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Los dialectalismos en la poesía española del siglo XX

Manuel Alvar


Universidad de Granada




ArribaAbajoPlanteamiento teórico

El concepto de dialecto es fluctuante a lo largo del tiempo. Dialectales son las versiones conocidas de buena parte de los poemas medievales (Alexandre, Apolonio, Roncesvalles, Elena y María, Razón de Amor...) e incluso el poema con que Castilla ensalza a su héroe está transido de dialectalismos. Ahora bien, entre el concepto «dialectal» aplicado a estos textos y la poesía dialectal de nuestras fechas hay una sensible diferencia. En el primer caso, leonés y aragonés se enfrentan -en paridad- al castellano, en el segundo, las hablas regionales -frecuentemente envilecidas- aportan una nota de pintoresquismo, de gráfica expresividad o de ambiente local a la obra de un humilde artesano lingüístico o a la creación substancial de un hombre de genio.

Con el gran glotólogo italiano Graziadio Isaia Ascoli un nuevo interés apareció en la lingüística: el del estudio de las hablas populares. Esto es: conocer la lengua del pueblo en sus diversidades geográficas, prescindiendo del espejismo de la corrección y haciendo abstracción de los hechos retóricos. De una parte, se llegaba así al conocimiento del habla de cada día y de las que no tuvieron cultivo literario y, de otra, a la concepción del lenguaje como actividad humana y, por tanto, sometido en todo momento a una modelación activa por parte de cada hablante. Vico, Herder y Humboldt se anticiparon a las modernas concepciones del lenguaje como hecho social (Saussure) y como medio de expresión (Croce, Vossler), pero hizo falta mucho tiempo todavía para que se admitiera la identidad de la lengua hablada y de la escrita. En 1930, Karl Vossler podría decir ya: «los filólogos literarios se apoderarán de los documentos escritos y los lingüistas andarán nómadas en busca de los dialectos que se hablan por las diversas partes del mundo. Pero hemos de ver que se trata de una diferencia material, no substancial. Filosóficamente es lo mismo; que la manifestación verbal atraviesa volando el aire, fugaz y momentánea o que esté clavada sobre el más incorruptible peñasco de basalto o de granito». Pero Vossler hablaba tras medio siglo en que la dialectología había venido suministrando materiales a la lingüística, o a la crítica textual y se había organizado en una ciencia independiente.

El reconocimiento de la dignidad de los dialectos y de su estudio se debe, en parte, al nacimiento de la lingüística como ciencia histórica. Vióse que en el descuido del habla viva se perdían las posibilidades de crear una historia lingüística de carácter científico por falta o desprecio de materiales; era cierto, por tanto, el pensamiento de un poeta, Nodier, cuando proponía el conocimiento de los dialectos para mejor saber la propia lengua. Justamente entonces, cuando los dialectos alcanzaron paridad, hubo una clara inversión de términos; la dialectología se antepuso a cualquier otra manifestación lingüística y se afirmó la preeminencia del lenguaje hablado sobre toda suerte de escrituras. En el principio era la palabra, y a ella volvió -andando el siglo XIX- la investigación. Pero esta vuelta al dialecto no se planteó -sólo- con un criterio escuetamente científico; alguna vez escritores pertrechados de grandes conocimientos idiomáticos trataron de resucitar el valor etimológico, es decir, verdadero (gr. étimos ‘verdad’), de las palabras y con él se acercaron a las hablas del pueblo, a los dialectos, donde trataban de encontrar una clase de casticismo mucho más puro y más noble que el defendido por las Academias. Debo recordar, por fuerza, a Unamuno, cuya aproximación a la dialectología es suficientemente conocida y de quien podría espigarse más de un texto ejemplar. Me interesa recoger uno de ellos: «el verdadero dialecto, o sea lengua de diálogo, de encuentro -y de contradicción-, es individual en cada uno de nosotros, cuando no es un cacho de mansedumbre, tiene su habla propia, que está creando y recreando de continuo. Porque lo otro, el lenguaje de esos que hablan ortográficamente y que huyen de ciertas palabras corrientes como huyen de cortar el pescado con cuchillo de acero, eso ni lenguaje es. Aunque suene por bocina... No, lo que no es dialecto individual, de diálogo, ni es lenguaje siquiera». Claro que esta interpretación unamunesca de lo que él llama dialecto conduce a la estilística, «uso personal del lenguaje», según Vossler.

Ante todo, conviene no olvidar un hecho básico: lo que llamamos lenguas literarias o lenguas de cultura -ninguna de las dos designaciones es de gran exactitud- no fueron en su origen otra cosa que modestos dialectos. Así el toscano, así el franciano, así el castellano. Para el hispano-hablante no lingüista, es un poco difícil comprender que esta lengua cuya voz no se atenúa «por mucho que ambos mundos llene», esta lengua que «flota como el arca, de cien pueblos contrarios y distantes» y que «abarca legión de razas», fue en su origen un dialecto de gentes ariscas que estaban constreñidas en una pequeña comarca, según los archisabidos versos del Poema de Fernán González:


«Entonçe era Castiella vn pequenno rryncon,
era de castellanos Montes d’Oca mojon,
e de la otra parte Fitero el fondon,
moros tenian Caraço en aquella saçon.»



De esta región que iba del Pisuerga al este de Burgos y por el sur apenas rebasaba Salas, comenzó hace unos mil años la expansión de Castilla. Ni entonces ni en los siglos posteriores el castellano era superior al aragonés o al leonés, los otros dos grandes dialectos. Después las cosas cambiaron -o siguieron el curso más inesperado-, Aragón y León fueron cediendo ante el dialecto central, sin que hoy hayan terminado su repliegue.

Si vemos cómo en una época antigua la lengua escrita empezó por ser dialecto, si vemos cómo los dialectos impregnaban su evolución a un grupo importante de creaciones literarias y si tenemos en cuenta la honda separación que hay entre el bable y el pirenaico de una parte y la lengua española de otra, tendremos que inferir la imposibilidad de trazar una historia de nuestra literatura sin el conocimiento de los dialectos. Bien entendido que por distinta que haya sido la suerte del castellano y la del leonés, el estudio de las hablas vivas no dialectales -si puede existir habla viva que no sea dialectal- deberá hacerse también aproximándonos al pueblo, pues hay infinidad de voces que nunca se escribieron y que escondidas en obscuros rincones aclaran grandes zonas de la historia lingüística o proyectan nueva luz sobre la vida del lenguaje, mucho más movible y activa de lo que permite ver el criterio normativo de los gramáticos.

La diferencia entre lengua literaria y dialecto es, pues, un concepto histórico o, por mejor decir, derivado de la historia. Por razones distintas (políticas, sociales, geográficas, culturales) de varios dialectos surgidos al fragmentarse una lengua hay uno que se impone y acaba por agostar el florecimiento de los otros. Mientras el primero se cultiva literariamente y es vehículo de obras de alto valor estético, hay otros que no llegan nunca a escribirse y si lo son, quedan postergados en la modestia de su localismo. Mientras el primero goza del cuidado y la vigilancia de una nación, los otros crecen agrestemente. Más de una vez se ha señalado la diferencia -y relación- de lenguas y dialectos. De Rousselot son las palabras que siguen: «Les patois ne sont plus pour la science ce qu’on les a crû trop longtemps, des jargons informes et grossiers, fruit de l’ignorance du caprice, «des tares du français», dignes tout an plus d’un interêt de curiosité... Ils ne sont donc pas seulement indispensables pour l’étude particulière du groupe de langues auquel ils appartiennent, ils fournissent encore les donnes les plus sûres à la philologie générale; et, si je disais toute ma pensée, je réclamerais pour eux, en regard des langues cultivées, la préference que le botaniste accorde aux plantes du champ sur les fleurs de nos jardins». Casi cincuenta años más tarde, estas palabras eran recogidas por otro dialectólogo francés, Millardet, en un libro de metodología dialectal.

La preocupación científica a que me refiero jugaba peones de valor muy diverso. Difícilmente una postura especulativa hubiera obtenido la rica floración literaria que voy a considerar si no hubieran interferido otras motivaciones; la aparición de la dialectología coincidió con el auge del positivismo, que vino a interpretar el lenguaje como un hecho de las ciencias físicas; coincidió, también, con otras preocupaciones de tipo social (relaciones de la democracia política con la lingüística y necesidad de estudiar la lengua del pueblo, prescindiendo de pretendidas aristocracias literarias), con otras preocupaciones de tipo tradicionalista (afianzamiento del sentido de nacionalidad y estudio de las patrias chicas para el mejor conocimiento de la grande), con otras preocupaciones de tipo estético (que ve en el lenguaje la expresión del alma humana), etc.




ArribaAbajoValor del dialectalismo actual

El planteamiento anterior se produce, en gran parte, con simultaneidad al florecimiento de la literatura dialectal. Precisamente, la andadura que he descrito abocaba, en algún aspecto, a la elevación del dialecto a cimas de suprema dignidad; sin embargo, entre nosotros no se logran creaciones de perenne valor estético, como la poesía de los félibres o la novela de Giovanni Verga y Grazia Deledda. No sólo porque los escritores dialectales de nuestra patria carecieran de altura genial, sino -y acaso esto sea más importante- porque la unidad del español es mucho más rigurosa y coherente que la de otras lenguas románicas. Leonés, aragonés y castellano nunca estuvieron tan alejados -ni en su independencia medieval- como el francés de oïl y el de oc; Oviedo, León, Toledo o Zaragoza no fueron nunca centros de erosión lingüística, como los condados, repúblicas, y señorías italianas, sino focos de nivelación y de igualación. Esto es, emporios de «desdialectalización» y no centros de parcelamiento. Estas dos causas me parecen decisivas para comprender la actual situación dialectal; para comprender por qué la poesía o el teatro del siglo XX no son nunca dialectales en sentido lato, sino castellanos con dialectalismos en sentido estricto.

Me explicaré: dialectal equivaldría a dispar. Teatro, poesía dialectal serían diferencias substanciales frente a la común lengua de cultura. Y esto, entre nosotros, ha sido tarea erudita, rara vez ejercitada (Asturias se lleva la palma en tal tipo de tentativas). Mientras que literatura con dialectalismos es aportación al quehacer común con tinte o sabor local. Es integración y no fragmentación. Por eso -en cuanto al instrumento- no hay diferencia entre Vicente Medina y García Lorca. La hay -¡y cuán grande!- en cuanto a genialidad personal. Sírvanos este ejemplo. Vicente Medina parte del castellano común en su manifestación coloquial y lo salpica de términos murcianos; García Lorca parte del castellano común en su manifestación escrita y lo salpica de voces granadinas. En uno y otro caso, la aguja que guía los dos escritores es la de lograr un determinado sabor local. En un caso por falta de altura literaria, no tanto por culpa del instrumento lingüístico- el vuelo rastrea la tierra sin logar remontarse; en otro- y a veces la densidad regional alcanza un elevado índice- se escalan cumbres de perdurable belleza.

Por eso la aporía que en apariencia encierra mi enunciado (los dialectalismos...) se desvanece como la niebla ante el sol naciente. En español no hay escritores dialectales, sino escritores con dialectalismos. Incluso en ocasiones al parecer decisivas, no tenemos otra cosa que apariencia falaz. Gabriel y Galán -por citar el caso más conocido- publica poesías salmantinas y extremeñas, pero sus pretensiones apenas quedan logradas; cuando se proyecta sobre ellas la lente del investigador resulta que no hay tales dialectalismos extremeños, y no demasiados salmantinismos, sino que están escritos en español vulgar. Si esto encontramos en un caso señero (señero, claro, desde su limitación creadora y poética), ¿qué podemos buscar entre los corifeos que, a oriente y occidente del toro ibérico, unieron sus voces al bien intencionado maestro? Insisto, y concluyo, el dialectalismo es del mismo tipo en Juan Ramón -y que sus manes nos perdonen- que en los Quintero; lo que varía no es el «elemento dialectal» sino precisamente el castellano (vulgar o literario) que emplean como cimiento.

Estas consideraciones han venido a plantearnos el tema de la dignidad literaria del dialecto; no desde la abstracción, según he señalado en páginas anteriores, sino desde el empirismo de una práctica. Los poetas más dignos -literariamente hablando- que consideraré en páginas sucesivas han hablado taxativamente del asunto (Gabriel y Galán, Vicente Medina); los escritores de alcance hispánico no precisaron de ello: su maestría elevaba y enaltecía un uso que no desdeñaron hacer. He aquí cómo una postura teórica de la ciencia del lenguaje venía a lograr su cauce -¡quien lo dijera!- en la lengua de Juan Ramón, en la estilística de Alberti o, caso que ahora queda en la penumbra de nuestro interés, en la prosa sazonada de Miró.

Pero hay más. El dialectalismo de hoy no lo fue ayer. (¿No sería bastante pensar en Azorín? ¿Cómo sus voces de rancio regusto están tomadas de labios que al hablar palpitan vivos?) Y vuelvo a enlazar mis pretensiones actuales con la justificación teórica, que he expuesto. El pueblo guarda antiguallas, términos de rara expresividad, voces de exactas precisiones. Muchas veces con criterio arcaico, igual que conserva la cancioncilla o el romance. Las voces que el diccionario académico da como anticuadas o regionales sólo lo son con un estrecho criterio purista y, de nuevo, resurgen cargadas de un nuevo ímpetu en el uso «dialectal» de un poeta (Unamuno, Dámaso Alonso). Al reaflorar el dialectalismo actualizado sobre el castellano actual, se recrea una vieja historia lingüística. Y otra vez la especulación de los eruditos se enlaza con la práctica de los poetas: el «castellano complejo dialectal». Complejo porque -como quería Unamuno- el castellano hablado por millones de hombres es, gracias a ellos, por ellos y en ellos, ni más ni menos que un dialecto.




ArribaAbajoEl significado aparte de Asturias

En páginas anteriores he dicho que entre nosotros lo dialectal apenas si tenía el carácter de disparidad frente a la lengua de cultura. Entonces señalaba cómo Asturias se apartaba de este general consenso. Bien es verdad -y queda dicho también- que la mano de los eruditos se mezclaba en tales estructuras. Como un extraño sino, parece pesar sobre esta poesía de los bablistas, que lejos de resultar popular, es culta y hasta pedantesca. Ya en el siglo XVII, Antonio González Reguera, cura en el concejo de Carreño, cantó en octavas reales la historia de Dido y Eneas, recreando en dialecto -medio en serio, medio en broma- el viejo tema virgiliano. Sus mismas pretensiones archicultas resucitan en José María Acebal (muerto en los albores del siglo XX), traductor de Horacio al asturiano central, y, en la actualidad, en el himno homérico A la luna o en los Mitos de Prometeo y Pandora traducidos del griego por Enrique Gra-Rendueles.

De acuerdo con esta tradición en bable, florece una literatura no escasa: notables inventarios de ella son la Colección de poesía anónima (1839) y las antologías de Canella (1840) y Caveda (1887). Bien entrada el siglo XX (en 1925), Enrique Gra-Rendueles repite el intento de sus antecesores y, en Los nuevos bablistas (tomo único de una obra en dos), recoge la moderna actividad lírica en dialecto asturiano. El valor poético de la compilación es muy escaso. De los autores contemporáneos, apenas si se salva el nombre de Juan Menéndez Pidal, mucho más afortunado en sus versos castellanos. Poesías éstas que tienen su valor lingüístico, pero que literariamente abruman por su pedantería pueril y por la pobreza de sus alcances. Pensemos, por ejemplo, en Bernardo Acevedo, anotando sus poemas, como si merecieran el honor de glosas y escolios.

Más cerca de nosotros, A. García Oliveros publica los Cuentiquinos del escaño (Oviedo, 1945), no exentos de cierta emoción; precisamente por haber sabido hallar vetas auténticamente populares donde los poetas bables se empeñaban en remendar una pintura castellana en menguado disfraz. C. Cabal en L’Alborá de los malvises (Los madrigales del bable), Oviedo, s. a, vuelve a las viejas pedanterías, buscando la eficacia lírica en la repetición de tópicos petrarquescos.

Para que nada falte al microcosmos regional, un Diccionario bable de la rima por A. García Oliveros (Oviedo, 1947) despena y saca de penas a estos laboriosos rimadores. Ciertamente, no hay gran originalidad en nada. Ni en la poesía ni en la lengua. Si la literatura nos hace pensar en la tradición castellana, la lengua nos lleva a viejos falseamientos: pienso en Juan del Encina o Lucas Fernández, inventores, como los bablistas, de lo que muchas veces ignoraban y evoco la noble figura de Jovellanos, que proponía el estudio de la lengua del pueblo, fatigado -sin duda- por la insufrible pedantería de los cultos.




ArribaAbajoUn destino afortunado: el dialecto salmantino

El fermento leonés reaflora más tímidamente que en Asturias en el Bierzo, en Salamanca o en Extremadura. Dejando aparte las Tentativas poéticas en dialecto berciano de A. Fernández y Morales (León, 1861), escasas de valor y fuera de nuestros límites cronológicos, hemos de entrar en el campo charro.

En los primeros años de nuestra centuria la actividad poética, salmantina es abundante. Desaparece, en realidad, con la muerte de Luis Maldonado. En efecto, el primer cuarto de este siglo produjo un notable florecimiento de la poesía -en menor escala del teatro- salmantina. La tradición venía de lejos y no es necesario insistir: el canónigo Lamano Beneite nos ahorra el trabajo con su Dialecto vulgar salmantino (Salamanca, 1915). Los ejemplos de Gabriel y Galán y Unamuno sirvieron de acicate a los nuevos cultivadores.

En 1915 (Ciudad Rodrigo), Saturnino Galache publicó sus Charras. Colección de poemas que reflejan con realismo, y muchas veces con rigor, escenas del campo charro. Una positiva diferencia aparta estos poemas de los textos de Gabriel y Galán: están faltos del sentido religioso o de la ejemplaridad moral que en aquél se encuentran. Son cuadros pintorescos (el encierro, la doma del novillo, la trilla) relatados tras reiterada observación. Precisamente, esta carencia de sentido trascendente, esta concretísima imitación, hace que Galache tenga un excepcional valor para la literatura salmantina.

Alcance mayor tuvo la obra de don Luis Maldonado, «quien con más feliz acierto ha cultivado la literatura regional salmantina». En la variada personalidad de Maldonado (profesor universitario, político, senador, periodista) cupo, también, el cultivo de la literatura. Unas veces, en excelente castellano, otras buscando en su tierra, como Anteo, fuerzas y expresividad. Entonces es cuando escribe sus obras teatrales (La Montaraza de Olmeda, La Farsa de Matallana), sus cuentos (Del campo y la ciudad) y sus Querellas del ciego de Robliza.

La obra de Luis Maldonado es, a pesar de su conocimiento de la realidad salmantina, una obra erudita. Las Querellas (1894), que merecieron un prólogo de Unamuno, nacieron un poco como broma, otro poco como seria verdad. El ciego de la Robliza fue una especie de José Hernández, salmantino. A la desmedida admiración que sentía Unamuno por el Martín Fierro, replicó Maldonado fingiendo un poema vulgar de carácter salmantino. Don Miguel creyó de buena fe en la existencia del ciego de la Robliza y en sus buenas dotes poéticas. El campo charro, la precisión lingüística, los problemas sociales..., todo había sido captado con exactitud y verdad, pero en el fondo la obra era de recreación, más que de creación.

La Montaraza de Olmeda (1908) y La farsa de Matallana (1903, pero impresa en 1928) tienen la mismas virtudes y los mismos defectos. Ambas son grandilocuentes, de sana moral, ficciones populares de un hombre de gran cultura. Basta recordar que La farsa es una versión actualizada en tierras salmantinas de La desdichada Estefanía de Lope de Vega, y sepamos que El collazo del rey, «loa charrana», se representó ante Alfonso XIII, en 1904, en ocasión para nuestras letras de memorable visita.

La fama de todos los poetas salmantinos fue obscurecida por el nombre de Gabriel y Galán. El acertó con una veta de sencilla humanidad y de limitada visión de las cosas, que hizo prosperar su literatura. Unas veces por el carácter tradicionalista de los sentimientos; otras por el tipo de gentes a que se dirigía; las unas por un pseudo-popularismo que venía a incrustarse, parejo, en las modas de la época. La poesía se incorporaba así al naturalismo que, en la narración, había dominado la literatura inmediatamente anterior.

Viendo de cerca esta poesía encontramos su escaso sentido dialectal. El pretendido leonesismo oriental se atenúa, hasta la pérdida, en un habla notoria por su vulgarismo, o, como dice Zamora Vicente, por su «barbarie lingüística». Un demorado análisis de la fonética, morfología o sintaxis del poeta salmantino nos asegura que «no hay rasgos diferentes de los del castellano medio popular». Precisamente ese castellano medio popular va a ser -con su arcaísmo ocasional, con su plebeyez constante- lo que caracterice, ya, a toda nuestra literatura mal llamada dialectal. Literatura vulgar, en castellano vulgar, salpicada por dialectalismos que afloran, allí donde la espontaneidad suele contaminarse menos, en el léxico. En efecto, si leemos a Galache, a Maldonado, a Gabriel y Galán, encontramos en su vocabulario los escasos testimonios dialectales. Ahora bien, he hecho un cuidado cotejo entre los glosarios que figuran en las obras de estos autores, o redactados sobre ellas. La sorpresa ha sido grande; el vocabulario de los escritores salmantinos no coincide nunca. Tan sólo una vez convergen: Gabriel y Galán usa jijear ‘lanzar jijeos’ y Maldonado jigeo ‘grito final con que terminan los cantares campesinos’. Esta sorprendente disparidad obligaría a un estudio sobre la sinceridad «dialectal» de los poetas regionales. Sin duda, los resultados obtenidos serían bastante negativos, pero, para mi objeto actual, creo importante deducir algo sobre el «dialectalismo» en este tipo de poesía pseudo-popularista o falsamente regional. No se trata, y el cotejo lo demuestra sin falacia, como vengo diciendo reiteradamente, de una poesía dialectal, sino de una poesía castellano-vulgar. Precisamente, lo que aparta a los tres poetas salmantinos es -¡increíble!- su dialectalismo; lo único que los une es el castellano plebeyo. Y entonces se justifica definitivamente mi planteamiento inicial: carecemos de literaturas dispares; en esencia, a oriente, a occidente, al sur, lo que acreditamos es un fondo de autenticidad castellana, que viene a ser lo único que agrupa al salmantino, al extremeño, al andaluz o al murciano.




ArribaAbajoEl salmantino de Unamuno

En la Vida de Don Quijote y Sancho, Unamuno incluyó un vocabulario, casi todo el de salmantinismos. Los comentarios lingüísticos de estas glosas rayan, con frecuencia, en el disparate. Sin embargo, son aducidos aquí porque manifiestan el primer interés de Don Miguel por el habla de la región. En ese mismo año de 1905 se publica, el Dialecto leonés de Menéndez Pidal y allí consta la aportación del gran escritor. Refiriéndose Unamuno a sus voces dialectales dice que «las más de ellas -su casi totalidad- las he tomado de boca del pueblo de esta región salmantina» y, añade: «creo que para enriquecer el idioma, mejor que ir a pescar en viejos librotes de antiguos escritores vocablos hoy muertos, es sacar de la entrañas del idioma mismo, del habla popular, voces y giros que en ellas viven». Consciente de este hecho, don Miguel no amojona su labor creadora, sino que los mismos términos que matizan su obra en prosa enriquecen, también, su creación poética. En su primer libro de versos, Poesías (1907), hay una coleccioncilla de Brizadoras, esto es ‘canciones de cuna’, título asaz sintomático, y hasta polémico: los modernistas, «frívolos» en el juicio de don Miguel, usaban berceuse por aquellas mismas calendas (Herrera y Reissig, Delmira Agustini); pues bien, brizadoras es un leonesismo derivado del celta *berkju ‘cuna’. Leonesismos son también algunas voces que se incrustan en estos poemas (enlojada ‘turbia’, remejer ‘mezclar’, yeldarse ‘cuajarse’) y con las cuales había de encariñarse por mucho tiempo. Dos de estos leonesismos reaparecen -sin duda por influjo unamunesco, a quien se dedica uno de los poemas en la Obscura noticia de Dámaso Alonso (¿«por qué remeje el agua y no mi llanto»?; «cuenco de tierra machorra, ¡yelda, yelda tu oración!»).

Más adelante en el Rosario de Sonetos líricos insiste en la frondosidad lírica que le brinda el habla popular. En ella busca el rigor de las precisiones o la concreción sintética; en un solo soneto, el 108, encuentro abruyo ‘mugido con que la vaca llama al ternero’ y brezar. El soneto, emparentado a mi ver con algún pasaje de El esclavo del demonio, logra una singular expresividad gracias a los términos rústicos con que se enriquece:


... el dulce abrullo
de nuestra madre tierra, ya cansada
de parir hombres...
... y doliente
breza a sus muestos...

Hasta en su obra poética de carácter más cuidado, El Cristo de Velázquez (1920), siente un claro regusto por descansar sobre la expresividad (alguna vez forzada por su saber etimológico) de los occidentalismos verija, rollo, lígrimo. Esta tendencia se acentúa -era posible- en su Cancionero: allí, volando la pluma, sin demasiado rigor académico, la exuberancia de su corazón se identifica con la frondosidad lingüística del pueblo (pingorota, berrueco, lígrimo, andancio ‘epidemia’, lluda ‘fermentada’, soyugar, quitameriendas ‘flor’), emoción avivada de sus vasquismos infantiles (montaka, sirimiri, narria, ezpañá ‘labio’, cancamurria). Así se llega hasta el fin de su creación -de su vida-, porque -lo ha dicho- él se mantuvo siempre hombre de palabra; y al troncharse su vida en 1936, toda su obra -la última más que la primera- justificaba, a posteriori, el designio impreso en 1905: «Otros vienen y nos dicen... que lo necesario y apremiante es podar nuestra lengua y recortarla y darla precisión y fijeza. Dicen los tales que padece de maraña y de braveza montesina nuestra lengua, que por donde quieran le asoman y apuntan ramas viciosas, y nos la quieren dejar como arbolito de jardín, como boje enjaulado. Así, añaden, ganará en claridad y en lógica. ¿Pero es que vamos a escribir algún Discurso del Método con ella? ¡Al demonio la lógica y la claridad ésas! Quédense los tales recortes y podas y redondeos para lengua en que haya de encarnar la lógica del raciocinio raciocinante, pero la nuestra ¿no debe ser acaso ante todo y sobre todo instrumento de pasión y envoltura de quijotescos anhelos conquistadores?».




ArribaAbajoExtremadura

Bajo el signo de Gabriel y Galán se encuentran todas las manifestaciones poéticas extremeñas. El mismo dio título dialectal a buena parte de su producción. Pero tales Extremeñas difieren muy poco de las Castellanas. El poeta fue maestro rural en pueblos de Ávila, Salamanca y Cáceres. Allí tomó el sustrato rural de toda su obra sin adentrarse demasiado en peculiaridades locales. Volvemos, otra vez, a señalar la falta de sentido dialectal de este tipo de poesía. Y, precisamente, comprobado ahora en Gabriel y Galán, el más egregio de sus cultivadores.

El «extremeño» que conoció el poeta fue el aledaño a Salamanca. Dialecto caracterizado por unos rasgos muy arcaizantes: la conservación de z y s sonoras. Este mantenimiento que -como al chinato- da peculiaridad distintiva a las hablas del norte de Cáceres, no ha sido observado por Gabriel y Galán, a pesar de la vitalidad y singularidad del hecho. Ni un solo testimonio en sus versos. Otra vez, en ellos, el vulgarismo salmantino, el trasfondo de castellano rústico del campo charro. He aquí, nuevamente, la problemática de esta literatura. Decía antes ante la falta de genialidad de sus cultivadores; hay más, la carencia de sentido idiomático, la escasez de sus dotes observadoras... He aquí las causas de su descrédito, pues en la incapacidad para saber oír -y ver, ¿quién no recuerda las interminables enumeraciones, sin un atisbo de interpretación?-, perdían lo que de otro modo las hubiera convertido en testimonio de autenticidad. De ahí, también, la sola unidad que puede establecerse entre todos estos escritores: la de su castellana vulgaridad, pues el leonesismo ahora, como antes en Salamanca, como luego en Badajoz, nunca se convierte en común denominador de un quehacer dialectal. Así se explica el porqué de las escasas coincidencias dialectales entre todos estos escritores ubicados en el mismo dominio: el dialecto no los agrupa, los disocia; porque, en el fondo de todos ellos, aflora un alma vulgar, no popular.

Si esto ocurre con Gabriel y Galán, ya no extrañará el escasísimo valor del resto de la poesía extremeña. Seguidores fieles del maestro salmantino, los poetas procedentes del sur del dominio no harán otra cosa que acentuar la plebeyez, el vulgarismo o la poca penetración que en él se encontraban. Acentuados, también, por unos sentimientos menos generosos, por una falta de elemental ternura y por una notoria inferioridad técnica. Tal es el caso de Antonio Reyes Huerta, cuya obra -desde la lingüística- es imposible de caracterizar. De sus libros, Ratos de Ocio (Badajoz, 1905) y Tristezas (1908) y de su colaboración en el Cancionero extremeño de Bonifacio Gil, hemos extraído algunos materiales que acreditan su vinculación a Campanario, Mérida y Badajoz, aunque sus versos -vulgares, chabacanos- pudieran localizarse en Salamanca o en cualquier lugarón manchego. No es muy otra la situación de Luis Chamizo cuyo Miajón de los castúos (5.ª edic., Madrid, 1942), pretende remedar sin mucha eficacia el habla de Guareña, en fa Extremadura castellana.




ArribaAbajoAragón: incapacidad y fracaso

Entre los más viejos cultivadores de poesía dialectal; e incluso de teatro, figura, en el siglo XVII, doña Ana Abarca de Bolea, abadesa de Casbas. Sus romances a la Procesión del Corpus o Al Nacimiento, su dialogado Baile pastoril bien merecen un recuerdo. Sin embargo, Aragón no tiene un teatro comparable al de Juan del Encina o Lucas Fernández, ni el XVII un Herrera Gallinato o en el XVIII nada semejante a Torres Villarroel. Es necesario llegar a la Vida de Pedro Saputo -considerada, como criterio muy discutible, como nuestra última novela picaresca- para encontrar una estimulante consideración de las formas habladas. Es verdad que tal o cual voz salta en el Bosquejillo de Mor de Fuentes (por ejemplo, retabillo); alguna se asoma, tímidamente, a la obra de Jarnés, pero en poesía, nada, casi nada. Tampoco hay poetas que merezcan tal nombre. Sería demasiado descender ocuparnos de copleros y baturristas, como García Arista, Alberto Casañal o Sixto Celorrio. Difícilmente encontramos un dialectalismo en los escritores aragoneses: cuando Ildefonso Manuel Gil, excelente poeta actual, escribe cargado de nostalgias su Cancionerillo del recuerdo a la tierra unos pocos dialectalismos -tan poco claros, tan perdidos- aparecen en las páginas del librito:


Dentro de la parva
los niños circean
con la gracia torpe
de las pingoletas



y, cerca, de él, fajo (también ya en la lengua literaria), oliverica (cuya geografía rebasa Aragón con mucho) y nada más. Pobre testimonio de un autor de la tierra a su propio terruño; parvo, comparado con el resto de España. Hoy, como hace tres siglos, verdad la de Lope hablando de aragoneses.

Tampoco el teatro merece especial consideración. ¡Desgraciada región en la que se han dado cita tanta vulgaridad zarzuelera! En los albores del siglo XX, un dialecto pirenaico, el cheso, advino a las tablas con dos farsas escritas totalmente en el habla local: Qui bien fa nunca lo pierde y Tomando la fresca en la cruz del cristiano o a casarse tocan (Jaca, 1903). Su autor, Domingo Miral, helenista, crítico de arte, etc., cayó -como tanto hombre culto- en la vulgar erudición- o erudición vulgar- cuando se trataba de dar vida a su propia habla. Insulsas representaciones, pedestres sicologías, sentimientos sin matices... Y como estampa animadora algún cuadro corbachesco (la gallina perdida, los lamentos de la comadre...). Si algo vale en este par de farsas es un cúmulo de materiales: buenos, malos, entreverados. Un dialecto forzado a violentas contorsiones.

En habla chesa escribe hoy Veremundo Méndez Coarasa, poeta que, salvando las distancias, puede representar para el Pirineo aragonés, algo de lo que Gabriel y Galán fue para el charrismo de hace medio siglo.




ArribaAbajoEl panocho

Durante muchos años -sus primeros balbuceos están en unas seguidillas del siglo XVIII- ha florecido en el sureste peninsular una poesía de carácter rústico. Amparada en fiestas de ambiente local popular o campesino- ha desarrollado en pregones y romances un aire grotesco, de chabacanería literaria y de falsedad lingüística, contra la que han protestado los propios poetas de la región. Este dialecto de la Huerta de Murcia, ha sido usado, frente a la burda gracia del perráneo y sus secuaces, por una no escasa pléyade de escritores costumbristas. Su dignificación -una y otra vez, con asidua reiteración- fue intentada por Frutos Baeza y por Vicente Medina. El primero de ellos, en su libro Desde Churra a la Azacaya (Murcia, 1915, pp. 63-64), dice:


No es lenguaje panocho
jerigonza de burdel;
sino mezcla del sencillo
romance de pura ley,
y del habla vigorosa
de aquel pueblo aragonés,
que conquistador de Murcia
con el rey don Jaime fue:
matizado con mil hombres,
que dejó el árabe en él.



Bien es verdad que estos buenos deseos de dignificación fallaron, tanto en el libro que cito, como en las obras de Luis Orts, como en la antología El libro regional de Frutos y Soriano. Sólo plebeyez, mal gusto, vuelo rastrero, encontramos en ellos.

Con Vicente Medina la literatura murciana alcanza un nivel más alto que en cualquiera otro de los escritores regionalistas. Sus Aires murcianos (Cartagena, 1898), prologados por José Martínez Ruiz -todavía no era Azorín- y sus poemas de Allá lejicos... (Murcia, 1927) dieron difusión a un tipo de poesía muy semejante a la de Gabriel y Galán, con todos sus valores y todos sus desméritos. Aunque en el caso de Vicente Medina -maestro de escuela como el escritor salmantino- una personalidad robusta determinara rasgos diferenciales muy acusados con respecto a la extremeña. Poesía de amargura, pesimista, desencantada; con muchos de los rasgos que hoy harían hablar de su carácter social; sin conformidad religiosa; aumentado todo ello, en sus últimos años, con la acedia del emigrante.

En 1933, Vicente Medina grabó para el «Archivo de la Palabra». Allí su testimonio contra el mal llamado dialecto de la Huerta Murciana es decisivo: «En mi tierra se cultivaba un lenguaje llamado panocho, len guaje de soflamas carnavalescas, que imitando el habla regional, la ridiculizaba con acopios de deformaciones y disparates grotescos, se indignaba por eso este panocho. Tal indignación engendró mi ansia de reivindicar el lenguaje de mi tierra, que no era, ni es, otra cosa que un castellano, claro, flexible y musical, matizado con algunos provincialismos de carácter árabe, catalán y aragonés. En toda la región murciana y en parte de la de Albacete, Alicante y Almería, tierras linderas, se habla tanto por la gente fina, como por la gente del pueblo tal como yo hablo en mis Aires murcianos...». Desde un punto de vista teórico, Medina tiene razón; la realización práctica se escapa a veces. Sin embargo, hoy por hoy, su obra es un venero de rico fluir lingüístico y, desde la literatura, la única poesía dialectal que -con Gabriel y Galán- tiene alguna dignidad.

Es necesario incluir aquí la obra del almeriense J. Martínez A. de Sotomayor: sus versos (Rudezas), su teatro (La Seca) pertenecen con licitud a ese dialecto murciano del que habla Vicente Medina. El escritor de Cuevas del Almanzora refleja el habla de su pueblo; andaluza sólo por la s coronal que allí se usa, pero murciana en todo: por su léxico, por los rasgos fonéticos, por la geografía y por la historia. Para un lector -no para un «oidor»- es indisputable el carácter murciano de tales textos. Su vinculación -socialismo, amargura- con la poesía de Vicente Medina es evidente.




ArribaAbajoLa poesía terruñera de Miguel Hernández

El poeta había dicho de sí mismo:


Llevo cubierta de montes la memoria
y de tierra vinícola la cara,
esta cara de surco articulado.



También su lengua estaba cargada de esencias de la tierra: todas aquellas que aprendió -y no quiso olvidar nunca- guardando el rebaño paterno. Toda la obra de Miguel está salpicada de sus amadas voces regionales: unas veces son vulgarismos, otras aragonesismos vivos en el sudeste, otras el murcianismo específico. Para la identificación de cada uno de tales testimonios no es suficiente guiarnos por el Diccionario académico, porque falta en él la precisa localización. En efecto, el DRAE recoge sin tilde alguna, voces como gobierna, pozal, garbillar, merla, usadas por el poeta oriolano; sin embargo, cualquier español culto empleará sus correspondientes castellanas: veleta, cubo, ahechar, mirlo. He aquí unos cuantos testimonios de dúplice valor: para desconfiar del criterio lexicográfico oficial y asegurar que la geografía lingüística exige la delimitación de áreas para, con ellas, reconstruir la historia.

Harto sabida es la repoblación aragonesa en Murcia -y de ella han hablado los poetas panochos- y, consecuencia de la historia, sabemos la persistencia de los aragonesismos en Murcia. Miguel Hernández emplea enguizcar ‘incitar, estimular’ de acuerdo con él aragonés guizque ‘aguijón’ (el DRAE recoge, no sé con qué certeza, enguizgar), garba ‘gavilla de mieses’, garbera ‘montón de gavillas’, corvilla ‘hoz’...

Otras veces, su testimonio es válido como peculiaridad lingüística del sudeste. Trátase entonces de palabras que existen -sólo- en murciano o en las regiones dependientes de él; en tal caso se encuentran adana ‘desaliñada, sucia’, mandil ‘esterillo del macho cabrío’, cobar ‘incubar’, cerriche ‘cadillo, hierba’, alábega (por alhábega) ‘albahaca’ (albahaca aparece un poco después...). Todavía hay voces cuya localización ha de ser más restringida: falta en los índices académicos y en los regionales de Soriano, Sánchez Sevilla y Lemos; marero ‘marinero’ (el DRAE recoge, sólo, viento marero), visco de la leche ‘viscosidad’, no ‘liga o liria’, según dice el DRAE, oxear insectos, calzona ‘zaragüelles’. En dos ocasiones, creo, se pueden deducir motivos de mayor interés para nuestro objeto: una vez emplea adelfos florecidos- (no es, por tanto, errata) para nombrar el ‘oleandro’. Pues bien, en español sólo hay adelfa (femenino); sin embargo, en murciano no existe esta voz, sino baladre (masculino); ¿es posible que el baladre haya cedido a la adelfa su género? Quede anotada, y con toda certeza, la anomalía del poeta. Páginas más adelante usa orín ‘orina’ (según el DRAE), pero esta forma ha de ser necesariamente de uso muy limitado: sólo puede existir en aquellos dominios donde el orín ‘herrumbre’ se llame robín, o de otro modo. He aquí, pues, ex silentio, un nuevo testimonio del dialectalismo de Hernández.

He reunido aquí unas cuantas muestras del sentido localista del gran poeta. Otras muchas quedan acalladas por no ser estrictamente léxicas y suscitar, por tanto, más largas discusiones (reconcome como transitivo, de zaga ‘detrás’, salir del alma ‘importar’, luego a luego ‘en seguida’, cuantimás, etc.). Observemos que siempre se trata de palabras de carácter muy concreto, términos rurales que hacen tener a esta poesía, tantas veces de imitación clásica, un transparente valor de realidad vivida. . Poesía en la que el sentido idiomático lleva a unas preferencias muy claras: para ellas, el amor del poeta, el cariño mantenido, la fidelidad a ultranza, cuando la vida es, ya, una infancia desarraigada o un «silbo vulnerado».




ArribaAbajoJuan Ramón de Moguer

Cualquier lector de Platero sería capaz de recordar algunas voces de un castellano desusado, algunas significaciones diferentes, cierto agreste regusto. Junto todo ello, explicable por la naturaleza del libro. Más extraño parecería encontrar dialectalismo en la obra poética del andaluz universal. Sin embargo, existen. Existen y su caracterización es difícil de hacer, si no se tiene un conocimiento directo de la realidad moguereña. Por eso el dialectalismo de Juan Ramón, aparece atenuado, borrado casi, por su íntima estructura moguereña.

Por poca familiaridad que tengamos con la Segunda Antolojía poética, no nos faltará el recuerdo de las «Historias para niños sin corazón». Allí unos versillos nos hablan del trágico fin de La carbonerilla quemada:


«Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtuvo ejto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, y yo te yamaba, y tú nunca venía!»



Sí, la ternura más honda, la emoción más desgarrada, el descuido -¡ay!- de Dios y los hombres («Dios estaba bañándose en su azul de luceros») han hecho que el poeta se acerque con un hondísimo amor hacia la pobre carbonerilla. Entonces la más alta vibración humana le hace recoger las palabras -espontáneas, sencillas- de los labios que pronto se van a sellar. Y el poeta ha reunido un manojuelo de voces con su más cuidadoso amor. He aquí un texto dialectal raramente preciso. La caída de la -d- intervocálica, la pérdida de las -s finales o su aspiración cuando aparecen implosivas, el yeísmo, la igualación fonológica de -l y -r finales, todos ellos son rasgos meridionales; pero hay más: jeché asegura una aspiración intensa; zobre, zolo señalan una zona de claro ceceo; mare nos lleva a una región de gran vitalidad dialectal. Esa región puede ser Moguer: allí se cumplen todos estos rasgos y de allí los aprendió el poeta. Moguer, precisamente, nos va a servir para interpretar algún pasaje muy concreto. En tres ocasiones habla, desde su trasfondo dialectal, de pájaros: son los rabúos, los verdones (cinco veces cuando menos) y los aviones. En Moguer llaman rabúos a «unos pájaros azules, con la, cola muy larga, que se comen la fruta»; son los mismos que llaman zirineos y mojinos en otros pueblos andaluces; precisamente de estos mojinos hizo una clara descripción Barahona de Soto (Dial. Montería, p. 404) y sus palabras vienen a reforzarnos: «E1 mojino es más pequeño que el rendajo [arrendajo], y le parece mucho, salvo que tiene más larga la cola».

Los verdones juanramonianos aparecen junto a un verderón y al conocido verderol. La Academia, con su sabida indiscriminación, recoge verderón y, como formas secundarias, las otras dos. El pueblo de Moguer, como gran parte del andaluz, sólo conoce verdón, de acuerdo con el adjetivo homónimo que significa ‘verdino’.

En el primer poema de La Soledad sonora habla de que «los aviones ornan de griterío el pueblo». Tales aviones son no el ave castellana, sino el vencejo de la lengua oficial. En toda Andalucía se ha producido el cambio avión > vencejo, vencejo > avión. En el habla de Moguer, el trueque también se ha cumplido.

Fuera de la ornitología, aparecen formas dialectales como azucenón ‘planta de la azucena’, candela por ‘lumbre’, carrillo del pozo en vez de ‘carrucha’ (también en Alberti), piara por ‘vacada’; todas ellas en el habla de Moguer. Hay, sin embargo, un poema que sólo puede explicarse desde la escueta serenidad moguereña. El poeta estaría allí, entre los pinos de La Rábida, contemplando la resaca; recordaría el puente ferroso, camino de la espera de Zenobia; el atardecer en el delta, cuando la mar, los ríos, se enrojecen y amarillean. Entonces,


Es olor todo el ámbito. Por la marisma hueca,
los juncos tienen alas. Y en la lama -ancho viento-,
el sol se muere, como a una gran hoja seca,
pinta nervios de luz, en tejido sangriento.



Esta lama es, de todo el texto -tan autobiográfico, tan lleno de su vida en la ría de Huelva- el arraigo material a la tierra. Lo que un hablante hispánico llamaría lama es en Moguer barza o arriaúra, allí la lama es, sólo, ‘el fango del río Tinto formado por los arrastres del mineral’. Ahora -poesía arraigada- comprendemos bien el poema. Desde su mundo expresivo, hasta la sensación material. Aguas rojas del río Tinto desde Niebla hasta Punta del Sebo. Y en ellas, con el descuido de la muralla en el agua, el recuerdo vivísimo del poeta.




ArribaAbajo... Y Sevilla

La Andalucía occidental ha tenido también sus poetas -llamémosles- dialectales. Cuando rompía el siglo XIX, se acababa la vida del gaditano González del Castillo. Sus aguafuertes teatrales nos dan una versión meridional de los sainetes de Don Ramón de la Cruz. Salvando el tiempo -¿acaso, también, las distancias?- los hermanos Álvarez Quintero reinciden en las mismas veredas. Inmediatamente surge el cotejo con Juan Ramón. Cuatro versos -¡cuatro!- nos acreditan en el grandísimo poeta, una finura de observación, una exactitud, una justeza, ante la que el dialectólogo se sorprende. Nada de ello en los dos saineteros de Utrera. Sus notas dialectales -¡tantas!- son imprecisas, inexactas, tímidas. Se limitan a alterar un poco la lengua oficial, buscando -no más- el detalle de gracia local, la nota ambientadora... pero poco, muy poco, para la consideración rigurosa del investigador. Las eses finales repuestas, el ceceo hasta en posición implosiva, la arbitraria recreación fonética... Alguna vez, eruditos bastante crédulos han aceptado la casne que les brindaban, como si en Sevilla se pudiera pronunciar disparate semejante. La carne será cahne o canne; nunca, casne. La valoración lingüística del teatro de los Quinteros es semejante -aparte finura y gracejo- a la de los escritores panochos o a la de los extremeños. Si algo les salva, es la creación literaria, no el motivo lingüístico, atropellado por ellos con reiterada indiferencia.

Al tener en cuenta los hechos anteriores recuerdo unas palabras de Fernando Villalón: «Un Gabriel y Galán andaluz me pone nervioso y sólo pensar en eso me inutiliza para escribir en dos o tres días». Bien precisa su postura poética, aunque bien cerca, en su Andalucía la Baja, había concepciones literarias que no mejoraban la postura teórica del vate salmantino. Sin embargo, el conde de Miraflores de los Ángeles no rehuyó -como tampoco Manuel Machado- el tributo localista a su Andalucía marismeña: dará achares a las mocitas, verá venir la jarria ‘recua de burros’ o recordará al novillero vendedor de papas y alcauciles. Donde está su interpretación «dialectal» de Andalucía es, precisamente, en el tributo reiterado a sus hombres, a sus tierras y a sus autores. Justamente entonces el poeta que no hace «dialectalismo», incrusta en sus poemas canciones de trilla, sevillanas, malagueñas, soleares, nanas, saetas y serranas tal como las canta el pueblo. He aquí el filón dialectal de Fernando Villalón, su dialectalismo recogido con el cuidado y la devoción de Demófilo; no consentido en la postura estética del escritor.

Otro tanto cabe decir de Manuel Machado. El dialectalismo está, no en su obra de poeta culto, sino en sus arrastres hacia los cantos del pueblo. No olvidemos: don Antonio, padre, fundó el folklore como disciplina científica; Antonio, el poeta, volvió a él en su última época; Manuel -Manolo- escribió para el pueblo. Por eso dicen poco los dialectalismos (toíto, , colorá, alante, conosío y no muchos más) de su poesía. No son como en Gabriel y Galán o Vicente Medina elementos sustanciales. Son algo de esto y muchas cosas más: es la concesión del gran señor al arte del pueblo; cierta consciente condescendencia, pero nunca razón vital de su poesía o compromiso inalienable de su espíritu. Es la postura de tanto señorito andaluz; amigo, confundido, del pueblo, pero... infinitamente lejano del pueblo.




ArribaAbajoMálaga cantaora

El habla de Málaga había ascendido a la literatura ya en el siglo XVII. Don Juan Fernández de Ávila, párroco de el Colmenar, escribió remedando las peculiaridades del pueblo sus diez farsas sobre la Infancia de Jesucristo (ed. de M. L. Wagner). Después, Estébanez Calderón aporta algunos datos malagueños -y sevillanos- en sus cuadros costumbristas y reaparecen algunos testimonios en la poesía -y en la prosa- actual.

Por típico malagueño literario se tiene a Salvador Rueda; sin embargo, su poesía grandilocuente (poeta de trompa se llamó a sí mismo) descendía con dificultad a buscar ese sustrato popular que encontramos en los poetas andaluces. Rueda fue analfabeto hasta los dieciocho años; sin embargo -cuán distinto a Miguel Hernández-, su origen, su lengua, no se manifiesta apenas en sus versos. Lo que podría ser dialectalismo en Salvador Rueda es cierta ignorancia del español, cierta inexactitud lingüística. Veamos: en determinada ocasión, enumera una colección de bichos del campo y juntos aparecen, como distintos, el cigarrón y el saltamontes, el caballo del diablo y la libélula, y, otra vez, habla de la de buenas noticias, mosca dorada, que no es otra cosa que el ‘abejorro’. Tan sólo un poema de los incluidos en su Antología poética se puede considerar de consciente malagueñismo: El Pregón del Pescado, que subtitula Popular. En efecto, allí utensilios (cenacho), peces (golfín, zafío ‘congrio’, aguja palar, pijota ‘pescadilla’, chanquete, chopa ‘jibia’), costumbres marineras (moraga) hablan entrañablemente con voces de La Farola, del Palo o del Perchel. Pero es raro este tributo en Salvador Rueda. Su atención pasaba sin mucha fijeza sobre los objetos próximos: cantaba con énfasis el Parthenon, los bárbaros en Roma o la Habana futura... Sin embargo, se perdía al contemplar el mundo cercano. Lo hemos visto vacilar al llamar a las cosas menudas y contemplamos su error al trazar algún cuadro costumbrista. Para él, pueblo, salido del pueblo, el cante jondo era desconocido: habla de las soleares cantadas al son de los «duros martillos», sin darse cuenta que la soleá exige acompañamiento de guitarra y que, para la fragua, Andalucía había creado -o recreado- el martinete. No era Rueda poeta para cantar las pequeñas emociones -como Juan Ramón, como Lorca-, él se perdía en la épica grandilocuencia y la voz honda, la voz íntima, apenas si se atrevía al balbuceo (pillar por ‘coger’, pajizo por ‘amarillo’) anegada por la tumultuosa catarata de su estilo. Por ello -todo revuelto- se precipitaban su imprecisión lingüística, su falta de fijeza, sus recuerdos entrañables.

Muy cerca de Rueda -vocación, preferencia- está la poesía del canario Tomás Morales. Leyendo sus Rosas de Hércules -recién unidas en la edición de 1956- no encuentro, era de esperar, ningún localismo. Mejor, sí, uno solo: la tea ‘madera de pino’, en sentido genérico, sin ulteriores restricciones.




ArribaAbajoGranada para morir

Si en el siglo XVIII el sacristán de Pinos Puente (Cartas, 1769) o en el XIX Ganivet (Mío Cid, habla de Güejar-Sierra) habían mostrado su interés por el granadino rural, García Lorca, en el XX explota el rico venero de la tradición oral. Pero con muy otro sentido. Los prosistas remedan (como en el costumbrismo, de cualquier tipo), Lorca convierte en purísimo oro poético los materiales dialectales (como Juan Ramón o Hernández). El elemento popular de Lorca se ha señalado siempre. Raro es el crítico que al enfrentarse con su obra no parta del neopopularismo. Esto es cierto. Pero en Lorca el pueblo está en él, es él. Él creará como nadie poesía popular, él dará forma definitiva a los tanteos del pueblo, él elevará a dignidad de tragedia griega los incidentes domésticos del campo andaluz. Por eso, su obra tiene un valor substancial: la sinceridad. Ni su lírica ni su teatro necesitan del elemento popular para crear un clima, ni para asentar una verdad, y es que el poeta discurre sobre una senda de autenticidad en la que no se descubre el menor asomo de fisuras. En Lorca, el dialectalismo no es mundo pintoresco; es su fondo vital, su «ultima ratio». Por eso no recrea, como Machado; no imita como Villalón; no copia, como Rueda; sino que en donación total se hace pueblo. ¿Hasta dónde llega el popularismo en Lorca? ¿Dónde pone Federico sus valladares? Al leer los textos del poeta no sentimos -de fundidos que están- los dialectalismos pajizo ‘amarillo’, mozuela ‘soltera’, zumaya ‘chotacabras’, niña ‘muchacha’, delantarito, compaña ‘compañía’, bueyes del agua, cristobita ‘marioneta’...

Sería inútil juzgar a horca tan sólo por sus usos léxicos. Quisiera recordar la sintaxis del «¡No preguntadme nada!», quisiera no olvidar el valor popular del diminutivo, señalado ya por Amado Alonso. En Lorca -esencias del pueblo- los diminutivos son constantes. En su teatro simbólico hay Curianitas (< curiana ‘cucaracha’) y Alacranitos, en sus dedicatorias aparecen Melchorito, Carmencica o Isabelilla; en los momentos de máximo dramatismo reaflora la emoción del diminutivo: cuchillito. Todos con unas preferencias dialectales: con valor afectivo -empequeñecedor, -ito; con cierto pique burlesco, o como mera fórmula sin marcar, -illo; con la máxima cargazón afectiva, -ico.

Pero la dialectología en Lorca, es más. Es la aclaración de muchos problemas pendientes. Así sólo se explican versos de los llamados difíciles: la Balada triste, el romance de Amnón y Tamar. Folklore infantil, poesía tradicional, engarzados en el arte del poeta para complicarlo y resolver sus dificultades. En un caso, la clave está en las cuatro uñas del gato del juego de niños; en otra -la explicación del desnudo- en el tiempo verano y en las enaguas blancas ‘en aguas’ (en contraposición a las enaguas ‘faldas’), según se oye en los cantos del Sacro Monte y del Albaicín.

En Lorca, asomarnos al valor de lo dialectal es tanto como recrear las mejores esencias de poesía. Para él, el pueblo era poesía; la identificación anegaba todos sus recursos expresivos: desde la emoción de un sufijo hasta la inducción de un gran poema. Todo lo que pedantescamente llamaríamos sintagma, morfema, palabra marcada, se transforma en Lorca en valores líricos o dramáticos. Y estos eran -ni más ni menos que un Lope redivivo- los gritos populares que desde el Darro suben, como caliente vibración, a las cumbres de la Alhambra.




ArribaFinal

Unas cuantas calas en nuestra poesía del siglo XX han planteado profundos problemas de valoración lingüística o de exégesis literaria. A la luz de ellos, el español manifiesta su hermosa e inalienable unidad. ¡Quién dijera que poesía de pocos quilates nos iba a confirmar la rigurosa homogeneidad de nuestra lengua! A su vez, los recursos expresivos de carácter local venían a caracterizar, sin lugar a dudas, el quehacer literario de unos cuantos escritores. Y ahora, al final, nuevas conclusiones ayudan a determinar hechos muy distintos. Hay una poesía dialectal que no rebasa el carácter de costumbrista; hay otra de carácter erudito que se apoya, para sus pedantescas recreaciones, en la lengua del pueblo. Uno y otro tipo de literatura puede ser útil para el dialectólogo, escasamente para el historiador de la literatura.

Pero poetas hay en los cuales toda su fuerza está en el terruño que, como el árbol, les da substancia con que elaborar la savia. Entonces no sorprende que el hecho dialectológico valga ejemplarmente para valorar la ternura, la capacidad de observación, la sinceridad de unos testimonios. Y no es extraño que los más altos poetas acierten -ellos solos- con las menas más ricas y con los veneros más auténticos. De este modo cabe explicar unos versos emocionantes de Unamuno, con los que cerraré estas páginas; y entonces, también, justificado el elogio del analfabetismo. Contra la pedantería del oficio, contra el frívolo observador, el dialecto conserva todavía cargazón de precisiones y purezas no conocidas. Entonces -y para siempre- la gratitud hacia el escritor que salvó un manadero desusado y la condenación del que no supo más que enfangar los ojos del agua:


El armador aquél de casas rústicas
habló desde la barca:
ellos, sobre la grava de la orilla,
El flotando en las aguas.
Y la brisa del lago recogía
de su boca parábolas;
ojos que ven, oídos que oyen gozan
de bienaventuranza,
Recién nacían por el aire claro
las semillas aladas,
el sol las vestía con sus rayos,
la brisa las cunaba.
Hasta que al fin cayeron en un libro,
¡ay tragedia del alma!
ellos tumbados en la grava seca,
y El flotando en las aguas.







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