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El título de este capítulo es bastante parecido al del capítulo cinco de la primera parte del Persiles: «De la cuenta que dio de sí el bárbaro español a sus nuevos huéspedes». Como he señalado en otra ocasión, cfr. Antonio Cruz Casado, «El viaje como estructura narrativa: Los trabajos de Narciso y Filomela, de Vicente Martínez Colomer, una novela inédita (Presentación y textos)», Dicenda. Cuadernos de Filología Hispánica, 1987, 7, p. 312, nota 8, numerosos títulos de esta obra remiten claramente a otros del Persiles y de Don Quijote.



 

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La interrupción del relato en un momento interesante del mismo es un recurso frecuente en la narrativa de aventuras peregrinas; con ello se crea la suspensión en el lector, el suspense que diríamos ahora con el extendido y aceptado anglicismo. A pesar de ser un rasgo usual, no gozó del refrendo culto por parte de los teóricos del Siglo de Oro, antes bien, cuando se refieren a él es para rechazarlo. Así ocurre, por ejemplo, en Cascales: «pero no concede [el tiempo], que comenzada una batalla, o levantada una tormenta, o otra qualquier cosa, en lo mejor se interrompa; y quando mas se espera el fin, se deje, para tratar de otra hacienda, la qual pase entre otras personas, y en otro lugar en el mismo espacio de tiempo, sin tener consideración lo que el tiempo rehusa, y el deseo que deja en los animos de los oyentes [es] más enfadoso que deleitable. Porque segun razon ninguno se puede holgar que le corten el hilo de la historia, quando mas gusta de ella, ni tengo por verdadero el crecer en eso mas la atencion, antes se pierde y quita. Porque el corazon se enciende en el deseo de entender el fin, no quando se deja la accion comenzada por otra, sino quando por muchos accidentes, que sobrevienen a la misma materia, se delata la execucion del caso», Antonio García Berrio, Introducción a la poética clasicista: Cascales, Barcelona, Planeta, 1975, p. 269 (mantenemos las grafías y acentuación originales). Añade Cascales que es algo frecuente y reprobable en los libros de caballerías: «Ese solamente es uso de escriptores de caballerias, que como salen de las leyes de Poesia en otras cosas mayores, para lo de menos calidad tambien querrán usa de su executoria», ibid., aunque disculpa a Ariosto que emplea el recurso para complacer a los lectores: «Y tiene el Ariosto gran disculpa, que no ya porque no conociese lo mejor, antes por poder complacer a muchos, eligió y quiso seguir el abuso, que en los libros de caballeros errantes se halla», ibid. Quizá Cervantes parodia este recurso al dejar a su caballero y al vizcaíno con las espada alzadas, en el Quijote, I, 10, ocupándose luego de otra cuestión. Estas interrupciones de las historias explicativas que se ven en Narciso y Filomela pasan también a El Valdemaro; así el anciano interrumpe a Valdemaro al final del libro I, porque supone que el joven se encuentra cansado, en un momento de interés de su relato, cuando tras naufragar en una isla desierta va a ser recogido por un navío, op. cit., p. 73. Más tarde, al principio del libro II, el anciano le insta a que prosiga su narración.



 

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Como señalábamos en la nota 50, algunos títulos de capítulos en Narciso y Filomela recuerdan otros de varias obras cervantinas; sin embargo, hay que tener también en cuenta que cuando Cervantes (o los primeros editores) no pone título al capítulo suele añadirse en ediciones posteriores, labor realizada por algunos editores que tienden a unificar determinados criterios. De esta forma es posible encontrar ediciones en las que aparecen con título todos los capítulos de los libros III y IV del Persiles, que, como se sabe, carecen del mismo en las primeras ediciones. En este sentido hay que tener también en cuenta estos títulos claramente apócrifos, aunque no sepamos con exactitud qué edición tendría a la vista o habría leído Martínez Colomer cuando compone su obra. Así, por ejemplo, el título de este capítulo ocho del libro primero presenta bastante parecido con el capítulo siete del libro tercero del Persiles en la edición de Antonio de Sancha de 1781, «Donde el Polaco da fin a la narración de su historia», cuya fecha de publicación es bastante cercana a la de 1784, la cual hay que considerar fecha aproximada de composición de Narciso y Filomela, de acuerdo con las referencias biográficas internas de la obra. Cfr. Miguel de Cervantes Saavedra, Trabajos de Persiles y Sigismunda. Historia setentrional, Madrid, Antonio de Sancha, 1781, tabla de los capítulos (estos títulos no aparecen en el cuerpo de la obra, salvo los que son originales de Cervantes, cfr. p. 331).



 

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esquifes. Tanto éste como los restantes términos náuticos de la obra (matalotaje, carenas, etc.) están documentados en otras narraciones de esta tendencia, puesto que prácticamente todas cuentan con episodios marinos de tormentas, naufragios y asaltos de piratas. Así esquife aparece en los glosarios más frecuentes, como el de Covarrubias: «Género de baxel pequeño, que suelen llevar las galeras y los navíos para su servicio, y para pasar de uno en otro, o para llegar a tierra», op. cit., p. 560 a 37.



 

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Lisandro. El término Lisandro está constituido con los mismos rasgos morfológicos que Periandro, que es el nombre que tiene el protagonista del Persiles cervantino en la mayor parte de la narración y ya desde el principio de la obra: «ella imaginaba que el tiempo había podido dar a Auristela ocasión de querer bien a un tal Periandro, que la había sacado de su patria, caballero generoso, dotado de todas las partes que le podían hacer amable de todos aquellos que le conociesen», op. cit., p. 58. También en Narciso y Filomela el protagonista va a ser conocido especialmente por el nombre de Lisandro y en muy pocas ocasiones por el de Narciso, rasgo igualmente común a la mayoría de las obras del género. Al igual que en Cervantes, conocemos el nombre del protagonista en el relato de un personaje secundario (Taurisa y Lenio respectivamente), en el que se menciona casi por casualidad, al mismo tiempo que la joven enamorada oye la narración y no puede manifestar su verdadera personalidad ni inquirir noticias sobre su pareja. Obsérvese al mismo tiempo, y en otro orden de cosas, que la introducción del episodio en que Lenio encuentra a Lisandro está poco motivada desde el punto de vista de la historia del pastor, cuyos sucesos personales han concluido prácticamente con su desengaño amoroso y su decisión de retirarse a la soledad.



 

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enjamás. Martínez Colomer emplea en diversas ocasiones la expresión enjamás con el significado de «jamás» o «nunca». Quizá pueda ser considerada también un rasgo arcaizante, al igual que otros que se encuentran dispersos por el texto, y que se documenta en alguna locución popular, como «en jamás de los jamases».



 

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vida rústica envidiable. El elogio de la vida rústica, tan frecuente en los parlamentos de Constanza y de Lenio, que suele traer aparejado el menosprecio de la vida cortesana, se ve también en El Valdemaro: «Pensáis con juicio, prosiguió el anciano, aunque de cualquier modo que se suba al trono siempre es para echar sobre los hombros el gravísimo peso de los cuidados, cuando el simple pastor goza libremente de una envidiable tranquilidad en las selvas. La vida feliz del campo, aunque al parecer nada brillante como la de la corte, es preferible a la turbulenta que llevan los que están constituidos en altas dignidades», op. cit., pp. 79-80.



 

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Característico ejemplo de excurso moral, ajeno a la narración pero adecuado desde el punto de vista del adoctrinamiento al lector, en la línea del utile dulcis horaciano, muy visible en el siglo XVIII. Se apunta aquí el tema de la «próvida Divina Sabiduría», que tomará cuerpo en El Valdemaro; cfr., por ejemplo, op. cit., pp. 91-92, con las palabras del anciano Gésner sobre la providencia de Dios, cuestión importante en la obra; cfr. también pp. 232-233. En esta novela existe, por otra parte, una tipología muy variada de excursos, alguno tan clásico y frecuente en la novela griega antigua, en Aquiles Tacio, por ejemplo, como el que tiene lugar en el país de Felisinda, donde se encuentran, en una estancia de palacio, nueve cuadros con las nueve musas que se describen ampliamente, op. cit., pp. 181-182.



 

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homicida de mí misma. El rechazo del suicidio es una constante en los libros de aventuras peregrinas, rechazo que se apoya fundamentalmente en las ideas contrarreformistas. Sin embargo, esta idea se pude documentar ya en Las etiópicas: Caricles, al que se le ha muerto la hija y la mujer, se muestra reacio ante la idea, por considerarla un acto impío: «Yo me veía incapaz de sobrellevar las desgracias que me habían mandado los dioses: no me quité la vida, porque creo que los teólogos tienen razón al decir que es un acto impío; pero sí me exilié, por escapar de la soledad de la casa», Heliodoro, Las etiópicas o Teágenes y Cariclea, trad. Emilio Crespo Güemes, Madrid, Gredos, 1979, p. 154. Más tajante es el rechazo en la traducción clásica de Fernando de Mena: «no me quise desesperar y quitar la vida, obedesciendo en esto a los que tratando de las cosas sagradas, dicen ser gravísimo pecado», Historia etiópica de los amores de Teágenes y Cariclea, ed. Francisco López Estrada, Madrid, RAE, 1954, p. 101, y el traductor autoriza su texto con Cicerón, en el libro De senectute y en la primera Tusculana. En el Siglo de Oro se puede documentar con frecuencia: «Porque así como es miedo civil recusar el morir cuando conviene, así es cobardía y bárbara demencia quitarse la vida, sin que la honra y ocasión lo pidan. No hay fiera tan cruel que se dé muerte, o que quiera morir por su voluntad, que es ley común y general a todos desear la vida [...] y en ninguna república cristiana se da sagrado al que se dio la muerte, juzgándole por apartado y podrido miembro de la iglesia», Enrique Suárez de Mendoza y Figueroa, Eustorgio y Clorilene, historia moscovica, Madrid, Juan González, 1629, f. 6 r. y v. (grafía actualizada).

Otro ejemplo: «-Una mujer cristiana, y con tantas señas de noble -la dijo, habiendo entendido que ella misma se había querido dar la muerte- ¿ha de malograr tan incomparable beneficio como que habiendo merecido por tan bárbara determinación su eterna perdición, la haya dado lugar el cielo para salvar lo mejor?

-¿Qué rigurosa piedad me molesta? -dijo esforzando la voz la mortal señora- ¿Qué os importa mi alma, cuando yo la estimo en menos que el gusto de morir vengada de mí misma? Pues ya es tarde para arrepentirme de culpa que acredita el más justo sentimiento que ha sufrido humano corazón.

-Nunca es tarde para Dios, señora, ni temprano para vuestra obligación. Vuelve en ti -replicó la católica Angelia- y mírale en los brazos desta purísima Reina de los cielos, intercesora fiel y sagrado refugio de culpados», Los amantes peregrinos Angelia y Lucenrique, ed. Antonio Cruz Casado, op. cit., p. 906.



 

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Yo... los mares... tú... Obsérvese cómo en la expresión de los pensamientos que acuden a la mente del personaje se recurre con frecuencia a interrupciones, exclamaciones e interrogaciones retóricas, elementos que pueden considerarse ya de marcado signo prerromántico y de cuya proliferación dan fe algunas tendencias del siglo siguiente, como el folletín. Por otra parte, hay que señalar que la estructura y la situación de este monólogo de Felisinda aparecen luego en el que mantiene Valdemaro tras conocer noticias de su hermana Ulrica-Leonor. Algunas expresiones son casi idénticas, especialmente en la segunda parte del monólogo: «Mira, Valdemaro, que no puedes vivir tranquilamente un instante hasta que llegues a libertar a tu pueblo de las opresiones de Cristerno. [...] ¡Dulce hermana mía, cuántos trabajos habrás sufrido, cuántas miserias habrán oprimido tu alma, cuántas noches en continua vigilia habrás pasado suspirando, a cuántos riesgos te habrás visto expuesta! Y quieran los cielos... ¡Infelice de mí!, me estremezco de pensarlo; quieran los cielos que no te haya quitado la vida algún insolente semejante a aquel de quien te libró Rosendo. [...] Espérame que ya marcho; mañana mismo solicitaré la partida; no será capaz rémora alguna de detener mis pasos.

Dicho esto se tiende sobre la cama, procura desviar de su imaginación ideas tristes, recoge su pensamiento cuanto puede, y un vapor suave se va esparciendo por sus miembros y lo deja rendido al dulce sueño», op. cit., pp. 116-117.



 
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