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Los templarios

Antoni Bofarull i Broca





Después de haber seguido todos sus castillos y tierras, y de esperar, durante su visita, al enviado de la Orden, que estaba en las fronteras de Francia, mandó por último el comendador Bartolomé de Belvis que los demás hermanos y criados que le seguían se dispusieran para volverse cuanto antes al castillo de Monzón, del que era castellano1 y de donde había salido para recoger los feudos y diezmos2 de sus tenencias3.

-Vale más esperarle en casa propia -dijo Belvis al montar a caballo-; si bien que todo el mundo es nuestra casa... Extraño que así tarde nuestro síndico4... Tanto habrán aumentado nuestras rentas que costará su cobro... Pero, ni eso; pues por más que se doblen de año en año, nadie retarda el pago al enviado de la Orden del Temple tan temida, tan rica, y a la par tan envidiada.

Y soltando la brida a su corcel, se despidió Belvis de su hospedador y tomó el camino de Monzón, llevando en su compañía unos cuantos frailes de su estima, y unas cuantas cargas de moneda y tesoros que custodiaban los armígeros5 y servidores. —89—

Iban siguiendo el camino con tal compostura y gravedad, que aun del más altivo hubieran recibido un saludo, si no por el respeto que infundían sus aspectos, al menos por el que causaban las cajas que los armígeros guardaban en las acémilas6.

Al entrar en un valle de los más llanos y cómodos para un paseo solitario, sombreado por árboles, animado por riachuelos y enramadas, y algo más cultivado que los otros por estar junto a un convento, divisaron los viajeros un grupo de dos hombres que iban con hábitos talares y cogullas7. Al verlos el Comendador, levantó con gallardía la mano para hacerles un respetuoso saludo cuando estuvieran más cerca. Y en efecto se acercaron: el Comendador y los frailes saludaron, pero los de las cogullas en vez de responder al saludo, volvieron la cara al otro lado y pasaron de largo.

Al salir del valle, y en camino algo más escabroso, encontraron los viajeros a un solitario peregrino con su bordón8 y su perro, y cargado de reliquias y escapularios, que venía, al parecer, de besar el pie al santo Pontífice. Cuando se vieron cara a cara los que iban y el que venía, se miraron mutuamente; el Comendador saludó al último con afabilidad, pero el peregrino en vez de responder al saludo, cerró los ojos por un momento, se santiguó y pasó de largo.

Más adelante, en un ancho camino y ya cerca del castillo de Monzón el Comendador sintió galopar a sus espaldas un grupo de caballeros, entre los cuales había algún noble y varios hermanos de otra Orden religiosa. El Comendador tomó la derecha del camino para cederles el paso y saludarles también, cuando una insultante voz gritó:

-A la izquierda, Templarios; la derecha es para los que van en mayor número.

El Comendador pasó con humildad a la otra parte del camino y bajó la lanza, saludando con respeto y cortesía —90— al grupo, por haber visto que en él iban nobles; pero el grupo, en vez de responder a su saludo, prorrumpió en una carcajada, se lanzó a escape por la derecha del camino, y pasó de largo.

Llegó por último la comitiva del Comendador al castillo de Monzón, y con no poca esperanza, por haber observado al acercarse que, desde el homenaje, gritaba el síndico con grande ahínco, indicando a los viajeros que apresurasen el paso. Arrimó el comendador y los suyos las caballerías al cabalgador, y, apenas pusieron pie a tierra, cuando se les presenta el síndico, abrazándoles a todos, llorando con profusión, y casi sin fuerza para articular una palabra.

-¡¡Ya no hay Templarios!! -exclamó por último el entristecido hermano.

-¡Cómo!... ¡oh! ¡Imposible!... -respondió Belvis, lleno de admiración- No pueden extinguirse nunca, a menos que entre un rebaño fiel exista un lobo.

-El Papa ya ha enviado comisiones desde Poitiers en contra de la Orden... En Francia, el rey Felipe ha puesto presos a todos los hermanos, y en un día se deben extinguir en toda Europa... ¡Vos no sabéis el horroroso crimen de que el mismo maestre Jaime Mola9, nos acusa ante el Papa!

-¡Cielos santos! -El Comendador quedó mudo y pensativo, al oír la relación que fue prosiguiendo el hermano síndico, y, así que le explicó éste el crimen que se les imputaba, horrorizóse Belvis y hasta perdió las fuerzas; pero se las hizo recobrar de nuevo el ardor que sintió al escuchar el plan que había contra ellos, y que debía llevar a cabo por aquella parte el veguer10 de Osona y el sobrejuntero11 de Huesca, de cuyos ejércitos se oyeron en aquel mismo instante las trompas, y cuyo sonido, que se percibía de cada vez más cerca, indicaba que se dirigían al castillo.

-«¡Arriba el puente!» -gritó resuelto el Comendador —91— a los suyos, viendo ya que los ejércitos se acercaban-. En el torreón más alto colóquese el Baucán12 y no cedamos, sino honrados con muerte, o con victoria.

A poco el sobrejuntero hizo saber al Comendador que en Chalamera se había hecho fuerte también otro Comendador con seis hermanos, pero que por último se les había asaltado; y que Bartolomé de San Justo, fortificado en Miravete, y los catalanes Ramón de Angler y Ramón de Galliners13, en Cantavieja, junto con el aragonés Bernardo Tarín14, que estaba en Castellote, habían ya caído en poder de los del Rey, después de una obstinada defensa.

-¡No importa, no! -respondió el gran Comendador-. Si fuerais enemigos me rindiera, pero siendo envidiosos no me rindo, pues os vengaríais poco, y yo quiero que mi muerte sea grande.

El sitio duró muchos días; Belvis había arrojado ya a sus contrarios todos sus víveres y riquezas, y casi sin recurso se defendía aun, con la confianza de que así se vengarían más crudamente en su persona, y todo aquello sería en bien suyo y de los templarios, que solo peleaban por la Cruz y no por sí.

Un día, en que apenas los sitiados podían levantar el brazo para defenderse, hizo saber el sitiador a Belvis que le esperaba un gran castigo, y que en Francia se quemaban aquel día, todos los hermanos de la Orden.

-Con castigo que deje un gran recuerdo, ya me entrego. ¡Marchemos a las llamas! -Y al grito de «¡A la hoguera, a la hoguera! ¡por Dios solo!» se entregaron todos los Templarios de Monzón con su Comendador Belvis, para recibir el dudoso martirio que les esperaba tal vez, y para tener al menos la satisfacción de saber en su muerte, quienes habían sido los envidiosos que se la ocasionaron.

¡Quién sabe si los infelices Templarios, verían por testigos de su martirio, a aquellos mismos que les negaron el saludo sin razón...!





FUENTE:

Bofarull i Broca, Antoni. «Los Templarios». LEYENDA XVIII.- Año 1303. (Siglo XIV. Época del reinado de Jaime II de Aragón). Hazañas y recuerdos de los catalanes. Colección de leyendas relativa a los hechos más famosos, y a las empresas más conocidas que se encuentran en la historia de Cataluña, desde la época de la dominación árabe en Barcelona, hasta el enlace de Fernando Barcelona, Fénix de Cataluña, Juan Oliveres, impresor, 1846, pp. 88-91.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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