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María Rosa Gálvez de Cabrera (1768-1806) y la defensa del teatro neoclásico

Eva M. Kahiluoto Rudat


Rutgers University



La valoración de la tradición nacional como elemento contrario a lo neoclásico suele dominar en la orientación de las discusiones en torno al teatro del siglo XVIII. En cambio la razón de ser de una reforma del teatro a base de los principios neoclásicos no ha recibido la atención que merece a pesar de ser una de las preocupaciones que más se destacan en las afirmaciones teóricas de los literatos de la Ilustración. Los problemas con que se enfrentan los dramaturgos del periodo de transición del siglo XVIII al XIX presentan interés especial por servir como base para la aclaración de los argumentos en favor del teatro neoclásico que se evidencian en el enfoque de los escritos críticos en su defensa.

Tanto el popularismo como el extranjerismo de moda parecen ser la razón principal de la falta de éxito del teatro español de tendencia neoclásica del mencionado periodo. No era fácil introducir tragedias neoclásicas cuando el público prefería el entretenimiento ligero al serio, las traducciones de obras extranjeras a las piezas originales. De esto se queja María Rosa Gálvez de Cabrera en la «Advertencia» con que inicia el segundo tomo de sus Obras poéticas1, principalmente dedicado al género trágico. Este prólogo breve merece nuestra atención por presentar, en compendio, las preocupaciones teóricas del momento centradas alrededor del problema de la recepción por el público.

No es suficiente comentar este texto de Rosa Gálvez, como hace John A. Cook en su libro sobre el drama neoclásico, sólo como «a typical neoclassic explanation of her purpose in devoting herself to the composition of regular tragedies»2. Podemos ver en la afición a las tragedias de esta escritora una preferencia por el género culto que alcanza la aceptación de una minoría, muy reducida por cierto, y suscita la crítica y la sátira del vulgo3 -el vulgo entendido en un sentido amplio, que comprende a todos aquellos a quienes este nivel de arte no alcanza, o sea que incluye el gusto plebeyo de las clases altas. En el comentario de Rosa Gálvez se muestra así la oposición entre lo culto y lo popular, oposición que es esencial para la comprensión de los problemas del teatro de la Ilustración española.

Esta misma oposición surge como elemento central en el análisis que hace Ortega y Gasset del sentido del popularismo dieciochesco en el ensayo «Goya y lo popular»4. Ortega refuta en este estudio el tan arraigado error de considerar a Goya como popularista por excelencia y, lo que es más importante para nuestro tema, el mito de ver en el teatro del siglo XVIII una veta auténticamente popular. Según la tesis de Ortega y Gasset -que comento en detalle en el articulo, «Lo neoclásico y lo plebeyo: Ortega y Gasset sobre Goya y el popularismo en el siglo dieciocho»5- que se presenta como una visión de la vida y el arte, el popularismo dieciochesco tiene su origen en el plebeyismo aristocrático, o sea, en el gusto por lo popular de la aristocracia: la nobleza española que ha perdido su propio valor y ejemplaridad busca sus modelos en las costumbres estilizadas del pueblo. Esta tendencia se manifiesta en el teatro como parte integrante de una vulgarización general del gusto artístico. De ahí resulta que la oposición de lo culto a lo popular sea esencialmente una oposición entre lo neoclásico y lo plebeyo, cosa que no excluye la posibilidad de la coexistencia de ambas tendencias en un mismo autor.

Sin intentar en esta ocasión emitir juicios de valor acerca de las obras dramáticas y poéticas de María Rosa Gálvez de Cabrera, es preciso situar sus afirmaciones críticas en el lugar que les corresponde como parte de los esfuerzos de depurar el teatro de las monstruosidades del gusto vulgar. Expresa una de las preocupaciones principales de los dramaturgos de su tiempo: la de lograr que los dramas originales «arreglados según arte», o sea, según las exigencias neoclásicas, sean aceptados por el público que prefiere las malas traducciones, las comedias de magia y las tragedias heroicas de mal gusto.

En el caso de Rosa Gálvez es preciso observar lo injusto que es acusar de antiespañol el respeto a las reglas, como es usual en la apreciación tradicional de la literatura neoclásica6. Normalmente se suele partir de una mera oposición de lo neoclásico a la tradición española ejemplificada por la literatura del Siglo de Oro. Conviene más bien señalar la oposición de lo culto a lo popular y en este contexto considerar la reforma del teatro que la Ilustración emprende como intento de depurar la escena del gusto por lo vulgar y lo plebeyo y en este proceso observar en qué sentido el autor neoclásico acepta lo que la tradición nacional ofrece. Ivy L. McClelland en Spanish Drama of Fathos, 1750-18087, señala como factor importante la opinión del vulgo como público espectador en general, pero sin entrar en un análisis más detallado del sentido en que debe entenderse el vulgo dentro del contexto de la España dieciochesca -cosa que intento aclarar en este estudio. En el enfoque de esta obra, de abundante información erudita, se anota, por otra parte, cierta preferencia por los aspectos antineoclásicos. Se proyectan, por ejemplo, los sainetes de Ramón de la Cruz por su valor como parodia de lo neoclásico, sin mencionar la formación neoclásica inicial de este escritor, mientras que las obras de Rosa Gálvez y de otros dramaturgos menores con preferencias clasicistas han merecido sólo algunas referencias marginales. Es, por tanto, de interés histórico complementar la información señalando también la actitud de ciertos escritores quienes se expresaron en defensa del teatro neoclásico.

Las afirmaciones de Rosa Gálvez adquieren aun más valor cuando tenemos en cuenta que otros autores de la época comparten con ella las mismas preocupaciones. Cabe mencionar, en este contexto, lo que dice el poeta Juan Bautista Arriaza -otro neoclásico declarado, traductor de la Poética de Boileau- en la «Advertencia» con que introduce su sátira, «Reflexiones de entre-actos hecha a la tragedia Blanca y los venecianos».

El teatro español, cuya prodigiosa fecundidad en piezas originales ha servido por mucho tiempo de emulación y asombro a las demás naciones, se ve en el día oscurecido y abrumado por el sinnúmero de traducciones del francés con que, presumiendo enriquecerle, le han empobrecido los mezquinos traductores. No son regularmente las obras de los primeros ingenios de Francia las que nos regalan, sino producciones medianas o de segundo orden, cuyo principal efecto y artificio consiste en preparar, por medio de una serie de diálogos prolijos y mal hablados, una catástrofe horrorosa e inverosímil, como son los asesinatos alevosos, ejecutados con todos sus pormenores en vista del espectador; los tribunales de justicia, con todas sus fórmulas pesadas y antipoéticas; y últimamente el espectáculo asqueroso de los cadáveres destrozados en los cadalsos.

En tales monstruos escénicos hemos estado bebiendo sin sentir, las máximas, usos y costumbres de la revolución francesa, en vez del honor y la fina cortesanía que nos recuerdan nuestras antiguas comedias.8


Ambos autores, Arriaza y Gálvez, señalan el hecho de que no se traducen las obras de los grandes clásicos franceses sino que se escogen piezas que ofrecen un espectáculo fácil y barato. Por otra parte el aprecio de la comedia española de parte de estos neoclásicos al lado de la crítica de las malas traducciones, es un hecho digno de ser notado. Aunque ellos mismos prefieran dramas compuestos según reglas, no por eso dejan de admirar la auténtica teatralidad de la comedia de Siglo de Oro, actitud que normalmente se solía atribuir a los románticos. Según Rosa Gálvez no debería ser necesario acudir a las traducciones de obras extranjeras «Como si Apolo hubiese negado su influencia a la nación que produjo los Lopes, los Calderones y los Moretos». La gran comedia del Siglo de Oro no es pues incompatible con los ideales neoclásicos, más bien se la acepta como parte integrante de la reforma del teatro que es la meta de los escritores guiados por la creencia firme en la necesidad de depuración de la escena de los excesos de mal gusto y de la falta de moral.

Una de las dificultades de Rosa Gálvez y de otros dramaturgos del mismo periodo que se atienen a los principios neoclásicos está en que por falta de talento escénico han creado ante todo un teatro literario y no un espectáculo destinado para la representación. Logran a veces introducir sus comedias, pero la tragedia como forma de arte culta, resulta ser demasiado elevada para ser aceptada como diversión popular. Ortega y Gasset, al hablar de la vulgarización del gusto artístico, especialmente en el teatro, subraya precisamente la falta de valor literario del tipo de obras que el público exigía y que los actores solicitaban de los dramaturgos para lucir sus talentos. Conviene referir en este contexto en lo comentado en mi antes mencionado artículo acerca de las ideas orteguianas sobre el popularismo en el teatro dieciochesco. Para Ortega no son literatura ni siquiera los famosos sainetes de Ramón de la Cruz, cuyo valor reduce a «algo como lo que son hoy los guiones de las películas». Se pregunta seguidamente: «¿Cómo se explica que, no obstante, el teatro español atravesase lo que acaso ha sido su mejor época?»9 El teatro es siempre en primer lugar espectáculo proyectado en la escena, en el segundo representación por los actores y sólo en última instancia obra del dramaturgo. Teatro de calidad literaria no llega a ser espectáculo sin que el autor tenga talento de crear efecto escénico. Según Ortega se trataba en aquel entonces de una época en que «junto a un puñado de autores imbéciles que encharcaban nuestra escena, surge desde 1760 una serie ininterrumpida de actrices geniales y de actores egregiamente dotados. Unas y otros de cuna plebeya, salvo rarísimas excepciones»10. En cuanto al papel de los «autores imbéciles», tales como Luciano Francisco Comella, tan efectivamente ridiculizado por Leandro Fernández de Moratín, conviene referirse a los comentarios de John Dowling en su edición de La comedia nueva11. Mientras que el alcance del dominio de los artistas ha sido ampliamente documentado por Cotarelo y Mori en sus biografías de actores y actrices12 así como en su libro sobre Ramón de la Cruz, obra que también sirve para mostrar como el autor famoso por sus sainetes, neoclásico por formación, sólo se decida al género popular por la exigencia de tanto de los actores como del público. Don Ramón de la Cruz, quien en sus afirmaciones teóricas critica a «los poetas que han dejado correr su pluma sin otro intento que el de complacer a la plebe», se refiere al «lastimoso espectáculo de los sainetes, donde sólo se solicita la irrisión, con notable ofensa del oyente discreto», obras que para él son escritas contra todas las reglas de la racionalidad, y dice además en el prólogo de la zarzuela, «Quien complace a la Deidad, acierta sacrificar», citado por Cotarelo, lo siguiente:

Contra nadie debe procederse sino contra el público, que celebrando sólo la confusión y variedad desordenada en la ridiculez, a veces indecencia del vestido, la chulada, tal vez disolución del ademán y ornato de las tablas con multitud de figuras nada conducentes a la acción ni propias del lugar, condena las obras serias con el murmullo de la displicencia y las desaira con no volver a la casa donde se representan. Siendo evidente que no en las comedias están los más espectadores a otra cosa que a lo que dice el gracioso y a los sainetes: ni estos lograrán la pública satisfacción, no siendo un laberinto de disparates ruidosos donde sólo se distingue la Camorra, el Fandago y la Rulla, que son las tres partes en que se divide la voz común de los poseídos de la extravagancia.13


En lo que dice más adelante indica su preferencia por el teatro serio de origen culto y lamenta la imposibilidad de que tales obras lleguen a ser representadas.

Si en el futuro pudiese, continuando en el estudio del arte habilitarme a trabajar a gusto de los extranjeros y sus secuaces lo haré por honor de la Nación a ejemplo de otros distinguidos ingenios españoles; pero nunca con la esperanza de verlas expuestas en estos teatros porque, amante de las comedias de sus autores nacionales y en los intermedios de la representación jocosa de los donaires del país, dudo que jamás admita el pueblo la austera seriedad de una tragedia, ni la civilidad perenne de una comedia antigua ni habrá compañía de representantes tan poderosa ni bizarra que supla de sus caudales los gastos del tratro y manutención propia.14


Ramón de la Cruz llegó a producir algunas adaptaciones y traducciones de tragedias, pero como dice Cotarelo, «Debió de convencerse de cuan errado camino seguía y entonces se había resuelto a sacrificar en los altares que tanto había aborrecido» (p. 33).

Es, por tanto, obvio que los escritores de entonces tenían plena conciencia de que el teatro era regido por actores y actrices quienes buscaban el aplauso del vulgo, cosa que también Rosa Gálvez ha intuido cuando se queja de no poder convencerlos a representar papeles trágicos en que no pueden tan fácilmente lucir sus talentos. Hasta qué punto se trata sólo de falta de recepción por el público o también de falta de calidad teatral del drama neoclásico quedaría aún por explorar.

Las ideas de Rosa Gálvez no aparecen sólo en teoría en el prólogo citado, sino también expresadas a través de los personajes de sus obras dramáticas, especialmente en su comedia Los figurones literarios15, en la cual el marco de su sátira no es sólo el teatro de su época en general, sino que también ridiculiza tanto el extranjerismo vulgar como el plebeyismo de la nobleza española, o sea, precisamente la vulgarización del gusto, cuyas razones Ortega y Gasset ha explicado en sus escritos sobre Goya y en sus ideas sobre el teatro.

Como prueba de que se trata de una actitud general y no sólo de opiniones aisladas, cabe citar otro documento de la misma época: el prólogo «Al lector», que introduce los seis tomos del Teatro nuevo español (1801-6)16, una colección de tragedias y comedias, originales y traducidas, todas arregladas según las exigencias neoclásicas, y publicadas como parte de la reforma oficial del teatro, decretada por Real orden de 21 de noviembre de 1799 (p. x). En este prólogo se da a la comedia española del Siglo de Oro el puesto que merece como iniciadora del teatro europeo moderno, y como modelo del gran teatro clásico francés, citando al respecto la opinión de Juan Andrés en su Historia de toda la literatura17, quien con un criterio neoclásico se lamenta de que el teatro español haya sido cultivado con mayor empeño en una época en que no se conocían «las gracias del arte», mientras que en el presente siglo con el «conocimiento del verdadero gusto del Teatro... faltaba el empeño de cultivarle» (pp. vi-vii). El autor del prólogo, probablemente el editor de la colección, reafirma lo mismo al lamentarse de que «a excepción de algunos pocos ingenios que en nuestros días se ha dedicado a volver por el honor del Teatro Español con algunas composiciones regulares, no hemos visto sino Poetas que le deshonran con sus piezas monstruosas» (p. vii). Por otra parte, se admite el valor de algunos géneros dramáticos nuevos, especialmente por ser estos ya aceptados en otros países cultos, es decir, «Las Comedias Serias o Lastimosas o las Tragedias Urbanas» (p. xxi). Esta elección se justifica también por ajustarse estas obras a las exigencias formales neoclásicas. Se sigue citando a Juan Andrés, quien dice:

Yo no veo, por qué se ha de despreciar una composición teatral, que baxo cualquier nombre que se le quiera poner, sabe muy bien herir el corazón con vivísimos afectos, e inspirar una útil moralidad, y que logra cumplidamente el fin deseado del Teatro de deleytar e instruir... No se escriben, decen los contratios, Comedias Lastimosas o Tragedias urbanas, sino porque son más fáciles, y la facilidad misma las degrada... ¿Y por qué se ha de llamar fácil un Drama que requiere en el poeta un gran fondo de ingenio, de filosofía y de sensibilidad, para expresar con delicadeza las pasiones y los afectos, las virtudes y los vicios, sin caer en lo romancesco, y en lo afectado?


(pp. xi-xxii)18                


Subraya así los principios del teatro clásico francés incluyendo el elemento de sensibilidad, típico al criterio con que el hombre de la Ilustración contempla la obra literaria, pues se trata de la sensibilidad de apreciar las virtudes y los vicios en un plano universal, es decir, en lo que hay de típico al hombre, siempre con un fin educativo. Lo importante es la exigencia que la obra no caiga en «lo romancesco y lo afectado». Si consideramos lo romancesco como sinónimo del francés romanesque en el sentido de «novelesco» o «de novela», que se suele entender en esa época en un tono despectivo -pues, lo que se escribe en las novelas son aventuras y quimeras-19, podemos deducir que lo que se debe evitar es todo lo disparatado y lo que no responde a las exigencias de la razón. En otras palabras, romancesco no significa todavía lo mismo que «romántico». Por lo tanto el género lacrimoso (o lastimoso) fue aceptado por los neoclásicos, mientras se le cultivaba con propiedad. Desde este punto de vista una obra como el Delincuente honrado de Jovellanos encajaría perfectamente dentro de esta fase neoclásica que ya admite novedades mientras se respeten las normas, tanto formales como éticas.

Este criterio que demuestra la orientación neoclásica de la reforma del teatro, invalidaría el uso del término prerromántico, pues, ciertos elementos nuevos que suelen designarse con este nombre, encajarían dentro del concepto de una variante o fase nueva del neoclasicismo20, puesto que la actitud básica ante el arte no ha cambiado: el arte sigue siendo imitación en el sentido de la mimesis griega, que implica un esfuerzo consciente ya que se sigue escribiendo composiciones «arregladas según arte», es decir según las reglas, o se sigue respetando «los Maestros del arte». La creación artística debe también cumplir con ciertas exigencias morales para responder al propósito de «deleitar e instruir». Para ese fin se escribe «a partir de una idea», para que la obra del arte sirva como ejemplo de «una útil moralidad», exponiendo virtudes y vicios del hombre en un plano universal.

También se puede observar un elemento de cambio en comparación con la actitud clasicista de principios de siglo, cuando el editor del Teatro nuevo español menciona que «Tampoco se descartan los dramas que llaman Pastorales», pues, mientras que «para Luzán no son más que unas comedias donde se introducen Pastores y Pastorcillas, imitando alguna acción entera, en estilo natural y afectuoso» (p. xxiii), ahora se añaden aspectos nuevos que ha adquirido este género, es decir, «la pintura de la vida de Pescadores, Cazadores, Labradores y Aldeanos», que suelen ser presentados con acompañamiento musical (p. xxiv). El gusto por este tipo de espectáculo, aun siendo de origen clasicista a partir de las Geórgicas de Virgilio, como búsqueda de la tranquilidad del campo refleja la afición a las formas primitivas de la vida que hace pensar en poetas como el inglés MacPherson, o en la afición a la naturaleza del suizo Gessner.

La selección de piezas publicadas en la colección Teatro nuevo español sirve como indicio de las preferencias de entonces y explica ciertas opiniones de Rosa Gálvez. En el tomo V de la colección se publican cuatro obras de ella, de las cuales sólo una es traducción del francés. Se entiende bien que ella, en el prólogo de sus Obras poéticas, se queje de que se diera igual valor a las traducciones que a las piezas originales y que los traductores disfruten de la misma remuneración por su trabajo. En efecto, en los seis volúmenes del Teatro nuevo se publican un total de 18 traducciones y sólo 9 piezas originales; de éstas últimas tres son de nuestra escritora como acabamos de mencionar. Ella subraya el hecho de que requiere mucho más esfuerzo escribir dramas originales porque hay que inventar «pensamiento, acción y orden». No sería, pues, justo situarla a ella simplemente entre los seguidores de Leandro Fernández de Moratín y de acusarla incluso de imitación del autor de la Comedia nueva y El sí de las niñas como hace Cook en su libro sobre el drama neoclásico. Las comedias de María Rosa Gálvez de Cabrera, Un loco hace ciento21, y Los figurones literarios, que por su tema se acercan a los asuntos tratados por Moratín, tienen argumento, desarrollo de la acción y personajes completamente originales. Sin proponer aquí entrar en evaluación detallada, podemos mencionar que ella, en mi opinión, ha logrado en estas obras unidad de acción y verosimilitud de la unidad de tiempo y de lugar sin que la regularidad estorbe el disfrute de su lectura. Algunas de sus obras sin ser de primer orden, merecerían ser reeditadas precisamente como ejemplos de arte neoclásico. Es curioso notar que a pesar de la afición al género trágico, declarada en la citada «Advertencia», entre las tragedias de Rosa Gálvez sólo se destacan dos: La delirante y Amnon, mientras que sus comedias definitivamente son mejor logradas.

Las ideas de María Rosa Gálvez de Cabrera en defensa del drama neoclásico se relacionan con el movimiento de la reforma del teatro a base de los principios neoclásicos de la cual los documentos analizados son ejemplos elocuentes. Podemos observar en conclusión que la escritora española en su «Advertencia» ha logrado señalar algunos de los aspectos principales que justifican el intento neoclásico de depurar la escena tanto del popularismo vulgar como de la imitación ridícula de lo extranjero. Se evidencia en este escrito lo bien que ella ha captado que la falta de público culto y el dominio de los artistas que favorecen el gusto plebeyo por su propio interés, eran las razones principales por las cuales la reforma neoclásica del teatro no tenía éxito y que los dramas arreglados con arte -expresión que es sinónimo de lo neoclásico, término que no se utilizaba todavía entonces- no se representaban. Lamenta, sobre todo la falta de autores que se dediquen al género serio y expresa, con modestia, cómo ella, una mujer española se haya atrevido a publicar tragedias originales en una sociedad en que sólo toda actividad intelectual era privilegio del sexo opuesto, sino que también se preferían las traducciones extranjeras -por malas que sean- a toda obra nacional.





 
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