«En su espíritu acaba de surgir la visión de su vida futura. Se veía empujada en los brazos de Pancho por una fuerza superior a su voluntad. ¡Sería el destino! Su vida tan clara, tan nítida, se complicaba, se hacía oscura, entraba en el círculo de las mentiras, de los disimulos, de las traiciones, de las hipocresías. Ya no podía decirse con íntimo orgullo que como ella no había ninguna y que bien harían llamándola la flor del Quillén. [...] Nunca. No podía darse al amor. Aquella embriaguez de ilusión había que olvidarla. En su vida no habría caricias, ni besos, ni charlas, ni miradas, ni esperas, ni sobresaltos, ni miedos, ni iras, ni rencores, ni remordimientos. En su vida no habría nada. [...] Y lloraba con angustia porque, por segunda vez -voluntaria y definitivamente, sus días volvían a la rutina que los aplastaba». |