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Acto segundo

La misma decoración del acto primero.

Escena I

EL CONDE, JUANITO, y después, DON LORENZO.

     JUANITO.- ¡Buena está la paz que don Lorenzo nos prometía! ¡En el campo, en un desierto, como quien dice, hallar estos belenes!

     EL CONDE.- No queda un rincón de tierra hasta donde no se haya extendido la plaga de los tunos.

     JUANITO.- La peor de todas las conocidas.

     EL CONDE.- ¡Me río yo de las moscas y las ranas de Egipto!

     DON LORENZO.- ¡Día fatal! ¡Qué día! (Entrando por la primera puerta de la derecha.)

     JUANITO.- ¿Está peor la muchacha?

     DON LORENZO.- No: se le va calmando la convulsión; va desapareciendo el terror que la dominaba; ya no chilla, ni... Pero se ha quedado como alelada, en un estado de postración que da miedo. Me ahorcaría de mejor gana que lo digo.

     EL CONDE.- ¡Esta gente del campo toma tanto cariño a los animales!

     JUANITO.- No me hubiera yo llevado menor susto que Andrea. ¡Matarle su perro! El señor Quiroga no tiene entrañas.

     DON LORENZO.- Pero si la chica se acongojó, allá en su casa que la hubieran sufrido. Y no que Damián, para que su padre no la vea con la pataleta, sin encomendarse a Dios ni al diablo, la trae aquí y nos hace cargar a nosotros con el mochuelo. ¡Ay, qué Damián de mis pecados! Créanlo ustedes: las personas demasiado buenas son insufribles.

     JUANITO.- Lo que es yo, le voy cobrando miedo. Si parece que come víboras y que bebe aguarrás.

     EL CONDE.- ¡Y qué insolente! Nos trata como a iguales. ¡Yo no sé adónde vamos a parar con el espíritu democrático de este siglo!

     DON LORENZO.- En fin -vean ustedes-, ya se la lleva a su casa. (Señalando a las rejas del foro, por las cuales se ve pasar de derecha a izquierda a DAMIÁN y ANDREA. Ésta va apoyada en aquél.) ¡Gracias a Dios! Pues, ¿y Quiroga? ¿Y Quiroga? (Con enojo.)

     JUANITO.- Quiroga tiene por oficio el escándalo. Hoy, el escándalo es un oficio como otro cualquiera.

     EL CONDE.- Mejor que otro cualquiera.

     DON LORENZO.- ¡Buen susto se ha llevado mi pobre hija!

     JUANITO.- No ha sido para menos el lance.

     DON LORENZO.- ¿Y por qué he de tolerar yo que un belitre, con sus desórdenes...? Además, algo hay que hacer en favor de Andrea: hay que evitar la desdicha que la amenaza.

     EL CONDE.- ¿Quién lo duda? Nuestra obligación es amparar a la inocencia.

     JUANITO.- Para estas ocasiones son los hombres de bien.

     DON LORENZO.- ¿Con que les parece a ustedes conveniente que le hable gordo?

     EL CONDE.- Sí, señor; a mí me parece conveniente que le hable usted gordo.

     JUANITO.- Todo lo gordo que usted quiera.

     DON LORENZO.- Pero ayúdenme ustedes.

     EL CONDE.- Yo, cuando llega el caso, bien que guardando cierta regla y medida, sé decir cuatro frescas al lucero del alba.

     JUANITO.- Mire usted: a mí rara vez se me hinchan las narices; pero en llegándoseme a hinchar...



Escena II

DICHOS y QUIROGA. Aparece y detiénese en la primera puerta de la derecha, con sombrero y bastón.

     DON LORENZO.- Convenido: en cuanto el señor Quiroga se os ponga delante, firme en él. (QUIROGA se habrá ido acercando a ellos sin que le sientan.)

     QUIROGA.- Pues me pongo detrás. (Poniéndose a espaldas de los otros.)

     DON LORENZO, EL CONDE y JUANITO.- ¡Oh! (Estremeciéndose.)

     EL CONDE.- (¡Qué bromas tan pesadas!)

     JUANITO.- (¡Es gusto hacerle a uno dar repullos!)

     QUIROGA.- Con que decían ustedes que... ¡firme en él!

     DON LORENZO.- Venga usted acá, demoniejo: ¿por qué ha matado usted al perro de Andrea?

     QUIROGA.- Porque el perro de Andrea se empeñaba en averiguar a qué saben mis pantorrillas.

     DON LORENZO.- ¡Si usted no hubiera perseguido a su ama!

     QUIROGA.- ¡Bah!, no faltaba más sino que los perros se metieran en lo que no les va ni les viene. Miren ustedes el cuerpo del delito. (Desnudando el estoque de su bastón.)

     DON LORENZO.- Guarde usted eso.

     QUIROGA.- En París lo compré: ¡una alhaja! (Esgrimiendo el estoque.)

     EL CONDE.- Frío siento de verlo.

     JUANITO.- Yo frío y calor.

     QUIROGA.- El perro, acometiéndome por delante; el señor Ortiz, siguiéndome con destempladas voces... Milagro fue que, después de atravesar al chucho, no hiciera lo mismo con ese nuevo amparador de doncellitas menesterosas.

     DON LORENZO.- Pero vamos a ver: ¿no sería mejor que usted dejase en paz a la chica?

     QUIROGA.- ¿Y por qué había de ser mejor? La chica me gusta.

     JUANITO.- (Ande usted con él) (Bajo, a DON LORENZO, después de haberle tirado de la levita.)

     DON LORENZO.- Sí, pero ya ve usted... Como la pobrecilla está sola...

     QUIROGA.- Por eso quiero yo acompañarla.

     JUANITO.- Como no tiene amparo...

     QUIROGA.- En mí tendrá el que necesite.

     EL CONDE.- Como su padre es viejo y está paralítico...

     QUIROGA.- Ojalá que un día amaneciesen paralíticos todos los padres de este mundo.

     DON LORENZO.- (¡Primero ciegues, condenado!)

     EL CONDE.- (¡Que no te diera el tifus!)

     JUANITO.- (¡Ya escampa!)

     DON LORENZO.- (¡Ánimo!) Quiroga: (Con tono resuelto.) yo no puedo consentir que usted pierda a esa pobre niña. ¡No puedo consentirlo! (Tira al CONDE del faldón de la levita.)

     EL CONDE.- (¡Valor!) ¡La honra de una doncella es sagrada, muy sagrada, caballerito! (Tira a JUANITO del faldón de la levita.)

     JUANITO.- (¡Pecho al agua!) Lo que usted quiere hacer no tiene disculpa. ¡Vamos, que no la tiene!

     QUIROGA.- ¿Hablan ustedes con formalidad? Pues más valía, señor don Lorenzo, que, en vez de tomarse tanto interés por una muchacha desconocida, se abstuviese usted de seducir a las mujeres de sus amigos.

     DON LORENZO.- (¡Santa Bárbara!)

     QUIROGA.- ¡Y qué mujer! Una jamona que no vale dos cuartos.

     DON LORENZO.- ¡Quiroga! (Siguiéndole.)

     QUIROGA.- ¡Aquel pobrecito, que, se va tan descuidado a la oficina!

     DON LORENZO.- Hombre, hombre, ¡mire usted lo que dice!

     QUIROGA.- Con achaque de protegerle para que no pierda el destino...

     DON LORENZO.- Supongo que ustedes no creerán eso de la jamona.

     EL CONDE.- ¡Ca!

     JUANITO.- No, señor.

     QUIROGA.- ¿Que no? Pues miren ustedes, se llama...

     DON LORENZO.- ¡Chito! (Tapándole con una mano la boca.) ¡No comprometa usted a nadie! Mi hija está mala, ¡muy mala! Voy a ver dónde se ha metido... Voy a ver qué hace...

     QUIROGA.- Por mí, vaya usted bendito de Dios.

     DON LORENZO.- (¡Todo por la Andreíta!... ¡A ver cómo no se la lleva el demonio!) (Vase muy de prisa por la segunda puerta de la derecha.)





Escena III

EL CONDE, JUANITO y QUIROGA.

     QUIROGA.- Usted, señor Conde, siquiera tiene mejor gusto. La modistilla es muy salada.

     EL CONDE.- ¡Canario!

     QUIROGA.- Y desde que la lleva usted con tanto lujo...

     EL CONDE.- Señor Quiroga, mire usted que esas chanzas...

     QUIROGA.- Verdad es que se gasta usted un dineral con ella.

     EL CONDE.- Juanito, supongo que usted no creerá...

     JUANITO.- Ni por pienso.

     QUIROGA.- ¡Un hombre casado! ¡Un padre con cinco hijos!

     EL CONDE.- Voy a ver... ¡Tengo un picor en este hombro!... Aquí debe haber pulgas.

     QUIROGA.- ¿Quién le detiene a usted?

     EL CONDE.- (¡Pues aunque reventara esa chica!...) (Vase por la primera puerta de la derecha.)



Escena IV

JUANITO y QUIROGA.

     QUIROGA.- Usted, seráfico mancebo..., usted no ha seducido a nadie.

     JUANITO.- (Con aire de satisfacción.) Lo que es yo...

     QUIROGA.- Se ha dejado usted seducir por una viuda de alta clase muy llena de piezas y remiendos.

     JUANITO.- ¡Falso! ¡Calumnia!

     QUIROGA.- ¡Contentarse con una vieja! ¿No sabe usted que para cada hombre hay siete mujeres?

     JUANITO.- Pues crea usted que algún tuno se ha guardado catorce.

     QUIROGA.- A no ser que usted lo haga creyendo que amar a una vieja es penitencia y no pecado...

     JUANITO.- No, si yo... Delante del Conde y don Lorenzo finjo desaprobar su conducta de usted, porque como ellos la echan de timoratos... ¡Buen par de maulas! Pero usted hace bien... La Andregüela es preciosa, y... ¡Vaya, muy bien! ¿Eh? (Haciendo como que oye que le llaman.) El Conde me llama. Abur. (Dirígese precipitadamente hacia la primera puerta de la derecha.)

     QUIROGA.- (Riéndose.) No tropiece usted.

     JUANITO.- (Cristo se metió a redentor, y le crucificaron. ¿Cuándo acabará uno de escarmentar?) (Vase.)



Escena V

QUIROGA y ADELAIDA.

     QUIROGA.- Adelaida estará ciega de furor. Una mujer furiosa está casi vencida. Ella es. (ADELAIDA entra por la primera puerta de la derecha, cerca de la cual permanece, contemplando a QUIROGA, breves instantes en silencio.)

     ADELAIDA.- ¡Villano!

     QUIROGA.- Si no me turba la vista el resplandor de tu belleza, estamos solos; si mal no recuerdo, habías jurado que nunca a solas volverías a dirigirme la palabra.

     ADELAIDA.- Le hablo a usted para decirle únicamente villano.

     QUIROGA.- Cuando sale de una boca tan linda como la tuya es grato a mis oídos.

     ADELAIDA.- ¿Por qué persigue usted a esa joven?

     QUIROGA.- Ya dices algo más.

     ADELAIDA.- ¿Por qué?

     QUIROGA.- ¿La has mirado bien a la cara?

     ADELAIDA.- ¿Por qué?

     QUIROGA.- ¿No te parece muy bonita?

     ADELAIDA.- (Acercándose a él rápidamente.) Pero Andrea te odia.

     QUIROGA.- ¿De qué lo infieres, Adelaida?

     ADELAIDA.- No te querrá nunca. Ni tú la quieres a ella. ¡Mentira!

     QUIROGA.- Me quiere ya. La querré con el tiempo.

     ADELAIDA.- ¿Te empeñas en labrar su desdicha?

     QUIROGA.- Me empeño... La sinceridad es un defecto incorregible. Me empeño en vengarme de ti. Los medios de que para ello me valgo no dejan de tener alguna eficacia.

     ADELAIDA.- ¿De que te he querido te vengas?

     QUIROGA.- ¿Tú me has querido?

     ADELAIDA.- (Irónicamente.) Yo a ti, no; tú a mí, sí.

     QUIROGA.- Dos veces creí amar en mi vida. Me equivoqué una vez. ¡Ojalá que también me hubiese equivocado la otra! Una mujer, al fin, trocó mi corazón de rey en esclavo. Tú, Adelaida. Y nada callaré. Verme esclavo de una pasión me dio ira y vergüenza. Te amé porque no estuvo en mi mano evitarlo. Porque te amé, porque te idolatré, por eso empiezo a odiarte. No se a una mujer sin haberla querido mucho primero.

     ADELAIDA.- Tú me querías, Leandro, ¿y yo a ti no? Exiges que a todo el mundo oculte nuestro cariño como secreto vergonzoso; tomas con el mayor afán precauciones para que nadie lo descubra; me amenazas con que no volveré a verte jamás si mi padre llega siquiera a sospecharlo; y yo, ciega de amor, acepto para un trato amoroso las condiciones de un pacto criminal. Quieres que huya contigo; osas proponerme que viva a tu lado, sin poderte llamar esposo. ¿Y yo lo oí? ¡Y yo después de haberlo oído no te aborrezco! ¿Y dices que no te amo? ¿Y dices que tú me quieres a mí? Dices cosas, a fe mía, que, aun diciéndolas tú, más que por un malvado parecen dichas por un loco.

     QUIROGA.- Respóndeme. ¿No te he revelado yo mi falta de creencias? ¿No sabes que para mí no hay más Dios que la Naturaleza, creadora de lo que nuestros ojos ven y tocan nuestras manos? Pues jurándote amor y fidelidad en el templo de un Dios cuya existencia sabes que niego, ¿qué farsa hubiéramos representado tú y yo? Mi papel en ella, ridículo; tu papel, ridículo y abominable. Piensa qué es peor, Adelaida: si creer a medias o no creer.

     ADELAIDA.- ¿Y por qué aguardaste a ser dueño de mi corazón para dejarme ver todos los horrores del tuyo?

     QUIROGA.- ¿Y por qué, desdichada, habiendo en ti fuerza y brío para cruzar como águila espacios sin límite encendidos en la llama del sol, te dejas aprisionar por telas de araña en el estrecho y oscuro nido de las preocupaciones vulgares? Leve soplo bastaría para romper tales cadenas. Rómpelas, vida mía; y vuelve a quien tan sólo puede amarte como tú debes ser amada. ¿Me quieres más que a todo? Por última vez te lo pregunto. Más que a todo te querré yo. Habla.

     ADELAIDA.- Con ese amor que tú me pides podrán quizá en otros pueblos del mundo amar las mujeres sin oprobio y deshonra.; aquí, en España, todavía ese amor tiene distinto nombre: se llama prostitución, se llama delito.

     QUIROGA.- ¡Necio de mí! (Breve pausa, después de la cual dirígese hacia la segunda puerta de la derecha.)

     ADELAIDA.- ¿Adónde vas?

     QUIROGA.- ¿Qué derecho tiene usted, señorita, a pedirme cuenta de mis acciones?

     ADELAIDA.- El que me da mi desventura y tu vileza.

     QUIROGA.- Quita; voy a ver si está ya más tranquila esa flor de los campos.

     ADELAIDA.- No la verás.

     QUIROGA.- ¿Sabes lo que hacía el perro del hortelano, Adelaida?

     ADELAIDA.- Sé que no puede tener igual tu descaro.

     QUIROGA.- Ni tu simpleza. Soy libre. Quedaron rotos para siempre los vínculos que nos unían.

     ADELAIDA.- Une el amor estrechamente; el odio, más.

     QUIROGA.- Pero ¿qué te propones?

     ADELAIDA.- ¿Olvidarme? En hora buena; olvidame. ¿Ultrajarme? ¡Eso no!

     QUIROGA.- ¿Cómo has de impedir, insensata, que Andrea me cautive?

     ADELAIDA.- Yo creo en Dios aún. ¡Maldigame Dios si llegas a obtener una sola caricia de Andrea!

     QUIROGA.- ¿Me desafías?

     ADELAIDA.- Sí.

     QUIROGA.- Andrea será la amada de mi corazón.

     ADELAIDA.- No; lo he jurado.

     QUIROGA.- Yo juro que sí. ¡Por mi honor lo juro!

     ADELAIDA.- ¡Por su honor! ¡Este hombre habla de honor!

     QUIROGA.- Pronto la verás en mis brazos.

     ADELAIDA.- De lo que un hombre infame es capaz, bien lo sabes tú; de lo que es capaz una mujer desesperada, no puedes ni soñarlo.

     QUIROGA.- (Señalando a la primera puerta de la derecha.) ¡No grites!; si hubiera gente en esa habitación... Si alguien te oyera...

     ADELAIDA.- Que me oigan. ¡No más fingimiento ni disimulo!

     QUIROGA.- ¿Quieres agotar mi paciencia?

     ADELAIDA.- (Dirígese hacia la segunda puerta de la derecha.) Quiero que sepa todo el mundo lo que tú no quieres que sepa nadie. Andrea va a saberlo ahora mismo.

     QUIROGA.- Detente. Publicándolo, te castigarás a ti propia.

     ADELAIDA.- Si yo anhelo ser castigada. La culpa tiene sed de castigo.

     QUIROGA.- ¡Silencio!

     ADELAIDA.- ¡No!

     QUIROGA.- (Con tono amenazador.) ¡Silencio, o por mi vida!...

     ADELAIDA.- ¿Qué? ¿Me amenazas? ¡Cobarde!

     QUIROGA.- ¡Adelaida!

     ADELAIDA.- El hombre que tiene valor para amenazar a una mujer, para esto no más puede tenerlo. ¿Y tú gozas entre los hombres fama de valiente? Los hombres deben ser muy mentecatos o muy viles. ¡Cobarde!

     QUIROGA.- (Asiéndole violentamente una mano.) ¡Adelaida!

     ADELAIDA.- ¡Ay! (Quejándose como si la hubiera lastimado.) Pero ¿usted sabe que me ha hecho daño? ¡Padre!(Gritando fuera de sí.) ¿No hay quien venga a escarmentar a un atrevido?



Escena VI

DICHOS, EL CONDE y JUANITO.

     JUANITO.- ¿Gritaba usted?

     EL CONDE.- ¿Qué pasa?

     ADELAIDA.- Pasa que un hombre tan audaz como ruin se atreve a deshacerme una mano entre la suya, en justa pena de haber cometido yo la infamia de quererle.

     QUIROGA.- ¡Oh!

     EL CONDE.- (A JUANITO, manifestando mucho asombro.) ¡Juanito!

     JUANITO.- (Como el CONDE, santiguándose.) ¡Ave María Purísima!

     ADELAIDA.- Aparta. Voy a casa de Andrea.

     QUIROGA.- Pero ¿has perdido la razón?

     ADELAIDA.- Ahora estoy recobrándola; ahora que te desprecio.

     QUIROGA.- No saldrás.

     ADELAIDA.- (Ciega de ira.) ¿Que no?

     EL CONDE.- (En tono de súplica.) Pero señor don Leandro...

     JUANITO.- (Lo mismo.) Quiroguita...

     ADELAIDA.- ¿Que no? ¡Ja, ja, ja! (Soltando una carcajada.) Se empeñó en hacerme reír, y al fin lo ha conseguido. Aparte usted.

     QUIROGA.- ¿Qué remedio? Es usted una dama.

     ADELAIDA.- Usted no es un caballero. (Vase por la segunda puerta de la derecha.)



Escena VII

QUIROGA, EL CONDE y JUANITO.

     QUIROGA.- (Con tono de cólera y amenaza.) Olviden ustedes lo que acaban de oír. ¡Ni una palabra a nadie! ¡A su padre, menos! ¿Lo entienden ustedes?

     EL CONDE.- (Muy turbado.) Sí, señor...

     JUANITO.- (Lo mismo.) Entendido.

     QUIROGA.- ¡A nadie! (Vase por la segunda puerta de la derecha, ADELAIDA cruza el campo rápidamente de derecha a izquierda.)



Escena VIII

El CONDE y JUANITO. Ambos se llevan las manos a la cabeza y se pasean por el escenario en encontradas direcciones.

     EL CONDE.- ¡Esto es inaguantable!

     JUANITO.- ¡Esto es un horror!

     EL CONDE.- ¡Y qué suerte de hombre! ¡Quererle una muchacha como Adelaida!

     JUANITO.- Señor, ¿en que consistirá que los pillos tengan tanto partido con las mujeres?

     EL CONDE.- La cosa es grave. Ella está muy enamorada, él es un Tenorio.

     JUANITO.- Que yo sepa, ha seducido ya a cuatro solteras, ocho casadas y veinticinco viudas.

     EL CONDE.- Nosotros somos amigos de su padre.

     JUANITO.- Pecaríamos gravemente callándoselo.

     EL CONDE.- ¡La amistad!...

     JUANITO.- ¡El deber!...

     EL CONDE.- Aunque ese matón lo lleve a mal...

     JUANITO.- Que yo sepa, ha matado ya a uno en desafío y ha herido a nueve.

     EL CONDE.- ¿Y qué? ¡Se trata de cumplir una obligación! (Quedándose un instante suspenso.) Aunque bien mirado, esto de mezclarse en negocios ajenos...

     JUANITO.- Ya conoce usted el refrán: Lo que no has de comer...

     EL CONDE.- ¡Cuando uno tiene hijos!

     JUANITO.- Si a mí me sucediese algo -¡pobre mamá!-, de fijo se moría.

     EL CONDE.- No, señor, no; un hombre de bien no se debe meter en líos.

     JUANITO.- Que se lo diga su hija, si quiere.

     EL CONDE.- (Tomando un polvo.) Lo que es yo, como si no supiera nada.

     JUANITO.- (Comiéndose un caramelo.) Yo tengo una memoria fatal.



Escena IX

Dichos y DON LORENZO.

     DON LORENZO.- (Entrando muy sofocado por la segunda puerta de la derecha.) ¡Si lo que a uno le sucede!...

     EL CONDE.- ¿Eh?

     JUANITO.- (Bajo, al CONDE.) ¿Lo sabrá ya?

     DON LORENZO.- ¿A qué no adivinan ustedes quién se me ha metido por las puertas adentro?

     EL CONDE.- A ver.

     DON LORENZO.- ¿No oyeron ustedes hablar en Madrid de un bandido famoso, llamado el Tuerto, que había matado a su madre anciana y a su mujer recién parida?

     EL CONDE.- ¡Pues no! ¡Si hubo una consternación general!

     JUANITO.- A mí me dio un síncope cuando me lo contaron. ¡Qué fiera!

     DON LORENZO.- Ahí está.

     EL CONDE.- (Dando un respingo y mirando hacia atrás) ¿Ahí?

     JUANITO.- (Muy sobresaltado, mirando en todas direcciones.) ¿Dónde?

     DON LORENZO.- Trataba de ganar la frontera, y, descubierto y perseguido por una pareja de la guardia civil, se ha refugiado en esta casa.

     JUANITO.- ¿Aquí?

     EL CONDE.- ¡Demonio!

     DON LORENZO.- ¿Ven ustedes qué desgracia la mía?

     EL CONDE.- ¿Y usted qué ha hecho?

     DON LORENZO.- ¡Toma! Recibirle, esconderle, desorientar y despedir con cajas destempladas a los guardias civiles, que han llegado poco después, echando el alma por la boca... Sí; ¡pues bonito es el niño para que se ponga uno mal con él!

     EL CONDE.- ¡Friolera!

     JUANITO.- ¡Digo!

     DON LORENZO.- ¡Un bárbaro que mata a su madre y a su mujer!

     EL CONDE.- ¡Y es tuerto!

     JUANITO.- ¡Pues si tuviera dos ojos!...

     EL CONDE.- Trátale usted bien, don Lorenzo.

     JUANITO.- Con mimo, ¿eh? Con mucho mimo.

     DON LORENZO.- ¡A cuerpo de rey! Ya he dicho que le den de comer y de beber, y todo lo que pida.

     JUANITO.- Y, oiga usted, ¿es muy feo?

     DON LORENZO.- ¿Qué sé yo? Si creerá usted que cuando uno tiene delante un hombre así, ve, ni oye, ni entiende.

     EL CONDE.- ¿Y está muy asustado?

     DON LORENZO.- Antes, un poco; ahora tan fresco, y hasta chancero y decidor. Hablando queda con Quiroga.

     EL CONDE.- Los dos pueden entenderse muy bien.

     DON LORENZO.- Con que hay que ver cómo le ponemos en salvo.

     EL CONDE.- Sí, no vayan a echarle el guante.

     JUANITO.- ¡Esos guardias civiles son tan sagaces y tan pícaros!...

     DON LORENZO.- (Con risita de satisfacción, restregándose las manos.) ¡Qué! Si han vuelto atrás. Los engañé como a unos chinos.

     EL CONDE.- De todas maneras, cuente usted con nosotros.

     JUANITO.- Todo lo que haya que hacer en obsequio de ese pobrecito...

     DON LORENZO.- Bien; gracias. Pero ¡qué mozo!, ¿eh? ¡Qué tigre!

     EL CONDE.- ¡Y vaya una Policía! ¡Vaya un Gobierno! ¡Haber dejado escapar a un monstruo como ése! (Con tono declamatorio.)

     JUANITO.- ¡Si no se va a poder vivir en el mundo!

     DON LORENZO.- ¡Dios tenga piedad del género humano! (Saca la petaca y enciende un cigarro.)

     EL CONDE y JUANITO.- ¡Amén! (El CONDE, tomando un polvo, y JUANITO, echándose un caramelo a la boca. Breve pausa.)

     DON LORENZO.- ¡Oh, Damián! (Viéndole cruzar el campo de izquierda a derecha.) ¡Y viene hablando solo! Algo trae. No faltaba más sino que éste me armase ahora otra pelotera. ¡Cuando él logre pescarme!... (Vase por la segunda puerta de la izquierda.)



Escena X

El CONDE, JUANITO, y a poco DAMIÁN.

     EL CONDE.- ¿Sabe usted, Juanito, que sería prudente buscar un pretexto para salir corriendo, corriendo, de esta Babel?

     JUANITO.- Yo estoy ya que se me puede ahogar con un cabello. Sí, señor; vámonos.

     DAMIÁN.- ¿Qué ha hecho don Lorenzo? (Con vehemencia, entrando por la segunda puerta de la derecha.)

     EL CONDE.- ¿Qué ha hecho?

     JUANITO.- (Enfadado viene.)

     DAMIÁN.- Supongo que le habrá arrojado ya de aquí.

     JUANITO.- ¿A quién? ¿Al Tuerto? ¡Bueno fuera!

     DAMIÁN.- ¿Qué Tuerto? Al señor Quiroga.

     EL CONDE.- ¿A Quiroga? ¿Está usted en su juicio?

     DAMIÁN.- Pero ¿no lo sabe ya todo?

     JUANITO.- ¿Qué?

     DAMIÁN.- ¿No sabe ya que ese hombre enamora a su hija?

     EL CONDE.- ¡Ah!

     JUANITO.- ¡Ah!

     DAMIÁN.- ¿No se lo han dicho ustedes?

     EL CONDE.- Yo...

     JUANITO.- Nosotros...

     DAMIÁN.- Pero ¿trataban ustedes de ocultárselo?

     EL CONDE.- ¡Toma usted las cosas de un modo!

     JUANITO.- Es mucho que no pueda uno vivir en paz con tirios ni troyanos. (Muy apurado.)

     DAMIÁN.- ¿Dónde está don Lorenzo?

     EL CONDE.- Está... Creo que se ha ido por allí.

     JUANITO.- Mire usted que el señor Quiroga nos ha manifestado su formal empeño de que no se le diga nada.

     DAMIÁN.- Ya.... sí.... y por eso ustedes... (Procurando en vano reprimir su indignación.) Doblemos la hoja. Basta.

     EL CONDE.- Yo se lo advierto a usted, porque luego...

     JUANITO.- Nosotros le queremos a usted bien, y...

     DAMIÁN.- De su cariño de ustedes y del cólera morbo líbreme Dios. (Dirigiéndose hacia la segunda puerta de la izquierda.)



Escena XI

DICHOS y QUIROGA.

     QUIROGA.- Señor Ortiz... (Llamándole al aparecer en la segunda puerta de la derecha.)

     DAMIÁN.- Caballero... (Deteniéndose ya cerca de la segunda puerta de la izquierda.)

     QUIROGA.- Tenga usted la bondad de oír una palabra.

     DAMIÁN.- Diga usted. (Sin acercarse a él.)

     EL CONDE.- Juanito... (Dándole a entender que se deben ir.)

     JUANITO.- Ya verá lo que es bueno. (Bajo al CONDE.)

     EL CONDE.- ¡Si no hace más que tonterías! (Vanse los dos por la segunda puerta de la derecha.)



Escena XII

DAMIÁN y QUIROGA. A gran distancia el uno del otro.

     QUIROGA.- ¿Se ha encontrado usted en el camino a esa muchacha?

     DAMIÁN.- Sí, señor. (Sin mirarle.)

     QUIROGA.- ¿Le ha contado a usted algo?

     DAMIÁN.- Sí, señor. (Breve pausa.)

     QUIROGA.- ¿Quiere usted que seamos amigos?

     DAMIÁN.- No, señor. (Con rapidez.)

     QUIROGA.- Categórica es la respuesta.

     DAMIÁN.- ¿Desea usted preguntar algo más?

     QUIROGA.- Sí. ¿Qué piensa usted hacer?

     DAMIÁN.- No es difícil adivinarlo.

     QUIROGA.- ¿Contárselo a su padre?

     DAMIÁN.- Ahora mismo.

     QUIROGA.- ¿Sí?

     DAMIÁN.- Sí. (Con firmeza, pero sin arrogancia.)

     QUIROGA.- ¿Sabe usted a lo que se expone? (DAMIÁN, sin responderle, echa a andar. QUIROGA, corriendo, llega primero que él a la segunda puerta de la izquierda.) ¡Eh, don Lorenzo! (Llamándole a voces.) Lorencito del alma, venga usted aquí.

     DAMIÁN.- ¿Usted le llama?

     QUIROGA.- Yo.



Escena XIII

DICHOS y DON LORENZO.

     DON LORENZO.- ¿Qué se ofrece? ¡Damián! (Con disgusto, reparando en él.)

     QUIROGA.- El amigo Damián, que tiene grandes cosas que revelarle a usted.

     DON LORENZO.- No quiero saberlas. No está ya hoy mi cabeza para más trapisondas.

     QUIROGA.- Es preciso que le oiga usted, y a mí cuando él haya acabado. Hasta luego, hijo mío. (A DON LORENZO.) Hasta luego, señor Ortiz. (Con tono irónicamente amenazador.)

     DAMIÁN.- Hasta luego. (Con firmeza y sin arrogancia, como antes. QUIROGA se va por la segunda puerta de la derecha.)



Escena XIV

DON LORENZO y DAMIÁN.

     DON LORENZO.- Ea, despache usted; ¿Qué hay?

     DAMIÁN.- ¿Qué cree usted que pasaría pudiendo el lobo cuando se le antojara, acercarse a la oveja?

     DON LORENZO.- No lo sé. ¡No me sofoque usted, por María Santísima!

     DAMIÁN.- Por María Santísima tengo que sofocarle a usted.

     DON LORENZO.- Se quedará usted con la gana. ¡Abur! (Retirándose.)

     DAMIÁN.- Si no me diera usted lástima...

     DON LORENZO.- ¿Qué? (Deteniéndose.)

     DAMIÁN.- Me daría usted risa.

     DON LORENZO.- ¡Damián! (Volviendo.) Esto va pasando de castaño oscuro. Usted abusa de mi benevolencia. Si antes fue usted mi amigo, ahora -recuérdelo usted- ahora...

     DAMIÁN.- Ahora no soy más que su criado de usted. Pues bien: el criado, viendo que en casa de su amo hay ladrones, y que su amo, con el mayor sosiego del mundo, duerme a pierna suelta, cree que le debe llamar, y le llama; pero el buen señor tiene el sueño de plomo, y -¿qué remedio?- el criado le ase de un brazo y le sacude violentamente, y con toda la fuerza de sus pulmones le grita: «¡Eh, vamos, abra usted los ojos, despierte usted, que si no, antes de que haya usted sacudido ese maldito sueño, le habrán robado su tesoro!»

     DON LORENZO.- ¿Qué me quiere usted decir? (Dando señales de vivo interés y turbación.) No le entiendo a usted.

     DAMIÁN.- Y el amo se mueve y habla al fin; pero aún no entiende a su criado. ¡Ya se ve: de un sueño profundo no puede uno despertarse de golpe! ¡Su hija de usted ama a Quiroga!

     DON LORENZO.- ¡Jesús! (Con asombro y terror.)

     DAMIÁN.- Con inocencia todavía; dé usted gracias a Dios. Quiroga ha osado proponerle que huya con él para ser su manceba.

     DON LORENZO.- ¿Qué dice usted? ¡Si no es posible! ¡No es posible!

     DAMIÁN.- El amo se restriega los ojos porque la luz se los ofende.

     DON LORENZO.- ¿No hace el amor a esa aldeana?

     DAMIÁN.- Para vengarse de Adelaida, que rechazó su vil intento.

     DON LORENZO.- ¿Quién le ha engañado a usted? ¿Quién le ha contado ese disparate?

     DAMIÁN.- Su hija de usted me lo ha contado.

     DON LORENZO.- ¡Mi hija!

     DAMIÁN.- ¡Está fuera de sí la cuitada! ¡Está celosa!

     DON LORENZO.- Pero ¿es verdad?

     DAMIÁN.- El conde y Juanito han sido testigos de su desesperación.

     DON LORENZO.- ¡Ellos lo sabían!

     DAMIÁN.- Sí, señor; lo sabían.

     DON LORENZO.- ¡Y no me han dicho nada!

     DAMIÁN.- ¡Ca!, no, señor; esos caballeros son muy hombres de bien.

     DON LORENZO.- ¡Dios mío, si no puedo creerlo!

     DAMIÁN.- ¿No puede usted creer que un infame haga infamias? ¿Qué diablos puede usted creer?

     DON LORENZO.- ¡Habiéndole recibido en mi casa! ¡Habiéndole tratado como a un amigo!

     DAMIÁN.- Por eso cabalmente. Depositar confianza en un bribón de quien sabe uno que no la merece, ¿Qué es sino autorizarle para que abuse de ella?

     DON LORENZO.- Pero si usted no comprende aún toda la odiosidad de su culpa. De su culpa, sí; de su crimen. ¡Damián!... ¡Qué horror!... (Sin atreverse a continuar.) ¡Damián!... ¡Es casado! (Con acento de desesperación.)

     DAMIÁN.- ¡Casado!

     DON LORENZO.- Allá en América... Un matrimonio secreto... Una de las suyas... Se valió de mí...

     DAMIÁN.- ¿Y usted le ayudó también entonces?

     DON LORENZO.- Dejó abandonada a su mujer... Volvió a España sin ella... Quiso que le guardara el secreto... Me rogó que nada dijese...

     DAMIÁN.- ¿Y usted no dijo nada? ¿Y ese hombre ha podido obtener de una y otra cándida virgen que le admitiese por amante con la legítima esperanza de que el amante se trocara en esposo? ¿Y usted, conociéndole, usted, no satisfecho con tan aborrecible engaño, coge de la mano al seductor y le trae a su casa? ¡Dios justiciero! Necesitaba un cómplice el seductor... ¡Le halló en el padre de la víctima!

     DON LORENZO.- ¡Damián, por compasión!

     DAMIÁN.- Que se hagan picardías por algo que se apetezca o ambicione, ya me lo explico, ya lo entiendo; el hombre tiene pasiones violentas y ruines apetitos; pero que se hagan sin necesidad, ni provecho, ni gusto, ¡vive Dios que esto es lo que no puedo entender! La infamia bien retribuida me indigna menos que la infamia de balde.

     DON LORENZO.- Bien..., sí; pero no perdamos el tiempo. Yo estoy aturdido... Aconséjeme usted... ¿Qué le parece a usted que hagamos?

     DAMIÁN.- ¿Qué hemos de hacer? Dejar que ese caballero siga adelante en el empeño de seducir a su hija de usted. Y mientras lo consigue, nosotros diremos que no somos Quijotes, y nos lavaremos muy bien las manos, y declamaremos contra los males de la sociedad a lengua batiente. Verá usted.

     DON LORENZO.- ¡Damián!

     DAMIÁN.- ¡La sociedad está perdida (Imitando el tono declamatorio de DON LORENZO, y paseando muy de prisa, como él acostumbra hacerlo.) ¡La corrupción es universal! ¡No hay quien pueda con los bribones! ¡Desdichados de los hombres de bien! ¿Quiere usted un cigarro? (Sacando la petaca y ofreciéndoselo.)

     DON LORENZO.- ¡Es usted implacable!

     DAMIÁN.- Señor don Lorenzo, aquí estoy a su lado de usted; disponga usted de mí, de mi vida.

     DON LORENZO.- Gracias; Dios se lo premie a usted. ¿Qué haremos?

     DAMIÁN.- ¿Qué? Sacarle de aquí arrastrando.

     DON LORENZO.- ¡Por los clavos de Cristo! Eso no... Merecía que le matase... Es verdad... (Con ira.) Pero más ruido... (Cambiando de tono.) Otro escándalo... Ya sabe usted que los hombres de bien no servimos para estas cosas.

     DAMIÁN.- ¡Dale! Ya sé que los hombres de bien no sirven para nada.

     DON LORENZO.- Bastante grande es mi desdicha. No la empeoremos en vez de remediarla. Calma... Prudencia...

     DAMIÁN.- No, no; si hay que tener prudencia... no cuente usted conmigo; yo -bendito Dios- no la gasto.



Escena XV

DICHOS y QUIROGA.

     QUIROGA.- (Apareciendo en la segunda puerta de la derecha.) ¡Charlando todavía!

     DON LORENZO.- (Como asustado de la imprudencia de Quiroga.) ¿Eh?

     QUIROGA.- (Desde la puerta.) ¿Va a durar la plática hasta el día del Juicio?

     DON LORENZO.- (Bajo, a DAMIÁN.) Pero ¿es creíble su impudencia?

     DAMIÁN.- (Como si quisiera arrojarse sobre QUIROGA.) Si no mirara...

     DON LORENZO.- ¡Quieto! (Bajo, conteniéndolo.) Yo soy quien debe confundirle. Déjeme usted solo con él.

     DAMIÁN.- Que se vaya al punto de aquí o de nada respondo.

     DON LORENZO.- Se irá. (Vase DAMIÁN por la segunda puerta de la izquierda, dirigiendo a QUIROGA miradas de amenaza.) (No sé qué experimento al verle.) (Manifestando turbación y terror.)



Escena XVI

DON LORENZO y QUIROGA.

     QUIROGA.- (Acercándose a él.) El señor Ortiz le ha contado a usted que su hija me quiere.

     DON LORENZO.- Con efecto...; eso me ha contado; y como usted ve, el asombro y la indignación apenas me permiten hablar.

     QUIROGA.- Razón sobrada tiene usted para enojarse. Yo, en su lugar de usted, me hubiera irritado más todavía.

     DON LORENZO.- Celebro en el alma, caballero, que usted reconozca el derecho que me asiste a pedirle severa cuenta de proceder tan incalificable.

     QUIROGA.- Lo que es yo, a decírseme que un hombre casado galanteaba a una hija mía, creo que sin darle tiempo a disculparse le hubiera acogotado.

     DON LORENZO.- (¿Se burla este demonio?)

     QUIROGA.- Usted, como persona de juicio, no habrá podido menos de considerar que las apariencias engañan, y que no se debe condenar a nadie sin oírle primero.

     DON LORENZO.- Siendo cierta la culpa, ¿Qué alegará usted en su abono?

     QUIROGA.- Calma, y óigame usted.

     DON LORENZO.- Enhorabuena: veamos lo que usted se atreve a decirme.

     QUIROGA.- Pues ya sabe usted que su hija es hechicera.

     DON LORENZO.- ¿Y qué?

     QUIROGA.- Que yo solía echarle flores. No trato de atenuar mi falta; pero cuando uno está al lado de una mujer bonita, ¿que ha de hacer?

     DON LORENZO.- (No podré contenerme.)

     QUIROGA.- Adelaida lo tomó por lo serio, y se enamoricó de mí.

     DON LORENZO.- (Dando señales de impaciencia.) Adelante.

     QUIROGA.- ¿Qué remedio? Resolví dejarme querer.

     DON LORENZO.- (Exasperado.) ¿Sí?

     QUIROGA.- Sí, señor; en obsequio de ella y de usted.

     DON LORENZO.- A ver, explíqueme usted ese acertijo.

     QUIROGA.- Me figuré que aquello no sería más que fugaz capricho de niña, y que no oponiéndole resistencia, pasaría más pronto. Me equivoqué. ¡Ay, amigo mío, no hay en la tierra dos mujeres iguales! Creí llegado el caso de romper con ella bruscamente, y al efecto le dije que yo tenía hecho voto de no casarme nunca. ¡Me parece que el sinapismo...! Pues, señor, tampoco este sinapismo dio el resultado apetecible. Se la trajo usted aquí. Vi el cielo abierto. Pero cuando vine con intención de hacerle a usted una visita de media hora, usted se empeñó en que me detuviera algún tiempo a su lado. Y ¡Qué terco se puso usted! Si aquel día soy basilisco, le mato a usted con los ojos. Me quedé para completar mi obra enamorando a esta zafia campesina, en quien había reparado al venir. Era otro sacrificio. ¿Y qué? Yo no debía omitir ninguno a fin de corresponder como buen caballero a la amistad de que a usted soy deudor, curando radicalmente a su hija. ¿Qué tal? A ver, santo varón, dígame usted que más podía yo haber hecho.

     DON LORENZO.- (¡Si es cosa de matarle!)

     QUIROGA.- ¿No responde usted? Cuando presumí que se me darían las gracias...

     DON LORENZO.- (¡Esto más!)

     QUIROGA.- Que se me tenderían los brazos...

     DON LORENZO.- Pero ¿se burla usted?

     QUIROGA.- ¿Burlarme? ¿Duda usted acaso de la sinceridad de mis palabras? ¿Le parece a usted que, a ser mi intención conseguir favores de Adelaida, no los hubiera conseguido? Mal me conoce usted, muy mal; y, ¡vive Dios!, que si me hiciera usted caer en la tentación de probarle que se equivoca...

     DON LORENZO.- No, no, si yo no dudo...; pero...

     QUIROGA.- Pero ¿Qué? Hable usted con franqueza.

     DON LORENZO.- ¿Por qué no declaró usted a mi hija que era casado?

     QUIROGA.- ¡Revelar a una muchacha mi secreto!

     DON LORENZO.- ¿Y por qué no me dijo usted a mí lo que sucedía?

     QUIROGA.- Porque entonces usted se lo hubiera revelado. Aun ahora temo que falte usted a la palabra que me tiene dada, y no estará de más advertirle que si a ella faltase alguna vez... (Con tono de amenaza.)

     DON LORENZO.- (¡Caramba, y yo que se lo he dicho al otro!) (Con susto.)

     QUIROGA.- Ahora, en prueba de mis hidalgas intenciones, estoy resuelto a obedecerle a usted con los ojos cerrados. ¿Sigo enamorando a esa chica, o me voy? Elija usted...

     DON LORENZO.- Yo preferiría...

     QUIROGA.- Que me fuese, ¿verdad?

     DON LORENZO.- ¿No cree usted que esto sería lo más acertado?

     QUIROGA.- Yo haré lo que usted mande. Acabo de hablar con ese hombre, a quien persigue la justicia. Me ha conmovido; yo compadezco todo género de infortunios. Verá usted lo que se puede hacer. Ustedes, a la hora de costumbre, se acuestan, y allá a las dos o las tres de la madrugada tomo su coche de usted; con un traje de cochero se encarga de guiarle ese hombre, y nos vamos juntos los dos.

     DON LORENZO.- Bien; por mí...

     QUIROGA.- Pero convendrá que con alguna anticipación salgan delante de nosotros, a pie, Miguel y Antonio, a fin de que vayan explorando el camino y puedan avisarnos de cualquier peligro que pudiera haber en seguir adelante, o darnos ayuda en caso de necesidad. En Irún recogerían el coche y se volverían con él. ¿Eh?

     DON LORENZO.- Bueno; sólo que como todavía no tengo aquí más que esos dos criados...

     QUIROGA.- ¿Y qué? No se han de ir hasta que ustedes se hayan acostado, y a las nueve de la mañana estarán ya de vuelta.

     DON LORENZO.- Corriente. (¡Con tal de que se vaya!)

     QUIROGA.- ¡Ah! Otra cosa. Oyéndole a usted hablar de sus viajes, he resuelto visitar este año gran parte de Europa. Dos mil duros le trajeron a usted días pasados de San Sebastián; deme usted mil.

     DON LORENZO.- ¿Qué?

     QUIROGA.- En Madrid se los devolveré a usted cuando nos veamos.

     DON LORENZO.- Pero...

     QUIROGA.- ¡Cómo! ¿No quiere usted dármelos? Enhorabuena. Está usted en su derecho. Pero no será porque desconfíe usted de mí, ¿eh? ¡Si tal supiera!...

     DON LORENZO.- No, señor, no..., sino que...

     QUIROGA.- Hasta ahí podían llegar las bromas.

     DON LORENZO.- Pero si yo...

     QUIROGA.- Pediré a Madrid ese dinero por telégrafo... ¡Verdaderamente que no he dado en toda mi vida mayores pruebas de paciencia! Supongo que por dos o tres días más que yo esté aquí...

     DON LORENZO.- No; si usted no ha entendido... Es que no recordaba si tenía con efecto ese dinero disponible. Con que ¿mil duros?

     QUIROGA.- Ya no los tomo; no señor.

     DON LORENZO.- Le aseguro a usted...

     QUIROGA.- ¡Porque he dado a un padre cierto género de explicaciones, se figuran que voy a dejarme sopapear!

     DON LORENZO.- Vamos, ¡por favor!

     QUIROGA.- ¡Le he dispensado a usted ya tantos!

     DON LORENZO.- Uno más. Hombre, ¡admita usted ese pico, por el amor de Dios!

     QUIROGA.- ¡Qué pesadez! Lo admitiré. ¡Hagamos el último sacrificio! Ya puede usted agradecérmelo.

     DON LORENZO.- Seguramente... (¡Maldito seas!) ¿Los quiere usted ahora?

     QUIROGA.- No hay prisa; tráigamelos usted.

     DON LORENZO.- Al momento. (Dirígese hacia la segunda puerta de la izquierda.) (¡Mil duros! ¡En fin, que se vaya!)

     QUIROGA.- ¡Chis! (Llamándole.) ¡Don Lorenzo! En oro, ¿eh?

     DON LORENZO.- Por supuesto, en oro. (¡Qué bribón, Dios mío, qué bribón!) (Vase por la puerta antes indicada.)



Escena XVII

     QUIROGA.- ¿Qué sería de uno si en el mundo no hubiera hombres tan de bien como ése? A fe que es un bendito. (Breve pausa.) Algo caro se hace pagar el Tuerto. Si él no está ahora en la situación más a propósito para acometer nuevas aventuras, yo, en cambio, le proporciono disfraz y medios convenientes para la huída. ¿Qué importa? Le daré lo que pide. A bien que paga don Lorenzo. Adelaida ha de arrepentirse de haberme obligado a quererla para reírse luego de mí. No veo el instante de humillarla y desgarrarle el corazón. Andrea es divina; su humildad, su candor, hacen de ella un tipo singularísimo, que yo no conocía hasta ahora. Por mi vida, que no me vengo mal.



Escena XVIII

QUIROGA y DAMIÁN.

     QUIROGA.- (Hola, el señor Ortiz). (Viéndole entrar por la puerta segunda de la izquierda.) (Despachemos con éste. Buenas ganas le tengo, y siquiera se ha de llevar un susto. Por otra parte, si no le hago mío por el miedo, conviene lisiarle un poco para que no pueda estorbar.) ¿Sabe usted lo que digo, señor Ortiz?

     DAMIÁN.- ¿Qué dice usted? (Acercándose muy tranquilo.)

     QUIROGA.- Que soy grande apasionado de la simetría, bien que sin negar que por sí sola, no constituye la belleza.

     DAMIÁN.- ¿También de estética sabe usted algo? Es usted un pozo de ciencia.

     QUIROGA.- Digo, pues, que cualquiera falta de simetría me lastima los ojos. Y de ahí que no pueda ver con sosiego las piernas de usted; por lo cual me ha de permitir que le tuerza la que aún tiene derecha, para que las dos se queden iguales.

     DAMIÁN.- Eso no sería difícil. ¡Ojalá que con tanta facilidad se pudiese enderezar un alma torcida!

     QUIROGA.- Sepamos: ¿con qué prefiere usted que se le haga la operación, con plomo o con acero?

     DAMIÁN.- Usted intente corregir mi deformidad con acero o con plomo, según lo que le parezca mejor, que yo, a mi vez, procuraré hacerle a usted análogo servicio con lo primero que halle a mano.

     QUIROGA.- Creo que no me ha entendido usted. Le propongo un duelo. A mis ojos, todos los hombres son iguales.

     DAMIÁN.- A los míos, no; a los míos, se diferencian mucho los hombres por de fuera, mas aún por de dentro.

     QUIROGA.- Vendremos, de todos modos, a parar en que, batiéndose conmigo, será usted el honrado.

     DAMIÁN.- Tratar con intolerable altivez a los hombres el mismo que los declara iguales, no es cosa tan rara que pueda coger a nadie de susto.

     QUIROGA.- ¿Hay gran vanidad en presumir que yo valgo un poco más que usted?

     DAMIÁN.- Según y conforme. No se mide bien a los hombres sino midiéndolos por el alma, y así medidos, puede resultar el que parecía pequeño, grande, y el que parecía grande, pequeño.

     QUIROGA.- El diablo que le entienda a usted, señor Ortiz; unas veces, absolutista, y otras veces, demócrata.

     DAMIÁN.- Ahí verá usted. Consecuencias de no haber vuelto a estudiar nada de política desde que aprendí en la escuela el Catecismo de Ripalda.

     QUIROGA.- En resumen: ¿quiere usted batirse conmigo?

     DAMIÁN.- No señor.

     QUIROGA.- ¿Prefiere usted que le apalee?

     DAMIÁN.- Menos todavía.

     QUIROGA.- ¿Qué he de hacer entonces?

     DAMIÁN.- Dejarme en paz.

     QUIROGA.- Mucho teme usted a la muerte.

     DAMIÁN.- Como que me hace falta la vida para seguirle a usted los pasos.

     QUIROGA.- ¿Tiene usted apego al oficio de polizonte?

     DAMIÁN.- Si el mundo estuviera bien constituido, ¿qué oficio más honroso que el de vigilar a los malos para que no pudieran dañar a los buenos?

     QUIROGA.- Y de mí, ¿qué es lo que usted recela?

     DAMIÁN.- Sé que piensa usted partir esta noche con un bandido.

     QUIROGA.- Y de eso, ¿qué deduce usted, cojitranco de los demonios?

     DAMIÁN.- Nada. Usted, con arreglo a sus teorías sobre la igualdad de los hombres, imaginará, sin duda, que de usted a un bandido no va el canto de un duro.

     QUIROGA.- Será preciso valerme del palo, y no de las manos, porque temería manchármelas.

     DAMIÁN.- Don Lorenzo... En fin, don Lorenzo es todavía mi amo; nada debo decir de él. Dios le ayude. Pero si don Lorenzo nada ha sospechado, o nada ha querido sospechar, yo, a quien jamás pareció dama de mucha sinceridad la filantropía, necesariamente he debido estimar algo sospechoso ese filantrópico anhelo de salvar, con riesgo propio, a un forajido, tomando para ello muy singulares precauciones. Ni podrá nadie, que no sea pariente del vecino más famoso de Coria, imaginar de usted que, teniendo a nuestros ojos empeñada su vanidad de seductor incomparable, va a marcharse buenamente de aquí sin procurar por algún medio rescatarla, sin dejar en el camino rastro de vergüenza y dolor, como señal de su nueva lucha y victoria. ¿Quién es la amenazada? ¿La aristocrática señorita o la moza plebeya? ¿Qué género de riesgo amenaza a la una o la otra? Confieso que aún no lo adivino. Pero, en todo caso, tal vez habrá usted raciocinado así: «Este Damián, este cojitranco de los demonios, ha osado ya provocar mi furor, y puede ser obstáculo a la ejecución de mis planes; conviene, pues, por ambos motivos vencerle con el miedo o inutilizarle con algún daño.» ¿Digo bien? ¿He puesto el dedo en la llaga? De fijo que sí; lo juraría, según lo que aprieta usted los dientes. Pues ha echado usted sus cuentas sin la huéspeda. Quizá en otra ocasión, por el afán de conseguir la honra con que usted se digna brindarme, hubiera acallado los escrúpulos de una conciencia pusilánime y ruin; pero hoy que veo amenazado al desvalido por aleve opresor, ya que arriesgue mi vida, quiero arriesgarla con provecho. Usted, sin duda, puede atentar a ella, dejándose de vanas formalidades; y por si tal designio llegase usted a concebir, leal y caritativamente debo advertirle que mire bien lo que hace, que procure acabarme de un solo golpe, de uno solo; porque si alguna vida me queda, aunque no sea más que un poco de vida, con ese poco me ha de bastar para arrancarle a usted el corazón y cumplir mi antojo de ver que hechura tiene un corazón tan execrable.

     QUIROGA.- A los insultos de usted, ¡villano!, sólo puedo yo dar una contestación: ésta. (Ciego de ira, levantando la mano para dar a DAMIÁN una bofetada.)

     DAMIÁN.- Pues esa contestación, ¡canalla!, no se me da a mí. (Sujetando a QUIROGA el brazo con una mano.)

     QUIROGA.- ¡Oh, suelte usted! (Como fuera de sí.)

     DAMIÁN.- Ya que otra cosa no, debo a la Naturaleza nervios, capaces de hacerle a usted polvo los huesos. (Oprimiéndole fuertemente el brazo y soltándole después con violencia.)

     QUIROGA.- ¡Va usted a morir! (Retirándose. Toma de encima de la mesa el bastón, y desnuda el estoque para acometer con él a DAMIÁN.)

     DAMIÁN.- ¿Cuál de los dos? (Cogiendo una silla y levantándola en el aire.)



Escena XIX

DICHOS, DON LORENZO, y después, EL CONDE y JUANITO. DON LORENZO entra por la segunda puerta de la izquierda con dos líos de dinero en la mano.

     DON LORENZO.- ¡Oh! (Dando un grito al ver a QUIROGA y a DAMIÁN.) ¡Damián! ¡Quiroga! (Dejando el dinero en una mesa y acercándose a ellos)

     EL CONDE.- ¡Ya se armó! (Entrando por la segunda puerta de la derecha.)

     JUANITO.- ¡Jesucristo! (Entrando por la misma puerta.)

     DON LORENZO.- ¡Quiroga, por Dios! (Acercándose a él.)

     QUIROGA.- ¡Ese hombre ha osado ultrajarme horriblemente! ¡Ese hombre ha puesto en olvido que yo soy un caballero y él un criado infame!

     DAMIÁN.- ¡Terrible calamidad que en una sastrería se pueda hacer un caballero!

     QUIROGA.- Señor don Lorenzo, todavía estoy en su casa de usted; castigue la insolencia de ese criado, o, después de matarle a él, tendré que pedirle a usted cumplida satisfacción de la injuria.

     DON LORENZO.- Dice bien el señor Quiroga. Damián, en mi casa... (Yendo hacia él.)

     DAMIÁN.- En su casa de usted no respetaré ni a usted mismo, si llega su avilantez al extremo de aparentar enojo contra quien le defiende, por halagar a quien ha querido corromper a su hija.

     QUIROGA.- Prohíbale usted decir una sola palabra más; prohíbaselo usted.

     DON LORENZO.- ¡Silencio, Damián! Yo sé quién es este caballero y...

     DAMIÁN.- Usted sabe y dice que es un pícaro redomado.

     DON LORENZO.- ¿Yo?

     EL CONDE.- ¡Qué insolencia!

     JUANITO.- ¡Qué hombre!

     DAMIÁN.- Y también el señor Conde, y también ese caballerito le tienen a usted por un tunante.

     JUANITO y EL CONDE.- ¿Yo?

     QUIROGA.- Si estos caballeros han dicho eso de mí, no me lo negarán cara a cara.

     EL CONDE.- ¿Puede usted creer?... (Yendo hacia él lleno de espanto.)

     JUANITO.- Trata de enzarzarnos para sacar el ascua con mano ajena. (Yendo también hacia QUIROGA con los brazos abiertos y muy compungido.)

     DON LORENZO.- Está delirando. ¿No lo conoce usted? (Acercándose también a QUIROGA, lleno de ansiedad.)

     DAMIÁN.- Desenójenle ustedes; humíllense ustedes. Dicen algunos que primero fue mono el hombre, y dicen bien, porque se ve que el hombre vuelve ahora a ser mono.

     EL CONDE.- Estamos en su casa de usted, don Lorenzo. (Enérgicamente.)

     JUANITO.- Lo mismo que dijo a usted antes Quiroga, le decimos nosotros.

     QUIROGA.- Yo le castigaré. (Queriendo ir hacia DAMIÁN. EL CONDE y JUANITO le detienen.)

     DON LORENZO.- Váyase usted, Damián. Salga usted de mi casa.

     DAMIÁN.- No ha echado usted al otro; echarme a mí es hacerme justicia. Pero sépalo usted: ese hombre medita una infamia.

     QUIROGA.- ¿Lo ve usted? ¡Quiere que le asesine! (Queriendo arrojarse sobre DAMIÁN. DON LORENZO, EL CONDE y JUANITO le detienen.)

     DON LORENZO.- Déjele usted.

     EL CONDE.- No le haga usted caso.

     JUANITO.- Despréciele usted, como yo.

     DAMIÁN.- ¡Una infamia! Quizá contra la hija de aquel anciano desvalido, quizá contra su hija de usted. ¡Ay de la una o de la otra!

     QUIROGA.- Suéltenme ustedes y acabaré con él; si no -véanlo ustedes- me va a matar a mí el coraje. (Trémulo y ahogado por la ira.)

     DON LORENZO.- Cálmese usted, amigo mío. (Con la mayor solicitud.) ¡Salga usted al momento! (Furioso, a DAMIÁN.)

     EL CONDE.- ¡Tiene usted los ojos inyectados de sangre! (Observándole con ansiedad.) ¡Fuera de aquí! (Muy irritado, a DAMIÁN.)

     JUANITO.- ¡Le arde a usted la frente! (Tocándosela.) ¡Salga usted, asesino! (A DAMIÁN, con vehemencia.)

     DON LORENZO.- Siéntese usted. (Acercando apresuradamente una silla y haciendo que QUIROGA se siente.)

     EL CONDE.- Recline usted en mí la cabeza. (Hincando una rodilla en el suelo y haciendo que QUIROGA recline la cabeza en uno de sus hombros.)

     JUANITO.- ¡Quieto, por piedad! (Sujetándole con la mano izquierda para que no se levante. Con la derecha saca del bolsillo del pecho un abanico y hace aire con él a QUIROGA.)

     DAMIÁN.- ¡Señor, para el desdichado que va ciego a la culpa, toda tu infinita misericordia! ¡Toda tu infinita justicia para el vil que se prostituye por miedo! No tienen cielo y tierra enemigo mayor que la cobardía. (Da un paso hacia el foro y se detiene.) ¡He ahí a los hombres de bien a los pies del malvado! (Señalando a grupo que forman QUIROGA y los otros tres personajes. Encamínase precipitadamente hacia la segunda puerta de la derecha.)

FIN DEL ACTO SEGUNDO

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