se hacen facinerosos21 y a las chicas las estropean, mucho, antes de que ellas sepan nada de nada... -Entonces ¿por qué los católicos me aconsejan que odie a los socialistas y por qué quieren los anarquistas que yo mate a los ricos y al gobierno? ¿Acaso ellos van a salvar a los míos? Un sólo hombre he conocido, que cuidaba las familias de los trabajadores, que caían a la cárcel. Era tu padre, Elbio. Era Martín el bueno, como le llamábamos sus peones. Y   —313→   ¿por qué también he de entrar yo con los socialistas, que hacen nacer, en mi corazón, la rabia contra los patrones, que me obligan a que yo lastime sus intereses con la huelga y que yo desprecie a sus familias? Y si yo quiero trabajar, ¿con qué derecho han de obligarme a que no trabaje? ¡Y eso a garrotazos y a puñaladas! Han conseguido las ocho horas y que a las mujeres se les pague bien. Han conseguido la carne más barata y el pan más barato. ¿Qué quieren ahora? ¿Que yo cometa delitos, para obligarlos a que me den la plata, que tienen en las cajas? Ellos han sido obreros como nosotros. Han sufrido. Se han privado de todas las fiestas, y formado sus familias. Han trabajado, como bravos, para todo eso. ¿Y yo debo quitarles la plata, para los borrachones y los haraganes? Los socialistas han hecho enojar a mucha gente. Han tirado tanto de la cuerda, que ésta se ha hecho trizas. Han exigido tanto, que ellos mismos se han dividido y van a concluir por no ser una fuerza. Déjenme mi libertad. Yo no quiero estar con ellos. Elbio, tú tienes razón. ¡¡Se precisa ser hombres libres!!

El viejo calló, mientras los aplausos resonaban largos y formidables. Se oían voces por todas partes casi tumultuarias.

-¡No queremos sectas! ¡No queremos tiranías! ¡Vivan los libres trabajadores! ¡Que hable   —314→   Elbio! Entonces ¿qué hacemos para defendernos? ¡Queremos la felicidad de nuestras casas, la salud de los hijos y la honra de las mujeres! ¡Abajo el delito!

Los aplausos seguían atronadores. Por la plaza se produjo un movimiento de vaivén. Todos querían acercarse más, y abrazar al viejo Pedro. Era una alegre fiesta de la virtud, era el palmoteo triunfal de una nueva vida, ¡la algazara de la salud moral, que fortalecía el alma de los obreros!

-¡Que hable Elbio! -gritaban. ¡Que hable! ¿Qué hacemos si nos perjudican?

-Yo ya sé lo que ustedes quieren preguntarme -replicó el joven en seguida. Ustedes hablan de las injusticias de los hombres, ustedes hablan de la brutalidad de los patrones.

-¡Eso es! Eso es, repitieron impetuosamente algunos obreros.

-Hay algunos muy malos, Elbio. Son sucios y tacaños -agregó Pedro con voz casi estridente. Alimentan mal a los trabajadores. En vez de carne, les dan sobras y porquerías. No quieren las ocho horas. Hacen trabajar a los chicos y a las mujeres, como animales. Los tienen en cuartos, que son cuevas, a la humedad y al frío y los hospitales están llenos de hombres, que se enferman en el trabajo. Eso lo sabes tú mejor que yo. Está bueno que yo creo que se deben respetar sus intereses, pero   —315→   el mal corazón, ¡eso no se les debe perdonar! ¿Por qué se han de morir los obreros a los treinta y cinco años, cuando recién empiezan a formar sus familias? Y ellos, los ricos y los patrones, ¿por qué han de vivir sesenta? Eso es lo que te pregunto, Elbio. ¡¡Y yo digo entonces que solamente ellos tienen Dios!!... ¿Por qué no cuidan a los pobres? O no saben que se mueren de frío y de hambre, porque ellos les pagan poco, y de cansancio, porque trabajan demasiado? ¡Esto es injusto! Yo he vivido siempre con ellos. Los he oído conversar, a la noche, con sus familias y los he visto bajar la cabeza, cuando hablaban de que toda la vida iban a tener que trabajar, sin tener descanso, y los hijos también... los pobres hijos que no tienen la culpa de nada... ¿Por qué cuando han hecho una vida de hombres de bien, por qué tienen que trabajar toda la vida, Elbio? ¡Eso es lo que te pregunto! Cuántos he visto entristecerse y disparar de la gente, como perros rabiosos, andar como bandidos, por los callejones solitarios y buscando la bebida, con una sed de locos... Después, es claro. Sucede que hieren; sucede que matan. ¡A la cárcel! Y salen a los años, con las ropas sucias y el corazón roñoso. Y están mucho tiempo, porque la justicia quiere a los ricos y aborrece a los miserables. Yo soy el primero que respeta los bienes de ellos; ¡pero no les puedo   —316→   perdonar el mal corazón! ¿Por qué hacen tanto convento y tanta iglesia? ¿Por qué los anarquistas y los socialistas tiran la plata, para sostener casas, pagar abogados y hacer huelgas? ¿No sería mejor juntar todo eso y hacer refugios, para los inválidos del trabajo? Que hubiera muchos; uno en cada barrio, donde pudieran ellos tener el buen pan, el agua fresca y pura y la carne rica y sana. ¡Yo no puedo perdonar el mal corazón de las mujeres, que dan su dinero, para enriquecer cofradías y se olvidan de las miserias de los infelices, de las criaturas que no comen, de las muchachas que no se visten! ¿Por qué no se juntan todos? ¿Por qué no hacen eso? Da rabia ver, ¡cómo no entienden, que todos deben tener su descanso! ¡Malos corazones! ¡Malos corazones!

Se sintió por toda la plaza como el estrépito de una gran bondad que pasara. El viejo había echado hacia atrás la cabeza y, en las pupilas dilatadas, cruzó como un esplendor de visionario. Se hizo un silencio profundo en ese temblor de almas, sobrecogidas por el vigor de aquellas fuertes verdades. De arriba el cielo mira a los trabajadores, como envolviéndolos en su grande ojo azul obscuro, lleno de paz serena y de divina benevolencia. Una armonía de luz astral llega hasta la tierra, una tranquila y suave armonía, en ese quieto titilar de las estrellas. La catedral abre sus intercolumnios,   —317→   negreando de pueblo, y en la tiniebla de sus naves, los honestos de antaño rezan arrodillados las oraciones de la caridad y del perdón, blanqueando en los largos sudarios. Y mientras la multitud de las calles, de la plaza, de la Avenida, de las gradas del templo ha sufrido en las amarguras del viejo presidiario y a gritos pide el refugio para los obreros inválidos, que sustituya las salas desoladas de los hospitales, donde no hay madres, donde no hay hijos, los honestos de antaño cantan, en los largos sudarios, los TEDÉUMS triunfales, la victoria de la piedad cristiana sobre la avaricia sórdida, sobre los misticismos que detienen la vida, ¡y sobre las demencias que ensangrientan las calles! Y cuando el médico empezó a hablar, un escalofrío horripiló la enorme masa de hombres, que se le echaba encima. Nunca había sido más escultural su figura, nunca había tenido en su alma mayor tristeza.

-¡Qué honrado eres, Pedro! -dijo el médico. ¡Qué de cosas santas has dicho! Yo voy a abrazar en ti, a todos los trabajadores, que cumplen con su deber, a los que rezan, a los que aman a sus hijos, a los que se yerguen contra la injusticia, a los que consuelan la desgracia y lloran por las amarguras y las congojas de los pobres!

-No es a mí. No es a mí -interrumpió el viejo. Es a tu padre a quien debes abrazar.   —318→   Es Martín Errécar, que me ha enseñado a pensar así. Muchas veces me decía después de las huelgas, en que corría sangre: ¡Oh, Pedro! Es necesario tener buen corazón. Hay que querer a los que sufren y ayudarlos. ¡Es preciso perdonar! ¡Es preciso perdonar! Los que tiran sobre los obreros, esos, que los matan en las calles, son unos miserables ¿Por qué no van mis peones? Esos no iban, Elbio, a la huelga, porque Martín era el padre de todos nosotros! ¡Miserables! -repetía tu padre. ¡Pretenden que sean sensatos los hombres, que se mueren de fatiga y de hambre y que tienen a los hijos en los hospitales! ¡Miserables!

-¡Oh! ese hombre -exclamó Elbio temblando de emoción. Qué justo es. ¡Cuánto vale Pedro ese hombre santo y generoso! Tienes razón. Los hospitales están llenos de pobres, que se enferman por el trabajo. Las arterias se les ponen como piedra. La tisis les gangrena el pulmón; se mueren por los venenos que están obligados a usar; el alcohol los enloquece y destruye. Son viejos a los veinte años. El exceso de trabajo les dilata la aorta. Son decrépitos por los hombres, por las desnudeces y por las miserias. A los treinta y cinco años se mueren. Tú lo has dicho. En las salas del hospital, en el desamparo, en la soledad fría, durante las noches largas sin caridad y sin amor, entre el quejarse de los que viven   —319→   y el lamento desgarrador de los moribundos, llevándose esa estridente música de las desesperaciones siniestras, los cadáveres de los pobres salen arrastrados por los sirvientes y los prematuros de los treinta y cinco años, asesinados por las impías avaricias, por las ignorancias de una sociedad, que no ha encontrado formas serenas de justicia, que les permito una vida más feliz y más duradera, son arrojados desnudos a podrirse en los sepulcros, ¡donde no hay cruces, donde no flota sino un desierto y melancólico anónimo! Y la culpa llega a lo bestial, cuando ruedan las mujeres jóvenes y los niños hacia el silencio de la muerte, porque la fatiga destroza los débiles cuerpos, la fábrica emponzoña, y las mazmorras, que les sirven de casas, les gangrenan la sangre, que necesita la pureza para vivir. Y aquí estamos ¡oh! amigos míos, ¡oh! trabajadores fuertes y honestos, para que esto no suceda más, nunca más, nunca más...

Elbio se agigantó en aquellas palabras. Su rostro tenía algo de apocalíptico y parecía un sombrío dominador de acontecimientos. Había un silencio profundo en la plaza, donde estaban diez mil trabajadores reunidos y el horror religioso, inspirado por las vibraciones iracundas de aquella voz, preñada de anatemas, los mantenía quietos. Nunca el dolor humano había encontrado un himno más intenso,   —320→   ¡nunca la verdad triste había tenido un intérprete más saturado de noble pasión! Elbio era un apóstol de lo bueno en su quintaesencia. ¿Qué mal hacía vilipendiando la indiferencia y la crueldad? ¡Oh! ¿no importa acaso nada el martirio de los millones, que mueren a los treinta y cinco años y qué culpa tiene Elbio si esa es la estadística, si esa es la verdad que no tiene objeciones? Nadie hablaba y cuando el joven empezó a sacudir dolorosamente su fuerte cabeza, un aplauso largo y terrible, un estentóreo bramar de voces casi amenazadoras, se levantó de la entraña de aquella masa, con algo de tumulto, como si fuera una sorda ira de protesta.

-¡Que hable! ¡Que diga lo que hay que hacer!

¡No queremos irnos a los treinta y cinco años!

¡De una vez! ¡De una vez!

-Bueno -siguió el médico. Ya vamos a concluir. Pedro pidió refugios para los inválidos. No se olviden de eso. Yo voy a agregar que la acción del socialismo ha sido útil. Y mientras el principio del pasado siglo creó los derechos del hombre, en su fin y en el principio de éste han sido consagrados los derechos del pobre. El socialismo reveló la fuerza de los obreros y sus miserias. Ha obtenido las ocho horas, pero no han ido más allá. Yo les pregunto   —321→   a todos ellos, si creen, que los trabajadores que usan venenos, ¿pueden trabajar ocho horas? ¡¡Que contesten!! ¿Han ahondado acaso el problema? ¿O no saben, que, a pesar de eso, las salas del hospital están llenas de envenenados por el plomo y por el tabaco y que, de las trece mil costureras que hay en la ciudad, un gran número se tuberculiza a pesar de las ocho horas? ¡Contesten! Yo he estudiado eso un poco. El labrador puede. Vive en plena luz; suda en plena luz, en el vasto y sano vaivén del aire de los campos. Doce horas también puede. No así los que trabajan en los chiribitiles de las fábricas. Siempre pregunto a los tuberculosos, que van a mi sala, cuántas horas trabajaban. Son siempre ocho y los talleres sucios y húmedos, a pesar de eso, siguen llenando el hospital de físicos. Siempre pregunto lo mismo a los que andan con venenos. Contestan siempre ocho horas y a pesar de eso se mueren a los treinta años. Ese término no es sino una fórmula, una piadosa mentira, cuyos beneficios no se ven casi nunca. Los que observamos a los proletarios enfermos, sabemos bien eso. En vez de detenerse allí, en esa utopía, debieron enseñar y exigir la destrucción del hacinamiento e impedir con el grito cruel de la estadística que las costureras y las planchadoras, los pintores, los tipógrafos, los cigarreros, los   —322→   pálidos de las tiendas y los encorvados sobre los libros y muchos otros trabajen ocho horas. No han resuelto el problema; por eso están detenidos; porque no es con sentencias y con axiomas que se gobierna al mundo. La muerte de los obreros a millares, es la contestación lúgubre a los que pretenden, que las ocho horas resuelven el problema de la salud. Se seguirán muriendo si no trabajan menos y si no les pagan mejor. Podrían, se me ocurre, los socialistas tratar de entrar a los parlamentos, para decir allí, que esos trabajadores han encontrado el modo de suicidarse a los treinta años; que esos sacrificios son cuotidianos y que tienen la culpa los que, en el gobierno, desconocen las necesidades y progresos de la vida moderna. Es natural. Aquí no se adelanta. Surgen partidos políticos en estos momentos, con las viejas banderas. En nombre de la libertad del sufragio exigida a balazos en los atrios y de la honradez administrativa conculcada siempre, ¡volveremos tal vez a las antiguas reyertas y a la sangre derramada en las guerras civiles, tan tristes y tan sacrílegas! ¡Y siempre lo mismo! ¡Y nada más que esto! Mientras tanto el mundo está sacudido por la necesidad de las mejoras económicas y cuando nosotros nos enronquecemos, gritando por las calles tumultuosas: «¡Viva la libertad del sufragio! Viva la honradez administrativa», los   —323→   pueblos modernos se apoderan de la mayor cantidad de oro y de saber, para tener bienestar, dominio y longevidad. Y estudian y resuelven los problemas higiénicos, ¡que dan la fuerza y la salud del cuerpo y la mayor integridad de la mente y los hacen superiores! Así estos están en frente del problema obrero y cuando aquí clericales y socialistas se destrozan en la diatriba y en los choques callejeros, ellos han comprendido que para llegar a la sublime justicia de la nivelación en los hombres, es preciso enriquecerse e ilustrarse para tener riquezas y saber, qué repartir a todos. Por eso las sectas, que son tiranas y se dilanian entre ellas, malgastan fuerzas y se vuelven estériles; por eso es estúpida y dolorosa la lucha actual, entre católicos, anárquicos y socialistas. Ninguno llegará a la verdad, porque no son hombres modernos y no son hombres libres. ¡Es curioso lo que pasa! ¡Volvamos para atrás! Como antes, se pretende imponer el dogma, que significa la ausencia de la razón humana y por otro lado los despotismos, ¡que significan la ausencia de la justicia! No se entiende la tolerancia, ni el respeto mutuo y así no se triunfa. No hay más objetivo real, lo repito de nuevo, en estos momentos, que la riqueza por el trabajo perseverante y honesto, y que la mayor cantidad de saber!   —324→   ¡Allí está la victoria. Pero para esto es necesario ser hombres modernos!

A cada rato los aplausos interrumpían esta arenga fulmínea, dicha con palabra caliente y gesto sobrio. Después de la última frase, estalló un largo victoreo, estruendoso y terrible, que se dilató por toda la plaza. Elbio al rato siguió hablando:

-Yo sé, que los socialistas han obtenido ventajas. Los niños han sido protegidos; los viejos han sido ayudados; los salarios han mejorado y los artesanos han tenido mejor casa y mejor alimento. El socialismo obtuvo estos triunfos y fue una religión sublime, que predicó la piedad y el amor a los desvalidos; pero en cuanto se sintieron fuertes, degeneraron en tiranía, estableciendo, que la huelga agresiva resolvía el problema de la justicia. No sabían, que los despotismos son malos, aunque vengan de abajo y se pretenda justificarlos por las congojas y las pobrezas seculares y olvidan que las violencias han perdido las más nobles causas. Por eso se han dividido y corren el riesgo de desaparecer. Yo pregunto: ¿han resuelto con la huelga violenta el problema de la justicia? ¡Contesten! Ese desorden perjudica a todos: a patrones y a obreros; encarece la vida; encona el alma, y desviando a los hombres de las fruiciones del trabajo rudo, los precipita en la indolencia, que no crea, ni tiene virtud, en la   —325→   indolencia, que se emborracha, que enferma y desgaja. Una cosa, felizmente, ha ganado en estas luchas dolorosas. Es el buen sentido, que ya no cree en la utilidad del desorden y ha comprendido que la huelga no es una forma de progreso y a fuerza de ser trágica en apariencia, no resulta sino un lúgubre sainete, ¡que revela la insuficiencia humana! Y yo pregunto también a los católicos, si creen que van a resolver el problema de la felicidad con la peregrinación, con el exceso de iglesia y de plegaria, si van a llegar a lo justo, no creyendo en la energía de la razón y no enseñando la verdad científica. ¿Por qué no hacen amar la libertad en todas sus manifestaciones? ¿Qué necesidad hay de las férreas disciplinas jesuíticas, que suprimen las iniciativas individuales? ¿Quieren ser hombres o qué quieren ser? ¿O acaso de veinte siglos acá la humanidad no ha marchado? Quieren la tortura moral todavía; ¡quieren el vasallaje de la altivez humana! ¡Sépanlo! ¡El inquisidor ha muerto; el hierro del potro ha sido fundido para la regeneración de pueblos! Esos tatas se han concluido; ¡usen púrpura, o espada, o sean caudillos desgreñados y melenudos! ¡El nigromante ha muerto! Las aguas lustrales de las pilas marmóreas ya no curan! Los sueros empujan hacia la verdad terapéutica y los creyentes del milagro, los pobres místicos, que arrastran a las multitudes   —326→   fuera de la ciencia, que es la verdad, los soñadores de lo maravilloso y los déspotas caerán, quebrados, como los árboles resecos caen, bajo el hacha del leñador moderno, ¡porque están muertos y la gangrena puede contaminar las saludables energías de la justicia! Así ¡oh mis amigos! ni huelgas, ni santuarios, ni tiranías ni demagogias!

Fueron vibrantes las últimas palabras entre el silencio profundo. Los obreros miraban a Elbio con una atención llena de fe. El médico siguió más lentamente, desde su púlpito de piedra y su voz se oía clara y solemne a través de la noche.

-¡Sean libres! -exclamó Elbio. Cuando tengan inconvenientes con los patrones, cada gremio debe reunirse y discutir con ellos. La razón ha resuelto más problemas que la asonada. Si no consiguen por la terquedad o la avaricia, deben recurrir al Estado, escúchenme bien, al Estado que ya no es enemigo de los trabajadores, sino que es su corolario, una emanación de su fuerza, dos capítulos de un mismo libro y que no podría existir, sino con esa condición, en la vida presente. Dentro del Estado, es preciso crear un nuevo poder. Debe llamarse: tribunal de arbitraje para obreros, compuesto de los más egregios, de los más sabios y de los más virtuosos, y resultar de la elección tumultuosa y fecunda de   —327→   las asambleas populares. Ese será el árbitro de la discrepancia. Ése resolverá la disputa. Sus decisiones serán ley y estarán apoyadas por todo el vigor de la Nación y cuando ellos estudien profundamente la complicada sinergia social, los deberes y los derechos de patrones y jornaleros, la estadística de enfermos y las causas de los males, que afligen al proletario, aconsejarán el remedio y ordenarán su ejecución. Podrá tal vez así llegarse a la mayor justicia posible y el pueblo, que debe elegir a sus jueces, podrá elegir lo mejor. Muy superiores serán éstos, por cierto, a los que elijan los gobiernos, que suelen ser tan malos, ¡tan malos!

Yo me imagino lo que sucederá. Ha de estudiarse profundamente lo que gasta el obrero, cuándo ahorra, para que se sepa lo que debe ganar; la comida, las condiciones de la casa, el traje que precisa y la educación que necesitan sus hijos. De ese modo se establecerá el salario con justicia. Las horas de trabajo deben revisarse. Ese sería un estudio, lleno de generosidad, porque ahorraría la vida de muchos. Las ocho horas, ya les he dicho, nada resuelven. El estudio de la habitación se haría bien; el resultado tal vez fuera la higiene del conventillo y el aseo de sus mechinales. Yo no comprendo, cómo no se preocupan de ese refugio de inválidos, que tú aconsejas, Pedro.   —328→   ¿Por qué no contribuyen los patrones con parte de sus beneficios? ¿Por qué los artesanos no dejan algo de lo que ganan para su vejez? ¿Por qué los ricos no dan dinero para los inválidos, que han entregado su juventud, para fomentar la riqueza de ellos? ¿Por qué desprecian la que ya no tiene fuerza, por los muchos años, que es desgracia y pobreza? ¿Por qué ultrajan, en los asilos, que significan caridad, el derecho de los altivos, que han trabajado? Y digo ultrajan, porque así reciben limosna, cuando en los refugios ellos serían los dueños. ¿Por qué no hay estas cosas acá; no gana más el obrero y no hay bienestar en una nación tan rica? Yo voy a decirles lo que pienso. Porque somos plagiarios y no observamos. Así se explica, que las leyes protectoras y de moneda hayan entronizado, la tiranía económica, en un país en formación, en cuyo crisol hierven las razas y la grandeza. El chico tiene sangre y estirpe; pero no crece. Los sabios le han aherrojado las muñecas y le han puesto una plancha de bronce sobre la cabeza; porque, según ellos, las otras naciones protegen su trabajo y se olvidan, que esas no necesitan crecer, sino consolidarse, mientras nosotros, que recién marchamos, debemos gozar de la mayor libertad, en todas sus manifestaciones, para engrandecernos.

El país está detenido. Las tiranías nunca   —329→   han dado otro resultado. En este camino vamos a la muerte por inanición y vamos a morir como los decrépitos, que no han tenido juventud. En los funerales, usaremos el sofisma para consolarnos y la discusión bizantina nos ha de hacer creer, ¡que somos una gran nación! Mientras tanto ustedes sufren; no ganan más jornal; los hijos no son sanos; no viven sesenta años; corren el riesgo de caer en las trampas de los tenebrosos, que aconsejan el mal, o de perderse en los círculos místicos, que tienen plata. Serán arrebatados para atrás y serán obligados a bregar por el Papa-Rey y a olvidarse de la tierra, donde han nacido. Tengan cuidado. Eso no debe suceder. Conserven la independencia, que da el trabajo y la virtud. ¡Cuidado! ¡¡Eso no debe suceder!!

Elbio fue interrumpido por una voz poderosa. Todos se dieron vuelta. Un viejo atlético estaba apoyado a una de las columnas de la Catedral. Era Martín Errécar. Su barba lucía blanquísima, en el esplendor de la luz eléctrica. Parecía un profeta.

-¡Viva Martín! ¡¡Viva el padre de los obreros!! -se oyó gritar por todas partes.

Se descubrieron para saludarlo. Elbio miró al padre y se descubrió también, inclinando la cabeza sobre el pecho...

-Yo te quería hacer saber, hijo mío, que eso que acabas de decir es muy honesto -dijo   —330→   Martín, con voz clara, que se oía por todas partes. ¡Cuántas veces he pensado yo que los más virtuosos deben cuidar a los obreros y que se debe hacer un libro de leyes, que estudien y castiguen los delitos de los patrones, que son crueles y de los jornaleros, que perjudican! ¡Muchos se mueren a pesar de las ocho horas! ¿Por qué no estudian eso? Los salarios son escasos. Solamente tres gremios conozco yo, que ganan cinco pesos por día: ¡los grabadores, los yeseros y los rayadores! Todos los demás están entre dos y tres. ¿Cómo pueden vivir con familia, Elbio, pagar alquiler, vestirla, educarla y salvar el honor de la casa? ¿Sabes tú lo que pasa ahora? ¡Te va a dar miedo lo que te voy a decir! Hay años, en que en esta ciudad, ha disminuido el consumo de los alimentos, aunque hayan aumentado los habitantes22. Eso quiere decir que los obreros comen menos. Sufren hambre, porque no tienen plata. ¿Cómo va a ser alegre la niñez, que no come y fuertes los trabajadores; cómo van a ser puras las muchachas que no se visten; cómo va a ser grande un pueblo, que no ama a sus pobres y no paga bien el trabajo, que no cuida a sus proletarios, que son la sangre de su fuerza, que son los que sufren y mueren por los demás, cuando   —331→   se precisa morir? Bueno, Elbio -siguió Martín con un dolor en el acento, que hizo temblar a todos. Yo bendigo ese pensamiento tuyo del tribunal de arbitraje; pero eso debe ser más de lo que tú has dicho, ¡eso debe ser todo el gobierno! Los trabajadores deben pedirlo en las calles con energía, reunirse, ir a los congresos, llenar su aire y su vida con esa idea, desparramarla en todas las casas, entrarla en todos los corazones, hacer amar, hacer sufrir, hacer llorar, gritando por todas partes, que no quieren la huelga, ni el delito, ni la sangre; pero que tampoco quieren la injusticia, ni la miseria no merecida, ni la deshonra no merecida, ni morirse a los treinta años, dejando a sus mujeres en el desamparo y a los hijos huérfanos... a los hijos, ¡eh! que son las lastimaduras de nuestras entrañas... ¡¡oh, trabajadores, oh, pobres y honestos hermanos míos!!

Un bramido hondo y largo se oyó. Diez mil voces retronaron en la atmósfera, voces con lágrimas, con protestas, con esperanzas...

-¡Sí, sí. Queremos eso! ¡Queremos eso! ¡El amparo! ¡La justicia! ¡La justicia! Que sea éste el Dios de nuestra vida, ¡el único Dios! ¡Que no haya más delitos, ni cárceles, ni hambrientos!

-Eso tiene que ser todo el gobierno, les repito -siguió el anciano. Nada se arreglará, mientras no haya justicia y los obreros no gocen   —332→   el bienestar que merecen. Se gasta mucha plata inútilmente, que podría emplearse para eso. En armas, en soldados, en barcos tiramos nuestra fortuna. Los impuestos son muchos.

Los pobres no pueden soportarlos. Está bueno que paguen los que tienen; pero nadie tiene el derecho de hacer sufrir hambre a los que no tienen, cobrándoles impuestos todavía. La instrucción debe ser barata, muy barata, para que los trabajadores puedan ir ellos a las escuelas nocturnas y mandar a los hijos a las otras. ¡Pobre país si sus hijos no aprenden! ¡Yo sé todo lo que he sufrido con no saber y lo que he perdido con no saber! ¡Esto debes decirlo tú a gritos! Las casas donde viven los jornaleros son malas, por la avaricia de los patrones, que buscan siempre la usura. Quieren el doce por ciento, y para conseguirlo, construyen porquerías. Y los gobiernos callan siempre. ¡Eso es injusto! Y después los jornaleros se hieren en sus faenas. Nadie los sostiene y las familias perecen de hambre y de deshonras. En otras partes son socorridos. Se decreta plata para eso, mucha plata. Y las familias de los muertos, aplastados por las obras, magullados por las ruedas de las maquinarias, hechos pedazos en el trabajo de los campos, no se quedan sin amparo. No les falta el pan y por mucho tiempo. Se les considera como   —333→   soldados y al taller como el campo de batalla. Por eso te digo que aquí no andan las cosas, ¡porque el gobierno se olvida de estos deberes! Pero no teman. Sean perseverantes y esperen. Yo soy viejo y he aprendido mucho viviendo y veo que las cosas mejoran, porque el mundo marcha hacia la justicia. En todo lo que pasa, se nota la necesidad de mitigar el dolor de los que sufren y hay un gran deseo, lleno de ímpetus irresistibles, para que todo viva dentro de la verdad. ¡Yo veo el futuro del mundo como una gran luz, llena de bondad y de gloria, extenderse sobre las mentiras de los tiempos pasados, sobre los cementerios, donde están enterradas las tiranías y los delitos, el hambre y las congojas de los pobres, las cárceles que encerraron inocentes, las deshonras injustas, todos los sacrificios de los miserables y las malas lujurias de los poderosos y de los ricos! ¡Los hombres serán buenos; los hombres serán justos y sinceros! Tendrán riqueza; tendrán saber, ¡porque habrán trabajado! El honor guiará el camino de las casas hacia la virtud, en medio de la pureza y las vírgenes serán castas y de alma limpia, como el tul y la corona de rosas, que les adorna la cabeza en el día de la primera comunión y las madres serán honestas compañeras hasta la muerte, ¡porque habrán trabajado! Todos vivirán muchos años, ¡porque habrá higiene,   —334→   porque serán cristianos y respetarán la Ciencia y el Evangelio! Y después allá a lo lejos, cuando concluya el mundo, cuando a Dios tengamos que darle cuenta de lo que hemos hecho en la vida, yo veo, que esa Alma infinita y majestuosa, va a recibir en su seno de luz, en triunfo, en la gloria del cielo y en la felicidad que no tiene fin, a los pobres que sufrieron por el amor de los hijos y de los hermanos, por el cariño hacia la patria y va a recibir a los ricos que hicieron caridad, ¡que salvaron la inocencia y vistieron y dieron pan y vino a los menesterosos y a los hambrientos! Y porque esto va a suceder juren ¡oh hermanos míos! porque tienen madres, hijos y honor, que serán libres, ¡que no harán huelgas y que volverán al trabajo!

El viejo parecía un inspirado y un profeta. Había avanzado hasta la pirámide, para decir las últimas palabras. Los jornaleros gritaban, arrebatados:

-¡Sí juramos! ¡Viva Martín Errécar! ¡Sí juramos!

Entonces el anciano sacudió la gran melena blanca y estrechando la mano del hijo, como si quisiera sostenerse, como si esos vaticinios hubieran quebrado sus músculos, agregó:

-Y últimamente, porque ustedes aman la tierra donde nacieron, esta plaza que tiene tanta gloria, esa catedral, donde comulgaron   —335→   cuando eran chicos, donde vienen a rezar las viejas de todas las casas y ese puerto y esa Avenida, llenos de luz de civilización, ¡juren oh hermanos míos, santificados por las abnegaciones, que por todos los esfuerzos y todos los sacrificios resolverán sus cuestiones por la razón y obtendrán el tribunal de arbitraje, formado por los más sabios y los más virtuosos de este país!

Los obreros pronunciaron de nuevo el juramento, mientras un esplendor de virtud rodeaba la cabeza del viejo obrero, ese ingenuo poeta de la utopía generosa, ese sublime cantor proletario y cruzado de la fe en la labor vigorosa y creyente fervoroso en su triunfo definitivo. Y todos se conmovieron cuando abrazó al viejo Pedro, que lo había seguido y les dijo a los obreros:

-¡Adiós muchachos, hermanos míos! ¡Yo abrazo en este amigo desgraciado y bueno al alma noble de todos y les digo en verdad, que es preciso cuidarlos porque se enferman en el trabajo!

Los obreros se iban saludándolo y estrechándole la mano. Un largo rato duró la procesión. Victoreaban a Elbio y a Martín y seguían pasando en gruesas columnas y se perdían a lo lejos. Y seguían desfilando vigorosos y alegres por la obra buena. Ellos iban a contarle a las mujeres lo que había   —336→   sucedido. Las casas iban a ser más sanas; ¡los hijos iban a tener más pan! Y después de un largo rato de marcha como soldados, sin gritos, ni tumultos, los trabajadores fueron llenando la Avenida, siempre adelante hacia sus casas. Martín y Elbio los vieron alejarse...

Allá en la luz, muchas cuadras adentro, los últimos desaparecían. Cuando quedaron solos, el reloj de la vecina iglesia dio las doce de la noche. Las horas se oyen lentas y rítmicas y anuncian a los monumentos, con su esquila melancólica, la muerte de un día más, un triste día de crimen y de virtudes. Por la plaza se sienten callados murmullos, como si fueran plegarias de invisibles sacerdotes, entre las negras manchas de la arboleda diseminada. Una religiosa quietud reina por todas partes. Duermen las glorias; duermen los grandes, guardados en los sarcófagos de la catedral y envueltos en el polvo heroico de sus larvas. Dios reza en el hondo azul del cielo, tan apacible y tranquilo, un treno de piedad dolorosa, como un reproche y los astros siguen brillando, suspendidos en el éter, como si fueran almas bondadosas, que quisieran endulzar la noche de los desconsolados y de los vagabundos. Aletean y chispean arriba esas veladoras de la alcoba infinita, encorvadas sobre los mundos. En el puerto lejano, en el río lejano hay tinieblas   —337→   y silencio y por la Avenida desierta, la luz eléctrica ilumina las veredas solitarias y la calle bruñida y sin rumores, mientras las manzanas de casas detrás y a los costados ocultan el reposo de la muchedumbre. Hay una paz de santuario en el éter, ¡una divina paz! Al lado de la pirámide, Elbio se había arrodillado a los pies del padre. Martín puso su mano temblorosa sobre aquella cabeza juvenil, sobre esa frente blanca y honesta y lo bendijo. El joven cruzó los brazos sobre el pecho, como si estuviera rezando, en esa larga genuflexión y miraba al padre. Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas, que caían sobre la frente del hijo. Ni una palabra se dijeron en la tranquila mansedumbre de aquella noche, donde Dios rezaba en el hondo azul y donde había una paz de santuario en el éter, ¡una augusta serenidad de altar taciturno! La catedral está en la penumbra; la plaza en silencio; los árboles quietos y la aguja de la pirámide más alta, más cerca de las estrellas,... un obscuro monolito, ¡elocuente como un poema de gloria! Aquí, allá y más allá, los globos eléctricos iluminan la verde grama de los canteros y al oeste, en el fondo, se espesa la hondo tiniebla del cielo encorvado sobre los mástiles. Cuando los hombres se fueron, la plaza enorme se quedó sola, impregnada de misteriosas inquietudes,   —338→   gigantesca, ¡¡como una sombría vanguardia de la ciudad inmortal y bendecida por el espíritu de Dios, que vagaba a través de la noche!!...