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Libros y discursos


Juan Valera





Morriña, por doña Emilia Pardo Bazán.- La filosofía platónica en España, por D. Marcelino Menéndez y Pelayo.- Del chiste y de la amenidad en el estilo: Discursos de los señores D. José de Castro y Serrano y Duque de Rivas.- Tradiciones peruanas, por D. Ricardo Palma.


Las comparaciones son comodísimas para dar idea de todo, ahorrando mucho trabajo: mas no por eso dejan de ser odiosas las comparaciones. A más de odiosas, son harto expuestas a infundir en los espíritus tan falso concepto de lo comparado como de aquello con que se compara.

Desechemos, pues, esta inveterada costumbre de comparar, y hablemos de la última novela de doña Emilia Pardo Bazán, sin compararla con ninguna otra novela de otro autor. Compararla con las otras novelas que doña Emilia ha escrito, sería peor aún: sería hacer a doña Emilia rival de sí misma, y tal vez aspirar a rebajar su ingenio con los propios frutos de su ingenio.

De no hacer completo estudio de un autor, y limitándose a dar cuenta de una de sus obras, lo más prudente es hablar de esta obra sólo, como si el autor jamás hubiera escrito otra.

Hablemos así de Morriña. Dejémonos llevar por la impresión que su lectura ha producido en nuestro espíritu: impresión reciente y viva aún.

Nada más sencillo que el argumento de esta novela. La viuda de un magistrado tiene un hijo en la primera juventud, a quien quiere, cuida y mima en extremo. Rogelio, que así se llama el muchacho, estudia leyes en la Universidad Central; no es ni tonto, ni discreto, ni feo, ni bonito, ni alto, ni bajo, ni malo, ni bueno. Es un ser totalmente vulgar; menos que adocenado. Individualmente no hay razón para que nos interese y para que se escriba su historia. Su madre, doña Aurora, buena mujer, interesa algo más, por el amor de madre que llena su alma. Tampoco, sin embargo, es doña Aurora sujeto muy distinguido por estilo ninguno. Su casa, situada casi enfrente de la Universidad; sus tertulianos, viejos amigos de su marido difunto, todo está copiado de la realidad, sin idealización, adornos ni añadiduras. Se diría que la pluma de la novelista, al copiarlo, es como el rayo de luz que graba la imagen fotográfica en el vidrio preparado al efecto.

Hasta aquí no nos atrevemos a decir que esto sea poesía, ficción o imaginación; pero ya es arte difícil y raro, que supone extremada perspicacia, agudeza y rectitud para ver y discernir lo que nos rodea, y singular destreza, maestría y tino en el estilo para reproducirlo.

Otra virtud mayor se advierte aún en el estilo: cierta magia poderosa que nos atrae a leer y nos retiene leyendo cosas, sucesos y circunstancias, cuando ellos de por sí ni nos importarían, ni nos conmoverían, ni nos divertirían, si no estuviesen tan hábilmente contados.

Rogelio es un chico algo enclenque; medianamente chistoso, medianamente aplicado y medianamente cariñoso con su mamá.

Resulta, pues, que ésta, Rogelio, los viejos amigos y todos los demás personajes secundarios, son pura medianía. No hay ser idealizado y magnificado por prendas muy egregias, ni apenas le hay tampoco donde lo cómico esté puesto con sobrada abundancia para tocar en la caricatura.

El mérito, pues, del cuadro total consiste en la veracidad; en lo fiel y real del trasunto; y el encanto que causa la lectura nace, no del interés singular y exclusivo que llega a despertar una excepcional persona humana, sino del más hondo y general interés que excita en nuestro espíritu la misma naturaleza del hombre, cuando, sin propósito de realzarla ni de deprimirla, se estudia, se conoce y se refleja en las obras de arte.

Pero volvamos al argumento. Mientras más en esqueleto se refiera; mientras más trillado y común parezca, más realce tendrá el arte de la autora, que acierta a interesarnos, a divertirnos y a conmovernos hondamente al referirle con los debidos desenvolvimientos, los cuales no son excesivos nunca. La novela, para todo lector de buen gusto, debe saber a poco; y la autora, más que a acusarla de difusa, nos mueve a quejarnos de ella por concisa y rápida. Si esto es resultado de un instinto infalible de sobriedad y de medida, o si todo está dispuesto y arreglado con magistral y premeditada economía, es difícil de decidir; pero de ambos modos tienen mucho mérito la armonía, el concierto y las buenas proporciones de las partes que forman el conjunto.

La acción de la novela se reduce a los amores de Rogelio con una criada joven que toma su madre.

Esclavitud, muerto el señor cura en cuya casa había nacido y se había criado, deja a los parientes del cura la herencia que el cura le había dejado, y vergonzosa, aun después de tan noble desprendimiento, de lo que se aseguraba sobre su nacimiento sacrílego, huye de Galicia, su tierra natal, y viene a servir a Madrid.

Aquí se apodera de su alma sensible y soñadora la nostalgia, las saudades, lo que vulgarmente llaman morriña en Galicia.

Esclavitud apenas tiene veinticinco años.

La autora no se entra de rondón, como hacen otros autores, en el fondo del alma de su heroína, y no nos pinta los móviles de sus actos y el origen de sus pasiones. El alma de la heroína se entrevé por estas pasiones y por estos actos, como la causa de ellos, misteriosa y vagamente definida.

En la morriña de Esclavitud podemos suponer, pues, aunque la autora no lo dice, ansia, no sólo del país natal, sino de amor y de ternura, en que los ensueños del espíritu habían de combinarse con el material temperamento amoroso y con el ardor de la sangre, transmitidos por herencia; herencia no desechada como la de dinero, tierras y ajuar de casa del señor cura.

Esclavitud, fuese como fuese en el impenetrable centro de su alma, en lo exterior es un dechado de modestia, dulzura, paciencia y brío para el trabajo.

Ciertas solteronas, en cuya casa sirve Esclavitud, al ver que la morriña la consume, se la recomiendan a doña Aurora, con esperanza de que, sirviendo en una casa gallega, pues gallega era doña Aurora, Esclavitud se alivie o se restablezca.

Doña Aurora queda prendada de la muchacha. Hay además algunos incidentes, graciosamente referidos, que mueven a doña Aurora a recibir a Esclavitud por criada, sin recelar peligro. La misma Esclavitud aleja hasta el último escrúpulo de recelo, calificando candorosamente de niño a Rogelio, lo cual enoja a éste y le induce a estar con Esclavitud indiferente y hasta áspero al principio.

Desde aquí empieza de lleno la acción: el amor, que por muy diverso estilo y con muy distinta elevación, nace y crece en ambos corazones.

Es indudable que la primera regla del arte naturalista, que la Sra. doña Emilia profesa y ejerce, es cierto precepto irónico de Moratín en su Lección poética, tomado y seguido como si no fuese irónico.

El precepto dice:

«No mientas, no, que es grande picardía».



Y es evidente que no se debe mentir; que debe ser fiel la imitación de la naturaleza; que las pasiones y acciones humanas que el arte representa deben ser las que en realidad se dan en el mundo; pero, como partiendo de lo verdadero hay inmenso trayecto, en el campo inexplorado de lo posible, hasta tocar en el límite que separa lo verosímil de lo inverosímil, todo ese trayecto puede recorrerle el novelista o el poeta, fingiendo en él cuanto se le antoje y convenga para su obra. El mentir de esta suerte no es grande picardía, sino condición del arte.

La señora doña Emilia está a veces preocupada en demasía de la verdad, y esto perjudica hasta a la verdad misma, y desde luego a la poesía del relato.

El modo con que Rogelio se enamora de la muchacha, sus vacilaciones, su ternura nerviosa a veces, su apetito meramente bestial otras, el miedo de enojar a su madre, su vanidad satisfecha al verse querido, su plan de buscar otra novia, su distracción montando a caballo, su egoísmo y su falta completa de energía para impedir que su madre eche de su casa a Esclavitud, y hasta la entregue a un viejo vicioso, todo está pintado con una verdad cruelísima y con una exactitud tremenda; pero resulta de la pintura, que Rogelio sale más ruin, más despreciable y hasta más simple que lo que la propia doña Emilia se proponía que fuese.

Nada tendríamos que objetar si Morriña fuese un cuento alegre y cómico. No queremos ofender a la benemérita clase de criadas; harto trabajo tienen las pobres que se ven obligadas a servir; pero bien puede afirmarse, por aquello de que la ocasión hace al ladrón, de que la convivencia y el trato infunden cariño, etc., etc., que, sin malicia a menudo, sin que sean las criadas unas lagartas, suelen ellas ser el instrumento de que se vale el diablo para que muchos niños o señoritos mimados y vigilados por las respectivas madres, empiecen a conocer por experiencia lo que es amor.

Referir una de estas frecuentes iniciaciones amorosas, uno de estos estrenos de la pasión juvenil en el seno de una casa burguesa, es, sin duda, asunto adecuado para un cuento cómico y lleno de desenfado y regocijo; pero Morriña no es eso, y en no ser eso estriba su más alto valer y su mayor falta.

Esclavitud se prenda de Rogelio con vehemente, invencible y hermosa abnegación; su voluntad se le rinde, su espíritu se le somete, todo el ser de ella es de él y para él, por obra de una fuerza ineluctable, de un poder misterioso, de una inclinación tan exclusiva, que, sin Rogelio, no hay ya para Esclavitud sino la muerte.

Es un verdadero milagro del estilo y del arte de la autora que se vea y se admire tan sublime pasión, sin que Esclavitud emplee, para expresarla, ni una palabra que no quepa en el más llano lenguaje de una campesina gallega; sin la menor declamación, sin atildamientos, primores ni tiquismiquis.

La poesía está en la pasión misma, en la hermosura y en la mocedad de Esclavitud, y en su devoto e inevitable rendimiento.

Nace de aquí, en el centro de una casa archiprosaica de Madrid, un idilio delicadísimo como el de Dafnis y Cloe, salvo la indignidad del Dafnis, y salvo el fin trágico que hace que dicha indignidad quede más de realce.

En fin: Rogelio se va a Galicia con su mamá, que entrega sin piedad a Esclavitud al viejo vicioso, y Esclavitud se mata.

¿Dónde está la falta de que hemos hablado?, dirán algunas personas. La falta, en nuestro sentir, no es meramente literaria; es más que literaria; es filosófica. Proviene de cierta filosofía que informa este nuevo género de literatura.

¿Por qué se enamora tan perdidamente Esclavitud? Si su temperamento amoroso, transmitido por herencia, la lleva a ese amor, ¿por qué ese amor es tan exclusivo, que sin él no le queda más recurso que la muerte? ¿Es tan invencible su pasión, que no vale nada contra ella el libre albedrío, o no hay libre albedrío, sino fatal determinismo? ¿Cómo la que tiene tanto valor para morir, no tiene ninguno para luchar con sus inclinaciones? Aunque el cura hubiera sido un pecador, ¿no había sido cristiano, no había educado cristianamente a Esclavitud? ¿Por qué, pues, la moral cristiana y el santo temor de Dios no retienen a Esclavitud al borde del abismo? Su pasividad, su rendimiento, la entrega y el sacrificio completo que hace Esclavitud de su cuerpo y de su alma, parecen obra, no del diablo, con quien luchan los débiles seres humanos, ni del pecado original, contra quien la religión da medios en los sacramentos, ni de Venus y el Destino, contra los cuales todavía se rebelaban y combatían antes de caer, Fedra, Mirra, Pasífae y otras pecadoras de la gentilidad, sino de un poder más grande, inexorable, inflexible, tremendo, inconsciente, contra el cual no valen plegarias, ni súplicas, ni bautismos, ni penitencias, ni nada: poder que se actúa, y cuyo efecto se cumple como cualquiera ley mecánica, física o química; como un eclipse, como la caída de un cuerpo, que busca su centro de gravedad, como la combinación de dos sustancias, a las que la afinidad obliga a combinarse.

Claro está que Morriña es una preciosa novela; que sus pormenores divierten; que Esclavitud interesa y conmueve; que la autora muestra un talento notabilísimo en todo, y que vence dificultades no pequeñas; pero este escrúpulo del determinismo fatal nos acibara el deleite estético que la lectura de Morriña de otra suerte produciría sin mezcla de acíbar.





Aunque sea tarde, más vale tarde que nunca. Siempre estamos a tiempo para enmendar una falta, dando idea del discurso leído por el Sr. Menéndez y Pelayo en la Universidad Central. La elegancia y buen arte con que está escrito y lo importante de su contenido, no consienten que dejemos de hablar de él.






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