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Los límites del barroco literario hispanoamericano

Luis Sáinz de Medrano Arce





Tratar de señalar los orígenes y el término del barroco literario hispanoamericano es querer poner puertas al campo. Pocos fenómenos culturales han existido en un plano universal tan movedizos como éste, aun admitiendo que ninguno de ellos, incluso los que pretendieron iniciarse con manifiestos u otras declaraciones de principios, es fácilmente encuadrable en fronteras cronológicas.

La tentación de hacerlo ha sido, sin embargo, grande. Por ejemplo, Irving A. Leonard afirma que los límites del barroco hispanoamericano en general se sitúan aproximadamente de mediados del siglo XVII a mediados del XVIII1, pero luego se aventura a concretar que «cuando Fray García Guerra cruzaba el Atlántico para convertirse en un Príncipe del Estado a la vez que en un Príncipe de la Iglesia, simbolizaba de un modo impresionante el traslado del Barroco al Nuevo Mundo»2. Ocurría esto en 1608. Fray García Guerra iba a tomar posesión del arzobispado de la ciudad de Méjico, y posteriormente llegaría a ocupar el cargo de virrey. Apurando más las cosas, el germano-argentino Rudolf Grossmann da las fechas 1630 y 1760 como delimitadoras de «la época barroca de la era colonial»3.

A nuestro entender, demarcar el Barroco no puede consistir sino en tratar de apreciar en la medida de lo posible cuándo empiezan y cuándo terminan ciertas tensiones humanas que producen determinadas tendencias expresivas. Lo que importa sobre todo es, pues, más que obsesionarse con las proposiciones de un Wölfflin4, ir, como ha dicho Orozco, «del formalismo a la búsqueda del alma barroca»5. Lo sociológico y lo estético se interrelacionan, ciertamente, determinándose en forma mutua, aunque arrancando siempre del primer hecho. En honor a la verdad hay que recordar que Grossmann ha subrayado esto al decir que la historia del Barroco en Iberoamérica es la de «una coincidencia inicial y un distanciamiento posterior del absolutismo estatal y del eclesiástico»6.

Cabe incluso que la historia de estas tensiones y preocupaciones sea la historia completa de Hispanoamérica, salvo momentos excepcionales; y quepa por ello aceptar con Wagner de Reyna que el Barroco es la única etapa cultural del Nuevo Mundo7, en cuanto ni el iluminismo ni el liberalismo ni el marxismo han aniquilado ciertos rasgos esenciales de lo iberoamericano identificados como barrocos: personalismo, preocupación por el detalle y la forma, la dispersión, la natural melancolía, la presencia de la muerte... Aunque el tradicionalismo del crítico peruano despierte algunas reservas, el hecho es que en lo literario lo ocurrido a partir de la fecha -1954- en que hizo tales aseveraciones ha venido a darle la razón. En el XVII Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, celebrado en Madrid en 1975, se insistió bastante en este punto: «Hablar del barroco en América -opinaba el profesor Alfredo Roggiando, asumiendo una tesis plenamente compartida por los participantes- es hacer la verdadera historia de las artes y las letras (y algunos dicen que del pensamiento) del Nuevo Mundo. Tal es su vitalidad y su importancia. Porque América es barroca desde antes del barroquismo europeo y por mucho tiempo después: lo es y lo seguirá siendo»8. Estas palabras confirman no sólo las de Wagner de Reyna sino otras muy difundidas del novelista Alejo Carpentier:

Nuestro arte fue siempre barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices hasta la mejor novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente9.



El barroco es, desde luego, producto de una crisis muy particular10, pero en lo literario se nos antoja que no estamos obligados a pensar exclusivamente en una crisis relacionada con «desengaño» y decadencia política -aunque de ello hablaremos enseguida-. El barroco literario se adelanta al producido en las artes plásticas y la arquitectura. Recordemos que la portada principal de la catedral de Lima no se termina hasta 1636 y las torres corresponden al primer tercio del siglo XVIII; la iglesia de la Merced de Quito es de comienzos de este mismo siglo y la fachada de la iglesia de la Compañía no fue iniciada hasta 1722. La catedral de Méjico se inicia en 1563, pero sus elementos barrocos esenciales se insertan en ella en el XVIII, y la capilla del Sagrario no se comienza hasta 1749. Las letras conocen mucho antes la convulsión barroca porque la primera tensión en el campo de la creación es un hecho que afecta a la lengua por una motivación que sólo con referencia a ella es urgente: la necesidad de adaptarla para ponerla en condiciones de definir la identidad de un mundo insólito. A ello se aplica una legión de escritores, los cronistas de Indias, que hubieron de cumplir la doble misión de testimoniar, con la mejor voluntad de veracidad, la realidad americana, y, a la vez, de crearla, en cuanto, como ha escrito Octavio Paz,

América no es una realidad dada sino algo que todos hacemos con nuestras manos, con nuestros ojos, con nuestro cerebro y nuestros labios. La realidad de América es material, mental, visual y, sobre todo, verbal11.



Ellos hacen buena la teoría de O'Gorman de que América no fue objeto de descubrimiento sino de invención12. Efectuaron un proceso de verbalización que requería una dialéctica nueva. La necesidad de acudir a lo maravilloso como frecuente término de referencia y el descriptivismo como obligación primera hacen que sean ellos los fundadores del lenguaje barroco en América: un lenguaje puesto al servicio del gusto por la «novedad», inclinación renacentista que, como apunta minuciosamente José Antonio Maravall, crecerá poderosamente en el siglo XVII13. Evidentemente los bodegones de las Soledades gongorinas o los que encontramos en composiciones americanas como la titulada Fiestas que celebró la ciudad de los Reyes al nacimiento del Serenísimo Príncipe Don Baltasar Carlos de Austria (1632), de Rodrigo de Carbajal y Robles o el Poema heroico dedicado a San Ignacio de Loyola (1666), de Hernando Domínguez Camargo, están prefigurados por los que una y otra vez nos ofrecen estos cronistas.

Hay entonces una línea prebarroca que nace con el Diario de Colón y avanza con más o menos intermitencias a lo largo del tiempo, confundiéndose con el que podemos llamar Barroco histórico. En ella se instala por ejemplo un Fernández de Oviedo antes de que aparezca un Antonio de Solís. Graciela Palau de Nemes ha advertido, acaso un tanto forzadamente, los elementos pre-churriguerescos existentes en la obra del Padre Las Casas, atendiendo sobre todo a su tendencia hacia el uso de la hipérbole14. La observación, de todos modos, es significativa y fácilmente ampliable.

Entre tanto va desarrollándose otro tipo de literatura en la que el «compromiso» con la realidad queda más atemperado o es irrelevante. Mandan en ella más ponderadamente los cánones renacentistas, impuestos por los poetas que giran en torno a los centros cortesanos de poder. Aquí se producen transformaciones que desembocarán también en el Barroco, en cuyo inicio convergen diversas causas.

Hay una muy simple e indiscutible: el contagio de la literatura peninsular. Resulta imposible imaginar que ésta no se hubiera producido. Ya el Arauco domado (1596) de Pedro de Oña, obra en la que no es presumible la influencia gongorina, muestra los mismos avances hacia ella que aparecen en ciertos poetas de la escuela andaluza. Luego Oña se abrirá plenamente al impacto deslumbrante del maestro cordobés. Bernardo de Balbuena, sobre quien vamos a volver, en el Compendio apologético en alabanza de la poesía, que sigue a su poema Grandeza mexicana (1604), alude al «agudísimo don Luis de Góngora»15. Remitimos al libro El gongorismo en América, de Emilio Carilla16 y al trabajo de Francisco López Estrada sobre el mencionado poema de Rodrigo de Carbajal17, por citar solamente un estudio de carácter general y otro específico, para conocer datos de la gran influencia del poeta de Córdoba en América más adelante.

Pero busquemos todavía otras razones que justifiquen el temprano e intenso arraigo del barroco en América.

Ante todo, como señala Picón Salas, es natural que el barroco haya prendido en el momento en que existe «una sociedad que se ha hecho más sedentaria y urbana»18, una vez terminado el siglo de la conquista, y, como tal, más receptiva hacia una literatura donde se intensifica el predominio del colorido, la musicalidad y la agudeza: el barroco como fruición. En el siglo XVII las dos grandes metrópolis virreinales concentran una población donde una importante élite necesita recrear las condiciones de refinamiento cultural del Viejo Mundo, y ellas son el modelo para otras de creciente importancia. «A diferencia de la colonización sajona del norte, el carácter urbano impuso un estilo en la colonización española del sur»19. Todo un entramado de ciudades consistentes se extiende por las Islas y Tierra Firme. Arciniegas nos recuerda las tempranas fechas de algunas fundaciones20: Santo Domingo, 1496; San Juan de Puerto Rico, 1508; La Habana, 1515; Panamá, 1519; Méjico -en cuyo caso hay que hablar de ocupación-, 1521; Guatemala, 1524; Quito, 1534; Lima, 1535; Bogotá, 1538, etc. Frente a esto, indica el erudito colombiano, contrasta la lentitud de los acontecimientos en el Brasil y la América más septentrional. Bahía, la más antigua de las ciudades brasileñas, se funda en 1549, y Río de Janeiro, en 1567. Esta última ciudad no alcanzará auge hasta que se traslade allí desde Lisboa la capital del Imperio, en los días de la invasión napoleónica que obligó a huir a los Bragança. Sólo entonces se movieron hacia la capital las poderosas familias que vivían en las grandes haciendas. En el norte, Quebec nace en 1608 y cincuenta años más tarde apenas llegaba a los 2.500 habitantes. En los futuros Estados Unidos, la Compañía de Londres fundó Jamestown, en Virginia, en 1607, cuarenta y dos años después de que tuviera existencia la hispánica San Agustín, en la Florida.

Refiriéndose al papel jugado por este conjunto de notables ciudades de la América de lengua española en las que quedaron, llegada la independencia, como recuerda Richard Kontzke, «26 instituciones de estudios superiores, dotadas de privilegios universitarios»21, Wagner de Reyna pudo afirmar: «la ciudad americana equivale a la abadía europea»22.

La gran ciudad, como bien puntualiza Maravall23, es el marco neto de la cultura barroca. En Hispanoamérica, como en el sur de Europa, a partir del siglo XVII las riquezas van acumulándose en las ciudades, verdaderos oasis en medio de extensiones desiertas:

Las gentes del barroco se saben bien instaladas en la ciudad, sinceramente encuentran en ella aquellas ventajas a las que no están dispuestos a renunciar, no admiten -como nos dice Gabriel del Corral- «carecer de todo lo hermoso y vario de una numerosa población por los seguros y desocasionados desvíos del campo»24.



No es casual por ello que la primera obra definitivamente barroca de la literatura hispanoamericana sea un poema en el que se exaltan los atractivos de una gran urbe. Está claro que nos referimos a la ya aludida grandeza mexicana de Bernardo de Balbuena. El primer gran monumento íntegramente barroco y genuinamente americano es un canto al propio espacio que lo engendra. Prácticamente un caso de metalenguaje, porque se trata del lenguaje que la ciudad genera y en el que es, vuelto sobre ella misma.

En la Grandeza mexicana se unen, pues, verbo y espacio. De una parte esa antigua corriente descriptiva, llena de facetas de increíble plasticidad, que fue impregnando a toda una sociedad amante del buen decir, porque «la palabra viva ejerció siempre su encanto en nuestro mundo colonial»25. De otra, la ciudad creada y creadora. Con la palabra y con la ciudad se estaba ante todo luchando en América desde el impulso del horror al vacío. El lenguaje y el urbanismo se exacerbaban para crear apresuradamente una realidad donde el hombre americano pudiera sentirse seguro. El poema de Balbuena refleja así anticipadamente inquietudes que se perfilarán con dramatismo en los días posteriores a la Independencia en la dicotomía civilización-barbarie del argentino Sarmiento y en el axioma de su compatriota Alberdi, «gobernar es poblar». Entre tanto, del mismo modo que Vicente Espinel nos dice en su Marcos de Obregón que «no era cordura salir de Madrid, adonde todo sobra, por ir a una aldea donde todo falta»26, Balbuena nos contrapondrá los «pueblos chicos y cortos» donde «todo es brega, / chisme, murmuración...» a la ciudad de Méjico, «adonde si hay salud en cuerpo y alma, /ninguna cosa falta al pensamiento»27.

A partir de aquí el tema de la magnificencia de la ciudad será ampliamente cultivado en Hispanoamérica. Además de recordar de nuevo a Rodrigo de Carvajal y Domínguez Camargo (Al agasajo con que Cartagena recibe a los que vienen de España), podemos mencionar a Juan de Oviedo, presuntamente quiteño, con su Relación de la Real y Suntuosa Pompa, a Antonio Bastidas, de Guayaquil, con su poema A Don Alonso López de Galarza, y, por supuesto, a Sor Juana Inés de la Cruz con su Neptuno alegórico.

Pero tanta exuberancia, ¿no ocultaba una crisis subterránea? Entendemos que sí, y vamos a enlazar con otro de los determinantes del barroco americano: el «desengaño», un desengaño, por el momento, también americano, que se unirá luego a la gran corriente del pesimismo existencial emanada del barroco peninsular. Este desengaño es el resultado del sentimiento de frustración que desde los primeros tiempos va cuajando en el Nuevo Mundo. Ya Colón vio que aquellas tierras no eran una sede de paraísos ideales -aunque intentara convencerse a sí mismo de ello-. Al fracaso de las utopías lascasianas (Cumaná, la Vera Paz) basadas en la posibilidad de construir sociedades de gentes inocentes y pacíficas, se unirán otras causas de decepción, empezando por la de los conquistadores que no ven recompensados sus esfuerzos, como ese paradigmático Bernal Díaz del Castillo con sus quejas tantas veces recordadas: «Porque me veo pobre y muy viejo, y una hija para casar, y los hijos varones ya grandes y con barbas y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante Su Majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas»28. Frustración de que no hubiera en el Muevo Mundo para todos esas riquezas «que todos los hombres comúnmente vinimos a buscar»29, desencanto de la primera generación de hispanoamericanos, muchos de los cuales, como recuerda el regidor de Guatemala, acabaron sacrificados y devorados por hombres o alimañas: «Y aquéllos fueron sus sepulcros y allí están sus blasones»30, el mismo que se desbordaba en el poema de versos de pie quebrado, lleno aún de sabor medieval, en el que Luis de Miranda describía la primera y trágica fundación de Buenos Aires, donde, en lugar de hacerse reales los sueños de prosperidad,


allegó la cosa a tanto
que, como en Jerusalén,
la carne de hombre también
la comieron31.



El tema es largo y, como se ve, madrugador. Lo hallamos también en Francisco de Terrazas, el primer poeta mejicano de nombre conocido, quien en su poema Nuevo Mundo y Conquista manifiesta que de los mil trescientos españoles que acometieron la empresa de la Nueva España, «no quedan hoy trescientos descendientes»,


Los más por despoblados escondidos,
tan pobrísimos, solos y apurados,
que pueden ser de rotos y abatidos
de entre la demás gente entresacados32.



Cuando Terrazas habla de esta «llorosa Nueva España, que deshecha / te vas en llanto y duelo consumiendo, / hundida en miserias, hambres y pobrezas»33 no hay gran distancia temporal con el momento en que Francisco Cervantes de Salazar escribe sus tres Diálogos latinos referentes a Méjico, en los que exalta, anticipándose a Balbuena, la hermosura de la capital del Virreinato. Y lo cierto es que todos hablan con razón en un juego de contrarios que por sí sólo sabe a barroco.

Este temprano «desengaño» irá adentrándose en el espíritu del hombre americano, dominado por conflictos interiores que no son, pues, siempre iguales a los que asedian al europeo. Desengaño, en suma, por una edad dorada tan pronto imaginada como perdida («¿do están los siglos de oro?» se pregunta Terrazas, adecuando tan impreciso período a «la santa edad» en que los «varones excelentes»34, los ya entonces míticos conquistadores de uno de los cuales él era hijo, regaron con su sangre el Nuevo Mundo). No, el criollo, o, si lo preferimos, el español de las Indias, no podía ser sensible como el de la Península a las quiebras que se iban produciendo en la política europea de la metrópoli. Ni el desastre de la Invencible, ni la pérdida de Portugal o la de la hegemonía más allá de los Pirineos le dirán mucho. Además en Hispanoamérica el fenómeno de la expansión territorial incesante, sin fisuras hasta el siglo XVIII, no hablaba precisamente al americano de decadencias en lo político como gran estructura. Insistimos, pues, en que en él la tendencia hacia el pesimismo es ante todo una vivencia sentida por razones propias (aun cuando vaya habiendo una carga ideológica importada en el orden de lo metafísico -la que hace que Sor Juana Inés de la Cruz hable de una ficción que «es cadáver, es polvo, es sombra, es nada»35.

Con estas motivaciones particulares tiene que ver el auge y el tono peculiar de la literatura satírica en el Perú -por referirnos a un caso muy representativo, pero en modo alguno excepcional- desde los días que siguen a la Conquista, llenos de coplas y romances anónimos, pasando por Mateo Rosas de Oquendo y Juan del Valle Caviedes, y llegando, por no ir más lejos, a Esteban de Terralla. En esta línea, bien estudiada por Guillermo Lohmann36, se trasluce la desilusión americana ante el gran tema barroco de «la locura del mundo», pero con motivaciones, repetimos, absolutamente propias.

¿Qué incidencia -nos preguntamos- pudo tener en estas corrientes el peso de lo indígena? La cuestión nos llevaría a un punto no muy claro; la posible pervivencia del espíritu «barroco» de la literatura precolombina en la hispanoamericana. Nuestra opinión es que, de un modo general, así como en la arquitectura y las artes plásticas esta pervivencia fue muy marcada, en lo literario se produjo un corte evidente, y habrá que esperar nada menos que a nuestro siglo para que se dé una verdadera incorporación de los elementos culturales indígenas a la creación literaria hispanoamericana. Por supuesto que las crónicas de Indias están llenas de atención al nativo y recogen los valores de su cultura -piénsese, por ejemplo, en la obra del Padre Sahagún- y que lo indígena como tema no cesa de aparecer en la literatura menos comprometida; pero no se trata de una verdadera absorción de estos valores. Ahora bien, hay algunas excepciones con relación al planteamiento hecho: una sería la representada por el sector más espontáneo del teatro misional, con sus frondosidades kinésicas y supratextuales; otra, la existencia de versiones castellanas de poemas indígenas como los de Netzahualcoyotl, fielmente transcritos por Fernando de Alva Ixtlilxochitl; otras, en fin, los Comentarios Reales del Inca Garcilaso y ciertos villancicos de Sor Juana Inés de la Cruz.

Cuando nos asombramos ante el medieval y barroco tema del «¿ubi sunt?», desarrollado en las Liras del Rey de Tezcoco,


¿Qué es de Cihuapatzi
y Cuauhtzontecomatzin el valiente,
y de Acolnahuacatzin?
¿Qué es de toda esa gente?
¿Sus voces oigo acaso?
Ya están en la otra vida; éste es el caso37.



u oímos sus juicios sobre la fugacidad de lo terreno, no podemos dejar de pensar en el aporte que esta poesía pudo significar en América. Esta veta quedó sin duda desaprovechada, al no plasmarse normalmente en textos escritos (¿qué repercusión alcanzaron a tener durante siglos los Cantares mexicanos exhumados por Ángel María Garibay en nuestros días?), pero no podemos admitir que no produjera infiltraciones y actuara como sustrato en forma difícilmente detectable.

Ahora bien, en la obra del Inca Garcilaso palpita explícitamente el barroquismo indígena de un quechua desolado al decir adiós a su mundo natal y el de un español a caballo entre el renacimiento y el barroco peninsulares. En este aspecto, más que con Henríquez Ureña, que asegura que el Inca, lo mismo que Juan Ruiz de Alarcón, «no sintió la atracción de las nuevas corrientes y se mantuvo dentro de puros ideales renacentistas»38, estamos con el profesor Valbuena Briones, para quien hay en Garcilaso «un escritor de transición con marcadas notas barrocas como «el sentido del desengaño» -se llamó a sí mismo «hombre desengañado y despedido deste mundo»-, «el problema de la honra», «el sentido de la fortuna»39, el providencialismo, la especial sensibilidad ante el tema de la muerte, el sentido moral y, aun en ocasiones, el estilo. También, añadiríamos nosotros, el fatalismo, como el que rezuman estas palabras casi finales de la primera parte de los Comentarios referentes a la muerte del primer Tupac Amaru: «Que lo antepusimos de su lugar por contar a lo último de nuestra obra y trabajo lo más lastimero de todo lo que en nuestra tierra ha pasado y hemos escrito, porque en todo sea tragedia»40.

No nos parecen tan relevantes otros pretendidos puntos de arranque del barroco hispanoamericano, como puede ser la religiosidad de las composiciones de Clarinda y Amarilis, las poetisas anónimas del Perú, aparecidas, respectivamente, en 1608 y 1621, según apunta Tamayo Vargas41 o la presencia de una «geografía fabulosa» en el Discurso en loor de la poesía de la primera de ellas, según advierte Picón Salas42, si bien no son aspectos desdeñables. Podríamos, por cierto, enlazar tal religiosidad con el apasionamiento ante lo sagrado de Diego Mexía, justamente el destinatario del Discurso, también poeta, pero teniendo en cuenta que la dimensión netamente barroca de la problemática religiosa no se presentará hasta Sor Juana Inés de la Cruz, una vez que se ha hecho imposible el idealismo erasmista, traída por los mismos autores de la Contrarreforma, los jesuitas.

Sobre la pervivencia del barroco en América, Henríquez Ureña, al comentar la endeblez de la literatura neoclásica española, considera que fue una fortuna que se conservara allí más tiempo, produciendo las figuras de Juan Bautista Aguirre (1725-1786), Fray José Antonio Planearte (1735-1815) y otros. «Durante los primeros años del siglo XIX, el Diario de México seguía publicando todavía poesías escritas en estilo culterano»43, recuerda este crítico, aun cuando es cierto que ya muchos autores andaban tras las huellas de Meléndez Valdés, creando delicadas Arcadias. Mayor reacción contra la tradición barroca mostraron los ilustrados intelectuales de la Independencia en el Río de la Plata, al acometer con el mayor rigor la tarea de purificar los escasos escenarios de la zona de la insistente presencia de los dramaturgos barrocos, que, dominaban el gusto público, a pesar del reformismo iniciado en el teatro de la Ranchería por el virrey Vértiz. Parece que «los absurdos góticos de los Calderones, Montalbanes, Lope de Vegas, etc.»44, a quienes aludía el coronel y poeta Juan Manuel Rojas, excepcional animador de la Sociedad del Buen Gusto en el Teatro, creada en Buenos Aires en 1817, fueron eliminados rápidamente de los repertorios. Muy grande debía de ser su predicamento cuando la referida Sociedad tuvo que lanzarse a emprender una batalla planteada mucho tiempo antes en España, con resultados tan notables como la supresión en 1765 de los «autos sacramentales». La situación parece haber sido análoga en todas partes: a título de muestra recordaremos que en 1791, dos años después del estreno del neoclásico Siripo de Labardén en Buenos Aires, se representaba en el Coliseo de La Habana una pieza típicamente rococó, El Príncipe jardinero, del cubano Santiago de Pita, escrita alrededor de 1730.

No puede sorprendernos esto si tenemos en cuenta que la plenitud del barroco arquitectónico hispanoamericano se produce precisamente en el siglo XVIII, según se deduce en parte de lo anteriormente dicho a tal respecto (otros ejemplos destacables que podrían recordarse son la iglesia de la Merced en Antigua, Guatemala, el gran santuario de Esquípolas en Nicaragua, la iglesia del Sagrario en Quito, el templo de la Compañía en el Cuzco y la cúpula de la catedral de Córdoba), lo cual respaldaba la prolongación del estilo de las otras bellas artes.

Pero asimismo es cierto que el proceso hacia la ruptura con las fórmulas barrocas se inicia de muy atrás. En este aspecto la figura de Sor Juana Inés de la Cruz ofrece el carácter de encrucijada. No sin razón pudo ver en ella Américo Castro una tensión análoga a la de Jovellanos con relación a su tiempo45. Se trataba, en definitiva, de la pugna entre la nueva ciencia -seguramente más intuida que vivida en el caso de la monja mejicana- y la tradición escolástica; la eliminación, o mejor, la racionalización del fundamento religioso-moral en que se asienta la psicología barroca según Hatzfeld46.

Muchos seguirían abandonándose a una ebriedad espiritual, que produce en el XVIII un manierismo, subsidiario esta vez del barroco. Así el mejicano Luis Felipe Neri de Alfaro (1709-1776) prolongará la exaltación religiosa en poemas donde María es «Deípara Divina» o «Tórtola gemebunda»47; Cristo, «pasto y Pastor»48, mientras otros, como el ecuatoriano Juan Bautista Aguirre (1725-1786), estiran el asunto de la brevedad de la vida apoyándose en la contemplación de las flores («En catre de esmeraldas nace altiva / la bella rosa...»49).

Pero ya algunos habían madrugado en el desbrozamiento del camino hacia el iluminismo de donde vendrá el fin del barroco: un Sigüenza y Góngora (1645-1700) en Méjico y un Peralta Barnuevo (1663-1743) en el Perú. El primero, sin dejar de rendir tributo en ocasiones a la erudición más engolada, defiende racionalmente la significación cierta de los cometas frente a la oscurantista interpretación del Padre Kino, y en Infortunios de Alonso Ramírez maneja una prosa diáfana y descargada de lastres, respirable. No olvidemos, en fin, que este pariente transoceánico del Góngora cordobés, que, según Leonard50, compartía la creencia de Descartes en la importancia de las matemáticas como método de investigación para el conocimiento de la verdad, dejó mandado que después de su muerte su cuerpo fuera estudiado experimentalmente por médicos y cirujanos.

Peralta Barnuevo, autor del farragoso poema Lima fundada, lo es también de un Fin de fiesta teatral en el que se burla de la pedante y vacua erudición de un candidato a médico y los dómines que le juzgan. Ello muestra cómo el tradicionalismo a ultranza se resistía a la retirada, pero era fustigado implacablemente por quienes tenían conciencia de la necesidad de cambio. En las universidades el aristotelismo iba a ir siendo sustituido por los nuevos métodos propuestos por Galileo, Descartes, Newton, Flanklin, etc. Si atendemos al nada sospechoso Konetzke,

a fines del siglo XVIII el nivel de la enseñanza universitaria en el Nuevo Mundo parece haber sido apenas inferior al europeo. Se ha podido comprobar que en la alejada universidad provincial de Guatemala, en tiempos de la Revolución Francesa, se enseñaba lo mismo que aprendía el estudiante francés medio51.



El pintoresco Carrió de la Vandera (¿1714?-1783) ironiza en el Lazarillo de ciegos caminantes acerca del modo en que los estudiantes mejicanos estaban aferrados a la ciencia del «ergo»52. Santa Cruz y Espejo (1747-1795), mestizo ecuatoriano, en su Nuevo Luciano de Quito arremete contra el doctor Murillo, representante de la vieja escuela y, en consecuencia, de la antigua retórica, mientras exalta los nombres de Andrés Piquer, Francis Bacon, Hugo Grocio, Tomás Hobbes, Locke y otros representantes de la ciencia moderna, en un lenguaje de armoniosa configuración sintáctica, al tiempo que se apoya en Muratori. Y todavía en 1816, Fernández de Lizardi (1776-1827), cronológicamente el primer novelista hispanoamericano, tenía que censurar el ambiente escolástico del Colegio de San Ildefonso de Méjico, donde hace estudiar a su personaje Periquillo (y donde él mismo había estudiado), si bien éste manifiesta haber encontrado un maestro que le dio una formación ecléctica, partiendo de «lo mejor de la lógica de Aristóteles y lo que le pareció más probable de los autores modernos»53. La batalla, pues, resultó dura.

En este largo camino de despegue del barroco, no quisiéramos olvidar la importancia de un limeño que, pasado por la corte de Carlos III y por la Francia revolucionaria, racionalizará el sentimiento religioso en sus Poemas cristianos y Salterio español. Nos referimos, claro está, a Pablo de Olavide (1725-1803).

Para finalizar, entendemos que el proceso de disolución del barroco va unido al del cambio de apreciación acerca de la ciudad y la cultura urbana. Justamente, pues, lo contrario de lo que ocurre en el momento álgido de su consolidación. Junto a los que, como hemos visto, siguen la línea de Balbuena, otros, paralelamente, al ejercer su crítica contra la sociedad van deteriorando la imagen del propio espacio urbano, y cuando va a finalizar el XVIII, Terralla, uno de los satíricos antes mencionados, en su poema Lima por dentro y fuera, lanza el más incisivo ataque contra la capital del soberbio virreinato peruano.

Entre tanto hay notables síntomas de reencuentro con el paisaje natural, tendencia de la que es buen ejemplo la Rusticatio mexicana del Padre Rafael Landívar (1731-1793), jesuita guatemalteco que, radicado en Italia tras la expulsión de la Compañía, publicó en 1781, en Módena, su poema, cuyo inicio es una clara expresión de antibarroquismo:


Disfrace el otro allá su pensamiento
con adorno retórico y arcano
                * * *
que a mí me agrada sobre todas cosas
de la tierra natal por los halagos
las vegas patrias penetrar frondosas54.



La preferencia por los paisajes campestres en esta época tiene que ver con lo que Maravall llama el «agrarismo sentimental»55 que avanza con la centuria, relacionado a su vez con las teorías fisiocráticas, perfectamente visibles en la obra de Fernández de Lizardi y Andrés Bello, ya en el siglo XIX.

Es precisamente en el extraordinario polígrafo venezolano donde culmina esta trayectoria-reverso de la Grandeza mexicana. Él recogerá en su poesía las razones que desde hacía tiempo venían dando los ilustrados para convencer a las gentes de la necesidad de acomodarse a la vida del campo, huyendo de las nefastas concentraciones urbanas, mucho más teniendo en cuenta la especial situación de Hispanoamérica tras la Independencia, que había convertido este trasvase humano en algo particularmente dramático. Cuando Bello repudia en la silva La Agricultura de la zona tórrida el «ocio pestilente ciudadano»56 e insta a «gozar la suerte campesina, / la regalada paz que, ni rencores / al labrador, ni envidias acibaran»57, todo un ciclo se ha cerrado.

Pero este triunfo de las nuevas ideas, que es el triunfo pleno del neoclasicismo, no significa que en lenguaje de Bello no esté entreverado del gongorismo que otros emplearon para describir túmulos, arcos triunfales, fiestas y otros espectáculos asombrosos de la ciudad barroca. Así, convertirá al caco en almendra cuajada «en urnas de coral», a la cochinilla en «carmín viviente», a las patatas en «rubias pomas» y al maíz en «jefe altanero / de la espigada tribu»58.

El ansia constructivista de las generaciones de la Independencia, proyectada en obras de exaltación patriótica donde ni el «desengaño» ni el «cuidado» tienen cabida y donde la «restauración del gusto», expresión acuñada por Nicasio Gallego, es un objetivo caro a una sociedad que pretende ser nueva en todo, clausura con evidencia el largo período barroco. Pero el placer del lenguaje, ya consustancial con la sensibilidad del hombre hispanoamericano, los inmediatos motivos para el pesimismo y la frustración que en esa sociedad se incubarán (no olvidemos que un «Desengaño» con figura humana, de estirpe quevedesca, irrumpe en esa excepcional creación de Bolívar que se llama Mi delirio en el Chimborazo), la rebeldía contra las normas aristotélicas que muy pronto traerá el romanticismo, dejan abiertas expectativas -hoy bien confirmadas- para futuros resurgimientos del barroco literario en el Nuevo Mundo.





 
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