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ArribaAbajo- XIX -

Los códigos de fray Luis


La magna edición recién publicada por José Manuel Blecua (Madrid, Gredos, 1991) restituye magistralmente a fray Luis de León al tenor de su palabra y al fluir de su historia. Pocos de nuestros clásicos estaban más necesitados de una restitución semejante, como sólo puede lograrla un texto crítico amorosamente cuidado, con exhaustivo aparato de variantes. Porque a pocos también les ha tocado un destino más paradójico.

Sobran los dedos de la mano para contar los poetas clásicos españoles cuya estimación se ha mantenido uniformemente en lo más alto a través de los siglos: el Jorge Manrique de las Coplas, el autor de la Epístola moral a Fabio, Garcilaso en bloque, apenas más... Fray Luis ocupa entre ellos una posición singular: la constancia de la admiración que se le ha tributado no se ha correspondido siempre con una comprensión satisfactoriamente   —95→   ancha y honda. Los fuegos artificiales del barroco buscan en primer término deslumbrarnos, dejarnos boquiabiertos, y podemos permitirnos el lujo de no acabar de entender a Góngora o a Quevedo y aun así no perdernos la parte más sustancial de su poesía. En fray Luis, esa parte es menos inmediatamente perceptible: apreciarla exige un modo de lectura más atento a las raíces -y no sólo a los frutos vistosos- y una participación mayor en los supuestos culturales del autor y en el mismo proceso de la creación poética. Típica de tal comprensión insuficiente es la frecuencia con que las odas tienden a "traducirse" a un único episodio biográfico (el proceso, la cárcel) y a caracterizarse sólo en términos del temple, de los estados de ánimo que presuntamente las inspiran, sin reparar como es debido en los paradigmas intelectuales y literarios que están en el trasfondo de cada poema. No daré más ejemplo que una estrofa archisabida:


   Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo...



Quien lea el primer verso sin otro horizonte que el uso moderno del castellano tal vez no traicionará radicalmente a fray Luis, pero tampoco pasará de una comprensión pobre. «Vivir quiero conmigo» supone una cierta violencia a la lengua cotidiana, pero no es ininteligible dentro de ella: denota, en resumidas cuentas, una voluntad de rechazar el ajetreo de la vida social y bastarse a uno mismo. Sin embargo, descifrar así el texto, con la mera competencia lingüística del español contemporáneo, para verlo simplemente animado por un «sentimiento vivo y personal», es, insisto, un empobrecimiento.

Para hacerle justicia y lograr un entendimiento más pleno, la estrofa debe devolverse a los códigos estilísticos y culturales de fray Luis. En tal ámbito, la frase en cuestión es inequívoca. «El primer indicio de una mente serena es que pueda permanecer en un lugar y habitar consigo misma». En efecto: «secum   —96→   morari», como ahí dice Séneca; «secum esse, secum vivere», como prescriben Cicerón, Persio, Horacio, es una de las grandes metas y una de las divisas más propias del «sabio» estoico (uno entre los «pocos», por principio) precisamente en tanto tal. «Vivir quiero conmigo» es, pues, casi un tecnicismo, una proclamación de fe estoica. Pero el ideal definitorio del estoicismo consiste en la apátheia, la extinción de los afectos, de las pasiones. Que son ni más ni menos que cuatro, spes, metus, gaudium, dolor, las mismas que fray Luis nombra o evoca en nuestra copla: «esperanzas», «recelo», «amor»...

No se trata, desde luego, de colgar una etiqueta a lo que bien se estaba sin ella: sin ella el texto no se estaba bien. La referencia al «sabio» estoico es imprescindible para captar el valor literal del pasaje, sin enzarzarse en los falsos problemas que suscita leerlo igual que si lo hubiera escrito un poeta de nuestros días (y preguntarse entonces, por ejemplo, «cómo puede anhelar el varón justo una vida sin amor, celo ni esperanzas»), ni entrarse en callejones sin salida, como cuando la frase en cuestión se juzga «metáfora de un proceso espiritual de sentido místico» (si es grave que a menudo se haya hablado en serio del misticismo de la poesía luisiana, todavía alarma más que se busque en una afirmación de la apátheia pagana).

Pero la tal referencia es, asimismo, indispensable para captar el alcance literario de la pieza. No faltan quienes gustosamente lo reducirían a la anécdota de si tiene que ver con el retiro de Carlos V a Yuste o más bien «refleja las luchas académicas del poeta». Pero cuando se identifica la resonancia estoica pronto se advierte que la oda está puesta en boca de una dramatis persona: la voz que dice esas liras pluscuamperfectas nace de la cultura, de la inteligencia y del arte más que de la biografía, o, en cualquier caso, sólo en tanto resultado de esas fuerzas se erige en protagonista del poema.

Del sonido, como del sentido. No se requiere ningún conocimiento especial para disfrutar la música verbal de fray Luis. Pero quien se limita a rendirse a su encanto, sin más, está también empobreciéndolo, trivializándolo. No basta dejarse llevar por la melodía de nuestra estrofa: hay que ser consciente de cómo se consigue. De cómo, por no aducir sino una   —97→   muestra mínima, la grata inercia de la dicción que se experimenta desde el arranque viene de que el segundo verso repite y amplía el patrón acentual del primero, en un impulso ayudado por la repetición léxica y las insistencias vocálicas (, éo, que, lejos de pretender ningún efecto imitativo, se orientan a estructurar el texto y darle una fisonomía peculiar).

No es vana disección de dómine: es la que corresponde a quien «mira el sonido [de las palabras] y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone...» (De los nombres de Cristo), la única que acepta la invitación expresa del poeta. Ni, obviamente, ese primor formal debe entenderse como pura intuición o neurosis de artista, antes obedece también a un vasto designio intelectual. Es el caso que los humanistas peninsulares, desde Nebrija y Arias Barbosa, venían deplorando la escasez de recursos de la poesía en lengua vulgar, fundada sólo en la medida silábica y en la rima, y ajena a las sutiles figuras prosódicas que ellos tanto apreciaban en el verso antiguo y neolatino. Pues bien, cuando fray Luis realzaba la lírica castellana con todas esas filigranas fonéticas, lo que estaba en juego no era sólo una minucia de la versificación: era un elemento más, tan relevante como cualquier otro, de una vasta operación en cuyo curso el español tomaba en buena parte el relevo al latín, para constituir un nuevo sistema de las artes.

Una poesía tan rica en matices e implicaciones sólo puede ser gustada cabalmente si el lector no se entrega irreflexivamente al rapto de la melodía y a la primera impresión de significado. La comprensión insuficiente que ha sufrido fray Luis -y que, no obstante, atestigua también su grandeza- consiste, sobre todo, en haber cedido demasiado fácilmente al entusiasmo espontáneo del momento, para leerlo como si fuera un romántico, cuando fray Luis es un clásico. La lectura analítica, estudiosa, que debe dedicársele, por ahí, no es pedantería erudita, sino exigencia de participación poética, de reconstrucción de la experiencia creadora en toda su complejidad.

Con la sobriedad de la buena filología, en el simple diálogo del texto y el aparato crítico, la monumental edición de don José Manuel Blecua nos cuenta cómo fue gestándose esa poesía, cómo llegó a sazón, cómo fue leída por los mejores y   —98→   por los menos buenos. Devuelve a fray Luis, en suma, tel qu'en lui même..., a su texto y a sus contextos, a los códigos dentro de los cuales alcanza su plenitud. No es posible aquí entrar en detalles, ni sobre el inmenso poeta ni sobre el excepcional editor. Lo apuntado arriba sobre el arte de fray Luis quisiera únicamente sugerir que a tal señor, tal honor.




ArribaAbajo- XX -

De hoy para mañana: la literatura de la libertad


La desaparición de la censura se deja posiblemente entender como el síntoma más locuaz de la nueva literatura española. El progresivo desmantelamiento de las foscas covachuelas del Ministerio de Información ocurrió casi al tiempo que la consunción de sus enemigos más enconados: la literatura comprometida y las ideologías clásicas de la izquierda. Era en todos los casos la culminación de un proceso de desmoronamiento interno, no menos biológico que el otoño y la muerte del patriarca. El marco previo del régimen franquista y las inercias de la oposición retrasaron ligeramente los fenómenos en cuestión y les dieron matices singulares respecto a otros países. Pero nos las habemos siempre, claro está, con los aires de la asendereada posmodernidad.

Porque son gajes posmodernos, tampoco podían ser sino negativos. La palabra y la noción de posmodernidad suscitan cierta duda sólo mientras postmodernism se calca, pero no se traduce al castellano. El modernism de norteamericanos e ingleses es simplemente el espíritu que alentó a las vanguardias, a los ismos, coletazos postreros del romanticismo para renovar a toda costa la literatura y las artes con el propósito de agredir a la sociedad burguesa. Por definición, pues, la posmodernidad es el rechazo de los dogmas de las vanguardias sin la propuesta de otros equivalentes. (Por eso, posmodernidad parece designación   —99→   preferible a posmodernismo, cuyo mismo regusto normativo lo convierte en un ismo más, en otra fase de las vanguardias. Posmodernidad describe; se diría que posmodernismo prescribe. Sólo al segundo hay que temerle).

Es lícito interpretar la agonía de las vanguardias como un episodio más del famoso crepúsculo de las ideologías (según era en un principio, cuando el radicalismo artístico iba a la escuela del político). En cualquier caso, el penoso recorte o feliz desplume de las alas extremas del pensamiento de izquierdas, con sus anejos de Realpolitik de «to er mundo é güeno», ha estado en España particularmente ligado a los avatares de la posmodernidad, porque la literatura social y el compromiso del escritor, cultivados con admirable tenacidad en tanto ilusión de "resistencia", se prolongaron anormalmente entre nosotros como penúltima etapa de la vanguardia que también habían sido a orillas de otros ríos.

La última, siempre contra la anterior, fue un "experimentalismo" de laboratorio, puro ismo sin horizontes, menos unido al continente de la voluntad de expresión que a la península de la teoría, y en concreto a las "ciencias humanas" que por entonces se aclimataban en nuestras facultades de letras: el estructuralismo, la semiología, una cierta antropología... El experimentalismo, que convivió con experimentos y tanteos harto mejor encarrilados hacia el porvenir, trataba de hacer verdad, aplicándolas a la letra, las recetas de la crítica del día y practicó con esfuerzo la "novela estructural" y la "lírica del lenguaje" (sic), en un terco empeño en pos de la "metaficción", la "metapoesía", el "metateatro". Pocos rozaron tales objetivos (no nos encarnicemos en el retruécano), y el formalismo y el teoricismo experimentalistas fueron apagándose entre bostezos.

Tenía que llegar y llegó: sin censuras a diestra ni a siniestra, sin el espejismo de cambiar el mundo con armas de papel, sin la obsesión de mirarse el ombligo tel qu'en lui même, a la literatura española de la democracia se le vino a las manos una libertad como en siglos no había conocido.

El notorio sabor escolar del experimentalismo nos devuelve a una de las razones del declive de las vanguardias. Los ismos habían promulgado demasiadas leyes, impuesto demasiadas   —100→   constricciones en nombre de la libertad, como para que no acabara por hacerse sentir la nostalgia de la libertad. La novedad se destruía a sí misma en el vértigo del cambio y las fuerzas se agotaban en radicalismos verbales y excesos de artificiosidad. Pero, por encima de todo, a partir de un cierto momento, la agresión vanguardista contra la cultura establecida se había hecho imposible porque la vanguardia era ya cultura establecida: en la Universidad, en las instituciones, en los medios de masas, en los salones de la clase media medianamente ilustrada. Los lemas de la vieja revolución habían pasado a ser del nuevo capitalismo, convertidos en anuncio por palabras en las ofertas de empleo: «Firma de vanguardia busca director comercial agresivo, con imaginación, creatividad y capacidad de innovación. Condiciones acordes con nuestra cultura empresarial».

Por ahí, la cultura de vanguardia y otras culturas, empresariales o no, en estado más o menos gaseoso, comenzaron a llenar algunos de los huecos que había dejado la liquidación de las ideologías. Los sociólogos se han despachado a gusto sobre el modo en que los ideales colectivos, que un tiempo habían ocupado una parte destacada en la cotidianidad de muchos, iban ahora quedando olvidados, mientras los ciudadanos se concentraban con creciente exclusivismo en los intereses particulares, en el ocio, en la vida privada.

A nosotros nos basta con tomar nota de que hacia el otoño de 1975, y con mas decisión según se fue respirando con más desahogo, también aquí la ideología empezó a ser sustituida como marihuana del pueblo no sólo por el deporte, los viajes y la buena mesa, sino además por las exposiciones, los bellos libros, la ópera, los conciertos... Por el atractivo escaparate, en suma, de una oferta cultural tan variopinta como es viable cuando la riqueza y las conveniencias del mercado se unen a la falta de criterios estéticos tajantes y a la destrucción de la secuencia y la ordenación tradicionales en la percepción de los cambios artísticos. (No quiero darle a este esbozo ningún toque anecdótico entrando en el asunto de la utilización de esa droga blanda por parte del poder, y especialmente de los poderes regionales, en la España de la Constitución).

  —101→  

Así las cosas, si no las masas desmovilizadas, sí amplias capas de los beneficiarios de una educación ahora más extendida y de los damnificados por el desplome de las ideologías prometían ser los consumidores de elección para las literaturas de la posmodernidad. Tanto más, cuanto que los editores estaban descubriendo las posibilidades de someter el libro a los mismos planteamientos comerciales que cualquier otro producto y renovaban las técnicas de producción, los departamentos de promoción y las estrategias de marketing.

Pero esas amplias capas podían ser asimismo lo que ni vanguardistas ni comprometidos ni experimentales habían tenido nunca: lectores, y no únicamente cómplices. No es exageración excesiva decir que en 1970 España criaba una literatura sin público. Ganárselo, unos años después, había de parecer una empresa fascinante también literariamente para un escritor digno del nombre.

Por más que enunciados a vuelapluma, pienso que ésos son los antecedentes inmediatos y los factores externos más significativos para comprender a grandes trazos la nueva literatura española. Al esbozárselos, atiendo fundamentalmente a la obra que ha publicado y al sentido en que ha evolucionado en los tres últimos lustros un crecido número de poetas y novelistas que en general andan entre los treinta y los cincuenta años y, con escasas excepciones, nada habían impreso bajo la estaca de Franco. He tomado además particularmente en cuenta el hecho de que las actitudes y preferencias de esos escritores hayan ido siendo compartidas cada vez más resueltamente por otros que sí contaban con una trayectoria anterior, y a menudo de sesgo no poco diverso. Ése es mi horizonte cuando hablo de «nueva literatura española».

Por supuesto, en el período en cuestión han continuado difundiendo libros de indiscutible mérito muchos autores cuya carrera había comenzado tiempo atrás y ha mantenido los supuestos de que partió; otros textos de importancia tampoco entran en mis coordenadas. ¿Tendré que subrayar que no he podido ser neutral? Ante un panorama poético y narrativo cuya primera nota es la multiplicidad propia del eclecticismo posmoderno, y tratándose, como se trataba, de ir algo más   —102→   allá de esa mera constatación, para apuntar un par de orientaciones recientes que hayan producido ya abundantes logros y parezcan particularmente llamadas a seguir produciéndolos en el mañana a la vista, no me cabían sino dos opciones: la parcialidad o el catálogo.

En cualquier caso, la perspectiva que hasta aquí hemos conseguido debiera dejar claros los rasgos que se me antojan sobresalientes en la nueva literatura española. La supresión de la censura es sólo un síntoma de la desaparición de constricciones -políticas, ideológicas, de escuela- que la ha puesto bajo el signo de la libertad. Frente al prescriptivismo de las vanguardias, la ausencia de normas estéticas dominantes entroniza ahora el patrón individual como única medida en la creación y en la recepción (y así, a falta de adictos convencidos de antemano, el escritor ha de seducir a los lectores uno a uno). Frente al compromiso social, la parte del león se la lleva el ámbito de la intimidad (José Carlos Mainer lo ha visto tan bien como suele); frente a los relumbrones del experimentalismo, se renuncia a la ostentación de la forma y de la literariedad. El general repliegue de la sociedad hacia la vida privada concuerda con esos planteamientos, y el mercado los apoya y los aprovecha. En pocas palabras: la nueva literatura española es más personal y menos literaria. O, si se quiere, más significativamente personal y menos convencionalmente literaria.

No escandalizará que intente discurrir a un tiempo sobre poesía y novela, si se repara en que las dos se han acercado de manera patente, no ya porque quienes cultivan tanto la una como la otra sean hoy, con mucho, más numerosos que medio siglo atrás, sino porque las concesiones mutuas que ambas se han hecho ilustran justamente aspectos mayores de la nueva literatura: los poemas ganan sustancia narrativa, cotidianidad, lenguaje coloquial, humor, en tanto las novelas crecen en intimidad, afectos, rumbos meditativos, poder de convicción individual.

Donde más a gusto se mueven los nuevos autores, en efecto, es en ese dominio en que el individuo, en entornos familiares, en especial de la ciudad, es sólo él mismo y está solo consigo mismo, por determinantes que sean las circunstancias externas   —103→   (que no se desatienden en absoluto); ese dominio en que los datos y los factores objetivos se hacen incertidumbres, problemas, sentimientos, obsesiones, fantasías estrictamente personales, y el mundo consiste en la huella que las cosas dejan en el espíritu. No se nos muestra simplemente cómo y por qué anda un individuo en tales o cuales vericuetos, sino sobre todo qué quiere decir para él encontrarse ahí.

No se trata, sin embargo, de dar rienda suelta a los subjetivismos a ultranza (en poesía es corriente el monólogo dramático, en novela no priva ni mucho menos el tipo de efusión con inevitable regusto autobiográfico), ni tampoco de embarcarse en la introspección ni en las grandes travesías psicológicas, sino de privilegiar ese momento y ese lugar en que la realidad y los otros suscitan por fuerza una respuesta personal e intransferible, cuando está en juego el significado particular, para cada uno, de situaciones y experiencias que no tienen por qué ser particulares.

A ese propósito, es elemental no confundir los temas y los argumentos. En los repasos a la narrativa de los últimos años parecen indispensables las clasificaciones de apariencia temática: novelas históricas, rurales, urbanas y cosmopolitas, de profesiones y de ambientes, policíacas, de aventuras, de intriga... No nos equivoquemos: esas taxonomías suelen responder más bien a los argumentos, muchas veces contados, por cierto, con un oficio y una fluidez admirables. (Pero tampoco aquí nos engañemos: fluidez no es ligereza, la procesión va por dentro). El tema, sin embargo, no reside ahí. Un thriller procuraba ayer sorprendemos con un culpable inesperado; hoy, quizá sin perder en suspense, es fácil que la culpabilidad que cuenta sea del detective. Posiblemente, además, esté interrogándonos con una versión individualizada, sin pretensiones de generalidad, de alguna de las cuestiones eternamente pendientes de la condición humana: soledad, amor, destino, dolor, esperanza... Tras el andamiaje argumental, pues, el núcleo del tema tiende a hallarse en la conciencia que filtra contextos, peripecias, testimonios, y resuelve en experiencia personal las grandes abstracciones.

La piedra de toque para tildar de "menos literaria" a la nueva literatura española está en la tradición de las vanguardias   —104→   (cuya herencia en descomposición ha hecho propia el bando menos articulado de la crítica). El escritor había lucido la marca de maldito extremando la literariedad convenida, la "pureza" de la obra lanzada contra una sociedad en teoría hostil, la comprensible indiferencia de cuya respuesta lo empujaba a fijarse metas día a día más radicales, a avanzar por el callejón sin salida de la novedad a cualquier precio o a encerrarse todavía más en el laberinto de la autorreferencialidad.

La nueva literatura -es dato esencial- no se siente acosada por los fantasmas de la originalidad y la innovación continua, ni se propone llamar la atención sobre sí misma en tanto tal literatura. En especial, no intenta darle al lenguaje brillos superficiales, sacrificando al ídolo de la verbalidad: le contenta más la templanza expresiva, una diafanidad discretamente coloreada por el sentimiento. El tono del discurso, sin dar necesariamente en la confidencia o en la confesión ni insistir en el coloquialismo, es con notoria frecuencia el de un diálogo personal, con los matices y los condicionantes (reales o ficticios) del individuo que habla a otro y toma en cuenta la singularidad del interlocutor, con libertad, pero sin intención de apabullarlo, concediéndole incluso la sobria dignidad de un estilo. Un género de discurso, así, que por imposible en el terreno público y cada día más raro en el privado está quedando, por paradoja, poco menos que reservado a la literatura, y es en ella una notable fuente de placer para el lector hastiado de los planos discursos de la realidad.

No quiero dar a entender que se ignore ni se desdeñe la literatura. Al revés. Por lo mismo que la posmodernidad se niega a aceptar preceptivas, es más libre de picotear acá y allá, y lo hace con largueza, para quedarse con cuanto le parece de valor en las distintas tradiciones, vanguardias incluidas. Los poetas lo han concretado, en primer término, en un espectacular retorno a las formas y estrofas clásicas. Los narradores les han perdido el miedo a los patrones del género (más, sin embargo, a retazos que en conjuntos).

En prosa y en verso se han prodigado además las citas y los préstamos, las alusiones y los ecos. (Los recién llegados a la literatura se llenan la boca de intertextualidad, palabra   —105→   indigna de una persona educada)7. A diferencia de antaño, sin embargo, esas transparencias de unas obras en otras no son marcas de literariedad ni contraseñas para iniciados. Tampoco me parecen tan frecuentemente paródicas como en ocasiones se afirma. Yo las veo más a menudo como homenajes y testimonios de distancia en relación con los maestros, precisamente porque los nuevos autores utilizan sugerencias suyas, pero no respetan el sentido primitivo de los materiales aprovechados, ni menos el sistema literario que originalmente los ordenaba.

De hecho, si un rasgo hay de prominencia manifiesta, es precisamente la disociación de las formas y los contenidos tradicionales. Decía antes que los moldes de los géneros narrativos están ahora disponibles a conveniencia y los esquemas argumentales consagrados pueden encauzar temas muy distintos. Valga añadir sólo que nunca el repertorio métrico había prefijado menos el talante y la visión del mundo que comunica el poema.

El punto de convergencia de todas las direcciones entrevistas está verosímilmente en una recuperación de la pertinencia personal de la escritura y la lectura, gracias al retorno a los universales de la literatura, frente a las precarias modas de la literariedad. El encanto de un relato ¿dónde va a residir mejor que en el tirón de la trama y en el interés de los personajes, en el juego de implicación y distancia, de ver uno la ficción y verse viéndola? ¿Qué habrá de apreciarse en poesía por encima de ese peculiar ajuste de la emoción y la dicción que mantiene unos versos irreductibles en la memoria? Pues las armas de siempre vuelven a esgrimirse ahora sin rubores, por voluntad libérrima del escritor y para conquistar al lector, no tras penosos rodeos, haciéndole pasar antes por la adhesión a unas consignas   —106→   estéticas o ideológicas, sino directamente por la fuerza del texto, con el disfrute personal de quien se siente a gusto con unas páginas que en última instancia han de decirle: De te fabula narratur, aquí se habla de ti. Creo que así han hablado y apuesto por que así sigan hablando largos años las páginas más frescas y más valiosas de la nueva literatura española.




ArribaAbajo- XXI -

La mirada de Pascual Duarte


En la Semana Santa del año que corre, 1992, cuando Pascual cumple tantos de muerte cuantos alcanzó de vida y el libro y (si Dios quiere) yo llegamos al medio siglo, he vuelto a leer La familia de Pascual Duarte, y ahora no en el vestíbulo de la Obra completa, con aparato de variae lectiones, ni junto a las azogadoras ilustraciones de Antonio Saura, ni en la versión anotada por Jorge Urrutia. Gracias al regalo de Eugenio Asensio, siempre rumboso con los amigos, he podido darme el lujo de hacerlo en la primera edición. Por más que un pelo si puede deberle, no es, sin embargo, de la pulcra austeridad de la tipografía de Aldecoa de donde me viene la impresión que me ha acompañado página a página y, sospecho, acompañará a quien retorne al texto sin anteojeras de escuela.

Hablo de una impresión, antes de nada, de naturalidad e ineludibilidad. La familia de Pascual Duarte recorta un ámbito donde todo es como lo hubiéramos esperado, todo ocupa el lugar justo, resulta fatalmente necesario. Un ámbito que por eso mismo el lector siente que también ha sido suyo. Para no perdernos en recovecos, entremos sin más, y sin prisas, en casa de Pascual.

Mi casa estaba fuera del pueblo, a unos doscientos pasos largos de las últimas de la piña. Era estrecha y de un solo piso, como correspondía a mi posición, pero como llegué a tomarle cariño, temporadas hubo en que hasta me sentía orgulloso de ella. En realidad lo único de la casa   —107→   que se podía ver era la cocina, lo primero que se encontraba al entrar, siempre limpia y blanqueada con primor; cierto es que el suelo era de tierra, pero tan bien pisada la tenía, con sus guijarrillos haciendo dibujos, que en nada desmerecía de otras muchas en las que el dueño había echado porlan por sentirse más moderno. El hogar era amplio y despejado y alrededor de la campana teníamos un vasar con lozas de adorno, con jarras de recuerdos pintados en azul, con platos con dibujos azules o naranja; algunos platos tenían una cara pintada, otros una flor, otros un nombre, otros un pescado. En las paredes teníamos varias cosas: un calendario muy bonito que representaba una joven abanicándose sobre una barca y debajo de la cual se leía en letras que parecían de polvillo de plata «Modesto Rodríguez. Ultramarinos finos. Mérida (Badajoz)», un retrato del «Espartero» con el traje de luces dado de color y tres o cuatro fotografías -unas pequeñas y otras regular- de no sé quién, porque siempre las vi en el mismo sitio y no se me ocurrió nunca preguntar. Teníamos también un reló despertador colgado de la pared, que no es por nada, pero siempre funcionó como Dios manda, y un acerico de peluche colorado del que estaban clavados unos bonitos alfileres con sus cabecitas de vidrio de color. El mobiliario de la cocina era tan escaso como sencillo: tres sillas -una de ellas muy fina, con su respaldo y sus patas de madera curvada y su culera de rejilla- y una mesa de pino, con su cajón correspondiente, que resultaba algo baja para las sillas, pero hacía su avío. En la cocina se estaba bien: era cómoda y en el verano, como no la encendíamos, se estaba fresco sentado sobre la piedra del hogar cuando, a la caída de la tarde, abríamos las puertas de par en par; en el invierno se estaba caliente con las brasas que, a veces, cuidándolas un poco, guardaban el rescoldo toda la noche. ¡Era gracioso mirar las sombras de nosotros por la pared, cuando había unas llamitas! Iban y venían, unas veces lentamente, otras a saltitos como jugando. Me acuerdo que de pequeño me daban miedo, y aun ahora, de mayor, me corre un estremecimiento cuando traigo memoria de aquellos miedos.



En el espacio nítido se recortan distintamente unos pocos muebles, algunos adornos modestísimos, el orondo, honrado despertador de los labradores. Nada empaña la sensación de inmediatez: todo puede tocarse, todo está ahí, visto con unos ojos grandes y claros. Los mismos con que Pascual, de niño, con un susto que la vida había de explicar largamente, contemplaba en la pared las sombras de los Duarte. No podemos responder   —108→   a ese inventario exhaustivo sino con asentimiento. Es, claro, el ajuar de un campesino pobre, pero no nos suscita lástima ni rebeldía. Lo contemplamos con la normalidad con que el héroe nos lo pinta. Porque de sobras sabía Pascual que su casa era modesta, pero también sabía que era regular que lo fuese, «como correspondía a mi posición». En otro ambiente, en otro contexto, probablemente dudaríamos que el calendario de la tienda de Modesto Rodríguez fuera «muy bonito»; no podríamos evitar distanciarnos, juzgarlo según nuestros criterios. Pero aquí ni el calendario ni el retrato coloreado del Espartero, que Pascual notoriamente aprecia, nos provocan sensación ninguna de rechazo. Así son y así están bien, como Pascual quiere.

Pero ¿por qué damos por bueno cuanto nos dice, en el pasaje copiado como en tantos otros en que están en juego datos, actitudes, juicios harto más opinables? El hecho de que aquí se trate de aspectos materiales quizá ayude a entender por dónde van o quiero yo disparar los tiros. No necesitamos haber conocido casas por el estilo para que la suya nos resulte convincente: la falta de pasión, la espontaneidad y la llaneza con que la muestra Pascual le dan un aire de inevitabilidad que nos la hace familiar y en un cierto sentido nos la revela como nuestra también. Con razón: durante milenios la mayoría de los hogares han sido como el de esa aldea de Extremadura, con una única habitación propiamente dicha, sin más pavimento que la tierra, con pocos objetos y menos mobiliario...8

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No aduzco ese hecho bien sabido para insinuar que el asentimiento del lector a la descripción de Pascual sea de orden arqueológico y consista en darla por exacta, en hallarla ajustada a la verdad comprobada o comprobable. La casa, es decir, la vida material de la familia Duarte se me antoja sugestiva, más bien, en tanto una primera concreción de otro orden de cosas. La morada de Pascual tiene unos rasgos que la identifican como cercana y a la vez inmemorial: es una de esas realidades que han estado ahí hasta hace cuatro días (cuando no siguen ahí, a menudo), pero desde los tiempos más remotos. Quizá por eso quien se tropieza con una de ellas puede sentirla distinta de las que constituyen el mundo en que se mueve habitualmente, pero sin contemplarla como extraña, sino reconociéndola como natural, como procedente de un pasado que también a él le pertenece, llegada de una historia que también es suya.

La familia de Pascual Duarte tiene la misma capacidad de convicción que la epopeya o la tragedia griega. El propio Zeus unce personalmente a su carro «los corceles de pies de bronce y áureas crines» (Ilíada, VIII, 41), mientras Helena y Andrómaca hacen las faenas domésticas y Nausícaa lava en el río la ropa sucia y la tiende «prenda a prenda en la playa» (Odisea, VI, 94). No entran tales quehaceres en la idea de dioses, reinas y princesas que comúnmente tenemos, pero Homero los pinta con una normalidad que los hace irrefutables; y sin necesidad de saber nada del mundo micénico, sólo porque el poeta lo   —110→   relata sin hacer alharacas ni cambiar la voz, con el sosiego de quien lo da por descontado, también nosotros nos decimos que es normal que fuera así, por qué no iba a serlo, y lo acogemos como una fase asimismo normal en el devenir de las cosas, en el proceso que ha acabado por hacerlas como ahora se nos aparecen.

Pero leamos la página en que Pascual, abriendo un paréntesis en el primer capítulo dedicado al pobre Mario, refiere cómo vino a morir Esteban Duarte Diniz:

Dos días hacía que a mi padre lo teníamos encerrado en la alacena cuando Mario vino al mundo; le había mordido un perro rabioso, y aunque al principio parecía que libraba de rabiar, más tarde hubieron de acometerle unos tembleques que nos pusieron a todos sobre aviso. La señora Engracia nos enteró de que la mirada iba a hacer abortar a mi madre y, como el pobre no tenía arreglo, nos industriamos para encerrarlo con la ayuda de algunos vecinos y de tantas precauciones como pudimos, porque tiraba unos mordiscos que a más de uno hubiera arrancado un brazo de habérselo cogido; todavía me acuerdo con pena y con temor de aquellas horas...



Cuando se publicó La familia de Pascual Duarte, no faltó más de un piernas que viera ahí una «delectación morbosa» en la crueldad. Para mí, por el contrario, el episodio está narrado con la misma inocencia, vecina a la piedad, con que el Odiseo de Sófocles cuenta el abandono de Filóctetes en la playa de Lemnos: «Aquí fue donde antaño, cumpliendo las órdenes que me dieran mis jefes, dejé yo al meliano hijo de Peante, porque, manándole el pie por una herida ulcerosa, ni libaciones ni sacrificios nos dejaba celebrar en paz, sino que siempre tenía en mal agüero al campamento con salvajes alaridos, siempre gimoteando y gritando» (I, I). El encierro de Esteban Duarte en la alacena es tan poco problemático como el confinamiento de Filóctetes en Lemnos. Odiseo y Pascual lo relatan en el tono de quien debe informar de unos sucesos de interés, penosos sin duda, pero que no piden especial relieve (en Pascual, es, ya digo, simplemente un paréntesis), porque representan el único proceder adecuado a las circunstancias. No es el género de conducta que suelen practicar los lectores de novelas de vanguardia,   —111→   pero tampoco en ellos despierta reprobación, antes se impone como legítimo e irremediable; el comportamiento, más que como primitivo, se siente primigenio, apropiado a un cierto estadio en el camino que todavía seguimos andando.

Sólo captándolas con unos ojos de singular pureza, sin embargo, pueden contarse realidades duras e insólitas con esa naturalidad y esa fuerza de convicción. Tales son los ojos de Pascual Duarte.

Cuando me daba por pescar se me pasaban las horas tan sin sentirlas, que cuando tocaba a recoger los bártulos casi siempre era de noche; allá, a lo lejos, como una tortuga baja y gorda, como una culebra enroscada que temiese despegarse del suelo, Almendralejo comenzaba a encender sus luces eléctricas. Sus habitantes a buen seguro que ignoraban que yo había estado pescando, que estaba en aquel momento mismo mirando cómo se encendían las luces de sus casas, imaginando incluso cómo muchos de ellos decían cosas que a mí se me figuraban o hablaban de cosas que a mí me ocurrían. ¡Los habitantes de las ciudades viven vueltos de espaldas a la verdad y muchas veces ni se dan cuenta siquiera de que a dos leguas, en medio de la llanura, un hombre del campo se distrae pensando en ellos mientras dobla la caña de pescar, mientras recoge del suelo el cestillo de mimbre con seis o siete anguilas dentro!



Así es, a Pascual le sorprende que los demás no sepan que los está contemplando. Desde la cárcel, por ejemplo.

Por el sendero -¡qué bien se veían desde mi ventana!- cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban.



Porque a él, en cambio, sí le inquieta siempre que los otros lo observen, lo acechen, lo examinen, para pillarlo en falta, para descubrir su debilidad y sus temores, para juzgarlo y condenarlo. No es que le inquiete: le aterra. Que se lo pregunten si no a la buena de Chispa.

La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo   —112→   mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal.

Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.



Es de ese cruce de miradas de donde sale el mazo de cuartillas liadas con un cordel que don Joaquín Barrera López guardó en el cajón del escritorio: Pascual cuenta desembargadamente de las personas y las cosas que tanto ha mirado; y con más contención, a menudo andando con pies de plomo, de sí mismo, «por no dar lugar a que otro, como en ajenos casos, mienta» («Carta dedicatoria», La vida del Buscón), por no dar lugar a que lo miren y lo descubran demasiado diferente de como él se ve.

Los ojos de Pascual no perciben sólo bultos y contornos físicos, sino igualmente códigos, sistemas de normas. En el Retiro, cuando «el Estévez se lió a discutir a gritos con el otro que por allí pasaba», nada se ofrece más cristalinamente, in absentia, que esas entidades impalpables:

Reñían porque, por lo visto, el otro había mirado para la Concepción, pero lo que más extrañado me tiene todavía es cómo, con la sarta de insultos que se escupieron, no hicieran ni siquiera ademán de llegar a las manos. Se mentaron a las madres, se llamaron a grito pelado chulos y cornudos, se ofrecieron comerse las asaduras, pero lo que es más curioso, ni se tocaron un pelo de la ropa. Yo estaba asustado viendo tan poco frecuentes costumbres pero, como es natural, no metí baza, aunque andaba prevenido por si había que salir en defensa del amigo. Cuando se aburrieron de decirse inconveniencias se marcharon cada uno por donde había venido y allí no pasó nada.

¡Así da gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios estarían deshabitados como islas.



  —113→  

Los códigos son los fisgones incansables que escudriñan y espulgan todos los movimientos de Pascual. Ellos lo vigilan para que no descuide «que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera» o que «no es cosa de hombres meterse a evitar las puñaladas», y mucho menos si van contra uno.

A esos espías que nunca duermen no se les contenta sino con la estricta observancia de las reglas. A poca costa, a veces, cuando son tan claras como matar al chulo de la hermana y querido de la mujer: Pascual, certifica el señorito Sebastián, «no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera». Con más recámara, si hay que interpretarlas, como en uno de los dilemas más serios que jamás se le plantean al celoso extremeño: en una boda, ¿se cumple con una merienda por todo lo alto o hay que alargarse a una comida completa?

Para las mujeres había chocolate con tejeringos, y tortas de almendra, y bizcochada, y pan de higo, y para los hombres había manzanilla y tapitas de chorizo, de morcón, de aceitunas, de sardinas en lata... Sé que hubo en el pueblo quien me criticó por no haber dado de comer; allá ellos, lo que sí le puedo asegurar es que no más duros me hubiera costado el darles gusto, lo que, sin embargo, preferí no hacer, porque me resultaba demasiado atado para las ganas que tenía de irme con mi mujer. La conciencia tranquila la tengo de haber cumplido -y bien- y eso me basta; en cuanto a las murmuraciones... ¡más vale ni hacerles caso!



La seguridad íntima de haber obrado bien, procurando quedar -dice- «como me correspondía», es bastante para satisfacer a la rigurosa inquisición de los códigos. Pero la posibilidad de transgredirlos no existe ni siquiera en el fuero interno: «Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente no es sino vano intento».

No protesta nuestro héroe, en efecto, no echa coces contra el aguijón, ni pretende salirse de la senda, márquela la costumbre o la fe, llámese «condición de hombre» (Pascual), condition humaine (Pascal) o, por el contrario, humana conditio (Inocencio III). «¿Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina   —114→   memoria?». «Al que el destino persigue no se libra aunque se esconda debajo de las piedras». E incluso de esa sensación, e incluso cuando lo escrito quema como el fuego, incluso cuando lo prescrito por la fatalidad son crímenes espantables, consigue hacernos partícipes.

He apuntado arriba que el asentimiento del lector a cuanto refiere Pascual responde, a ratos, a la certeza de que los modos de vida material y espiritual de los Duarte llegan de un pasado próximo y a la vez inmemorial que también es nuestro, y se apoya, siempre, en la naturalidad, en los visos de imparcialidad con que Pascual lo cuenta todo. Notemos ahora que esas apariencias de normalidad a la par que de ineluctabilidad se filtran desde el relato de trivialidades diarias al de los sucesos más extraordinarios. En cuanto nos hacemos, y es en seguida, a dar por bueno el marco, la cotidianidad, las pequeñas experiencias del protagonista, quedamos abocados a dar por bueno lo extraño y lo excepcional. En cuanto se nos antoja cabalmente en su sitio el calendario de Modesto Rodríguez y aceptamos la exigencia inapelable de tirar contra Chispa, estamos listos, Dios nos perdone, para entender que Pascual asesine a su madre:

El día que decidí hacer uso del hierro tan agobiado estaba, tan cierto de que al mal había que sangrarlo, que no sobresaltó ni un ápice mis pulsos la idea de la muerte de mi madre. Era algo fatal que había de venir y que venía, que yo había de causar y que no podía evitar aunque quisiera, porque me parecía imposible cambiar de opinión, volverme atrás, evitar lo que ahora daría una mano porque no hubiera ocurrido, pero que entonces gozaba en provocar con el mismo cálculo y la misma meditación por lo menos con los que un labrador emplearía para pensar en sus trigales.



Esa naturalidad es, pues, otra de las técnicas de seducción que despliega el narrador, otra de las honestas artimañas a que recurre para que no lo queramos mal. Como el primerísimo término en que nos muestra, sin mentir, la delicadeza de su ánimo («la conciencia sólo remuerde de las injusticias cometidas: de apalear a un niño, de derribar una golondrina»). Como el no dejar que oigamos otra voz que la suya.   —115→   Como el hondo sentimiento de la irrevocabilidad del destino que acierta a comunicarnos: un sentimiento, es obvio, propio de un condenado a muerte que contempla un camino marcado por hitos sin posibilidad de vuelta atrás, pero del que nosotros podríamos zafarnos fácilmente si los ojos claros y grandes de Pascual, mirándonos con la misma fijeza que a los vecinos del lejano Almendralejo, no nos hubieran fascinado hasta tal punto.




ArribaAbajo- XXII -

El otro latín


1. Don Ramón María del Valle-Inclán contó alguna vez cómo había estudiado latín con un párroco de aldea, en tiempos que en la memoria o la imaginación se le aparecían «en luz de anochecer y en un vaho de llovizna... El clérigo leía su breviario, yo suspiraba sobre mi Nebrija». Un siglo atrás, es cierto, las Introductiones latinae del Nebrisense seguían imprimiéndose en versiones reducidas y brindando el bagaje adecuado para adentrarse en territorios tan ricos como el breviario del buen cura. Porque aquellas páginas no daban sólo alimento piadoso a los sacerdotes rurales, sino rebosaban de hermosísima lírica, en un estilo que a todo un Baudelaire se le antojaba «singularmente propio para expresar la pasión según la entiende y siente el mundo poético moderno». Era una «lengua maravillosa», que podía sonar así: «Patera gemmis corusca, / panis salsus, mollis esca, / divinum vinum, Francisca...» ('Copa de gemas radiante, / pan sabroso, manjar suave, / divino vino, Francisa...'). Como así suena, en efecto, en los trísticos de Les fleurs du mal que el autor dedicó a «una modista erudita y devota».

Quienes pasaron por un aprendizaje similar al de Baudelaire o Valle-Inclán pudieron captar y saborear, por ejemplo,   —116→   «las bellezas del latín místico de la Edad Media», con «joyeles como las secuencias de Santa Hildegarda» o Adán de San Víctor que celebraba Rubén Darío, o como el Pange lingua de Tomás de Aquino y el Vexilla Regis de Venancio Fortunato que Lynch y Stephen Dedalus comentaban por los pasillos del internado.

La literatura de la Roma antigua quizá no despierta ya el entusiasmo que en otras épocas, pero, en el peor de los casos, conserva un prestigio más o menos reverencial, y a quien le pique la curiosidad no le costará gran cosa habérselas directamente con los textos, incluso en traducción, y orientarse sobre el sentido que les corresponde. Es penoso comprobar que las letras latinas de la Edad Media y del Renacimiento, en cambio, son hoy tierra enteramente ignota para el común de los lectores, y hasta para demasiados estudiosos.

En el pecado se lleva la penitencia, sin embargo. Al lector de a pie, a quien no busca sino buena literatura, el olvido de la latinidad posclásica, del otro latín, le priva de muchos de los versos y prosas más fascinantes y, paradójicamente, más vivos jamás escritos en Europa. Al estudioso le oculta fuentes esenciales, falseándole desde las raíces la visión de la cultura de la época e instalándolo en el más temible de los anacronismos: el que no puede reconocer la singularidad del pasado, porque inconscientemente le impone las jerarquías contemporáneas.

Ir poniendo remedio a tan desdichada situación exige en primer término dar al aficionado la posibilidad de enfrentarse por sí mismo con los textos, en el original o en versiones irreprochables, y guiado por una crítica que los potencie en tanto obras de arte, sin limitarlos a mero testimonio arqueológico. Al profesional, sea cual fuere el dominio o el período a que se aplique, es preciso recordarle a su vez que esos libros que hoy crían polvo en las bibliotecas fueron durante siglos tanto o más leídos que los redactados en lenguas vernáculas, y que únicamente tomándolos en cuenta con amor y rigor podrá alcanzar la imprescindible perspectiva de conjunto. Quisiera dar rápida noticia de algunas aportaciones recientes que van precisamente en tal dirección, y en especial por las   —117→   dos sendas en que se hallan los logros mayores del otro latín: la poesía medieval y la prosa de ideas renacentista9.



2. Escasas provincias de la literatura occidental, en efecto, ofrecen más diversidad y excelencia que la poesía latina de la Edad Media; pocos, o seguramente ninguno, la han frecuentado con mayor intimidad que Peter Dronke, y en escasos lugares podrá hallársela más sugestivamente representada que en sus dos últimos libros: Latin and Vernacular Poets of the Middle Ages (Hampshire, Variorum, 1991) e Intellectuals and Poets in Medieval Europe (Roma, Storia e Letteratura, 1992).

Dronke no es ningún desconocido en nuestro país. Al contrario, una obra de medievalista excepcional en envergadura y   —118→   horizontes, al par que su frecuente presencia en universidades, editoriales y revistas, le han ganado una audiencia importante en España. A las traducciones de anteriores libros suyos (tres, creo, con el inminente sobre Las escritoras de la Edad Media), bien podría sumarse otra que contuviera una amplia selección de los dos recién mentados, con el lógico hincapié en los trabajos que abordan textos hispánicos, comenzando por la Profecía de la maga Sibila, de edad visigótica, y por las mismas jarchas mozárabes, o especialmente vinculados a la Península, como el delicioso cancionerillo erótico transcrito en el monasterio de Ripoll (transcrito, digo, no compuesto, ni correctamente entendido allí). Un volumen que reuniera una decena de estudios de la misma cosecha no tendría precio como introducción a las exquisiteces de la poesía mediolatina.

Ante un volumen como ése, quien, como a menudo ocurre, hubiera limitado su imagen de la poesía de antaño a las piezas más sabidas de los siglos XVI y XVII no podría no asombrarse por la imaginación y el vigor que a cada paso derrochan los rimadores medievales. La variedad de temas, formas y modos, la frescura con que el verso se abre a imágenes y vivencias luego insólitas, la osadía de la dicción, forzosamente han de sorprender a los acostumbrados al repertorio convencional del Renacimiento y aun del Barroco. Se diría que la norma era entonces la experimentación, la búsqueda de caminos nuevos, y es poco dudoso que muchos conducían a hallazgos que a veces parecen de ayer mismo. Valga una muestra. Jaime Gil de Biedma difundió entre nosotros la noción del poema construido como monólogo dramático, es decir, objetivado en la voz de un personaje, histórico o ficticio, distinto del autor. (Entre paréntesis: la difundió para curarse en salud y confundir a los críticos menos inteligentes, pero sólo por rara excepción la puso en práctica en su propia obra, apegada donde las haya a la confesión personal y a la autobiografía sin máscara). La filiación del recurso no suele llevarse más allá de Browning y Tennyson, pero se trata justamente de una de las técnicas más tenaz y sagazmente exploradas en la Edad Media.

Porque los poetas de la época no se quedaron en los discursos de figuras y figurones célebres, a la manera de Ovidio   —119→   o los románticos; antes bien, con una fantasía y una pertinencia como apenas volvieron a gastarse al propósito, usaron el procedimiento para indagar, reviviéndolas desde dentro, las dimensiones más impredictibles y reveladoras de la experiencia: desde la rabia de la soltera preñada, a cuyo paso los lugareños se dan con el codo, hasta los ayes desesperados del cisne que se tuesta en el asador, en hilarante parodia del canto que tópicamente se le atribuye en su agonía.

Pues algunos de los capítulos más sugestivos de Dronke están dedicados a una variedad especialmente atractiva de tal monólogo: el planto de la heroína que se acerca a la muerte. Así la hija de Jefté, sacrificada para cumplir un necio voto y serenamente conforme con que su lecho de bodas esté en el más allá («factus est infernus thalamus meus»), o así una Dido nada virgiliana que, en un paisaje tan árido como ella misma sedienta de amor, sólo confía en reunirse con Eneas en las tinieblas de Aqueronte.

Tiene Dronke despierta sensibilidad para captar los recursos (a veces, una mera insistencia fonética) que doblan de implicaciones narrativas el lenguaje lírico, y no es de extrañar que fije la atención reiteradamente en textos en que la emoción postula acciones no expresas y en otros que conjugan diálogo y relato, como sucede en las varias endechas del siglo XI sobre el final de Héctor o, con más articulación, en el Pamphilus, y, desde luego, en la espléndida serie de los Carmina Rivipullensia. Pero se diría imposible superar la destrísima anatomía a que somete una sequentia que no en balde suscitó la admiración de paladares tan avezados como Rémy de Gourmont y Ezra Pound, la de las Virgines caste, con la extraordinaria estampa, sobre todo, en que se evocan las camas en que las mozas del cortejo nupcial, y no sólo la esposa, reposarán con Jesús («Dormit in istis / Christus cum illis...»), en virginal connubio, sin miedo a los dolores del parto ni a los celos de la amante: «Felix hic somnus, / requies dulcis...».

No es posible aducir ahora más ejemplos. Peter Dronke no se muestra menos atinado cuando escudriña la poesía de la inteligencia, las personificaciones y las alegorías de la escuela de Chartres, los recovecos de la tradición hermética, la floresta   —120→   de imágenes en que se plasman las intuiciones místicas, la compleja ironía de los goliardos, los «barbara... carmina» de la musa heroica o la fuerza oscura de los encantamientos: «Adiuro vos, ligna omnia, / et lapides et horae et momenta, / ut evacuatis cor N. pro amore meo» ('Yo os conjuro, árboles todos, / y piedras y horas y momentos, / a quitarle el corazón por amor a mí').

Con estudios como los consagrados a esos temas y problemas, Dronke no sólo da a los expertos otras tantas lecciones de la mejor erudición y la mejor crítica, sino además pone al alcance de cualquier lector de buen gusto una óptima antología comentada de los portentosos aciertos de la poesía latina medieval.



3. «Corrientes aguas, puras, cristalinas...». Tras el verso de la Égloga primera, todos saben oír el Canzoniere petrarquesco: «Chiare, fresche e dolci acque...». Por el contrario, ¿quien advierte que tras «Inicua es la ley que a todos igual no es» y tantos otros pasajes de La Celestina está también Francesco Petrarca, y en concreto su De remediis utriusque fortunae?

En los decenios que corren entre Rojas y Garcilaso, el Petrarca latino, si no olvidado (todavía Quevedo tenía bien presente el De remediis), fue quedando postergado en la misma medida en que se agigantaba el Petrarca romance. No era, desde luego, lo que el fundador del humanismo había esperado, ni lo que consiguió por más de un siglo. Hasta las vísperas del Quinientos, Petrarca brilló por encima de todo como el maestro que con su ejemplo personal y sus escritos latinos había enseñado a leer, entender y usar a los clásicos. Y por más que durante algunos años él hubiera confiado en que la inmortalidad le vendría de la ambiciosa epopeya sobre Escipión que acabó siendo su gran desengaño, las obras que de veras le dieron popularidad y prestigio fueron libros en prosa: las dos compilaciones de su correspondencia (Familiares y Seniles) y los singulares diálogos del De remediis.

Es fácil que hoy nos sintamos incómodos con las prosas de Petrarca. A nosotros, criados a pechos del romanticismo, quizá se nos antojan demasiado grávidas de citas y reminiscencias   —121→   de los antiguos, que tendemos a suponer un vano tributo a la opinión ajena y una renuncia a la expresión subjetiva. No hay nada de eso.

Petrarca no se mueve tan a gusto entre Virgilio, Cicerón o Séneca, ni los alega tan copiosamente, porque se haya rendido a ciegas al relumbrón de sus nombres, sino porque está convencido de haber encontrado en ellos el único saber que juzga digno de ser perseguido: «Quid humanum omniumque gentium commune», es decir, una cierta verdad humana y común a todos los pueblos, unos rasgos que compartan todos los hombres y en los que cristianos y gentiles, débiles y poderosos, puedan reconocerse como hermanos y descubrir normas de conducta y convivencia.

Cuando apoya un parecer en media docena de sentencias y ejemplos de Roma y Grecia nunca pretende que lo aceptemos por la mera autoridad de los clásicos: más bien está invitándonos a contemplarlo desde diversas perspectivas, a confrontarlo con otras posturas, enriqueciéndolo con nuevos matices. Ni por ello abdica, en absoluto, del propio criterio y la propia historia: las Familiares y las Seniles, como tantas páginas más, son a un tiempo pensamiento y experiencia, y la elaboración de unas doctrinas se confunde ahí con la construcción de la persona (y hasta el personaje) del escritor.

Esas actitudes y esos planteamientos, distintivamente petrarquescos, están en el origen de toda la cultura de la Edad Moderna y subyacen, en particular, a la que antes apuntaba como una de las cimas del otro latín: la prosa de ideas del Renacimiento. La de Erasmo o Vives, por no ir más lejos, no habría sido posible sin Petrarca. Pero, aparte ser obligada para el historiador de la literatura, de la filosofía, del arte, ¿la prosa de Petrarca tiene todavía cosas que decir al lector de nuestro fin de siglo?

Da la impresión de que algunos especialistas creen que no. La «Edizione Nazionale» de Petrarca está bloqueada desde hace treinta años y sólo contiene, aunque con ejemplar esmero, uno de los tres grandes títulos que he alegado: las Familiares. De las Seniles y el De remediis, ni rastro, ni ahí ni en ninguna parte. Tan cierto es, no obstante, que otros conocedores   —122→   sí apuestan por la vigencia de Petrarca, no ya para el filólogo, sino también para el lector educado, que en un par de años las Seniles se han hecho accesibles en la buena traducción al inglés cuidada por Aldo S. Bernardo y sus colaboradores (mientras Ugo Dotti prepara la italiana) y el monumental De remediis nos llega en la admirable versión a la misma lengua que firma Conrad H. Rawski (Bloomington, Indiana University, 1991).

El De remediis es la excepción que confirma varias de las reglas que arriba esbozaba. Petrarca, que tan porfiadamente se había confesado en sus prosas, ensaya ahora un tono ascéticamente impersonal y cede la palabra nada menos que a la mismísima Razón, que en un tono cortante, inexorable, descarta como ilusorios los gozos y las sombras que nos depara la Fortuna: «-A mi hijo lo ha devorado un lobo. -Es problema de los gusanos...». Él, siempre tan suelto, tan amigo de dejar la pluma en libertad, quiere aquí proceder sistemática, exhaustivamente y concentrar en un volumen todo el saber moral de la Antigüedad, de manera que el lector tenga constantemente a mano el consejo adecuado a cualquier circunstancia, próspera o adversa, ya se halle en una guerra civil o en un partido de pelota, casado con una charlatana o explotando una granja «de pavos, pollos, gallinas, abejas y palomas...».

Desconcertante, abrumador a veces para nosotros, el De remediis fue, sin embargo, y con larga diferencia, el libro de Petrarca más divulgado (en España, del Marqués de Santillana en adelante, gozó de tanta difusión, que, romanceado, circuló incluso en volanderos pliegos de cordel). Son muchos los aspectos de la historia intelectual de Europa, por más de dos siglos, que no se dejan comprender sin prestarle la debida atención, y no pocos los estudiosos, no sólo petrarquizantes, que experimentan a menudo la necesidad y la dificultad de consultarlo.

Para todos ellos, al igual que para el lector curioso, los cinco elegantes tomos de la traducción de Rawski son un auténtico tesoro. Rawski ha provisto su ceñida versión de un comentario más que generoso, en forma de notas que permiten seguir en detalle la completa parábola de los múltiples puntos tocados   —123→   en el De remediis, desde las fuentes de inspiración de Petrarca hasta las huellas que sus formulaciones dejaron en las letras posteriores (ni siquiera se descuidan los pasajes aprovechados en La Celestina); la ha hecho sumamente manejable gracias a unos minuciosos índices, y, en fin, la ha completado con copiosas ilustraciones, que no son simple recreo para la vista, sino útiles y precisas acotaciones al texto.

El resultado de tan meritorio esfuerzo debiera invitar a la meditación y a la emulación. El otro latín se nos ha vuelto remoto, también, porque los expertos, demasiadas veces, han preferido mantenerlo como objeto de culto esotérico para una secta de iniciados. Pero obras de la grandeza de las Seniles o el De remediis ni siquiera quedan debidamente servidas con la edición crítica del original. Porque si no llegan al latín todos los que querrían o deberían conocerlas, habrá que traducirlas, como ha hecho Rawski, a algún latín de nuestro tiempo.






ArribaAbajo- XXIII -

Lógica y retórica de la locura


«Los cretenses mentimos siempre». Ese enunciado del cretense Epiménides ¿es verdad o es mentira? Si es verdad, si los cretenses mienten siempre, Epiménides no está mintiendo, y la afirmación verdadera resulta ser falsa. Si no es verdad, si no mienten siempre, Epiménides está mintiendo, y al mentir comprueba la verdad de que los cretenses mienten siempre. A discutir ésa y otras paradojas tan venerables como ésa había dedicado cientos de páginas y millares de horas la tradición intelectual que Erasmo de Rotterdam más odiaba. Bueno será, pues, advertir que dentro de la tal tradición la paradoja era irresoluble, mientras la cultura que a Erasmo le era propia sí podía darle una solución adecuada.

En efecto, una filosofía estrictamente formal y centrada en la lógica, como era el método escolástico tan abominado por   —124→   el holandés, presupone que un enunciado por el estilo del nuestro es verdad o mentira en términos absolutos, porque las palabras que lo forman tienen una significación unívoca, universal y eterna. Por ahí, si los cretenses mienten, es que mienten siempre y en todo lugar, y si Epiménides es cretense, tiene que obrar exactamente como ellos. La perspectiva retórica, que es el punto de partida del pensamiento erasmiano, empieza por observar que las palabras sólo cobran significado en la boca de tal o cual persona concreta y en tales o cuales circunstancias y tales o cuales tiempos.

Postular que una proposición como la aducida quiere decir lo que textualmente asevera equivale a encerrarse en un lenguaje puramente teórico, sin correspondencia con el que los hombres usan de hecho en la realidad, en la vida cotidiana. En ésta, la frase «los cretenses mentimos siempre», si llega a dejarse oír, es inimaginable que pueda o pretenda ser tomada al pie de la letra. Tal vez implique que 'en Creta hay más de un mentiroso'; o bien, si Epiménides acaba de enterarse de que sus paisanos le elogian como sabio, sea una expresión de modestia; o, por el contrario, acaso Epiménides ese día está de mal humor y lo que le apetece es hablar mal de todo, sin excluir a sus compatriotas... Comoquiera que sea, no hay un significado único e intemporal del lenguaje, sino tantos como hombres y situaciones, y hay que atender a quién, cuándo y cómo lo dice para saber, en resumidas cuentas, qué está diciendo.

En cierto sentido, el Elogio de la locura (Stulticiae laus o, en rigor, Mwri/af e/gkw/mion) parte de un aserto análogo a «los cretenses mentimos siempre» y acaba dejando claro que en Creta, como en todas partes, unas veces se miente y otras se dice la verdad. Cierto: la locura, ahí, sube a la cátedra, se presenta a la audiencia y se loa a sí misma, disertando largamente sobre los bienes que la humanidad le debe -comenzando por la misma vida, que no se produce sino por el desatino de dejarse llevar por el sexo-, sobre las múltiples maneras en que irremediablemente la siguen dioses y hombres -en todas las jerarquías, estados y profesiones- y sobre las autoridades gentiles, judías y cristianas que confirman la verdad de semejantes alabanzas.

  —125→  

Si lo tomamos al pie de la letra, el planteamiento se anula a sí mismo, como el de Epiménides, porque en labios de la locura, en principio, sólo pueden sonar disparates y necedades. Cuando, sin embargo, una y otra vez nos descubrimos de acuerdo con las opiniones, críticas y actitudes que manifiesta, tendemos a pensar que esta locura realmente no es tal, sino más bien buen juicio y arte de vivir con inteligencia. Pero tampoco nos es posible dar siempre por válido cuanto nos propone: y entonces concluimos que la locura en unos casos es sabiduría, en otros hace honor a su nombre... y en bastantes no sabemos a qué carta quedarnos. Por ahí, adiestrados a ejercitar la duda y la antítesis sistemática, nos convencemos de que no ya el núcleo mismo del Elogio, sino cuantos temas se tratan en la obra y cuanto tiene que ver con los hombres son como los «silenos de Alcibíades» (según el motivo que Erasmo espiga en Platón), unas figurillas de fea apariencia que dentro contienen la imagen de un dios:

Principio constat res omneis humanas, velut Alcibiadis Silenos, binas habere facies nimium inter sese dissimiles. Adeo ut quod prima, ut aiunt, fronte mors est, si interius inspicias, vita sit; contra quod vita, mors; quod formosum, deforme; quod opulentum, id pauperrimum; quod infame, gloriosum; quod doctum, indoctum; quod robustum, imbecille; quod generosum, ignobile; quod laetum, triste; quod prosperum, adversum; quod amicum, inimicum; quod salutare, noxium; breviter omnia repente versa reperies, si Silenum aperueris.



('Es preciso notar, en primer término, que todas las cosas humanas, como los Silenos de Alcibíades, tienen dos caras que no se parecen en nada, de tal modo que lo que a primera vista, como dicen, es la muerte, si se mira por dentro es la vida, y viceversa; lo que se nos ofrece como hermoso, resulta feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo fuerte, débil; lo noble, plebeyo; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; lo de amigo, de enemigo; lo saludable, dañoso; y, en suma, si se abre el Sileno, todo se encontrará en seguida del revés').



El ídolo que a Erasmo le importa derribar es el enemigo tradicional del humanismo, el método escolástico, y no por   —126→   mera rivalidad de escuelas, sino porque cumple elegir entre un código artificial para iniciados y una lengua a la medida de todos los hombres, porque está en juego el predominio de una noción del saber como teoría arcana, reservada a una minoría de especialistas, o bien como cultura viva, destinada a iluminar la experiencia real del mayor número posible de beneficiarios. Esa visión del problema es simultáneamente una visión de la historia, porque postula un vasto retorno a la edad anterior a una decadencia milenaria, con la vuelta a unos libros fundamentales cuya letra y cuyo espíritu han ido corrompiéndose en siglos sombríos.

En esas coordenadas cobra plenitud de sentido el Elogio de la locura (concebido en 1509, publicado en 1511). El libro bulle, desde luego, en todos los temas gratos a Erasmo, e incluso es característica la desproporción con que se complace en algunos, del culto en espíritu a la crítica de la sofistería escolástica, el monacato o las estructuras temporales de la Iglesia. Pero todavía es más hondamente erasmiano por la altura a que eleva las estrategias y los modos de hacer propios del autor.

Si quisiéramos señalarle una sola raíz última, bien podríamos encontrarla en la noción de la docta ignorantia, un ideal cuya tradición recorre Erasmo en una continua y perspicaz concordancia de cristianismo y cultura clásica, recordando, por un lado, que Sócrates -el maestro pagano cuyo temple y actitudes juzgaba tan ejemplares, que a veces le entraban ganas de rezar «Sancte Socrates, ora pro nobis!»- se había dejado llamar el más sabio de los hombres por ser consciente de no saber nada, y subrayando, por otra parte, que «el mismo Cristo se hizo loco al presentarse en forma de loco que puede traer la salvación con la locura de la cruz: "Porque Dios ha elegido la locura del mundo para confundir a los sabios, y la debilidad del mundo para confundir a los fuertes" (I Corintios, I, 27)».

La raíz de la docta ignorantia crece y da espléndido fruto merced al recurso a una vieja e ilustre variedad de la retórica. De los tres géneros de discursos que ésta reconocía, judicial, deliberativo y panegírico, el de más amplias resonancias literarias fue siempre el último, el laudativum genus, porque no   —127→   pedía ninguna decisión, sino meramente un juicio artístico, el aprecio de la habilidad y el virtuosismo del orador. Dentro de tal especie, desde los días de los sofistas, muchos se deleitaron en exhibir el ingenio y buscar el aplauso ensalzando materias insignificantes, indignas o ridículas, y el propio Erasmo menciona las loas clásicas de los mosquitos, la injusticia o las fiebres.

Nadie, sin embargo, había compuesto nunca un encomio paradójico concebido tan honda y radicalmente, tan desde dentro como el Stulticiae laus. Un elogio de los gusanos o de la calvicie -como los que también recuerda el mismo Erasmo- no podía ser otra cosa que un divertimento puramente superficial, una muestra de ingenio y de buen humor, sin trascendencia alguna. Incluso una alabanza de la locura, si se planteaba desde la perspectiva de la cordura, según en más de un aspecto lo hace la popular Nave de los locos (1494) de Sebastián Brandt, no tenía por qué pasar de esa misma categoría de lo jocoso, por más que a vueltas de las bromas contuviera no pocas verdades.

Pero Erasmo tuvo la genial ocurrencia de hacer que fuera la propia locura quien se ensalzara a sí misma. Con tan sencillo expediente, incluso prescindiendo de los asuntos tratados, la concepción general del libro resultaba significativa de suyo, por las cuestiones de principio que implicaba, por el planteamiento global de un discurso que se afirma y se niega a sí mismo. La Moria compendia todos los grandes temas erasmianos, y el propio autor declaró que en sustancia decía lo mismo que el Enchiridion, el más autorizado resumen de sus enseñanzas. Pero en éste, como en el resto de su producción, el pensamiento del holandés está presente sólo como contenido, en un estilo de mayor o menor elocuencia, pero que en definitiva se queda en elegante envoltura.

En el Elogio de la locura, en cambio, no hay distinción entre forma y fondo: el propio artificio con que se presentan las ideas es una dimensión fundamental de la doctrina que se comunica. En particular, el imperativo de tener siempre presente quién está hablando y de no dar por válidos sus asertos sin considerarlos cuidadosamente tanto en el contexto inmediato   —128→   como en el horizonte del libro entero ilustra con excepcional eficacia, sin necesidad de exponerlo explícitamente, el núcleo de la teoría retórica que Erasmo convirtió a su vez en núcleo de su propia visión del saber y, en muchas vertientes, también de su personalidad. Porque el hábito de preguntarse sistemáticamente quién, cuándo, para qué se está hablando, esencial en la retórica, es, sin más, un modo de adiestrar la sensibilidad en captar más plenamente cómo cambian y cuan diversas y complejas son en las distintas coyunturas personas, cosas y palabras; y, por ende, qué singular cada una y qué relativas todas. No sorprende que de los millares y millares de páginas que produjo la literatura latina del humanismo, las únicas que hoy permanecen vivas y al alcance de todos sean las del Elogio de la locura.




ArribaAbajo- XXIV -

Tombeau de Julio Caro Baroja



Entre Menéndez Pelayo
y el Paradox de don Pío,
corrió siempre a su albedrío
e hizo de su capa un sayo
y de su saber un mito.
Libre, genial, erudito,
tímido y audaz y raro,
de elegancia desabrida
en la prosa y en la vida,
descansa en paz Julio Caro.



  —129→  

ArribaAbajo- XXV -

«Con voluntad placentera»


Cuenta Plutarco que una noche, «cuando Alejandría estaba en el mayor silencio..., se oyeron repentinamente los concertados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de bacantes... A los que conceden valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel dios a quien siempre hizo ostentación de parecerse». Constantino Cavafis ha recreado ese momento en un espléndido poema, «El dios abandona a Antonio», soberbiamente romanceado a su vez por Elena Vidal y José Ángel Valente:


Cuando, de pronto, a media noche oigas
pasar una invisible compañía
con exquisitas músicas y voces,
no lamentes en vano tu fortuna
que cede al fin, tus obras fracasadas,
los ilusorios planes de tu vida.
Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, dile
adiós a Alejandría que se aleja.
Y sobre todo no te engañes: en ningún caso pienses
que es un sueño tal vez o que miente tu oído.
A tan vana esperanza no desciendas.
Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, como
quien digno ha sido de tal ciudad, acércate
a la ventana. Y ten firmeza. Oye
con emoción, mas nunca
con el lamento y quejas del cobarde,
goza por vez final los sones,
la música exquisita de la tropa divina,
despide a Alejandría que así pierdes.



Antonio ha de plegarse con sereno coraje a la sentencia de la divinidad, saborear sin protestas ni aspavientos esa postrera   —130→   melodía, para probar así que ha merecido las grandezas de Alejandría. Un último instante de belleza pondrá la muerte en línea con la vida.

No sé leer la pieza de Cavafis sin recordar a Jorge Manrique. El momento más memorable de las Coplas cifra los esplendores de ayer en el apiñamiento «de tanto galán», «tanta invención», y en las «músicas acordadas» que se recortan sobre la algazara de unas celebraciones. La estampa es sin duda muestra suprema de una de las cualidades que han mantenido a Manrique en el altar donde lo veneraba Machado: la mirada que distingue a la vez la hermosura y la nimiedad de las cosas, y cómo una y otra se potencian entre sí, y de consuno enseñan a no negarles ni exagerarles el valor mientras se tienen y a no llorarlas cuando se pierden.

Tal actitud es una norma de vida, pero sobre todo una meditatio mortis, un adiestramiento para la muerte. Es entonces, al llegar al desenlace, cuando importa haber aprendido la lección. Antonio debe asumirla, al cabo, asomándose a la ventana para oír la sentencia envuelta en cantares fascinantes. El maestre don Rodrigo Manrique la ha sabido siempre y no necesita que nadie lo exhorte, porque tampoco ningún dios lo abandona, bien al contrario. Viene «la muerte a llamar / a su puerta», gentilmente, «diciendo -"Buen caballero"...», y él hace suyo el dictamen del Señor y se dispone a partir con el mismo «corazón de acero», con la misma «buena esperanza» y aun con la misma «voluntad placentera» con que ha vivido.


... y consiento en mi morir
con voluntad placentera,
clara y pura,
que querer hombre vivir
cuando Dios quiere que muera
es locura.



Deslumbran el temple, el señorío, la elegancia de ese morir. Al asentimiento que se le pide a Antonio, y que en definitiva consiste únicamente en una digna resignación, don Rodrigo, por obra de «la fe tan entera», añade el consentimiento, una   —131→   medida de libertad. Pero ese talante admirable no es un dato que se deje apreciar con la mera confrontación de sendas paráfrasis de los textos de Cavafis y Manrique, es decir, no obedece sólo al contenido literal: en una proporción decisiva, y excepcional incluso en la mejor poesía, responde asimismo a la elocución y a la métrica. Pues la ineludibilidad y a la vez la aceptación libre y hasta complacida de la muerte se expresan también con la fluidez del ritmo y la dicción.

Tomás Navarro Tomás demostró experimentalmente que en castellano predominan los núcleos de sonido y sentido -los grupos fónicos- que tienden a coincidir con el octosílabo. En nuestro pasaje la coincidencia es total: las unidades semánticas, fonéticas y métricas se corresponden perfectamente, sin asomo de encabalgamiento. El pie quebrado, al observar la misma regla, subraya la naturalidad de la elocución, y al mismo tiempo, con el contraste rítmico, refuerza su musicalidad. El agudo inicial de cada una de las dos semiestrofas deja levemente en suspenso el enunciado, que en seguida se colma con tanta rotundidad como sencillez. Que las rimas en -era y -ura sean la una variación de la otra, y que tal trabazón se acreciente con el engarce de clara y con los eslabones de morir, querer, quiere, dan a la sextilla una inigualable apariencia de espontaneidad.

Cada verso empuja al siguiente, que se percibe como su prolongación necesaria, la única continuación posible sin forzar la voz ni engolar el tono. No cabe lenguaje más «fácil de pronunciar» -es una vieja definición de la poesía-, más correntío a la par que melodioso. Esa agilidad en el discurrir y ese ajuste cabal de los factores no semánticos confluyen eficacísimamente con el significado. La soltura y el gusto con que decimos la copla contienen la actitud de don Rodrigo ante la muerte. El consentimiento del Maestre es tan natural y tan verdadero como las palabras con que se despide. Todo está sentido, pensado, dicho con la misma voluntad placentera.