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- XXXI -

     Mientras el colosal carrocero Aristandre ataba las manos a Sancho, aturdido por su caída, y le quitaba sus armas, Alvimar salía por fin del estupor en que le había dejado aquella rápida escena.

     Durante un momento había pensado en abandonar a la ira de Bois-Doré a su cómplice; pero al ver que trataban tan rudamente al que una vez más demostraba su abnegación por él, un resto de pudor y de orgullo le obligó a protestar.

     -Señor mío -dijo-, comprendo que estéis irritado contra la estupidez de este anciano, que dormía sobre su caballo, y que, despertado de sopetón, se ha creído atacado por una partida de ladrones. Ciertamente, merece un castigo; pero no ser tratado como prisionero, sometido a vuestro derecho señorial; porque es mío y sólo a mí incumbe castigarle por la injuria que os ha hecho.

     -�A esto lo llamáis una injuria, monsieur de Villarreal? -dijo el marqués con tono de desprecio-. Pero tampoco es con vos con quien me las tengo que entender, sino con mi pariente y amigo Guillermo de Ars.

     -No toleraré ninguna explicación -dijo Alvimar con una rabia calculada - antes de que hayáis devuelto mi servidor, y si lo que buscáis es un combate...

     -Guillermo, escuchadme -dijo Bois-Doré.

     -�No! �Nadie os escuchará! -exclamó Alvimar intentando librar su caballo, que Guillermo, colocado entre él y Bois-Doré, retenía para evitar un conflicto-. Monsieur de Ars, soy vuestro amigo y vuestro huésped; me habéis invitado y acogido, me habéis prometido ayuda y lealtad en toda ocasión; no me dejaréis injuriar ni aun por una persona de vuestra familia. En este caso, �no es a mí a quien debéis auxilio y justicia, aunque fuese en contra de vuestro propio hermano?

     -Lo sé -contestó Guillermo-, y así será. Pero tranquilizaos y dejad hablar a Bois-Doré. Le conozco lo bastante para estar seguro de su cortesía hacia vos y de su generosidad hacia vuestro criado. Dejad que pase un momento de ira; es la primera vez que le veo tan enojado, y, a pesar de tener motivo para ello, estoy seguro de apaciguarle. Vaya, vaya, amigo mío, estad tranquilo; vos también estáis encolerizado; pero sois el más joven y mi primo es el ofendido. Os confieso que si hubiese sufrido la menor herida, yo hubiera matado a vuestro criado en el acto, aunque luego os hubiera tenido que dar razón de ello.

     -Pero, �qué diablo, señor! - exclamó Alvimar, siempre con la esperanza de evitar la explicación con una disputa, y, en caso necesario, con una lucha-. �Podréis decirme cuál es la falta de mi servidor? �Qué significa el capricho del señor marqués, pasando junto a nosotros sin darse a conocer y viniendo a atravesarse en nuestro camino, exponiéndose a ser tomado por un loco? �Y vos mismo, no habéis empuñado vuestra pistola para gritarle: Quién vive?

     -Es verdad; pero yo no hubiera disparado sin esperar la contestación, ni creo que vos tampoco lo hubierais hecho, y no podríais defender el acto estúpido o malo de vuestro criado. Vaya, sosegaos. Si queréis que yo arregle el asunto a vuestro honor y satisfacción, no me quitéis los medios con vuestra violencia.

     Mientras Alvimar seguía discutiendo con aspereza y el marqués esperando con mucha tranquilidad, Adamas, preocupado por el desenlace del asunto, y obrando por su cuenta, había hablado con las gentes de Guillermo. Les había dicho todo lo que sabía, y ellos le habían jurado que, en el caso de que monsieur de Ars se viera obligado a ordenarles que defendiesen a Alvimar en contra de la escolta de Bois-Doré, harían una lucha simulada, y, entretanto, dejarían a quien correspondía la misión de hacer justicia a los asesinos.

     Todos aquellos criados, aunque de distintos señores, eran parientes o amigos y no tenían ningún deseo de cambiar golpes por el amor de un forastero culpable o sospechoso.

     El tiempo que Alvimar esperaba ganar con su resistencia se volvía fatalmente contra él, y cuando Guillermo, impacientado e indignado por su obstinación, le volvió la espalda para explicarse con el marqués, se vio rodeado por la escolta de este último, sin que la de Guillermo pusiese la menor oposición.

     Entonces su inquietud fue grande y miró en torno suyo, calculando las pocas probabilidades de huir que tenía, sin dejar en la tentativa el honor la vida.

     Pero renació su esperanza al oír que Guillermo, quien Bois-Doré acababa de contar sus agravios en pocas palabras, se empeñaba en creer que había sido víctima de falsas apariencias.

     -�Monsieur de Villarreal? -contestó el marqués-. Esto es imposible, y para creerlo ya, tendría que haberlo visto con mis propios ojos. Y como vos no lo habéis visto y debéis ser víctima de falsos relatos, permitidme que defienda el honor de este hidalgo y, a pesar del respeto que tengo por vos, no contad, señor y querido primo, con que os deje insultar y maltratar sin pruebas a un amigo que se ha confiado a mi guardia. Además, no tenéis derecho para hacerlo, porque todo hidalgo depende de la justicia del rey. Os suplico que soseguéis vuestros ánimos exaltados y que me dejéis volver a mi casa, adonde sabéis que me corre prisa el llegar.

     -Mis ánimos no están exaltados -contestó Bois-Doré elevando la voz con una dignidad que Guillermo no sospechaba-; esperaba vuestra réplica, mi querido primo y amigo. En vuestro lugar, yo hubiera hecho lo mismo, y no os censuro en nada. Como había pensado que vuestra conducta sería tal cual es, he resuelto conformar la mía a la consideración que os debo, y por eso es por lo que me veis a la mitad del camino de nuestras moradas respectivas y sobre un terreno neutral y comunal.

     Tengo algunos derechos sobre esta carretera; pero a tres pasos del ribazo, entre estas viejas rocas el terreno no es ni de vuestro dominio ni del mío. Sabed, pues, que estoy resuelto a batirme a muerte en este lugar, frente a frente con este traidor, que no puede negarse a combatir, puesto que intencionadamente le he ofendido y provocado en la persona de su lacayo, y porque en este momento le provoco y le insulto, afirmando ante Dios, ante vos y ante los hombres honrados que nos acompañan, que es un asesino infame.

     No creo que toméis a mal lo que hago; porque os ruego os fijéis en que mientras vos y él habéis estado en mi casa, he dominado mi justa ira y he cumplido con la palabra que os di de ser para él un huésped perfecto; y os ruego os fijéis también en que me las he arreglado para que nos encontremos en pleno campo, a fin de no tener que violar vuestro domicilio, porque por nada en el mundo hubiera yo querido poneros en el trance de auxiliar a ese traidor.

     En fin, mi querido primo, os ruego consideréis que os hago el mayor de los sacrificios, y es que, en lugar de matarle, molido a palos por mis criados, según merece, condesciendo, yo, noble y digno de serlo, en batirme con un asesino de la especie más vil. A no haber sido por la amistad con que le honráis, le hubiera encerrado en alguna mazmorra; pero como quiero respetaros hasta en el error en que estáis, renuncio a todo privilegio para combatir con él, el infame, el degradado, con las armas del honor. He dicho, y ya no podéis oponer nada.

     -�Ciertamente! -exclamó Guillermo, conmovido por la nobleza de alma del anciano-. No puede darse una conducta más leal que la vuestra, mi querido primo, y, dadas las sospechas que tenéis, demostráis una generosidad poco común. Pero como tales sospechas no tienen fundamento...

     -No son sospechas -repuso el marqués-, y ya no se trata de eso, puesto que no queréis escuchar; yo provoco en duelo a uno de vuestros amigos y supongo que no consideraríais como tal a un hombre capaz de retroceder.

     -�No, por cierto! -exclamó Guillermo-. Pero yo no consentiré que tenga lugar un duelo que no conviene a vuestra edad. Antes me batiré par vos. �Queréis admitir mi palabra? Os la doy de vengar yo mismo la muerte de vuestro hermano, si lográis demostrar indiscutiblemente que monsieur de Villarreal la ha causado cobarde y malamente. Esperad a mañana y yo me hago el justiciero de vuestra familia, como es mi deber para con vos.

     El gesto de Guillermo era digno de la generosidad del marqués; pero al aludir a su edad, el joven le había ofendido singularmente.

     -Guillermo -dijo, volviendo a la puerilidad de su manía, que contrastaba de un modo tan extrano con la magnanimidad de sus instintos-, me tomáis por algún viejo señor Pantaleone, con la tizona oxidada y la mano temblorosa; os ruego recordéis que las atenciones que tengo para vos no merecen la injuria que me hacéis al proponenne vengar, en mi lugar, la odiosa muerte de mi hermano adorado. Vamos; me parece que ya se ha hablado bastante y estoy al cabo de mi paciencia. �Vuestro monsieur de Villarreal tiene más que yo, puesto que escucha todo esto sin decir esta boca es mía!

     Guillermo vio que las cosas estaban en estado tal que todo arreglo era ya imposible, y considerando él también que la paciencia de Alvimar era excesiva, se volvió hacia él y le dijo con cierta viveza:

     -Vamos, amigo mío, contestad algo; no digo que contestéis a este desafío insensato; pero sí a una acusación, que no podéis merecer.

     Durante el debate, Alvimar había reflexionado. Desde aquel momento afectó una calma desdeñosa e irónica.

     -Acepto el desafío, señor -contestó-, y no creo tener gran mérito al hacerlo, puesto que, según sabéis, soy muy diestro en el manejo de todas las armas. En cuanto a la acusación, es tan ridícula y tan injusta, que espero, para rechazarla, a que vos mismo me la expliquéis; porque todavía no sé lo que el marqués os ha dicho de mí al hablaros aparte, y deseo que lo repita en alta voz.

     -Consiento en ello, y no seré muy extenso -repuso Bois-Doré-. He dicho que sois un bandido, un asesino y un ladrón. �Queréis que diga algo más? Yo no encuentro contra vos nada peor que la verdad.

     -Me estáis diciendo singulares amabilidades, señor marqués -contestó fríamente el español-. Ya en vuestra casa me habíais obsequiado con una historia lúgubre, en la que os ha parecido bien atribuirme la muerte de vuestro señor hermano. Ya os he dicho que lo ignoraba; lo único que sé es que he mandado matar por mi criado a un hombre vestido de buhonero que raptaba a una dama de quien, como sabéis, tomé la defensa y vengué el honor.

     -�Ah! �Ah! -exclamó el marqués-. �Ahora es éste vuestro sistema de defensa? La que huía con mi hermano iba raptada y ya no os acordáis haberme dicho que era vuestra...

     -Más bajo, señor, os lo suplico. Si monsieur de Ars quiere escucharme a dos pasos de aquí, yo le diré quién era aquella mujer, de no ser que querais ultrajar y manchar su nombre delante de vuestros lacayos.

     -�Mis lacayos valen más que los vuestros, señor! �Pero no importa! Consiento y aun tengo interés en que digáis vuestro secreto a monsieur de Ars, pero ha de ser delante de mí.

     Los tres se alejaron del grupo y el marqués fue el primero en hablar.

     -Vamos -dijo-, explicaos. Alegáis en vuestra defensa que aquella dama era hermana vuestra.

     -�Y vos, señor -repuso Alvimar-, pretendéis ahora desahogar vuestro furor fantástico dándome un nuevo mentís?

     -No, señor. Os pregunto el nombre de vuestra hermana, porque no creo que os llaméis Villarreal.

     -�Y por qué no, señor?

     -Porque ahora lo sé. Atreveos a negarlo delante de monsieur de Ars, a quien también engañáis con un nombre supuesto.

     -De ninguna manera -dijo Guillermo-. El señor se oculta bajo uno de los apellidos de su familia, y el suyo le conozco muy bien.

     -Entonces, mi querido primo, que lo diga, y juro que si es el nombre verdadero de mi difunta cuñada, me retiro de aquí, dándoos a los dos todas mis excusas.

     -Yo -dijo Alvimar- me niego a decirlo. Creía que entre hidalgos bastaba con la palabra; pero me insultáis sin tregua ni prudencia. Queréis un duelo y se cumplirá vuestro deseo.

     -�No! �Cien veces no! -exclamó Guillermo-. Y puesto que lo único que necesita el marqués para retirarse tranquilamente es saber vuestro nombre, yo...

     -Os suplico no olvidéis -prosiguió Alvimar -que me exponéis...

     -No; mi primo es demasiado caballero para entregaros a vuestros enemigos. Sabed, marqués, y pongo esto bajo la salvaguardia de vuestro honor, que este señor se llama Sciarra de Alvimar.

     -�Ah, sí! -contestó el marqués con ironía-. �Entonces el señor tiene las mismas iniciales que la marca de fábrica de Salamanca?

     -�Qué queréis decir?

     -Nada; subrayo una nueva mentira de este señor. Pero ésta es tan insignificante al lado de las otras...

     -�Qué otras? �Vamos, marqués, sois demasiado obstinado!

     -Permitid, Guillermo -dijo Alvimar afectando siempre el mismo desdén-. Todo esto tiene que terminar con la espada. Así acabaremos antes.

     -Pues yo -dijo el marqués- ya no tengo tanta prisa. Tengo que saber el nombre y el apellido de la hermana de monsieur de Villarreal, de Sciarra de Alvimar. Ya sé que los españoles tienen muchos hombres; pero con sólo que me diga el verdadero y principal que usaba aquella dama...

     -Si lo conocéis -contestó Alvimar-, vuestra insistencia para hacérmelo decir es un nuevo ultraje.

     -�Pero, Alvimar, no lo toméis así! -exclamó Guillermo impacientado-. Poned algo de vuestra parte; de no ser que queráis hacernos pasar la noche aquí.

     -Dejad, Guillermo -dijo el marqués-, yo diré este nombre misterioso. La supuesta hermana de monsieur de Villarreal se llamaba Julia de Sandoval.

     -�Y por qué no, señor? -dijo Alvimar, aprovechando rápidamente lo que creyó ser una insigne torpeza del anciano-. Yo no quería decir su nombre. No me convenía; creía que lo ignorabais, y puesto que me habéis mentido, a pesar de censurar tanto las mentiras de los demás, sabed que Julia de Sandoval era hija de mi madre y había nacido de un primer enlace.

     -Entonces, señor -repuso Bois-Doré descubriéndose-, estoy dispuesto a retirarme y hasta a arrepentirme por mi violencia, si consentís en jurarme por vuestro honor que reconocisteis a vuestra hermana Julia de Sandoval, bajo su velo, en el coche de mi hermano, en la hostería de...

     -Os lo juro, por satisfaceros. En aquella hostería la había visto también sin velo.

     -Y por tercera vez..., perdonad mi insistencia, �es mi deber por tratarse de mi hermano! Por tercera vez, �Julia de Sandoval era realmente vuestra hermana? El anillo que llevaba en el dedo, que ahora llevo yo en el mío y en el que está grabado este nombre con todas sus letras, �era realmente su anillo? �Lo juráis?

     -�Lo juro! �Estáis satisfecho?

     -�Esperad! En el engarce de esta sortija hay un blasón: campo de azur con casco de oro. �Son éstas las armas de los Sandoval de vuestra familia?

     -Sí, señor, precisamente.

     -Entonces, señor -dijo Bois-Doré cubriéndose de nuevo-, declaro una vez más que habéis mentido como un imprudente y un cobarde, porque me he burlado de vos. El anillo de vuestra supuesta hermana lleva el nombre de María de Mérida, y sus armas son de sinople con cruz de plata. Os lo puedo probar.



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- XXXII -

     Las palabras del marqués hicieron vacilar la convicción de Guillermo; pero Alvimar no necesitaba mucho para reflexionar.

     Aunque la luna hubiera brillado mucho, no hubiera sido posible distinguir las letras menudas y las armas microscópicas grabadas en la sortija, y en aquella época no se tenía, como hoy, cerillas dispuestas en el bolsillo.

     Por lo tanto, era necesario aplazar el examen de la prueba. No se trataba para el criminal de evitar, sino, por el contrario, de provocar un duelo. Lo que temía era que le negasen el honor de esta posible salvación y que le hiciesen prisionero del marqués o del prebostazgo.

     Precipitadamente atrajo a Guillermo a un lado y le dijo, echándose a reír:

     -Estoy vencido. He querido ser complaciente, como lo exigíais, para acabar y libertaros de este viejo lunático. Ha dicho todo lo que ha querido decir, y ahora su fantasía toma otro vuelo que yo no puedo seguir. Yo tengo la culpa de todo. Debí haberos contado al salir de su casa que desde hace dos días está loco, y la prueba es que ayer ha ido, como os lo podrán decir, a pedir la mano de madame de Beuvre, y que hoy mismo ha inventado sobre la muerte de su hermano las novelas más extrañas, tomando por asesinos unas veces a mí, otras a su mudo y otras a su perrito. Para evitar batirme con él he tenido que inventar unas cuentos, siguiéndole la corriente; pero no se ha sosegado más que a vuestra llegada.

     -�Por qué no me habéis dicho todo esto? -exclamó Guillermo.

     -No he querido quejarme de las molestias que he tenido en su casa; hubierais creído que os reprochaba el haberme dejado en ella. Ahora no me queda más que un medio para acabar. Dejadme que me bata con él.

     -�Con un anciano demente? No puedo consentirlo.

     -Vamos, Guillermo -exclamó Bois-Doré impacientado-. �Queréis dejarme ahora vengar mi ofensa, o es que para animar al señor Alvimar tendré que hacer el honor de abofetearle?

     -Somos con vos, señor- contestó Alvimar alzando los hombros-. Vamos, amigo mío -añadió dirigiéndose a Guillermo en voz baja-, ya veis que es necesario. No tengáis miedo. No tardaré en dominar a este viejo fantoche, y os prometo hacer saltar su espada tantas veces como queráis. Me comprometo a fatigarle bastante para que necesite irse pronto a acostar, y mañana nos reiremos de la aventura.

     Al verle tan alegre Guillermo se tranquilizó.

     -Me complace el veros en tan buenas disposiciones -le dijo en voz baja-, y os advierto que si tomaseis el duelo en serio con este anciano, no haríais ningún acto de valor y me causaríais mucha pena. Le creo loco; pero es una razón de más para que no uséis de vuestra superioridad. Limitaos únicamente a proporcionarle unas agujetas.

     Sin embargo, Guillermo sabía que Bois-Doré era un gran esgrimidor, pero empleaba un método anticuado que los jóvenes desdeñaban; también sabía que si el marqués tenía todavía la muñeca flexible, no tenía ya las piernas bastante firmes para resistir durante más de dos o tres minutos. Además, Guillermo sabía lo mucho que valía Alvimar en la materia, y no cesó de exhortarle encarecidamente a la generosidad.

     Los combatientes pusieron pie en tierra; los criados siguieron guardando los caballos y al prisionero Sancho, al que Guillermo dio orden de no dejar en libertad antes de que terminase el combate por si alguna intervención imprevista complicaba la situación.

     Sancho hubiera deseado estar libre; como no retrocedía ante ninguna resolución extrema, comprendía que hubiera podido ser otra vez útil a su amo; pero era demasiado orgulloso para quejarse y protestar; permaneció estoico e impasible bajo la vigilancia de las gentes de Bois-Doré.

     Mientras que Guillermo buscaba con los dos combatientes un lugar apropiado entre la carretera y las rocas, Adamas y Aristandre discutían acaloradamente en voz baja. Aristandre estaba desesperado; Adamas tenía fiebre; pero no le cabía en la cabeza la idea de que su amo pudiese ser víctima de su magnanimidad. Se aturdía con su confianza en la fuerza y la habilidad del marqués.

     -�Por qué tiemblas como un niño? -decía al carrocero-. �No sabes tú que el señor se tragaría treinta y seis mequetrefes como este español? Sólo una traición podría vencer a un hombre tan valiente; pero el granuja de Sancho está bien guardado, y nosotros lo vigilamos todo. �No soy yo testigo? El señor lo ha dicho; ya lo has oído. Somos dos buenos testigos, y no consentiremos que se de un paso ni se haga un gesto que no esté en las reglas.

     -�Pero ni tú ni yo conocemos las reglas de combate de los hidalgos! Mira: me están dando ganas de subir allí arriba sin que me vean, y si veo que el español tiene demasiadas probabilidades de vencer, arrojarle uno de esos pedruscos.

     -Si yo tuviera la seguridad de que no aplastarías al señor al mismo tiempo que a su enemigo, no te lo impediría; ni tampoco me creería criminal por meterle dos balas en la cabeza si yo no fuera testigo. Pero mi amo me llama; puedes estar tranquilo; todo marchará bien.

     Entretanto el terreno había sido elegido; era bastante espacioso e iluminado por la luna.

     Guillermo midió las espadas, hacía las funciones de testigo imparcial para los dos combatientes, que habían jurado confiar en él, porque Adamas no podía ser más que un testigo de fórmula.

     El combate empezó.

     Adamas, a pesar de su fe y de su entusiasmo, sintió un escalofrío; se quedó mudo con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas; no se daba cuenta de que el sudor y las lágrimas corrían por su faz grotesca y enternecedora.

     Guillermo también se había esforzado en persuadirse de que nada funesto había de resultar de aquel extraño asunto. Pero cuando el combate empezó sintió derrumbarse su confianza y se reprochó el no haber conseguido impedir a toda costa un duelo que desde un principio amenazaba tener malos resultados.

     Alvimar había prometido dominar a su adversario y perdonarle la vida. Pero por la expresión de su rostro, que la luz de la luna permitía distinguir, Guillermo veía que la ira y el odio se revelaban con una energía creciente, y su juego, seco y apretado, no anunciaba la menor intención prudente o generosa. Afortunadamente, el marqués estaba todavía tranquilo y se mantenía a la defensiva con más vigor y flexibilidad de lo que se hubiera podido esperar de él.

     Guillermo no podía decir nada, y se limitó a toser dos o tres veces para advertir a Alvimar que se moderase sin despertar la susceptibilidad del marqués, quien, si hubiera creído que no era tomado en serio, hubiera acaso perdido la seguridad.

     Pero el combate era serio. Alvimar veía que su adversario era menos fuerte que él en teoría, pero en la práctica se sentía preocupado e inferior en aquella ocasión. Representaba un papel bastante difícil: quería matar al marqués, pero aparentar que le mataba involuntariamente.

     Insistía en la postura defensiva para que el marqués se ensartase él mismo; pero Bois-Doré parecía adivinar su intención, y se batía con prudencia.

     El combate se prolongaba sin resultado. Guillermo quiso intervenir para suspenderlo. No tuvo tiempo: los dos adversarios habían caído el uno encima del otro.

     Un tercer combatiente se precipitó entre ellos, a riesgo de ser herido; era Adamas que, perdida la cabeza y no sabiendo de qué lado estaba la ventaja, se arrojaba, sin armas ni defensa, en la batalla. Guillermo le rechazó rápidamente, y vio al marqués de rodillas sobre el vientre de Alvimar.

     -�Favor! -exclamó-. �Favor para quien os lo hubiera concedido!

     -Ya es tarde -contestó el marqués levantándose-. Justicia está hecha.

     Alvimar estaba clavado en tierra por la tizona del marqués; había dejado de existir.

     Adamas había perdido el conocimiento.

     Al oír los gritos de favor, los dos hombres de Bois-Doré habían acudido.

     El marqués, jadeante y extenuado, se apoyó contra la roca. Pero no flaqueó, y cuando la luna salió tras de la nube se puso de nuevo en pie para mirar y tocar el cadáver.

     -Está bien muerto -le dijo Guillermo en tono de reproche-. Me habéis matado a un amigo, señor, y no os puedo felicitar, porque vuestras sospechas eran forzosamente injustas.

     -Os probaré que no lo eran, Guillermo -contestó Bois-Doré con una dignidad que de nuevo conmovió la convicción de su pariente-. Hasta entonces suspended vuestro resentimiento contra mí y vuestro dolor por ese mal hombre. Cuando sepáis la verdad, acaso os reprochéis de haberme forzado a exponer mi vida para acabar con la suya.

     -�Y ahora qué haremos con este desgraciado? -preguntó Guillermo abatido y consternado.

     -No consentiré que tengáis disgustos por mi culpa -contestó Bois-Doré-. Mis criados lo van a llevar al convento de los carmelitas de La Châtre, que le darán sepultura como lo entiendan.

     No pretendo ocultar a nadie lo que hemos hecho, tanto más cuanto que todavía tengo por castigar al otro asesino. Pero no podría hacer con sangre fría una labor tan desagradable, y quiero entregarlo al teniente del prebostazgo para que su castigo sea ejemplar. Adamas, tú vas a conducirme. �Pero dónde está mi fiel Adamas?

     -�Ay, señor! -contestó Adamas con una voz cavernosa-. Estoy aquí, a vuestros pies, y muy enfermo. Por un momento os he creído muerto, y creo que lo he estado de veras durante un cuarto de hora. No me enviéis a ningún lado; ya no tengo piernas y la cabeza me da vueltas como una rueda de molino.

     -Entonces, mi pobre amigo, si no sirves ya para nada, enviaremos a otro. Bien te había yo dicho que ya no tienes edad para soportar estas emociones.

     El marqués volvió junto a los caballos mientras que sus criados y los de Guillermo levantaban el cadáver y le envolvían en una capa; pero cuando buscaron al prisionero, no lo encontraron.

     No habían tenido la precaución de atarle las piernas. Durante un momento de desorden y confusión, los criados, preocupados por el desenlace del combate, habían abandonado los caballos; sólo dos hombres habían quedado al cuidado de ellos.

     El prisionero, aprovechando un descuido, se había dado a la fuga, ocultándose en algún lugar de la torrentera.

     -No os preocupéis, señor marqués -dijo Arisandre a Bois-Doré-. Un hombre con las manos atadas no puede correr mucho ni esconderse muy bien; os respondo de alcanzarle. Volver a vuestra casa y descansad, que bien lo necesitáis.

     -No -dijo el marqués-; tengo que volver a ver a ese asesino; que dos hombres le busquen mientras yo voy con otros dos a acompañar a monsieur de Ars al convento de los carmelitas.

     Colocaron a Alvimar sobre el caballo, y los criados de Guillermo ayudaron a los de Bois-Doré a transportarle.

     El marqués se adelantó con Guillermo para que abrieran las puertas de la ciudad en caso recesario, pues eran ya cerca de las diez.

     En el camino, el marqués dio a su joven pariente datos tan precisos sobre la muerte de su hermano, el descubrimiento de su sobrino, la particularidad del cuchillo catalán, la confesión que la ira había arrancado al culpable, y, en fin, sobre la prueba de la sortija abierta, que Guillermo tuvo que desistir de defender el honor de su amigo.

     Confesó que, en suma, le conocía muy poco, que había hecho amistad con él a la ligera y que en Bourges había sabido, acerca del duelo, causa de que el hidalgo anduviese huido, ciertos detalles poco honorables si eran verdaderos. Decían que Sciarra Martinengo había sido herido contra todas las leyes del honor, en un momento en que solicitaba que se suspendiese al combate porque su espada se había roto.

     Guillermo no había querido creer tal acusación; pero las revelaciones de Bois-Doré empezaban a hacerle comprender que todo aquello podía ser verdad, y prometió ir a Briantes al día siguiente para ver las pruebas y para trabar conocimiento con el hermoso Mario.



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- XXXIII -

     A medida que Guillermo se iba convenciendo de la culpabilidad de Alvimar volvía a ser expansivo y afectuoso con el marqués, tanto por un sentimiento de equidad natural como por su facilidad innata para entregarse a su última impresión.

     -�A fe mía -dijo cuando estuvieron cerca de la ciudad- que habéis obrado como un valiente y la estocada que le habéis dado clavándole en tierra es de lo más hermoso que he conocido! Nunca vi otra igual, y cuando me demostréis que el pobre Sciarra era tan canalla como decís, me alegraré de haber asistido a tal hazaña. Si hubiera tenido menos pena, os hubiera felicitado. Pero me cause sentimiento o satisfacción esta muerte, confieso que sois una buena espada y quisiera ser en esto tan fuerte como vos.

     Nuestros jinetes se encontraban ya sobre el puente de los Scabinats (hoy Cabignats) y se dirigían hacia la salida del rebellín, cuando Adamas, que había recobrado sus ánimos y reflexionado detenidamente, se acercó a ellos, rogándoles que le escuchasen.

     -�No creéis, señores míos -les dijo -que la entrada de este cadáver en la ciudad va a armar mucho ruido?

     -�Y qué! -dijo el marqués-. �Crees tú que yo quiero ocultar que he vengado mi honor y la muerte de mi hermano?

     -Sí, señor; debéis vanagloriaros como de una hermosa hazaña, pero solamente cuando el cuerpo esté bajo tierra; porque en estas pequeñas localidades se hace mucho ruido por poca cosa, y el espectáculo de un hidalgo traído en esta forma sobre su caballo va a hacer abrir desmesuradamente los ojos a los burgueses de La Châtre. Tenéis enemigos, señor, y a estas horas monseñor de Condé es un católico muy ardiente. Si la gente se entera de que este español estaba cubierto de reliquias y de rosarios y que se había confesado con monsieur Poulain, cuya ama hablaba de él en la aldea de Briantes como de un cristiano perfecto...

     -�Vaya! �Qué quieres decir con tus comadreos, mi querido Adamas? -dijo el marqués con impaciencia.

     Guillermo tomó la palabra.

     -Querido primo, Adamas tiene razón. Nadie respeta las leyes contra el duelo; pero las gentes malintencionadas las pueden invocar. Ese Alvimar tenía en París algunos amigos poderosos; relatos malintencionados pueden en algún momento perjudicarnos a vos y a mí; sobre todo a vos, que no tenéis fama de católico muy sincero. Creedme; no entremos en la ciudad, y pensemos en los medios de deshacernos de este muerto. Vos estáis seguro de vuestros criados; yo respondo de los míos. No tengamos confidentes entre la gente de Iglesia y los burgueses de provincia, que todos tienen en este país muy mala lengua contra los que han combatido la Liga y servido al difunto rey.

     -Hay algo de verdad en lo que decís -contestó Bois-Doré-; pero me repugna atar una piedra al cuello de un muerto y arrojarle al agua como un perro.

     -�Pues sí, señor! -dijo Adamas-; este hombre no merecía otra cosa.

     -Es verdad, amigo mío; así lo pensaba yo hace una hora; pero contra un cadáver no siento odio.

     -Pues bien, señor -repuso Adamas-; se me ocurre una idea que lo arregla todo. Si volviésemos sobre nuestros pasos, encontraríamos a poca distancia de aquí, junto al prado Chambon, la casa de la jardinera.

     -�Quién? �María la Zancuda?

     -Os es muy fiel, señor, y dícese que no fue siempre fea y picada de viruelas.

     -Vamos, vamos, Adamas; no es hora de bromear.

     -No bromeo, señor, y estoy seguro de que ella guardaría bien el secreto.

     -�Y quieres que nos presentemos en su casa con un cadáver? �Se moriría de miedo!

     -No, señor; porque no está sola. Juraría que encontraremos en su casa a un buen carmelita que dará sepultura muy cristianamente al español en el vallado de la jardinera.

     -Sois demasiado hugonote, Adamas -dijo monsieur de Ars-. Los carmelitas no son tan libertinos como creéis.

     -No digo nada malo de ellos, señor mío; hablo de uno solo, a quien conozco y que no tiene de monje más que el hábito y los �padrenuestros�.      Es Juan el Cojo, que ha servido al señor marqués en la guerra, y a quien el señor marqués hizo entrar en el convento en calidad de fraile oblato.

     -A fe mía que el consejo es bueno -dijo el marqués-; Juan el Cojo es un hombre seguro, y ha visto tantos rostros lívidos vueltos hacia la tierra en los campos de batalla, que no se asustará del encargo que le vamos a dar.

     -Entonces apresurémonos -dijo monsieur de Ars-, porque ya sabéis que mi intendente se está muriendo y quisiera verle, si todavía es tiempo.

     -Podéis marcharos -dijo el marqués-; ocupaos de vuestros asuntos; de éste me encargo yo.

     Se estrecharon la mano.

     Guillermo se reunió con su gente y tomó el camino de su castillo; el marqués y Adamas se detuvieron en casa de la Zancuda, donde Juan el Cojo se hallaba, efectivamente, y recibió con efusión a su protector, a quien él llamaba su capitán.

     Sabido es que el fraile oblato era un militar herido en el servicio del rey o del señor de la provincia, y del que el convento tenía la obligación de encargarse.

     Casi todas las Cofradías religiosas debían admitir y mantener aquellos despojos de los horrores de la guerra, a veces demasiado libertinos para los piadosos frailes, a veces mucho menos depravados que los mismos monjes.

     Fuesen como fuesen los carmelitas de La Châtre, cuya historia no tiene por qué importarnos, el caso es que el hermano seglar Juan el Cojo se sujetaba muy poco a las reglas del convento, y si no faltaba a la hora de la pitanza faltaba a la de acostarse.

     Mientras que el marqués le explicaba lo que solicitaba de su fidelidad y su discreción, Adamas hacía introducir el cadáver en la casita aislada. Un cuarto de hora más tarde, Bois-Doré y su gente volvían a pasar por el camino de la Rochaille.

     Encontraron a Aristandre y a sus camaradas muy contrariados por no haber logrado descubrir el paradero de Sancho.

     -Y bien, señor -dijo Adamas-, acaso sea que lo dispone así Dios. Ese criminal se guardará mucho de presentarse en un país donde sabe que se le conoce y hubiera constituido para vos un trastorno más.

     -Confieso que me agradan poco las ejecuciones -contestó el marqués-, y no hubiera presenciado ésta. Al entregarle al prebostazgo, hubiera tenido que decir lo que he hecho con el amo, y puesto que por el momento debemos callarnos, más vale que las cosas pasen así. Creo que la muerte de mi querido Florimond está suficientemente vengada, aunque la morisca no haya visto si fue el amo o el criado el que infirió el golpe que puso fin a su pobre vida. Pero en esta clase de asuntos, Adamas, el más culpable, y acaso el único, es el que dirige. A veces el criado cree que es su deber obedecer una mala orden, y éste no obró por su cuenta ni se aprovechó de los despojos de mi hermano, puesto que siguió siendo criado como antes.

     Adamas no compartía la indulgencia que sentía el marqués después de su enérgico acto. Odiaba a Sancho aún más que a Alvimar por su altivez para con sus iguales y por su reserva, de la que no le había podido sacar.

     Le creía muy capaz de haber aconsejado y ejecutado el crimen; pero le apenaba tanto el ver al marqués preocupado, que contribuyó a ilusionarle sobre la escasa importancia de la captura, a la que se veía obligado a renunciar.

     Cuando llegaron a la puerta del castillo de Briantes oyeron las pisadas irregulares de un caballo en libertad.

     Era el de Sancho, que había vuelto al albergue y que al ver el de Alvimar conducido por la rienda cambió con él un relincho lasitimero y casi lúgubre.

     -Estos pobres animales sienten, según dicen, las desgracias de sus amos -dijo el marqués a Adamas-; son listos y buenos; no haré matar a éstos, pero no quiero en mi casa nada de lo que ha pertenecido al tal Alvimar; y como el provecho de sus despojos mancharía nuestras manos, quiero que la próxima noche se conduzcan estos caballos a diez o doce leguas de aquí y los pongan en libertad. Los aprovechará quien quiera.

     -Y así -contestó Adamas- nadie sabrá de dónde vienen. Podéis confiar esta misión a Aristandre. No caerá en la tentación de venderlos para su provecho, y si me creéís debe ponerse en camino ahora mismo, antes de que los caballos franqueen la puerta. Es inútil que mañana los vean en vuestras caballerizas.

     -Haz lo que quieras, Adamas -contestó el marqués-. Me haces pensar que este desdichado debía llevar dinero y yo hubiera debido quitárselo para repartirlo entre los pobres.

     -Dejad que lo aproveche el hermano oblato, señor -contestó el juicioso Adamas-; cuanto más encuentre en los bolsillos del muerto más seguro está su silencio.

     Eran las once de la noche cuando el marqués entró en su salón.

     Jovelin acudió a arrojarse en sus brazos. Su cara expresiva revelaba la angustia y la inquietud que había sufrido.

     -Mi gran amigo -le dijo Bois-Doré-, os había engañado. Pero regocijaos; ese hombre ha dejado de existir, y vuelvo a mi casa con el corazón aliviado. Mi hijo duerme, sin duda, a estas horas; no le despertemos. Os voy a contar...

     -El niño no duerme -contestó el mudo con su lápiz-; ha adivinado mis temores; llora, reza y se agita en su cama.

     -Vamos a tranquilizarle -exclamó Bois-Doré-. Pero antes, amigo mío, mirad si tengo sobre mi traje alguna mancha de aquella sangre traidora.

     No quiero que este niño conozca el miedo ni el odio a la edad en que no se tiene todavía la serenidad de la fuerza.

     Lucilio ayudó al marqués a quitarse la capa, el casco y las armas, y cuando llegaron al piso de arriba hallaron a Mario descalzo en el umbral de la puerta de su cuarto.

     -�Ah! -exclamó el niño abrazando apasionadamente las piernas de su tío y hablándole con una familiaridad contraria a los usos de la nobleza, que él todavía ignoraba-. �Ya estás de vuelta? �Di, no te han hecho daño? Creía que ese hombre malo te quería matar, y yo quería que me dejasen correr detrás de ti. He tenido mucha pena, te lo aseguro. Otra vez, cuando vayas a batirte, tendrás que llevarme contigo, puesto que soy tu sobrino.

     -�Mi sobrino! �Mi sobrino! No basta -dijo el marqués llevándole a su cama-. Quiero ser tu padre. �Te desagradaría a ti ser mi hijo? Y a propósito -añadió, agachándose para recibir las caricias de Fleurial, que parecía haber comprendido y compartido las angustias de Jovelin y de Mario-, he aquí un amiguito que ya no me pertenece. Tomadlo, Mario, puesto que tantas ganas teníais de poseerlo; os lo regalo para consolaros de la pena que habéis tenido esta noche.

     -Sí -dijo Mario dejando a Fleurial en su almohada-; lo acepto con la condición de que sea de los dos y que nos quiera al uno tanto como al otro... Pero dime, padre: �ese mal hombre se ha marchado para siempre?

     -Sí, hijo mío, para siempre.

     -�Y el rey le castigará por haber matado a tu hermano?

     -Sí, hijo mío; se le castigará.

     -�Qué le harán? -preguntó Mario pensativo.

     -Os lo diré otra vez, hijo mío; no penséis más que en la felicidad de vernos reunidos.

     -�Ya no me separarán nunca de ti?

     -�Nunca!

     Y dirigiéndose al mudo:

     -Maese Jovelin -le dijo-, �no es una pena cambiar la dulce manera de hablar de este niño, que es para mi oído una música tan melodiosa? Le dejaremos que me tutee en privado, puesto que en su boca esta familiaridad es la del cariño.

     -�Es que voy a tener que decirte vos? -preguntó Mario sorprendido.

     -Sí, hijo mío; al menos delante de la gente. Es la costumbre.

     -�Ah! Sí; como se lo decía al señor abate Anjorrant. Pero es que te quiero aún más que a él...

     -Entonces, �me quieres mucho, Mario? �Me alegro! �Pero cómo es eso? �Todavía no me conoces!

     -Sin embargo, te quiero.

     -�Y no sabes por qué?

     -�Sí! Te quiero porque te quiero.

     -Amigo mío -dijo el marqués a Lucilio-, nada hay tan hermoso y amable como la infancia. Habla como deben de hablar los ángeles entre ellos, y sus razones, que no lo son, valen más que toda la sabiduría de los viejos. Instruiréis a este querubín. Formadle un cerebro hermoso y bueno como el vuestro, porque yo soy un ignorante y quiero que sepa más que yo. Han pasado los tiempos de la guerra civil de mi primera juventud, y creo que los nobles deben encaminarse hacia las luces del espíritu. Pero procurad conservarle esta graciosa sencillez que le ha dado el vivir entre pastores. Es verdad que para mí representa al natural los hermosos niños que debían de retozar entre las flores sobre los ribazos encantados del Lignon, el río de las aguas transparentes.

     El marqués tomó de Adamas un cordial para reponerse de las fatigas de la noche, y luego se acostó y se durmió, considerándose el hombre más feliz del mundo.

     En aquella época, en que cada cual se hacía justicia a sí mismo, a falta de legalidad regular, y en que la noción del perdón hubiera sido considerada como una debilidad culpable y cobarde, el marqués, aunque tenía excepcionales disposiciones de dulzura, creía haber cumplido con el más sagrado de los deberes, y en esto seguía las ideas y las costumbres de la más sana caballería.

     Indudablemente en aquel tiempo no se hubiera encontrado un hidalgo entre mil que no se hubiera considerado investido del derecho de hacer perecer en el tormento, o al menos de mandar ahorcar, un culpable como Alvimar, y que no hubiera censurado o ridiculizado el exceso de lealtad novelesca que Bois-Doré había demostrado en el duelo.

     Bois-Doré lo sabía, pero no se preocupaba. Tenía tres motivos para ser como era: primero, su instinto. Luego, los ejemplos humanitarios de Enrique IV, que fue uno de los primeros de su tiempo en sentir el horror a la sangre vertida sin peligro. Enrique III, mortalmente herido por Santiago Clement, sostenido por la ira y el deseo de venganza, pudo herir a su asesino y gozar viéndole arrojado por la ventana. El primer movimiento de Enrique IV, cuando Chastel le hirió en la cara, había sido el de decir: �Dejad libre a este hombre.�

     Por último, el código religioso de Bois-Doré eran los hechos y los gestos de los personajes de la Astrée. En este poema ideal no se daba el ejemplo de que un digno caballero vengase el amor, el honor o la amistad, sin exponerse a los mayores peligros. Por eso no debemos reírnos demasiado de la Astrée, y hasta debemos considerar con interés la boga de este libro. En medio de los horrores sangrientos y de las discordias civiles, fue un grito de humanidad, un canto de inocencia, un sueño de virtud elevándose hacia el cielo.



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- XXXIV -

     Cuando el marqués se despertó, su primer pensamiento fue para su heredero, a quien, ateniéndonos al título que prevaleció, llamaremos su hijo.

     Recordaba confusamente los graves acontecimientos de aquella agitada noche; pero su imaginación veía con lucidez las importantas cuestiones de engalanamiento motivadas la víspera a propósito de su querido Mario. Le llamó para reanudar con él la conversación empezada en el tesoro. Pero no recibió contestación, y ya empezaba a inquietarse cuando el niño, despierto y levantado antes del alba, acudió, impregnado del olor fresco de la mañana, a arrojarse en sus brazos.

     -�Y de dónde venís tan temprano, mi excelente amigo? -le preguntó el anciano.

     -Padre -contestó Mario alegremente-, vengo del cuarto de Adamas y me ha prohibido que te diga un secreto que tenemos los dos. No me preguntes nada; es una sorpresa que queremos hacerte.

     -�Ah! Muy bien, hijo mío. No pregunto nada. Quiero tener la sorpresa. Pero �no vamos a desayunar juntos aquí, sobre esta mesita, al lado de mi cama?

     -�Oh! No tengo tiempo, papaíto; tengo que ir con Adamas; él te ruega que vuelvas a dormirte una hora, si no quieres echarlo todo a perder.

     El marqués hizo cuanto pudo para volverse a dormir; pero todo fue en vano. Estaba muy preocupado. Madame de Beuvre iba a venir temprano con su padre; Guillermo también, en el caso de que su intendente se hallase mejor. �Estaba la cena convenientemente dispuesta? �Se podría presentar a Mario a una dama con su traje de pastor de las montañas? �Y el pobre niño no sabía siquiera saludar, besar la mano y decir tres palabras de cortesía! Su encanto y su gracia, �no serían ridiculizados y despreciados por aquellos a quienes no les cegaba el cariño?

     Además nada estaba preparado como era debido para la caza. Había tenido demasiadas emociones y preocupaciones para pensar en ello.

     �Si Adamas estuviera conmigo, él que es tan dispuesto, me consolaría�, pensaba el marqués.

     Pero tenía tal condescendencia por su fiel servidor, que si Adamas se lo hubiera exigido hubiera fingido dormir el día entero.

     Se quedó en la cama hasta las nueve sin que viniese nadie en su ayuda; pero entonces empezó a sentir hambre e inquietud.

     ��En qué piensa Adamas? -se preguntó decidiéndose a levantarse solo-. Mis convidados van a llegar. �Es que quiere que me sorprendan en bata y esta cara lívida?�

     Al fin, Adamas entró.

     -�Ah! �Señor, tranquilizaos! -exclamó-. �Es que creéis que yo soy capaz de olvidaros? No hay por qué apresurarse. No vendrá nadie antes de las dos de la tarde. Madame de Beuvre acaba de avisármelo.

     -�A ti, Adamas?

     -Sí, señor, a mí; porque se me ha ocurrido enviarle un mensajero para comunicarle que tenéis que darle una gran sorpresa, pero que nada está preparado todavía. He tomado toda la responsabilidad de la falta y le he suplicado humildemente que no llegase antes de la hora que os he dicho, añadiendo que queríais que se quedase a pasar la noche aquí con su señor padre y que la caza tendrá lugar mañana.

     -�Qué has hecho, desdichado? Habrá creído que estoy loco o que soy descortés.

     -No, señor; lo ha tomado muy bien, diciendo que de vuestra parte todo era prueba de juicio o de galantería.

     -Entonces, amigo mío, debemos preocuparnos de...

     -De nada, señor, de nada; os lo suplico. Bastante habéis hecho trabajar vuestro cerebro y vuestra espada esta noche. �Con qué fin Dios hubiera traído al pobre Adamas a este mundo de no ser para ahorraros la preocupación de los detalles fáciles?

     -�Ay! Amigo mío, no será fácil, ni aun posible, hacer en tan poco tiempo que mi heredero esté presentable.

     -�Creéis eso, señor? -dijo Adamas con una indescriptible sonrisa de satisfacción-. �Quisiera yo ver que una cosa que deseáis no fuese posible! Sí, verdaderamente quisiera yo verlo. Pero permitid, señor, que os pregunte como debo mandar que se anuncie a vuestro heredero cuando haga su entrada en el salón.

     -Esto es muy grave, amigo mío; ya he pensado en el nombre y en el título que corresponden a este querido niño. Su padre no era noble ni el mío tampoco; pero como quiero dejarle la sucesión de mi título, así como de más bienes, mediante un acta, y, si es necesario, el permiso del rey, me parece que puedo, por anticipado, calificarle como si fuera mi propio hijo. De modo que en mi casa hay que llamarle señor conde.

     -�Sin duda alguna, señor! Pero �y el nombre? �Queréis llamar Bouron sencillamente a un niño que tanto merece llevar un nombre más ilustre?

     -Sabed, Adamas, que no me avergüenzo del nombre de mi padre, y que este nombre, llevado por mi hermano, me será siempre querido. Pero como tengo aun más cariño al que me dio mi rey, quiero que Mario lo lleve igualmente y que sea un Bouron de Bois-Doré, y esto, por costumbre o por abreviar, acabará siendo Bois-Doré solamente.

     -�Eso es lo que yo quería decir! Vamos, señor, vestíos y comed aquí, en vuestro cuarto, con el niño, porque la sala de abajo está en manos de mis decoradores; luego os haré vuestro tocado. Pero hoy tendréis que poneros el traje que yo os diga.

     -Haz lo que quieras, Adamas, puesto que respondes de todo.

     Mientras que comía, riendo y charlando con su heredero, el buen Silvio de pronto fue presa de una gran melancolía. Logró disimularla. Pero cuando Adamas vino a acicalarle, diciendo que todo marchaba bien, se expansionó mientras que el niño jugaba y corría por la casa.

     -Mi pobre amigo -le dijo-, me sorprende que los numes celestes que tan paternalmente me han protegido estos últimos días me dejen, sin embargo, en tan terrible apuro.

     -�Qué apuro, señor?

     -�No recuerdas, Adamas, que he ofrecido mi corazón y mi vida a una hermosa divinidad, precisamente el día que recobré a Mario? Y como ella no había rechazado, sino solamente aplazado la realización de mis proyectos, resulta que corro el riesgo..., �según tú!, de tener otros herederos a más de este niño a quien yo quisiera consagrar mi vida y dejar mis bienes.

     -�Diantre, señor, no se me había ocurrido! Pero no os aflijáis. Yo os metí en la cabeza aquel fatal proyecto, y a mí me incumbe la obligación de encontrar un medio de salir de esta intriga. �Pensaré en ello, señor, pensaré en ello! Por hoy no penséis más que en engalanaros y en regocijaros.

     -Bien. �Pero qué traje me das, amigo mío?

     -Vuestro traje de aldeano, señor; es uno de los más bonitos que tenéis.

     -Hasta creo que el más bonito de todos, y me duele ponerme tan elegante mientras que mi pobre Mario...

     -Señor, señor, dejadme obrar a mi antojo; nuestro Mario estará muy bien.

     El traje de aldeano del marqués era de terciopelo y raso blanco, adornado con una profusión de galones de plata y de encajes magníficos.

     El blanco era entonces el color de los aldeanos, que vestían en todo tiempo trajes de dril o de grueso fustán; por esto al vestir de blanco lo llamaban entonces vestir de aldeano, y esta era una de las modas que gozaban de mayor boga.

     Con este atavío el marqués estaba, naturalmente, muy ridículo. Pero se tenía tal costumbre de verle disfrazado de jovencillo; estaba siempre cubierto de pies a cabeza de tan bonitas cosas y de tan singulares alhajas; sus esencias eran tan exquisitas, y había, a pesar de todo, tanta nobleza en sus gestos y tanta bondad afable en sus ademanes, que hubiera sido lástima el verle cambiar y adoptar la seriedad que correspondía a sus años.

     Hacia las dos de la tarde, un galopín, vestido para el acto a la antigua moda feudal y colocado en la atalaya de la torre de entrada, tocó un viejo olifante para anunciar la llegada de una cabalgata.

     El marqués, acompañado por Lucilio, se fue a dicha torre a recibir a la dama de sus pensamientos. Bien hubiera querido que su heredero estuviera junto a él; pero Mario estaba en manos de Adamas, y según el plan propuesto por este último, y adoptado por su amo con algunas modificaciones, la aparición del niño había de ser aplazada hasta después de una explicación delicada con madame de Beuvre.



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- XXXV -

     Lauriana llegó montando un precioso caballito blanco que su padre había amaestrado para ella y que la joven dominaba con una gentileza notable.

     Como podía ya llevar alivio de luto, estaba también vestida de aldeana, con una amazona de paño fino, un cuerpo ajustado, cubierto con galones de seda, y un airoso pañolito de encaje sobre su inseparable caperucete de viuda.

     -�Vaya! -exclamó Beuvre al ver la indumentaria del marqués-. �Ya lleváis los colores de vuestra dama, mi señor yerno?

     Su hija logró hacerle callar delante de los criados; pero en cuanto estuvieron en el salón, y a pesar de que había prometido abstenerse de hacer mofa sobre este asunto, no pudo contenerse y se apresuró a preguntar para cuándo era la boda.

     En lugar de molestarse o de azorarse, el marqués, encantado por este oportuno comienzo, solicitó una entrevista privada, para tratar un asunto serio.

     Despidieron a los criados, cerraron las puertas, y Bois-Doré, poniendo una rodilla en tierra ante la hermosa Laurianita, habló en estos términos:

     -Joven y bella señora, ved a vuestros pies a un servidor fiel, al que un gran acontecimiento ha llenado de alegría y de confusión, de dicha y de pena, de esperanza y de temor. Cuando hace dos días ofrecí mi corazón, mi nombre y mi fortuna a la más adorable de las ninfas, me creía libre de otro deber y afecto. Pero...

     El marqués fue interrumpido por Beuvre, que exclamó afectando una ira muy grande y poniendo ojos terribles:

     -�Cómo, mi señor yerno! �Es que os mofáis de la gente y pensáis que os dejaré retirar vuestra palabra, después de haber disparado el dardo mortal del amor en el corazón de mi pobre hija?

     -�Oh! Callaos, mi señor padre -dijo Lauriana alegre y dulcemente-; me comprometéis. Afortunadamente el marqués no creerá que soy tan caprichosa que después de haberle pedido siete años de reflexión vaya a tener ahora prisa en que cumpla su palabra.

     -Dejadme hablar -dijo el marqués, cogiendo la mano de Lauriana-; ya sé, señora mía, que vuestro corazón no siente amor, y esto es lo que me permito atreverme a pediros perdón. En cuanto a vos, vecino, reid con toda el alma, porque la ocasión es buena. Hoy me reiré con vos, aunque ayer he vertido muchas lágrimas.

     -�De veras, vecino? -dijo el bueno de Beuvre, cogiéndole la otra mano-. Si habláis en serio, como parece que lo estáis haciendo, ya no me reiré. �Tenéis algún pesar que yo os pueda aliviar?

     -Hablad, mi querido Celadón -añadió afectuosamente Lauriana-; contadnos vuestras penas.

     -Mis penas se han disipado, y si no me retiráis vuestra amistad, seré el hombre más dichoso del mundo. Pues bien, escuchad, amigos míos -dijo, levantándose con cierto esfuerzo-: �Oísteis la predicción que me hicieron anteayer aquellos gitanos? �Antes de tres días, tres semanas o tres meses, seréis padre.�

     -�Y qué? -dijo Beuvre, volviendo a su carácter burlón �Creéis, mi bravo amigo, que la predicción se realizará?

     -Se ha realizado. Soy padre, y ya no es para mí para quien os pido a vos y a la divina Lauriana siete años de esperanza y sinceridad, es para mi heredero, para mi hijo único, para...

     En aquel momento la puerta se abrió de par en par, y Adamas, en traje de gala, anunció, con vos clara y aire triunfante:

     -�El señor conde Mario de Bois-Doré!

     La sorpresa fue general, porque el marqués no esperaba tan pronto la aparición de su hijo y no sabía con qué indumentaria podría presentarle.

     �Cuál no sería su gozo cuando vio entrar a Mario vestido de aldeano, es decir, con un traje exactamente igual al suyo en hechura y tejidos! El jubón era de raso, con mil plieguecillos en las mangas; el coleto, sin mangas, de terciopelo blanco y con adornos de plata; las calzas amplias y con un vuelo de cuatro varas, fruncidas hasta la rodilla, adornada con botones de perlas y algo abiertas a los lados, dejando ver �la rosa� de la liga; las medias eran de seda, y los zapatos estaban adornados con �rosas�; las vueltas de los puños hacían juego con la gola esearolada. Llevaba un chambergo con plumas, muchos diamantes, un tahalí bordado con perlas y una pequeña tizona, que era una verdadera maravilla.

     Adamas había pasado la noche escogiendo, meditando, cortando y disponiendo; la mañana probando. Desde antes del alba, la habilidosa morisca y cuatro obreras habían cosido sin cesar; Clindor había andado diez leguas para encontrar el sombrero y el calzado. Adamas había combinado, adornado, inventado y dispuesto el traje, de muy buen gusto, de buen corte y bastante sólido para durar varios días sin compostura; estaba perfecto.

     Mario, emperifollado y perfumado como el marqués, con sus rizos naturales y llevando sobre el bucle, que le cubría la oreja izquierda, �una rosa� (hoy se diría una moña) de cintas blancas, con un enorme diamante en medio y encaje de plata debajo, se presentó con gracia.

     Estaba tan poco azorado como si hubiera sido educado cual un hidalgo; llevaba su tizona con soltura, y su belleza enternecedora resaltaba entre toda aquella blancura, que le daba un aire cándido de niña.

     Lauriana y su padre se maravillaron tanto por su figura y sus ademanes, que se levantaron espontáneamente, como para recibir a un hijo de rey.

     Pero había algo más. Mientras atildaba a su joven señor, Adamas le había enseñado un discursito para Lauriana, sacado de la Astrée. Dada la inteligencia de Mario, era cosa fácil aprender algunas frases de memoria.

     -Señora -dijo con una sonrisa encantadora-, es de todo punto imposible veros sin amaros; pero es más imposible todavía amaros sin llevar este sentimiento al extremo. Permitidme que bese mil y mil veces vuestras bellas manos, sin que el número de besos pueda igualar al número de muertes que me causaría vuestra negativa...

     Mario se detuvo. Había aprendido de prisa, sin comprender ni reflexionar. De pronto el sentido de las palabras que estaba pronunciando se le antojó muy cómico, porque no estaba dispuesto, ni por asomo a sufrir tanto, en el caso de que Lauriana le negase los miles de besos que tampoco tenía él empeño en darle. Sintió deseos de reír, y miró a la damita, que sentía los mismos deseos, y que le ofrecía las dos manos con un aire de alegre simpatía.

     Dejó la etiqueta a un lado y, obedeciendo a los impulsos de su naturaleza efusiva, le echó los brazos al cuello y la besó en las dos mejillas, diciéndole de su propia cosecha:

     -Buenos días, señora; os ruego que me miréis con cariño, porque me parecéis una buena persona y ya os quiero mucho.

     -Perdonadle -dijo el marqués-; es un hijo de la naturaleza...

     -Por eso mismo me agrada -contestó Lauriana- y le dispenso de toda ceremonia.

     -Vamos, vamos -dijo Beuvre-. �Qué significa este hermoso niño, vecino? Si es vuestro, os felicito; pero no os hubiera creído...

     Anunciaron a Guillermo de Ars con Luis de Villermont y uno de los jóvenes Chabannes, que habían ido por la mañana a su casa y a quienes había contado la maravillosa historia del hijo de Florimond.

     -�Es él? -exclamó Guillermo al entrar, mirando a Mario-. Sí; es mi gitanito. �Pero qué bonito está ahora, Dios mío! �Y qué contento debéis de estar, mi querido primo! �Pardiez!, amigo -dijo al niño-, �vaya una espada hermosa y un traje elegante! Queréis avergonzar a vuestros vecinos y amigos. Ya veo que a vuestro lado quedamos reducidos a la nada. Vaya, decidnos vuestro nombre y trabemos conocimiento, porque sabréis que somos parientes y acaso yo os pueda ser de alguna utilidad, aunque sólo fuese a enseñaros a montar a caballo.

     -�Oh! Ya sé -dijo Mario. He montado sobre Squilindre.

     -�El caballo de la carroza? Y decidme, amiguito, �su trote os ha parecido suave?

     -No mucho -dijo Mario riendo.

     Y empezó a charlar y a jugar con Guillermo y sus compañeros.

     -�Qué es esto? -dijo Beuvre, apartándose con Bois-Doré-. Ponedme en el secreto, porque no estoy en ello. Os estáis burlando de nosotros. Este lindo mocito no es vuestro. Es demasiado joven. �Es algún hijo adoptivo?

     -Es mi propio sobrino -contestó Bois-Doré-; es el hijo de mi Florimond, a quien vos también queríais.

     Y ante todo el mundo contó, enseñando las pruebas, la historia de Mario, pero sin pronunciar el nombre de Alvimar o de Villarreal y sin dar a entender que había descubierto y castigado a los asesinos de su hermano.



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- XXXVI -

     En presencia de las cartas, el anillo y el sello, no había manera de creer que fuese una novela aquella novelesca aventura.

     Todos festejaron al gentil Mario, que por su carácter bueno y afectuoso y su mirada leal conquistaba espontánea e irresistiblemente todos los corazones.

     -Entonces -dijo Beuvre a su hija, llevándola aparte- ya no sois la prometida de nuestro viejo vecino, sino la de su hijo, porque parece que es así como él quiere ahora arreglar las cosas.

     -�Quiéralo Dios, padre! -contestó Lauriana-. Y si vuelve a hablar de ello, os ruego finjáis, como yo, aceptar este arreglo, que el buen hombre es muy capaz de tomar en serio.

     -�Bien lo tomaba en serio cuando se trataba de él! -repuso Beuvre-. La diferencia de edad entre vos y este niño es de años, mientras que entre el marqués y vos es de cuartos de siglo. Ya veo que nuestro querido vecino ha perdido la noción del tiempo, tanto para los demás como para él mismo; pero aquí viene. Quiero hacerle rabiar un poco.

     Bois-Doré, a quien Beuvre exigió que se explicase, declaró con mucha gravedad que no tenía más que una palabra, y que habiendo entregado su libertad y su corazón a Lauriana, se consideraba como esclavo suyo, a no ser que ella le devolviese su palabra.

     -�Os la devuelvo, querido Celadón! -exclamó Lauriana.

     Pero su padre la interrumpió; también a ella quería hacerla rabiar.

     -No, no, hija mía; esto interesa el honor de la familia, y vuestro padre no consiente que se burlen de él. Ya veo que a vuestro caprichoso y fantástico Celadón le ha nacido una pasión paternal por su hermoso sobrino, y que ahora prefiere ser padre sin haberse tomado el trabajo de ser esposo. Además, ya veo que se le ha metido en la cabeza dejarle heredero de sus bienes, sin consideración a sus futuros hijos; eso no lo toleraré, y vos lo debéis impedir invocando la palabra que os dio.

     Monsieur de Beuvre hablaba con tanta seriedad, que por un momento el marqués llegó a engañarse.

     �Por lo visto -pensó- mi fortuna me rejuvenece mucho, y mi vecino, que tanto se burlaba de mí, no me encuentra ya tan viejo. �Por qué demonio se le habrá ocurrido a Adamas esa idea de aconsejarme hacer esta petición?�

     Lauriana vio estas perplejidades reflejadas en su rostro y le auxilió generosamente.

     -Mi señor padre -dijo-, esto no importa; puesto que nuestro amigo el marqués no ha podido mi mano sin mi corazón, y mientras que mi corazón no haya hablado, el marqués está libre.

     -�Ta, ta, ta! -exclamó Beuvre-. Vuestro corazón os habla en voz muy alta, hija mía, y vuestra indulgencia hacia el marqués demuestra que precisamente os habla de él.

     -�Sería posible? -dijo Bois-Doré un poco asombrado-. Si tuviese esta dicha, ni mi sobrino impediría que...

     -No, marqués, no -dijo Lauriana, resuelta a acabar con las ilusiones de su viejo Celadón-. Mi corazón habla, es verdad, pero desde hace un momento nada más, desde que he visto a vuestro gentil sobrino. El destino lo ha querido así, sin duda por la gran amistad que tengo por vos, y que no ha permitido que yo amase más que a una persona de vuestra familia y que se pareciese a vos. Por lo tanto, soy yo quien rompe las cadenas y me declaro infiel; pero lo hago sin remordimiento, puesto que el que prefiero a vos os interesa tanto como a mí misma. No hablemos ya de nada hasta que Mario esté en edad de sentir algún afecto por mí, si es que ese día venturoso ha de llegar alguna vez; mientras, yo me esforzaré en tener paciencia y seguiremos siendo amigos.

     Bois-Doré, encantado de haber llegado a esta conclusión, besaba efusivamente la mano de la amable Lauriana, cuando de pronto un formidable tiroteo hizo retemblar los cristales y sobresaltó a todos los huéspedes del castillo.

     Se precipitaron hacia las ventanas. Era Adamas que hacía disparar todos los falconetes, arcabuces y pistolas de su pequeño arsenal.

     Al mismo tiempo vieron entrar en el patio a todos los habitantes de la aldea y a todos los vasallos del marqués, gritando con acompañamiento coral de todos los empleados y criados de la casa:

     ��Viva el señor marqués! �Viva el señor conde!�

     Aquellas buenas gentes obedecían confiadamente a una contraseña dada por Aristandre, sin saber de qué se trataba; pero lo que sí sabían es que nunca les habían mandado ir al castillo sin que fuesen objeto de alguna liberalidad o agasajados con algún festín, y acudían sin necesidad de que se les rogase.

     Los huéspedes del castillo abrieron las ventanas del salón para oír el discurso, en forma de proclama, que Adamas lanzaba a aquella numerosa concurrencia.

     De pie, sobre el pozo que había hecho tapar para efectuar sin peligro una pantomima animada, el feliz Adamas improvisaba la obra de elocuencia más deslumbrante que jamás había producido su facundia gascona, ni lanzado a los ecos su voz clara, de inflexiones completamente meridionales. Su gesticulación era tan extraña como su discurso.

     Lamentamos que la historia no nos haya conservado la redacción de aquella obra maestra; le sucedió lo que a todos los productos de la inspiración: voló con el soplo que le había originado.

     El hecho es que produjo un gran efecto. El relato de la trágica muerte del pobre monsieur Florimond hizo llorar; y como Adamas tenía las lágrimas fáciles y se enternecía ingenuamente a sí mismo, fue escuchado religiosamente hasta desde las mismas ventanas del salón.

     Lo que sí les hizo reír fueron los arrebatos de alegría patética con que proclamó el descubrimiento de Mario; pero al rústico auditorio le pareció todo muy bien.

     El aldeano comprende el gesto y no las palabras, que no se toma siquiera el trabajo de escuchar; sería un esfuerzo, y el esfuerzo cerebral le parece una cosa contra la naturaleza. Escucharon los ojos.

     La perorata encantó, y algunas muy entendidos declararon que monsieur Adamas predicaba mucho mejor que el rector de la parroquia.

     Cuando el discurso hubo terminado, el marqués bajó con su heredera y sus invitados. Mario encantó y conquistó también a los aldeanos por sus maneras campechanas y su dulce hablar.

     Su padre le había encargado que invitase a todo el pueblo a un gran festín para el domingo siguiente. Lo hizo con tanta naturalidad y en términos tan profundamente democráticos, que Guillermo y sus amigos y hasta incluso el republicano monsieur de Beuvre tuvieron que acordarse, para no escandalizarse, que el niño se había criado entre pastores.

     El marqués lo notó, y estuvo a punto de llamar a Mario, que iba de grupo en grupo dejándose besar y devolviendo las caricias con efusión.

     Pero una anciana, la decana del pueblo, se acercó a él, apoyándose en su muleta, y le dijo con voz temblorosa:

     -Monseñor, Dios os bendice por haber sido bueno y humano con los pobres que trabajan y sufren. Habéis hecho que se olvide a vuestro padre, que era un hombre duro con vos y con todo el mundo. Este niño se parecerá a vos e impedirá que se os olvide.

     El marqués estrechó las manos de la vieja y consintió que Mario estrechase las de todos los asistentes.

     Mandó que bebiesen a la salud de su hijo, y hasta él mismo bebió a la del pueblo, mientras que Adamas hacía de nuevo tronar su artillería.

     Cuando la muchedumbre se alejó, el marqués vio a monsieur Poulain que lo observaba todo desde un cobertizo, en el que se había colocado como si fuese un palco de un teatro. Le cortó la retirada, yendo a saludarle, y le invitó a cenar, después de reprocharle no ir nunca a visitarle.

     El párroco le dio las gracias con una cortesía enigmática, diciendo con azoramiento fingido que sus principios no le permitían comer con �presuntos�.

     En aquel tiempo se llamaba a los protestantes, según su opinión, �reformados� o �presuntos reformados�. El decir �presuntos� a secas significaba una ortodoxia que no admitía siquiera la esperanza de una posible conversión.

     Aquel término despreciativo hirió al marqués, y, haciendo un juego de palabras, contestó que no había novios en su casa.

     -Creía que monsieur y madame de Beuvre eran �presuntos� al error de Ginebra -repuso el rector con una pérfida sonrisa-. �Es que se han divorciado como el señor marqués?

     -Señor rector -dijo Bois-Daré-, el momento es inoportuno para hablar de teología, y confieso que soy incompetente en la materia. Una vez, dos veces, �queréis ser de los nuestros con o sin calvinistas?

     -�Con� ya os he dicho, señor marqués, que me es imposible.

     -Pues bien, señor -repuso Bois-Doré con una viveza que no supo dominar-, sea cuando queráis; pero los días en que no me juzgareis digno de recibiros, haréis bien en no venir a decírmelo a mi casa, porque desde el momento en que no queréis entrar, me pregunto lo que venís a hacer en ella, como no sea criticar a los que me hacen el honor de encontrarse aquí a gusto.

     El rector buscaba lo que él llamaba la persecución; es decir, que deseaba irritar al marqués para hacerle perder la paciencia y para recibir un agravio de él.

     -Como el señor marqués admitía a todos los habitantes de mi parroquia a un banquete familiar -dijo-, he creído haber sido llamado como los demás. Hasta me había imaginado que este amable niño, cuya venida se está celebrando, necesitaría de mi ministerio para volver al seno de la Iglesia, y acaso hubiérase debido comenzar los festejos por esta ceremonia.

     -�Mi hijo ha sido educado por un verdadero cristiano y por un verdadero sacerdote, señor! No necesita ninguna reconciliación con Dios; en cuanto a la morisca, acerca de quien creéis estar tan enterado, sabed que es mejor cristiana que muchos que se pican de serlo. Por lo tanto, estad tranquilo y venid a mi casa con la cara descubierta y sin abrigar segundas intenciones, os lo suplico, o de lo contrario, no vengáis, os lo aconsejo.

     -Mi intención es ser franco, señor marqués -contestó el párroco elevando la voz-, y la prueba es que os pregunto sin rodeos dónde está monsieur de Villarreal y cuál es la causa de que no le vea en vuestra compañía.

     Esta pérfida brusquedad estuvo a punto de desconcertar a Bois-Doré. Afortunadamente, Guillermo de Ars, que en aquel momento se acercaba, había oído la pregunta y se encargó de dar la respuesta.

     -�Preguntáis por monsieur de Villarreal? -dijo, saludando a monsieur de Poulain-. Se marchó de este castillo conmigo anoche.

     -Perdonad -repuso el párroco, saludando a Guillermo con más consideración que mostraba a Bois-Doré-. Entonces, señor conde, �puedo dirigirle esta carta a vuestra casa?

     -No, señor -contestó Guillermo, despechado ante su insistencia-. Hoy no está en mi casa...

     -Pero si ha ido a dar un paseo, supongo que esperáis regrese esta noche o mañana a más tardar.

     -No sé qué día volverá, señor; no acostumbro a interrogar a nadie. Venid, marqués; os reclaman en el salón.

     Se llevó a Bois-Doré con los Beuvre, para cortar en seco las investigaciones del párroco, que se alejó con una extraña sonrisa y una humildad amenazadora.

     -Hablabais de monsieur de Villarreal -dijo Beuvre al marqués-; os he oído pronunciar su nombre. �Cómo es que no lo vemos? �Está enfermo?

     -Se ha marchado -dijo Guillermo muy azorado e inquieto por estas preguntas, hechas ante numerosos testigos.

     -�Y se ha marchado para no volver más? -preguntó Lauriana.

     -Para no volver más -contestó Bois-Doré con firmeza.

     -Pues bien -dijo ella después de una pausa-, me alegro.

     -�No le queríais? -dijo el marqués, ofreciéndole el brazo, en tanto que Guillermo caminaba junto a Lauriana.

     -Vais a suponer que estoy loca -contestó la joven-. Me sinceraré, sin embargo. Perdonadme, monsieur de Ars, pero vuestro amigo me daba miedo.

     -�Miedo?... Es extraño; otras personas me han dicho lo mismo. �De qué proviene, señora, que os diese miedo?

     -Decididamente se parece a un retrato que hay en casa y que acaso no habéis visto nunca...; está en nuestra capillita. �Le habéis visto?

     -Sí -exclamó Guillermo impresionado-; ya sé lo que queréis decir. A fe mía que se le parecía.

     -�Se le parecía? Habláis de vuestro amigo como si hubiera muerto.

     La llegada de Mario interrumpió esta conversación. Lauriana, que ya sentía por él una gran amistad, quiso ofrecerle el brazo para regresar al castillo.

     Guillermo y Bois-Doré quedaron un momento solos, un poco rezagados.

     -�Ay, querido primo! -dijo el joven al anciano-. �No es molesto tener que ocultar la muerte de un hombre como si efectivamente hubiera que avergonzarse de alguna cobardía, cuando, al contrario...?

     -Yo hubiera preferido la franqueza -contestó el marqués-. Vos me habéis condenado a este disimulo; pero si os pesa...

     -�No, no; vuestro párroco parece tener sospechas! Alvimar se las daba de muy devoto; el clero se pondría de su parte, y sería mucho arriesgar en un país como éste. Callémonos, pues, hasta que el cobarde asesinato de vuestro hermano esté divulgado en todas partes, y enseñad la prueba a todo el mundo sin nombrar a los culpables. Cuando los nombréis, la gente estará ya predispuesta a condenarles. Pero decidme, marqués, �sabéis si el cuerpo de aquel desdichado...?

     -Sí, Aristandre se ha informado. El fraile oblato ha cumplido su misión.

     -Pero �cómo podéis explicaros lo que era el tal Alvimar? �Un hombre de tan buena estirpe y de maneras tan distinguidas!

     -�La ambición de la corte y la miseria de España! -contestó Bois-Doré-. Mirad, querido primo, se me ocurre frecuentemente una paradoja filosófica: que somos todos iguales ante Dios, y que Él no hace más caso del alma de un noble que de la de un villano. Acaso sobre este punto los calvinistas no estén del todo equivocados.

     -A propósito de calvinistas -prosiguió Guillermo-. �Sabéis que los asuntos del rey marchan mal, y que no se acaba de tomar la ciudad de Montaubán?

     He sabido en Bourges, por personas bien enteradas, que el día menos pensado se levantará el sitio, y bien pudiera ser que esto cambiase una vez más toda la política. Acaso vos os habéis apresurado demasiado en abjurar.

     -�Abjurar, abjurar? -dijo Bois-Doré, moviendo la cabeza-. Yo no he abjurado nunca nada; reflexiono, discuto conmigo mismo, y según las buenas razones que se me ocurren, admito una forma u otra. En el fondo...

     -En el fondo -dijo Guillermo, echándose a reír- sois como yo. No os preocupáis más que de ser bueno.

     La cena, aunque íntima, fue servida con un lujo prodigioso. La sala estaba decorada con follajes y flores, entre las que se entremezclaban cintas de oro y de plata; se ostentaron las más finas piezas de orfebrería y de porcelana, y se sirvieron los platos y los vinos más exquisitos.

     Cinco o seis de los mejores amigos o vecinos del marqués llegaron al sonar el último toque de campana. Esto era una nueva sorpresa, preparada al marqués por Adamas, que había enviado mensajeros a todos los arrabales.

     Durante la cena no hubo música. Los comensales preferían hablar; �tenían tanto que decirse! Solamente se anunció cada servicio por una fanfarria tocada en el patio.

     Lauriana se sentó frente al marqués, teniendo a Mario a su derecha.

     Lucilio tomó parte en la fiesta. No había por qué temer la maldad de ningún convidado.



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- XXXVII -

     Media hora después de terminada la cena, Adamas rogó a su amo que subiese �con la compañía la sala de Verduras�, donde había preparada una nueva sorpresa.

     Era un espectáculo muy del gusto de la época, pero había sido preciso organizarle apresuradamente y en un local reducido.

     El fondo de la sala estaba dispuesto en forma de teatro; lujosas alfombras cubrían algunos tableros; unas telas servían de marco y con follaje natural se hicieron los bastidores.

     Cuando los espectadores se sentaron, Lucilio tocó una obertura, y el paje Clindor apareció en escena con traje de pastor de fantasía. Cantó cuplés rústicos bastante lindos, compuestos por maese Jovelin; luego se puso a guardar su rebaño. Eran verdaderos corderos emperifollados y bien lavados, que se portaron bastante decorosamente. Fleurial, el perro del pastor, representó también muy convenientemente su papel.

     Al sonido de la música soñolienta y dulce de la sordina, el pastor se durmió.

     Entonces se presentó un anciano venerable que buscaba algo con angustia desde los bolsillos del dormido pastor hasta en la lana de los corderos. Tenía una barba tan abundante y unas cejas blancas tan tupidas, que al principio no se le reconoció. Pero cuando declamó unos versos de su cosecha para expresar el motivo de sus pesares, la asistencia prorrumpió en una alegre carcajada al oír el acento gascón de Adamas.

     Aquel anciano desconsolado corría tras el Destino, que le había arrebatado a su joven amo, el hijo adorado de su señor.

     El pastor, despertando sobresaltado, le preguntó lo que deseaba. Hubo entre ellos un diálogo libre, en el que se repetían muchas veces las mismas cosas. Esto, según Adamas, tenía la ventaja de hacer comprender a los espectadores lo que él llamaba �el nudo de la obra�.

     El pastor ayudó al anciano en sus pesquisas y emprendieron el ataque de una pequeña fortaleza colocada en el fondo del escenario, entre las ramas, y que figuraba estar en la lejanía. Esta fortaleza era la que antaño había traído el marqués a grupas de su caballo desde el castillo de Sarzay. En aquel momento un gigante espantoso, vestido de un modo fantástico, se opuso a sus designios.

     Este gigante, representado por Aristandre, empezó expresándose en un idioma desconocido. Como el carrocero se había reconocido incapaz de aprender tres palabras de memoria, Lucilio, que había ayudado a Adamas en los preparativos de la obra, había aconsejado que, dada su calidad de gigante, articulase al azar palabras descosidas y desprovistas de sentido. Bastaba con que tuviese el aspecto terrible y la voz formidable.

     Aristandre cumplió muy bien esta prescripción; pero como Adamas le insultaba y le provocaba de la manera más violenta llamándole ogro, brujo y monstruo, el buen gigante no quiso ser menos y dejó escapar, como habitante del Berry, juramentos tan espantosos que fue necesario matarle en seguida para que no escandalizase a la asistencia.

     Esta escena disgustó a Fleurial, que era poco bravo, y saltando por encima de las candilejas fue a refugiarse entre las piernas de su amo.

     Cuando la valiente espada de madera de Adamas dejó muerto en el suelo al monstruoso carrocero, la fortaleza se derrumbó como por encanto, y en su lugar apareció una sibila.

     Era la morisca, a quien habían confiado ricas telas de Oriente y que se había arreglado con ellas una indumentaria llena de gusto y de poesía.

     Estaba muy hermosa, y su aparición fue saludada con grandes aplausos.

     �Pobre morisca! Educada en la esclavitud y abrumada por la persecución, dichosa más tarde bajo un techo de paja y con un trabajo humilde al amparo de un pobre cura, por primera vez en su vida se veía vestida con lujo, acogida con cariño por gentes ricas, y aplaudida por su gracia y su belleza sin segunda intención injuriosa.

     A lo primero no comprendió, sintió miedo y quiso huir. Pero Adamas utilizó oportunamente las cinco o seis palabras de español que sabía, para tranquilizarla en voz baja y explicarle que agradaba al auditorio.

     La mirada de Mercedes buscó en torno suyo a la persona que más le interesaba, y vio cerca de ella, entre bastidores, a Lucilio, que la aplaudía también.

     Una llama encendió sus ojos negros; luego, asustada por aquel relámpago de felicidad inconsciente, bajó los párpados, cuyas largas pestañas dibujaron una sombra aterciopelada sobre sus mejillas ardientes. Pareció más hermosa todavía, y los aplausos redoblaron.

     Cuando recobró el valor cantó en árabe; luego, a las preguntas del anciano Adamas, dio unas contestaciones que él pareció no tener en cuenta.

     Tras un debate en forma de pantomima, con acompañamiento de música, la sibila prometió al anciano que recobraría el niño mediante una última prueba, que consistía en vencer un horrible dragón de papel, que llegó a escena arrastrándose y vomitando llamas.

     El intrépido Adamas, resuelto a todo para rescatar el hijo de su amo, se arrojó contra el dragón, y ya se disponía a atravesarle con su invencible espada cuando el monstruo se rompió como un guante viejo y el hermoso Mario surgió de sus entrañas vestido de Cupido, de rosa y oro, con flores bordadas, la cabeza coronada de rosas y plumas, el arco en la mano y el carcaj al hombro.

     La transformación de un niño en Cupido, en el vientre de un dragón no está muy claramente explicada en el argumento manuscrito de Adamas; pero debió de parecer admirable a los espectadores, porque aquella aparición obtuvo un éxito enorme.

     Mario recitó un monólogo dedicado a su tío y a sus amigos; la sibila le predijo los más altos destinos, haciendo salir de un matorral diversas maravillas: un cuerno de la abundancia lleno de flores y de bombones, que el niño arrojó a los espectadores; el retrato, del marqués, que Mario besó piadosamente, y, por último, dos escudos transparentes coloreados, uno con las armas de los Bouron, du Noyer y el otro con las de Bois-Doré, reunidas bajo una corona, de la que salió un pequeño fuego artificial en forma de sol radiante.

     Digamos de paso dos palabras acerca de las armas del marqués. Eran muy curiosas y habían sido imaginadas por Enrique IV en persona.

     En estilo de blasón se describirían así: �Sobre campo de gules un dextroquero que nace de una nube y sostiene una espada en alto. En el jefe, diademas de plata.� Es decir, �un escudo con un fondo rojo, en medio del cual un brazo derecha, saliendo de una nube de oro, sujeta una espada hacia arriba, dirigida contra tres gallinas con coronas de plata�.

     Alrededor del escudo se leía la siguiente divisa. �Tales son todos ante mí.�

     Si se recuerda cómo nuestro buen Silvio fue hecho marqués, se comprenderá fácilmente este emblema, que hubiera podido parecer irrisorio sin el correctivo de la divisa. Ésta podía traducirse por: �Ante este brazo, todo enemigo muestra un corazón de gallina.�

     El espectáculo fue ruidosamente aplaudido.

     El marqués lloró de alegría al ver la gracia de su hijo y el celo de Adamas.

     Los invitados comieron golosinas, se disputaron las caricias de Mario y se retiraron a las once, que era una hora muy tardía, dadas las costumbres de la provincia en aquella época.

     Al día siguiente hubo una caza de aves. Lauriana quiso que Mario fuese de la partida. Le prestó su caballo blanco, que era dulce y bueno, y ella montó valientemente sobre Rosidor. No faltaban caballos para el marqués.

     La caza fue anodina, como convenía a las héroes de la fiesta.

     Mario se divirtió de tal manera, que Lucilio temió que tanta embriaguez repentina fuese excesiva para una cabeza tan joven y que el niño enfermase o se volviese loco. Pero Mario demostró que tenía un temperamento excelente; se divertía con aquellas novedades, pero sin perder la serenidad; al menor aviso, recobraba su razón y obedecía con una dulzura angelical. Su serenidad no se alteró, y entró en la felicidad como en un paraíso de amor y de libertad, del que se sentía digno.

     La cena del segundo día de fiesta reunió en Briantes a otros amigos más; el tercer día tuvo lugar la fiesta ofrecida a los vasallos: un festín pantagruélico y bailes bajo los viejos nogales de la finca.

     Incluso se organizó un tiro de arcabuz dirigido por Guillermo de Ars.

     Mario propuso a los chiquillos del pueblo un concurso de carreras y de honda, y obtuvo el permiso de ponerse para esta lucha su traje de montañés, con el que se encontraba mucho más a gusto.

     Mostró una agilidad y una habilidad que llenaron de admiración a los demás concursantes; ninguno pensó en disputarle el premio; entonces él se retiró modestamente del concurso para que pudiesen otorgar equitativamente el premio a los demás.

     Las fiestas terminaron con una ceremonia, a la vez ingenua y pretenciosa, pero enternecedora en el fondo.

     En el centro del laberinto del jardín, había un pabelloncito con techumbre de paja que simulaba una choza.

     El marqués llamaba a aquel pabellón el �palacio de Astrée�.

     A él llevaron los trajes, pobres trajes groseros y remendados que Mario vestía al hacer su entrada en el castillo de sus antepasados. Se hizo una especie de trofeo rústico con la humilde guitarra que durante su viaje le había servido para ganarse el pan, y se colgó el traje en el interior de la cabaña, con guirnaldas de follaje y con un cartel que rezaba la fecha de aquel día memorable y estas sencillas palabras, escogidas y caligrafiadas por Lucilio: �No olvides que has sido pobre.�

     Al mismo tiempo presentaron a Mario una enorme cesta que contenía doce trajes nuevos completos, y el niño tuvo la satisfacción de repartirlos entre doce pobres reunidos delante de la choza.

     Por último, el marqués encargó que se colocase en la capilla de la iglesia parroquial un pequeño mausoleo de mármol dedicado a la memoria del bueno y santo abate Anjorrant. Lucilio hizo el plano y redactó la inscripción.

     Los convidados se marcharon y la calma renació en el castillo de Briantes.

     Entonces el marqués empezó a pensar seriamente en la educación de su hijo. Pero si no hubiera tenido quien le guiase, en medio de las preocupaciones de engalanamiento que ocupaban tanto sitio en su vida, su heredero hubiera podido muy bien olvidar todo lo que había aprendido con el abate Anjorrant y adquirir únicamente nociones en las ciencias de sastrería, de zapatería, de armas y de mobiliario. Afortunadamente, Lucilio supo arrebatar diariamente algunas horas a tan frívolas influencias.

     Él también, como, tenía un corazón tan sensible, se encariñó apasionadamente con el hijo de su amigo, no sólo por el amigo, sino por el niño mismo, que por su docilidad afectuosa y la claridad de su inteligencia hacía que resultase atractiva la tarea, generalmente ingrata y aburrida, del instructor.

     Sin embargo, la misión de Lucilio no era fácil. Comprendía que tenía la responsabilidad de un alma, y precisamente de un alma en extremo preciosa y pura. Quería ante todo rodear aquella conciencia infantil, con una fortaleza de creencias y convicciones, contra las tempestades del porvenir. �Los tiempos eran tan agitados!

     Indudablemente no faltaban las luces adquiridas ni las excelentes nociones de progreso. Decíase que aquella época era la de las novedades detestables según unos, providenciales, según otros. La discusión reinaba en todas partes, y entonces, como hoy, como ayer, como siempre, la mayoría de las inteligencias creían poseer verdades infalibles.

     Pero el mundo de la inteligencia había perdido su unidad. Los espíritus tranquilos y desinteresados buscaban la justicia ora en un campo, ora en el otro, y como los dos se encontraban a menudo, la intolerancia, el error, la crueldad y el escepticismo aprovechaban la ocasión para cruzarse de brazos y decretar la ceguera y la debilidad incurables del género humano.

     Por aquel entonces las luchas sangrientas entre los gomarristas y los arminianos estaban muy recientes. Arminio había dejado de existir, pero Barnevelt había subido al patíbulo. Hugo Grotius había sido condenado a cadena perpetua, y en la cárcel soñaba con su hermosa obra, la famosa Teoría del derecho. La Reforma estaba profundamente dividida respecto a la predestinación. La conciencia de los hombres justos condenaba el calvinismo por su espantosa doctrina fatalista. Los luteranos franceses, imitando la vuelta de Melanchton a la verdad, y abandonando las funestas máximas de Lutero acerca del libre albedrío, defendían ahora la justicia divina y la libertad humana.

     Pero en todos los tiempos los hombres justos son escasos. El calvinismo y sus exaltados ministros protestaban en casi toda Francia contra lo que llamaban �una vuelta a la herejía de Roma�.

     Todo probaba que la luz estaba detrás de una nube y que ninguna conciencia generosa podía pensar: �En tal culto o en tal país encontraré la mejor y más pura verdad social de mi tiempo.�

Lo probaba lo que ocurría en nuestras provincias del Mediodía, donde las fogosas asambleas se empeñaban en sostener una resistencia antifrancesa, y el espíritu republicano, mal entendido, favorecía por testarudez y por ignorancia los funestos proyectos de la política austroespañola, que quería provocar la guerra civil en Francia, y lo probaba la resistencia gloriosa, pero desastrosa, de Montaubán, tanta sangre vertida, tanto heroísmo gastado, para eternizar la lucha provechosa para Roma y para Austria.

     Por eso el deber de los que eran inteligentes y cultos era no preocuparse de los hechos y creer, a pesar de todo, en una verdad superior a las que se predicaban por el mundo, puesto que la espada, el dogal, la hoguera, el homicidio, la violación y el saqueo eran los medios que empleaban los partidos para convertirse los unos a los otros.

     Lucilio Giovellino reflexionó acerca de todas estas cosas y se resolvió a obrar según el Evangelio, comentado por su propia conciencia, porque veía que este libro divino entre manos de ciertos católicos y de ciertos protestantes podía ser, y era a menudo, un código de fatalismo, una doctrina de embrutecimiento y de furor.

     Empezó a señalar a Mario la filosofía, la historia, las lenguas y las ciencias naturales, procurando hacer resaltar ante todo la lógica y la bondad de Dios. Su método fue claro y sus explicaciones concisas.

     El pobre Lucilio había sido elocuente en otros tiempos, y al principio de su desgracia había sentido mucha repugnancia por la palabra escrita, y todavía a veces sufría por verse forzado a resumir su pensamiento en pocas palabras; pero los espíritus selectos saben sacar partido de cualquier desgracia. Ocurrió que por la pereza de escribir largo tiempo y por la impaciencia de expresarse se acostumbró a resumir su pensamiento, con una claridad y una energía extraordinarias, y el espíritu del niño fue desarrollándose sin detalles inútiles y sin repeticiones fatigosas.

     Las lecciones fueron sorprendentemente breves, y proporcionaron a aquel espíritu juvenil la seguridad, tan rara, naturalmente, en aquel tiempo.

Por su parte, Bois-Doré, a pesar de entretener a su hijo con puerilidades y tonterías, hizo que se conservara puro y bueno, merced a la misteriosa influencia que las buenas naturalezas ejercen natural y espontáneamente unas sobre otras.

     El espíritu de los niños tiende a reaccionar contra la enseñanza demasiado precisa; sigue más fácilmente un instinto que le guía sin saber adónde va.

     Cuando en medio de sus fútiles ocupaciones el marqués tenía que molestarse para hacer un favor o para distribuir un socorro, no demostraba nunca ni enojo ni cansancio. Se levantaba, oía, se informaba, consolaba y obraba.

     Como era por naturaleza perezoso y bonachón, las quejas no le molestaban y no se impacientaba por ninguna charla de pobre mujer. Por esto, aunque parecía consagrar su vida a menudencias, no había un momento en aquella existencia, fácil y benévola, que no alegrase o beneficiase a alguien.

     Y sus días, que siempre empezaban con grandes proyectos de trabajo para su hijo -el marqués llamaba trabajo al cuidado del tocado y a la enseñanza de las bellas maneras-, se pasaban sin que decidiese ni el emprendiese nada, y lo dejaba todo a las juiciosas resoluciones de Adamas y a los amables caprichos del niño.



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- XXXVIII -

     Al cabo de algunas semanas, gracias a la actividad de Adamas y a la inteligencia de la morisca, Mario estaba vestido como correspondía a su rango. Además, el marqués le había inculcado algunas nociones de equitación y de esgrima.

     Todas las mañanas ocurrían escenas cómicas entre el anciano y el niño con motivo de la lección de buenas maneras.

     El marqués hacía entrar y salir diez veces seguidas a su discípulo para enseñarle la manera de entrar en un salón con elegancia y cortesía y la de retirarse con modestia y corrección.

     -Sabed, mi querido conde -le decía (en aquel momento había que hablar con graciosos cumplidos)-, que cuando un hidalgo ha franqueado el umbral de una puerta y ha dado tres pasos en una habitación, está ya juzgado por todas las personas de mérito o de distinción que se hallan presentes. Por esto, todo su mérito y toda su nobleza deben reflejarse en la actitud de su cuerpo y en la expresión de su rostro. Hasta hoy os han acogido siempre con caricias y tiernas familiaridades, pasando por alto las conveniencias que no podíais conocer; pero esta indulgencia no tardará en cesar, y si viesen que conserváis maneras rústicas con estos trajes, culparían vuestra naturaleza o mi indiferencia.

     Trabajemos, mi querido conde; trabajemos concienzudamente; volvamos a empezar esta reverencia, que ha salido poco brillante, y esta entrada, que ha resultado floja y desprovista de nobleza.

     Aquella enseñanza divertía a Mario, porque era un motivo para ponerse sus mejores trajes, pavonearse ante los espejos y agitarse por la habitación. Era tan dispuesto y tan ágil, que aprendía con mucha facilidad aquella especie de baile majestuoso en el que le iniciaban minuciosamente; y su viejo padre, mucho más niño que él, sabía dar atractivo a la elección.

     Era un curso completo de pantomima, y el marqués, a pesar de su edad, era un excelente cómico.

     -Mirad, hijo mío -decía colocándose el sombrero y embozándose de manera apropiada-, he aquí los ademanes de un matamoros; fijaos bien en lo que voy a hacer, para que no lo hagáis nunca, como no sea por juego, y para que os abstengáis de ello en buena sociedad.

     Entonces representaba el papel de un capitán bravucón con tal naturalidad, que Mario reía hasta revolcarse por el suelo.

     Le permitía, para divertirse, que hiciese a su vez de capitán, y entonces era el marqués el que se caía de su butaca dando carcajadas; tan ágil y gracioso era el diablillo.

     Pero había que proseguir la lección.

     Entonces el marqués representaba el papel de un patán pesado, rudo e importuno, o el de un pedante amargado y desagradable, o el de un bobo desconcertado. Como se necesitaban actores para mimar la escena, hacía venir a la servidumbre.

     Dichosos cuando podían conseguir el concurso de Mercedes y de Adamas, que se prestaban al juego con mucha animación e ingenio. Pero Adamas era activo y la morisca trabajadora; siempre solicitaban que se les dejase ir a trabajar para Mario.

     El marqués y su discípulo tenían que contentarse con Clindor, que tenía buena voluntad, pero que por su figura parecía un muñeco, y con la Belinda, a la que encantaba el representar una dama noble, pero que hacía su papel de la manera más ridícula y más absurda. El marqués la reprendía alegremente y recalcaba su torpeza en provecho de la enseñanza de Mario, que era bastante burlón y que se reía hasta el punto de mortificar singularmente al ama de llaves.

     Se marchaba ofendida, y Mario, en medio de sus carcajadas, olvidaba que era la ora de los cumplidos: saltaba sobre las rodillas del marqués y le besaba, tuteándole; el anciano no tenía el valor de corregirle, porque él también se divertía lo suyo, y nada le parecía más dulce que ver a su hijo divertirse con él como buen camarada.

     Después de la comida montaban a caballo. El marqués haba adquirido para su heredero los más lindos caballitos del mundo. Era un excelente profesor de equitación y de esgrima; pero tales ejercicios fatigaban mucho al anciano, y tenía suplentes que él dirigía.

     Dos veces por semana iba un profesor de blasón; éste aburría considerablemente a Mario. Pero, con una energía muy rara en un niño, se dominaba para no rechazar nada de lo que su padre le imponía con tanta dulzura.

     Se consolaba de la ciencia heráldica con sus buenos caballitos, sus lindos y diminutos arcabuces y las lecciones de Lucilio, que le atraían y le impresionaban vivamente.

     Tenía por el mudo un respeto inconsciente, fuese porque su alma leal sintiese la superioridad de un alma noble, o porque la entusiasta veneración de Mercedes por Lucilio ejerciese sobre él un magnetismo; porque en el fondo de su corazón seguía siendo el hijo de la morisca, y como sentía que había entre ella y el marqués una tierna rivalidad por causa suya, tenía la ingeniosa delicadeza de amar a los dos sin despertar la inquietud de aquellos corazones pueriles, a la vez generosos y susceptibles.

     Había ya hecho este aprendizaje de delicadeza con su madre adoptiva cuando vivir, con el abate Anjorrant, y no le fue difícil reanudarle.

     El estudio que más le gustaba era el de la música.

     También en esto era Lucilio un maestro admirable. Su talento encantaba al niño y le sumía en unos sueños extáticos. Pero el marqués contrariaba un poco esta inclinación, que hubiera absorbido todas las demás. Bois-Doré creía que un hidalgo no debía estudiar un arte hasta el punto de llegar a ser un artista, sino conocer primero a fondo lo que él llamaba el oficio de las armas, y luego un poco de todo. �Bastante bien, pero sin exageración en nada, porque un hombre muy sabio en una cosa desdeña todas las demás y deja de ser agradable en sociedad.�

     En medio de tantos estudios y tantas diversiones, Mario iba haciéndose el más lindo mozo de la creación; su cutis, naturalmente blanco, adquiría, bajo el tibio sol otoñal de nuestras provincias, un matiz delicado como el de una flor. Sus manecitas rudas y llenas de arañazos, ahora enguantadas y cuidadas, iban siendo tan suaves como las de Lauriana. Su espléndida cabellera color castaño era la admiración y el orgullo del ex peluquero Adamas.

     El marqués le enseñaba la gracia por la teoría; pero él había conservado su gracia natural; en cuanto a la distinción, la había adquirido desde el primer día que se puso un traje de raso.

     Los sabios ejercicios coreográficos que hacía no servían más que para desarrollar sus dones naturales.

     Cuando tuvo un equipo conveniente, el marqués le llevó a hacer visitas en diez leguas a la redonda.

     La aparición de aquel niño, de quien en un principio se burlaban los envidiosos y las comadres, pero que cada día iba tomando consistencia y realidad, fue un acontecimiento en el país.

     Cuando pasaba rápidamente sobre su caballito, escoltado por Clindor y Aristandre, a través de las calles de La Châtre, la gente abría los ojos desmesuradamente y pensaba:

     -�Pero será verdad?

     Preguntaron cómo se llamaba y cómo se llamaría. El marqués, siendo noble, �podría resignarse a tener por heredero a un simple hidalguillo? �Pero tendría el derecho de dejar su título y sus tres gallinas coronadas de plata a un Bouron? �Lo consentiría el rey actual? �No sería esto contrario a las leyes y a los usos de la nobleza?

     �Grave cuestión!

     Se habló de ello durante quince días; luego no se volvió nadie a acordar, porque las cosas difíciles cansan pronto, y cuando veían pasar al viejo marqués y al condesito, que iban a comer a casa de algún vecino, los dos idénticamente vestidos, bien fuera de blanco, a estilo aldeano; de azul celeste con canutillo de plata, o de raso crema con plumas blancas, o verde gai o rosa de melocotón con cintas de oro y de plata, y graciosamente reclinados sobre los cojines de la hermosa carroza, conducidos por dos enormes caballos, tan empenachados como los amos, y seguidos por una escolta de criados tan bien montados y armados y tan deslumbrantes que más parecían señores, no había en la ciudad, en la aldea o en los castillos un solo noble, burgués o villano, que no se pusiese en pie, exclamando:

     -�Pronto! �Pronto! Oigo llegar la carroza del marqués. �Corramos a ver pasar a los caballeros de Bois-Doré!

     Mientras que estas cosas ocurrían en el afortunado Berry, la efervescencia crecía en el Mediodía de Francia.

     Hacia el 13 de noviembre los de Bourges se habían enterado con toda seguridad de que el rey había tenido que levantar el sitio de Montaubán.

     El joven rey era valiente. había llorado al retirarse.

     Luynes, que había asegurado que dominaría el partido corrompiendo a sus jefes, había fracasado con Rohan, general de la provincia y defensor de la ciudad. Desgraciadamente, estaba probado que aquel noble señor constituía una rara excepción, y que el sistema de Luynes era eficaz con la mayoría de los hidalgos sublevados: pero este sistema de compra arruinaba a Francia y degradaba la monarquía.

     Luis XIII se daba a veces cuenta de ello y comprendía que la incapacidad y la indignidad de su favorito paralizaban todos sus esfuerzos.

     El ejército estaba mal equipado y mal pagado. El desorden era escandaloso, y el rey, aunque pagaba treinta mil combatientes, en realidad no contaba con más de doce mil para sostener la campaña. Los jefes estaban desalentados. Mayenne acababa de morir. El carmelita español Domingo de Jesús María, a cuya santidad y entusiasmo los devotos alemanes atribuían la victoria de Praga, había profetizado en vano bajo los muros de Montaubán.

     Los falsos milagros son más difíciles en Francia que en ninguna parte. Los calvinistas se rehacían, y en los primeros días de diciembre monsieur de Bois-Doré recibió la visita de monsieur de Beuvre, que estaba muy animado, y le dijo confidencialmente:

     -Querido vecino: vengo a consultaros acerca de un asunto importante. Ya sabéis que soy pariente del duque de Thouars, jefe de la familia de La Tremouille, a la que tengo el honor de pertenecer, y que la primavera última he pensado ir a reunirme con las gentes de La Rochelle. Me habéis disuadido, afirmándome que el duque sería aniquilado por el rey como la nieve lo es por el sol; esto ha ocurrido como me lo anunciabais. Pero no porque el duque, mi pariente, haya cometido una falta he tenido yo razón al hacer otro tanto, y me reprocho el abandonar mi causa, sobre todo en el momento en que recobra fuerza.

     -Sin duda -dijo Bois-Doré ingenuamente- se os traba la lengua y queréis decir que la causa os necesita; porque si acudís en su auxilio en el momento en que lleva la ventaja, no veo dónde está el mérito.

     -Mi querido marqués -repuso Beuvre-, ya sé que siempre habéis presumido de caballerosidad; pero yo soy un hombre positivo y digo las cosas como son. Vos sois rico, vuestra fortuna está ya hecha, vuestra carrera terminada, y podéis filosofar. Yo, sin ser pobre, he sufrido grandes pérdidas, por haber jugado mal mi partida, en estos últimos tiempos. Me siento aún dispuesto y me aburro en la inacción. Además, no puedo resistir los aires de superioridad que toman los viejos ligueros de nuestro país. Los chanchullos de los jesuitas me irritan. �Es que para vivir en paz, como vos, voy a tener que convertirme?

     -�Cómo yo? -añadió el marqués sonriendo.

     -Ya sé que vuestra conversión no ha sido muy sonada -prosiguió Beuvre-; pero por poco que sea, es demasiado para mí; prefiero batirme. Y todavía me quedan cinco o seis años de actividad y de salud.

     -�Muy grueso estáis, vecino!

     -Creéis que engordo porque no os veis menguar. �Es que vos enflaquecéis y no que yo esté más gordo!

     -�Sea! Comprendo vuestras razones para hacer esta campaña. Creéis que será provechosa, pero os equivocáis. Los jefes y los soldados, los burgueses y los pastores, todos van bravamente al combate; pero al día siguiente se dividen, se aborrecen, se injurian y cada cual tira por su lado. Desde la San Bartelemy la partida está perdida, y, para ganarla, el rey de los hugonotes ha tenido que abandonar la causa. Quiso ser francés ante todo, y lo que vos queréis hacer no beneficiará ni a Francia ni a vos mismo.

     Beuvre no sufría que le contradijeran. Se obstinó, y él, el hombre más escéptico del mundo, censuró al marqués por su carencia de principios religiosos.

     Al oírle, Bois-Doré comprendió que le engolosinaban las ofertas que la monarquía se veía obligada a hacer, después de cada una de sus derrotas, a los señores calvinistas. Beuvre no era de los que se vendían, pero sí de los que se batían y se aprovechaban de la victoria sin escrúpulo y con grandes exigencias.

     -Puesto que estáis decidido -le dijo el marqués con dulzura-, debisteis habérmelo dicho enseguida en lugar de pedirme consejo. No tengo que haceros ya más que una objeción. Tendréis que equiparos y llevar para esta campaña vuestras mejores soldados. �Habéis pensado en el perjuicio que puede causar a vuestra hija el que a los jesuitas se les ocurra participar vuestra ausencia a monsieur de Condé? Y creed que no se privarán de hacerlo y que el castillo de la Motte Seuilly estará expuesto a alguna incautación en nombre del rey, lo que siempre es llevado a cabo por malas gentes. Vuestra hija, en peligro de recibir algún ultraje...

     -No temo nada de eso -dijo Beuvre-. Fingiré hallarme en Orleáns, en donde todo el mundo sabe que tengo un pleito. Desde allí me dirigiré sigilosamente hacia la Guyenne, donde tomaré algún nombre de guerra, según es costumbre, para proteger en mi ausencia a mi familia y mis dominios. Seré el capitán Chandelle, o el capitán La Paille, o el capitán... cualquier cosa.

     -Ya sé que es, costumbre hacer esto -repuso Bois-Doré-; pero no siempre sale bien. Os prometo que defenderé vuestro castillo cuanto me sea posible; pero si no temiese haceros una oferta incorrecta, os propondría guardar a vuestra hija en mi casa durante esta ausencia.

     -Ofreced, ofreced, querido vecino, porque acepto, y no veo dónde está la incorrección. No hay incorrección para una mujer más que allí donde hay peligro para su virtud o para su reputación; y no me parece que entre vos, que pudierais ser su abuelo; vuestro hijo, que no pasa de ser un colegial; vuestro mudo filósofo y vuestro paje, que parece un mono, mi hija pueda perder corazón o la cabeza. De suerte que mañana os la traigo y os la dejo hasta mi regreso, con la convicción de que será feliz y estará segura en vuestra casa y de que seréis para ella, como sois para mí, el mejor de los amigos y de los vecinos.

     -Podéis contar con ello -contestó Bois-Doré-. Iré yo mismo a buscarla. Mi carroza es bastante grande y podrá traer en ella sus objetos más valiosos sin que nadie se entere de que se traba de algo más que de una de sus visitas de costumbre.



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- XXXIX -

     Efectivamente: al día siguiente Lauriana se instaló en Briantes, en la �Sala de Verduras� que el ingenioso Adamas convirtió rápidamente en una habitación lujosa y cómoda.

     La morisca solicitó que la pusiesen al servicio de madame de Beuvre, que le insipiraba confianza y simpatía, y Lauriana, que a su vez la apreciaba mucho, la rogó que durmiese en el gabinete contiguo a su vasta alcoba.

     La joven se separó de su padre con mucha entereza.

     La leal criatura, llena de fe y de entusiasmo, no sospechaba en él cálculo alguno. Le hubiera costado trabajo comprender lo que era razonar, dudar y resolver en beneficio del propio interés. Sabía que su padre era valiente como un león y franco por su carácter y por su hidalguía; era más que suficiente para que se le representase como un héroe.

     Él, comprendiendo la ingenuidad y el idealismo de su hija, no se hubiera atrevido a rebajarse ante ella, dejándola ver que era el prototipo del hombre honrado de su tiempo; es decir, de los que hacían el menor mal posible, pero pensaban siempre en sacar provecho de las cosas.

     Ya no era el tiempo del ideal. Habían empezado �las realidades del horrible siglo XVII, aquel desierto grandioso en el que el pan para el espíritu y para el cuerpo se va agotando, en el que la Naturaleza no alimenta ya al hombre y la tierra, extenuada, se hunde bajo su peso�. Los hombres, avejentados en las luchas del siglo precedente, no podían rejuvenecer en el siglo nuevo; pero los niños tenían alma; �la tienen siempre cuando se los deja en libertad!

     Lauriana, entusiasmada por la hermosa conducta de los Rohan y de los La Force en Montaubán, impelía a su padre a la partida, creyendo que él no pensaba más que en defender el honor de la causa, y que, como ella, no tenía más ideal que conservar a costa de la fortuna, y a ser preciso de la vida, la dignidad y la libertad de la conciencia, concedidas por Enrique IV.

     No vertió una lágrima al darle el último beso; su mirada le siguió hasta que él se hubo perdido de visita; entonces entró en su cuarto y lloró.

     Mercedes, que trabajaba en el gabinete, la oyó y fue a la puerta; pero no se atrevió a acercarse. Lamentaba no conocer su idioma para consolarla.

     Aquella mujer tenía instintos maternales y no podía ver sufrir a un corazón joven sin sufrir a su vez y sentir la necesidad de aliviarle. Se le ocurrió ir a buscar a Mario; le parecía que no había dolor que resistiese a la vista y a las caricias de su bien amado.

     Mario se acercó quedamente de puntillas, y llegó junto a Lauriana sin que ella le hubiera oído. Ya consideraba a Lauriana como a una hermana querida. �Era tan buena con él, tan alegre siempre! �Se preocupaba tanto de entrerenerle cuando él iba a la Motte Seuilly!

     Al verla llorar se quedó intimidado. Creía, como todo el mundo, que la ausencia de monsieur de Beuvre no duraría más que unos días.

     Permanecía arrodillado en el cojín en que Lauriana descansaba los pies, y la miraba lleno de confusión; al fin se atrevió a cogerle las manos.

     Lauriana se estremeció, y vio aquella cara de ángel que le sonreía con los ojos humedecidos. Conmovida por la sensibilidad del niño, le abrazó con ternura y besó sus hermosos cabellos.

     -�Qué es ocurre, mi Lauriana? -le preguntó Mario, alentado por aquella efusión.

     -�Ay, mi pobre niño! -contestó ella-. Tu Lauriana tiene pena, como tú la tendrías si vieras partir a tu buen padre el marqués.

     -Pero el vuestro volverá pronto; os lo ha dicho al marcharse.

     -�Ay, mi pobre Mario! �Quién sabe si volverá? En los viajes...

     -�Va muy lejos?

     -No; pero... Vamos, vamos, no quiero entristecerte. Ven a dar un paseo. �Quieres venir conmigo a buscar a tu buen padre?

     -Sí -dijo Mario-; está en el jardín. �Queréis que traiga a mi cabrita blanca para que os distraiga?

     -Iremos a buscarla juntos; ven.

     Lauriana salió dándole el brazo, no como una dama cuando se apoya en el de un caballero, sino todo lo contrario, como una madrecita, colocando el brazo del niño debajo del suyo.

     Al bajar la escalera encontraron a Mercedes, cuyos hermosos ojos les acariciaron duleemente al pasar. Lauriana, que se hacía comprender por ella con señas, no tuvo más que mirarla para adivinar su tierna solicitud, y le ofreció la mano. Mercedes quiso besarla; pero la joven no lo consintió, y la besó en las dos mejillas.

     Aunque la morisca era cristiana, ninguna cristiana la había besado nunca. Belinda se hubiera creído en pecado al hacerle la menor caricia, y, considerándola como pagana, sentía repugnancia hasta por comer en su compañía.

     La encantadora efusión de la noble damita fue una de las mayores alegrías de la pobre mujer, y desde aquel momento dividió casi su amor entre ella y Mario.

     Se había negado a aprender una palabra de francés y hasta procuraba no hablar el poleo español que sabía, ante el temor de olvidar el idioma de sus antepasados, como había visto que les ocurría a algunos moriscos aislados en el extranjero, y que a ella no la habían comprendido. Hasta entonces le había bastado con hablar con el sabio abate Anjorrant, con Mario y ahora con Lucilio. Pero el deseo de comunicarse con Lauriana y el marqués le hizo dominar su repugnancia; llegó hasta comprender que debía adoptar el idioma de aquellos seres afectuosos, que la trataban como si hubiera sido de su raza y de su familia.

     Lauriana se encargó de ser su profesora, y en poco tiempo llegaron a comprenderse.

     Madame de Beuvre no tardó en ser muy feliz en Briantes, y si no hubiera sido por la ausencia de su padre, del que recibió pronto buenas noticias, se hubiera considerado más dichosa de lo que había sido en su vida.

     En la Motte Seuilly estaba casi siempre sola, porque el exuberante Beuvre, que adoraba el ejercicio, iba de caza en todo tiempo, y no tenía, a pesar de su cariño paternal, los mil cuidados, las delicadas atenciones, los mimos ingeniosos que el marqués sabía tener con las mujeres y los niños.

     Como había sido educada con cierta rudeza, había tenido que dominar su natural dulzura, sobre todo desde que la idea de una viudez prolongada se le había presentado como una posibilidad, dado el ambiente y las circunstancias. Había endurecido su carácter a fuerza de voluntad, y casi había logrado adquirir la costumbre de reír cuando sentía deseos de llorar; pero la naturaleza recobraba sus derechos.

     A solas lloraba con frecuencia, anhelando, a pesar suyo, una compañía, un afecto, una madre, una hermana, un hermano, alguna sonrisa, alguna condescendencia que la ayudase a respirar y a expansionarse en un ambiente más suave que la sombría frialdad de su viejo castillo, el lúgubre recuerdo de los Borgia y las recriminaciones políticas de su padre, irónico y amargado.

     En algunos momentos, aun sin desear todavía el apoyo de un alma compañera, había sentido que su forzada rudeza la oprimía como un armadura que fuese demasiado pesada para sus miembros delicados.

Al poco tiempo de estar en Briantes, un cambio rápido se produjo en ella. Fue lo que necesitaba ser, lo que sólo una dolorosa tensión de su voluntad le había impedido ser, lo que su naturaleza quería que fuese aún: una niña.

     El marqués había abandonado con alegría la idea de hacerla su esposa, y aceptó resueltamente la de hacerla su hija; hasta le agradaba el pensar que podía muy bien considerarla como la hermana mayor de Mario, dado que los pocos anos de Lauriana permitían esto sin aventajarle demasiado.

     Además, su singular coquetería se avino mejor con la idea de tener dos hijos en vez de uno. Le complacía llevar los mismos colores claros que sus jóvenes compañeros y participar de sus inocentes juegos; aquella compañía le rejuvenecía ante sí mismo, hasta el punto de que a veces se persuadía de que era un adolescente.

     -Ya ves -decía a Adamas-, hay personas que envejecen; yo no me parezco a ellas puesto que no me encuentro a gusto más que con la juventud inocente. Te juro, amigo mío, que he vuelto a mi edad de oro y que mis ideas son tan puras y tan risueñas como las de esta muñeca y este querubín.

     Lauriana, Mario y el marqués se hicieron inseparables, y su vida se deslizaba con una continua diversión, entremezclada con estudios provechosos y buenas acciones.

     La instrucción de Lauriana era nula; no sabía nada. Quiso asistir a las lecciones que Jovelin daba a Mario en el salón. Escuchaba mientras bordaba las armas del marqués en un trozo de tapicería, y, al terminar de dar sus lecciones, Mario entregaba a la joven las explicaciones escritas por Lucilio para leerlas juntos. Lauriana se asombraba de la facilidad con que comprendía cosas que ella había creído superiores a la inteligencia de una mujer.

     La lección de música le agradaba mucho, y a veces se complacía en tocar la tiorba mientras que la morisca cantaba sus melancólicas canciones.

     El marqués, sentado en su gran butacón, contemplaba durante estos pequeños conciertos los personajes de la tapicería de Astrée; le parecía que ellos también accionaban o cantaban, y acababa adormeciéndose en una beatitud deliciosa.

     Lucilio participaba también de aquella familia, que le hacía olvidar un poco la soledad de su corazón y la tristeza de su porvenir.

     El austero y candoroso filósofo estaba todavía en edad de amar, pero creía deber renunciar ya al amor. Había sentido más de una vez el noble fuego de la pasión, y temía caer ahora en alguna unión sensual de la que su alma fuese alejada. Y se resignaba a vivir, abnegándose para los demás, y en el olvido definitivo, y absoluto de toda ilusión.

     Él, que había sufrido la prisión, el destierro, la miseria y el tormento, se esforzaba en vencer sus ansias de felicidad, como había vencido tantas otras, y de estas meditaciones salía siempre sereno y triunfante; pero su triunfo era el que se consigue con la tortura: una mezcla de fiebre y de aniquilamiento; el alma por un lado y el cuerpo por otro; el equilibrio de la vida roto y el espíritu trastornado.

     Pero Lucilio exageraba su desgracia. Era amado no por una inteligencia -él creía que esto le hubiera sido necesario para reconciliarse con su trágico destino-, sino por un corazón.

     Ante su ciencia y su genio, Mercedes estaba como una rosa ante el sol. Bebía sus rayos sin comprenderlos; pero la dulzura, el valor, la virtud del filósofo la cautivaban, y su alma tierna se postergaba ante él. No luchaba contra este sentimiento, que constituía para ella una religión y un deber, pero lo callaba, porque tenía más temor que esperanza.

     No debemos dejar de mencionar una pequeña revolución doméstica que ocurrió en el castillo de Briantes poco después de la marcha de monsieur de Beuvre, porque la importancia de aquel pequeño acontecimiento se hizo sentir gravemente más tarde a los demasiado felices habitantes del castillo.

     De los dos caballeros de Bois-Doré, no siempre el más viejo era el más razonable; pero a veces Mario tenía momentos de travesura, sobre todo, según decía Adamas, cuando �se entusiasmaba jugando con la damita�. Como era bueno y afectuoso, no molestaba nunca a las personas ni a los animales; no tiraba nunca de las orejas a Fleurial ni decía a Clindor palabras desagradables; pero las cosas inanimadas no le inspiraban siempre el respeto que el marqués sentía por algunas de ellas. Entre éstas pueden contarse las estatuitas de la Astrée, que decoraban los jardines de Isaura, el famoso laberinto y el antro de la vieja Mandraga. Los primeros días le habían divertido mucho, pero acabaron molestándole, porque eran juguetes demasiado inmóviles.

     Un día en que se hallaba jugando con un gran sable de madera que Aristandre había fabricado para él, amenazó a un personaje de escayola que representaba el hipócrita. Filandre, es decir, el fingido Filandre, así llamado porque, abusando de su parecido asombroso con su hermana Callirée, se puso trajes de mujer para penetrar en la intimidad de la ninfa a quien amaba.

     La estatua representaba al pastor con su disfraz femenino, y el artista encargado de la creación de los personajes había aprovechado el parecido del hermano con la hermana, y, para ahorrarse trabajo, utilizó un solo modelo para las dos estatuas. Estas estaban colocadas, una frente a la otra, con las de Amidas, de Dafnis, etc..., en la rotonda llamada bosquecillo de las equivocaciones amorosas.

     Para distinguir al hermano de la hermana, el marqués había escrito con lápiz sobre el pedestal del primero un fragmento del largo monólogo que empieza con estas palabras: ��Oh, presuntuoso Filandre! �Quién podrá disculpar tu falta?, etc...�

     La cara del maligno personaje era tan estúpida, que Mario, sin odiarle precisamente, se complacía en burlarse de él y en amenazare. Ya le había administrado algunos golpes inofensivos; pero aquel día, viendo que sus amenazas hacían reír a Lauriana, descargó sobre la estatua un sablazo más fuerte de lo que había previsto, y echó a rodar por el césped la nariz del pobre Filandre.

     Al momento el niño se arrepintió. Su padre amaba a Filandre tanto como a los otros pastores.

     Después de muchas pesquisas, Lauriana encontró en la hierba la desdichada nariz, y Mario, subido en el pedestal, la pegó lo mejor que pudo con barro. Pero las heladas empezaban, y al día siguiente la nariz estaba en el suelo; volvieron a pegarla. Pero el hipócrita Filandre era tan tonto que no supo conservar su nariz, y un buen día el marqués pasó en un momento en que no la tenía.

     Mario se declaró culpable; el buen Silvio, dándose cuenta de sus remordimientos, no le regañó. Pero al día siguiente no era Filandre sólo el que carecía de nariz, sino también su hermana Callirée, y a los dos días Filandre y hasta la incomparable Diana.

     Esta vez Bois-Doré, seriamente emocionado, dirigió al niño reproches amargos; pero Mario se echó a llorar a lágrima viva, jurando que no había roto en su vida más narices que la del presunto Filandre.

     Lauriana confirmaba la inocencia de su amiguito.

     -Os creo, hijos míos, os creo -dijo el marqués, al que los llantos de Mario habían trastornado-. �Pero por qué tenéis tanta pena, hijo mío, puesto que no sois culpable? Vaya, Vaya, no lloréis más; me he precipitado indebidamente al regañaros: no me castiguéis con vuestras lágrimas.

     Se besaron con efusión.

     Aquella hecatombe de narices le sorprendía. Lauriana hizo la observación de que sin duda alguien había hecho aquello con la intención aviesa de hacer aparecer a Mario como culpable.

     -Es cierto- dijo el marqués pensativo-. El acto es de los más odiosos, y quisiera tener al autor entre mis manos para condenarle a perder sus propias narices. Mi palabra, que le daría un susto.

     Pero preferían creer que no se trataba más que de otra travesura infantil, y las sospechas recayeron sobre el individuo más joven del castillo después de Mario. Pero Clindor mostró tan santa indignación, que el marqués tuvo que consolarle también.

     Al día siguiente faltaban otras dos o tres narices, y Adamas, indignado, puso centinelas día y noche en los jardines.

     El estropicio cesó, y el buen Lucilio, conmovido por la pena de Bois-Doré, fabricó una pasta italiana, con la que encoló, limpia y pacientemente, todas las narices rotas.

     Pero �quién podía ser el autor del crimen? Adamas tenía sospechas, pero el marqués se negaba a creer que alguien de su casa fuese capaz de semejante infamia, y echaba la culpa a algún auxiliar de monsieur Poulain.

     -Ese beatón -decía-, como nos tiene por paganos e idólatras, se había imaginado que rendimos culto a estas estatuas, y sin embargo... Además, son todas pudorosas y están castamente vestidas, como deben estarlo en un lugar por donde se pasean nuestros hijos.

     -Yo también creo que es algún beatón, pero más bien con la intención infame de que riñáis al señor conde; y aquí todo el mundo le quiere, hasta el punto de dar la vida por él, salvo una persona respetable...

     -No; no, Adamas -protestaba el generoso marqués-. �Es imposible! Sería demasiado odioso en una mujer.

     Empezaban a olvidar aquel terrible asunto, cuando ocurrió otro peor.



FIN DEL TOMO PRIMERO

LOS CABALLEROS DE BOIS-DORÉ

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