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Los héroes de la visera1

Antonio de Hoyos y Vinent


[Nota preliminar: edición digital a partir de Oro, seda, sangre y sol. Las novelas del toreo, Madrid, Renacimiento, 1914, pp. 77-149 (ver portada). Hemos introducido escasas variantes relacionadas con la puntuación. En cuanto a la acentuación, se han seguido los criterios de la Ortografía de la lengua española, Real Academia Española, Madrid, Espasa Calpe, 1999. En los parlamentos que reproducen el habla coloquial, se ha optado por acentuar diacríticamente aquellos términos que puedan inducir a error:

-é («es», verbo) frente a e («e», conjunción);

-Dió («Dios», sustantivo) frente a dio («dio», verbo);

-quién («quieren», verbo) frente a quien («quien», relativo).

Por lo demás, se ha mantenido en todo caso la edición original.]



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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo- I -

Cayetano hizo su aparición en la taberna y, encarándose con el «Carreterito», avisó:

-La «Rubia», que te espera ahí fuera.

Alzó la cabeza el torero con un gesto brusco, que echó hacia atrás la dorada onda dormida sobre la frente, y separando los ojos de las cartas formuló con impaciencia:

-La dices que se «ahueque», ¿estás tú? Y que haga el pijotero favor de dejarme en paz... ¡Ah! -añadió al ver que el otro se disponía a retirarse-, y tú que no me vengas con «embajás».

Salió el maletilla con jacarandosos andares toreros, orgulloso de su terno perla, de su cordobés flamante, de la jarifa corbata roja rayada de verde y, sobre todo, de su belleza de niño gitano,   —80→   que le ayudaba a vivir en los años juveniles al amparo de las hembras de trapío con la misma alegre inconsciencia con que viven los pájaros en los días primaverales al amparo de los árboles vestidos de follaje; cayó nuevamente la cortina de rayado percal sobre el luminoso cuadro de la puerta, y el santuario de Baco quedó sumido en la semipenumbra, que hacía de él un oasis en el bochorno de la tarde estival.

En el recinto, menos sucio de lo que era de temer, reinaba, con las sombras bienhechoras, un acre olor a cueva y humedad, que subía del piso, prolijamente regado. Un zócalo imitación de roble, sosteniendo botellas de cuanto líquido crearon la naturaleza, la química y la mala fe de los taberneros, daba la vuelta al cuarto; grandes carteles taurinos, de hórridos colorines y figuras convencionales -corridas madrileñas, novilladas de Vista Alegre y Tetuán y pueblunos festejos taurinos-, adornaban los muros, empapelados de verde, y como presidiendo aquel templo de la «afición», y justificando su nombre de «Círculo Taurino», una cabeza de toro disecado miraba temerosa a los futuros astros de la coleta. Era el astado bruto el «Intencionaíto», miureño que echó a mejor vida al pobre «Remendao», un buen torero y buen cliente de la casa, que en ella vivió sus glorias y fatigas, mereciendo que en homenaje a su memoria el testuz de su enemigo fuese disecado y expuesto   —81→   a la pública execración. Frente a la puerta, defendida del sol por la cortina, que mal cerrada dejaba colarse dos rayos de luz en cuyo dorado polvillo zumbaban los moscones su monorrítmica melodía, alzábase sobre el fondo de los anaqueles, cargados de frascos, el mostrador de cine. Tras él, don Elías, el amo, que en mangas de camisa dormía ese sueño que han dado en atribuir no sé si con razón a los justos.

Hallábase el establecimiento, a aquella temprana hora, vacío; las redondas mesas de pino, ilustradas por cien inscripciones trazadas con las puntas de las navajas, yacían abandonadas, rodeadas de incómodas banquetas, y sólo en un rincón el «Carreterito» jugaba al tute con Pozuelo, el «tocaor», y el «Niño de los Caireles». Reinaba en el recinto religioso silencio, únicamente interrumpido por el zumbido de los insectos y las palabras litúrgicas del juego: «¡Las cuarenta!» «¡Veinte en copas!» «¡Las diez de últimas!»

Cayetano volvía:

-¡Esa, que no se «quié dir»!

El «Carreterito» tiró las cartas con rabia y, alzando la cabeza, clamó.

-¡Pues que se «quee»! A mí no me da la gana de salir, ¿estás tú?

-¡Pero, hombre, Julián...!

-¡Qué hombre ni qué pajoleros mengues que te lleven! ¡Que no me da la gana, y que no, y   —82→   que no! ¡Ya te he dicho que no me vengas con «embajás»!

El pecho echado hacia afuera ostentando la robusta musculatura de un joven gladiador, el ceño fruncido endureciendo la expresión un poco pueril del rostro, los ojos azules velados por súbita ira, tenía la apostura cruel de los luchadores que apartan de su camino el amor que puede detenerles en su marcha hacia la conquista del ideal.

Pozuelo y el de los «Caireles», ante la querencia de la guapa hembra, se habían alzado de sus asientos, y asomándose a la puerta, la piropeaban a su sabor, deslumbrados por su arrogante belleza matronil.

-¡Vaya una mujer, «Mare de Dió»!

-¡Señora, «tié usté» un perfil «berebere» que atufa!

Ella, espléndida, en la plenitud de su hermosura de Gracia de Rubens, cuya gama un poco pálida -oro, rosa y nieve- realzaban los magníficos solitarios fulgurantes en sus orejas, sonreía reclinada en la capota de la «manuela», aparentando complacencia, mientras sus ojos de turquesa inquirían ansiosos lo que pasaba tras de la cortina.

Cayetano mientras tanto volvía a la carga:

-¡Julián, no seas «asaúra», que te «quie da un recao»!

-¡Que se lo dé a su padre!

  —83→  

Nuevo Lucifer en la montaña, el chulo quiso tentarle:

-¡No desprecies, hombre, que está con er coche y te lleva de verbena y a cenar a la «Bombi»...! -misterioso y turbador-: Trae unos brillantes así de grandes -y cerraba el puño.

-Pues que te lleve a ti -desdeñó el torero.

-¡No me «quie llevá», que es por ti por quien está «chalá»! -aseguró, no sin secreta pena, el maleta.

-¡Pues a mí no me compra nadie por un duro! ¿Estás?

-¡Si no «é» un duro! -protestó, amante de la exactitud, sobre todo en cuestiones pecuniarias, el otro.

-¡Ni por diez, ni por veinte, ni por mil! Yo lo que tengo me lo gano con los toros, y mis «cornás» me cuesta, ¿estás? Y si la «Rubia» quiere chulos, que los busque, que gentes sin aprensión no le han de faltar.

El emisario insistió reprochador:

-¡Si te quiere a ti!

-¡Qué querer ni qué música! Pinturerías, y «na ma» que pinturerías. ¡Lo que ella «quie» y lo que «quién» todas es darse postín por ahí con un chulo a su vera! Pues si la señora -y en el despectivo acento con que matizaba de ironía aquella «señora» ponía todo el desdén de sus triunfales veinticinco años ante el crepúsculo, espléndido sí, pero crepúsculo al fin y al cabo,   —84→   en que se hundía su adorada- «quie» un monete, que lo compre, porque lo que es a mí...

Partió el embajador a dar cuenta del fracaso de su misión; arrancó el coche, llevando a la ofendida beldad, y reintegrados a sus asientos Pozuelo y «Caireles», más Cayetano, que, acabada su misión, venía a echar un trago, discutieron el caso.

¡Parecía mentira! ¡Desdeñar a una «gachí» como aquélla, que además estaba «chalaíta» por él! ¡Y cuidado que valía la hembra! Con unos ojos como un cacho de cielo y una boca como una rosa y unas formas que quitaban el sentido (esto fue comentario de Cayetano, que se pirraba por las hembras de fachada). Y luego, que era una mujer a quien no dolían prendas; siempre dispuesta a gastarse veinte duros en una juerga, y muy capaz de lanzar a un hombre que le gustase y hasta de hacerle torero como se le metiese en el moño. ¡Y cuidado que estaba loca por Julián! ¡No había sino verlo! ¡Coches por acá, mantones por allá, y cada brillante como una nuez! Sí, Nati, la «Rubia», estaba pero que muy bien desde que el carcamal del marqués murió dejándola el riñón bien cubierto, y era persona para hacer la suerte de cualquiera.

Julián hubo de defenderse explicando su conducta.

¡Él no quería vivir de las hembras! Quedárase   —85→   eso para los «desahogaos» que no pensaban más que en pasarlo bien, llenando la andorga sin trabajar; él tenía sed de gloria y de dinero y anhelaba ganarse el pan noblemente, como se lo ganan los hombres, frente a frente con el toro, jugándose la piel y quizá la vida. ¡Ah, las mujeres! ¡Las mujeres eran la perdición! Ellas convierten un héroe en un vencido. ¡Ay del que en los primeros pasos caía en sus manos! Con sus mimos hacían de luchadores, poltrones aficionados a la comodidad y el regalo; ellas, con celos y egoísmos, agrían el carácter, o con locuras y coqueterías tornan receloso y desconfiado; ellas con sus lágrimas transforman en cobarde al valiente; con sus caricias quiebran las fuerzas, y el que cae en sus garras de gata en ellas se convierte en juguete. Amaba a las mujeres sobre todo, pero no para transformarse en un monigote en su poder, sino para ser el macho fuerte que las toma y las deja a su sabor. ¡Pero líos, que atan y estorban, jamás! Una juerga, una noche de amor y... a otra. Por eso aspiraba a ser un gran torero, a ganar el oro a montones para gozar de la vida, para poseer, no aquellas cansadas cortesanas que en el ocaso se aferran a un amor que guardan a fuerza de sacrificios, sino las que él quisiese, nenas «pimpantes» como rosales en flor; cocotas, de esas de teatro, que quitan el sentido. Poseerlas para cubrirlas de   —86→   brillantes y luego, harto de ellas, arrojarlas como a una muñeca rota; ser el domador y no la presa. Y después, cuando ya ahíto de aplausos y dinero, el cuerpo le pidiese reposo y el espíritu cariño, casarse con una mujercita dulce y buena, que ignorase lo que son pinturas y líos y aventuras y que le quisiese mucho. ¿Pero él irse a vivir con una de aquellas criaturas hartas de caer y de rodar, a compartir sus mentiras y enredos, a ver sus porquerías, sus mixtificaciones...? ¡Nunca! Antes volvía a morirse de hambre.

Mientras los demás discutían, Julián evocó involuntariamente su existencia. Desde muy niño se recordaba solo, viviendo de esas heterogéneas industrias con que los miserables engañan su hambre. No había conocido padres, y ni aun recordaba quién lo recogiera; veíase vivir en la enorme casa de vecindad amparado por unos y por otros, por gentes que se cobraban su buena obra en pequeños servicios, en recados, en encargos, en una hora de vigilancia. Aquel fue el cielo de la brutalidad. Los puntapiés, los cachetes, los tirones de orejas eran familiares. La bestialidad de los borrachos, el furor de las mujeres que buscaban una víctima inocente en quien desahogar la bilis acumulada por las palizas y el jornal de la semana gastado en vino, se desplomaron cien veces sobre él. Una tarde, por no sé qué sutiles   —87→   artes de hamponería, asistió a una corrida de toros. Al volver, plantándose ante la señora Eulogia, una vecina que por aquellos días hacía veces de familia con él, aseguró muy serio:

-Yo quiero ser torero.

No sé si porque la atrevida afirmación le cogiese de mal talante, o si porque ella guardase algún secreto motivo de rencor a la castiza fiesta, el caso es que arremetió contra el futuro astro y le largó un mojicón.

-¡Toma, para que te acuerdes!

Y se acordó.

Sin embargo, aquellos constantes malos tratos le hicieron pensar en la conveniencia de probar fortuna por su cuenta. Tenía trece años, y a esa edad y con tal aprendizaje se es un hombre. Rodó. El toreo brillaba siempre para él como una tierra de promisión. En verano iba a los pueblos, se incorporaba a las cuadrillas; a fuerza de ruegos conseguía salir en alguna corrida de villorrio; en el invierno dedicábase a esos extraños comercios de los bajos fondos2 madrileños. Durante el día la Puerta del Sol y la calle de Sevilla eran su campo de operaciones; por la noche rodaba por las buñolerías y casas de dormir. Entonces conoció todo el horror de las pseudoviolaciones en que hembras marchitas, envejecidas, lúbricas como bacantes, saciaban su hambre en su pueril virilidad. Era un chulillo despierto y bien plantado y las bellas   —88→   se lo disputaban. Aquel fue el cielo del amor. Estuvo a punto de sucumbir. Pero el fantasma de la Cárcel se alzó imponente ante él; una de aquellas arpías, por celos de sus compañeras, le acusó de haber afanado el reloj a un caballero y fue a la Modelo. Como era un luchador, aquello, en vez de vencerlo, le dio nuevos ánimos; cobró para siempre horror a la fácil vida de la galantería callejera y redobló su deseo de triunfar.

Al salir de aquella triste pesadilla pensó, sin abandonar sus sueños de victoria, en buscar un medio honrado de vida. Pero como los medios honrados de vida no son tan fáciles de hallar, hubo de volver al antiguo campo de sus aventuras, a la Puerta del Sol, escuela de truhanería, academia de pícaros y vivero de hampones.

Y fue porque tenía que ser. Por no sé qué sutiles manejos de la casualidad apareció en la plaza de Tetuán; su valor y guapeza le valieron aplausos; un revistero compasivo habló de él, y por obra y gracia de la suerte se encontró admiradores espontáneos que le defendieron convertido en un héroe de la «visera». Surgieron a sangre y fuego (y alguna vez a puñetazos) contra los ataques de no menos espontáneos adversarios; tuvo su cuadrilla: una cuadrilla atrabiliaria, pero cuadrilla al fin y al cabo, y pudo llamarse pomposamente matador de novillos-toros. Pero con todo aquello no se comía,   —89→   y siguió pasando la pena negra. Afortunadamente para él, nuevos triunfos en el coso de Tetuán trajéronle contratas para algunas corridas en olvidadas plazas provincianas; su aura creciente proporcionole un apoderado -antiguo comerciante, pero hombre de grandes prestigios entre «la afición»-; el mismo periodista que le bombeara en su «début», halagado por su perspicacia, loó como merecían sus faenas, y hasta hizo alusión a no sé qué fantásticos compromisos con plazas de primer orden, y la vida comenzó a ser más fácil.

Entonces conoció a la «Rubia».

Fue una tarde de invierno, en la Bombilla. Hallábase él allí con unos amigos; en otra mesa Nati, con dos o tres mujeres de postín, y algunos caballeros. Acertó a encontrarse entre ellos el susodicho periodista, y él hizo la presentación, encantado de lanzar a su protegido.

Desde el primer momento la hembra se le comió con los ojos, envolviéndole en la mirada, llena de dulzura, de sus enormes pupilas de cielo. Él, perdida la cortedad al calorcillo de unas copas de «Agustín Blázquez», comenzó a «camelarla», y el idilio se hizo tan ostensible, que al volver, ya entre las sombras de la noche, el plumífero rió burlón, con ironía canalla al oído de Julián: «No te quejarás ¿eh? ¡Primero te proporciono las corridas y luego el traje de luces!»

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El idilio duró tres días. Prisionero en el encanto de aquella mujer, que en los linderos de la vejez se aferraba a él con ansiosa pasión; cautivo en la dulzura de aquel amor lleno de mimo y de ternura, que se esforzaba en rodearle de una impenetrable atmósfera de tibio bienestar, comprendió que sus ideales peligraban. Nuevo Sansón, sintió la mano de Dalila acariciarle los cabellos, y comprendió que de seguir así estaba perdido, que al partir del lado de la encantadora, nuevo legionario después de Capua, no sería bueno para nada, y hecho a la comodidad y riqueza, se asustaría ante la vida. Cada hora que pasaba, Nati le amaba más; egoísta, lo quería entero para ella e intentaba cortar las amarras del porvenir. Era preciso huir, salvarse. Y una noche Julián salió del Paraíso para no volver. Ella le lloró. Loca de pasión, buscole por todas partes; pero él supo resistir y prefirió la pobreza, con la gloria por ilusión, de aquel vivir adormecedor. Sus desdenes fueron leña arrojada en la hoguera pasional de la cortesana, y vinieron los ruegos y las ofertas, y los reproches y las escenas; pero el torero desdeñoso siguió imperturbable su camino.

Llegaba. Sobre el blanco fondo de los carteles su nombre fulguraba en rojas letras de sangre. Ocho días después, ante el severo senado del circo madrileño, probaría sus arrestos y   —91→   justificaría su naciente fama. Por eso la «Rubia», al sentir que le perdía para siempre, redoblaba sus esfuerzos con locas ansiedades de agonía.

Volvieron al juego.

Indudablemente, Pozuelo había aprovechado el ensimismamiento de Julián y el ardor oratorio de Cayetano y el «Caireles» para manipular en las cartas a su sabor, pues empezó a ganar de un modo descarado. Pronto los otros se llamaron a engaño. Cayetano, discreto, con la discreción que imponía la integridad y conservación de un físico que constituía, además de su orgullo, su capital y su renta, insinuó su extrañeza por aquella súbita veleidad de la suerte, el «Niño» pronunció la palabra trampa, y Julián, tal vez porque necesitase descargar en alguien su mal humor y fuese el gitano el que cogía más cerca, encarose con él:

-¡Oiga usted, tío charrán, a buscar primos se va usted a la plaza Mayor!

De un brinco se puso Pozuelo en pie:

-¡Haga el favor de no faltar! ¿Eh?

-Lo que voy a hacer es romperle esa cara de fuelle viejo «pa» que aprenda a no «jacer» trampas, ¿está usted?

-¡A mí! -rió el otro sarcástico-. ¡Ay, qué guasa, mare! ¡Ja, ja!

-¡Ahora mismo le escacharro el alma, tío tramposo!

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Y «Carreterito», iracundo, cogió una botella.

-¡A mí! -tornó a reír Pozuelo-. ¡A mí ningún pijotero hijo de púa me pone mote! ¿Está «usté», prenda? Yo lo que como lo gano, y no necesito que ninguna «gachí» trasnochá me dé «er» alpiste.

Alzó Julián la botella en alto, y el tocador, retrocediendo un paso, empalmó la navaja. Los otros se precipitaron a sujetar a los contendientes y forcejearon con ellos. Al ruido despertó don Elías y, furioso por haber visto interrumpido de aquel modo su sueño, se encaró con los enemigos.

-¡Poquita bulla! ¿Eh? ¡Pues, hombre, ni que una casa decente como ésta fuera un «descampao»! ¡A ver si «sus» estáis quietos, o todo el mundo a la calle!

Acto continuo quiso enterarse de lo sucedido; pero el torero, iracundo, perdidos ya los estribos, acometió contra él.

-Y a usted, so ladrón, ¿quién lo mete en que le reviente al tío «repujao» este?

El amo le miró, fluctuando entre la ira y el desdén. Al fin, decidiéndose por éste, formuló despectivo:

-Mira, niño, cuando me pagues lo que me debes, hablaremos.

Y le volvió la espalda.

Cayetano y el otro lleváronse a Julián, cabizbajo y humillado, devorando su secreto despecho.   —93→   Ya en la calle, y en pleno sol, el chulillo murmuró tentador:

-¡Y pensar que podías andar a «gofetás» con los duros con sólo «ecir» aquí «etá ete» cuerpo serrano que se ha de «comé» la tierra!

Sin alzar la vista del suelo, el torero musitó con voz concentrada:

-¡«Ante» me veo pidiendo limosna que comer el pan de esa mujer!




ArribaAbajo- II -

-¡No vienen! -suspiró la Nati.

Eugenia, la «Corredora», trató piadosamente de infundir esperanzas a su amiga:

-¡«Jesús»! ¡Y no eres tú poco «súpita»! «Entoavía» es tiempo.

Un vaho de melancolía, de esa melancolía que es al bullicio de los festejos populares lo que el crepúsculo a los esplendores de un día estival, lo que el hastío al luminoso chisporrotear de la pasión y el cansancio al nervioso trepidar de las grandes explosiones de alegría, enseñoreábase de la castiza fiesta. Bajo el cielo de obscuro terciopelo azul, florecido de rosas de oro, en que la luna pendía como argentada cimitarra, teniendo por fondo la mole del Museo donde la «Maja desnuda» dormía el ensueño de otras populares zambras; entre el convencional   —94→   encanto de los jardinillos del Prado y el romántico misterio de las frondas del Botánico, la verbena, una de las pocas verbenas que se celebran ya en aquellos típicos lugares, agonizaba. De tarde en tarde sonaban aún las cansadas notas de un piano de manubrio, que entonaba el vals de los besos o el ven y ven, el pregón de un vendedor o el estribillo de alguna canción obscena, tarareada por un borracho, y luego hacíase súbitamente extraño silencio. Las cortinas de lona iban cayendo sobre los puestos, cubriendo las hórridas baratijas verbeneras o las absurdas golosinas; las pestilentes luces de acetileno parpadeaban próximas a apagarse, poniendo extraños clarobscuros en los rostros avellanados de los viejos castellanos vendedores de torraos, garbanzos y nueces, o en las carátulas cubiertas de laberíntica red de arrugas de las comadres de los bajos barrios madrileños, dormidas tras sus tenderetes de flores y plantas, que esparcían en la polvorienta atmósfera fresco olor a romero y hierbabuena; el paseo, poco antes lleno de bullicio y alegría, estaba ahora desierto; sólo de tarde en tarde algún rezagado señorito, una pareja de mozas de rompe y rasga o una pandilla de golfos pasaban con aire de profundo aburrimiento. En las contadas freidurías, los mozos, negros por el humo y el sudor, despechugados, remangados los puños de la camisa y el pelo pegado a la frente, hablaban, apurando las colillas,   —95→   mientras de las grandes sartenes ociosas se elevaban negras columnas de humo denso y mal oliente.

Al fondo de una de aquellas chocolaterías, la «Rubia», sentada ante un vaso de limón que se olvidaba de beber, permanecía abstraída, sin hacer caso del pintoresco charlar de su amiga. El rico mantón de Manila yacía en una silla a su lado, abandonado y maltrecho; la flora del jardín de los trópicos arrastraba por el suelo su polícroma guirnalda sin que su dueña prestase atención a ello. El rostro apoyado en la palma de la mano, en los ojos azules una nube de tristeza, Nati permanecía indiferente a cuanto le rodeaba. Las peinetas de brillantes sostenedoras del sabio artificio de su cabellera áurea, las soberbias orlas fulgurantes en las menudas orejas y la medalla del Carmen, que, rodeada de gruesos brillantes, pendía sobre su pecho, cubierto de tenues encajes que hondos suspiros hinchaban, como marinas espumas, eran pregonadores de las magnificencias dignas de una reina de Saba, de la beldad. Pero, pese a tales tesoros, estaba triste. Inútil que Eugenia, locuaz y veleidosa, narrárale interesantísimos chismes de vecindad; inútil que, abanicándose con furor, sin cesar de arrebujarse en el pañolillo de crespón negro, le hablase de sus adoradores: la Nati permanecía muda, fiel a su pena. Al fin murmuró tristemente:

  —96→  

-¡No vienen!

La otra redobló sus abanicazos y sus gestos, como si quisiese afirmar con los ojos, con las manos, con toda su persona, expresiva y pizpireta:

-¡Te digo que sí, que viene! Me lo ha «jurao» Cayetano, y lo que él promete...

La «Rubia», como si no la hubiese oído, repitió:

-No vienen, y nos vamos a ir. -Pero como si el cuerpo no obedeciese a su deseo, no se movió de su sitio.

-Vendrá, mujer, vendrá -ofreció la Eugenia. Luego, creyendo llegada la hora de las filosofías, abrió el grifo: -¡Señor! ¡Jesús me valga! ¡Mire usted que es mucho cuento! ¡Tú, que podías tener los hombres «asín», pues «chalá» por ese charrán, que te va a quitar la «vía»! ¡Si así es; si no hay que darle vueltas! En este mundo uno «quie» al que va más alante, el que va más alante, al que va más alante «entaovía», y «asín toas». No había más que volver la cabeza «pa» ser feliz... ¡Pues no!

La «Rubia» no la hacía caso. Pensaba en las tristezas del vivir. Veinte años luchando para ser algo, y el día en que con el riñón bien cubierto era «una señora», ir a enamorarse precisamente de la única persona para quien todo aquello era letra muerta.

Como querer, hasta entonces nunca quiso a   —98→   nadie. Su vida fue una escuela de energía. Para algo habíase criado junto a aquella buena doña O, mayorazga de su madre, que las recogiera a ella y a su hermana. Doña O era buena; ¡vaya si era buena!; ¡buena como el buen pan!, pero dura, enérgica, inconmovible ante lo que ella creía «las cosas regulares». Solterona empedernida, con sus puntas y ribetes de avara, en su vida de fiadora, «a la antigua», había aprendido muchísimo a conocer el corazón humano en general y el de los hombres en particular. Sin moral ninguna definida, tenía la rigidez de las personas castas, que exentas ellas mismas de pasiones, no sienten benevolencia por las pasiones de los demás. «Hay que ser honradas... mientras convenga; y las chicas, a su lado, lo fueron. Ella no quería tonteos; nada de novios callejeros, que levantan los cascos a las mujeres; nada de bailes de candil, que no sirven más que para echarse mala fama; nada de verbenas ni romerías; eso ya vendría después. Junto a ella nada les había de faltar y podrían esperar tranquilas a que les saliese una buena proporción, y entonces ¡a casarse tocan!, si de casorio se trataba, y si no, pues (siempre que el candidato fuese persona de peso) por detrás de la iglesia, y ¡pelillos a la mar!

Así se hizo. Verdad que la «Rubia» tenía carácter para ello, pues su pobre hermana Clotilde prefirió, después de mil escenas con la vieja,   —98→   que se consideraba defraudada, casarse con aquel tarambana de «Salvaorillo», bailador flamenco que le hacía pasar hambres sin cuento. Nati no; tuvo voluntad de esperar, y cuando surgió «la proporción», aquel vejestorio de marqués, lleno de achaques y alifafes, pero con más millones que pelos en la cabeza, se entregó a él sin compasión de sus diez y nueve triunfales años, sin un suspiro de pena ni una nostalgia de libertad. Y había vivido así veintiún años. Claro que se había divertido como cada hijo de vecino; claro que a la chita callando se había corrido sus grandes juergas; pero siempre discreta, prudente, sin comprometerse, y, sobre todo, sin querer a nadie, puesto que el amor es lo único que no se puede tener oculto, lo que tarde o temprano ocasiona la perdición. Tuvo cuanto quiso siempre, y tal vez en aquello estimaba el secreto de su invulnerabilidad. Con su dinero, su palmito, sus joyas y su posición de persona establecida, no hubo imposibles para su capricho. Y ahora...

El corazón le dio un brinco en el pecho, y en su oído sonó, como la fanfarria de un arcángel de gloria la voz de la corredora, que anunciaba, contenta de su diplomacia:

-¡Ahí vienen!

Por el paseo desierto avanzaban los dos hombres: Cayetano, vistosillo, con andares jaraneros; Julián, más serio, firme y bien plantado.

-Aquí me tienes. Tú dirás... -interrogó fríamente.

-Siéntate -imploró ella.

Secamente afirmó el torero:

-Estoy bien así.

Los ojos azules, llenos de infinita dulzura, se alzaron imploradores hacia él, mientras la voz, en que había la caricia de una súplica, murmuró:

-Siéntate, te lo ruego; hablaremos mejor.

Él, casi vencido por la humildad de la hembra bravía, se defendió aún.

-Me espera ese ahí.

Protestó suavemente:

-Déjale; ahora está entretenido con la Eugenia.

Era cierto; la chula y el maletilla se habían alejado discretamente unos pasos, y ganados al voluptuoso ambiente de la noche, ventilaban sus asuntos con más calor del que las buenas costumbres exigían. Julián, no hallando más pretextos para seguir en pie, sentose de mala gana frente a la madura beldad. Estiró las piernas, pegose un tirón de solapas, echó hacia atrás el blanco cordobés y tornó a formular su pregunta:

-¿Qué se te ofrece?

Permaneció la «Rubia» perpleja un momento, sin saber cómo comenzar la trascendental conversación en que le iba la felicidad, hasta que al fin el impulso mismo de la pasión, rompiendo   —100→   hielos, marcó la ruta con una salida sentimental:

-¡Que te quiero, Julián; que te quiero con «toa» mi alma!

Glacialmente interrogó él:

-¿Y qué más?

Un poco desconcertada ante la inmutabilidad del amado, ella tornó a la carga:

-¿Y te parece poco? ¡Que te quiero «ma» que a mi «vía», «ma» que a mi alma, «ma» que a «Dió»!

Y como él permaneciese silencioso, prosiguió exaltándose:

-¿Y te parece poco, di, Julián, te parece poco? ¡El cariño es «too» en la «vía» -afirmó rotunda, contundente-. ¡El cariño es «ma» que el dinero, «ma» que la familia, «ma» que la salvación! Y yo te quiero, Julián, como no he «querío» nunca, como no se «pué» querer en el mundo.

Él se encogió de hombros:

-No «pué» ser. Ya lo sabes tú que no «pué» ser.

-Pero, ¿por qué, Julián, por qué? -interrogó la Nati, ansiosa, cruzando con ademán de súplica las manos regordetas, cargadas de fastuosos anillos.

Con despego replicó él:

-Ya te he dicho que no «pué» ser; no seas pelma.

  —101→  

Herida, más que en su amor propio, en su amor, gimió presa de romántica desesperación:

-¡Porque no me quieres! ¡Porque quieres a otra!

-No va por ahí; es que no «pué» ser.

-¡Julián! ¡Julián! ¡Si supieses lo que yo te quiero! ¡Pero a ti qué te importa mi querer! ¡No seas ingrato, Julián, no seas ingrato!

Con algún mayor calor se defendió él:

-Ingrato, no; te estoy «mu» agradecido a lo que hiciste por mí, y por eso he «venío» aquí.

-¡Yo no quiero tu agradecimiento!; el agradecimiento es bueno «pa» el pobre a quien damos una limosna o «pa» el amigo a quien hacemos un favor... pero pagar el cariño con agradecimiento es peor que dar una «puñalá» por la espalda. ¡Pobre cariño el que se contentara con el agradecimiento! Yo quiero que me quieras como yo te quiero a ti.

Él murmuró sombrío:

-No «pué» ser.

-¿Pero por qué, di, por qué?

-Porque no.

-Julián -musitó ella, tentadora-, conmigo tendrás lo que quieras, yo te daré dinero, alhajas, cartel; yo te haré torero...

-Los toreros se «jasen» en la plaza, frente a frente «der» toro, y no con las mujeres -ratificó él con energía.

-Ya lo sé -cedió Nati, siempre humilde-.   —102→   Ya sé que tú eres valiente, muy valiente, y por eso te quiero; pero el dinero puede mucho, y yo daré dinero para que torees y te luzcas y te aplaudan... ¿Di, Julián, quieres?

Se limitó a murmurar:

-No «pué» ser.

-Pero ¿por qué?

-Porque no; porque quiero ser libre.

Hízose aún más humilde.

-Lo serás. Te juro, Julián, por la gloria de mi madre, que no te estorbaré para «na»; que sabré esperarte, que no te haré una queja, que cuando me quieras me tendrás y cuando no me iré «ar» último rincón, donde no te canse ni el ruido de mi voz.

Escéptico, encogiose de espaldas.

-«Too» eso son historias. Ahora porque no me tienes, porque sabes que no quiero; pero «aluego», «er» día en que yo me fuera contigo sería otro cantar, y empezaríamos con «achares» y con lloros y «desigencias». Si así «seis toas»; primero mucho «camelo», y después... Hoy ato un cabito, mañana otro, y cuando ya está uno «atao» y no «pué» removerse, como un gorrión «cogío» con lazo, entonces no hay más ama que la señora, y o se la da una «puñalá» «pa» escapar, o se hace uno un esclavo.

-Pero...

No la dejó meter baza, y con creciente energía reanudó en que ponía su pasión entera.

  —103→  

-¡No, no, y no! Yo no quiero ser el chulo de ninguna mujer; ni tuyo ni de otra; yo quiero ganarme la «vía» como se la ganan los hombres; yo quiero ser torero, y luego el toro y la afición dirán.

Perdida toda esperanza, la «Rubia», vencida de tristeza, se refugió en la súplica. El bello rostro contraído por la pena, en los azules ojos una lágrima y las manos cruzadas tendidas a él en una súplica desesperada, gimió:

-¡Julián, no me dejes! ¡Julián, mi niño bonito, mi cariño, mi gloria, por compasión, no me dejes! ¡Piensa que te quiero «ma» que a nada en el mundo! ¡Que no puedo vivir sin ti! ¡Yo seré tu esclava, tu criada, tu perro; besaré el suelo que pises; pero no te vayas, que no puedo vivir sin la luz de tus ojos! ¡Julián! ¡Julián! ¡Mátame, pégame, pisotéame, pero no me dejes sola!

Amanecía; el cielo, cobalto, comenzaba a palidecer; las estrellas se apagaban una a una, y sobre las arboledas del Botánico, que la luz matinal hacía de plata, la luna, como una hostia de milagro, descendía lentamente. Una claridad verdosa de acuárium envolvía las cosas, y en la lividez de la alborada el rostro de la pecadora aparecía devastado por los años, que la tristeza hacía retratarse en él. El negro artificio que daba vida a los ojos, haciendo brillar las pupilas azules como dos pálidos zafiros prisioneros en   —104→   un estuche de terciopelo negro, se había deshecho con las lágrimas y trazaba obscuros surcos sobre las mejillas teñidas de carmín; los labios, perdida la pintura, palidecían; el rostro entero, libre del afeite, mostraba máculas y arrugas.

Julián se había puesto en pie. Un instante la contempló con lástima y sintió impulsos de ceder, pero su juventud venció egoísta. «¡Bah -pensó-, hombres no le faltarán para consolarse!» Y encarándose con ella, formuló:

-¡Vaya, adiós!

Casi se incorporó en un postrer esfuerzo.

-¡Julián!... - se dejó caer vencida, incapaz de luchar ya, y murmuró tristemente: ¡Adiós!

El espada reuníase a su amigo, y juntos se encaminaron hacia la plaza de Neptuno.

Ella le miró partir, mientras las lágrimas seguían deslizándose silenciosamente por las mejillas marchitas.

En el cielo pálido una línea de oro anunciaba la llegada del sol.




ArribaAbajo- III -

Como un pelele envuelto en oro y seda, subió por los aires y luego cayó pesadamente, quedando de bruces en el suelo.

En la plaza entera vibró un grito de horror,   —105→   y los espectadores, en pie, los ojos fijos en el cuerpo inanimado del torero y en la feroz apostura del toro, que a dos pasos de él escarbaba la tierra, siguieron jadeantes las peripecias del drama. Los demás matadores, los peones de brega y hasta los monos sabios intentaban llevarse al miureño inútilmente. La fiera daba unos pasos hacia ellos, o simplemente se libraba con una cabezada de los capotes que trataban de aturdirle, y luego volvía junto a su víctima.

De improviso sonó otro grito de espanto. La tragedia entraba en el momento álgido, y los concurrentes, galvanizados, dejaban sus asientos y se lanzaban hacia las barreras.

Mientras el toro casi sobre el cuerpo de su enemigo, los ojos inyectados de sangre y babeante el hocico, azotaba el suelo con impaciencia, el «Carreterito», que un momento antes yacía inanimado, alzábase lentamente. Como si no viese a su asesino, a pesar de los gritos de la asistencia y de sus mismos compañeros de lidia, puso primero una rodilla en tierra, y luego, con ciego esfuerzo, quedó en pie, frente a frente de la fiera.

Estaba muy pálido; sobre la frente lívida caía la dorada onda, y en las pupilas azules había una extraña transparencia de agonía. El traje, esmeralda, recamado de oro, le hacía más alto y delgado; espiritualizaba la figura, en que al parecer no quedaba otra huella de la cogida   —106→   que la roja mancha de sangre, que se agrandaba poco a poco sobre la bordada pechera.

Había estado admirable. Desde que salió el primer miura, bravo, de fina lámina y afilados pitones, y Julián, tras de algunos floreos con el capote, terminó arrodillándose ante él, la idea unánime fue: «¡Aquí hay un torero!» ¡Vaya si lo había! Arte, valor, seguridad, vergüenza torera, todo eso y algo más se veía por arrobas en el novel diestro. Y los aplausos se sucedían sin cesar. La Nati, fastuosa en su mantón, cubierto de soberbios bordados y sus suntuosas joyas, se había vuelto a su amiga, atalayada a su lado en la grada, y había suspirado tristemente: -¡Lo he «perdío» para siempre!

Ahora, ante la asombrosa sangre fría del muchacho, que se alzaba sin prisas, desdeñoso para la fiereza de su adversario, el senado, entusiasmado, inició un aplauso. El toro alzó la fiera testuz y miró un momento a la grada, como si aquel aplauso a su agresor excitase su rabia. Ante el peligro que acarreaban a su ídolo, los entusiastas callaron, y un silencio de muerte, uno de esos agoreros silencios que preceden a las grandes catástrofes, descendió sobre la plaza.

Por un instante se vio tambalearse al torero, y al toro retroceder un paso para arrancar; los demás lidiadores, en un impulso generoso, se arrojaron a cubrir con sus cuerpos el de su   —107→   compañero, y desde las barreras algunos aficionados llamaron a la fiera con el rojo reclamo de los capotes de brega. Entonces sucedió algo insólito; el «Carreterito», con ruda autoridad, a que obedecieron maquinalmente, apartó a los demás, inclinose rápido para recoger el estoque y plantose ante el cornúpeto.

De todas partes surgieron gritos de miedo, de lástima y de protesta. Las mujeres chillaban como locas, imploraban, gemían; los hombres increpaban a la presidencia, a los guardias, a los toreros; juraban, protestaban, escupían maldiciones, amenazas, groseras injurias. Aquello era un suicidio, un crimen. ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Bandidos! ¡Hijos de hiena! ¡Por envidia, ni más ni menos que por envidia, porque habían visto que aquél era un torero de verdad, y no una señorita pintamonas como ellos, que se acatarraban en cuanto el toro hacía ¡fú!, iban a dejar morir al pobre chico! ¿Y el presidente ¡ladrón!, para qué le pagaban si no era para impedir tales asesinatos?

Y se encaraban con el muchacho como si fuese su hijo, su hermano o un antiguo amigo, y le gritaban mil dicterios afectuosos, cordiales, animándole a retirarse.

Mientras tanto, y tras de dos o tres pases emocionantes, en que el afilado pitón arrancó algunos alamares de la chaquetilla, el diestro había cuadrado al toro. Ante la algazara volviose hacia   —108→   los tendidos y envió a sus incógnitos amigos una sonrisa pálida, de agonizante. Estaba lívido; en el rostro cadavérico la nariz se agudizaba, los ojos se hundían en amoratados abismos y el pelo desrizado se apegotaba a la frente con el sudor. La roja mancha de la pechera agrandábase por instantes y el blanco plastrón se tornaba en púrpura.

Por fin, tras unos segundos de angustia infinita, arrancó el bruto, y Julián, tendiéndose sobre el morrillo, dejó una estocada hasta la cruz. Pero no se alzó ya; el toro, en un supremo esfuerzo de agonía, había engachado a su enemigo y lo arrojó por alto. El cuerpo del «Carreterito», abierto por el vientre, cayó pesadamente al suelo; allí el toro lo recogió aún, y elevándole por el muslo le paseó algunos pasos colgado del asta. Volvió a caer sobre la arena para allí quedar abandonado como un sangriento guiñapo. Todavía el miureño dio un paso hacia él; pero a su vez, como herido del rayo, rodó por el suelo.

Un clamoreo de espanto se alzó de barreras y tendidos; las hembras lloraban, gritaban, se desmayaban; los varones apostrofaban furibundos o se condolían de aquella espantosa cogida que, consagrando la faena de Julián, le colocaba entre los héroes.

La «Rubia», erguida, fatal, aterrada y victoriosa, con una especie de fatalista obsesión   —109→   en que había de júbilo y de horror, se balanceaba entre la suprema dicha y la tristeza suprema y desafiaba a la Fatalidad mirándola cara a cara. El cabello erizado, los ojos enormemente abiertos por el espanto de la visión apocalíptica, los labios ensangrentados, clavó las uñas en el brazo de su amiga, y con risa epiléptica, que era llanto y era muerte y era locura, murmuró roncamente:

-¡Es mío! ¡Mío!

.....................................................................

Las dos amigas, Nati vacilante unas veces como si acabase de recibir un mazazo en la cabeza, resuelta otras con la energía que le daba su desesperación; la Eugenia consoladora, procurando evitar un exabrupto por parte de la enloquecida enamorada, permanecían hacía ya más de una hora junto a la puerta de la enfermería, cuyo acceso les vedaba la consigna. Inútil que hubiesen tratado de sobornar a los empleados, inútil que diciéndose la esposa del diestro intentaron hablar con un médico. Hacían los facultativos de la plaza la primera cura, una cura tremebunda, que a ellos mismos, acostumbrados a tales espectáculos, ponía un escalofrío en las espaldas, al torero, que por milagro no había muerto, aunque esperaban que, a pesar de sus esfuerzos, se les quedase entre las manos de un momento a otro, y no podían ser interrumpidos por nadie.

  —110→  

Los empleados, ante las propinas, repartidas con esplendidez, y también ante la belleza de la «gachí» y su dolor, que parecía tan grande y tan sincero -¡no sólo de pan vive el hombre!-, la ofrecieron entrar a otra dependencia o a la capilla, para estar con más comodidad y desahogo; pero ella, bravía, temerosa de que la robasen también al moribundo, como la robaron al amado, cuando lleno de vida podía ser suyo, en nombre de aquella gloria que odiaba, se negó rotundamente a moverse de allí. Al principio algunas gentes, compasivas o curiosas, la hicieron compañía; pero pronto la querencia del sangriento espectáculo -¡que haya un cadáver más, qué importa al mundo!-, que seguía como si nada hubiese pasado, pudo más que lástimas y curiosidades y las dejaron solas. Al menor ruido la enamorada tendía el oído ansiosa, palpitando de angustia el corazón. Nada. De la plaza llegaba la algarabía de aplausos, de vivas, de denuestos; el cuarto misterioso permanecía envuelto en el silencio.

Al fin se abrió la puerta, y triste y cariacontecido surgió Cayetano. La «Rubia» se precipitó a su encuentro.

-¿Julián?... -interrogó ansiosa.

El otro tuvo un gesto desolado por toda respuesta.

-¡Muerto! -interrogó temblando.

Por fin habló el banderillero.

  —111→  

-Como muerto, no lo está, pero está «jecho triza».

-¿Pero vivirá? -y la infeliz ponía en sus palabras una ansiedad inmensa, hecha de esperanza y desconsuelo.

-¡Vaya «usté» a saber! Ahora está «mu» grave, con unas heridas «asín» -y con los dedos dibujaba aberturas hiperbólicas-, y «icen» los «meicos» que lo mismo «pué» morirse ahora que vivir.

En el rostro de la hembra brilló un chispazo de esperanza.

-¡Vivirá!

-Eso sólo Dios lo sabe. ¡Ojalá pudiera uno...! -y había en las palabras del maletilla no sé qué sincero y cordial deseo de sacrificarse.

La Nati le estrechó la mano con transporte de simpatía. Entonces él fue más locuaz. Al herido le acababan de hacer la primera cura. Tenía, aparte de contusiones y varetazos, tres heridas muy graves. Una en el pecho -la primera-, otra en el vientre, por la que se le veía «too el interior de adentro», y la peor en el muslo, una herida terrible, por la que cabía el puño, y que probablemente, en el caso, harto problemático, de salvarse, le dejaría inútil para el oficio. Ahora parecía más tranquilo; no había recobrado el «sentío» y se quejaba débilmente. A las siete le trasladarían a su casa o al Hospital.

  —112→  

Una idea brilló como un relámpago en la imaginación de la Nati. ¡Suyo! ¡Suyo para siempre, no teniendo que luchar más que con la muerte!

Nerviosa, impaciente, sin acabar las frases, atropellando unas palabras a otras, unas veces con ansiedades de suplicio, otras con fulgores de esperanza, expuso su idea. Cayetano la escuchaba perplejo; ella le envolvía en la dulzura musical de sus palabras; le acariciaba con los ojos, con la sonrisa, bañada en llanto; le cogía las manos, se las estrechaba suavemente; imploraba, mimaba, ofrecía.

-¡Cayetano! ¡Chiquillo! ¡Sé bueno! ¡Si así haces un bien, un bien a los dos: a él y a mí! Anda, ¿qué te importa? ¿Dónde estará Julián mejor que en mi casa?

-¡Lo que es por eso!...

-¡Claro, hombre! ¡Conmigo nada le ha de faltar: comodidades, médicos, medicinas, lo mejor!... ¡Pues y «er» cariño!... ¡Anda, chaval!...

-Pero los «meicos»... -objetó él, batiéndose en las últimas trincheras.

-¡Bah! -despreció ella, optimista-. ¿A ellos qué les importa? Tú les dices que Julián vive conmigo, que estoy pero que «mu» bien, que «na» le va a faltar...

Él cedió.

-Yo haré lo que «puea».

  —113→  

La «Rubia», victoriosa, intentó deslizar dos billetes de a cien en la mano de su amigo.

-Toma, «pa» el coche.

Pero él tuvo un rasgo de desprendimiento, digno de un Bayardo con coleta:

-¡Quita ahí! Yo lo hago porque «sus» quiero «a lo do», porque «pa» mí el Julián es «mismamente» un hermano, y sé que contigo le ha de «dir mu bien».

Ella, enternecida, le estrechó la mano con fuerza.

-¡Gracias, chiquillo! Si alguna vez me necesitas, por la gloria de mi «mare» que antes paso hambre que dejarte mal!




ArribaAbajo- IV -

Por primera vez, después de muchos días, la sensación de vacío, aquella rara sensación de columpiarse sobre un abismo, desapareció. Por primera vez también sintió, al intentar un cambio de postura, tan intensa punzada de dolor, que por un momento temió volver a hundirse en las sombras de la opresora noche en que viviera tantas horas de angustia. Y, sin embargo, volvió a ensayar el cambio de posición para experimentar la acre voluptuosidad de aquel dolor, porque era la voluptuosidad de vivir después de muchas horas de agonizar.

  —114→  

Tras unos momentos en que reconcentró su pensamiento para evocar los pasados lances, fue recordando la tarde triunfal y la espantosa cogida. Desde el momento en que por segunda vez caía en las astas del toro hasta aquel en que despertaba a la realidad, había un inmenso abismo que no sabía cómo llenar. Entreabrió los ojos, y al través de la neblina de su debilidad y de la reinante semipenumbra que el sol, colándose por las cerradas persianas y las caídas cortinas se empeñaba en destruir, trató de orientarse.

Era el lugar una habitación amplia y, al parecer, lujosa. Los muebles, grandes, forrados de telas ricas de tonos claros; en los muros espejos y cuadros chillones encerrados en dorados marcos, a que la luz arrancaba luminosos destellos; sobre un sofá, un mantón de Manila ponía su tapiz de flores. La cama donde reposaba era grande: una cama de matrimonio, suntuosa, de tallado nogal; la colcha, de damasco azul; las sábanas y almohadas, de fina batista con encajes. ¿Dónde estaba? Él tenía idea vaga de conocer aquel cuarto, pero la debilidad de su memoria no le permitía darse cuenta exacta.

La puerta abriose lentamente, y una figura de mujer avanzó hacia el lecho. ¿Soñaba? No. Aquella era la «Rubia». Estaba tan sólo un poco más delgada; amplia bata de seda blanca dibujaba su airosa silueta; el rostro pálido, un   —115→   poco demacrado, tenía un encanto de melancolía que reverberaba en los grandes ojos azules, y los cabellos nimbaban de oro la frente, libre del artificio de los rizos. Con sordos pasos se acercó a él; sus manos, níveas y mimosas, con movimientos que más eran caricias, arreglaron el embozo y las almohadas, apartaron de la frente sudorosa los cabellos y se deslizaron por las mejillas exangües; después, con delicadezas de madre, se inclinó sobre él, y sus labios se posaron en la frente con un beso que apenas le rozó la piel. Por un instante sintiose envuelto en la suave fragancia de rosas que exhalaba la mujer, y estremecióse bajo la tibia sensación de los labios. Después ella, silenciosa siempre como un fantasma, se alejó, desapareciendo nuevamente.

¡Estaba en casa de la Nati! Pero aquella idea que días antes de su cogida le hubiese soliviantado, ahora, no sólo no le causaba indignación, sino que le daba una impresión de confianza extraña. Con las fuerzas, las rebeldías, la soberbia, el afán de libertad habían huido, y como un pobre niño enfermo buscaba halago y defensa. ¡En casa de la Nati! Ya no significaba estar en las manos de una querida despótica y absorbente que se alzaba como un obstáculo a su porvenir, sino que representaba en el desierto de su vida, ahora que no era sino un pobre guiñapo humano, cuidados, cariño, bienestar; era la seguridad   —116→   de no ir a un Hospital ni de morirse solo como un perro.

Volvió a abrir los ojos, paseó lentamente la mirada por la alcoba, estudió con complacencia cada uno de los detalles y tornó a entornarlos soñoliento.

Pasos. Era la «Rubia», acompañada de un señor que debía de ser el médico. Ambos se aproximaron al lecho, y mientras él aparentaba, por insana curiosidad, dormir, empezaron a hablar. Primero la voz de su querida:

-¿Cómo le encuentra usted hoy, doctor; la verdad?

-Hoy no tocamos a las heridas. Con la cura de ayer está bien; ahora veremos ese pulso.

Hubo una pausa, durante la cual el médico le examinó el pulso con atención; después habló:

-De pulso, muy bien. Hoy es el primer día que está limpio de calentura.

-Entonces, ¿está salvado?- interrogó ella ansiosa.

-¿La vida? Completamente. Ya no hay peligro ninguno por esa parte. Ahora viene lo peor: una convalecencia muy larga; muchos dolores, punzadas... pero, en fin, con los cuidados de usted y valor... y como el mocito es un Cid -y la voz tornose halagadora.

-¿Y torear? -preguntó ella tímidamente.

Aquí latiole a Julián con un poco más de presteza el corazón, y redobló su atención.

  —117→  

-¡Qué sé yo! Eso, Dios y la naturaleza dirán; pero -hizo una pausa- me temo mucho que quede inútil.

¡Inútil! ¡No poder torear ya más, no oír los aplausos del público, ahora que había triunfado ya! Y, sin embargo, fuera debilidad, fuera estoicismo, la noticia le dejó frío. La única idea fue la del bienestar, la de la tranquilidad física. Mientras el médico y la «Rubia» se alejaban, una serie de imágenes de paz, de sosiego, de comodidad, le preocuparon. Interiores templados y confortables, lechos mullidos, mesas suntuosas, un hogar caliente, lleno de cariño y paz. La idea del frío y del abandono le horrorizó. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? No se sentía capaz de retornar a la lucha, y el pánico del mañana le acometió.

Nati había vuelto. Con pasos de gata atravesó otra vez la estancia, y sin hacer ruido instalose a su cabecera. Su mano, suave y regordeta, buscó con precaución la del herido. Él la estrechó débilmente, y abriendo los ojos murmuró:

-¡Nena!

Loca de alegría interrogó:

-¡Julián, Julián, vida mía! ¿Estás mejor?

Él, con una sonrisa pálida, aseguró:

-Muy bien.

Estalló la hembra en sollozos.

-¡Nene! ¡Cielo! ¡Mi gloria! ¿Me perdonas, di?

  —118→  

A su vez gimió él como un gozquecillo que se ve solo en el arroyo.

-¡No me dejes, nena, no me dejes!

Y ella, besándole con pasión, murmuró a su oído:

-¡Nunca, mi vida!

Después colocó su cabeza junto a la del herido, y en un murmurar de ternezas se durmieron sobre la misma almohada.





  —119→  

ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Mientras, puestos en la faena sus cinco sentidos, encendía Julián el rico «caruncho», que especialmente para él traía doña Sofía, la estanquera de Torremolares, don Nazario, el señor cura, interrogóle con afectuosa complacencia:

-¿Qué tal van esas elecciones?

Sonrió el interpelado, lleno de fanfarronesca suficiencia, asegurando satisfecho:

-Lo que es esta vez se la jugamos de puño al Gobierno. O dejo de ser quien soy, o el acta se la lleva el marqués.

Reclinose en el mostrador y se dispuso, ante la respetuosa atención con que los demás le oían, a presentar los datos demostrativos de su tesis.

Estaba muy cambiado; el rostro, curtido por el sol, que constantemente le castigaba en cacerías y campestres faenas de propietario vigilante, hallábase surcado por profundas arrugas;   —120→   la frente, descubierta por el flexible de anchas alas, echado hacia atrás, se había ensanchado por causa de la calvicie, iniciada en dos grandes entradas, agrandadas por las canas. Su cuerpo, airosísimo en otros tiempos, habíase amazacotado, y la curva que trazaba su oronda barriga de propietario rompía la antigua elegancia de la línea. El atavío burgués, agravado por pueblerina vulgaridad, acababa de completar la transformación del niño heroico que antaño se jugara la vida en las astas de un toro en ramplón y adocenado propietario rural.

Habían pasado años, muchos años, diez o doce, desde que en una tarde gloriosa, entre aclamaciones y gritos de horror de la canalla, cayera en la arena con un gesto magnífico de legendario luchador. Primero fue la convalecencia, una convalecencia penosísima, inacabable, en que, vuelto a la infancia, no podía valerse para nada y sólo vivía en el mimo de las manos femeniles. Nati había sido para él todo: una madre, una hermana y una esposa. Ella luchó palmo a palmo con la muerte para arrancarle su presa y luego defenderla contra nuevas asechanzas. Fueron diez meses de titánicos esfuerzos, y al fin, cuando, mejorado ya, pudo salir a la calle, aquel paseo acrecentó aún su desconsuelo. La tarde, de invierno, era fría y triste; en el cielo blanquecino se apagaba el sol lentamente;   —121→   Julián, como un pobre guiñapo humano, descendió las escaleras apoyado en muletas, sostenido por Nati y una criada; después, con su querida al lado y encerrado entre los vidrios del coche, fue a la Moncloa; allí la desolación de los árboles esqueléticos, de las largas avenidas fangosas, de los estanques, llenos de liquen, le dieron ganas de llorar. La «Rubia» hablole melosa, acariciadora. El médico le recomendaba el campo para acabar de ponerse bien; reponerse del todo era aún obra larga; como ella tenía fortuna, pensaba comprar una finca cerca de Madrid; habíanla hablado de una casa de labor con buenas tierras. ¿Qué le parecía? Allí podría concluir de recobrar la salud; se irían en cuanto empezase el buen tiempo, pasarían el verano, y si él quería, el invierno también; luego...

La misma idea flotó un segundo, como un fantasma sangriento, por la imaginación de ambos: los toros. Él estuvo a punto de preguntar: «¿Y mi carrera?»; pero sintió miedo ante la evocación trágica que, como palabra de magia, podía destruir su felicidad, hecha de quietud y de halago, y calló. Nati pensó también en decir: «Luego... luego podrás volver a los toros»; pero al verle calló a su vez, temerosa de conjurar la desgracia.

El plan se realizó. Partieron para Torremolares en los primeros días del mes de abril. Julián   —122→   iba muy mejorado, pero no bien aún. Resentíase algo del pecho, y la herida de la pierna obligábale a andar con muletas; pero, sobre todo, hallábase en un estado de debilidad lamentable. Poco a poco los aires del campo, la alimentación sana y nutritiva y la vida regalona iban curándole. Nati redoblaba sus mimos; su cariño parecía aumentarse con los días; con su voluntad perseverante de enamorada le iba envolviendo cada vez más en sus redes, secuestrando su voluntad, robándole el albedrío. Nunca le imponía su capricho, pero insensiblemente le hacía querer aquello que quería ella misma. Al llegar el otoño, y como él se hallase casi bien del todo, con sólo una ligera torpeza en la pierna, le ofreció volver a Madrid. Fue un rasgo de audacia de que se arrepintió casi inmediatamente. Julián vaciló un segundo; como un relámpago la gloria -una gloria canalla, hecha de oro, seda y sangre, saludaba por pasodobles, aplausos y alaridos- brilló ante él. Pero fue cobarde, y claudicó. No; pasarían el invierno allí, y luego, en primavera, verían.

Durante los largos meses invernales el torero, con esa flexibilidad propia de los espíritus hechos a todas las privaciones, fue adaptándose insensiblemente al medio.

Empujado por su querida, que oculta en las sombras de una discreta condescendencia actuaba de Destino, fuese interesando por las faenas   —123→   agrícolas, apasionando con la caza y la equitación y encariñando con las consideraciones que entre los notables del pueblo merecía, como uno de los principales propietarios -allí diéronle por esposo legítimo de la Nati- de la comarca.

Y, por fin, cuando retornó el buen tiempo, Julián, hecho a tal vida, no volvió a hablar de toros. Pasaron los días; de tarde en tarde la visión de las plazas llenas de sol y de alegría le inquietaba. Rechazábala como algo absurdo, fuera de toda ley. Él era un hombre serio y todo aquello locuras.

Ahora, atento, discutía.

El señor cura objetó:

-¿Y si suspenden el Ayuntamiento?

-No se les da tiempo a enterarse.

Entró en el estanco una criada de las de refajo y rodete.

-Don Julián, la señora, que haga el favor de «dir».

-Voy -y despidiéndose de sus amigos, fuese camino de su casa.

.....................................................................

En el amplio zaguán, adornado con plantas y mecedoras, le esperaba su querida. La vida sedentaria y la comida puebluna la habían engordado exageradamente. Bajo el matiné de encajes, adornado con lazos de seda -guardaba aún sus hábitos cortesanos-, dibujábanse sus   —124→   pechos enormes, como bovinas ubres, y sus caderas formidables. En el rostro de luna llena, embadurnado de afeites que disimulaban mal sus cincuenta años, conservaba las huellas del llanto, que enrojecía sus ojos. Al entrar Julián salió a su encuentro tendiéndole un telegrama.

-Mi hermana Clotilde que se muere.

El ex torero quedó perplejo, temiendo adivinar. Ni se acordaba ya de Clotilde, ni casi de Madrid. Había llegado a encariñarse con la idea de vivir siempre en aquel rincón, sin imprevistos que viniesen a turbar su quietud, en una especie de sopor, viendo correr los días monótonos con la indiferencia de un faquir indio. Egoísta, queriendo inconscientemente guiar por sugestión las ideas de su amada, formuló:

-Lo siento. ¡Pobrecilla! ¡Qué le vamos a hacer!

Impaciente por aquella salida, la «Rubia» formuló:

-¿Qué le hemos de hacer? ¡Pues ir!

Sin atreverse a protestar abiertamente, insinuó una duda:

-Es que puede que lleguemos tarde.

Malhumorada por la pachorra, la otra interrogó a su vez agresiva:

-Bueno, ¿y qué? ¡Aunque lleguemos tarde!

-Pues viaje perdido.

-¿Y la chica?

-¡Ah...!

  —125→  

No se acordaba ya de aquella Amparito, único fruto superviviente de los amores de Clotilde y el «cantaor», alocada y locuaz, que conociera tan enredadora y dicharachera y que ahora ya debía ser una mujer.

Dulcificó Nati algo el tono:

-Ya ves cómo no hay remedio. Hay que irse a Madrid, hoy mismo.

No atreviéndose a protestar abiertamente, permaneció silencioso. Pero la idea del regreso a Madrid le horrorizaba. Era aproximarse a la lucha, ver de cerca gentes que dejó humildes y que tal vez hallaría vencedoras, contemplar el escenario de sus fracasados triunfos; era, en síntesis, «volver a vivir». Sentía que había muchas cosas en él que no estaban muertas, sino dormidas, y que iban a despertar; presentía la lucha con sus amarguras sin cuento, las inquietudes que turbarían el reposo animal de sus noches, y sintiéndose sin fuerzas, insinuó:

-Como el viaje será cosa de cuarenta y ocho horas, podías irte sola, y yo me quedaría cuidando esto.

-¡Me gusta la gracia! ¡Los demás, que nos amolemos, y su excelencia se queda aquí repanchigado para no molestarse! ¡No, hijo, no; a Madrid hoy mismo! ¡Pues estaría bonito! Pero ¿quién eres tú, vamos a ver, para ponerte a dar órdenes?

Era la primera vez que descargaba sus iras   —126→   sobre la cabeza de Julián. Él sintió deseos de pegarla; pero ni aun para ello tuvo fuerzas. Una vez más rehuyó la batalla que la vida le brindaba, y calló tercamente.




ArribaAbajo- II -

El viaje fue muy penoso. Hacía mucho calor en las llanuras castellanas, y el tren, un mixto que habían tomado para no tener que esperar a la noche, caminaba con una pesadez abrumadora. La Nati, nerviosa por el bochorno y las molestias de la marcha precipitada, molestias acrecentadas por su corpulencia y el hábito de vida sedentaria que había adquirido, rezongaba a cada instante, con cualquier pretexto. La temperatura le indignaba; los mosquitos sacábanle de quicio; las frecuentes y prolongadas paradas excitaban su nerviosidad. Sin motivo, por el más fútil pretexto, daba suelta a su contenida rabia con palabras acres, quejas, lamentos.

Pero en el fondo de aquel mal humor, provocado, al parecer, por incomodidades físicas, latía un hondo drama anímico, tanto más terrible cuanto más primitivo era el espíritu en que estallaba. En aquel ser moral, sin desbrozar aún, vivían latentes todos los impulsos iniciales: el egoísmo, la pereza, el exclusivismo; sacrificios   —127→   y abnegaciones, como no estuviesen inspirados en un motivo egoísta -lujuria, necesidad o capricho-, eran ignorados allí. Y súbitamente llegaba lo terrible. Acababa de descubrir en el fondo de su alma una verdad cruel, monstruosa, absurda, que tronchaba su vida y arrancaba de súbito su única razón de ser. No quería a Julián.

Al principio le idolatró. Fue para ella, acostumbrada a triunfar, lo imposible, aquello en que ponemos todas las potencias del alma, los esfuerzos todos de la voluntad. Luego representó su cariño y su amor propio satisfecho, el temor de perderle, el peligro bordeado a cada paso de que la querencia de la gloria pudiese más que ella y se lo arrebatase; más tarde quedó la costumbre y el encanto de aquella vida serena. Pero Julián envejecía; según pasaban los días, era más suyo, más su juguete; las probabilidades de que pudiese huir disminuían, y Nati sentía al antiguo héroe como un pobre muñeco entre sus manos. Él mismo, sin darse cuenta, había detenido el majestuoso vuelo de la quimera, y cortándole las grandes alas y arrancándole las rampantes uñas, la convirtió en vulgarísima ave de corral. Poco a poco, ignorante del peligro, y creyéndose para siempre a cubierto, fue destruyendo la poesía, la heroica aureola que envolviole a los ojos de su querida, e inconsciente de él, rompiendo la magia del encanto.   —128→   Hablaba de los toros como de una locura imposible, bromeaba sobre su pretérito entusiasmo, y reconociendo la superioridad de la hembra, entregábase a ella atado de pies y manos. Nati supo aprovechar aquella fuerza, y de esclava se convirtió en tirana. Ella, que antes temblaba ante una palabra del torero, volviose despótica, dominante. Ante el público todo seguía igual, pero en la intimidad del hogar ella ordenaba y a él le tocaba obedecer. Pero, sin embargo, las cosas parecían tranquilas en el concierto de aquellas vidas antes turbulentas, resbalando ahora serenas por su cauce. No era así; en el alma apasionada de la pecadora nacían inquietudes, deseos, curiosidades. Un anhelo de ideal, de amor, de ensueño, se apoderaba de ella de día en día. Por más que procuraba contemplar a su amante con los ojos de antaño, el espejismo se rompía y la imagen vulgar surgía ante ella con su frente calva y su redondo vientre de propietario rural. Pese a ello, aún la pereza, la querencia del reposo, le ataba; aún trataba de engañarse, pensando que en cuanto ella quisiese él volvería a sus toros, ella al Madrid de sus amores. Cuando...

Sobrevino la catástrofe. Nati, con una necesidad sentimental de enternecimiento, y aunque no le importaba gran cosa aquella loca de la Clotilde, que siempre fue una mala cabeza que sólo disgustos le acarreó, convenciose a sí misma   —129→   de que sentía hondo dolor. Su anhelo de sacrificio llevole a pensar en la pobre huérfana, que en la edad más crítica quedaba abandonada «en el proceloso mar de la vida» (aquella imagen la había leído ella en un folletín), y dispúsose a ser su amparo y consuelo. ¡Ella sería su madre! A fuerza de abnegación y cariño le haría olvidar su triste orfandad. Se irían a vivir a Madrid (¿qué mejor pretexto?), y allí dedicaríase en alma y vida a educar a la huérfana (pues daba por sentado que sería huérfana en seguida y por descontado que estaría muy mal educada -¿qué podía esperarse de aquella loca de Clotilde?-); luego preocuparíase de su porvenir, de casarla y establecerla.

Y justamente cuando ella, sacudido instantáneamente el tedio, hacía tales proyectos, venía el estúpido de Julián con su pachorra... ¿Pero qué se había creído el niño, que ella no estaba allí más que para llenarle la andorga y que se diese buena vida? ¡Corriendo! ¡En eso estaba pensando!

Por primera vez, después de tantos años, sintió nacer un impulso de odio hacía él, una necesidad aviesa de mortificar, de hacer daño, y por vez primera también lloró el estéril sacrificio de los mayores años de su vida. ¡Los mismos padres del yermo, si hubiesen visto desvanecer su ensueño de cielo, hubiesen retornado al mundo con un gesto de ira para los años   —130→   malgastados en un estúpido ensueño de ideal!

El convoy corría a través de grandes planicies áridas y pedregosas. Julián, en un rincón, dormitaba, la gorra caída y el chaleco desabrochado. Nati, al otro extremo del coche, se abanicaba con furor. De pronto encarose con él:

-¡Julián!

Despertó sobresaltado.

-¿Qué?

-¡Abróchate ese chaleco! ¡No te dará vergüenza! Si entrase alguien por casualidad...

-¡Como no sea el revisor...! -objetó él con buen sentido.

La «Rubia» no le hizo caso y siguió rumiando:

-Aunque no fuese más que por mí... ¡Vaya una consideración!... Pues lo que es en Madrid ya puedes tener cuidado de no avergonzarme.

-¡Para lo que vamos a estar!

Saltó furiosa:

-¡Toda la vida!

Irritado, a su vez, objetó Julián:

-¡Serás tú, porque lo que es yo...!

Nati echaba lumbre por los ojos. Le contempló un momento entre burlona y compasiva, y luego interrogó con ironía rabiosa:

-¿Y qué vas a hacer?

-Volverme al pueblo.

-¿Solo? -interrogó, cada vez con mayor ironía.

  —131→  

-Contigo.

-Me parece difícil.

-¿Por qué?

-Pues, hijo -rió la hembra-, porque no quiero volver a poner los pies en jamás de los jamases en el cochino pueblo. ¡Ya estoy harta de poblanchones!

Fue rotundo.

-Volveré solo.

-¿Y adónde, se puede saber? -formulaba la pregunta con una calma artificiosa, tras la que se sentía trepidar la ira.

-A casa.

Estalló.

-¡Ja, ja! ¡Que se te quite de la cabeza! ¡A casa! -siguió con sarcasmo-, ¡a casa! ¿Y cuál es tu casa, di, cuál es tu casa? ¡A casa! -parodiándole-, ¡a casa...! ¡Ja, ja! ¡Deje usted que me ría, hijo, deje usted que me ría...! ¡Ay qué gracia! ¡A casa! Pero ¿cuál es tu casa, la carretera o la plaza Real? Hijo, tu casa... ¡pues no eres tú nadie! La casa es mía, ¿estás? Las tierras, mías; ¿estás? El dinero, mío; ¿estás? ¡Y haré lo que me dé la gana; conque apunta!

Luego calló, abanicándose furiosamente.

Julián, anonadado, sin encontrar réplica, permaneció en silencio, mientras el tren entraba majestuosamente en la estación del Mediodía.



  —132→  

ArribaAbajo- III -

Desde que estaban en Madrid la Nati entraba y salía a todas horas, muy puesta de mantilla, y aun a veces, cuando repicaban gordo, de sombrero. La Clotilde se moría, se moría sin remedio de aquella pertinaz fatiga; pero, eso sí, parecía que la cosa iba para largo, y su hermana, sin descuidar a la enferma ni permitir que le faltase nada -hasta se la había llevado a su casa para que estuviese mejor-, volvía a cobrar gusto a la vida madrileña, reanudaba relaciones, hacía visitas, encontrándose en aquel elemento como pez en el agua.

Julián, por el contrario, cada vez se hallaba peor. Desde la primera cuestión con su querida las broncas habían menudeado, siendo cada vez más frecuentes y violentas. Parecía como si ella hiciese al torero responsable de su vejez, de aquellos años perdidos para el goce, consumidos en un altruismo estúpido. En cuanto surgía cualquier menudo rozamiento, venían las palabras fuertes, desagradables, llenas de acritud. La «Rubia» le restregaba por los hocicos cuanto por él hiciera, complaciéndose en humillarle con la ostentación de su inutilidad. Hasta aquella misma renuncia de los toros, por que tanto y con tanta habilidad hiciera ella, se la reprochaba como una abyección más.

  —133→  

Julián nada hacía, nada decía. En el paroxismo de la cobardía moral, cada vez le asustaba más la idea de afrontar la vida. Huía de sus antiguos amigos, de los lugares donde pudiese encontrar gentes que le recordasen sus pasadas luchas, de cuanto evocara el pasado glorioso, y no pensaba sino en correr a refugiarse en el pueblo. Pasaba los días en el gabinete contiguo a la alcoba de la moribunda, aquel gabinete donde, en una vitrina de caoba, lucía el traje que ostentaba el día de la cogida, y allí sentados en los sillones charlaba con Amparito.

Amparito era una chiquilla morena, llena de picardía y travesura. En la carita pálida, los ojazos negros brillaban melancólicos unas veces, risueños y burlones otras. La boca, no muy chica, pero roja y fresca, lucía siempre en una sonrisa la blancura cegadora de los dientes, y la corona de cabellos negros, cortados en pequeños rizos, aumentaba aún el aspecto pueril de la graciosa cabecita. Inquieta, física y espiritualmente, iba y venía, reía y cantaba, y alguna vez se quedaba triste, con las inmensas pupilas fijas en un punto imaginario.

Amparito estaba muy mal educada. Su madre, con aquella debilidad de carácter que la distinguiera siempre de la férrea voluntad de su hermana, no supo oponerse a ninguno de sus caprichos, y dejola rodar por salones y academias de baile. La nena quería ser cupletista.

  —134→  

¡Cupletista! Cuando la Nati se enteró de los desvaríos pecaminosos de su sobrina, creyó que del sofocón se la llevaba pateta. ¡Cupletista! ¡Una sobrina suya arrastrándose por esos cines, rodeada de sinvergüenzas! Y como si realmente ella fuese una gran dama y la chica descendiese del Cid Campeador, bufaba de indignación.

Para Julián, la chavala fue el único encanto de su nueva vida. A su lado, el ensueño revivía como pajarillo aterido de frío que se reanima al calor de un seno amigo. Oíala embelesado sus graciosas divagaciones de mozuela soñadora, y arrobado escuchábala cantar las románticas coplas de amor y muerte. Amparito tenía el don de galvanizar su voluntad, anestesiada por las brujerías de Nati, y hacíale por un momento creerse aún capaz de cosas grandes y heroicas. Sus dos sueños se encontraban: el ensueño que fue de él se apoyaba para volar aún en el ensueño que comenzaba a remontarse de la niña. Ella instábale a contarla las peripecias de los años azarosos de su vida, sus primeros triunfos, y, sobre todo, la tarde gloriosa de la cogida.

Aquel día habían hablado más que nunca; junto a la vitrina en que dormían como una reliquia los jirones de seda, recamados de oro y manchados de sangre, las palabras habían sido más ardientes, más entusiastas, más fogosas. Hablaba ahora ella con volubilidad encantadora:

  —135→  

-¿Por qué no vuelves a torear? ¡Es tan bonito! Ser torero es lo mejor que hay en el mundo. Si yo fuese hombre, sería torero, y daría unas estocadas hasta allí. ¡Iban a volverse loquitos conmigo! ¡Aplausos, puros; ya verías, ya verías...! ¡Y las «gachís» me iban a rifar como si fuese un Niño Jesús!

Julián sonreía.

-No seas malo, y no te burles de mí -prorrumpió la chiquilla, dándole un cachete afectuoso-. Por eso quiero ser cupletista, para salir con traje de luces y bailar tangos y que «toos» pierdan la chaveta.

En aquel momento oyeron un gemido en la alcoba contigua y corrieron allí. La enferma acababa. Sentada en el lecho, la cabeza reposando en la alta pila de almohadas, tenía cerrados los ojos, y de la boca, entreabierta, se escapaba un estertor de agonía. En la cara, lívida, larga, angulosa, se retrataba la muerte. Mientras, la nena le prestaba auxilio. Julián fue a enviar por el médico. Cuando volvió, la enferma había alzado los párpados y fijaba las vidriosas pupilas en su hija, mientras la mano, huesuda y descarnada, se hundía en los endrinos rizos. Hizo un esfuerzo para incorporarse, quiso hablar, y los labios blanquecinos murmuraron solamente:

-¡Julián, mi hija!

Después cayó exánime, muerta.

  —136→  

Amparito, de rodillas, rezaba:

-¡Madre! ¡Madre mía!

Julián, con paternal delicadeza, posó la mano en la cabecita, e inclinándose sobre ella la besó en la frente.




ArribaAbajo- IV -

La Nati entró como una tromba, y tras de quitarse el imperdible con una enorme cruz de azabache, con que se lo prendía, echó hacia atrás el manto que llevaba aún por el luto de su hermana, y encarose con Amparito, conminadora:

-¡Se acabó! ¡Vaya si se acabó!

Sentose un momento, tornó a levantarse, bufando de indignación, y siguió rezongando mientras iba de un lado para otro, tropezando con los muebles, tirando las cosas, no dejando nada en su sitio.

-¡Me gusta! ¡Ay, madre, qué gracia! ¡Miren la señorita, rodando por ahí como una bribona! ¡Qué digo como una bribona, mil veces peor que una bribona, porque, al fin y al cabo, ellas lo hacen para comer y tú estás comida y vestida y regalada «mismamente» que una reina!

-¡Pero tía...!

-¡Qué tía ni qué niño muerto! ¡Falsa! ¡Hipocritona! ¡Judas! ¿Conque es así como agradeces el pan que comes? ¡Ay, Jesús! ¡Para   —137→   qué hara una favores a nadie! ¡Si tenías que salir así, con la misma cabeza de chorlito de tu padre, que tanto nos dio que bregar! ¡Dios le haya perdonado!

Julián quiso meter baza:

-Pero ¿qué pasa?

-¡Qué ha de pasar: que aprovechando mi confianza en ella, esta chica se iba todos los días a la academia de baile con la Cristeta! ¡Academias! ¡Conque academitas, y luego escolta de maletas! ¡Miren ustedes la niña!

La nena hizo frente valientemente a la indignación de la madura señora.

-¡Yo quiero ser artista!

-¡Jesús! ¡Y qué desvergüenza tan grande! ¡Venir a decirme eso a mí! ¡A mí! ¿Artista? ¡Cochina! ¡Ladrona! ¡Te voy a dar una mano de azotes, a ver si se te bajan los humos!

La entrada de la tarasca les había sorprendido en pleno idilio, un idilio inconsciente, en que se hallaban en un terreno donde la niñez de Amparito hermanaba con la ruinosa madurez de Julián: el ensueño.

En los cuatro meses transcurridos desde la muerte de Clotilde la amistad entre ellos se había afirmado; ella le infundía ánimos y esperanzas; él la escuchaba con dulce ternura.

-¡Conque ya lo sabes! -prosiguió la «Rubia», ahogándose en sus carnes, si bien no tan orondas como en el pueblo, gracias a sus esfuerzos   —138→   para adelgazar, aún muy holgadas y lustrosas-. ¡Se acabó la academia, se acabó la escolta, se acabó...!

Con mayor firmeza aún aseguró la moza:

-Yo quiero ser artista.

Julián intervino enérgico:

-¡Bueno, basta ya! Si la chica quiere ser del teatro, es cosa de pensarlo. Veremos si vale, si tiene verdadera disposición...

La Nati le miró un momento de arriba abajo, fluctuando entre el asombro y la indignación; al fin, furiosa, encarose con él:

-¿Y a usted quién le mete, tío lilaina, a abogado de causas perdidas?

Decidido a ir hasta el fin, se encaró con ella:

-¡Me meto en lo que me da la realísima gana! ¿Estás? Y delante de mí no atropellas a la chica, ¿oyes?

Aproximose a él y le contempló curiosamente.

-¿Y tú quién eres «pa» meterte en «camisa» de once varas?

-Soy...

No concluyó. La hembra le abrumaba con su desprecio.

-¡Eres! ¿Quieres que te diga lo que eres? ¡Pues eres un chulo aburrido que estás viviendo del pan que te doy por lástima! ¡Por lástima! -repitió sarcástica-. ¡Porque ya ni «pa» chulo sirves!

  —139→  

Dio un paso hacia ella y alzó la mano. Esperole la arpía a pie firme.

-¡Pega, anda; pega y llamo a la pareja y sales de aquí con unos pantalones y una camiseta! -Y como le viese casi vencido, se encaró con Amparito-. Conque ve apuntando; de aquí no vuelves a salir sino conmigo, ¿estás?

Retirose dando un portazo, y la nena, aterrada, se refugió llorando en los brazos de Julián. Él la mimó como a un niño chiquito.

-¡Pobrecita nenita!

Amparito suspiró:

-¡Quiero ser artista!

-Lo serás, mi vida.

-¿De veras?

-De veras.

Sonrió a través de las lágrimas, y los labios juveniles buscaron los del torero y se posaron largamente en ellos. Al contacto de la fruta fresca y temprana evocó Julián, estremecido involuntariamente, la boca voraz que, como un vampiro de historia de brujería, había secado su vida.




ArribaAbajo- V -

Mientras la nena bailaba, el público, aquel heterogéneo público de mamás, de damas de tronío y de chulos en estado de merecer, permanecía pendiente de ella, involuntariamente cautivo   —140→   de su gracia pueril. Desde su rincón el «Morito», astro coletudo de quinta magnitud, flechábala con los ojos negros y ardientes. Fernández, el viejo saltarín y pinturero que regentaba la academia, contemplaba, cayéndosele la baba, a su discípula predilecta, mientras las demás aprendizas de Terpsícore cuchicheaban envidiosas.

Amparito bailaba con una gracia trágica, casi dolorosa; parecía que bailaba exasperada por una pena que desgarraba su corazón; había en sus gestos, rápidos, vibrantes, contenidos, un impulso de pasión bravía. Los ojos, negros, muy grandes, húmedos, aterciopelados, miraban alejarse un ensueño, y en el rostro, de una blanca transparencia de azucena, los labios rojos, delgados y sangrientos, sonreían. Prisionero en el negro atavío de luto, su cuerpo menudo y frágil, casi andrógino, se retorcía, temblaba, cimbreándose, imprimiendo a los bailes populares cierta majestad de arcaica danza sagrada.

Las lecciones de baile se habían reanudado. En complicidad con Julián, incapaz de negar nada a la chiquilla, Amparito había vuelto a sus clases de danza. El primer día la acompañó él mismo, pero se sintió ridículo. Aquel ambiente, sin saber por qué, recordábale cosas muy lejanas que deseaba olvidar; además, en su brusquedad de alimaña montaraz, la empalagosa finura de que blasonaban todas aquellas   —141→   gentes, que luego, a la primera contrariedad, echaban finuras a rodar, y liándose la manta a la cabeza empezaban a escupir groserías, le irritaba los nervios.

Entonces propuso a su sobrina llevarla hasta la puerta y volver más tarde a recogerla, y como ella, encantada de aquella solución que le permitía hablar a solas con su novio, el «Morito», un torero que tenía «la mar» de porvenir, aceptase, así quedó acordado.

En un postrer vibrar de la guitarra, entre el loco repiqueteo de las castañuelas, Amparito tembló un momento, giró rápida luego, y por fin, en un paso de tragedia, desplomose en tierra.

Risueña, se alzó sacudiendo el vestido, pagó con sonrisas las justas alabanzas que con malévola envidia le tributaban las demás, y encaminose hacia el rincón donde su novio la esperaba.

-Vaya, aquí me tienes ya.

Él la contempló arrobado.

-¡Chiquilla, qué preciosa estás...! ¡Bailas como los mismos ángeles!

Bromeó ella.

-¡«Desajerao!» ¡Patoso! ¡Embustero!

El «Morito» murmuró con contenida pasión:

-¡Fea! ¡Negra! ¡Te quiero más...! El día que me roben tu querer me dejo echar las tripas fuera por un toro.

Protestó Amparito:

  —142→  

-¡Quita de ahí! ¡Pinturero! ¡Fantasioso!

Habló él:

-Te quiero... Mira, los días que estuviste sin venir creí que me las liaba. ¡Qué pena, negra, qué pena!

Gustosa, como todas las hembras, de verle temblar ante la idea de la ausencia, amenazó:

-Pues el día menos pensado... Gracias al tío, que es muy bueno.

No pareció entusiasmado el «Morito».

-¡Psch!

-¡Anda, sinvergüenza, golfo; di que no! -protestó ella, medio en serio medio en broma. Luego añadió-: Muy «buenismo», y además un gran torero.

-Lo fue.

-¿Y por qué no lo es ahora? Pues porque lo dejó por amor... ¡No serías tú capaz!

Él afirmó con convicción:

-¿De dejar los toros? No.

-¿Ni por mí?

-¡Ni por mi madre!

Suspiró amorosa:

-Así te quiero.

Las nobles damas que conducían a sus esmirriados vástagos a aquella escuela de buenas costumbres comenzaban a murmurar del aparte. ¡Hacía falta poca «lucha» para ponerse allí con aquellos secreteos! ¡Pero, señor, parecía mentira que hubiese gente con tan poquísima   —143→   vergüenza para, teniendo como tenía la Nati el riñón abrigado, enviar a aquella criatura sola!

Notó Amparito los comentarios de las comadres, y encarándose con su amado propuso:

-¿Vamos? Me están cortando un traje verde, y todavía estoy de luto.

Salieron. En el portal reanudaron su idilio, mientras la chiquilla esperaba a Julián.

-¿Me querrás siempre, lucero?

-Siempre.

El torero la miraba al fondo de los ojos. Ella sonreía feliz. De pronto se puso seria.

-Ahí viene el tío. ¡Adiós!

-¡Adiós!

Julián lo había visto todo. Mientras caminaban por las calles angostas y tortuosas, que comenzaban a invadir las tinieblas nocherniegas, habló, ocultando su pena:

-¿Quién era el maletilla ese?

Sintiose Amparito profundamente ofendida por la denominación despectiva con que regalaban al dueño de su albedrío; pero obligada a disimular, escondió su despecho.

-Es el «Morito», un torero que toma lecciones de baile en la academia.

-¿Por qué estaba contigo? -tornó a interrogar Julián.

-¡Toma! Porque da lección ahí y hoy hemos acabado a la par.

Caminaron silenciosos un momento. El ex torero   —144→   sentía una angustia desconocida, una opresión que le ahogaba, un dolor hondo, inmenso, inexplicable. Amparito, instintivamente, comenzaba a comprender. Al fin volvió a hablar Julián.

-¡Amparito, nena, no mientas ni me engañes! Mira que no merezco una traición -el tono era humilde, suplicante-. Dime la verdad: ¿es tu novio?, ¿te hace el amor...? ¿Lo quieres? -Las últimas palabras apenas las pronunció. La voz se le anudaba en la garganta, y sentía deseos de llorar.

Amparito, enternecida por el gran cariño que sentía latir en las palabras de aquel hombre, cuya tragedia adivinaba sin acertar a comprenderla, le alivió su corazón.

¡Sí que quería al «Morito»! Era su novio. Pero no fuera a creerse que era cualquier cosa. Era un gran torero, que había obtenido triunfos ruidosos en Carabanchel y Tetuán. ¡Y si viese el tío qué valiente! Y bueno, y con un corazón... Hacía el elogio del amado con entusiasta fervor, poniendo en sus palabras el alma toda.

De pronto calló, y deteniéndose clavó los ojos en el rostro de Julián. Había creído escuchar un gemido apagado.

Por la cara curtida del torero, cubierta ahora de mortal palidez, resbalaban dos lagrimones. La nena, con femenina intuición, lo comprendió todo.

  —145→  

La voz musical interrogó llena de dulzura compasiva:

-¿Por qué lloras? ¿Me quieres tú?

Julián gimió:

-¡Nena! ¡Nena! ¡Vida mía! ¡Con toda mi alma!




Arriba- VI -

El río humano que desde la plaza se desbordaba por la calle de Alcalá abajo le arrastraba, y Julián, aturdido, casi inconsciente, se dejó llevar sin darse aún exacta cuenta de su tragedia anímica.

En el esplendor de la tarde primaveral, envuelta en la suave neblina que el calor y el polvo tejían, y que el sol, al acostarse en occidente, teñía de oro; bajo el toldo azul del cielo, en que se apelotonaban como cúpulas de un palacio aladinesco algunas nubes de cobre, de nácar y rubí, el torrente de gentes, al parecer dichosas, rodaba entre ensordecedora algarabía. Por las aceras, casi obstruidas por los papanatas apostados allí para ver el desfile, pasaban grupos de hombres discutiendo las peripecias de la primera corrida de abono y loando con hiperbólico entusiasmo el triunfo completo, definitivo, indiscutible del «Niño de los Caireles». Por el arroyo pasaban en confuso   —146→   remolino los coches y los autos con damas elegantes, aristocráticas aficionadas, hembras de trapío, «cocottes» de cartel, mozas de rompe y rasga, sportsmens, cómicos, artistas. El público, entre envidioso y burlón, reíase de los unos, criticaba a los otros, ponía un comentario sangriento a las historias murmuradas en voz baja de aquellos cuyas aventuras, saliendo del círculo en que vivían, transcendían a la calle. Allí iban en un auto la Montaraz y Julito Calabrés, siempre abracadabrantes, riendo y escandalizando; tras ellos, en un milord fantástico, la «Chelito», turbadora en su exuberante belleza; en un coche Aciscla Cortés, ascendida de florista callejera a entretenida de postín; frente a ella, en una victoria, medio tendida sobre los almohadones, la figura airosísima de la «Murillito», una «bailaora» sevillana con ojos de brasa.

Un gran movimiento de expectación. ¡Los toreros! Pasó en un fulgor de oro y colorines la calesa y el público prorrumpió en aplausos:

-¡Viva el «Niño de los Caireles»!

Julián, aturdido, desesperado, se lanzó por la calle de Villanueva, huyendo de la multitud.

Se había encontrado en la Plaza sin saber cómo. La voluntad, traidora, le había engañado, y él, que huyera hasta entonces de cuanto le recordaba el pasado, se halló allí. Desde que pisó el Circo, y en cuanto, en contacto con el   —147→   público, sufrió la influencia del magnético fluido3 de curiosidad, de impaciencia y de entusiasmo, fue otro. El hombre que Nati había matado por arte de hechicería revivió. De nuevo sintió el ansia de gloria, el hambre de aplausos, de vítores, de miradas femeniles que eran caricias de mimo y flechazos de deseo. Allí estaban sus antiguos compañeros vestidos de oro y seda, airosos, arrogantes, con la arrogancia que les prestaba su valor y la conciencia de su triunfo. Allí estaban el «Niño de los Caireles» y Cayetano, el «Afortunadito», con miles de miradas fijas en ellos, miles de corazones palpitantes de simpatía y miles de manos dispuestas a aplaudirles, mientras él, obscuro y olvidado, contemplaba el espectáculo confundido con la masa anónima. ¡Ser torero! Ser torero significaba ser el héroe que mira cara a cara la muerte, tener a la multitud pendiente de los revuelos del capote, clavar un corazón de mujer en cada estocada. ¿Y por qué no había de serlo? ¿Viejo? No; con treinta y tantos años un hombre era joven aún. ¡Lo sería! Volvería a pisar la arena, a hacerse pasear en hombros como un vencedor, y el día del triunfo ofrendaría su vida a los pies de Amparito. ¡Porque sin Amparito no podía vivir! La amaba con toda su alma. Ella... ¡le amaría! Su guapeza, su valor, su arrojo conquistarían el corazón de la chiquilla.   —148→   ¿Quién sabe? ¡Tal vez le amaba ya! Todo aquello del «Morito» no era sino una chiquillada, un anhelo de ensueño y amor.

Ahora, mientras caminaba rápido hacia su casa, el ensueño tomaba consistencia. Lo primero, huir de la Nati, salir de su poder, aunque fuese para caer en la miseria. La pobreza... mejor; las privaciones espolean la voluntad y hacen de hierro a los hombres. Luego, a vencer o a morir, y, por fin, si salía victorioso, volver a buscar a Amparito y casarse con ella. ¿Por qué no? La nena sería la compañera soñada de su vida.

Llegaba. Rápido, sintiéndose joven y fuerte, saltando los escalones de tres en tres. La puerta estaba abierta y entró. En la antesala, nadie; en el comedor un corro de vecinas rodeaban a la criada, que llorosa y anonadada les contaba algo.

-¿Qué pasa? ¿Qué es esto?

Entre gemidos se explicó la «pobre chica»:

-La Amparito, que «sa escapao» con el «Morito», el novillero... La doña Nati, como loca, se...

No oyó el fin. Anonadado al ver desplomarse el alcázar de sus quimeras, penetró en el gabinete donde el traje de luces dormía su sueño de leyenda. El gran espejo de tres hojas reflejó su imagen entre la semipenumbra crepuscular. Y se vio tal como era: gordo, amarillento,   —149→   rota, por el vientre burgués, la elegancia de la figura; la frente calva, el cabello cano.

Dejose caer en una silla y lloró. Lloró el amor de Amparito, la juventud que se había ido para siempre y la gloria que no vendría ya.







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