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Los géneros teatrales y el gracioso en Lope de Vega

Fernando Lázaro Carreter





No cabe duda de que el modelo dramático creado por Lope de Vega constituyó una eficiente máquina de hacer comedias; en el caso de las de amor, el mecanismo era demasiado visible, y si se quiere, demasiado elemental para que dejara de percibirlo quien poseyera un mínimo sentido crítico. Por ejemplo, el anónimo autor de un Diálogo de las comedias, de 1620, que, procedente de Simancas, publicó don Emilio Cotarelo. Es obra probable de un clérigo, furioso enemigo de los espectáculos teatrales, que llama a Lope «lobo carnicero de las almas», y que se expresa así: «Los enredos todos se parecen unos a otros; todos tienen unos mismos fines, todos se casan y todos se conciertan [...]. Son semejantes en todas [las comedias], que, a pocas tretas, se alcanzan y se ve a do van a parar. Ya es el criado que urde los enredos, y la dama que salió con hábito de casa de sus padres [...]; una ama al que aborrece y es amada del que es aborrecido. De manera que un buen ingenio alcanza presto que todas aquellas cosas son engaña-niños»1.

Otros moralistas cuyas opiniones recoge el utilísimo libro de Cotarelo, hacen observaciones de parecido jaez, para apoyar las censuras de indecencia con que se atribulaba al teatro, muchas veces, absolutamente desproporcionadas, y hasta falsas. Por ejemplo, el P. Camargo, al cual hubo de salirle al paso Bances Candamo en 1690, preguntándose «dónde pudo ver este padre una sola comedia que pare en lo que él dice que paran todas, en un incesto o en un adulterio» (78). Años antes, en 1648, el Consejo de Castilla, respondiendo a una consulta del rey, rechazaba, la supuesta deshonestidad de la comedia, señalando que «finge los afectos amorosos reducidos al límite del decoro que se encaminan y paran en los decentes fines del matrimonio». Añaden los consejeros que, por lo demás, nada muestran los escenarios que no pueda verse por calles y plazas (167). Aunque los moralistas no se chupaban el dedo; así el P. Agustín de Herrera, que explica bien esta norma inscrita en la poética de la comedia de amor, la de las bodas finales con que suele acabar, como una simple cautela que los poetas adoptaban para meter de rondón la materia lozana de la intriga, y dar por buenas enseñanzas como las contenidas en los títulos El amor hace discretos, El amor hace prodigios, Porfiando vence amor o Antes que todo es mi dama.

En cualquier caso, los «cómicos artificios» de que hablaba Lope, eran demasiado visibles, y hasta burdos, para quien quisiera verlos. Pero tienen éxito, y el Fénix se apoya, como bien se sabe, en los gustos del público para justificarse ante los doctos; y no sólo en el Arte Nuevo: en el Prólogo dialogístico a la parte XIX de sus comedias, el Poeta responde al Teatro, que ha invocado la necesidad del estudio para componer comedias: «¡Bueno fuera que los españoles se embarazaran en eso [...]. Sólo el agradarle tengo por máxima»2. Y ya sabemos que él amparaba su práctica teatral, destinada a ese halago, con el supuesto artístico de «lo natural», degradando bastante lo que el Renacimiento entendió por tal. «El Renacimiento —escribe Américo Castro— «rinde culto a lo popular como objeto de reflexión, pero lo desdeña como sujeto operante»; «Se llegó a una dignificación de lo popular en una época que desprecia soberanamente al vulgo, como incapaz de juicio y de razonar propio». Y cita esta aserción de Erasmo: «Habiéndose hecho nombre la naturaleza, la verdadera prudencia exige que os alcéis sobre la condición humana»3. Pero Lope se remite directamente al vulgo, y no sólo no espera de él que se eleve sobre su condición, sino que es él quien se somete a sus dictámenes. Crea su modelo dramático escuchando atentamente los deseos del corral. Recuérdese cómo Ricardo de Turia lo evoca mezclado en el patio con los mosqueteros, y fijándose en los procedimientos que les gustan, para repetirlos.

No merece desconfianza Cervantes cuando afirma que algunas tragedias, entre ellas, alguna suya, admiraron años atrás a «cuantos las oyeron, así simples como prudentes», y que del desorden del teatro que se representa «no está la falta en el vulgo». Esto último parece evidente: los gustos no son espontáneos; se producen en virtud de una oferta; ante ella, elige la espontaneidad. Por tanto, los gustos pueden orientarse, y no cabe descargar toda la responsabilidad de la elección en quien elige, ni, menos aún, es lícito pretender que quien elige es responsable de la oferta.

Esta no era muy variada a fines del XVI, pero estaba abriéndose paso el teatro sometido a norma, cuando irrumpió el Fénix con su fórmula de comedia desarreglada, sin unidades ni hiato entre lo cómico y lo grave. No es el carácter o genio nacional el que, según ideas románticas determina la aparición de un tipo determinado de teatro. No se originan por emanación de sus pueblos respectivos el drama isabelino, la tragedia clásica francesa o la comedia española, sino al revés: son fórmulas que, en un cierto momento, han propuesto determinados artistas, y que sus pueblos -aquí sí que, tal vez, intervienen idiosincrasias nacionales- han aceptado y asumido. No estaba escrito, por ejemplo, que, en Francia, hubiera de triunfar la comedia regular, ya que el público aplaudía ante las anárquicas obras de Théophile, de Jean de Schlandre o de Hardy. En 1628, Ogier publica una especie de manifiesto libertario contra Aristóteles. Pero, al fin, Corneille vino.

No era ineluctable el triunfo de la fórmula lopesca. Sencillamente, venció porque era más apta para complacer en el corral que otras fórmulas, la de La Numancia, por ejemplo, que hubiera encaminado el teatro nacional por una ruta no muy diferente de la shakespeariana. Es en Valencia donde Lope va probando la eficacia de sus invenciones, y donde convierte sus resultados en convicción estética, cuya responsabilidad trasladará al vulgo: es éste, dice en el Arte Nuevo, quien le ha perdido el respeto a Aristóteles. Y, puesto que él quiere imitar lo natural, tal decisión ha de deberse a que el numen vulgar le empuja a ello.

Curiosamente, Lope que tuvo una conciencia clara de que el arte posee una existencia autónoma (como lo demuestra su constante violación de lo verosímil), no llevó esta convicción a sus últimas consecuencias, y se empecinó en lo que llamaba mezcla de lo trágico y lo cómico: si, en tantas cosas no imitaba la vida real, nada le obligaba a imitarla en esto. Pero confiesa paladinamente la causa en aquel verso del Arte Nuevo donde afirma que «aquesta variedad deleita mucho» (v. 177). El deleite de su público es la razón última de lo que se apresura a encubrir con la paráfrasis del famoso verso de Serafino Aquilano; «Buen ejemplo nos da Naturaleza, / que por tal variedad tiene belleza». Con esta convicción de origen puramente pragmático. Lope obstruía el camino de la tragedia abierto por sus predecesores inmediatos, cosa que Shakespeare no tuvo necesidad de hacer para forjarse un público adicto.

Se ha observado permanentemente la escasez de tragedias en nuestro teatro áureo; a algunas obras de tema sombrío, Lope las denominó tragicomedias, según es sabido; sólo por excepción, algún texto de ese carácter fue clasificado por el autor como tragedia. A ciertos humanistas les irritaba la tragicomedia, aquel «monstruo de Pasife». Entre ellos, suele ser recordado Cascales, con su famosa admonición: «Desterrad, desterrad de vuestro pensamiento la monstruosa tragicomedia, que es imposible en la ley del arte haberla». Pero el Fénix postulaba y practicaba lo contrario. Por tragicomedia, no hemos de entender al pie de la letra la mezcla de lo trágico y lo cómico según sugiere el término y el propio Lope afirma, sino más bien, como señalaba perspicazmente Ricardo de Turia, un «mixto» en que «las partes pierden su forma, y hacen una tercer materia muy diferente»4. En términos químicos, podría hablarse, pues, de una combinación.

La tragedia escueta y desconsoladora apenas se concibe; es algo radicalmente contrario al modelo triunfante en el teatro del XVII. «Tragedias [...] no se escriben ya en castellano cuando las escribían los antiguos», notaba el P. Fomperosa en 1683 (263). Bances Candamo, por su parte, observaba: «El mayor cuidado del poeta [...] es no escoger casos horrorosos» (79). Esta incuestionable aversión a lo trágico ha suscitado diversas interpretaciones5. Según una de ellas, tal repugnancia se debería a la idiosincrasia de los españoles. El propio Cáscales no la excluía: «¿Somos más inclinados a cosas alegres?», se preguntaba. Parece evidente que, como causa explicativa es débil, en el país del tenebrismo barroco y del tremendismo literario o taurino. Por supuesto, no vale como explicación literaria. Otra razón, también extraartística, de que se hace eco McCurdy, atribuía nuestra carencia de tragedias a las condiciones sociales y religiosas imperantes en la España imperial. Cita una disposición del Consejo de Castilla de 1644, que sólo autoriza las «muertes ejemplares» en el teatro. Pero no puede dudarse de que las hubo antes y después; y algunas, muy poco ejemplares (El caballero de Olmedo).

No creemos ni en la propensión nacional ni en las constricciones sociales como obstáculos alzados frente a la tragedia. Alguna se escribía, y se representaban traducciones o adaptaciones de las clásicas. No sé con qué precisión habla el falso Guzmán de Alfarache cuando asegura que, metido a cómico «[servía] de muerto si había representación de alguna tragedia» (I. 9). Pero es más explícito en otro lugar, cuando narra: «Una tarde, con dos camaradas mías de buen gusto, me iba a ver la farsa; leímos los carteles en la esquina, vimos que, en el de la Cruz, se representaba la Ifigenia, tragedia; y, en el del Príncipe, una comedia. Había quien quería ver comedia y no tragedia, porque era muy compasivo y llorón; resolvióse de conformidad que fuésemos a lo más cerca [...] Y así, [...] nos fuimos al de la Cruz a ver tragedia. Y tanto me enfadé del mal suceso della, que por poco estuve de no tratar de ser farsante» (II, III, 8). Notemos este desagrado que, ya a principios del seiscientos, siente el seudo-Guzmán ante la tragedia como síntoma de un gusto popular hecho a la comedia como fórmula mil veces preferible.

La doctrina lopesca sobre la oposición tragedia-comedia es muy pobre, y como dice certeramente Domingo Ynduráin6, no supera mucho la expuesta por el marqués de Santillana: «Tragedia es aquella que contiene en sí grandes caydas de grandes rreys e principes [...], cuyos nasçimientos e vidas alegremente se començaron e grande tienpo se continuaron, e, después, tristemente cayeron [...]. Comedia es dicha cuyos comienços son trabajosos e tristes, e, después, el medio e fin de sus días alegre, gozoso e bien aventurado». Esas dos notas que definen la tragedia (personajes de estirpe excelsa, con final desastroso) se mantienen sustancialmente siglo y medio después por Covarrubias, s. v. comedia: «Es cierta especie de fábula en la cual se nos representa como en un espejo el trato y vida de la gente ciudadana y popular; y assí como en la tragedia las costumbres y maneras de vivir de los príncipes y grandes señores y sus casos desastrados [...]. Suele la comedia empezar por riñas, cuistiones, desavenencias, despechos, y rematarse en paz, concordia, amistad y contento. Lo contrario es la tragedia, que tiene fin en algún gran desastre».

La condición de que los personajes de la tragedia tengan una elevada calidad, frente a la popular de los personajes cómicos, hace decir a Francisco Ortiz, en 1604, que los poetas coetáneos «andan fuera de las reglas que nos enseñaron los antiguos [...]», al componer sus comedias «mezclando en ellas todos estados de gente; siendo verdad que, en saliendo rey o personaje insigne al teatro, ya no es comedia» (492). Pero Lope, diciéndose obediente al vulgo, ya había hecho una higa al precepto, aunque contrariase, como dice, a Felipe II ver a reyes y a príncipes en escena. El resuelve esa dificultad haciendo que éstos nunca desdigan de su dignidad, que reflexionen y rectifiquen antes de perderla; y, por supuesto, elogiando con el menor pretexto la grandeza de la institución monárquica. Sólo había aceptado lo verdaderamente esencial de la comedia: que un comienzo conflictivo desembocara en un final gozoso. Por lo demás, mezclando gentes, la había convertido en un híbrido.

No trató, pues, Lope de la tragedia7, y sólo al frente de El castigo sin venganza señala que ésta se diferencia de las antiguas en que huye «de las sombras, nuncios y coros»8. Nada útil dijo tampoco a propósito de la tragicomedia, término con que, como sabemos, clasificó algunas de sus obras dramáticas, con no se sabe bien qué criterio. Edwin S. Morby cree que designó así a las «obras graves, de asunto no ficticio y de final feliz»9. Por asuntos no ficticios deberían entenderse los que se fundan en un hecho histórico o legendario, es decir, no inventado por el autor o sacado de una fuente fictiva. Pero Domingo Ynduráin recuerda que la tragicomedia El caballero de Olmedo no cuenta con un desenlace favorable. Nada hay más fluctuante e inseguro que los excursos teóricos del Fénix, lo que hace sumamente aventurada su exégesis. Da la impresión de que opta intuitivamente por el término tragicomedia cuando la muerte que acaece como constituyente esencial de la trama, produce la consecuencia de algún bien. Con la muerte de sus respectivos Comendadores, los honrados villanos de Peribáñez y Fuenteovejuna ven salvaguardada su honra, y disculpada su conducta por el rey. El «bien» que se sigue de una muerte puede consistir igualmente en un acto de venganza justiciera que quite a los espectadores el enojo que la desgracia presenciada les haya causado: por ejemplo, la condena a la pena capital que dicta Juan II contra don Fernando y don Rodrigo, asesinos del caballero de Olmedo. No olvidemos, no obstante, que, a pesar de haberla rotulado como tragicomedia, el autor la llama en el penúltimo verso «trágica historia». Lo inestable de estas denominaciones resulta bastante claro.

En cualquier caso, parece que la tragicomedia es una categoría residual a la que van a parar obras que, destinadas a ser tragedias, han recibido el alivio de un ingrediente cómico y un desenlace compensador de la desgracia. Y no simplemente entremezclados o adjuntados, sino formando la combinación de que hablaba Ricardo de Turia.

No es preciso insistir en cuánto contribuyó la figura del donaire a hacer imposible la tragedia. Entró en los tres géneros dramáticos cultivados por Lope con idéntica desenvoltura que reyes y príncipes. Cervantes se burla claramente de ello. El poeta del Persiles que, en Badajoz, se enamora de Amístela y se propone escribir una obra teatral con sus trabajos, no sabía si llamarla comedia, tragedia o tragicomedia, porque ignoraba el final: «Pero lo que más le fatigaba era pensar cómo podría encajar un lacayo consejero y gracioso en el mar, y entre tantas islas, fuego y nieve; y, con todo eso, no se desesperó de hacer la comedia, y de encajar el tal lacayo, a pesar de todas las reglas de la poesía, y a despecho del arte cómico» (III. 2). Lope lo encajaba en todas las circunstancias, y, a su imitación, todos los comediógrafos, visto el éxito de la figura entre el público. Ni las comedias de santos se libraban de él, y ello encolerizaba al P. Fomperosa; en tales comedias, dice, «se introducen graciosos haciendo papeles de mentecatos, glotones, bebedores y deshonestos [...]. Esto es lo que ríe y lo que aplaude el vulgo, y sin lo que no se puede pasar una comedia de santo» (265).

Lope se siente verdaderamente satisfecho de su invención de tal figura; ella, piensa, ha permitido diferenciar la comedia española de la clásica antigua, que careció de tal personaje. Lo afirma en el Prólogo dialogístico de la parte XIX, ya mencionado. A aquellos autores les faltó, escribe, «el simple de la comedia (propia figura ridícula de la nación española)», por lo cual, para mover a risa, tuvieron que satirizar directamente a tipos como «el marido descuidado, el viejo teñido, el calvo y el galán con moño». Dice esto el Poeta del Diálogo, pero el Teatro le advierte: «Eso que a vos os parece donaire [esto es, la sátira de tales tipos] no lo quiere nadie oír, ni en seguidillas, ni en lacayos; y habrá comedia que no vendrán a ella todos los que tuvieren alguna de esas gracias; y aun podría ser que el poeta, en vez de adquirir opinión, se hallase enemigos»10. El Poeta -hemos de suponer que lleva la voz de Lope- le hace notar que las sátiras genéricas no pueden ofender, y menos a los discretos; pero el Teatro le recuerda que «siempre son pocos los discretos». Es muy probable, sin embargo, que el pensamiento de Lope se reparta entre las opiniones del Poeta y del Teatro; las sátiras genéricas no ofenden, pero, por si acaso, conviene andarse con tiento. Y el gracioso, esa figura que desconocieron los antiguos, le viene de perlas para excitar la risa evitándose figuras de calidad ridículas (de éstas, pocas aparecen salvo las viejas enamoradizas y beatas, y los poetas culteranos); y concentrando en ella malicias y pullas de escaso filo, menos cortantes aún por sufrirlas o por decirlas individuos de tan poca traza. Lujan de Sayavedra podrá sentenciar: «Lo del simple, que usan en España, es bueno sin perjuicio».





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