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Lucio Tréllez: novela


José Ortega Munilla





  -7-  
- I -

Entró Lucio en la estancia, y dejó su sombrero sobre la mesa de reluciente caoba, cargada de jarroncillos blancos y cajas de dulces, vacías. Quitose los guantes, y arrojolos dentro del sombrero. Después pasó su mano, huesuda y grande, por el negro cabello y por la frente, en que brillaba el sudor, y entonces se acercó a la ventana. Estaba allí aquella muchachuela cuya cabeza, bañada por la luz de la luna, tenía extraña belleza, reflejándose suavemente la plateada luz del astro sobre sus sienes morenas, y en su cabello negro, un poco alborotado y rizoso. Sus codos se apoyaban en el alfeizar, y sus manos, pequeñas y delgaditas, sostenían el rostro, en actitud de meditación profunda.

-Luciana -dijo, con voz seca y vibrante, el joven- ¿y madre? ¿Cómo se encuentra?

-¡Ah! ¿Viniste ya? -contestó ella, volviéndose-. Está divinamente. La acosté a las nueve, la di su chocolate, y que quieras que no quieras, se lo tomó... Ahora duerme que es un gusto el mirarla... Ven y la verás... ¡Qué sueño más tranquilo! Mira, chico, parece que no, y la envidio ese sueño. Respira pausadamente y no hace aquellos gestos horribles que otras noches me llenaban de miedo.

-¿Y padre? -preguntó Lucio, dejándose caer en una silla de las cuatro o cinco que, arrimadas a la pared, constituían, con la mesa, todo el mueblaje del reducido cuartito.

-Se fue a las ocho y media a su café del Siglo.

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Oyose entonces un cascabeleo acompasado, y luego se oyeron además unos menudos pasos, como si anduviese por allí una persona muy chiquita. Era una persona chiquita, sí; era Esmeralda, la apoplética y achacosa perra de aguas, que venía con gran retraso a ver a su amo y señor.

-¡Toma, Esmeralda! -dijo en voz baja Luciana, llamando a la perra-. ¡Como entres en la alcoba, te voy a dar un buen par de azotes! ¡Diablo de animalito!... ¡Siéntate aquí!

Obedeció la perra, y de un brinco se subió a la silla, que Luciana le indicaba con imperativo ademán.

-¿Has paseado mucho? -dijo la muchacha, dejando de ocuparse de la perra, para ocuparse del hombre.

-¡Pasear! Bien sabes que yo no paseo.

-Pues haces mal... Yo quisiera salirme de paseo ahora, y estar andando dos horitas justas... ¡Siento una comezón de andar! Las piernas se me marchan ellas solas, y el cuerpo es el que no puede acompañarlas.

-¡Pobre chica! La enfermedad de mi madre te tiene esclavizada, presa... ¿Cómo no te saca mi padre alguna vez?

-¡Eso! y vamos a dejar sola aquí a la enferma. No, señor.

-Pero, chiquilla. Tú pareces una vieja en estas cosas. Todo lo piensas. A tu edad esa previsión es planta precoz.

-¡Vaya! Pues si ya he cumplido los diez y siete años.

-Sí; es una edad respetable... ¿Cuándo te salen las canas?

-Hoy me he quitado una al peinarme. Pero esa me ha salido de estar por la noche de cara a la luna.

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-¡Supersticiosa!

-Ríete de mí. Tú eres un sabio y yo una tonta; tú un señor abogado, que habla como un libro, y dice cosas divinas delante de los jueces, y yo soy una necia charlatana. Pero eso de la luna es verdad... Asómate a la ventana... Verás qué preciosa está esa señora allá arriba, con un ojo abierto y otro cerrado... Da gozo el verla... Yo me entretengo en eso...

-¡Buen entretenimiento! -exclamó Lucio, mirando por vez primera a la muchacha.

Ella se había acercado de nuevo a la ventana, arrimándose mucho a uno de sus ángulos, para dejarle hueco a Lucio, que se levantó de la silla y se acercó a su prima. Digamos que ésta era una niña casi; que su talle delgado y su figura esbelta y movible, mostraban cierta demacración, hija más de su natural conformación nativa que de enfermedad; su seno era, no obstante, de desarrollo mayor de lo que la delgadez del cuello prometía, y sus brazos largos cruzábanse uno con otro frecuentemente, como dos hermanos que tienen miedo de verse solos.

Afuera, la noche más hermosa de junio, envolvía en su luminoso manto a Madrid. Un montón de nubes grises vagaban por el aire en lo más alto, como fantástica góndola tripulada por el sueño, y en los confines del horizonte urbano los techos de pizarras de una fábrica, las chimeneas nuevas de un hotel en construcción y las veletas de una torre, brillaban con reflejos azulados y grises. El viejo ciprés, de tronco añoso y granujiento, asomaba su copa negra por encima de las tapias del jardín de las monjas Teresas, y una fila de olmos, cuyas hojas no se movían en el reposo supremo de la noche, parecían una fila de cabezas enormes y peludas, escondiéndose detrás de las verjas de un   -10-   palacio ducal que allí alzaba su arquitectura francesa, en medio de un parterre de bojes y plátanos.

-Esta sí que es una noche hermosísima, Lucio. En Lugareda todas son así... Vieras tú allí salir la luna de entre un montón de paja de las eras, e ir subiendo, subiendo, arriba, arriba, como un globo. Todas las cosas parecen más bonitas con su luz, y dan ganas de mirarse en la sombra que hace una en el suelo, en donde se diseña un recorte negro, perfectamente dibujado.

-¿De modo que tú, chiquilla, cuando no te entretienes en mirar la luna, te entretienes viendo tu sombra? -preguntó Lucio con humorístico tono-. Eso es vivir viendo visiones.

-¡Gracias... por la parte de visión que me toca! ¿Hay algo más bonito que la luna? Yo te compadezco cuando me dices que no has salido nunca de Madrid, ni has visto jamás el campo. Respóndeme, Lucio... ¿No sientes tú aquí una especie de ahogo... una angustia, una pena, un... yo no sé qué, al pensar que al otro lado de esas casas, más allá de esos árboles pasando esos caminos polvorientos, que llamáis la Ronda, empieza algo distinto de las calles empedradas, en que no hay ruidos, ni gentes, sino flores y pájaros?

-Pareces la protagonista de una novela romántica.

-¡Ay, hijo! pues digo lo que siento... También me dice eso tu madre, cuando la refiero mis pensamientos. ¡Hombre, búscame una de esas novelas, para que yo sepa a quién me parezco!... Yo no he leído más libro que el de misa. En Lugareda, algunas veces también le leía a mi padre El Imparcial. ¡Pobre señor! Desde que volcó el carrillo de Lucas, en que iba a casa desde Viñosa, a donde tenía que marchar el día 2 de cada mes a cobrar sus quince duros de paga, quedose tan enfermo,   -11-   que no levantó más cabeza, aunque se le hizo la cura de la pierna rota con gran esmero. Entonces yo me ponía cerca de él, y leía, leía, hasta que se quedaba dormido, y así que estaba con la cabeza sobre el pecho, los párpados cerrados y las manos cruzadas en reposo sobre las piernas, alzábame de la silla, y muy quedamente, de puntillas, salía al jardín, y allí pasaba un largo rato.

-¡Pensando en tu novio!

-¡Anda, Lucio, que ya sabes que no le tengo! ¡Hipocritilla!

-¡Hombre, créeme! -exclamó ella muy seria, y con profundo acento de verdad.

Lucio no prestaba gran atención a las palabras de su prima. Oíalas con cierta displicencia, paseando sus ojos desde una esquina del cuarto a otra, por una fila que formaban los ladrillos. Cuando había hecho un viaje con sus ojos por aquel estrecho surco, retrocedía en su camino con distraída insistencia. ¿Cuántos años tendría Lucio? Seguramente que frisaba en los veinticinco. Era moreno, alto, con más hueso que carne, de espalda y hombros reciamente construidos, de manos grandes, algo cubiertas de vello. Su rostro expresaba la inteligencia y la voluntad en aquel mirar negro y penetrante, en aquellos labios plegados de ordinario con severo gesto, en aquella frente no muy espaciosa, pero prominente y derecha. Traía el pelo cortado casi al rape; la barba cuidadosamente afeitada y un bigote pequeño por todo adorno varonil. No era lo que se llama un hombre guapo: era lo que se llama un buen mozo, y a más del prestigio de la estatura, podía hacer valer, ante el jurado del bello sexo, la expresión nobilísima de la cara, que inspiraba simpatía y confianza desde que por primera vez se le veía.

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-Enciende la luz -dijo- y dame de cenar.

Con gran presteza se puso Luciana en movimiento, y muy quedamente, de puntillas, como ella solía decir, porque el sueño de la enferma no se interrumpiera, abrió un armario de pino blanco, sacó de él un mantel grueso y limpísimo, un cubierto de plata y dos copas de mayor y menor estatura, pues una estaba destinada al vino y al agua otra. Fuese después por el lóbrego pasillo, y allá, en la lejana cocina, oyose ruido de cacerolas, el soplo intermitente y suspirón del fuelle, el borboteo de algún líquido puesto a la lumbre, el arrastre de una cazuela sobre el fogón y el vibrar de un plato que, al ser bajado del vasar, despedíase de sus compañeros diciendo acaso: «¡Dios ponga tiento en las manos de quien me coge!» Luego volvió a aparecer en el comedor Luciana, trayendo entre las manos una fuente que, al humear, arrojando de sí un copioso vaho, obligábala a volver la cabeza a un lado.

-Aquí tienes; acércate y come. ¿Sientes apetito? ¿Quieres vino blanco del que nos enviaron ayer de casa del señor Ustáriz? Dice tu padre que es lo mejor que ha salido de Andalucía.

Para contestar, Lucio se acercó a la mesa, desdobló la servilleta, y comenzó la faena deglutiva. El guiso, aunque humilde, estaba apetitoso, y con el aroma, la apariencia y el sabor, a ser devorado prontamente convidaba. Trajo Luciana luego la castiza lechuga, sobre la cual espolvoreó con su linda mano la sal y derramó el aceite, para batirlo fieramente después, usando todas las reglas del arte. Lucio comió de todo con apetito, a prisa y sin interrumpir la masticación para hablar con su prima, ni aun para contestar a las muchas cosas que la muchacha le decía.

-¿Y se ha sabido algo del hijo del señor Ustáriz?   -13-   -preguntó ella, mientras Lucio trinchaba una hoja de rubia lechuga.

-Nada -repuso él- sino que está en París, de donde saldrá el día 20 para Londres.

-Yo no sé qué atrocidades me ha contado de él esta tarde don Honorio... Que había escrito a su padre pidiéndole muchos miles de reales... Que iba viajando en compañía de una señorita, de esas que salen a bailar al teatro... Que el señor Ustáriz estaba furioso contra su hijo y que... la hija del señor Ustáriz había escrito a ese mal aconsejado calavera, advirtiéndole que si no volvía a Madrid, al punto sería desheredado.

-De todo eso -dijo Lucio, después de pasar la servilleta por sus labios y levantándose- quita la mitad, y sabrás lo que ocurre.

-Pero ¿está loco ese Anatolio?

-Tú no entiendes de eso, chiquilla -replicó Lucio con cierta sequedad-. Tú sabes mucho de quién es la luna, qué significa una nube negra, a dónde van los vilanos cuando el viento los hace pasar volando por delante de la ventana; pero de calaveradas, bailarinas y desheredamientos, lo ignoras todo.

-Sí; es verdad. Ya me callo... ¡Soy tan curiosa, tan indiscreta, tan necia!

Luciana recibió las palabras de su primo con gran pena, que se retrató en su rostro y en sus ojos, los cuales parpadearon como para contener el llanto. El lo conoció, y mirándola fijamente, procuró dulcificar el efecto acerbo de su dureza.

-Vaya, no seas así, chiquilla. ¿Y vas a llorar por tan poca cosa? Bien sabes que vengo cansado de todo un largo día de trabajo, y que me molesta el hablar. Por eso respondo alguna vez a tus preguntas con rudeza. No es que quiero herirte con mis palabras ¡pobrecilla! Es que ellas salen por su   -14-   propio impulso de mi boca. Después de diez horas de trabajo estéril, se queda el alma sombría y taciturna.

-Primo, no me des explicaciones... Tú haces bien en responderme así... Pero eres tan bueno, que te calificas de severo y duro por no calificarme de tonta.

-¡Tonta tú! No lo eres, Lucianilla. Tienes aquí algo bueno -dijo él, tocando con su dedo índice la frente de Luciana-; anda por ahí un espiritillo melancólico, que te perjudica mucho, que es el que te pone tan pálida, el que te impide dormir, el que te hace amar los rayos de la luna... pero en cambio tienes un sentido tan recto, una ternura tan inagotable, una caridad... ¡No hay más remedio que quererte!

-¡No hay más remedio que quererme! -repitió ella, como lo hubiera repetido un eco.

Y se quedó pensativa, quieta, en la postura misma en que tales palabras la cogieron: con una mano apoyada en la mesa y la otra sosteniendo la barbita picuda y afilada.

Aquel enternecimiento súbito de Lucio era justificado, aun en su carácter tan duro y desabrido. Cuando vio que Luciana iba a llorar, por causa de una contestación suya, más despegada de lo que debía, una montaña de recuerdos cayó de improvisó sobre su alma. Acordose del desvalimiento de la muchacha, de su orfandad, de su cariño a aquella achacosa anciana que en la vecina alcoba dormía, de su aplicación para tener limpia, bien aderezada y dispuesta con esmero la casa, del celo que ponía en agradar a todos, de su humilde aspecto, que la recomendaba al cariño y respeto generales; y entonces se censuró a sí mismo por emplear con ella frialdad en el lenguaje, falta de interés, y a veces un desprecio absoluto. Aquella   -15-   criatura insignificante le ocupaba tan escaso lugar en ese archivo de efectos personales que llevamos con nosotros, que algunas veces el sonido de su voz, viniendo a molestar con aquel timbre fino y delgado el tímpano auditivo de Lucio, hacía exclamar a su memoria: «¡Hombre, es verdad! ¡Si hay en el mundo una muchacha que se llama Luciana!» Alguna vez este recuerdo llevaba en pos de sí, y como consecuencia de arrepentimiento, un a modo de explicación, cual la que acabamos de oír. Esto lo consideraba él como un desbordamiento de ternura, aun cuando no era sino una gota líquida que el hielo de un alma cristalizada echaba de sí, después de recibir durante una hora el beso del sol.

-Quita la mesa, prima -dijo él mirándola-. ¿Qué haces ahí?

Estaba como la hemos descrito, en la misma postura, con la cara en una mano y otra mano en la mesa. Por allá dentro de su íntimo ser, andaban sonando, como divina música, unas palabrejas sueltas, vagas e insignificantes, y sus mismos labios repetían por lo bajo, como un eco de lejana voz, como si no fuesen ellos los que las pronunciaran: «¡Es preciso quererte!» De improviso cambió de postura, y se puso de nuevo en movimiento. Quitó los manteles, alzó los platos, llevose a la cocina la fuente de la ensalada, y a poco volvió, después de asomar la cabeza a la alcoba, cuyas vidrieras cubrían por dentro, azules cortinas de percal.

-Sigue descansando. Esta noche dormirá como un ángel. Hoy no tiene fiebre ninguna... ¿Vas a salir, primo?

-No -dijo él, sentándose en la misma silla que antes de cenar ocupó y echando su cuerpo hacia atrás, hasta apoyar la cabeza en la pared.

  -16-  

-Hombre, sal un poco... Vete a dar un paseo, a descansar de doce horas de bufete. La noche está hermosa.

-Me aburro sobremanera dando vueltas por esas calles, codeándome con una multitud compacta, que impide andar.

-Eso es si vas al Prado o a las calles céntricas; pero por aquí arriba, hacia Chamberí, y luego bajando por lo último de la Fuente Castellana, no suele hallarse sino algún que otro solitario paseante... ¡Qué silencio hay allí! Sólo se oye a lo lejos el ruido de los carruajes. La última noche que salimos tu padre y yo, por ahí fuimos, y en una horchatería que hay entre muchos árboles, estuvimos descansando más de media hora...

Sonaron entonces en la escalera tres golpes sordos, que se repetían como el martilleo de una maza de batán. Eran dos pies y un bastón que subían la escalera, ayudándose mutuamente.

-¡Ahí está padre! -exclamó ella, corriendo hacia la puerta.

También la perrilla apoplética movió su hiperbólica personalidad, y después de asomar su peluda cabeza al borde de la silla, como buscando cómodo sitio por donde bajarse, saltó al suelo y se dirigió, grufiendo, a la puerta de la habitación. Chirrió el muelle de la cerradura, abriose, y el ruido de los pies y el bastón sonó sobre el pavimento con fuerza, haciendo estremecerse el piso y los muebles, y vibrar, chocando unos contra otros, los fanales de cristal y caracolas de oreja que había sobre la mesa. El que entró era un anciano que parecía vigoroso, mirado desde el pecho a la cabeza, y un decrépito mirado desde las rodillas a los pies. Tanta robustez como tenían su cuello de toro, su cabeza bravamente erguida, sus anchos hombros, tenían debilidad aquellas piernas   -17-   temblorosas y aquellos torpísimos pies, que desconfiaban al andar, palpando el piso previamente, antes de echar sobre sí el peso de la persona entera. Su rostro era redondo, grueso y afeitado; pero el rasuramiento no debía llevarse a cabo en aquellas mejillas con mucha frecuencia, pues los blancos cañones que salían a flor de su epidermis, señalaban su escaso comercio con el filo de la navaja.

El pelo, cortado al rape, era gris, y mientras por las entradas de las cejas se iban nevando, debajo del occipital conservábase aún perfectamente negro. Los ojos de esta cabeza eran pequeños, pardos, sagaces, y miraban en línea recta; para ver algún objeto colocado a su espalda, el buen hombre tenía que volver todo el cuerpo buscándole, lo cual le daba una movilidad extraordinaria desde la cintura para arriba, aumentando su analogía con un muñeco de dos piezas, la superior con goznes, e inmoble la de abajo. Un gabán de verano, color gris, pantalón de igual tela, sombrero de copa, tan traído como llevado, una camisa de antiguo cuello con dos botones, corbata de lazo hecho, que, se desprendía de la camisa, quedando más como gola que como tal corbata, y bastón de caña que golpeaba el suelo, constituían todo el traje, adorno e indumental aparato de este viejo, a quien conocían los soportales de la calle de Ciudad Rodrigo con el nombre de don Pero Tréllez. Pedro era su verdadero nombre, y hubo de modificarse en labios del vulgo, adquiriendo la resonancia castiza que hoy tiene, porque hoy vive quien le lleva, para gloria del comercio al por menor, en que conquistó capital y fama.

-Hijo, ¿cómo has tardado tanto? -preguntó Pero Tréllez- Estuve aguardándote hasta las siete,   -18-   y viendo que no venías, me marché al Siglo. Afectos me han dado para ti don Dimas, el hijo de Ceruello y todos los demás compañeros de mesa.

-He salido tarde de casa de Ustáriz, y después tuve que desempeñar cierto cometido. Ello es que acabé a las ocho y media, y a esa hora vine.

-¡Ay! -dijo el anciano, tirándose en una butaca-. Yo te aseguro que esta es la noche de más calor de todo el verano. ¿Vas a tu cuarto a escribir?

-¡Hombre -exclamó Luciana-, no hagas ese disparate! Con este calor y el del quinqué se te van a derretir los sesos.

-Debes salir. Yo te aseguro que me agradecerás el consejo -añadió Pero Tréllez.

-Me aburro, paseando solo.

-Ve a buscar un amigo.

-Mis amigos no hacen buenas migas con mis gustos. Ellos se van al Buen Retiro, y yo me mareo en aquel picadero humano.

-¿Por qué no sacas a tu prima a dar un paseo? La pobre está metida en este horno como un grillo en su jaula. Yo, te aseguro que le hace falta para la salud un paseo.

Luciana se apresuró a contestar:

-No, señor. Mi primo se distraerá más paseando sin compañía, que yendo conmigo. Más vale ir solo, que mal acompañado.

-¡Vaya! ¡Lo de siempre! Doña Humildad echándose arena en los ojos... Cállate... No digas tonterías... ¡Si llevas una vida de mártir! Yo te aseguro, que cuando ya no te has vuelto loca, no perderás el juicio nunca, porque nada entontece más, que vivir encerrado entre cuatro paredes... Dígamelo a mí, que me pasaba meses enteros en mi tienda de paños... Anda, Lucio, haz la merced de llevar a esta chica a que la dé el aire... Media hora nada más.

  -19-  

-Media hora, bueno, vístete -dijo Lucio-, pero nada más que media hora. Después he de leer unos papeles... y, no quiero acostarme tarde.

-Pero, primo... ¿vas a sacarme de paseo? -preguntó Luciana con mucho asombro.

-Sí, mujer... Anda y vístete al punto, no sea que se arrepienta -respondió Pero Tréllez.

Vierais a aquella muchacha ir andando de puntillas a la alcoba de las cortinas azules, entrar allí, salir poco después con un vestido negro al hombro y un velo en la mano derecha; viéraisla marcharse a los cuartos obscuros del otro lado de la casa, y antes de cinco minutos, volver dispuesta para el paseo, adornada con su falda negra de Orleans, su gabancito del mismo color, y su velo puesto sobre el negro y rizoso cabello. No podía decirse que aquella criatura fuese hermosa, ni que fuese linda siquiera. Había una delgadez en sus formas, una sutileza tan excesiva en el cuello y brazos, una falta de proporción entre la espaciosa frente y el resto de la cara, que desde luego huía del que la contemplaba toda pretensión poética de compararla con cualquier diosa, virgen, o deidad pagana. Y, sin embargo, hablaban con tan atropellada y expresiva elocuencia aquellos ojos negros, movíase con tanta gracia el delicioso pliegue que formaba el labio superior, cuando para dar más íntima y cariñosa expresión a las palabras se fruncía; contrastaba con tanta nobleza la nariz redonda, recortada, pequeña, sobre las demás facciones, que, aun a pesar de las menudas pecas y pálidas manchitas que tenía esparcidas por la frente, de aquellas irregulares partes, resultaba un todo encantador. Más bien era baja que alta, pero la esbelta soltura de su talle hacíala aparecer como más bien alta que baja.

Abrió un abanico ruidosamente y se echó aire   -20-   muy aprisa, moviendo la cabeza a un lado y otro, para ajustarse bien los pliegues del velo de tul. Después se miró de soslayo en un espejo, que recostado en dos clavos dorados, y pendiente, con una inclinación extraordinaria, de un cordón de seda, reflejaba los diversos objetos que llenaban la cómoda, pareciendo que estaban puestos en un plano inclinado, y que, por milagro de equilibrio, se conservaban adheridos al floreado hule de la tabla. Eran los adornos que en tales casas suelen verse: dos fanales que encierran flores de cera, un busto de Cervantes en yeso, un San Juan de igual materia, con la pellica pintada de amarillo y la banderola de verde; un fraile de china, que sirvió in diebus illis para calentar agua, poniendo el líquido en la vasija que formaba la capucha y una lamparilla de espíritu de vino en el hueco del hábito; varios caracoles, y un alfiletero de marfil labrado. También se miraban en el espejo, desde la contrapuesta pared, un cuadro litográfico que representaba el Infierno, con gran copia de diablo: negros y azules, y atroz lechigada de pecadores a quienes aquéllos ensartaban en sendos trinchantes, no más pequeños que palas de graneros, y un marco dorado en que había un paisaje hecho de pelo, con prolijo arte admirabilísimo. En medio de todos estos adornos de la estancia, se miró sobre la azogada superficie la muchacha, antes de salir, más bien como quien echa una mirada furtiva al amante desdeñado, que para deleitarse en la contemplación de su cuerpo querido. Después dijo a don Pero:

-¡Hasta luego! Que usted descanse, tío.

Acompañó el viejo a los jóvenes hasta la puerta, y cerrándola él mismo con cuidado, porque el golpazo no despertase a la enferma, volvió a aquel sillón de cuero deslustrado que solía ocupar en sus   -21-   horas de ocio. Acercó luego el quinqué de loza blanca al centro de la mesa, y cogiendo de la cómoda un papel que sobre ella estaba doblado, extendiolo cuidadosamente delante de sí. Vistosos colorines embadurnaban la tersa superficie, y mil rayas y letras había en ella escritas y pintadas. Era un mapa de la guerra turco-rusa -¡para que veáis si mi historia es reciente!- regalado por yo no me acuerdo qué periódico a sus suscriptores. De ellos era don Pero Tréllez, y en su perpetua holganza servía de gustoso pasto a su espíritu la enfadosa peroración del artículo de fondo, que ha venido a ser en el periodismo, por lo sabido, reglamentario y adormeciente, como la oda académica es en la poesía; y deleitábale sobremanera la descocada esgrima de los sueltos en que los partidos luchan con toda suerte de armas, desde el cañón al cuchillo albaceteño. Pero aun más que todo, le gustaba al seguir sobre su mapa las operaciones de los beligerantes, e ir apuntando con un lápiz rojo las diversas alternativas con que la varia diosa del triunfo traía y llevaba los pabellones del sultán. Ponía el periódico en su mano derecha, extendía el dedo índice de su mano izquierda, después de haber montado en el gordo caballete de la nariz los anteojos, y comenzaba su viaje por el teatro de la guerra, acompañando los movimientos de su dedo de palabras de admiración, o duda, de gestos de disgusto o placer.

-«San Petersburgo» -murmuró entre dientes, enfilando su visual por los cristales en el papel, y leyendo el periódico-: «San Petersburgo, 18. La columna del general Tordiachic...» aquí está -añadió, dejando caer su dedo índice sobre un pueblo, como si hubiera querido aplastarle-; ha llegado -siguió leyendo- «a Bazar-Zus». ¡Buen avance, caramba! Este Tordiachic debe ser mocito   -22-   de empuje. ¡Ah, bravo! ¿Dónde habrán ido a parar los turcos que manda Mucktar-bajá?

Y como nada decía el periódico ni del bajá ni de sus turcos vencidos, el comerciante de paños se puso a mirar atentísimamente el mapa; subiendo y bajando su dedo por él como guerrero victorioso que se apodera de todo el país en el tiempo que tarda en decirse. Aquel dedo redondo, sonrosado, lleno de arrugas circulares, de uña chata y rayada por pequeñas estrías, iba temblón y nervioso de un pueblo a otro, con ardor y actividad incansables. Quedó el mapa surcado en todas direcciones, desde los montes Ourales a la Grecia, y en tanta extensión de leguas no fue habido Mucktar-bajá. Después disminuyó el celo perseguidor de aquel dedo, y se movió despacio; luego permanecía largos ratos en el mismo sitio, y sólo de cuando en cuando hacía una pequeña jornada entre dos pueblos vecinos; por fin, se oyó un ronquido sospechoso, y el dedo se paró en Bazar-Zus, sobre la columna de Tordiachic. Don Pero Tréllez se había dormido sobre los laureles de los rusos.




- II -

Cuando Lucio y su prima salieron a la calle, acababan de sonar las nueve en todas las torres de las madrileñas iglesias. Aún las oyeron ellos en los relojes atrasados, al atravesar por delante de alguna de las muchas tiendas, que en tales barrios ocupan los pisos bajos de todos los edificios. Estaban las calles atestadas de gente. Las casas habían vertido su contenido en el arroyo, y allí se refrescaban sentados en bancos, sillas, o en el   -23-   mismo suelo, los vecinos pobres, cuál en mangas de chaleco, cuál con blusa, cuál desgolletado y sin otro aliño de traje que la remangada tela de la camisa, dejando al descubierto los brazos y el pecho fuertes y peludos. Legiones de muchachos bullían y alborotaban jugando al toro con una banasta, en que habían clavado la formidable testuz de uno de esos héroes irracionales, que los domingos sucumben en el anfiteatro de la moderna Roma, a quien los pasados siglos nombraron Mantua Carpentanorum.

Unos, con ligeros capotillos hechos de las sayas viejas de sus madres, otros con verdaderos capotes de toreo de percalina y sarga, todos con mil malsonantes vocablos, en los infantiles labios, corrían delante del muchacho, ascendido a la categoría de toro, el cual desempeñaba su difícil papel con la propiedad posible, en medio de una barahúnda espantosa de chillidos. En otras calles era mayor el silencio, y conforme se acercaban a la plaza de Santa Bárbara, este silencio fue poco a poco creciente. Todos los balcones estaban abiertos, y de muchos salía confusamente el elegante teclear de un piano, en que manos crueles descoyuntaban las obras musicales a la moda. En alguna reja baja, de esas que aún recuerdan ¡en pleno siglo XIX! las costumbres galantes del siglo pasado, veíase una figura de hombre, muy arrimado a los hierros, y en lo obscuro de la estancia, una sombra, una cara blanca, la sombra y la cara de una mujer. En las fuentes de vecindad, había gran concurrencia de mozas de cántaro, y largas filas de ventrudos botijones, aguardando vez para que el chorro de agua los llenase; y mientras tanto, un chorro de chistes, groserías, imprecaciones y barbaridades brutales, iba cayendo de todas aquellas bocas, en el gran cacharro de la eterna risa nacional.

  -24-  

El sombrío edificio de la cárcel quedó a la izquierda. Lucio y Luciana siguieron andando silenciosos y distraídos. Él miraba al suelo. Ella miraba al cielo. Allá, en lo alto, fulguraban las pléyades con sonrisas mil de dorada luz, y era verdaderamente grato ir viajando con los ojos por el lumínico rosario, cuyas cuentas de fuego ha desparramado la creación en las inmensidades vacías. Luciana miró desde la más elevada de las estrellas, hasta la más baja y humilde, que en el remoto y obscuro horizonte confundía el parpadeo de su luz con el último farol de la Castellana. Vio allí la negra arboleda inmóvil, y como si agradara a su alma la contemplación de tal obscuridad, no apartó más la vista del confín del horizonte, en donde cielo y tierra se unían como dos labios inmensos de una enorme boca sonriente.

-¡Qué entretenida conversación llevamos! -dijo, por decir algo.

-¿Y de qué quieres que hablemos? -preguntó él con su sequedad acostumbrada.

-De mil cosas puede hablarse; pero... mira tú lo que soy yo... en este momento no me acuerdo de ninguna... Pregúntale a tu madre, y verás cuántas cosas la digo. Refiérola lo que hacía en Lugareda, a qué hora me levantaba, y cómo se llamaban mis amigas, las hijas del escribano, con quienes las noches de verbena, por Santiago y la Virgen de Agosto, salía yo de parranda y baile.

-¡Todo eso le cuentas!

-Todo eso, y ella se ríe... se ríe mucho de mí. ¡Como yo entiendo tan poco de lo que ocurre en el mundo, debo decir cada simpleza!... También le hablo de cosas tristes... de la noche en que murió mi padre. ¡Ay, Dios mío! Aquella noche no se encendió en el cielo ni una estrella, ni una luz... Era todo negro, y sólo brillaban en el mundo las   -25-   hachas de cera, cuyos pábilos parecían ardorosas y siniestras miradas. Aquellas miradas derramaban, a modo de llanto, gruesas y calientes lágrimas de cera, que escurrían por las hachas abajo... Fue la primera vez que me desmayé, y al despertar de un sueño feroz, horrible y temeroso, en que pasé infinitas horas, hallé sobre mi frente la mano de un señor, a quien entonces no conocía, y que después supe que se llamaba don Pero Tréllez. Allá le llamaban el tío Pero, porque pasó su infancia en condición humilde, sin un ochavo, calzando abarcas... ¡Bien empleado está el dinero que logró! ¡Su trabajo le costó! ¡Cuánta noche mala, cuánto madrugón, cuánta penita para amontonar unas talegas pícaras de duros!... Dios se las ha dado, y Dios le ha hecho feliz.

-Sí, mi pobre padre sudó mucho para llegar a libertarse del yugo ominoso del mostrador, y eso me causa remordimiento. ¿Qué hago yo para continuar su obra? ¡Vivir a sus expensas! mucho título, mucho birrete, mucha toga, mucho humo en la cabeza... y apenas si gano para mis personales gastos.

-¿Y la fama? ¿Y la nombradía? ¿Y el lustre que das a tu apellido? ¿Eso no vale nada?

El no supo, o no quiso contestar, o no oyó las observaciones de la decidora Luciana, lo cual no era extraño, pues apenas la prestaba atención; al ver los rasgos de su fisonomía, el observador menos perspicaz habría juzgado que aquel pensamiento hallábase sumido en los túneles, cavernas y laberínticas sinuosidades de la meditación. Tampoco fue extraño, pues, que de tal hecho partimos, que no se fijara en los grupos de paseantes que bajaban de la Castellana. Eran escasos, e iban despacito, para gozar de la hermosura de la noche. No faltaban, allá, corros de niñas y niños que, girando   -26-   en torno a otro de ellos, cuyos ojos estaban vendados, con alegre bullicio de cánticos y risotadas, parecían la rueda de la locura, agitándose alrededor de la felicidad. Un edificio redondo y grande arrojaba a la noche, por sus abiertas ventanillas y ojos de buey, un torrente de luz, y a veces oleadas de música, sonar de violines, vibrar de platillos y estampido de tambores. Apagábase luego aquel lejano concierto, y por los trozos que de él llegaban a oídos de Luciana, ésta comprendía que eran piezas bailables, valses ligeros, cancanes franceses y melodías de antigua corte, lo que ejecutaban allí. Escuchábase también con intermitencia el restallido del látigo, voces destempladas y chillonas, y luego el batir de palmas humanas.

-¿Es este el Circo? -preguntó Luciana.

-Sí -repuso él, y volvió a hundirse en aquel túnel profundo de los propios pensamientos.

Parecía que al decir «sí», había hecho su alma un movimiento como el del buzo que sale a tomar aire, asomando momentáneamente su cabeza sobre las verdes olas, para tornar después a las honduras del elemento frío... Luciana tampoco habló más; pero no estaba muy dispuesta a meterse en aquellos laberintos porque se perdía su primo. Su espíritu era un pájaro que al verse suelto, jamás se hundió en las tinieblas del murciélago, sino que se salía a piar de zarza en zarza por todas las de este mundo, como atrevido gorrión lleno de audacia y vuelos.

Aquella lugareña meditaba poco. No sabía mirar hacia adentro, y en las cosas exteriores hallaba siempre pábulo al afán de pequeños detalles, que la trocaba, de mujer seria, de niña frívola, en mariposuela voluble y fugaz. Cuando estaba, durante largos ratos, en silencio, no penséis que se   -27-   hallase ocupada su inteligencia en raer, con el vidrio de la reflexión, la tabla negra de las meditaciones, sino que su espíritu fluctuaba en ese océano incoloro, tranquilo, sin turbulencias, sin orillas, sin fondo, que se llama el océano de la estupefacción, en cuyas aguas la inteligencia se anega, como esponja y viene a quedar inútil e inservible para su noble oficio de descifrar casos de duda y dificultosos problemas. La contemplación exterior de las cosas, era su fuerte; y no había particularidad que no descubriese al punto. Veía a una mujer, y sabía, desde luego, cuántos lazos llevaba en el vestido. Veía a un hombre, y precisaba cuántos botones traía en la pechera de la camisa. Veía una casa, y podía decir, sin equivocarse, cuántos cristales rotos ostentaban sus balcones.

En cambio, las cosas interiores pasábanle desapercibidas, por graves y trascendentales que fuesen. De una circunferencia, sólo veía la exterior curva; de un abismo, la boca negra. Pero veía perfectamente aquellas filas de casas del hermoso barrio de Salamanca, hijo predilecto del achacoso e infirme Madrid, sus ventanas, iluminadas interiormente con las luces de las viviendas, y los grupos de gente que tomaban el fresco, apoyados en los balaustres de los balcones. Algunos de aquellos grupos despertaban vivamente su curiosidad. Me refiero a esos grupos de hombre y mujer que suele el amor formar en el hueco de una ventana, o sobre un banco de piedra. Aquellas dos sombras que se movían, aquellas dos cabezas que oscilaban, como para juntarse, aquellas manos que desaparecían unas en otras, llenábanle de asombro, de curiosidad, de ternura, de tristeza, de mil distintos e inefables sentimientos. ¿Quién sabe las primeras sensaciones que allá, dentro de aquel ser despertaban, estremeciéndose como botones de un   -28-   tallo, prontos a florecer? Por dicha, las manos de nieve de la alba inocencia sostenían entre aquellos grupos y Luciana un velo de misterio, y su condición superficial preservábala de los peligros a que es propenso cierto género de disquisiciones. Veía el grupo de amantes, experimentaba un latido íntimo, mitad brinco del alma, mitad titilación nerviosa, y no pasaba adelante, confundiéndose en obscura suma lo moral y lo físico, como la luz y el calor en el rayo solar.

-¿Cómo está la hija del señor Ustáriz? -dijo Luciana después de un largo silencio.

-Se muere sin remedio. El médico González Robles lo tiene ya anunciado -respondió Lucio.

-¡Qué lástima! Una niña tan bonita.

Entonces pasó por el camino un carruaje cuyos caballos sonaban muchos cascabeles, y Luciana se distrajo de su pregunta y de su exclamación con aquel alegre ruido.

Salió la luna. Una tibia y discreta claridad se difundió sobre aquel horizonte de árboles y edificios, en el cual, como por alegoría altamente expresiva, la vegetación formaba un cordón negruzco, sobre el que se alzaban, dominándole, la larga línea de edificios del Barrio de Salamanca, la lejana mole del Palacio de Buenavista, la fábrica de la Moneda, cuya chimenea arrojaba bocanadas negruzcas de humo, como fumador empedernido que ni aun mientras duerme aparta de sus labios el cigarrillo. Brillaban los vidrios de los balcones al refractar la luz de la luna, y en aquel relampagueo continuo de vívido y plateado fulgor con que los cristales devolvían la tenue claridad, había algo como llamaradas atroces de interiores incendios. Los árboles dejaban caer a la derecha su sombra negra, como una bayadera que tira su negro velo después de bailar, y se queda espetada y   -29-   tiesa en postura de reposo con los brazos en la cintura. El viento descansaba. Pero de rato en rato un leve y suavísimo soplo, que parecía la respiración lenta y pausada de la ciudad dormida, movía las copas de las acacias y el follaje menudo de los plátanos, y entonces se hubiera dicho que las imaginadas bailarinas tornaban a danzar y trataban de bajarse a recoger del suelo aquel negro tul que huía de sus manos siguiendo sus movimientos. También se entretenía la luna en dibujar con negros sombrajos sobre la finísima arena las figuras de los paseantes, y Luciana, que según ella misma decía, era tan aficionada a estos entretenimientos pueriles, estábase atenta mirando con qué gracioso instinto de caricatura trocaba el astro de la noche en enorme sombrero monumental, un sombrero de copa alta, y prolongaba el aguileño perfil de la nariz de una señorita, que estaba sentada en un banco haciéndole aparecer como gancho abominable de la inquisición. Ella misma veía cual se dibujaban en la arena, siempre delante de sí, la sombra de su cabeza, el rizoso cabello, la flotante gasa del velo, que a veces quería volar y extendía sus alas de mariposa negra en el aire tranquilo y profundamente callado de la noche.

Distraído Lucio por sus meditaciones, distraída Luciana por aquel desborde de infantil curiosidad, ambos a buen paso, anduvieron silenciosos, tanto que cuando vinieron a sentirse cansados, hallábanse en el Pinar de la Fuente Castellana, frente a aquel desgarbado y presuntuoso monolito que corona una estrella de latón.

-Sentémonos, si estás cansada -dijo Lucio.

-Sentémonos -repitió ella.

Eligieron un banco pequeño que ocupaba un declive del terreno, y dejaron caer allí sus personas. Había otros bancos semejantes, que más que   -30-   bancos deben llamarse pedazos de piedra, sin tallar ni pulir, en que se sientan los paseantes encargando a sus vestidos de la misión de pulir el granito y sacarle lustre. En aquella claridad difusa y engañadora se asemejaban a unos cuantos dados que hubiese abandonado en tal paraje un colosal jugador.

Desde el elevado cerrillo, que viene a ser como la almohada en que Madrid reclina la cabeza, escuchábase el rumor de la ciudad, parecido al hervor de una inmensa caldera, un sordo gruñido, un descomunal monólogo, en el que a veces resaltaban notas agudas, gritos y como lamentos, carcajadas y risas, suspiros y estertores. Entrecortadas frases musicales venían también cabalgando en el aire y se desvanecían prontamente como un perfume.

Mas allá del Pinar extendíase la inmensa y árida lontananza, que a la luz de la luna, tenía yo no sé qué aspecto medroso de cementerio. Aquel grupo de altísimos y medio secos cipreses que señala la linde de los Maudes, parecían grandes paraguas pugnando por abrirse; aquella casita terrosa, en cuyo frontispicio puede leer quien buena vista tuviere: Hernández, Polvorista. -Comidas y Callos, muestra sus dos ventanas desvencijadas como dos pupilas que guiñan ante el sueño, y su puerta abierta en que brilla un punto ígneo recordando una boca que sostiene un puro encendido. Aquellos bloques de piedra que blanquean en medio de un trigo, son como lápidas sepulcrales, que en su grandor y pesantez cuadran a maravilla con lo extenso y anchuroso del Camposanto. Aquellos palitroques mal trabados en que pende y oscila el pedazo de podrida estera que da sombra durante el día al picapedrero, es comparable a un pobre harapiento que trae al hombro la incolora   -31-   manta en que se envuelve, como en púrpura real de su miseria.

-Lucio -exclamó Luciana de repente, abanicándose-, ya pasó media hora, ¿volvemos a casa?

-Aguardaremos un rato, y después de descansar emprenderemos la retirada -repuso él.

Después volvió a su mutismo enojoso y cansado. Entretúvose primeramente en rayar con el bastón la arena, pintando en ella diversos pájaros de pico largo como una espada, y luego grabó allí una porción de rúbricas; después un pensamiento y, por fin, una casa en que encerró pensamientos, rúbrica y pájaros. Cansado de pintar, montó una pierna sobre otra, y se puso a llevar el compás con el pincel, es decir, con el bastón, sobre su pie derecho, a la marcha de Aida, que silbaban quedamente sus labios. Después bajó su pierna del bagaje que la otra le ofrecía, y echando los codos sobre las rodillas, y cogiendo con arribas manos lo que sin dejar de ser bastón había desempeñado menesteres de batuta y pincel, entretúvose en hacer agujeros en el húmedo suelo, y así que los había hecho, mirábalos con atención grande, y parece que dejaba escurrirse por ellos su pensamiento, tan amigo de los túneles de la meditación ya citados, como se escurren los polvos de escribir por la criba de la salvadera.

Luciana, en tanto, pasó revista a las estrellas y a las torres más altas que desde el Pinar se divisaban. Iban aumentando las nubes y al salir compactas y negras del lado de Oriente, y escalar poco a poco la inmensa curva del cielo, tenían similitud con un mar de sombras que invadía el reino de la luz, pretendiendo ahogarla. Al mismo tiempo que el cielo, nublábase el ánimo de la muchacha, y entonces, como otras muchas veces la acontecía, después de vagar errante en alas de la   -32-   curiosidad por todo el mundo sub-lunar (y super, también), sentía cierta languidez, cierto cansancio y aún más que esto, un disgusto profundo e íntimo. Cuando tal la ocurría, careciendo por completo de esa preciosa pinza de oro que se llama reflexión, y que por divina manera sirve para sacar espinas del alma, iba entristeciéndose rápidamente, y su ser todo caía, caía por un plano inclinado hasta lo más hondo de aquel océano de la estupefacción; y con el disgusto pesando dentro del espíritu como una bala dentro de un guante, hundíase, hundíase, hundíase en un descenso sin fin. Bien decía su primo, que sus divagaciones poéticas sobre la luna, las estrellas, las mariposas y las flores, eran de lo más ridículo, cursi y deplorable que puede concebirse. ¿Qué persona de criterio mediano y que se respete a sí misma, podía pasar horas y horas pensando en tales niñadas? Más vale comprar una muñeca de cartón y divertirse vistiéndola y desnudándola. Ella se declaró aquella noche una y mil veces sandia, tonta e incapaz de sacramentos, como el otro que dijo.

Cerró sus dulces ojos, y como si aún quisiera aumentar más la noche de que los rodeaba, tapóselos con las manos. Entonces el alma toda fue de la retina al oído, como insectillo encerrado en un frasco, que busca salida por todas partes. Allí escuchó e interpretó el sonido de la ciudad que en ondulaciones vagas venía: puso músicas no inventadas todavía en el silencio del campo, escribiendo fantásticas notas en un inmenso pentágrama, sin expresión posible, adivinó rumores y sonidos que no oía, y el lejano susurro, agudo como una carcajada infantil, de una fuente en el parque de uno de los inmediatos hoteles, juzgole ella voz humana que decía, entre otras mil gratísimas cosas: «¡Es Preciso quererte!»

  -33-  

Aun cuando Lucio y Luciana se enojen, voy a declarar que me parece completamente risible lo que a ellos les ocurría. Estaban jun tos y no hablaban. ¡Qué necedad! Cada pensamiento iba por su lado arrastrando el cencerro del aburrimiento, y el uno con sus túneles y la otra con sus océanos, causaban burlona compasión... Lo cierto es que no hablaban nada, y que si sus dos monólogos hubiesen podido unirse en un diálogo, habría sido preciso convenir en que Lucio y Luciana estaban locos de remate: tan distantes y diversos eran los caminos de sus juicios.

Él lo veía todo negro aquella noche; hasta el horizonte, pues dijo:

-Chiquilla, ¿va a llover?

-¡Ah!... ¿Decías? -preguntó ella, quitándose la noche de los ojos...- ¿Que va a llover? Sí. No... Quiero decir, no sé.

-Vámonos.

-¡Cómo te has aburrido, primo... y por mi causa!

Se levantaron y anduvieron bastante ligeros.

-Yo he nacido para aburrirme -repuso él, metiendo una mano en el bolsillo del pantalón, mientras con la otra se echaba al hombro el bastoncillo.

-Y yo también... debe ser así... porque así como antes me entretenía cualquier cosa, ahora... ahora...

-A todos nos pasa lo mismo entonces.

-A todos, a todos. ¿Y este aburrimiento no tiene cura?

-Mira, ayer se suicidó uno.

-¡Qué horror, primo! ¿No hay otro remedio, según eso?

-Sí: no haber nacido... o no haber nacido más   -34-   que con el cuerpo: tener dormido el ser interior y vivir con la carne no más.

-No te entiendo jota.

-Pues es bien claro, hija: no sentir anhelo de cosas grandes, no tener esperanzas de color de rosa, sueños de oro, ilusiones azules.

-¡Echa colores! Te pareces a mí ahora, primo... De modo que si tú te aburres, ¿es por no poder conseguir algo difícil?... Vaya, eso no debe ser cierto... Yo estuve ayer aburrida hasta que fuiste a casa... Esta noche lo he estado, y lo vuelvo a estar ahora... Pues bien; ¿qué cosa grande deseo yo?

-Tú lo sabrás... pero algo deseas, cuando estás triste.

Luciana se quedó silenciosa, y como si las palabras de Lucio le hubiesen comunicado una grave e imprevista nueva. ¿Cómo? ¿Ella deseaba algo grande? ¿En aquella alma tan chiquita había deseos mayores que un cañamón?

-Pues, Lucio, créeme... Yo no me acuerdo de desear nada imposible ni difícil. He pasado lista a mis deseos, y todos ellos son humildes como matitas de albahaca... Quiero que tu madre se ponga buena, que el jilguero rompa a cantar, que tú seas pronto un abogado de nombradía... Todo esto es fácil, y al tocar con mi memoria a cada uno de esos anhelos, para preguntarle si podrán ser, exclaman agitando sus dos alas, que son, una la voluntad y otra La esperanza: «¡Seremos! ¡Seremos!»

-Pues los míos, que no tienen más que un ala, el ala de la voluntad, si quieren volar, no consiguen otra cosa que ir arrastrándose por la tierra miserablemente.

-Ten esperanza.

-El dinero se pide prestado, pero la esperanza, ¿dónde se le presta al que carece de ella?

-Ten voluntad, y lucha.

  -35-  

Parose Lucio de repente, miró a su prima, cogió su mano, que ella alargaba entonces para abrir el abanico, y con gravedad profunda y seria, dijo:

-¡Voluntad! ¿Ves un diamante? Pues aún es más dura la mía. ¿Ves una reja de arado? Pues aún resiste más mi voluntad. ¿Ves el mundo? Pues aún ella es más grande... ¡Luchar! ¿Qué es luchar? ¿Ir dando golpes con voluntad a los obstáculos sociales? ¡Pues los daré! Los estoy dando hace tiempo, y sólo después de morir desmayarán mis brazos y dejaré de esgrimir la terrible arma.

-¡Feliz tú! -exclamó ella dando un hondo suspiro-. Yo no sé luchar, ni tengo voluntad. Soy un alma de cántaro.

Tuvieron que detenerse para que varios carruajes cruzaran una de las travesías de la Castellana. Luego torcieron hacia los juegos de pelota. Allí verdegueaba un ínfimo y fementido pradillo, en que se oía el esquileo errabundo de un cordero blanco, cuya piel contrastaba vigorosamente sobre el color de la vegetación. Era un pedazo de idilio que bravamente pretendía meterse dentro de la prosa de Madrid. Una empalizada le tenía como preso. Mas allá un solar largo y extenso se dejaba invadir de plantas de cardo, ortigas y rubios jaramagos, sobre los cuales un gran cartelón, medio derribado por el viento, indicaba el número de pies del área y su precio.

Lucio y Luciana siguieron andando. Tan silenciosos, tan callados iban, que el novelista se ve comprometido para acompañarlos dignamente, no teniendo que referir de ellos otras cosas que gestos y miradas. Abandonémoslos por esta noche, y mañana... mañana Dios dirá.

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- III -

Cristeta agonizaba. Decíanlo la lámpara nocturna con su débil, deslustrada luz; el ambiente de la estancia con su aroma de éter y tila evaporados; los muebles con su desorden; la gente de la casa con su triste y desesperada agitación. La alcoba permanecía completamente obscura, y en medio de sus sombras escuchábase un aliento cansado y resonante, besos y sollozos. La mesa circular de mármol cargada de papeles, periódicos ilustrados, libros con láminas y ramos de flores, tenía polvo de una semana; el azogado cristal del espejo, devolvía las imágenes de los objetos que llenaban el cuarto, como a través de una gasa blancuzca: tanta era la cantidad de pulverulentas moléculas que sobre él habían caído. Las sillas, de fino raso azul, con armadura de ébano, hallábanse desordenadas; las butacas, reunidas junto al balcón, con sus fundas de lienzo, arrugadas y fruncidas en pliegues mil, expresaban que poco antes habían servido de lugar de descanso a varias personas que estuvieron hablando detrás de las vidrieras. Todo tenía fisonomía de dolor: hasta el venerado Cristo de madera que estiraba su cuerpo amarillo en un rincón del gabinete en santo desperezo, dejaba caer de sus benditos y divinos labios, con el balbuceo tembloroso de la luz que a sus pies en un vasillo de vidrio ardía, estas palabras. «La muerte descendió de su carro. Ha armado su hoz. ¡Vais a sentir su golpe!»

  -37-  

Sobre el lecho, de madera amarilla torneada, en un almohadón, se veía hundida aquella preciosa cabeza rubia, en la que ya tenía grabado su sello la muerte. Era una niña, un ángel. Espesa madeja de oro caía por el almohadón, y sobre él se destacaba la tez linfática del rostro, amarillenta hacia las sienes, lívida hacia la boca, rosada sobre las mejillas, blanca cual la nieve en la barba. Su nariz abría levemente las ventanillas delicadas, en que serpeaban las venas azules, con un temblor nervioso, y en la sien latía vehemente un vaso sanguíneo, como palpitaciones fuertes de bordón que el dedo del músico pone en movimiento sonoro.

Allí cerca, una mano tomó los dobleces de la ropa del lecho y subiolos hasta ajustarlos debajo de la barba de la paciente. Luego cogió aquella barba y palpó la cabeza, sometiendo todas las esperanzas de un corazón estropeado, a la prueba de un diagnóstico que daba por datos innegables un grande fuego sobre las sienes y una helazón creciente en la barba.

-Cristeta -dijo una voz sutil, donde la mano había aparecido-, bebe un poco de refresco.

-¡Bueno! -suspiró ella débilmente.

Alzose la enfermera -pues se trata de una dama- y de un veladorcillo cargado de vasos, frascos y cajitas medicinales, tomó algo; oyose un crujido metálico, y pronto lució una cerilla al extremo de dos dedos temblones, blancos y finos, con uñas de color de rosa, y comparables a culebrillas de nieve cuya cabeza fuese de aquel matiz teñida. La luz osciló como queriendo apagarse, y después prendió su cabecita relumbrante de oro al cabo de una vela y allí hizo presa. Fue saliendo poco a poco de la sombra el cuarto, apareciendo las paredes de estuco, los cuadros de asunto sagrado, una pila de cristal, llena de agua bendita y   -38-   rodeada de un gran rosario de gordísimas cuentas rojas, sillón de terciopelo apoyado en la cama, la cama misma, la enferma y la enfermera. Esta representaba unos veinte años. Era alta y linda. A través de la palidez de su insomnio, de su faz descolorida, de sus ojos tristes, que rodeaba una sombra, del desaliño del traje, que le componían una falda obscura y un pañuelo fino de color de tórtola, fulguraban la hermosura y la elegancia, la salud y el brío de la edad primera.

-Bebe -dijo, pasando su brazo derecho por el cuerpo de la paciente para incorporarla, mientras con la siniestra mano, que temblaba, ponía el vaso de la tisana junto a la boca que había de apurar su contenido.

Aquella mano sintió, tocando al cuerpo, la impresión de una piel sudorosa y ardiente. Aquel cuerpo sintió, al ser tocado, una impresión de hielo que le hizo estremecerse en nervioso calofrío.

-¿Qué hora es? -dijo Cristeta.

-Han dado las nueve -repuso su hermana.

-¡Qué temprano! ¿Qué tal día ha hecho hoy?

-¡Muy malo! -dijo Rosario, que este era su nombre, usando de una cariñosa mentira para hacer más tolerable a Cristeta la forzada quietud y la prisión forzada a que la enfermedad la reducía.

-Siempre me dices lo mismo. ¿Es que este verano no sale el sol?

-Es un verano lluvioso, Cristeta... Vamos, niña, niña, duérmete.

-¡Duérmete! Yo no duermo más. Ocho días hace que me repites esas palabras... He dormido tanto, que ya he espantado el sueño.

-Pues no duermas, pero calla... Te hace mal la conversación.

-Me callaré entonces... Pero si es peor... Déjame   -39-   que te hable... Si no hablo, empiezan a bullirme en la frente unos pensamientos... Me parece que se me convierte la cabeza en una bola de hierro, que se me desprende de los hombros y rueda, rueda por unas cuestas abajo sin fin, atravesando primero unos arroyos helados... y oigo el chasquido de sus cristales al romperse... y después, unos hornos encendidos...

-Esa mente no acaba nunca de forjar quimeras... ¡Qué hornos ni que arroyos, Cristeta! Tu cabeza está sobre la almohada en que también la mía se apoya.

Y al decirlo, lo hizo como lo decía dejando caer su cabeza en la almohada. Cristeta, que estaba echada sobre la espalda, volvió sus ojos para ver a Rosario, y exclamó:

-¡Dame un beso!... otro, otro... y ahora... muchos más.

Colmole Rosario el deseo de los besos, y ella cerró los ojos, pero siguió hablando. Su charla, sus preguntas, su curiosidad, eran las de un niño que habiendo estado ocho días sin ver lo que en el mundo pasa, cree posible que en este tiempo se haya trocado la faz de las cosas todas, y los pájaros hayan perdido las alas, y el sol salga por Occidente y los árboles echen raíces en el aire. Contestaba Rosario con cariño doloroso y pena no bien disimulada. Nada más tierno que aquella hipocresía del llanto.

Cristeta preguntaba veinte mil cosas; por sus amigas, por sus compañeras del colegio de las Aguedinas, por su hermano ausente. Acabadas sus preguntas, y lleno el hondo saco de su curiosidad, refería sus recuerdos y sus impresiones. Decía cómo se sintió mala en la clase de geografía, donde estaban dos horas y media sin levantarse de un asiento de madera, muy duro. Decía cómo se desmayó,   -40-   cayendo sobre el hombro de su vecina de banco. Con prolijos y menudos detalles todo lo narraba, y en su desordenado charlar confundía lo sucedido con lo imaginado, el disgusto de su dolencia con la esperanza... ¿qué esperanza...? con la seguridad de su restablecimiento. Ella no sabía que el mes de mayo había pasado, dejando llenos los jardines de rosas, de golondrinas los tejados, de amor los corazones. Ella creía que aún podría tomar parte en aquella devoción tan bonita de las flores de mayo, y cantar delante de la Virgen, a quien miraba como una celestial muñeca, porque la única idea que de ella la habían dado era la que el escultor quiso poner en la cabeza barnizada y en las manos de pino que echaba fuera de su mano de tisú, en el altar de las Aguedinas.

-Calla, Cristeta, yo te lo ruego; hermana, calla. Vamos, te voy a tapar la boca si no.

Y como en Rosario la acción seguía a la idea, puso su mano fina y suave sobre aquella ardorosa boquita cuyos labios ofrecían, al tacto, desquebrajados por la fiebre y los potingues salutíferos, asperezas y desigualdades. Calló Cristeta; pero allá dentro seguía el monólogo de la historia y profecía de su inocente vida en que el ayer y el mañana se daban las manos, como dos alegres muchachos que han jugado mucho y aún se prometen jugar más. Las flores de mayo le ocupaban todo el cerebro, y con su pintoresca imaginación, exaltada por el aburrimiento del lecho, veía delante de sí la pequeña y suntuosa capilla de aquellas monjas que por educar a las hijas de la aristocracia, han hecho del santo lugar una especie de tocador del alma, en el que los jarrones que sostienen los ramos de filas parecen arrancados del boudoir de una duquesa; la aurífera ornamentación chillona de los chapiteles, propia de un salón de baile, y los frescos   -41-   del techo, copia de calcomanías francesas. Llegaba a ella el trompeteo del órgano, y hasta creía percibir el ruido que causaban los tubos cuando, faltando el aire al fuelle, quedaba la nota interrumpida con cierto sonido de voz monjil gangosa. ¡Qué aroma el del incienso! ¡Qué ambiente el de las flores, que estaban como luces de olor, puestas entre las velas rizadas!

Ella quería llegar hasta el ara relumbrante, con el ramo de azahar en las manos, y los místicos requiebros de la letanía en los labios... Veía la cara llena de arrugas y canas del capellán, que asomaba infirme bajo el caparazón sagrado de damasco y plata, como una tortuga. Oía luego la voz dulzona del predicador, que decía mil elogios a la madre de Jesús, llamándola Turris davídica, Stella matutina y Domus aurea... Después, un rayo del sol entraba por la alta claraboya, y caía delante de Cristeta, dibujando una fantástica figura impalpable de lumínico polvo. Ella recordaba haber visto aquello en otra parte: en las doradas estampas de su libro de misa... Sí; en la estampa que dice debajo en francés: «La Anunciación», había ella visto aquel ángel, de cuya boca salían estas palabras: «¡Ave, María!...» Seguía oyendo la voz del predicador, sus tropos floridos, como dos primaveras, sus ponderaciones histerológicas, sus embestidas contra la negra hueste de los impíos... pero, entonces, creía ella que no decía todas aquellas cosas tan buenas el sacerdote, sino el ángel dorado de alas de azul Prusia.

Los ojos de Cristeta se habían cerrado para ver mejor por dentro aquellas fulgurantes visiones de la piedad cristiana, y deleitábase en ellas con cierta complacencia de niño a quien muestran un juguete maravilloso.

En tanto, Rosario seguía con la cabeza sobre la   -42-   almohada, con los párpados cerrados y la boca entreabierta. Descubríase en ella, a través del pliegue de coral, una fila de dientecillos blanquísimos. Su nariz recta, de punta redonda, y en que la ósea partícula interior, marcaba en el prometido de la línea una casi insensible prominencia, delatada, más que por la leve inflexión de la recta, por la mayor blancura del cutis, diseñaba sobre su mejilla izquierda una sombra, movible con el aleteo de la lamparilla. Su cabello obscuro y muy abundante, contenido dentro de una red de blanca seda, formaba una masa redonda, comparable a una gran madeja de seda negra.

Pasad este perfil, no griego ni romano, sino castizo y puramente español, propio de una mujer de esas que pintó Goya; pasadle, dijo, desde la humana carne al fino marfil y tendréis el rostro de Cristeta. Eran iguales, como dos gotas de agua que penden de dos hojas de rosa; solo que una de ellas había engrosado, y estaba a punto de desprenderse, y la otra aún no había recibido todo el desarrollo necesario para caer de allí. Y, sin embargo, por un sarcasmo terrible de la naturaleza, la gota más pequeña hallábase a punto de abismarse en ese océano luminoso en que las almas se hunden para dejar de vivir la vida terrestre.

Cristeta agonizaba. Era una naturaleza débil, un pecho enfermo, que unos cuantos días, no más, de laboriosa dolencia habían entregado al cruel brazo de la muerte. En aquella delicada máquina de su organismo había ruedas que funcionaban con retraso, exponiendo a Cristeta a percances atroces. Había cumplido los catorce años, y su cuerpo no se hallaba aún dispuesto a cruzar esa poética frontera de la pubertad en que el ser humano sacude de su traje el polvo de que se le llenó en sus juegos infantiles, y siente que invade su   -43-   alma otra polvareda dorada de ilusiones. Había caído enferma el anterior año, por igual fecha que en la que la acción escasa de esta verídica historia ocurre, y desde entonces una medicación continua, un empleo diario del aceite de hígado de bacalao y del fosfato de hierro, habían tratado en vano de hacer vibrar en el ser de Cristeta cuerdas que parecían haber saltado antes de servir. Al cumplirse el año de aquella enfermedad, que fue larga y penosa, llena de crueles alternativas de vida y muerte, reprodújose con nuevo vigor. Esto temía la ciencia. La repetición de tales ataques, cuando viene fatigado el cuerpo de la anterior victoria, suele ser funesta y de temible solución. Estábanla aguardando por momentos la respetable familia de Ustáriz. Don Adrián Ustáriz, a pesar de su edad avanzada, ocaso de una vida tormentosa, en la que habían confundido sus estremecimientos los temblores de la política y los de las pasiones, llevaba dos noches sin desnudar su achacoso cuerpo, vigilante, lloroso. Iba de estancia en estancia, apoyado en un bastón, como en busca de una paz que le faltaba sobre la tierra. Sentose en su despacho, en aquel famoso gabinete donde habían ido a exponer arduas consultas tanto litigante distinguido, tanto prohombre de la política y hasta monarcas destronados, los cuales acudieron allí a encargar al insigne jurisconsulto de la defensa de sus bienes, puestos en pleito por la misma nación que los quitó la corona de sus antepasados. Revolvió sus tristes Ojillos grises, que rodeaban unas pestañas como de plata y cejas de áspero pelo gris, y un hondo lamento salió de sus labios.

-¡Dios mío! -balbució.- ¡Que no se muera!

Volvieron a girar sus ojos por los cuadros que cubrían completamente la pared, por las tres mesas cargadas de papeles, pleitos y procesos, de libros   -44-   abiertos, de tinteros de cristal tallado, de pisapapeles hechos con pedruscos argentíferos de una mina cuyos asuntos dirigía don Adrián. Se levantó y anduvo lenta y trabajosamente sonando su palitroque sobre la encerada madera del pavimento. Cerca del balcón permaneció un breve espacio, mirando alternativamente al cielo y al suelo, moviendo su cabeza con ademanes de desesperación, pasando el arrugado dorso de su mano izquierda sobre sus párpados, en que goteaba alguna lágrima. Cruzó la galería, y, como los tiestecillos, llenos de pensamientos y azucenas que salieran al paso, y un ventrudo cactus alargara sus tentáculos pinchudos, como para cogerle, con un movimiento que tendría mucho de cómico, si no tuviese mucho de sublime, agitó su bastón y sacudió un palo al más vecino montón de hojas, haciendo a este punto un gesto que quería decir: «¡Hasta vosotros me molestáis!» Atravesó la sala, siempre sonando el palitroque sobre el piso; y los numerosos espejos, de ancha luna, que copiaban la fina esterilla del pavimento, los hules ingleses, que trazaban una a modo de senda de puerta a puerta, los muebles de raso negro y madera de palo-santo, los veladores llenos de chucherías japonesas y de figuras de incroyables, con su lente en el ojo derecho y su nudoso garrote en alto, copiaron también la corva espalda de don Adrián, su rosácea cara, afeitada a uso clerical, su gorro verde, con gran borlón, que detrás, oscilante, le pendía; sus piernas dificultosas en andar, y aquel contoneo fatigoso de un cuerpo cansado, cuyos pies tienen tendencia a la fijeza y han de tomar impulso para levantarse. Sentose en un sillón, pero fue por breve tiempo, y poco después siguió andando, con una intranquilidad creciente, con un ahogo moral y físico, tremendo. Fue de estancia en estancia convulso,   -45-   llorón, sin voluntad, sin juicio, estupefacto, casi idiota, y al fin entró en la alcoba de Cristeta. Dos criadas estaban allí vigilando, y se levantaron cuando pasó. El viejo sostuvo con su propia mano la colgadura de seda de la puerta, y dijo con voz suave y queda:

-Rosario... ¿Cómo está?

-¡Lo mismo! -respondió ella.

Alzó su cabeza Rosario de la almohada, incorporose, y salió a encontrar a don Adrián.

-¡Dios mío! ¡Qué horrible ansiedad! -exclamó él.

Y juntó sus manos en gesto de oración, agitándolas una y otra vez.

-¿Duerme? -preguntó.

-No duerme... Está aletargada... Es un delirio sordo que cuando no se manifiesta, con palabreo incoherente, corre por lo hondo de su espíritu con turbulenta revolución.

-¿Cuándo viene González Robles?

-No tardará.

-¿Han ido a llamar a Tréllez?

-Fue Francisco... También estará aquí en seguida.

Hubo un rato de silencio. Un pequeño reloj, que representaba un cazador dormido sobre un ciervo muerto, latía en la chimenea, con un ruido que hubiera podido creerse la respiración anhelante de la locomotora del tiempo, que corre y corre sin cesar. Más de siete veces latió antes de que don Adrián dijera:

-Déjame verla, Rosario.

-Bueno, pasa; pero después te marcharás a tu alcoba... Que Juan te prepare la cama... Que te acuestes un rato.

Don Adrián miró a Rosario, y echándole los brazos al cuello, besola en las mejillas, humedeciéndoselas   -46-   con el lagrimeo de sus ojos. Luego se acercó al lecho para ver a Cristeta.

-¡Qué preciosa! -dijo- ¡Qué cara tan divina!... ¡Dios mío, Dios mío! Esto no puede ser... Rosario, reza por que no se muera... Yo tengo desolladas las rodillas de arrastrarme, delante del Santo Cristo de mi alcoba, pidiéndole la vida de esa niña.

-Papá... Vamos... Fuera de aquí... No es para tanto... ¿Quién sabe? -balbució Rosario, tragándose las lágrimas que querían salir a sus ojos.

-Yo sé que no tiene remedio -murmuró el padre con acento tomado por el llanto-... Yo sé que el ángel... ¡el ángel! ¿lo oyes?... el ángel se nos va.

Salió del cuarto, dejó caer la cortina de seda, que crujió al chocar con su bastidor de ébano, atravesó el pasillo, volvió a su despacho, al salón, a los gabinetes, a la biblioteca, al cuartito de los pasantes, devanando la madeja de su infinito dolor en aquel dédalo de lujosas habitaciones. Por fin, un sillón le recibió en sus brazos de terciopelo, en una esquina de la biblioteca. Allí se quedó quieto, después de tres horas de nerviosa movilidad. Estaba entre tinieblas, y la puerta cerrada dejaba entrar por sus resquicios una raya amarilla de la luz que alumbraba el pasadizo.

Transcurrió media hora, y un: «¿Se puede?» dicho al otro lado de aquella puerta, sacó de su estupor a don Adrián Ustáriz. Maquinalmente respondió: «adelante»; y la puerta se abrió, y viose aparecer en el paralelogramo iluminado la figura de nuestro amigo Lucio Tréllez.

-¡Oh, Tréllez! -dijo el ilustre viejo.

-Don Adrián -repuso él- ¿Cristeta sigue lo mismo?

-Sigue peor, amigo Tréllez... Venga usted acá... Estoy desolado... ¡Qué fortuna negra me persigue!

  -47-  

Hace cuatro años murió mi esposa... Hace dos, Julián, mi buen hijo!... ¡el porvenir de mi casa!... Ahora Dios se me lleva a este ángel, a esta niña de mi alma... Yo no puedo sufrir este martilleo de desgracias... Una se sufre con resignación pero tres no pueden soportarse... Yo me voy a morir, si Cristeta no sana.

-No desconfíe usted aún. González Robles es un gran médico... La ciencia adelanta prodigiosamente, y acaso...

-No, amigo Tréllez... La ciencia no puede hacer milagros... Los milagros solo puede hacerlos Dios, y verá usted cómo ahora no los quiere hacer... Pero vamos al objeto de mi llamada... ¡Mire usted, que es fuerte cosa en los hombres de cierta posición, el que no puedan dejar de ocuparse de negocios ajenos, ni aun cuando todos los demás hombres están autorizados para olvidarse de la vida y reconcentrarse en su dolor!... Yo quiero que usted se encargue de un negocio grave... Ya comprende usted que mi dolor, mi salud, cansada de este velar continuo, mi desasosiego, me cohíben el juicio... Y, sin embargo, el asunto es de aquellos que no tienen espera... Va en él la honra de un hombre... de un personaje... usted es quien va a sustituirme. Es una comisión más bien oficiosa que oficial; más bien política que jurídica... Pero de ambos caracteres tiene... Así que usted vino hoy por tarde a despedirse, le elegí mentalmente para este encargo.

-¿Y podré yo desempeñarlo? -preguntó Lucio.

-¡No lo dude usted! Con su talento se ha contado, señor mío, que no es un grano de anís; con su formalidad honrada y franca, con su lealtad purísima... Además, usted desempeñará el encargo en mi nombre.

-¿Y usted cree que yo?...

  -48-  

-Sí, hombre. Creo que usted sabrá hacerlo a maravilla... Venga usted a mi despacho, y allí... ¡Dios mío, Dios mío, que no se muera!

Mientras de aquel grave asunto hablaban don Adrián Ustáriz y su pasante, había llegado el doctor González Robles, un hombre bajo, robusto, de constitución villana y fuerte, cabeza grande y huesuda, barba y cabellos abundantes, tez cobriza, ojos negros y dentadura muy blanca, de gruesas piezas formada. Pulsó a la niña y expresó con un fruncimiento labial su disgusto. Tocó el seno delgado de Cristeta, aplicó su oído a aquella como tabla de marfil y escuchó el sordo gruñido del aire peleando en un pulmón destrozado. Repitió el gesto de disgusto, y en sus ojos brilló la ira. Era un combatiente vencido a quien su adversario ha desarmado; en su indignación científica había algo sublimemente hermoso y humanitario.

-Rosario -dijo a ésta, que había seguido con ansiosa vista las operaciones de la auscultación y el efecto que produjo en la parduzca fisonomía de González Robles-, usted que representa en esta casa el buen sentido, sin los encumbramientos y exageraciones a que propenden los hombres de mucho talento como su padre de usted... debe saber la verdad.

-¡Oh, qué horror! -exclamó ella, penetrando en el pensamiento del doctor.

-Me ha entendido usted, Rosario -balbució González Robles.

Ella había entendido y habíase dejado caer sobre el sillón. González Robles se acercó a ella.

-Tenga usted fuerza de alma -exclamó.

-Digame usted, Robles -exclamó Rosario, que según costumbre general, llamaba así al médico, omitiendo su primer apellido-, ¿no hay manera de evitar este horrible trance?

  -49-  

-No la hay, Rosario... Es atroz e inevitable la enfermedad. Ha avanzado en tres días más que en otras personas en un año.

-¡Virgen de la Paloma! -rezó Rosario, mirando al techo con sus ojos, de los que mil gotas de llanto resbalaban-. ¡Que se salve esta criatura! ¡Que se salve!

Cristeta había entrado en un período de abatimiento e inmovilidad. Eran las diez.




- IV -

La urgencia del negocio no daba lugar a tregua, así que Lucio Tréllez salió de aquella mansión de dolor aceleradamente y con intento de tomar un coche de alquiler que le condujese al hotel de Arolas, que está puesto, como todo Madrid sabe, en el promedio del paseo de Recoletos. Llevaba en la mano unos papeles atados perfectamente y una cartera de gran tamaño. Su rostro se hallaba contraído por una arruga que doblando el cutis de su frente, sombreaba su cara toda con el tinte del mal humor. En la calle de Atocha subió a una berlina de punto y su persona rebotó sobre los almohadones con el traqueteo de aquella caja mal montada, que iba metiendo ruido de máquina de guerra en el desigual empedrado de esta culta villa. Mentalmente recompuso su plan, recordó las instrucciones de don Adrián Ustáriz, lo que le indicó sobre el carácter y circunstancias del grave sujeto que se le encomendaba y de la persona con que debía llevarle a efecto debido. Con estos y otros pensamientos llegaba al hotel, y después de despedir al coche, entró por la verja, en la que una campanilla   -50-   sonó al abrirse la puerta de hierro. Estaban tomando el fresco, sentados en un banco, el portero, con su grandioso levitón, lleno de botones dorados, y uno que por su traje, mitad señoril, mitad chulesco, todas las trazas y anglo-castiza catadura presentaba, de ser lo que en el caló elegante del sport, suele llamarse un tronquista. El palacio u hotel no era notable pieza de arquitectura, pero sí bonito. Muchas ventanas tenía y por ellas, que estaban abiertas a la sazón podía descubrirse el interior de las iluminadas habitaciones, sus cuadros, sus espejos, sus cortinones, sus muebles todos que eran nuevos y de moda. Rodeaba el edificio un mezquino parque cubierto de césped, por el que entonces culebreaba la manga negra de la boca de riego, arrojando sobre una wellingthonia lluvia menuda, la cual plateaba la luna, al descender, goteando de rama en rama.

Lucio entró en el recibimiento. Hubo en su mano una tarjeta, pasó ésta de habitación en habitación hasta la más retirada, y al cabo de un breve rato volvió muy deprisa el criado y le hizo llegar al lejano gabinete del señor.

Había en él cuatro paredes llenas de libros que al descubierto, en estantes maqueados, mostraban sus encuadernados lomos; una luz de aceite de oliva y dorada pantalla, sobre la mesa de caoba negra, cerca de un tintero de plata; sillas de cuero granudo de color tabaco, una cabeza deforme de oso, con la boca abierta, para echar papeles rotos; y un sillón de rejilla y madera negra, ocupado por el Excelentísimo e Ilustrísimo Señor Don Juan Clímaco Arolas.

Era el señor Arolas todo un personaje. Fue dos veces ministro, y la gente le señalaba como en candidatura para serlo otra vez. Poco había de soplar sus naves la fortuna si no llegaba a presidente   -51-   del Consejo, andando, y no mucho, el tiempo. Pasaba por un sabio, merecía este título, uniendo a la erudición de los libros una profunda erudición de la vida. Conocía a los hombres con verlos solo; explotaba sus debilidades, y gustaba más media palabra de elogio, cuando de aquellos labios andaluces y ceceosos venía, que un discurso encomiástico de los otros. En lo moral era así. Un poco sutilizador, por lo que a la conciencia se refiere, justificaba una gran picardía con una gran frase, haciendo de la Retórica un inagotable tratado de Ética.

Plagiaba a Talleyrand, en el gracioso y chusco decir; a Thiers en el traje severo a par que pulcro y limpísimo; tenía puntas y ribetes de galanteador, y después de obtener un triunfo oratorio en el Congreso, nada era tan de su agrado como ir a que le coronasen de laureles, en salones aristocráticos, manos de mujeres bonitas. En lo físico era feo, bajo, mal formado de hombros, ancho de espalda, erguido de cuello. Su cabeza era pequeña y casi completamente cana; su bigote gris, terminaba en dos gruesas puntas sin guía; su nariz robusta se aplastaba un tanto encima del labio. Llevaba lentes que daban aire de supina impertinencia a su rostro, y al mirar echaba hacia atrás la cabeza torciendo mucho los ojos, por, nativo vicio de estrabismo. Una dama, ilustre por su apellido y sus sarcasmos, la condesa de Prado-Alarde, cliente por cierto de Ustáriz, dijo una noche de Arolas, viéndole entrar en el salón de los más concurridos del Madrid dorado:

-Ahí vienen las ruinas de Palmira.

Preguntáronle todos el porqué de aquella rara denominación y ella repuso:

-Llámole las ruinas de Palmira, porque son unas ruinas que tienen a veces poesía.

  -52-  

La frase hizo fortuna, acaso sin merecerlo, y de allí adelante llamaron las gentes frívolas al señor Arolas Las ruinas de Palmira.

Cuando Las ruinas de Palmira hubo saludado a Tréllez, y obligole a sentarse cerca de él, dijo:

-Ya conozco a usted de nombre, señor Tréllez.

-¿A mí? -repuso Lucio.

-A usted... Ustáriz me habla de usted con frecuencia... Me ha referido rasgos de talento y voluntad, de esos que elevan a los jóvenes al nivel de los hombres serios.

Lucio bajó la cabeza, sin saber qué contestar ni cómo defenderse de aquella lluvia de flores. El elogio abruma.

-El hecho mismo de enviar a usted con esta delicadísima comisión -siguió diciendo el insigne Arolas- me confirma en que Ustáriz tiene a usted en alta estima.

Hablaba con cierto tono campanudo, que hacia aun más notable la andaluza y cerrada pronunciación de los vocablos en que entraban la s y la z. Su estilo en la plática familiar, siendo cariñoso e insinuante, mostraba a veces inesperado ángulo de briosa elocuencia, resabio del orador o aguda flecha de ese sarcasmo, en que la vida de las redacciones hace maestros a nuestros hombres políticos.

-Ya sé -añadió luego-, qué tremenda desventura amaga al pobre Ustáriz... ¿Y no hay esperanzas de salvar a esa niña?

-González Robles ha dicho esta tarde que la hija del señor Ustáriz no verá la luz de mañana.

-Pero, hombre. ¡Esos médicos sueltan las cosas de un modo! Expiden la cédula de morir como se expide una cesantía... ¿Trae usted esos documentos?

-Aquí están -respondió Lucio Tréllez.

Abrió la cartera y sacó de ella varias fajas de   -53-   papeles de color rosa. Parecían billetes de Banco, pero no lo eran, sino unos talones de litografía, en cuyo encabezamiento, con letras azules, había estampadas estas letras: «Sociedad patriótica para la salvación del Altar y el Trono».

-Cuando usted viene a entregarme, en nombre de Ustáriz estos documentos, es porque ya sabe de qué se trata, -afirmó el insigne ex ministro, ajustándose una y otra vez los quevedos sobre la nariz-. Usted recuerda qué días de tormenta hemos atravesado en nuestro desgraciado país. Entonces, los amantes del orden, yo a la cabeza de todos, organizamos una sociedad de capitalistas, en que cada uno de los magnates, de los hombres de Estado afectos al legítimo Trono, y al Dios de nuestros mayores, puso una suma considerable. Hízose una emisión de billetes y se colocaron entre la aristocracia francesa, simpatizadora de nuestra causa. Ya conoce usted cuál fue la inversión dada a esos caudales... La obra está concluida, y el Altar y el Trono han vuelto a gozar de sus perdidos fueros... de sus fueros, que yo y mis amigos, y mis amigos y yo, habíamos defendido en la tribuna como en la prensa, en los comicios como en el Parlamento.

Acompañó estas últimas palabras de golpes fuertes dados con la palma de la mano sobre la mesa. Lucio bajaba la cabeza, con ademán afirmativo, cuando Las ruinas de Palmira acababa cada uno de sus párrafos.

-También sabe usted, pues Ustáriz fue el encargado de mediar en el asunto, cómo un canalla, un perdido, un tahúr, a quien habíamos dado malamente nuestra confianza, emitió billetes falsos, los colocó, los cobró, y gastó lindamente el dinero en diversiones, en cocottes, en paseos por Baden Baden y Monte Carlo... Yo hubiera obrado con energía   -54-   contra ese perdido; pero es... un conde, y aunque de la nobleza romana, conde al fin... ¿Quién da el escándalo de que un servidor de los buenos principios ande en causas criminales, prisiones y alguaciles? Se procuró arreglarlo a gusto de todos, y yo fui el encargado, de acuerdo con Ustáriz, de reclamar y recoger estos infamatorios papelillos, que por el tren correo de Francia enviaré mañana a París, a ese grandísimo canalla del conde de San Orlando.

Arolas expresaba la más viva indignación, pero cuando acabó de hablar depúsola súbito, para expresarse a lo llano, como quien se quita una gran cruz acabada la ceremonia. Largamente hablaron de su asunto. Lucio Tréllez contestaba con aplomo, y a medida que fue adquiriendo prueba de la amabilidad de Arolas, serenose y habló con seguridad y discreción. Encantábale el suave trato del ex ministro, y no podía creer que dijeran verdad los que le atribuían una dureza violentísima, para tratar a sus subordinados, que le ocasionó, siendo ministro algún desagradable choque con los pocos seres de espina dorsal recta que van quedando dentro de la raza humana. Aquel hombre parecía manso como la malva y atrayente como la sensitiva.

Cuando acababan su conversación, oyose el ruido de un carruaje que entraba en la enarenada senda del pequeño parque. Luego unos pasos ligeros y un ruido de crujiente falda atravesaron el pasillo inmediato al despacho, y un criado entró en éste, diciendo:

-Señor... Ha venido la señorita Sofía.

La señorita Sofía paseaba en el salón contiguo al despacho, y se oía el ruido de las tablas chirriando levísimamente bajo el peso de sus pies. Arolas se levantó para indicar al joven que deseaba   -55-   quedar solo y al despedirse dijo, dándole una palmadita en el hombro:

-Usted será... amigo mío... usted será.

Cuando Lucio Tréllez se alejaba, oyó una voz de mujer que tarareaba con gracioso murmurio una canción andaluza, parecida al polo. ¡Cantaba muy bien la musa inspiradora de Las ruinas de Palmira!




- V -

Cuando Lucio y Luciana volvieron de paseo, se halló el primero con un urgente recado del señor Ustáriz llamándole a su casa. Ya sabe el lector para qué. Luciana se desnudó las ropas de su humilde gala y se dispuso a ayudar a doña Olegaria, para entrar en el lecho de un modo definitivo. Quiero decir, que como doña Olegaria permaneció echada sobre la cama casi todo el día, por la noche Luciana tenía que desnudarla, arreglar las hundidas ropas y ordenar la alcoba, que estaba revuelta, con, los pocos muebles amontonados, un pañuelo aquí, un par de botas allá, la muleta de la anciana enferma en un lado, el rosario que el sueño arrancó de sus manos en otro, y todo, en suma, trastornado por aquella impertinente infantil movilidad del enfermo crónico. Doña Olegaria padecía tres o cuatro enfermedades que, enredándose unas en otras, la traían de continuo a mal traer. Padecía reuma en las piernas, y cuando estaba húmedo el ambiente, aquella dolencia se exacerbaba. Padecía asma, y cuando subía el termómetro los ahogos de una respiración difícil se apoderaban de ella. Padecía jaqueca, y cuando se nublaba el cielo, o pasaba   -56-   la tierra de una estación a otra o apretaba el calor o el frío, la cefalalgia hundía sus negras uñas de demonio en aquel cráneo pequeño y deprimido. Su conversación era un tratado de terapéutica. Su voz, un sonido temblón y ronco. Su genio, un amasijo insoportable de irascibilidad, capricho y egoísmo: esta última condición solo alterada cuando de su hijo Lucio se tratase.

Ya estaba dentro de las sábanas y su marido que dormía en la misma alcoba, se aflojaba los tirantes para despojar de los pantalones sus piernas.

-¿Has visto? -dijo ella, poniendo con gravedad en don Pero sus ojos negros y pequeños, como dos gotas de tinta-. ¡Hoy han llamado a Lucio!

-Sí -respondió Tréllez, subiendo la pierna derecha sobre la izquierda para quitarse la bota correspondiente.

-Cada día es allí más necesario... ¡Nuestro hijo va a subir de un modo!... ¡Virgen Santísima, que sea pronto!.. ¡Virgen del Robledal, que yo lo vea!

Su voz, siempre trémula, temblaba ahora más, goteando sobre ella el llanto que corría de sus ojos siempre que hablaba de venturas venideras. Temía no llegar a ellas con vida.

-Se va haciendo el indispensable... Ese tunante de don Anatolio... ¡vaya un nombre!... anda por ahí desacreditando el apellido de su padre, emborrachándose como un Judas...

Para doña Olegaria, Judas era el ser más perverso y empecatado que nació de madre. Si quería ponderar la perversidad de alguien, por cualquier vicio o delito que fuese, comparábale con el discípulo traidor.

-...como Judas -continuó- y malgastando el caudal de la casa... El señor Ustáriz, aunque tú lo dudes, quiere mucho a nuestro Lucio, y... y yo tengo una idea metida aquí dentro...

  -57-  

«Allí dentro» era la frente.

-...aquí dentro; y no te lo digo, porque tú no crees nada de lo que en este asunto pienso.

-Mujer... como pasas la vida entre las paredes de este cuarto, imaginas las cosas y te las crees, aun cuando no tengan pizca de sentido común... ¿Qué es lo que ahora piensas? -preguntó Tréllez.

Ya estaba acostado, y sentándose en el lecho, hizo la señal de la cruz para besarla luego.

-Pienso -repuso doña Olegaria- que don Adrián guarda algún feliz proyecto para nuestro hijo... Su hija Rosario... aquella señorita alta y tan divina cual la imagen de la Virgen del Robledal...

Así como el supino encarecimiento de lo malo era para doña Olegaria Judas, así el encarecimiento de lo bueno y de lo bonito era la Virgen patrona de su pueblo.

-Tú no sabes nada de cosas de sociedad -respondió Tréllez-. Yo te aseguro que don Adrián no se acuerda de nuestro hijo sino para mandarle hacer los menesteres que le competan. A ti se te ocurre que Lucio es muy listo, muy honrado, un alma muy noble... pero todo eso lo ves a través del color del cariño... Yo te aseguro que don Adrián no tiene tales descabellados proyectos.

-¡Qué pesado te pones con tus «yo te aseguro»! Yo te aseguro que don Adrián piensa lo que yo.

-Bueno, mujer, bueno -dijo don Pero con tono cachazudo y conciliador-. Pero un matrimonio entre la señorita Rosario y... ¡Si no es posible! ¡Ellos tan ricos, que poseen quintas de recreo, carruaje! ¡Nosotros tan pobres, que apenas si tenemos pan que llevar a la boca!

Don Pedro la echaba de humilde y pobretón, con una que pudiéramos llamar hipocresía del oro, tan ridícula como su ostentación inoportuna y vana.

-¡Qué miserablón eres! ¡Mal año para Judas!

  -58-  

¡Jesús, Jesús mil veces!... ¡Que no tenemos pan que llevar a la boca!... ¿Quieres que te diga cuánto tenemos? ¿Quieres que te haga el inventario?... ¡No tenemos pan que llevar a la boca!... ¡Anda de ahí, llorón! Eres más tacaño que Judas... ¿Y los cinco mil duros que hay en el Banco? Pues qué, ¿eso no es nada?

-No te sulfures, que el asma se te sube a la garganta y pasas mala noche... Yo te aseguro que cinco mil duros, para un señor como Ustáriz, es menos que nada, es... Pero ¡diablo! ¿pues no me has pegado tu manía? Ahora iba yo a calcular si serían mucho o poco cinco mil duros, como si todo ello estribase en número de más o de menos... No digas locuras, y déjame dormir.

Dio una vuelta en la cama, que crujió bajo el peso del comerciante, y se tapó hasta el cuello.

Oyose a Luciana andar por la cocina. Luego vino a la pequeña salita y se asomó a la ventana, que seguía abierta. Era un piso tercero, con honores de cuarto, y la calle, que era una de las que cruzan desde la Corredera alta de San Pablo a la calle Ancha, culebreaba, perdiéndose en una esquina, tras un edificio que salía al paso al transeúnte, enseñándole sobre su fachada un pintorreado tablero en que decía: «Vinos y Cerbezas», con letras hechas de muñecos borrachos, los cuales se apoyaban unos en otros, para dar lugar con sus posturas, a las formas alfabéticas. Cuando Luciana se asomó, la llamaron desde arriba.

-¡Luciana, Luciana! gritó una voz infantil.

-Luciana, sube -gritó otra menuda voz.

-Ven a jugar conmigo -dijo otro niño.

¿Era aquello la Inclusa? Era el piso sotabanco, habitado por la portera de la casa, una pobre viuda de un albañil que se mató cayendo desde un alto andamio. No tenía más que cinco chicos.

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Verdad es que el mayor contaba ya cinco años, y casi andaba solo. En cambio, la pobre Loreto, que había cumplido en abril los tres, se veía acometida de una horrible enfermedad: de una incurable erupción, herencia que, a falta de bienes, le había dejado el grandísimo borracho de su padre.

Después que los chicos hubieron gritado en la ventana, como atrevida cuadrilla de hambrientos gorriones, salió su madre a poner orden en aquellos desalmados alborotadores del público sosiego.

-¿Está usted ahí, Luciana? -dijo, apartando a los pequeños, para asomarse al alféizar del estrecho ventanuco.

-Aquí estoy -respondió Luciana, levantando la cabeza-. ¿Aún no ha acostado usted a esa tropa?

-¡Calle usted, por Dios, si me dan más guerra!... ¡Ambrosio, que te vas a caer!... Se pasa una la vida bregando con esta canalla... ¡Dios me dé paciencia!... ¡Gumersindo... no tires de las orejas al gato!... ¡Todos, todos a la cama!

Distribuyó un par de azotes, pero azotes de madre, de esos que suenan mucho y dañan poco, y la chiquillería se retiró de la ventana. Quedó en ella la portera.

-Bien se ha paseado, Luciana -dijo.

La portera trataba con la mayor confianza a la sobrina de Tréllez, sin duda porque ella era quien iba a la compra, quien barría, quien desempeñaba allí las faenas del doméstico servicio, lo cual la colocaba casi en igualdad de esfera social con la viuda, según ella creía.

-Sí;... pero no fue mucho, -respondió la joven, sin mirar arriba, y acariciando un tallo verde de la maceta de claveles que había en la ventana.

-Poco... pero bien aprovechado... Y en buena compañía -añadió con aire de malicia la portera, cuyo nombre es Gervasia.

  -60-  

-¿Aprovechado?... Hija, no... ¿Por qué dice usted eso?

-Por nada que, sea malo... Pero yo creía que usted y su primo... y su primo y usted.

-¿Qué?... Hable usted Gervasia, que escucho con atención.

-Qué... ¡Vaya! Usted quiere que le regalen el oído... Que usted y su primo son novios.

Una ola de carmín subió al rostro de Luciana. Cerró los ojos, dejó caer la cabeza sobre el pecho, y la mano soltó el tallo del clavel, que quedó columpiándose en el aire.

-No es verdad -murmuró.

-¿Que no es verdad? -repitió Gervasia, echando medio cuerpo fuera de la ventana para disminuir la distancia que le separaba de Luciana y poder hablar más bajo-. Yo sé que es verdad... El que ha sido cocinero antes que fraile, de los guisos de cocina algo sabe... El la quiere a usted... No hay más que verle tan callado, tan serio... ¡La mira a usted de un modo!

-Está usted equivocada, Gervasia -dijo Luciana.

Se había puesto grave y pensativa y sus dedos volvieron a martirizar el clavel.

-No me equivoco... ¡ay, también yo entiendo eso de amoríos!... Además, toda la vecindad lo asegura... ¿sabe usted lo que dicen las hijas de don Honorio? Pues dicen que ustedes dos se quieren, pero que son tan bobos que no se lo dan a entender.

-¡Las hijas de don Honorio son unas parlanchinas! -dijo con energía Luciana.

-Pero yo creo que no hay tal bobada, sino que ustedes se entienden...

-Repito a usted que se equivoca.

-¡Madre de Dios! -dijo Gervasia, después de   -61-   una pequeña pausa-. ¿Pues no niega todavía? ¡Hija, tanta reserva!... ¿Es algún delito el quererse?... Por quererse no mata Dios ni el rey lleva a galeras... ¿Quiere usted una prueba de que lo sé todo?... Oiga usted... anteayer tarde me asomé a la ventana... y vi al señorito Lucio que cortaba un clavel de esos y lo besaba...

Luciana soltó el clavel que tenía cogido, el cual volvió a columpiarse.

-Eso no es posible -dijo.

-¿Por qué?

-Porque Lucio es un hombre serio, y esas tonterías son buenas para colegiales no más, según él mismo dice.

-¡Ay, ay, ay! A otros más bravos he visto yo hacer cosas más tontas que besar una flor... A mi difunto, que tenía el alma bien atravesada, Dios me perdone... y un corazón más duro que un peñasco, le he visto yo con estos ojos besar un collar de cuentas de vidrio que se me cayó al suelo una tarde en el baile.

-Pero aunque así fuese -exclamó Luciana, con perentoria rapidez, empujando una palabra a otra- ¿Qué prueba es esa? ¿Qué prueba el que Lucio bese un clavel?

-Prueba que la quiere a usted, porque usted es quien riega los claveles.

-¡Bien discurrido! -dijo Luciana, a tiempo que una inesperada alegría le entraba en el alma-. ¡Vaya, Gervasia!... Eso no tiene ni sentido común.

-Ya que usted se guarda el secreto, no diré nada más.

La portera volvió la cabeza hacia adentro de la habitación y gritó:

-Chiquillos, no os peguéis... ¡Como vaya!

Pero los chicos no dejaron de revolver la ropa del único lecho en que todos dormían, como una   -62-   camada de gatos recién nacidos. Tuvo que dejar la ventana, Y cerrarla, para poner orden en aquella gente menuda. Gumersindo, desnudo ya, se empeñaba en cabalgar sobre la almohada, espoleándola bravamente. Ambrosio quería a su vez cabalgar en su hermano, y le echaba las piernas sobre los hombros. Celina que sentía deseo de dormir, pateaba, protestando contra el chillar ensordecedor de aquella desvergonzada chusma. Victoria berreaba y ponía el grito en el cielo... Hubo nueva va distribución de azotes, y la desnuda comparsa de angelones de retablo calló los picos.

Luciana siguió donde antes. Daban las doce en las monjas Teresas, y el sonido de la campana extendíase en el aire con vibraciones prolongadas y lentas. Allá abajo, en la taberna del abigarrado letrero, un ruido de baile hundía las tablas del piso, hallando ecos profundos bajo tierra. Sonaba una gaita gallega su flautado y gangoso cantar, y alguna voz humana acompañaba con agudo chillido tan desesperado concierto de armonías infernales. Luciana veía las puertas vidrieras de la taberna, cuya parte inferior tapaban por dentro cortinas de percal encarnado. Los cristales superiores dejaban descubrir una atmósfera de humo, en medio de la que varias figuras humanas danzaban, brincaban, movían los brazos y enarcándolos como pone las alas el avestruz fugitivo, daban vueltas unas alrededor de otras, con monótona y mareante repetición. Era un baile popular de lo más ruidoso y alegre que puede concebirse, un baile de los gallegos del barrio, en el que tomaban parte los aguadores parroquianos de la taberna, el tachuelero de la esquina, con su blusa de percal blanco rayado de azul, y su garrote en la mano, daba saltos y corcoyos delante de una apechugada moza, de anchas caderas y cara inexpresiva; los   -63-   tahoneros de La hogaza de oro, cuyo despacho, más arriba, en la misma acera se veía, y que apoyados contra las mesas de pino, con su blanco traje de lienzo, las mangas de la camisa recogidas, los brazos cruzados, el delantal de bayeta doblado en la cintura, miraban a las danzarinas, riendo con aquella sonrisa que les hendía el rostro de oreja a oreja... Seguía al monótono mosconeo de la gaita, un asonante de cincuenta pies marcando el compás con los talones.

Tan enojoso ruido, que otras veces había parecido a Luciana insoportable, túvole entonces por bien concertado y armonioso. Miraba a la ventanilla de la taberna, y encontraba hasta distinguidas las personas que tales brincos pegaban, entre copas de vino y palabrotas de esas que suenan como el cohete. Una ansia de alegría la invadió el alma; un regocijo inefable corrió por sus venas; un soplo de deliciosa y nueva vida dio vueltas una y otra vez alrededor de sí, envolviéndola en un ambiente perfumado. Cogió el clavel que antes acariciaba, cortole, púsolo en su cabello. Era una coquetería infantil sumamente risible. Era adornarse para que nadie la viera, sino ella misma. Fue al espejo, se miró y tocó nuevamente el clave con sus dedos para hacerle hincarse más entre las ondas revueltas del peinado.

¡Pensaba tantas cosas buenas! Pensaba en una iglesia resplandeciente, en un altar cuyo paño era como de nieve, en un cura que alzaba sus manos al cielo, en un velo blanco que rodeaba con un lazo su cuello y otro cuello querido. Algo la preguntaba el cura. Oía que su boca y otra boca adorada, decían: «sí»; y este monosílabo volaba de sus labios como dulce abeja llevándose toda la miel de la felicidad. Ella sentía entonces crecerle en el alma aquellos menudos deseos que había comparado   -64-   con matitas de albahaca. No eran matitas de albahaca, eran árboles frondosos y en su pomposa copa verde, blancas flores salían, y pájaros mil labraban su nido de esperanzas.

Largo rato pasó en mudo soliloquio. Cerraba los ojos para oírle mejor y la luz de la sonrisa pasaba por su cara como un reflejo de la luna. Enternecíase su alma repentinamente y sin dejar de sonreír asomaban algunas lágrimas en el borde de sus párpados. Estos se cerraban como para detenerlas, pero ellas habían salido ya de la retorta en que la química del corazón las condensa y no querían sino desbordarse... ¿Qué brazo era aquel que enlazaba el suyo? ¿Qué mano sujetaba su palpitante cintura? ¿Qué dedos varoniles y fuertes estrechaban su muñeca en que las venas latían alborozadas?... No sabía decirlo. Pero se dejaba estrechar y una languidez, una como muerte dulce, un ahogo delicioso quitábanle el albedrío, la serenidad, el juicio... Pero todo ello era invención de su mente. Nadie la cogía la cintura, nadie sujetaba su muñeca. ¡Tiene unos caprichos la loca de la casa!

Cuando dio la una, doña Olegaria llamó a su sobrina.

-No puedo dormir -dijo con voz entrecortada por una respiración dificultosa y sonora-. ¿Cuándo vendrá Lucio?

-Sin duda está peor la niña del señor Ustáriz -repuso Luciana.

-Sí... eso debe ser...

Doña Olegaria se sonrió. Cualquiera diría que aquella sonrisa era completamente inconexa con sus palabras.

-¿No te acuestas, chica?

-No, señora. Aguardaré a que venga.

-¿Y si tarda mucho?... ¿Y si... pasa allí la noche? -dijo la anciana, tornando a sonreír.

  -65-  

-Le aguardaré también... Si me acomete el sueño me dejaré caer en el sofá...

-¡Qué felicidad, Luciana! -exclamó doña Olegaria después de un rato de silencio.

-¿El qué? -preguntó Luciana.

-Nada... nada... Es una cosa que se me ha ocurrido...

Hablaban en voz baja para no desvelar a don Pero, el cual con los brazos sobre las sábanas y la boca entreabierta dormía a más y mejor.

-Dígamelo usted, tía... ¿No soy yo de confianza?

-Sí, lo eres... Pues tienes razón que debo decírtelo... Óyeme, Luciana... ¿Tú te alegrarías de la suerte de Lucio?

-¡Que si me alegraría!

-Digo que si te alegrarías de que subiera mucho, de que fuese muy nombrado, de que la gente dijese: «Tréllez», como ahora dice: «Castelar».

-No me alegraría sino que me moriría de gusto.

-¡Ah, qué buena eres, chica... Bájame un poco estas sábanas que se empeñan en ahogarme... Pues bien; Lucio va a ser muy feliz... Don Adrián le quiere de un modo... En aquella casa no se piensa sino en Lucio... Toda cosa difícil que ocurre, Lucio la resuelve... Allí no hay sino Lucio por arriba y Lucio por abajo... Y yo creo... -siguió diciendo con tono de confidencia íntima- yo creo que don Adrián quiere casarle con su hija...

-¡Cómo! ¿Con su hija? -balbució Luciana. ¿Qué hija?

-Aquella señorita tan alta, tan elegante, tan hermosa que vimos una mañana en misa... La señorita Rosario...

Luciana sintió cierto malestar repentino. Aquella caldeada atmósfera de la alcoba la asfixiaba.

  -66-  

No quiso preguntar siquiera el fundamento de las suposiciones de doña Olegaria.

-Pedro dice que yo me equivoco añadió la reumática pero no es así... El sostiene que don Adrián no abriga tal proyecto... Afirma que soy una loca, que veo visiones.

Luciana creyó que entraba una corriente de aire puro en la alcoba y que podía respirar mejor aquella atmósfera.

-¡Qué guapa es la señorita Rosario! -murmuró doña Olegaria-. ¿Viste qué manos tenía tan pequeñas? ¿Viste qué pies tan chicos?

Luciana se examinó las manos y saco un poquito la punta de su pie derecho, por bajo de la falda, para medirle con la vista.

-¡Luego -añadió la vieja-, ¡qué lujo, qué trajes, qué seda la de su vestido!

Nadie ponderaba como doña Olegaria. Poseía una Imaginación hiperbólica, lo mismo para elogiar que para deprimir y tenía tan fácil la lengua para lo uno, como para lo otro.

-Quiero que reces conmigo, por que mi pensamiento sea verdad... Acércate... Ponte ahí de rodillas... Vamos... una Salve porque nuestro Lucio se case con la señorita Rosario.

Aquella muchacha parecía un autómata. Se arrodilló, cruzó las manos y rezó lo que la madre de Lucio quiso; pero al fijar sus ojos en la imagen de la Virgen de la Paloma que pendía de un clavo, en un marco colonizado por las moscas, mirola de un modo que significaba: «¡Perdón, madre mía, por este sacrilegio. Yo no quiero que hagas lo que te ruego en mi oración. Esta Salve la rezo porque Lucio no se case ni con la señorita Rosario, ni con...» ¿Ni con quién? ¡La Virgen que oyó aquellas preces, sabe por qué fueron dirigidas al cielo!



  -67-  
- VI -

Aquella ventana se abrió sobre el mercado, y en ella viose aparecer a la madrugadora muchacha a tiempo que el hormiguero despertaba. Era una de las plazas mejor surtidas y más abundosas de Madrid; el estómago de un barrio populoso que, partiendo de un amplísimo y elevado caserón de hierro y tablas, extendíase luego por las calles inmediatas, como un charco que se desborda en negros arroyos, irradiando el movimiento, la vida, el rumoroso vocerío de mil bocas que gritan, el mareante ir y venir de las gentes, el traqueteo de los carros, el cántico plañidero de los ciegos y el alarido de los vendedores que anuncian, quejándose, sus mercancías.

A primera vista la confusión que tal mezcla de colores y de ruidos producían era agradable. Aquel desfilar sin fin, aquel agitado mar, cuyas orillas eran las paredes de las casas, aquel hervidero de que salía un vaho de palabras, un borboteo de voces, una como aureola de ruidos mil, tenía no sé qué hechizo atrayente muy poderoso. Lucianilla, con los brazos puestos en el alféizar de la ventana, sobre la cual reía el sol en los vidrios desiguales y verdes, que por hacer aguas podrían compararse con cristales del mar, helados en un momento de suave oleaje, gustaba de pasar largos ratos contemplando la confusión pintoresca de trajes, personas, voces, gritos y cánticos. Sus ojos hacían una mezcla de tanto matiz diverso, pareciéndole aquel mercado, cuando desde la altísima ventana le miraba, un tapiz vuelto del revés. Luego iban separándose   -68-   los colores, y volvían a distinguirse entre sí. Después se desprendían las figuras unas de otras como si el aglutinante que las unía se hubiese derretido, y se movían y destacaban, naciendo los individuos de aquel caos confuso de la colectividad. Distinguíase aquí el sombrero ancho y terroso del barrendero, que, con su escoba al hombro, marchaba a tomar posiciones para empezar su diaria matutina lucha contra la suciedad municipal; allá avanzaba una desaforada cesta de paja, detrás de la que apenas si se descubría el cuerpecillo enano del criado que en sus espaldas la soportaba; por en medio, una cabeza con prolija rizadura escarolada, relumbrantes pendientes y pañuelo de seda de color muy vivo, cruzaba despacio, agitándose, con un contoneo muy pausado y cadencioso como caballo de paseo regio. Era aquí delectación de miradas gastronómicas, este abierto canal de un cerdo que mostraba francamente las llagas de su alma en el pringoso y blanco tocino; y junto a él alzábase en rimero de oro un montón de naranjas a las cuales cubría el desnivelado sombrajo hecho de un toldo de carro sobre una cruz de canas. En pila, ni más ni menos, que como el día de las bodas de Camacho, el pan rubio, que exhala el aroma del horno, excita los instintos socialistas del pobre a la puerta de la tahona; y a su lado, el brazo, cubierto con manguito de sarga, de un mozo grosero y robusto, esgrime el cuchillo sobre una pieza de vaca, sacándole sones de herrería al chocar del filo con el hueso.

Alpes de patatas y Guadarramas de coles ocupan los lugares intermedios, y en las esquinas y bocacalles no faltan esos conatos de Rothschilds, que sobre un banco de pino cambian plata por cobre, como el mundo virtud por barro. El sol brilla hiriendo el metal de un peso infiel, cuyas semiesféricas   -69-   cacerolas suben y bajan a manera de bomba aspirante e impelente del dinero, e ilumina e inflama con multicolores reflejos la espetera brillante que forman a la puerta de una cacharrería los cristales de botellas, copas y tubos, o las vidriadas jofainas y recios jarrones de Talavera, sin mentar otros vasos, de cuyo nombre no quiero acordarme.

Sube la gente hacia el caserón de hierro y tablas, y al llegar a las angostas puertecillas, estréchase y se adelgaza para entrar dentro. Es la soga que quiere enebrarse por el ojo sutil de la aguja bordadora. Se enebra y pasa, y allá arriba, el ruido que libremente se esparce afuera, como aleteo de millares de miles de moscas, estalla en ronco estertor, que tiene más de la respiración trepidante de una locomotora, que del bramido de la res sacrificada, aunque a ambas cosas se parece. Marea, cansa, fastidia un rumor tan pertinaz, y como suena sin variantes, y en el mismo tono siempre, la mente fatigada de percibir su sensación monótona, compárale con el girar sin fin de rodezno de molino. Bajo la alta techumbre vibran a veces femeninas carcajadas, y suenan voces, silbidos o el férreo choque de la pesa y la balanza. Entonces, diríase que aquel imaginado rodezno ha chirriado al encontrar un obstáculo en su rotación sin fin.

Luciana estaba inquieta y nerviosa. Así pasó la noche, viendo cómo el cielo tomaba diversos matices de obscuridad y cómo después su azul profundo se aclaraba con reflejos y trasparencias de color de rosa, hasta que éste dominó el horizonte, cuando sopló el frío aliento de la madrugada. Doña Olegaria, a quien sus íntimos pensamientos y la comezón del reuma tenían como liebre, con los ojos abiertos, llamó diversas veces a Luciana durante el transcurso de la noche para mandarla acostarse.

  -70-  

-No, señora -respondió Luciana-, espero a Lucio. Yo sé que tiene que venir... Sino que como, en casa del señor Ustáriz esta noche hará falta, se habrá quedado hasta última hora.

Cuando hubieron dado las tres, Luciana se retiró de la ventana, temblando de frío, porque el relente del amanecer caía sin cesar. Echose en el sofá, apoyando su cabeza en uno de sus brazos. Pareció dormir. Se había tapado los ojos con una mano y debajo de aquel antifaz corría por los pliegues de los labios la luz de una vaga sonrisa que entre sueños se le salía a ella del alma.

Oyó dar las cuatro en el reloj de las Teresas y entonces volvió a asomarse a la ventana. Ya venía el sol a toda prisa y comenzaba el movimiento de la población, tronando el empedrado de las calles inmediatas bajo el andar ruidoso de los carros de la limpieza y alegrándose el aire con el desapacible esquíleo de las burras de leche.

-¡Oh, Dios mío! -pensó la muchacha-. ¡Cuánto tarda!... ¿Sí le habrá ocurrido algún percance? ¿Le habrán robado? ¿Le habrán...? ¡Bah! Estos son miedos de niña... ¡Se habrá muerto la señorita Cristeta!... Estará la casa aquella tan grande, llena de dolor... ¡Pobre señorita!

Después, sin duda, asaltó su imaginación algún deseo, cuya conveniencia o inconveniencia con íntimo debate allá dentro de su alma se discutía.

-No -dijo.

Y al poco rato hizo un movimiento como para separarse de la ventana. Sus manos agarraban la madera del vano y parecían no querer soltar, mientras su cabeza, vuelta hacia la habitación, como que pretendía escaparse adentro.

-Es una tontería... Yo misma me río de mí misma -dijo luego.

  -71-  

Mas ella misma no se reía de sí misma, sino que estaba muy seria.

-Pero ¿quién ha de verlo?... Es un capricho y quiero...

Volvió a dudar. Al fin, exclamó:

-Ea... Voy allá.

Separose de la ventana, se acercó a la cómoda y cogió un retrato de fotografía que estaba colgado de la pared en compañía de otro que representaba con descoloridos matices a don Pero y su mujer, en amoroso grupo, ella sentada en un sillón y él en pie, detrás de ella, con una mano puesta sobre el hombro de su compañera. El retrato que cogió Luciana, estaba dentro de un marco dorado. La muchacha volvió a su ventana con él. Mirolo allí. Era el retrato de Lucio Tréllez, hecho el año antes. Su busto salía y resaltaba sobre un fondo gris y su cabeza grande, su nariz larga, su bigote, sus ojos rasgados a que daban tanta dureza la negrura y cerrazón del entrecejo, aparecían maravillosamente copiados. Entonces sí que se sonrió ella. Pasó una vez la mano por el cristal para quitarle el polvo, buscó el foco de la luz para contemplarlo mejor, mirolo tapándole con un dedito la frente y las cejas, y así le parecía más dulce y cariñosa la expresión de su adorada fisonomía; mirolo luego tapándole la cara, y de aquella suerte los ojos y el entrecejo adquirían súbita severidad. Ella quería a Lucio sin el entrecejo, porque aquella línea espesa de pelo que se movía en los momentos de cólera como una culebrita negra, inspirábale miedo. Pero ya que Naturaleza puso debajo de aquel entrecejo tan duro aquellos ojos tan lindos, aquella correcta nariz, aquella lumbre de inteligencia que se extravasaba por todos los poros del semblante, Luciana tomaba a Lucio con entrecejo y todo. Quitó, pues, del cristal

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aquel dedo con que iba corrigiendo la obra natural y acabó por mirar totalmente a su primo. Púsole cerca del tiesto de los claveles, y allí le tuvo un rato, mientras su pensamiento preguntaba:

-¿Será verdad?

Y en lo profundo de su alma, ella veía agitarse dos dedos: uno de color de rosa que decía con afirmativo movimiento: «Sí»; otro negro que negaba diciendo con entristecedora insistencia: «No».

Luciana quiso dar la razón al dedo negro.

-¡Valgo tan poco! -dijo-. ¡Y él... él vale tanto!

El dedo negro dejó de moverse negativamente y empezó a decir que «sí».

-Ya lo sé -prosiguió ella, en su diálogo con el dedo negro-. Él tiene mucho porvenir, es guapo... ¡oh, sí, lo es!.. Agrada con su trato, admira con su talento, entusiasma con su laboriosidad de hormiga... Mientras que yo, soy fea, soy tonta, soy...

-¡No, no, no! -decía el dedo de color de rosa.

-¿Qué no soy fea?... Vamos al espejo... ¿Qué no soy tonta?... ¡Dónde habrá un espejo para ver el alma!...

Fue al espejo, y el espejo la dijo que no era completamente fea, pero que con la palidez del insomnio habían perdido toda su frescura sus mejillas y su boca. Corrió a lavarse. Vertió agua en una jofaina, y con sus manos mojose repetidamente la cara, frotándose hasta que debajo del brillo de la humedad lució el color rosado de la sangre. Su barbilla goteaba perlas de agua. Secose con una blanca toalla, y entonces reparó que mientras estuvo echada en el sofá se había descompuesto su sencillo rodete. Quiso arreglárselo; pero antes salió a la ventana, donde vio la animación creciente del mercado, el bullicio de los vendedores, el trasiego sin fin de la multitud.

-Buenos días -le gritaron desde enfrente.

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Quien le hablaba era una muchacha como de veinte años, que por la ventana de un piso tercero frente al de Luciana, asomaba su rostro moreno y malicioso, de barba en dos mitades partida, nariz un tantico remangada, boca si es no es grande y pelo alborotado, que cubría con un viejo pañuelo de seda blanca, recogido y atado a uso pasiego.

- Buenos días, Remigia -contestó Luciana.

-¿Han sabido ustedes, algo de casa del señor Ustáriz? -preguntó, dejando de esgrimir el plumero-. Padre se quedó allí esta noche.

-También se quedó allá Lucio -dijo la sobrina de Tréllez-. Aún no ha venido.

-Tampoco padre.

El de Remigia lo era el bueno de don Honorio Iravedra, que desempeñaba desde su juventud los menesteres de escribiente en casa del señor Ustáriz. Ya le conoceremos oportunamente.

Pero ¿qué oportunamente? ¿No es aquel viejecillo alegre que se apoya en un bastón de junco encarnado con puño de hueso roto; que anda a saltitos, eligiendo las piedras más limpias y anchas para cruzar de cera a cera; que va mirando a la cara con impertinente fijeza a todas las mujeres que pasan; que ladea su sombrero con grotesca chulada sobre su sien izquierda; que mete su mano derecha en el bolsillo del chaleco por cuya abertura sálese la pechera de la camisa, llena de menudos dobladillos muy arrugados; que ostenta en el cuello una cinta de seda negra, con la que aprisiona el reloj de plata sobredorada; que lleva un bigote ancho y erizado de guerrero, el cual contrasta risiblemente con la expresión dulzona de los pálidos ojillos chiquitines; que frunce el labio superior, gordo y belfudo, mostrando una fila de dientes multicolores, blancos unos, negros   -74-   otros y amarillos otros; que gesticula al hablar, grita al gesticular y agita sus brazos cuando grita? Pues ese señor se acerca por el fin de la calle, acompañado de Lucio Tréllez. Ya le conocéis, pues.

-Allí vienen -dijo Remigia que los había divisado.

¿Quién viene? -preguntó Luciana.

-Su primo de usted y mi padre.

-Pues me voy a arreglar algo allá adentro.

-Yo me voy a limpiar la sala.

-Hasta luego, Remigia.

-Hasta luego, Luciana.

Esta entró en la alcoba de sus tíos y dijo:

-Arriba, perezosos, que ahí viene Lucio.

Después corrió a la cocina, trajo un paño y limpió el polvo a los muebles. Luego dejó el paño sobre la mesa y se volvió a marchar. Entraba y salía como loca, sin aplomo, sin fijeza, sin rumbo, alegre. Sonaron los pasos de Lucio en la escalera. Ladró Esmeralda saltando del montón de mantas viejas en que dormía. Luciana corrió a abrir, y cuando ya tenía la mano en el picaporte, se acordó de que el retrato de Lucio estaba sobre la mesa. Volvió a escape al gabinete, colgó el retrato, y al pasar por delante del espejo, con ambas manos enderezó el rodete de su pelo que caía hacia la derecha. Entonces sí, abrió la puerta.



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