Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Lo que el criollo viejo espera

Manuel Ugarte





Cuando señalamos en números anteriores la crisis del parlamentarismo (N.º 5, febrero 1937) y cuando hablamos del proceso de disolución de nuestros partidos (N.º 7, abril 1937) algunos tuvieron una sonrisa incrédula.

No se ha cumplido un año y nos encontramos frente al fracaso de las Cámaras y frente a una descomposición gradual de las entidades políticas que marca la etapa nueva en que ha empezado a entrar el país.

La incertidumbre del mundo frente a una posible conflagración -que correría como reguero de pólvora sobre el planeta y cuya universalidad está anunciada desde ahora por el vuelo explorador de los aviones- impone en todas partes una tregua a los apasionamientos y a las ideologías.

Pero esta necesidad superior de la vitalidad de las naciones -que persiguen el máximo de cohesión y solidez, porque su destino puede hallarse en juego bruscamente- no es comprendida por todos. Los pueblos lo adivinan instintivamente. Pero no así los políticos. A causa de la costumbre y de la velocidad adquirida, estos suelen seguir cultivando, pese a las evidencias, su memorismo abstracto.

Así se presentan entre nosotros -como se presentaron en otros países- situaciones paradojales en que la opinión no responde a solicitaciones que antes fueron decisivas y en que la experiencia veterana y el cálculo aguerrido de los expertos se quiebra bruscamente, sin lucha casi, como la desafección, la inercia y el alejamiento de la masa.

Aunque ajustemos nuestra época de excepción a la ideología de los tiempos que fueron, aunque admitamos que los rezagados puedan estar, éticamente, en lo cierto, salta a los ojos lo anacrónico de las invocaciones rituales, el espejismo de la presión por la ausencia, la falacia de las retiradas al Monte Aventino, en una época ejecutiva y resolutiva en que, por encima de todo, hay que poder.

Del romanticismo político que se generalizó antes de la guerra de 1914 sólo queda un recuerdo melancólico. En el orden interior, como en el orden de las relaciones internacionales, no existe hoy reivindicación viable si no viene respaldada por una fuerza que facilite la decisión. Dura ley, pero ley ineludible. Nada ganaremos con anatematizarla desde el punto de vista de las reminiscencias y de las predilecciones filosóficas, ya que no podemos humanamente transgredirla, ni romperla, porque es una imposición del tiempo en que nos ha tocado vivir.

Hasta esta revista no llegan las órdenes del día, a menudo variables, de los partidos, ni las consignas librescas. Sin ambición y sin prejuicios, observamos los fenómenos mundiales y examinamos las fórmulas que, en una hora crítica, pueden ajustarse a los intereses de nuestro país.

Por eso cabe decir, refiriéndonos a las incidencias de estos últimos días que el error fundamental ha sido admitir que se confunda la cusa del pueblo con la causa de los políticos. Los acontecimientos prueban, reiteradamente, que son dos cosas distintas.

Se han producido -¿por qué no reconocerlo?- hechos anormales servidos por soluciones rápidas. Si el pueblo se hubiera sentido lastimado en sus intereses básicos por esas soluciones, la protesta no se hubiera hecho esperar. Pero como las palabras «democracia» y «libertad de voto» se han gastado con el abuso y han perdido su valor al identificarse con la cusa de los políticos, el pueblo, para no defender a los políticos, no ha hecho, ni hará, gesto alguno. No tiene, por otra parte, interés en prolongar debates leguleyos, ni en extender nuevos poderes a los tutores que usufructuaron su credulidad.

Por encima de todo preceptismo, la aspiración general se orienta hoy por el contrario, a poner término a una situación en que toda incidencia y toda dificultad del Estado es utilizada y explotada para que un escaso número de ciudadanos se ponga en evidencia y haga espuma con sus ambiciones.

Los largos cabildeos y las asambleas solemnes de los Comités, que aún suelen hallar eco resonante en la prensa, interesan cada vez menos a la opinión pública. Una prueba de ello es la inmovilidad distraída y silenciosa con que la masa ha dejado que los hechos e consumen, sin hacerse presente. Y prueba más decisiva aún la impotencia en que, por falta de ambiente, se hallan los exaltados que en un momento soñaron subvertir el orden.

Cada crisis de disolución y de reintegración de la vida pública de un pueblo tiene un aspecto especial. Lo que caracteriza a la que atravesamos actualmente es la bancarrota de los procedimientos formulistas y la incapacidad de algunos para advertir que los que realmente conspirar contra las instituciones suelen ser los mismos que parecen defenderlas.

El «democraterismo» -llamémosle así inventando una palabra que marque lo convencional y lo ficticio dentro de la democracia, pero sin dar, desde luego, al término intención despectiva contra nadie -es una fórmula sobrepasada por los acontecimientos. De lo que fue democracia, no ha quedado en muchos casos más que un anticuado engranaje electoral y un personal semi-burocrático que sigue hablando en nombre de ella. Son a menudo oficiales y jefes sin soldados efectivos que mueven fichas desprovistas de valor actual sobre un tablero imaginario. El pueblo, que es democracia por definición, se aleja de este «democraterismo» que sólo ha favorecido el demagogo, creando nuevos privilegios y preparando reacciones extremas como en el Brasil.

Lo que el criollo viejo espera en su rancho humilde, no es la letra sino la esencia de la democracia, no es el verbalismo extranjerizante, sino realidades que le hagan la vida menos dura en la tierra que nación, reformas efectivas, mejoras tangibles que eleven el nivel del país y de sus habitantes, trabajo útil que levante al mismo tiempo a la Patria y al ciudadano, dentro de un vasto plan de construcción y de valorización nacional.

Todo lo demás, es política: peor que política: «democraterismo».





Indice