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Los hombres de bien

Manuel Tamayo y Baus

Drama en tres actos



REPARTO

     En el estreno de la obra, representada en Madrid, en el teatro de Lope de Rueda (Circo de Paúl), el 17 de diciembre de 1870, a beneficio de don Antonio Vico.



PERSONAJES

DON LORENZO DE VELASCO
EL CONDE DE BOLTAÑA
JUANITO ESQUIVEL
LEANDRO QUIROGA
DAMIÁN ORTIZ
ADELAIDA
ANDREA




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Acto primero

Sala baja de una casa de campo; dos puertas a cada lado de la escena; dos grandes rejas en el foro, por las cuales se ve el campo; muebles elegantes.

Escena I

DON LORENZO, EL CONDE y JUANITO. Entran por la segunda puerta de la derecha, con traje de campo.

     DON LORENZO.- Entren ustedes por aquí. ¡Voto va! No hay placer como el que llega de repente.

     EL CONDE.- ¿Nos suponía usted capaces de faltar a lo convenido?

     DON LORENZO.- No; pero no los aguardaba a ustedes precisamente hoy. (Siéntanse los tres.)

     JUANITO.- ¿Y Adelaida?

     DON LORENZO.- Se levanta más tarde, y como hace un poco de toilette... Ni en campos ni en desiertos abdicará nunca mi hija su cetro de reina de la moda. Con que ¿de veras no quieren ustedes descansar un rato? Las habitaciones están preparadas.

     JUANITO.- Ca, no señor. Anoche dormimos en Irún, y ya ve usted que desde Irún hasta aquí...

     DON LORENZO.- Sí, dos horas de coche.

     EL CONDE.- Está admirablemente situada esta posesión.

     DON LORENZO.- Creo haber hecho una buena compra, y aquí he de pasarme tres o cuatro meses todos los años. Con que son ustedes míos hasta fin de julio por lo menos.

     EL CONDE.- ¿Y nuestros baños?

     DON LORENZO.- Tiempo queda.

     JUANITO.- Sería abusar.

     DON LORENZO.- Al contrario: hacerme favor. Espero que han de pasarlo ustedes bien. Para los que como nosotros aborrecemos el tráfago del mundo, ¡es tan agradable esta paz, esta soledad!... En los veinte días que llevo aquí, fuera de la gente de casa, no he visto más que a mis vecinos el paralítico y su hija.

     EL CONDE.- ¿Un paralítico?

     DON LORENZO.- Sí, el dueño de una casita muy humilde, poco distante de la mía. Es la única habitación que hay en estos alrededores, y también la quise adquirir: pero el hombre se negó rotundamente a desprenderse de su nido. ¿A dónde había de ir a parar con sus huesos un infeliz privado de todo movimiento? Por lo mismo, tampoco nos causa molestia alguna. Es persona muy atenta y afable. Parece que se dedicaba al comercio, cuando una gran desdicha y su enfermedad le dejaron sin blanca. y ha diez años que vive ahí, en la mayor miseria, sólo con Andrea, su hija. ¡Una criatura celestial! Ella lo hace todo en la casa: barrer, guisar, lavar..., en fin, todo. Y cuidar a su padre, al cual tiene que llevar de una parte a otra en una especie de carretón, y hasta que ponerle el pan en la boca. ¡Y cómo le cuida! ¡Con qué agrado y ternura! Como se cuida a un niño de pecho. En un desierto únicamente se ven hoy estas cosas.

     EL CONDE.- Cierto que ya se encuentra poco de eso en el mundo.

     DON LORENZO.- ¡Calla! Juanito, se le han saltado a usted las lágrimas.

     JUANITO.- (Enjugándose los ojos con el pañuelo.) ¿Qué quiere usted? ¡Soy tan sensible! En oyendo referir algo tierno..., a pesar mío se me llenan de agua los ojos.

     EL CONDE.- ¡Dichoso usted que en nada se parece a la mayor parte de los jóvenes de su edad!

     JUANITO.- A los consejos de usted lo debo, señor Conde. ¡Usted sí que es bueno!

     DON LORENZO.- Los dos son ustedes modelos de honradez, de...

     EL CONDE.- ¡Modelo usted, señor don Lorenzo!

     JUANITO.- Señor don Lorenzo, ¿qué mejor modelo que usted?

     DON LORENZO.- (Al CONDE, con tono muy declamatorio, poniéndose en pie.) La verdad es que uno se diferencia bastante de la generalidad de los hombres, entregados hoy en cuerpo y alma al demonio. Ay, amigo mío, ¡qué mundo!

     EL CONDE.- (También con mucho énfasis, y levantándose.) ¡Qué soledad!

     JUANITO.- (Como los otros dos.) ¡Qué siglo!

     DON LORENZO.- ¡Rotos los vínculos de la familia!

     EL CONDE.- ¡Destruídos los cimientos del Estado!

     JUANITO.- ¡Hecha sistema la impiedad!

     DON LORENZO.- ¡Corrupción y desorden en todas las clases!

     EL CONDE.- ¡Los bribones dominándolo todo!

     JUANITO.- ¡Y en tanto, los hombres de bien!...

     DON LORENZO.- (Saca un cigarro de papel de la petaca y enciende un fósforo.) ¡Para nosotros, los desdenes!

     EL CONDE.- (Saca una caja de rapé.) ¡Los malos tratamientos!

     JUANITO.- (Saca un cucurucho de caramelos de uno de los bolsillos del traje.) ¡La verdad era esclavitud!

     DON LORENZO.- (Con trágico acento, dejándose caer en la silla y encendiendo el cigarro.) ¡Qué escándalo!

     EL CONDE.- (Con tono muy grave, sentándose y tomando un polvo de rapé.) ¡Qué desdicha!

     JUANITO.- (Con tono lacrimoso, cayendo de golpe en su asiento y echándose un caramelo en la boca. En este momento se ve por las rejas del foro a ANDREA, que cruza el campo de derecha a izquierda, con un cantarillo de agita debajo del brazo.) ¡Qué abominación!

     DON LORENZO.- (Señalando a las rejas.) ¡Ah, miren ustedes! Por ahí va la hija del paralítico. (EL CONDE y JUANITO se levantan.)

     EL CONDE.- ¿Es aquélla?

     JUANITO.- (Santigüándose.) ¡Ave María Purísima, y qué linda es!

     DON LORENZO.- ¡Divina! ¡Una cara de «Concepción» de Murillo! (Vese ahora a DAMIÁN cruzar el campo de izquierda a derecha. Salúdanse ANDREA y él, y cada cual desaparece por su lado.)

     EL CONDE.- Y ese cojito que viene hacia aquí y la saluda, ¿quién es?

     DON LORENZO.- ¡Oh!, ése es mi escribiente, mi secretario, mi mayordomo.... ¿qué sé yo? Una preciosa adquisición que hice pocos días antes de salir de Madrid.

     EL CONDE.- ¡Calla! Si no estuviera cojo, diría...

     DON LORENZO.- ¿Qué?

     EL CONDE.- Sí; es Ortiz.

     JUANITO.- El mismo: Damián Ortiz.

     DON LORENZO.- ¿Le conocen ustedes? Me alegro. Yo le conocí cuando todavía era un niño, en casa de don Esteban Samaniego, militar honradísimo, íntimo amigo de su padre y mío también, y desde entonces he seguido tratándole con la mayor intimidad. ¡Un muchacho excelente!

     EL CONDE-. ¡Oh, inestimable!

     JUANITO.- ¡Oh, no tiene par!

     DON LORENZO.- Eso sí: algo raro.

     EL CONDE.- Sí, bastante raro.

     JUANITO.- Sí, muy raro.

     DON LORENZO.- Figúrense ustedes que, pocos meses después de morir su padre, se halló aquel mismo Samaniego con que le habían robado cinco mil duros de la caja del regimiento, que tenía a su cargo. ¿Quién dirán ustedes que fue el ladrón?

     JUANITO.- ¿Quién?

     DON LORENZO.- ¡Su propio hijo!

     EL CONDE.- ¡Si los crímenes que hoy día se ven!...

     JUANITO.- (Enterneciéndose.) ¡Pobrecillo! ¡Válgame Dios!

     DON LORENZO.- Desesperado y casi demente, acudió a mí pidiéndome prestada aquella cantidad. Yo soy muy rico, cierto; su aflicción me partía el alma; pero ya se ve..., ¡un préstamo de cien mil reales sin garantías!...

     EL CONDE.- ¡Sopla!

     JUANITO.- ¡Caracoles!

     DON LORENZO.- Pues Damián, para sacarle del apuro, malvendió una casita que era todo su patrimonio, quedándose a perecer sin un maravedí. Hemos de convenir en que las más nobles acciones, si no están reguladas por la prudencia...

     EL CONDE.- Algunos hechos que parecen muy heroicos no son, en resumidas cuentas, más que simples calaveradas.

     JUANITO.- El Evangelio quiere que uno ame al prójimo como a sí mismo, pero no más.

     DON LORENZO.- ¡Claro!

     EL CONDE.- Yo le traté en las oficinas de La Maravilla del Siglo, donde a duras penas obtuvo un destinillo de ocho mil reales. Ya se sabe lo que, por regla general, son las Sociedades de crédito.

     DON LORENZO.- Sí; reuniones de unos cuantos pillos que cobran, y de muchos tontos que pagan. De todas las invenciones de nuestro siglo ninguna tan maravillosa como la del robo hecho pacíficamente, de común acuerdo entre el robador y el robado.

     JUANITO.- ¡Si ya hay mucha gente que roba de buena fe, y no es posible distinguir a un caballero de un ladrón!

     EL CONDE.- Cierto corriente; pero ello es que el Consejo de Administración de La Maravilla se componía de un general, de un magistrado, de un diputado, de un banquero, de otros así y de mí. Me parece que yo... ¿eh?

     DON LORENZO.- ¡Oh, usted!...

     JUANITO.- Ya lo creo: ¡usted!...

     EL CONDE.- Y todos callábamos; todos hacíamos la vista gorda, porque a veces...

     DON LORENZO.- Sin duda; hay que transigir.

     JUANITO.- Y llevar con paciencia las flaquezas del prójimo.

     EL CONDE.- Y que aun los títulos de Castilla, si tenemos hijos... ¡Yo tengo cinco hijos!

     DON LORENZO.- ¡Y qué bien criados!

     JUANITO.- ¡Qué monos los pequeños!

     EL CONDE.- ¡Angelitos! Pues bien; como ese caballero andante no tiene hijos, en cuanto se hubo enterado de los gatuperios de la Sociedad, armó un escándalo y tiró el empleo por la ventana.

     DON LORENZO.- Si le digo a usted que es una cabeza de chorlito.

     JUANITO.- ¿Y qué valen esas quijotadas en comparación de la que dio por resultado su cojera, y que sólo yo presencié, por mi mala ventura?

     DON LORENZO.- ¿Con que presenció usted el lance?

     EL CONDE.- ¿Y qué fue?

     JUANITO.- Al entrar una noche en la carrera de San Francisco, donde tienen ustedes su casa, vi un mozo y un viejo, ambos de chaqueta, y que el primero se lanzaba al segundo navaja en mano.

     EL CONDE.- ¡Bueno va estando el pueblo!

     DON LORENZO.- ¡Se le predica la rebeldía, la inmoralidad!...

     JUANITO.- Me indigné, y cerrando los ojos...

     DON LORENZO.- ¿Se fue usted al agresor?

     JUANITO.- No: me puse a rezar un Padrenuestro para que Dios le iluminase; cuando en esto llega a la carrera ese Ortiz, sin arma ninguna, y cubre al viejo con su cuerpo.

     EL CONDE.- ¡Qué atrocidad! ¡Sin armas!

     DON LORENZO.- ¡Es mucho Damián!

     EL CONDE.- ¿No llevaba ni siquiera un revólver?

     JUANITO.- ¡Toma! Si hubiera llevado un cañón, ya el caso era distinto. Sucedió lo que no podía menos de suceder: aquel energúmeno le atravesó un muslo con la navaja.

     DON LORENZO.- Lástima que todo lo que hace ese chico se resienta de falta de previsión.

     EL CONDE.- No hay que darle vueltas: es loco.

     JUANITO.- Echaron los otros a correr; y yo, viéndome solo con un hombre tendido en tierra...

     DON LORENZO.- ¿Se acercó usted a él?

     EL CONDE.- Para darle auxilio, ¿verdad?

     JUANITO.- Ese fue mi primer impulso, porque como tengo tan buen corazón... Pero caí en la cuenta de que si estaba muerto y la policía me encontraba a su lado...

     EL CONDE.- ¡Tiene usted razón!

     DON LORENZO.- ¡Podía usted haberlo pasado mal!

     JUANITO.- ¡Vaya! Con que también yo eché a correr y me encerré en casita, llorando a lágrima viva por aquel infeliz.

     DON LORENZO.- Pero no se puede negar que todas sus calaveradas provienen de excesiva honradez. Es muy honrado, mucho.

     JUANITO.- Y muy entendido. ¿No vieron ustedes su drama?

     EL CONDE.- ¿También es poeta? (Con tono de desdén.) Yo no.

     DON LORENZO.- Yo tampoco.

     JUANITO.- Un drama histórico..., muy largo..., muy triste... (Como reprobándolo.) ¡Oh, dicen que es muy bueno!... ¡Y lo que es moral!... No se hizo más que dos o tres noches.

     DON LORENZO.- Las obras serias no llaman ya gente al teatro.

     EL CONDE.- Ya no gusta más que el género bufo.

     JUANITO.- Las chocarrerías, las indecencias.

     EL CONDE.- ¡Y hay maridos que llevan a sus mujeres a ver esas obras!

     DON LORENZO.- ¡Y padres que llevan a sus hijas!

     JUANITO.- ¿Han visto ustedes la última bufonada?

     EL CONDE.- Yo, Sí; tres veces.

     DON LORENZO.- Yo, cuatro.

     EL CONDE.- Mi mujer no quiere más que ópera o esas tonterías.

     DON LORENZO.- Mi hija tampoco.

     JUANITO.- No, y que algunas cosas no dejan de tener gracia.

     EL CONDE.- Y la música suele ser muy bonita.

     DON LORENZO.- ¡Oh, la música de Offenbach!

     JUANITO.- Aquello de La Gran Duquesa: «Que duerma, pues, el general.» (Cantando.)

     DON LORENZO y EL CONDE.- ¡Oh! ¡Sí! ¡Sí! (Con mucha alegría. Cógense los tres del brazo y cantan, remedando los ademanes con que esto se canta en el teatro.)

     LOS TRES.- «Que duerma, pues,
el general.»

     DON LORENZO.- Pues y ¡aquello de Barba Azul!...

     EL CONDE.- ¡Ah, sí! «Yo soy Barba Azul...» (Cantando.)

     DON LORENZO y JUANITO.- ¡Sí, Sí!

     LOS TRES.- (Poniéndose en jarras, y remedando también los ademanes con que esto se canta en el teatro.)

                «Yo soy Barba Azul, ¡chipé!
Un buen viudo y un gran pez.»

     DON LORENZO.- Pero a vueltas de alguna gracia y de algún trozo de música medianilla, ¡cuánta sandez y cuánta inmoralidad! (Sacando la petaca.)

     EL CONDE.- ¡Y en un país civilizado se permiten espectáculos semejantes! (Sacando la caja de rapé.)

     JUANITO.- ¡Si ya los hombres de bien no podemos ir a parte ninguna! (Sacando el cucurucho de caramelos.)

     DON LORENZO.- ¡Qué escándalo! (Sentándose y encendiendo el cigarro.)

     EL CONDE.- ¡Qué desdicha! (Sentándose también y tomando un polvo de rapé.)

     JUANITO.- ¡Qué abominación! (Tomando también asiento y echándose un caramelo a la boca.)



Escena II

DICHOS y DAMIÁN. Entra por la puerta de segundo término de la derecha con el sombrero en la mano.

     DAMIÁN.- ¡Ah! (Deteniéndose.) Creí que estaba usted solo.

     DON LORENZO.- Adelante, Damián. Estos señores son conocidos de usted.

     DAMIÁN.- Sí, con efecto...

     EL CONDE.- ¿Va bien, señor Ortiz? (Sin levantarse ni alargarle la mano.)

     JUANITO.- ¿Está usted bueno? (Como EL CONDE.)

     DAMIÁN.- Bien. ¿Y ustedes? (Sin acercarse a ellos.)

     EL CONDE.- El señor Ortiz sabe que puede contar con nuestro afecto. (Como vendiéndole protección.)

     DAMIÁN.- Gracias. (Sonriéndose.)

     JUANITO.- Y si en algo le podemos ser útiles...

     DAMIÁN.- Gracias.

     DON LORENZO.- ¿Ha salido ya de su cuarto el señor Quiroga?

     DAMIÁN.- Ahora acaba de salir.

     EL CONDE.- ¿Quiroga?

     JUANITO.- ¿Leandro Quiroga?

     EL CONDE.- ¿Está aquí?

     DON LORENZO.- ¿No se lo había dicho a ustedes? Iba a Francia; pero se detuvo en Irún para hacerme una visita; le invité, por mera fórmula, a pasar unos cuantos días conmigo; me cogió la palabra, y ahí le tienen ustedes.

     EL CONDE.- ¡Qué buena alhaja!, ¿eh?

     DON LORENZO.- Dígamelo usted a mí. Quiso mi mala estrella que cinco años ha hiciésemos juntos la travesía de Cádiz a Puerto Rico, y a pesar mío tuve que contraer con él relaciones de íntima amistad. Yo iba a negocios y él iba empleado.

     JUANITO.- ¿Y es verdad que volvió a España bajo partida de registro?

     DON LORENZO.- !Vaya si es verdad!

     JUANITO.- Y cuando volvió, ¿qué le hicieron?

     EL CONDE.- Le hicieron oficial de secretaría, gobernador, director...

     DAMIÁN.- (Con gravedad irónica.) Y siguió robando tan serio.

     DON LORENZO.- Pero nada le basta. (Dirigiéndose al CONDE y JUANITO.) Ha ya mucho tiempo que está entrampado hasta los ojos. Sin embargo, vive como un príncipe. Abono en los teatros, juego, francachelas, queridas, caballos, coche... ¡Y dicen que en nuestra época no hay milagros! ¿Qué mayor milagro que gastar sin tener?

     DAMIÁN.- Eso consiste en que la piedra filosofal, buscada en vano por los alquimistas, ha sido al fin hallada por los tramposos: la piedra filosofal es el dinero ajeno.

     EL CONDE.- Yo le cobré odio cuando sedujo a la señora, de Bustamante.

     JUANITO.- Yo no le puedo mirar sin espanto desde que mato en desafío al pobre Ramírez.

     EL CONDE.- (Levantándose.) ¡Y que un hombre así este bien mirado en el mundo!

     JUANITO.- (Levantándose también.) ¡Mejor que nosotros!

     EL CONDE.- ¿Cómo se puede explicar eso?

     DAMIÁN.- Muy fácilmente. En cada época hay un tipo de moda: el poeta, el filósofo, el soldado, el fraile, el caballero... Y ahora el tunante es el último figurín.

     EL CONDE.- ¡Cierto; muy bien dicho!

     JUANITO.- ¡Y Quiroga es modelo en su género!

     DON LORENZO.- ¡Oh, pues si ustedes supieran lo que yo!

     EL CONDE y JUANITO.- ¿Qué?

     DON LORENZO.- Le he ofrecido callarlo.

     EL CONDE.- Con lo que nadie ignora bastaba para enviarlo a presidio.

     JUANITO.- Y a la horca también.

     DON LORENZO.- Es un desalmado.

     EL CONDE.- ¡Un pillete!

     JUANITO.- ¡Un monstruo!



Escena III

DICHOS y QUIROGA.

     QUIROGA.- (Entra por la puerta de la derecha sin sombrero.) ¡Hola, hola; cuánto bueno por aquí! (Al oír su voz dan un respingo los tres hombres de bien.)

     DON LORENZO.- ¡Hola, buen mozo; (Yendo hacia él y estrechándole una mano con extraordinaria afabilidad.) ¡Gracias a Dios que se le ve a usted, perezosillo!

     JUANITO.- ¡Oh, señor don Leandro!... (Yendo también hacia él apresuradamente y cogiéndole una mano con las dos suyas.)

     EL CONDE.- ¡Amigo mío! (Yendo también hacia él y abrazándole con viva efusión. DAMIÁN los contempla con risa burlona, y luego da señales de indignación y enfado.)

     QUIROGA.- Conde... Esquivel... (Saludándolos.)

     DON LORENZO.- Me han cumplido su palabra y nos acompañarán unos días.

     QUIROGA.- ¿Sí, eh? (¡Maldita sea vuestra estampa!)

     EL CONDE.- ¡Y cuánto nos hemos alegrado al saber que estaba usted aquí!

     JUANITO.- Eso decíamos al señor don Lorenzo: donde esté Quiroguita, por fuerza ha de pasarlo uno bien.

     QUIROGA.- (Si lograra espantarlos y que se fueran cuanto antes.) Pero el que va a pasarlo muy mal con ustedes cuatro soy yo.

     JUANITO.- ¿Eh?

     EL CONDE.- ¿Cómo?

     QUIROGA.- Los cuatro son ustedes íntimos amigos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y yo he cortado relaciones con esos caballeros.

     DON LORENZO.- ¡Ja, ja! ¡Qué cosas tiene este Quiroga! (Riéndole la gracia.)

     EL CONDE.- ¡Ja, Ja! ¡Tiene unas salidas!... (Lo mismo.)

     JUANITO.- ¡Ja, ja! ¡Lo dice todo con tanto donaire!... (Lo mismo. DAMIÁN se manifiesta impaciente y exasperado.)

     QUIROGA.- No me intimido, sin embargo. Yo les haré ver a ustedes que es gran simpleza seguir hoy creyendo en esas antiguallas.

     DON LORENZO.- En dejándole a él hablar...

     JUANITO.- ¡Tiene un pico!

     EL CONDE.- ¡De oro!

     DAMIÁN.- Dios, con efecto, va poniéndose muy antiguo. Si a lo menos quisiera vestirse con algún sastre de París.

     DON LORENZO.- No, Damián, eso no. Le prohíbo a usted hablar de religión ni de política. Aquí hemos venido buscando la paz, y...

     QUIROGA.- Déjele usted que defienda sus opiniones. El amigo Ortiz, sin echarla de santo, es quizá, de todos ustedes, el creyente más fervoroso. Cree en la otra vida. (Con risa burlona.)

     DAMIÁN.- Ésta me parece poca vida para mi alma.

     QUIROGA.- Cree en el alma, según oyen ustedes. (Riendose más.)

     DAMIÁN.- Un caballo es, sin duda, hermoso animal; con fatuidad indisculpable me considero yo algo superior a un caballo.

     DON LORENZO.- Ea, Damián, ya he dicho que...

     QUIROGA.- Y hasta oye misa; y tal vez confiese y comulgue.

     DAMIÁN.- ¡Vaya! Tengo la flaqueza de ser esclavo de Dios, y la arrogancia de no serlo de nadie más.

     DON LORENZO.- ¡Dale machaca! (Con mayor enojo.) ¿Quiere usted callarse, por los clavos de Cristo?

     QUIROGA.- Se continuará. Nadie es elocuente en ayunas. Voy a tomar el chocolate.

     DON LORENZO.- Y ustedes, ¿no quieren tomar algo?

     EL CONDE.- Tampoco me vendrá mal a mí un chocolatillo.

     JUANITO.- Ni a mí; con el aire de la mañana...

     QUIROGA.- Vengan ustedes conmigo. (Los he de aburrir.) Y después daremos una vuelta por el campo, si no temen ustedes contaminarse con la compañía de un réprobo.

     EL CONDE.- Su compañía de usted nos honrará mucho.

     JUANITO.- ¡Si yo tengo flaco por usted!

     QUIROGA.- Hasta luego, Lorencito mío. (Haciendo una fiesta en la cara a DON LORENZO, el cual sonríe embobado.) Salud al noble paladín de la fe de nuestros mayores. (A DAMIÁN, en tono de burla.)

     EL CONDE.- ¡Bravo, bravo! ¡Ja, ja! (¡Qué tío!)

     JUANITO.- ¡Ja, ja! ¡Bravo! (¡Qué perro!)

     QUIROGA.- ¡En marcha! (Dirigiéndose a la puerta de la derecha de primer término, tarareando una canción guerrera. EL CONDE y JUANITO le siguen, tarareando como él.) Pasen ustedes. (Deteniéndose cerca de la puerta para cederles el paso.)

     EL CONDE.- ¡No faltaba más!

     JUANITO.- Usted debe ser el primero en todo.

     QUIROGA.- Adelante. (Sale tarareando, y detrás los otros dos, tarareando también.)



Escena IV

DON LORENZO y DAMIÁN.

     DON LORENZO.- ¡Esto no se puede aguantar! (Paseando muy agitado por la escena.) ¡Aunque sólo mirara que se halla en casa ajena! Pero ¡ea! ¡No respeta nada!

     DAMIÁN.- Señor don Lorenzo. (Como tomando una resolución.)

     DON LORENZO.- ¿Qué? (Sin detenerse.)

     DAMIÁN.- Para aceptar la colocación que tuvo usted la bondad de ofrecerme, puse una condición nada más la de que había de serme lícito decir todo lo que se me viniese a la lengua.

     DON LORENZO.- ¿Y a qué recordarme tan a menudo esa dichosa condición? (Deteniéndose a su lado.) ¿No oigo yo siempre con placer todo lo que a usted se le antoja decirme? ¿No le trato a usted como a un hijo? ¡El tal Quiroga!... (Consigo mismo, paseándose de nuevo, muy exasperado.)

     DAMIÁN.- Sí, señor; todo eso es verdad, y yo se lo agradezco a usted infinito; pero...

     DON LORENZO.- Pero, ¿qué? (Con enfado, deteniéndose otra vez.)

     DAMIÁN.- Mil veces me he propuesto cambiar de genio, y no tomarme frío ni calor por las cosas del mundo; pero.... vamos, no lo puedo evitar: en viendo algo que no me guste, o trino o reviento.

     DON LORENZO.- ¡Pues trine usted! ¿Quién diablos se lo impide? ¿No trino yo también? (Sigue paseándose, y de cuando en cuando se detiene para responder a DAMIÁN.)

     DAMIÁN.- Pues, señor, ¡a trinar! Ese caballerito es un grandísimo tunante.

     DON LORENZO.- ¡Noticia fresca!

     DAMIÁN.- Y usted..., ¡usted es amigo de un tunante!

     DON LORENZO.- ¡Bah! ¿Quién no tiene amigos así?

     DAMIÁN.- Usted le obsequia, usted le adula, usted le mima...

     DON LORENZO.- Pues si tratando bien a los pillos siempre acaban por hacer de las suyas, ¿qué sería si uno les tratase mal?

     DAMIÁN.- Usted le ha metido en su propia casa.

     DON LORENZO.- Yo le ofrecí... La buena educación...

     DAMIÁN.- La mala, querrá usted decir. No es de buena, sino de malísima educación, alternar con gente perdida. Usted se irrita si delante de él sostengo opiniones y creencias que son las de usted. (DON LORENZO deja de pasear.)

     DON LORENZO.- Lo hago para evitar que se enrede la discusión, y él a su vez nos suelte una andanada de blasfemias y de herejías.

     DAMIÁN.- Él dice blasfemias y herejías, y usted o no contesta, o le ríe la gracia.

     DON LORENZO.- Exasperándole diría más. Ya se ve: usted es muy joven todavía; tiene la sangre muy caliente...

     DAMIÁN.- Sí, señor: conservo la facultad de indignarme en tiempos en que nadie se indigna. Pero créalo usted: el no indignarse, en los individuos como en los pueblos, es la señal más evidente de estar envilecidos.

     DON LORENZO.- Por eso mismo, justamente; porque la sociedad está envilecida, es inútil dar coces contra el aguijón y hay que tener prudencia.

     DAMIÁN.- ¡Prudencia! Muy señora mía.

     DON LORENZO.- La prudencia, amiguito, es una de las virtudes cardinales.

     DAMIÁN.- Sí, cuando es aquella virtud que enseña a discernir el bien del mal para seguir el uno y huir del otro; no cuando es, como sucede con frecuencia, la esposa aparente del bien y la poco disfrazada concubina del mal; no cuando es hipócrita escudo del indiferentismo o la máscara ruin de la cobardía.

     DON LORENZO.- Pero, hombre de Dios, ¿qué quiere usted que uno haga?

     DAMIÁN.- Luchar. El amor al bien no puede ser platónico.

     DON LORENZO.- Luchar inútilmente. El mundo es víctima de otra irrupción de bárbaros.

     DAMIÁN.- No, señor; ahora la irrupción no es de bárbaros: es de tunos.

     DON LORENZO.- ¿Y quién puede con ellos?

     DAMIÁN.- Mire usted: el síntoma funesto de las sociedades modernas no es que en ellas haya tunantes; siempre los ha habido. El síntoma funesto es que no haya hombres de bien.

     DON LORENZO.- ¡Qué exageración!

     DAMIÁN.- Sí; hombres de bien vergonzantes, que ni siquiera se atreven a serlo a cara descubierta: que, rechazando con espanto el papel de actores, aceptan gustosos el de cómplices en las obras de iniquidad. Entre el bárbaro asesino y el vil que le guarda las espaldas, entre el verdugo y su ayudante, me quedo sin ninguno. La excepción confirma la regla: no lo dude usted, ya no hay más que bribones.

     DON LORENZO.- ¡Allá va eso!

     DAMIÁN.- Bribones activos y pasivos: unos que hacen y otros que dejan hacer.

     DON LORENZO.- Usted, por lo visto, quisiera que los hombres de bien fuésemos otros tantos Quijotes, consagrados a romper lanzas con todo el mundo.

     DAMIÁN.- Quisiera no ver de un lado celo y entusiasmo en los partidarios del mal, y de otro lado, en los del bien, apatía y miedo. ¡Oh! Son tan cobardes los hombres de bien que ahora se estilan, que no parece sino que el miedo es compañero inseparable de la virtud, o que nadie se mete a bueno sino cuando no se atreve a ser malo.

     DON LORENZO.- Usted sueña con imposibles. La profesión de ciertas ideas lleva consigo el amor de la paz.

     DAMIÁN.- ¿Quién la disfruta menos que esos infelices, qué no sólo temen los riesgos positivos, sino también los imaginarios; que de todo se asustan aun de tener razón; que, empeñándose en estar bien con todo el mundo, con nadie logran estar bien, ni consigo mismos? ¡Oh! Si de uno de estos dos inmensos bandos que constituyen hoy la mayoría de la sociedad, malvados capaces de todo y hombres de bien incapaces de nada; si de los unos o los otros es lícito esperar algo bueno espérese de aquellos que siguiera tienen fe en el mal ¡nada puede esperarse de los que en nada tienen fe! Ardiente enemigo de Jesús, cuando, frenético de rabia, le perseguía, cae a tierra adorándole, y es el Apóstol de las gentes; los hombres de bien han tomado como modelo a Pilato, y para los Pilatos no hay redención.



Escena V

DICHOS y ADELAIDA. ADELAIDA, con traje elegante de campo, entra por la puerta de primer término de la derecha. Trae un libro en la mano.

     ADELAIDA.- (Ni una sola mirada.) (Acércase a una de las rejas y mira hacia fuera atentamente. QUIROGA, EL CONDE y JUANITO cruzan por el campo de derecha a izquierda. DAMIÁN se retira a uno de los ángulos del proscenio.)

     DON LORENZO.- ¿No das los buenos días, muchacha?

     ADELAIDA.- Buenos días. (Desdeñosamente, volviendo apenas la cabeza.)

     DON LORENZO.- ¡Oiga! Te has compuesto más temprano que de ordinario.

     ADELAIDA.- Como tenemos huéspedes...

     DON LORENZO.- Sí; el conde de Boltaña y Juanito Esquivel.

     ADELAIDA.- Ya he hablado con ellos. ¡Qué par de fastidiosos!

     DON LORENZO.- ¿No sabías que iban a venir? ¡Todo te fastidia! De algún tiempo a esta parte no se puede contigo. ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

     ADELAIDA.- Nada. Abur. (Dirigiéndose a la puerta de la derecha.)

     DON LORENZO.- Eh, quieta (Deteniéndola con afabilidad.) No sea, usted fuguillas.

     ADELAIDA.- ¿He de seguir oyendo majaderías delante de un extraño?

     DON LORENZO.- ¿Un extraño?

     DAMIÁN.- Yo. (Dirigiéndose hacia una de las puertas de la derecha.)

     DON LORENZO.- No se vaya usted, Damián. (DAMIÁN sigue andando.) Que no se vaya usted. (Deteniéndole. DAMIÁN se retira al ángulo derecho del proscenio.)

     ADELAIDA.- Yo soy quien se va.

     DON LORENZO.- Ni tú. (Sujetándola.)

     ADELAIDA.- ¡Ay, qué pesadez! (DAMIÁN durante toda la escena dará señales de impaciencia e indignación, andando, sentándose, llevándose una mano a la frente y mirado alternativamente a DON LORENZO, con expresión de burla, de lástima y de ira.)

     DON LORENZO.- Pero, mujer, ¿es posible que un padre tan bueno como yo?...

     ADELAIDA.- Bien... Déjame.

     DON LORENZO.- ¿No merece mejor pago mi cariño, mi ternura, mi...?

     ADELAIDA.- ¡Ay, papá; no, por Dios, no te pongas sensible!

     DON LORENZO.- He aquí el fruto de la educación que se da a los jóvenes hoy día. (En su tono declamatorio habitual, separándose de ADELAIDA.) Tratan a sus padres como a iguales. ¿Qué digo como a iguales? Como a inferiores.

     ADELAIDA.- Esto va para largo. (Se sienta en un sofá que habrá entre las dos puertas de la izquierda, y lee en el libro que tiene abierto en la mano.)

     DON LORENZO.- ¡Qué hijos!

     DAMIÁN.- ¡Qué padres! (Bajo, a DON LORENZO, en el mismo tono que él.)

     DON LORENZO.- Los padres no podemos ir contra el mundo. El mundo ridiculiza la autoridad del padre y aplaude la rebeldía del hijo.

     ADELAIDA.- Si no hablaras tan alto, me enteraría yo mejor de lo que estoy leyendo.

     DON LORENZO.- ¿Y a qué tanto leer? ¡Si usted supiera lo que esta criatura tiene leído! Obras en francés, en inglés, en italiano... Como sabe todas las lenguas conocidas... Y no crea usted, cosas muy formales: literatura, política, historia... Hombre, si una vez se leyó de cabo a rabo la Historia Universal, de César Cantú. ¿Y qué estás leyendo ahora, vamos a ver? (Acercándose a ella.)

     ADELAIDA.- Un libro.

     DON LORENZO.- Contesta. Alguna vez se ha de hacer lo que yo mando. ¿De qué trata ese libro?

     ADELAIDA.- De lo que no te importa.

     DON LORENZO.- Dímelo. ¡Mira que si no me lo dices!... (Con tono amenazador.)

     ADELAIDA.- ¿Qué? (Con mucha calma y sonrisa irónica)

     DON LORENZO.- Lo veré yo.

     ADELAIDA.- Ea, bueno; míralo tú. (Cerrando el libro y alargando desdeñosamente la mano, como pura que su padre venga a cogerlo. DON LORENZO va hacia ella, toma el libro y lo abre por la primera página.)

     DAMIÁN.- (¡En mi vida he deseado ser padre hasta ahora!)

     DON LORENZO.- ¡Dios me valga, Damián! ¡Dios me valga! ¿Sabe usted lo que está leyendo esta criatura?

     DAMIÁN.- Como usted no lo diga...

     DON LORENZO.- La vida de Jesús, por Renán.

     ADELAIDA.- ¿Y qué?

     DON LORENZO.- ¿De dónde has sacado ese libro?

     ADELAIDA.- Me lo ha dado Quiroga.

     DON LORENZO.- ¡Quiroga! ¿Ve usted esto, Damián?

     DAMIÁN.- Sí, señor, que lo veo.

     DON LORENZO.- ¡Dar un libro así a una muchacha!

     ADELAIDA.- Recuerda que tengo ya veinticinco años cumplidos.

     DON LORENZO.- ¡Cuando tú lo vuelvas a pillar!

     ADELAIDA.- Supongo que no querrás quedarte con lo ajeno contra la voluntad de su dueño. Ya sabes que el libro es de Quiroga.

     DON LORENZO.- Yo se lo daré a él.

     ADELAIDA.- Y él me lo volverá a dar a mí.

     DON LORENZO.- Le diré yo que no te lo vuelva a dar.

     ADELAIDA.- Le diré yo lo contrario, y ya verás como hace más caso de mí que de ti.

     DON LORENZO.- De fijo.

     ADELAIDA.- Y cuando sepa esto se reirá muy lindamente.

     DON LORENZO.- Se reirá. ¡Vaya si se reirá!

     ADELAIDA.- Lo mejor es que no te empeñes en quitármelo. Yo estoy en mi derecho, y tú no.

     DON LORENZO.- A ver, a ver, ¿qué quiere decir eso?

     ADELAIDA.- Que un padre no tiene derecho a tiranizar la razón de sus hijos.

     DON LORENZO.- Señor, ¿a dónde vamos a parar?

     ADELAIDA.- Con que trae. (Quitándole el libro de la mano con mucha calma. Vuelve a sentarse y sigue leyendo.)

     DON LORENZO.- ¡Esto es hecho! Ya no hay respeto, ni obediencia, ni... Castigue Dios a todo el que tenga la culpa.

     DAMIÁN.- (Bajo, a DON LORENZO, acercándose a él sin poder contenerse.) ¡Pobre de usted si Dios le oyese!

     DON LORENZO.- (Muy exasperado.) Pero, ¿Qué diablo quiere usted que yo haga?

     DAMIÁN.- Antes podía usted haber hecho una cosa.

     DON LORENZO.- ¿Cuál?

     DAMIÁN.- Educar mejor a su hija.

     DON LORENZO.- ¡Me gusta! Mi hija se ha educado en Inglaterra. Es el portento de Madrid.

     DAMIÁN.- Con efecto: sabe cuanto hay que saber, menos... (ANDREA cruza el campo de izquierda a derecha.)

     DON LORENZO.- ¿Menos qué?

     DAMIÁN.- Nada: menos respetar a su padre.

     DON LORENZO.- ¡Ya! ¿Usted querría que la hubiese criado al estilo antiguo, dando que reír a la gente, verdad? ¡Ni quién había de figurarse!... Y ahora, ahora, ¿qué puedo hacer?

     DAMIÁN.- Ahora puede usted hacer otra cosa.

     DON LORENZO.- (Con ansiedad.) ¿Cuál? Sepamos.

     DAMIÁN.- Romperle una silla en la cabeza.

     DON LORENZO.- (Muy exasperado.) Mire usted que no estoy para bromas.

     DAMIÁN.- (En el mismo tono que DON LORENZO.) Ni yo.



Escena VI

DICHOS y ANDREA.

     ANDREA.- (Asomándose a la puerta de segundo término de la derecha.) ¿Se puede entrar?

     DAMIÁN.- Es Andrea.

     DON LORENZO.- Adelante.

     ADELAIDA.- (¡Ella aquí!)

     ANDREA.- Dios guarde a ustedes, señores y señora.

     DON LORENZO.- Buenos días, chiquita.

     ANDREA.- Vengo... porque mi padre me ha mandado venir.

     DAMIÁN.- No te turbes. Ya sabes que el señor don Lorenzo te quiere mucho.

     ANDREA.- Ya lo sé; y también que es muy bueno.

     DON LORENZO.- Gracias. ¿Y qué quiere tu padre?

     ANDREA.- Quiere... que le diga a usted una cosa; pero, ¡me da tanta vergüenza!

     ADELAIDA.- (¿Qué será?)

     DON LORENZO.- (¿Vendrá a pedir?)

     DAMIÁN.- Habla sin miedo.

     ANDREA.- (A DAMIÁN.) Bien. Estése usted a mi lado. (A DON LORENZO.) Pues mi padre me ha mandado venir a decirle a usted... (Tapándose la cara con el delantal.) ¡Qué vergüenza me da!

     ADELAIDA.- (Con aspereza.) Ea, despacha o vete.

     ANDREA y DAMIÁN.- (ANDREA con susto y pena. DAMIÁN con indignación, que difícilmente reprime.) ¡Oh!

     DON LORENZO.- (A su hija, en tono de reconvención.) ¡Mujer!

     ANDREA.- (Llorando.) ¡Ay, señorita, no se enfade usted conmigo, por Dios!

     DON LORENZO.- No se enfada, no; sino que...

     ANDREA.- Bien veo que estoy cansando a ustedes, pero... En fin, allá va. (Como haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma.) Pues ha de saber usted que ese caballero que está aquí..., ese que es tan buen mozo... (ADELAIDA hace un movimiento involuntario y dirige a ANDREA una mirada de furor.) (¡Oh! ¡Qué miradas me echa la señorita!) (Con susto.)

     DON LORENZO.- (¿A dónde irá a parar?)

     DAMIÁN.- Sigue, hija mía.

     ANDREA.- Ese...

     DON LORENZO.- Bien: Quiroga.

     ANDREA.- Así creo que se llama; el señor Quiroga. Pues al día siguiente de su llegada se encontró conmigo en el campo, y me dijo... que era muy bonita.

     DON LORENZO.- (Sonriéndose.) ¡Oiga!

     DAMIÁN.- (¡Pillastre!)

     ADELAIDA.- (Con ansiedad.) ¿Y tú qué le dijiste?

     ANDREA.- Yo, nada. Cuando alguno me ve al pasar por aquí, suele decirme: «Vaya una cara de cielo que tienes, criatura», o «Dios bendiga tus ojos, muchacha», o así; y yo saludo, agradeciendo la buena voluntad, y me quedo tan serena y alegre. (Con ingenuidad candorosa.) Cuando ese otro se acercó a mí, tuve miedo; cuando me miró, cerré los ojos; cuando me habló, me eché a correr. Y entré en casa corriendo. Y mi padre me dijo: «¿Por qué vienes tan de prisa, muchacha?» Y yo le respondí: «Porque dejé la comida a la lumbre.» «¿Por qué vienes tan colorada?» «Porque hoy el sol calienta mucho.» Mire usted: por éstas que antes nunca había yo engañado a mi padre. (Poniendo las manos en cruz y llorando.)

     DAMIÁN.- Sosiégate.

     DON LORENZO.- (No me llega la camisa al cuerpo.)

     ADELAIDA.- (¿Le querrá ella? ¿Le querrá?) (Maquinalmente rasga una hoja del libro que tiene en la mano.)

     ANDREA.- Después le volví a encontrar muchas veces. Yo, al verle, siempre huía; él se empeñaba en alcanzarme. Logrólo al fin, y, sujetándome por una mano, dijo que me quería y que yo había de quererle a él bien a bien o por fuerza. Quedé como difunta, sin poder hablar, ni moverme, ni respirar siquiera. Entonces pasó usted por allí cerca sin vernos. (A DAMIÁN.) Me dejó. ¡Cuántas bendiciones le eché a usted aquel día!

     DON LORENZO.- ¡Cuidado con el hombre!

     DAMIÁN.- (Con vivo interés.) Sigue.

     ADELAIDA.- (Con impaciencia y encono.) ¿No oyes? Que sigas.

     ANDREA.- Siempre que yo volvía a casa, mi padre me observaba con atención, y cada día iba poniéndose más triste. Las horas muertas nos pasábamos en silencio, mirándome él como nunca me había mirado, mirando yo al suelo sin pestañear. Mi padre, que apenas tiene vida en el cuerpo, tiene, al parecer, más vida que nadie en el alma. Sentado en su carretón, ve lo que sucede fuera del alcance de sus ojos, le mira a uno a la cara y le ve el corazón. No se rían ustedes; mi padre es adivino. Todo lo había adivinado mi padre; nada se atrevía a decirme. Sabía yo que él lo sabía todo; no me atrevía a decirle nada.

     DAMIÁN.- Pero ya se lo habrás dicho, ¿verdad?

     ANDREA.- Estaba ayer tarde a la puerta de casa, recogiendo la ropa que por la mañana había tendido al sol, cuando de repente sentí oprimido mi cuerpo. El señor Quiroga me tenía abrazada. Grité sin poderlo evitar. «¿Qué es eso?», dijo desde dentro y casi al mismo tiempo mi padre. Se me cuajó la sangre de espanto. No sabía qué responder. «¿Qué es eso?», gritó de nuevo mi padre, con voz muy ronca y alterada. Y sin saber yo qué decir, dije: «Nada, un bicho que me he encontrado encima.» Y seguí forcejeando en silencio, para desprenderme de aquellos brazos que me oprimían y abrasaban como si fueran de hierro encendido. «Volveré esta noche; aguárdame», decía él; y yo, muy bajito: «Suélteme usted, por caridad»; y mi padre, con voz que ya no parecía la suya: «¿Quién está ahí? ¡Andrea! ¡Andrea!» Y aquel hombre me cogió la cabeza con una mano y fue acercando por fuerza mi cara a la suya, y no pude ya contenerme, y empecé a gritar: «¡Padre! ¡Padre!» ¡Le llamaba, cuando el infeliz no puede moverse! ¿A quién había de llamar? (Con arrebato de dolor.)

     DON LORENZO.- ¡Bribón!

     DAMIÁN.- ¡Infame!

     ADELAIDA.- ¡Acaba!

     ANDREA.- Acercó mi cara a la suya, y... ¡Yo no lo quisiera decir! (En la mayor afición.) ¡Mi padre me ha mandado decirlo! Y... ¡Ay Dios de mi vida, no fue mía la culpa!

     ADELAIDA.- ¿Qué? Dilo.

     ANDREA.- ¡Me dio un beso en la boca! (Con terror.)

     ADELAIDA.- ¡Oh! (Se levanta, arrancando algunas hojas del libro.)

     DON LORENZO.- ¡Sí, es el diablo en persona!

     DAMIÁN.- El agravio da mayor brillo a tu pureza.

     ANDREA.- Entré en casa. ¡Reina de los Angeles! ¡Mi padre estaba en pie! ¡En pie! ¡Diez años ha que no le había visto moverse! Luego cayó de golpe desmayado en el carretón, y del carretón al suelo. ¡Creí que se, moría! Volvió en sí; tuve que contárselo todo; hasta lo más pequeño. Cuando ya nada tenía que decir, seguía él preguntando. Su rostro, a cada palabra mía, tomaba diferente color; despedían llamas sus ojos; temblaba de pies a cabeza; el dolor y la rabia le cambiaron de modo, que, turbada yo y sin darme cuenta de lo que hacía, hube de mirarle un momento con atención para convencerme de que era mi padre. Llegó la noche. «Cierra esa puerta; cierra bien.» Obedecí. «Ven acá; más cerca, más cerca.» Obedecí. «Dame una mano; aprieta; no sueltes.» Obedecí. «¡Aquí, LealLeal es nuestro perro. Y lo dijo de modo que Leal dio un rugido y vino de un salto a nuestro lado. «¡Defiéndela tú; yo no puedo!» Entonces lloró. ¡Lloraba a mares! ¡Yo no sabía que se pudiese llorar tanto! «Reza.» Rezamos un rosario, y otro después, y luego otro. Se quedó inmóvil y mudo, con la vista fija en la puerta. Miraba Leal hacia donde su amo. Yo a mi Virgen de los Dolores. Al más leve rumor que sonaba fuera, mi padre se estremecía violentamente, y Leal erguía la cabeza gruñendo, ¡Así hemos pasado la noche!

     DAMIÁN.- Ya lo ve usted: hay que tomar una resolución tan pronta como enérgica.

     DON LORENZO.- ¡El Quiroga y su alma!

     ADELAIDA.- ¡Dile que es un malvado, el más vil de los hombres!

     DAMIÁN.- Bendígala a usted el cielo, señorita, por esa noble indignación.

     ANDREA.- Sí, ampárenme ustedes; eso quiere mi padre; que alguien me defienda. Ya saben ustedes cómo está. Si me ve abandonada, la pena de no poderme defender le quitará la vida. ¡Ay, tal vez ya!... No, yo no quiero que mi padre de mi alma se muera. Con que le diré que ustedes... ¡Qué contento se va a poner! ¡Y yo.... yo si vivo cien años, cien años rezaré por ustedes todos los días! ¡Dios se lo pague a usted, señor! (Besando una mano a DON LORENZO con viva emoción.) Y a usted, señorito. (Corre hacia DAMIÁN y le estrecha las manos.) Y a usted... (Va hacia ADELAIDA, la cual le dirige una mirada de odio y rencor que la hace detenerse como sobrecogida de espanto.) (¡Qué mirada!) Con que me defenderán ustedes, ¿verdad? (Andando hacia atrás, y de cuando en cuando mira con recelo a ADELAIDA, que no aparta de ella la vista.) (¡No me quita los ojos!) Por mí, no; por el pobrecito baldado. (¡Qué modo de mirarme! ¡Jesús!) (Vase corriendo, llena de terror, por la puerta de segundo término de la derecha.)



Escena VII

DON LORENZO, DAMIÁN y ADELAIDA.

     DON LORENZO.- ¡Nada respetan los inicuos! ¡Ni la inocencia sin amparo! ¡Ni la ancianidad desvalida! (Dando paseos por la escena, sumamente agitado.)

     DAMIÁN.- A usted le toca defenderlas.

     ADELAIDA.- (¡Ese hombre me perderá!) (Con acento de desesperación. Asómase a una de las rejas del foro. ANDREA cruza el campo de derecha a izquierda.)

     DON LORENZO.- Sí; es preciso hablar a Quiroga.

     DAMIÁN.- ¡Es preciso arrojarle al punto de aquí!

     DON LORENZO.- ¿Eh? ¿Qué dice usted? (Manifestando sorpresa y terror.)

     DAMIÁN.- Únicamente así podrá evitarse un atentado. En estos alrededores no hay habitación ninguna; él no se ha de quedar en el campo; se irá, olvidará a la pobre niña...

     DON LORENZO.- ¡Echar de mi casa a Quiroga! ¿Y cómo se hace eso?

     DAMIÁN.- Echándole.

     DON LORENZO.- ¿Y si no se quiere ir?

     DAMIÁN.- Se le echa por fuerza.

     DON LORENZO.- ¡Ave María Purísima!

     DAMIÁN.- ¿No somos cuatro contra él?

     DON LORENZO.- ¡Cuatro hombres de bien contra un tunante!

     DAMIÁN.- ¡Vive Dios que los cien gallegos que se dejaron robar porque iban solos tenían a quien parecerse: a los hombres de bien!

     DON LORENZO.- Usted todo lo saca de quicio. ¡Le hablaré! ¡Vaya si le hablaré!

     DAMIÁN.- ¿Y cree usted que le hará caso?

     DON LORENZO.- ¡Maldito! (EL CONDE y JUANITO cruzan por el campo de izquierda a derecha, haciendo grandes aspavientos y como si hablasen acaloradamente el uno con el otro.) Si él se ha propuesto deshonrar a esa niña...

     DAMIÁN.- ¿Usted dejará que la deshonre?

     DON LORENZO.- Y matar a ese anciano...

     DAMIÁN.- ¿Usted dejará que le mate?

     DON LORENZO.- Y hacernos reventar a todos de un sofocón...

     DAMIÁN.- ¿Usted consentirá que todos seamos juguete de un malvado?

     DON LORENZO.- ¡Dale! ¡Yo no soy Don Quijote!

     DAMIÁN.- ¡Ni Sancho Panza tan siquiera!

     DON LORENZO.- Yo me lavo las manos.

     DAMIÁN.- Lo que antes decíamos: también se lavó las manos Pilato; ¡y no hay manos más sucias que aquellas manos tan lavadas!



Escena VIII

DICHOS, EL CONDE y JUANITO. EL CONDE y JUANITO entran por la puerta de segundo término de la derecha dando muestras de indignación y enfado.

     EL CONDE.- ¡Esto es por demás!

     JUANITO.- ¡Vaya con el señor Quiroga!

     DON LORENZO.- ¿Quiroga? (Yendo hacia ellos.)

     DAMIÁN y ADELAIDA.- ¿Qué? (Acercándose a ellos también.)

     EL CONDE.- Durante el paseo nos ha comunicado su propósito de... (Conteniéndose por estar delante ADELAIDA.) Pues... de enamorar a la hija del paralítico.

     DON LORENZO.- Sí; ya sabíamos las intenciones de ese, Barrabás.

     JUANITO.- Pues al volver aquí...

     EL CONDE.- Nos la hemos hallado en el camino.

     DAMIÁN.- ¿Y qué? (Todo el diálogo hasta el final de este acto debe ser rapidísimo.)

     ADELAIDA.- ¿Qué?

     JUANITO.- En cuanto ella le vio, echó a correr.

     EL CONDE.- Y él detrás.

     DAMIÁN y ADELAIDA.- ¡Oh!

     DON LORENZO.- ¡Dios nos la depare buena!

     EL CONDE.- ¡Y la infeliz iba dando unos alaridos!

     JUANITO.- ¡Como si la persiguiese el demonio!

     DAMIÁN.- ¿Y ustedes?... (Con indignación y rabia.)

     EL CONDE.- ¡Nosotros nos hemos venido escandalizados! (Con mucho énfasis.)

     JUANITO.- ¡Horripilados! (Con énfasis todavía mayor, enterneciéndose.)

     DAMIÁN.- ¡Oh! (Dirigiéndose hacia el foro.)

     DON LORENZO.- ¡No se comprometa usted! (Deteniéndole.)

     EL CONDE.- ¡Mire usted que ese hombre!...

     JUANITO.- ¡Si se llega a enfadar!...

     DAMIÁN.- ¡Suelte usted! (A DON LORENZO, desprendiéndose de él.) ¡Paso! (Al CONDE y JUANITO.) ¿Villanía les parece a ustedes dañar al desvalido? Pues no defenderle pudiendo, ¡también es villanía! (Vase precipitadamente por la puerta de segundo término de la derecha.)



Escena IX

DON LORENZO, EL CONDE, JUANITO y ADELAIDA. ADELAIDA va hacia fuera con ansiedad hasta el final del acto. DON LORENZO, EL CONDE y JUANITO pasean aceleradamente por el escenario en encontradas direcciones, manifestándose muy agitados, y hablan con tono aún más enfático y declamatorio que de costumbre. Se ve cruzar por el campo a DAMIÁN, sin sombrero, y anclando tan de prisa como su cojera se lo permite.

     DON LORENZO.- ¡Seducir a una criatura inocente!

     JUANITO.- ¡Único sostén de un padre enfermo y viejo! (Llorando.)

     EL CONDE.- ¡Atropellar toda ley humana y divina!

     ADELAIDA.- (¡Capaz me siento de matarle!)

     DON LORENZO.- ¡El mundo está perdido!

     EL CONDE.- ¡La sociedad sucumbe!

     JUANITO.- ¡Llegaron los tiempos del Anticristo!

     DON LORENZO.- ¡Qué escándalo! (Dejándose caer en una silla a la izquierda y sacando la petaca.)

     EL CONDE.- ¡Qué desdicha! (Sentándose a la derecha y sacando la caja de rapé.)

     JUANITO.- ¡Qué abominación! (Tomando también asiento, separado de los otros dos, y sacando el cucurucho de los caramelos.)

FIN DEL ACTO PRIMERO

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