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Los poderes de Antonia Quijana

(Sobre «Cinco horas con Mario» de Miguel Delibes)

Gonzalo Sobejano


Columbia University



Entre los novelistas españoles de nuestro tiempo nadie deja de conceder a Miguel Delibes un puesto de eminencia, y el fundamento de esta concesión consiste en que la producción de Delibes -así suele indicarse- es cuantiosa, regular y cada vez de mayor calidad. Delibes ha publicado desde 1948 hasta hoy nueve novelas, dos libros de cuentos, y otros de varia materia (caza, viajes). El número de sus obras, según se ve, es más que suficiente para prestarle atención. Esas obras, además, aparecen con regularidad, sin apresuramiento ni largas pausas. En cuanto a la calidad, los críticos reconocen que gana con cada libro, y atribuyen la mejora a diversas razones: superación de un realismo minucioso casi naturalista por otro realismo poético y humorístico más estilizado, eliminación de superfluidades descriptivas, depuración del lenguaje. A estas razones conviene añadir otra muy importante: Delibes ha ido acercándose cada vez con más responsable consciencia a los problemas inmediatos de su sociedad y de su tiempo.

Las primeras novelas de Miguel Delibes eran, en efecto, ejercicios de conocimiento de la condición humana. La sombra del ciprés es alargada (1948) novelaba el caso del hombre que rehúye la amistad y el amor por miedo a la privación del ser querido, obsesionado por la muerte. Aún es de día (1949) relataba las angustias del hombre físicamente deforme en lucha por elevarse espiritualmente a través de la soledad, el amor y la voluntad. El camino (1950) era la despedida de una infancia, dichosa en contacto con la naturaleza, en el momento en que el niño ha de empezar a hacerse hombre y tomar el camino de la ciudad. Y Mi idolatrado hijo Sisí (1953) ponía en evidencia la idea de que el matrimonio no debe reducir el número de hijos ni menos limitarlo a la unidad, pues que el hijo único suele malograrse por el mimo y la libertad incontrolada y, si muere, la familia queda destruida. Aunque en El camino aparecía ya el realismo poético superador, las cuatro primeras novelas de Delibes, incluida ésta, tienen en común la aludida nota de significar ejercicios de conocimiento del hombre en su condición: ante la muerte, dentro de la humillación, entre la civilización y la naturaleza, y frente a la descendencia.

Con Diario de un cazador (1955) Delibes confirmaba el giro hacia la estilización, iniciado en El camino, adelantándose al encuentro de las circunstancias actuales de su sociedad. Lorenzo, el bedel-cazador de ese diario y del Diario de un emigrante (1958), «pese a su modestia, a su candor, a su primitivismo exaltado, puede servir lo mismo que cualquier colosal burgués para darnos mañana la medida de una época un sí es no es revuelta y aleatoria, una época en la que están proscritas las señales acústicas; una época, en fin, cuyos prohombres sestean indolentemente, amparados por un acolchado e inexorable bando del silencio». Así presentaba el novelista a Lorenzo, ese hombre que sale del letargo y la corrupción de la ciudad, objeto de sus saludables burlas, para buscar en la caza la libertad genuina y los horizontes anchos de la criatura natural.

Pero donde el escritor se muestra ya enterado de su mundo -enterado, o sea, integrado en el contexto de su sociedad y de su momento- es en los relatos de Siestas con viento Sur (1957) y en las tres novelas últimas: La hoja roja (1959), protagonizada por el funcionario jubilado y la sirvienta analfabeta; Las ratas (1962), donde las más míseras condiciones de existencia, en una olvidada aldea castellana, son defendidas con mentalidad troglodítica por un viejo y vividas con sabiduría angélica por un niño; y, en fin, Cinco horas con Mario (Barcelona, Destino, 1966), ejemplo del imposible entendimiento entre una mujer necia y simplista y un hombre inteligente y complejo, entre el dogma de fe y el amor de caridad, entre la España cerrada de la mayoría y la España abierta de la minoría, entre la autoridad y la libertad, la costumbre inauténtica y el esfuerzo auténtico.

Un personaje de Cinco horas con Mario afirma que «en el mundo actual, un escritor o es crítico o no es nada» (pág. 140). Delibes, en sus primeras novelas, era escasamente crítico; en las últimas lo es decidida y oportunamente. Este incremento de la conciencia crítica constituye una de las razones principales de la creciente valía de sus obras. A esa concentrada conciencia crítica se deben, creemos, las otras virtudes: superación del naturalismo mecánico, poda de superfluidades, dinamización del modo expresivo.

El tema de la novela quizá pudiera definirse así: la simplificación no comprende a la complejidad; la complejidad no puede escuchar la voz de la simplificación. Si aceptamos esta definición del tema de Cinco horas con Mario habremos de admitir que la estructura de la novela es muy adecuada: Carmen Sotillo (la simplificación) soliloquia, justificándose a sí misma, haciendo reproches y pidiendo explicaciones a su esposo muerto; Mario Díez Collado (la complejidad) ya no puede oírla ni cuando la oía podía escucharla. La defensa que la mujer hace de sí es una acusación al hombre, de la que éste no puede defenderse; pero la misma acusación le defiende a él, mientras la defensa de ella viene a ser su propia acusación. Ironía, por lo tanto.

Como muchas novelas contemporáneas, la novela de Miguel Delibes reduce intensamente los elementos estructurales internos: el espacio (casa mortuoria, capilla ardiente), el tiempo (cinco horas entre un anochecer y un amanecer) y las funciones personales (gente, una mujer que habla a un muerto, gente). Pero dentro de estos moldes estrechos cabe todo un mundo. La reducción, por consiguiente, no quita a esta novela su primaria condición de tal: representación de un mundo individual-social a la conciencia por medio del lenguaje; lo único que hace es infundirle virtudes líricas (ritmo, síntesis) y dramáticas (oposición, tensión).

La mayor virtud es seguramente la tensión dramática, y hasta es un síntoma de ello el hecho de que el preludio y el epílogo ofrezcan en cierto modo calidad de acotaciones escénicas largas, entre las cuales se desarrolla a lo largo de los veintisiete capítulos el conflicto simplificación-complejidad. ¿Obedece esa articulación en veintisiete capítulos, a algún principio arquitectónico? ¿Cumple la determinada sucesión de estos capítulos un diseño bien configurado? No parece que obtengan claro relieve tal diseño ni tal arquitectura. Los pasajes bíblicos que, en cursiva, inician los capítulos obran como pretextos (y no como textos) para que la divagación de la mujer comience y vuelva a comenzar, arrancando de ellos, pero recayendo en seguida sobre sus constantes obsesiones. Las palabras de la Biblia, con lo que enuncian y sugieren, introducen variedad de motivos, sin duda; pero las asociaciones que desencadenan desembocan siempre en recuerdos y preocupaciones que se repiten una y otra vez. Cabría decir, por tanto, que Cinco horas con Mario, en lugar de un diseño, posee un ritmo: el ritmo del oleaje que recala siempre las mismas oquedades de una roca aplanada.

En el soliloquio de Carmen el despacho convertido en cámara mortuoria se abre a toda la ciudad recordada. Y el recuerdo de los años de matrimonio y de noviazgo, y aun más atrás, amplía las cinco horas de la viuda charlatana a toda una época crítica para España: guerra, postguerra. El mundo humano comprendido dentro del soliloquio es también muy vasto, y pronto aparece repartido según la oposición mayor (simplificación-complejidad) en dos sectores: del lado del difunto algunos amigos de éste, su propia familia y, además del hijo mayor, todos los pobres y desgraciados; del lado de la viuda su familia, su hija mayor, las amigas y todos los ricos, los afortunados y los investidos de poder oficial. Para averiguar el sentido de la oposición entablada bastará, sin embargo, fijarse en lo que son y representan los protagonistas: Carmen y Mario.

Carmen es Carmen, es la mujer española y es la España tradicional vencedora. Mario es Mario, es el intelectual español y es la España en sombra que aguarda un futuro.

Carmen, como tal Carmen, apenas se distingue por un rasgo -perdónese la fácil malicia- muy saliente: sus pechos. También sabemos algo de sus rodillas, de su jersey negro, de su rostro inexpresivo, quizá algún pequeño detalle más. Pero ya, si pensamos en sus cualidades y costumbres, Carmen no es meramente ella: es la española normal, regular, habitual (excepciones hay que ratifican la norma, la regla, el hábito). De esta española, tan corriente que no hay más que abrir los ojos para verla, pocos trasuntos literarios existen. El más antiguo pudiera estar en la sobrina del Ingenioso Hidalgo: Antonia Quijana. Antonia Quijana reprende a su tío: «Advierta vuesa merced que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y mentira, y sus historias, ya que no las quemasen, merecían que a cada una se le echase un sambenito, o alguna señal en que fuese conocida por infame y por gastadora de las buenas costumbres». Y el Hidalgo: «¿Cómo es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadís si tal oyera?» (II, vi).

Lo que Miguel de Unamuno comentaba sobre esta rapaza sería largo de recordar. Pensaba Unamuno, en 1905, que era Antonia Quijana quien domeñaba y llevaba a los hombres en España, y la llamaba atrevida rapaza, gallinita de corral alicorta y picoteadura, gatita casera, simplona, guardiana y celadora de la ramplonería del corazón. «¿Correr tu marido tras la gloria? ¿La gloría? Y eso, ¿con qué se come? El laurel es bueno para asaborar las batatas cocidas; es un excelente condimento de la cocina casera». Tales Antonias son las niñas que, leyendo noveluchas y libritos devotos, entretienen sus espirituelos, sus entendimientillos enroderados y engurruñidos, sus almitas alicortas y canijas. Esas dormidas a quienes se lleva el coco abrigan, en el fondo, «furiosos celos de Dulcinea». Cambiando algunas palabras, ahí tendríamos ya el retrato moral de Carmen Sotillo. Las palabras que habría que cambiar serían «gloria» y «laurel»: Mario es ya otro quijote y no va en pos de eso, sino de la justicia. Como uno de los atributos de la justicia es k balanza, seguro que Carmen Sotillo hubiera pensado en el mostrador de la tienda de ultramarinos y no en el símbolo de Astrea.

La mujer española corriente, Antonia Quijana o Carmen Sotillo, se define por ser una mujer con principios, entendiendo aquí por principios ciertas creencias inarrancables que ella misma no ha creado, sino aceptado a ciegas y por costumbre. Esos principios son: hay ricos y pobres y siempre los habrá, pues de otro modo sería imposible que los ricos ejercitasen la caridad; es bien que cada uno permanezca dentro de su clase social y no se salga de ella; la salvaguardia del orden es la autoridad rigurosa; la sabiduría, la ciencia, el arte no sirven para nada si no proporcionan seguridad y felicidad; la única religión digna de fe y de obediencia es la católica; España es el mejor pueblo del mundo; hay que guardar las formas y las apariencias; los hombres han nacido para medrar y las mujeres para casarse; los hijos deben obedecer y callar, etcétera.

Esta mujer española es así porque así la ha venido moldeando una pesada tradición. Y, como resultado de esta tradición, Carmen Sotillo representa la España tradicionalista que hoy ostenta preponderancia. Esa España favorece la limosna y descuida la justicia, no ha sabido derribar ni atenuar las barreras entre las clases, hace estribar el orden en la autoridad personal servida por la policía, continúa estimando peligrosa la libertad de expresión y de cultos, controla y censura cuanto pueda poner en duda la fortaleza de su régimen y de la fe católica, y practica desde el gobierno un paternalismo deprimente: los ciudadanos a obedecer y a callar, mano dura del jefe, reinado de las madres de familia. Y es así como Carmen Sotillo, que en cuanto mujer española enemiga del riesgo reconoce por antecesora a Antonia Quijana, en cuanto símbolo de la España inmovilista tiene otro ilustre antecedente: Bernarda Alba.

Carmen Sotillo es una joven Bernarda Alba sin tragedia. Hay frases suyas que hubiera pronunciado Bernarda: «los que de mí dependan han de pensar como yo mande» porque «una autoridad fuerte es la garantía del orden» (pág. 135); «siempre debe haber uno que diga esto se hace y esto no se hace y ahora todo el mundo a callar y a obedecer» (pág. 154); «para una mujer la pureza es la prenda más preciada y nunca está de más proclamarlo» (pág. 187). Carmen quiere que las mujeres decentes lleven un uniforme que las diferencie y... «la que no sea digna de llevarlo tampoco es digna de contraer matrimonio, al arroyo» (pág. 188). Además de la autoridad y de la virginidad, el luto: luto para entristecerse y para guardar las apariencias. Pero Bernarda Alba profesaba sus principios con autenticidad: sus creencias eran ella misma y por defenderlas hubiera dado la vida. Carmen Sotillo carece de ese signo trágico: sus creencias son rutinas; repite lo que han dicho papá y mamá y todas las personas impersonales a quienes va bien en la feria del mundo. Cree que cada uno debe permanecer dentro de su clase, pero no tiene inconveniente en aplaudir el mérito de Paquito Álvarez, de familia de artesanos, tan pronto como le ve dueño de un automóvil, fumando tabaco rubio y perfumado. Habla mucho de su virginidad antes de casada y de su honra conyugal, pero su cháchara deja aparecer deseos reprimidos, decepciones sexuales, sensualidad conquistable por cualquier hombre atrevido. Y así en sus demás creencias: confiesa y comulga, pero halla bien que se corte la cizaña inquisitorialmente; llama a la guerra civil «Cruzada», pero recuerda que aquella guerra fue para ella divertidísima, etc. Delibes ha puesto el dedo en la llaga: lo peor de la España tradicionera de hoy no es que defienda los principios que en anteriores tiempos hubo defendido; es que los defiende sin autenticidad y los olvida cuando le conviene, sin haberse consustanciado con ellos.

Ante Carmen: el cadáver de Mario. A través de la estúpida charla de la viuda y desde su único y monocromo punto de vista va surgiendo, siempre bajo signo negativo, la figura del hombre íntegro. Hombre íntegro no porque sea dueño de unos principios profesados con auténtica responsabilidad (una manera de ser íntegro, aunque los principios fuesen erróneos), sino porque busca la plena razón de ser de unos ideales que le mueven hacia un fin, hacia un mejor futuro. Si a la simplificación de Carmen, creadora de seguridad, hubiera enfrentado el novelista otra simplificación de carácter distinto y opuesto, creadora de otra seguridad, no habría hecho sino incidir en lo que Mario hijo reprocha a su madre y a los españoles: el maniqueísmo, una bondad de derechas y maldad de izquierdas, o lo que es igual, una maldad de derechas y bondad de izquierdas. Pero no: Mario Díez Collado no es otra voluntad simplificativa, sino viva y ardiente complejidad («Complejos, eso es lo que tenéis vosotros, que estáis llenos de complejos, Mario...», pág. 262). Mario no tenía principios en que asentar una fe cómodamente: buscaba ideales por los que guiarse, a tientas y entre resbalones, en el camino arduo y angosto de la caridad verdadera. Igualdad de oportunidades y condiciones para todos, honradez en la acción política cualquiera que sea la forma de gobierno, libertad de expresión, servicio de la ciencia y del arte al bien común, libertad religiosa, aleccionadora relación con otros pueblos, ejercicio de la justicia, primacía de la verdad interior contra todo formalismo: tales son algunos de los ideales que orientaban la conducta de ese hombre que ahora no escucha, no puede ya ni oír la vana querella de Carmen. Sin duda no es Mario el español corriente, pero sí un tipo de intelectual (español y de todas partes) para quien serlo no consiste sólo en pensar, sino en ayudar a todos a pensar. «Perseverante, idealista y poco práctico; alimenta ilusiones desproporcionadas», lo retrata la grafóloga del periódico provinciano donde luchaba. Y Carmen, desde su nivel de chabacanería: «testarudo, iluso y holgazán» (pág. 271). Pero la definición acertada la da Esther: «los hombres como Mario son hoy la conciencia del mundo» (pág. 85). Este hombre se nos aparece con mayor concreción que ningún otro personaje, en su físico, en su porte, en sus costumbres, en sus afanes, obras y palabras. La insistente incomprensión de su mujer le hace más real y evita esa aureola de abstracta perfección que tan fácilmente pueden y suelen los narradores mediocres atribuir a sus héroes, a sus cristos o quijotes. Mario hizo la guerra del lado que le tocó, padeció penurias, ganó unas oposiciones, es profesor de un instituto, escribe novelas y trabaja ilusionado en un periódico modesto. Le vemos con su boina, sus solapas alzadas, la bicicleta y el niño en el sillín de la bicicleta. Fuma tabaco negro, es seco y apático, no sabe contar chistes ni tocar la guitarra ni bailar bailes modernos. Visto en la playa, con sus gafas y su piel blanca, flaco, abstraído, da que reír. Pues bien, este hombre tan modestamente concreto y tan exento de nimbo se va labrando su vía de verdad y de amor, y en eso esta su grandeza, que sale indemne de la fusilería de trivialidades de su compañera.

El momento actual de España queda reflejado con precisión en la novela: el intelectual está al servicio de una oposición saneadora, en el mismo frente que algunos vencidos (Don Nicolás, Moyano), amparando a la juventud y apoyado por ella (Aróstegui, Mario hijo), y comprendido por un clero joven y postconciliar (el P. Fando), por alguna rara mujer (Esther, excepción de las Cármenes) y por los humildes. Al contrario, con las Cármenes y las Valentinas están el partido (Oyarzun), la monarquía (papá y mamá), las autoridades y la masa burguesa contemporizadora (negociantes, pseudointelectuales, etc.). No son las dos Españas de siempre, sino dos Españas de este tiempo nuestro.

Pero el sentido de la obra no es exclusivamente aplicable a las circunstancias españolas de hoy, aunque sí principalmente. El problema que la obra plantea, el abismo entre la simplificación y la complejidad, concierne a todo el mundo. «La democracia significa visión y acción políticas según el criterio de la complejidad», ha advertido Enrique Tierno Galván y recordado en páginas recientes Manuel Jiménez de Parga (Noticias con acento, Madrid, 1967, pág. 139). Quienes reducen la verdad a unos dogmas y a unas consignas de máxima simplicidad podrán imponerse pasajeramente por la misma facilidad de acción que les da su carencia de dudas; pero la verdad es infinitamente más rica, más complicada, y el que es autor de su verdad difícil, el auténtico, es el que en justicia merece -no detenta- la última autoridad.

Estilísticamente Cinco horas con Mario se distingue sobre todo por la prodigiosa captación del habla trivial (frases hechas, lugares comunes, coloquialismos y vulgarismos) y por el arte de dar a sentir la estrechez de un alma por medio de la repetición. Ambas notas suscitan la impresión continua y total de cierre, de inmanencia ciega, de egoísmo irredimible. «El rostro de Carmen es plano como un frontón. Y como un frontón devuelve la pelota en rebotes cada vez más fuertes» (pág. 291). Rostro plano, pensamiento simplificado, incapacidad de comprender, repetición de frases hechas y de ideas fijas. Recuerda la vulgaridad conversacional de El Jarama el alud de vulgaridad soliloquial aquí desatado:

... que eso de los requisitos, ya se sabe, Mario, que no es de hoy, que los requisitos se saltan a la torera cuando conviene, yo recuerdo la pobre mamá que en paz descanse, «el que no llora, no mama», date cuenta, pero me da rabia contigo, Mario, la verdad, que parece como que se fueran a hundir las esferas por pedir una recomendación, cuando en la vida todo son recomendaciones, unos por otros, de siempre, para eso estamos, que estoy harta de oírla a mamá, «el que tiene padrinos se bautiza», pero contigo no hay normas, ya se sabe, los requisitos, «soy funcionario y familia numerosa; no tienen salida», como para fiarse de ti, hijo, que vosotros os agarráis a la ley cuando os conviene, que no queréis daros cuenta de que la ley la aplican unos hombres y no es la ley, que ni siente ni padece, sino a esos hombres a los que hay que cultivar y bailarles un poquito el agua, que eso no deshonra a nadie, adoquín, que te pasas la vida tirando puyas y, luego, porque la ley lo dice ya te piensas que todos de rodillas, y si te niegan el piso, un pleito, recurrir, ya ves qué bonito, contra las autoridades, lo que nos faltaba, que yo no sé en qué mundo vives, hijo de mi alma, que parece como que hubieras caído de la luna.


(263-264)                


Miguel Delibes sabe en qué mundo vive, y no caída de la luna, sino perfectamente situada en el centro de su tiempo y de su pueblo, se halla esta su excelente novela última. El buen novelista no sólo habita en su sociedad: participa de ella, opera con ella y sobre ella, y con penetrante mirada distingue su hora de vida, esta hora nuestra, la que se nos ha concedido, la que podemos juzgar como testigos de vista. Delibes ha aportado, con emocionante ironía, un testimonio justo, veraz y alentado por el soplo de la más fina gracia artística.





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