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ArribaAbajoSegunda parte

Aurea mediocritas


Cuando llegué a la casa del marqués eran ya pasadas las siete y media de la tarde de un tórrido lunes del mes de julio de 1753, y en la calle algunas mozas de buen ver paseaban su palmito bajo coquetas sombrillas multicolores y desviaban con descaro sus miradas hacia los costados. Había unos cinco escalones de mármol antes de llegar a la gran puerta de entrada, de doble hoja de nogal y reforzada con férreos herrajes toledanos. La aldaba era de bronce, y yo esperaba que tan confiable y fuerte como la de su puerta fuera aquélla de la que el marqués permitiría que me agarrara. La dejé caer dos veces, y su voz broncínea atrajo de inmediato a un criado de librea, que abrió una de las hojas y me invitó a pasar en cuanto le di mis señas y le confié el motivo de mi visita.

-El señor marqués lo espera en su despacho -me dijo, y me invitó, con un gesto de su mano derecha, a seguirlo por escaleras y pasillos-. Sígame.

Lo seguí. Subimos por una amplísima escalera hasta el segundo piso. Atravesamos un salón bellamente decorado al gusto francés y en el que una criada pulía con un trapo y algo de ceniza candelabros   —78→   y cubiertos de plata martillada. Hacía ya mucho tiempo que no pisaba una alfombra tan mullida y silenciosa como la que decoraba el suelo del pasillo que discurría entre aquel salón y el despacho del señor ministro. Pese a estar bien entrado el verano, en aquella casa había una temperatura agradable y fresca que permitía a sus habitantes olvidarse de los sofocos callejeros. El criado iba delante de mí con su cabeza levantada hacia el techo y el porte distante y hierático de quien tiene conciencia clara de su importancia. De las paredes del pasillo, como de las del salón, colgaban cuadros de diversos tamaños con paisajes italianos, tapices y espejos, y a ambos lados del mismo abríanse habitaciones cuyas puertas, pintadas en verde y oro, habían sido moldeadas con curvas y volutas por las hábiles manos de buenos ebanistas. Del techo colgaban arañas de cristal de roca. Al llegar ante la puerta del despacho, el criado se detuvo. Yo quedé detrás de él, esperando. Golpeó suavemente la puerta con los nudillos por dos veces consecutivas, esperó la orden de un «¡Adelante!» que se escuchó a lo lejos, abrió con discreción, hízose a un lado y permitió, con un nuevo gesto perfectamente estudiado, que yo me adelantara y penetrara primero en la habitación. Ya adentro, escuché de nuevo la voz del criado.

-El licenciado don Millán de Aduna, señor marqués.

-Adelante, adelante -fue la respuesta casi instantánea de quien, en ese momento, se levantaba de la mesa de su despacho y me invitaba con un gesto de su mano derecha a tomar asiento frente a él.

Volvió a sentarse. No recuerdo que el señor ministro me impresionara demasiado ese día. Su rostro no era vulgar, y escondía en su mirada una inteligencia que parecía tener el poder de descubrir al primer golpe de vista los secretos más recónditos de sus interlocutores, pero no me impresionó. Era algo regordete y sonrosado y,   —79→   pese al aire majestuoso que confieren la dignidad y el poder cuando se hermanan (éste era el caso), había algo de infantil en su rostro que, a mi parecer, quedaba fuertemente acentuado por una peluca cuidadosamente peinada y empolvada. Su mesa de trabajo era de grandes dimensiones, de madera negra labrada al viejo estilo español y reforzada con clavos y herrajes gruesos y oscuros, y sobre su superficie bien pulida descansaban legajos, libros y papeles amontonados en orden, como si esperaran la revisión de una mano experta. Sobre uno de los papeles, abandonado en el centro exacto de la mesa, descansaba una pluma de ganso junto a un tintero de cristal. El señor marqués había estado escribiendo hasta que yo llegué.

-Son muchos los asuntos importantes que me obligan cada día -me dijo para iniciar la conversación-, pero no vaya a pensar vuesa merced que he olvidado el que le trae hasta mi persona.

-Muchas gracias, vuesa señoría -le respondí-. No sé si sabrá que mi cuñado...

-Su cuñado es una de las personas más respetables de nuestra tierra, un hombre con sentido de los tiempos que corren, alguien verdaderamente confiable, y yo espero que vuesa merced lo sea en idéntica forma. Además, por si vuesa merced no lo sabe, es un buen amigo de mi hermano don Julián.

-Sobre don Julián me escribe siempre mi hermana Leona.

-Se frecuentan mucho, y parece que tienen algunos negocios en comandita.

-Discúlpeme, don Zenón, pero quisiera saber dónde piensa vuesa señoría que podrían ser más útiles mis servicios.

-No lo sé. Aún no lo tengo totalmente decidido. Espero que vuesa merced me ayude en ello, aunque he estado pensando que, si está dispuesto a viajar, las Indias pueden llegar a ser un lugar excelente para iniciar con éxito una carrera.

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-Lo estoy.

-No crea que vaya a ser un viaje cómodo, ni que el empleo haya de ser sencillo.

-No lo pienso, ni lo deseo.

-Así me gusta, don Millán. Su cuñado Domingo me ha escrito extensamente sobre sus conocimientos y gustos literarios.

-Pobres conocimientos son, vuesa señoría, si me permite decirlo.

-No han de ser tan pobres, por lo que he escuchado en algunos salones de moda de aquí de Madrid. La corte es un mentidero grande, pero un mentidero al fin y al cabo, y en él se rumorea que vuesa merced conoce muy bien a los clásicos griegos y latinos. Vamos, que, según se dice, casi se tutea con ellos.

-Son exageraciones, señor marqués.

-Es vuesa merced modesto.

-Realista.

-Lo somos todos.

-Unos más que otros, señor marqués.

-Pues siendo realista, quizá conviniera que vuesa merced comprara un despacho de oficial en nuestro ejército, que con un cargo semejante no me habrá de ser difícil el disponer que en el Perú lo atienda el teniente general don José Antonio Manso de Velasco, que es allí el virrey y, si no me equivoco, algo pariente de su señora madre.

-Del mismo pueblo, más bien.

-El paisanaje en Indias equivale a parentesco, se lo aseguro. Daré de vuesa merced las mejores referencias, y espero que se gane la confianza de don José Antonio, que es cabal en todo y honesto como ninguno. Si gana ésta, habrá ganado con ella el mejor empleo de su vida.

Cuando terminamos de conversar, me invitó a tomar chocolate en el salón. Salimos juntos de aquel despacho lleno de estanterías en   —81→   las que descansaban libros y legajos y en el que hasta los sillones estaban ocupados por papeles, mapas y maquetas de las formas y tamaños más diversos.

-Hoy -me dijo, mientras atravesábamos el pasillo por el que unos minutos antes había llegado con el criado- su majestad se encuentra en Aranjuez y son pocos los asuntos que debo atender en mi despacho del ministerio. Le aseguro a vuesa merced que estoy cansado. Echo de menos la tranquilidad de una vida modesta. Mi familia no está en Aranjuez, sino en La Rioja, en casa de don Tomás Alonso de Tejada, que es de Azofra, el pueblo de mi madre, y algo pariente nuestro. Aquí en Madrid el verano es sencillamente insoportable.

Si lo sabría yo, que vivía en un cuarto piso al que el sol castigaba inmisericorde y cuyo techo parecía concentrar toda la fuerza de la canícula. Raro era el día en el que pudiera dormirme antes de la media noche, hora en la que el techo comenzaba a enfriarse y los ladrillos del suelo recobraban la frescura matinal. A esa hora el cansancio me vencía, y cerraba al fin los ojos para despertarme horas después bañado en sudor. El señor marqués desconocía estos inconvenientes de la pobreza. Su casa era amplia, fresca y umbría, y del jardín llegaba por la ventana abierta una agradable brisa con aromas de azahar. Nos sentamos en un canapé forrado de raso a listas verdes y doradas, y el dueño de la casa hizo sonar una campanilla que descansaba, junto a un enorme candelabro de plata, sobre una mesa de mármol. Al punto, se presentó el mismo criado que me había abierto la puerta.

-Mira a ver si puedes servirnos dos jícaras de chocolate y unas pastas. Trae también unos vasos de agua fresca con azucarillos.

-Sí, señor marqués.

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Cuando el criado hubo salido, el marqués se desabotonó el chaleco y me invitó con un gesto a que hiciera lo mismo. Se estaba bien en aquel salón espacioso. La criada que yo había visto al entrar había desaparecido con la platería que estaba puliendo, y estaba la estancia invadida por un silencio que sólo era quebrado de vez en cuando por nuestra conversación y por el canto melodioso de algunas avecillas que saltaban de rama en rama en los árboles de un jardín contiguo. Varios objetos de origen exótico o simplemente raros y curiosos estaban esparcidos por las mesillas auxiliares y daban al recinto un aire hogareño y discreto.

-Odio las formalidades -me confesó entonces-. Si pudiera, me quedaría aquí sin chaleco y sin peluca conversando con vuesa merced.

-Favor que me hace, señor marqués.

-Ningún favor. Una de las obligaciones que nos impone el ministerio es facilitar la carrera pública de quienes tienen verdaderas aptitudes para ello, y, si éstos son de la tierra, mejor que mejor.

La primera persona que me habló del Marqués de la Ensenada fue mi hermana Leona. Vivía yo aún en Zaragoza, y, en una de sus cartas, Leona me comunicó que alguien conocido de su esposo estaba a punto de ser nombrado ministro por el nuevo rey. También me decía que el marqués había estudiado en los jesuitas de Logroño, pero este punto no pude comprobarlo, y ni siquiera me atreví a preguntárselo. Más tarde, viviendo ya en Madrid, volvió a escribirme diciéndome que su marido había hablado con don Julián de Somodevilla, con quien mantenía negocios en tierras de Nájera y al que consideraba su amigo. Como don Julián era hermano del marqués, Leona esperaba que pudiera darme empleo en alguna de las secretarías o, en su defecto, abrirme las puertas de los poderosos.

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Los primeros meses que pasé en Madrid no quise saber nada de cargos ni de empleos. Era, a mi manera, libre, frecuentaba los cafés que se habían abierto en la Puerta del Sol y las tiendas de libros en las que solían reunirse los aspirantes a literatos. Los domingos me levantaba casi a las once, tomaba chocolate y entraba a oír misa en la primera iglesia que veía abierta. Ya en la tarde, solo en aquella especie de buhardilla que había alquilado en la calle de las Pozas, me entretenía leyendo o escribiendo junto al brasero y, en la noche, volvía a tomar mi bastón, mi sombrero y mi capa y me escapaba a disfrutar de la bulliciosa vida de las tabernas. No era la vida tranquila que me aconsejaba mi hermana, pero tampoco me exigía mucho. Leía, escribía, comía y bebía y, de vez en cuando, disfrutaba de la incertidumbre y de la agitación espiritual a las que la vida nocturna y la dudosa calidad de las compañías que frecuentaba me exponían. En aquellos primeros meses en Madrid hice no pocas calaveradas, y, para ser sincero, no me arrepiento de ninguna de ellas. Ahora, en mi soledad, disfruto con su recuerdo. Mi hermana Leona me escribía larguísimas cartas insistiéndome en que asentara cabeza y en las que terminaba siempre con la misma cantaleta: que volviera a La Rioja, que ella haría todo lo posible por asegurarme un buen futuro en Logroño o en cualquier otro pueblo grande de la región y por casarme, que éste era su empeño más constante. También me escribía Miguel, pero, siempre discreto, se limitaba a darme noticias de nuestros amigos y conocidos de Zaragoza, enviarme cariñosos saludos de Daría y asegurarme que su casa y su despacho estaban siempre abiertos y a mi entera disposición.

Yo me negaba a escuchar aquellos cantos de sirena. Si había dejado Logroño y Zaragoza era porque algo más fuerte que yo mismo me empujaba hacia una meta lejana y extraña, una meta con la que había soñado desde niño y que ahora, conversando   —84→   con el señor marqués, aparecía ante mis ojos como si siempre hubiese estado ahí, como si jamás me hubiese separado de mi intención primera.

-Existe en Lima y al servicio personal de su excelencia el virrey -me dijo entonces el marqués- una guardia de nobles a la que vuesa merced podría ingresar como oficial. No es, quizás, el mejor empleo que pueda obtener en Indias, pero ha de ser sin duda un buen punto de apoyo para posteriores ascensos y mudanzas.

-Pero mi práctica militar es nula y mis conocimientos muy escasos en esta materia.

-Practicará aquí en España antes de embarcarse.

Tomamos el chocolate que nos había traído el criado: espeso, dulce y aromático. Las pastas estaban deliciosas, y el agua fresca aligeró la pesadez de la golosina. Charlamos hasta casi entrada la noche, y me retiré de la casa del marqués aquella tarde cuando ya daban las nueve en las torres de todas las iglesias de Madrid. Volví a verlo al cabo de una semana, ahora en su despacho del ministerio, respondiendo al llamado que me hiciera en un billete traído a mi casa de la calle de las Pozas por uno de sus lacayos de librea. Pese a la buena acogida que me dio y a su talante campechano y abierto, noté una sombra que cruzaba su frente y que la marcaba con el signo de la preocupación. Me confirmó mi plaza de teniente de la guardia de nobles en Lima, que mi hermana Leona ya había pagado de su peculio, me habló de la probable fecha de salida de los barcos de Cádiz, me aconsejó que me ejercitara junto a los guardias reales, a cuyo coronel habíale transmitido las órdenes pertinentes, y que ya fuera preparándome para el embarque y, por último, me invitó a cenar en su casa esa misma noche.

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-Lo espero a las siete en punto, don Millán -me dijo, al despedirme en la puerta.

Fue aquella una velada de la que guardo un especial recuerdo, quizá porque era la primera vez que me sentaba a la mesa de un hombre tan poderoso. Cenó con nosotros uno de los padres jesuitas del colegio de Logroño al que yo no conocía y del que jamás había tenido noticia. Cierto es que no tenía noticias de los jesuitas desde hacía muchos años y que jamás me había preocupado de tenerlas, pese a que mi hermana Leona, en sus largas cartas, acostumbraba a contarme algunas cosas de ellos, como que se había encontrado con tal o cual padre y que le había enviado saludos para mí. Recuerdo que aquel jesuita se apellidaba Lejárraga y que era un hombre pequeño y magro, pero de un humor chispeante y divertido. No recuerdo mucho más de él, ni siquiera su nombre, pues de aquel único encuentro con el jesuita hace ya más de treinta años y sólo tuve la suerte de disfrutar de su compañía por poco más de dos horas y media. Me pareció un hombre listo y un conversador ameno, aunque con un gustillo por la erudición para mí un poco rebuscado. Hablando con él, tuve la oportunidad de interesarme por la suerte de mi amigo el padre Valverde, del que me dijo que estaba en Oñate enseñando teología y que hacía ya varios años que había perdido la movilidad de una pierna a causa de una caída accidental. Entre la sopa, las chuletas de cordero y las natillas, se habló de todo un poco y no se profundizó en ninguno de los temas que salieron a colación sobre la mesa. El marqués parecía, sin embargo, interesado en unos informes recién llegados de Indias a los padres de la Compañía referentes a la aplicación efectiva de los términos de un tratado que tres años antes habían firmado en Madrid España y Portugal sobre los límites de cada potencia en la lejana región del Río de la Plata.

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-Las noticias que nos han llegado de nuestro colegio de Santa Fe -dijo el sacerdote Lejárraga, que en ese momento estaba despachando su última chuleta de cordero y apurando una nueva copa de vino tinto- es que los padres de allí piensan que su majestad ha decidido suspender la entrega de los Siete Pueblos. ¿Qué sabe vuesa señoría de semejante rumor?

-¡Ojalá y así fuera! -escuché entonces decir al señor marqués-. Este tratado ha de darnos a todos no pocos disgustos. ¿Qué le ha dicho el padre Rábago de todo esto?

-Creo que piensa lo mismo que vuesa señoría.

No se habló más sobre el asunto, y ambos pasaron a tratar otros temas de menor importancia. Yo casi no abrí la boca aquella noche, porque tampoco era demasiado lo que tenía que decir. Me pareció raro el nombre de «Siete Pueblos» que ambos parecían conocer muy bien, pero lo eché muy pronto en el olvido. Mis preocupaciones eran diferentes. En unos pocos meses más tendría que emprender el viaje más largo de mi vida y quería estar preparado para cuando lo hiciera. Tendría que llegarme al día siguiente a palacio y ponerme a las órdenes del coronel de la guardia, que, según mi anfitrión, ya estaba al tanto de todo. También tendría que escribir a mis padres y a mi hermana Leona, de los que aún no sabía si podría despedirme, escribir a Miguel y a Simón y disponer todo para la partida. Eran muchas las cosas por hacer y escaso el tiempo que se me concedía para hacerlas. Los mejores viajes son, me dije para consolarme, los que se emprenden sin preparativo alguno, sin petacas ni matalotaje. No obstante, pensaba durante la cena que, si me ponía de inmediato a las órdenes del coronel de la guardia, quizá no tuviera tiempo para viajar a Samaniego y a Logroño y abrazar por última vez a mis padres y a mi hermana Leona. También pensaba que podría escribirles invitándoles a venir a Madrid,   —87→   aunque no sabía si mis padres aceptarían semejante solución, pues quizá considerasen que un viaje así podría quebrantar su salud. El marqués vino a sacarme de mis preocupaciones.

-Hoy mismo he escrito a Domingo -dijo, de pronto, dirigiéndose a mí- para que nos haga una visita con sus padres y con su hermana. Serán mis huéspedes. Espero que a finales de agosto estén ya con nosotros.

-Gracias, señor marqués -fue lo único que acerté a decir-, aunque mis padres...

-No están tan viejos -me respondió-. Además -añadió sonriendo-, un viaje a la corte siempre rejuvenece.

El padre Lejárraga se extendió entonces sobre el encanto de los viajes y nos contó los que él consideraba más pintorescos y atractivos de cuantos había hecho, que eran muchos. Habló de su primer viaje a Roma como si acabara de volver hacía apenas una semana, de su visita a las misiones de Chiquitos acompañando al provincial de la Compañía en esa lejana provincia, de las costumbres de los peruanos y los filipinos, pues también conocía aquellas islas, y terminó ponderando sobre todas las cosas las bellezas naturales de las Indias, la suavidad de su clima, la calidad de sus productos (recuerdo que habló con verdadero entusiasmo del sabor sin par de la yuca) y la gracia de sus mujeres.

-Si dependiera de mí -sentenció-, me habría quedado en el Colegio de San Pablo de Lima, dedicado por entero al estudio y la enseñanza.

Cuando salí aquella noche de la casa del marqués noté que comenzaba a correr un vientecillo frío del Guadarrama que anunciaba   —88→   lluvia. Ésta se precipitó unos cuantos pasos antes de que llegáramos al portal de mi casa. Bonifacio, que me había acompañado en mi visita a la casa del marqués, estaba rendido y pidió permiso para acostarse de inmediato. Todavía me quedé unos minutos en la habitación que hacía de estradillo, mojado y a oscuras, observando los lejanos relámpagos que iluminaban la noche madrileña. Luego, tomé una copita de cordial y me acosté sin prisas. Me sentía bien y aquella noche, aunque tardé en hacerlo por engolfarme en mis pensamientos, dormí como un bendito.

Toda mi vida parecía resuelta en ese momento. Pensaba en mis padres con tristeza, pues tenía casi la completa seguridad de que ya no volvería a verlos. Me los imaginaba envejeciendo en Samaniego mirándose a los ojos y recordando al hijo que se fue a Indias. Veíalos sentados en un poyo debajo de la parra, conversando y recordando las trastadas y travesuras que hiciera de niño. En otros momentos los veía paseando o sentados junto al fogón de la cocina. Yo estaba lejos, pensaba en ellos y los veía así, como los estaba en ese momento imaginando, y ellos sabían que los veía y que pensaba en ellos. Todos nos entristecíamos; ellos más que yo, probablemente. También mi querida hermana. ¡Cuántas cosas y recuerdos iba a dejar atrás! ¡Qué tristeza! Era aquélla, no obstante, una tristeza dulce que no hería mi corazón y que venía acompañada de un sentimiento de ternura profundo, de una rara especie de bálsamo que me aliviaba y que me daba fuerzas para continuar con mis proyectos. Volvía a gustarme la idea de ser un oficial del ejército español en Indias. No sabía muy bien qué podría hacer como teniente de la guardia de nobles junto al virrey don José Antonio Manso de Velasco, pero el simple hecho de que él fuera del pueblo de mi madre me hacía pensar que las cosas me irían bien y que, si no una gran   —89→   fortuna, al menos lograría un buen pasar y podría dedicar mis ocios a lo que siempre había querido, aun cuando había fracasado en ello una y otra vez: la poesía.

Mis padres vinieron, como me lo había anunciado el marqués, los últimos días de agosto y se alojaron en su casa. Aunque a punto de entrar en la vejez, ambos se conservaban fuertes. Mi madre tenía ya todo el cabello blanco, y las canas dábanle una belleza nueva y serena que, en parte, recordaba la perdida en su juventud. Aunque usaba bastón, mi padre no dejaba que lo vieran apoyándose en él. Caminaba todavía con firmeza y alzaba la cabeza como si en tenerla erguida le fuera la honra. Domingo Herranz, mi cuñado, estaba más interesado e inquieto por la posibilidad de montar un buen negocio en la villa y corte que por mi partida, y mi hermana se molestaba a veces con él por no hacerme, según ella, todo el caso que merecía.

-¡Déjalo! -le decía mi padre, que entendía las razones de su yerno mejor que su propia esposa-. Tu marido sabe lo que hace.

Y así era, en efecto. Domingo se buscó un socio que el propio marqués le había recomendado entre sus conocidos de Madrid, llamado Ildefonso Moneo, y ambos se pusieron de acuerdo para montar un almacén de vinos casi a las afueras de la villa, junto a los muros de la recoleta agustiniana. Yo los acompañé algunos días a inspeccionar el trabajo de los albañiles. Era un galpón enorme en el que los carpinteros iban amontonando maderas con las que construirían grandes toneles de duelas gigantescas. El interior de aquella fábrica estaba lleno de polvo, y se respiraba con dificultad. Albañiles, pintores y carpinteros se movían de un lado a otro sin parar cargando maderos y ladrillos, y el ruido que hacían era insoportable.   —90→   Quien dirigía los trabajos era un gascón que el socio de mi cuñado había hecho venir de Francia, donde había tenido mucha experiencia en esta clase de trabajos. Yo imaginaba que en semejantes toneles cabría todo el vino del mundo, pues no bajaría cada uno de ellos de las cien cántaras y eran seis los que había que colocar. El vino iba a ser de nuestra tierra, que, según mi padre y mi cuñado, podía competir con ventaja en precio y en calidad con los peleones manchegos que abundaban en la corte.

-Si te quedaras en Madrid -me dijo un día mi cuñado-, podrías estar al frente del negocio. Con lo que sabes de vino llegarías a ser un excelente almacenista.

No dije nada, pero, por algunos segundos, dudé de la decisión que había tomado. Sabía que en las palabras de Domingo había tanto de ironía como de buena voluntad, pues el logroñés no sabía disimular muy bien los celos que sentía por el cariño de mi hermana y, sin embargo, me quería bien, como me lo demostró siempre que tuvo ocasión de hacerlo. Domingo era un hombre sencillo y sin mayores intereses que los inmediatos: comer, beber y acumular algunas riquezas por gozar las comodidades que proporcionan. Bastábale con ir a misa los domingos y fiestas de guardar para asegurarse el cielo y con no emborracharse más de cuatro veces al año para sentirse un hombre virtuoso y honorable. Era de mediana estatura, más bien gordo y sonrosado y tenía una inclinación casi innata al comercio y un gran sentido de la oportunidad. Era, además, amable y pacífico y, aunque sin muchas luces, sabía, tan bien como cualquiera, mantener una conversación de circunstancias. El marqués le tenía aprecio, porque pensaba que hombres como mi cuñado eran los que necesitaba España para salir de la postración en la que se hallaba. De ahí su interés en que mi hermana y mi   —91→   cuñado se vinieran a vivir a Madrid e iniciaran negocios en la corte. En algún momento llegué a pensar que mi puesto de oficial de la guardia de nobles en Lima se lo debía a este hecho. Domingo me insinuó esa posibilidad en más de una ocasión.

Mientras mis padres y mi hermana paseaban por la corte y estrechaban algunas amistades y mi cuñado veía cómo se concretaban sus sueños en una fábrica de ladrillo destinada a servir de almacén de vinos, yo me pasaba los días en los cuarteles de palacio con el coronel Gómez de Villagarcía. Éste era un andaluz simpatiquísimo, de unos cincuenta años de edad pero bien conservado, que ensartaba chistes y dichos graciosos sin parar y que no veía la hora de que su majestad el rey decidiera prescindir de sus servicios para retirarse a un cortijo que poseía en tierras de Córdoba y vivir el resto de sus días viendo crecer a sus nietos entre sus piernas. No ambicionaba otro título que el de abuelo, ni mayores riquezas que la risa y la alegría de sus nietos. Adoraba a su mujer, que pensaba como él, y ambos se consolaban sabiendo que, «más pronto que tarde», como me decía él con su característico acento cordobés, se verían paseando juntos por un bosque de álamos, a la orilla del riachuelo que bañaba las tierras de su cortijo.

Aunque mis padres, mi hermana y mi cuñado estaban alojados en su casa, yo no volví a ver a don Zenón de Somodevilla hasta dos días antes de mi partida de Madrid. El señor marqués estaba siempre demasiado ocupado para atenderme cuando iba a su casa a ver a mis padres, y era la señora marquesa la que solía hacer las veces de anfitriona. Llegaba al atardecer, cuando salía del cuartel y me retiraba a mi casa. Tomábamos chocolate y conversábamos un poco. Mi hermana Leona esperaba mis visitas como los labradores esperan el agua de mayo, y, cuando llegaba, me llevaba a su habitación   —92→   y me contaba todo lo que había hecho durante el día. Le gustaba Madrid, y Madrid había despertado en ella una extraña agitación que la hacía suspirar por cualquier cosa. Yo atribuía este hecho al atractivo de la corte. Acostumbrada a la paz de la provincia, el verse de pronto inmersa en el ruidoso mundo de las apariencias cortesanas había hecho renacer en ella formas de coquetería juvenil que yo sólo recordaba haberle conocido en Samaniego, cuando estaba a punto de casarse con el hijo del médico logroñés. La marquesa alimentaba sus sueños y fantasías, acompañándola a las mejores tiendas y a los salones más concurridos de la corte, en los que la belleza de Leona que, pese a estar a punto de alcanzar los cuarenta, todavía se conservaba, debió de crear más de una tormenta en los corazones de los caballeros enamoradizos. Tenía siempre un vestido, unos zapatos recién comprados, un prendedor o una simple cinta de seda que mostrarme. Gozaba como una niña cuando se ponía estas prendas y daba vueltas con ellas por la habitación riendo a carcajadas. Domingo pagaba sus caprichos sin preguntar siquiera el valor de los mismos. Mis padres, sin embargo, se lo reprochaban una y otra vez con la mirada, observándola con reconvención y con disgusto. Si para mi buena madre era pecado de vanidad, para mi padre lo era de derroche. Por mi parte, yo le decía que sólo se vive una vez y que hay que aprovechar y que ya tendremos tiempo de dar cuentas a Dios en la otra vida, si es que quiere tomarnos cuentas de semejantes minucias. En las últimas semanas noté, sin embargo, que Leona había dejado de comprar y que ya no estaba tan interesada en frecuentar los salones de moda con la marquesa. Una de aquellas tardes, le pregunté la causa de un cambio semejante.

-Querido hermano -me dijo entonces Leona, poniéndose seria-, Dios sabe que a nadie he querido tanto en esta vida como te quiero a ti. Ni a nuestros padres, ni a mi esposo, ni siquiera a mis pequeños hijos, a los que adoro y por los que vivo y me desvivo.   —93→   Nunca he podido evitarlo. No sé cómo podré sobrevivir a tu marcha, pero lo intentaré. En este viaje a Madrid he aprendido muchas cosas. Yo espero que Domingo decida que nos quedemos aquí, pues sólo aquí podré aturdirme hasta olvidar que estás lejos y que, quizá, no vuelva a verte.

-Yo también te quiero -le dije.

-Pero no como yo -me respondió-. Yo te quiero más, mucho más de lo que se puede querer a nadie, mucho más de lo que tú puedas quererme y querer a quien más llegues a querer en este mundo. Dios me perdone por quererte tanto.

-No es pecado el querer, querida Leona -le respondí emocionado.

-No lo sé -me dijo-. Todo en exceso es malo. Hasta el amor.

-No el amor entre hermanos.

-No lo sé.

Al decir esta última frase, yo noté una sombra que cubrió sus ojos y que hizo que la voz se le quebrara en un conato de sollozo. Cerró los ojos y vi una profunda tristeza reflejada en su rostro. Sin poder evitarlo, le eché los brazos al cuello y le besé en la cara.

-Cálmate -le dije, separándome de ella-. El amor es lo más bello que existe. Yo te querré siempre, y, sin importar dónde esté, siempre te recordaré con todo mi cariño.

-Si tú me pidieras que me fuera contigo, no lo pensaría dos veces. Prepararía todo en este mismo momento y nos embarcaríamos juntos hacia lo desconocido.

-Me gustaría, pero debo ir solo. He llegado a un punto de mi vida en el que no soy nada. No soy abogado, como quería nuestro padre, ni soy poeta, como yo soñaba. Veremos si, al menos, puedo ser militar en Indias. Por ahora tengo una plaza de teniente gracias a tu generosidad.

-Llegarás a coronel. Te lo aseguro.

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-¡Ojalá! Aunque yo te confieso que abandonaría todo, absolutamente todo, por ser lo que siempre he querido ser y que jamás he logrado. No me importarían, en este caso, ni la pobreza, ni el sufrimiento.

-Ni siquiera el olvido de tu familia. ¿No es así?

-Ni siquiera el olvido de mi familia, en efecto.

-Tú también sufres por amor.

Tal vez mi memoria me haya fallado y haya creado algunas lagunas en la conversación que he pretendido reproducir. Quizás en el transcurso de los años las palabras hayan sido cambiadas por mi propia imaginación, pero yo siento que esta conversación, tantas veces reproducida en mis vigilias, está fresca en mi recuerdo, casi como si hubiera sucedido ayer. Aún veo a Leona con los ojos enrojecidos mirándome desde no sé qué profundidades de su alma. Todavía siento su respiración junto a mi cara, el cálido aroma de su pelo, el brillo de sus alhajas. Aquí en Asunción, después de la de Manuela en nuestro rincón favorito, ésta ha sido la imagen que con más frecuencia ha acompañado mis soledades.

Dos días antes de mi partida, el señor marqués me llamó a su despacho del ministerio. Acudí a primeras horas de la mañana acompañado de Domingo, con quien don Zenón tenía asuntos urgentes que discutir ese mismo día. Me dio cartas para el virrey y el arzobispo Barroeta, un paquete lacrado que debía entregar al presidente de la audiencia de Lima en sus propias manos, muchísimos consejos y un abrazo de despedida que yo devolví emocionado. Cuando salí del despacho, Domingo se quedó con él. Yo decidí caminar solo algunas horas por las calles de Madrid, beber vino en las tabernas y sentirme de nuevo como cuando tenía veinte años y era estudiante en Alcalá. Comí en un mesón de la calle de los Francos y, después, volví a mi casa de la calle de las Pozas, donde me esperaba   —95→   Bonifacio. Los baúles estaban amontonados en el estradillo de la casa, y ésta más tenía el aspecto de un campamento gitano que el de habitación de un hombre de mundo. Ya me había despedido del coronel Villagarcía, y sólo me quedaba abandonarme a lo que viniera en las cortas horas que me quedaban de vida en la capital del reino. Mis padres habían decidido volver a Samaniego al día siguiente de mi partida, pues ninguno de los dos se sentía con fuerzas suficientes para acompañarme hasta Cádiz, y mi hermana Leona tenía que permanecer en Madrid con su marido. En la tarde fui a verlos a casa del marqués y permanecí con ellos hasta casi entrada la noche. Al día siguiente pasé el día entero con ellos y con mi hermana, que, según me contaba, volvería a Logroño en pocas semanas para traerse consigo a sus hijos. Domingo había alquilado una cómoda casa en la corte y ya estaba decidido que vivirían en Madrid. Los asuntos de mi cuñado iban viento en popa, al parecer. Yo temblaba sólo de pensar que en algún momento colocaría mi pie en el estribo del coche en el que habría de hacer mi viaje hasta Andalucía. No me asustaban los supuestos peligros a los que siempre estarán expuestos los viajeros, ni me producían espanto los bandoleros más afamados y peligrosos de aquella región, sino la inevitable separación de mis seres queridos. A medida que transcurrían las horas, más dura, fuerte y definitiva me parecía la separación que estaba a punto de producirse. La última noche casi no dormí pensando en todas las cosas que dejaba atrás: mis padres, mi hermana, mis sobrinos y mis amigos, los viejos buenos tiempos del colegio y de la universidad y el paraíso perdido de mi infancia en Samaniego. Don Millán de Aduna se iba de España para siempre y ya nunca más volvería a ver la silueta del León Dormido dibujándose a la distancia. Cuando llegó el día de mi partida, fuimos todos juntos hasta la posta en la que el coche estaba dispuesto. Era grande   —96→   y tenía un excelente tronco de poderosos caballos. Con nosotros viajaban un jovencito atildado que era secretario del Duque de Huéscar, un irlandés o escocés de apellido Obrayan que apenas hablaba español y que iba a Sevilla a visitar a un tío suyo, canónigo en aquella ciudad, una dama de muchas campanillas ya entradita en años y con la nariz más empinada que el Pico de Aneto, que viajaba con dos criadas, un fraile de la recoleta franciscana al que llamábamos fray Julián y yo. El irlandés sería de mi edad poco más o menos y muy simpático y se esforzaba por hacerse entender mediante gestos bastante graciosos. El secretario del Duque de Huéscar, todavía más joven, hizo muy buenas migas con aquel pelirrojo y, durante todo el trayecto, como hablaba inglés, se dedicó a mostrarle lo que él llamaba con mucha prosopopeya las maravillas de la geografía española. A la dama que nos acompañaba no le agradaba la compañía del extranjero por considerarlo hereje, error del que se empecinaba en arrancarla sin mucho éxito el buen franciscano arguyendo que los naturales de Irlanda eran no sólo buenos y obedientes católicos, apostólicos y romanos, sino verdaderos mártires de nuestra fe por verse obligados a vivir entre los herejes protestantes de la pérfida Albión, y más el que nos acompañaba, que tenía un tío canónigo nada menos que de la catedral de Sevilla.

Todavía recuerdo el fuerte abrazo que me dio mi padre y las lágrimas de mi madre, que, pese a haber prometido permanecer serena, no pudo evitarlas. También recuerdo los besos de mi hermana, interminables. No había fuerza humana que pudiera separarla de mí. Domingo y mi padre la contuvieron en el último momento, y yo pude, al fin, subir al coche y ocupar el asiento que tenía reservado con Bonifacio. No recuerdo haberle preguntado jamás a mi criado si quería o no acompañarme en el viaje. No recuerdo que jamás me planteara la menor duda al respecto. Nadie ha permanecido nunca   —97→   más tiempo que él en mi compañía y con ningún otro ser humano he tenido la misma confianza en todos los días de mi vida. Cuando la silla de postas partió, yo me quedé observando a mis familiares hasta que los caballos doblaron una esquina y los perdí para siempre. Recuerdo que, entonces -y sólo entonces-, sentí que las lágrimas me rodaban por las mejillas. No hice ningún esfuerzo para evitarlas. El irlandés que viajaba con nosotros tuvo la delicadeza de poner su mano en mi hombro y consolarme con su gesto. Quizá recordara el momento en el que él hubo de partir de su país de una manera semejante.

El viaje, si bien largo y lleno de penalidades, fue amable y hasta divertido por momentos. La vieja dama sólo conversaba con el franciscano, que, en mi opinión, habría preferido hacerlo con nosotros. Miraba con frecuencia por una de las ventanas, separando las cortinillas y se le veía aburrido y, en ocasiones, no podía evitar un gesto de disgusto ante alguna de las muchas impertinencias de la señora. Las criadas de esta última dormían o se hacían las dormidas, y el irlandés no paraba de señalar con su mano al secretario del Duque de Huéscar cualquier punto de la geografía que le llamara la atención. Éste último parecía conocer el país tan bien como la palma de su mano, pues en ningún momento le escuché decir que no conociera algo sobre lo que se le preguntaba. No podría haber encontrado el extranjero un mejor guía para su viaje. En los momentos más inoportunos, nos obligaba la vieja dama a rezar el rosario en voz alta y sacaba siempre a colación una historia de demonios que se llevaban al infierno a un pobrecito calavera, estudiante en alguna universidad de vaya a saberse dónde, que, en tiempos del rey de los pimientos morrones, tuvo la inmensa desgracia de morirse una noche sin haber rezado tan interminable devoción mariana. Como, para más inri, el calavera en cuestión había estado disfrutando   —98→   algunos minutos antes de la compañía de damas no muy santas que digamos, los demonios de la historia de la vieja torturábanle con mayor empecinamiento en aquellas partes por las que había obtenido el placer que lo condenaba a los infiernos. Cuando llegaba la hora del rosario, el secretario del duque se limitaba a mover los labios con los ojos entornados y la cabeza caída sobre los almidones de su pecho, mientras, seguramente, disfrutaba en su fuero interno de mejores compañías que las que había en el carruaje. El irlandés, en cambio, rezaba las avemarías en latín con verdadera devoción y seguía las letanías de la vieja beata de memoria poniendo énfasis en aquellas partes que, seguramente, consideraba más piadosas. Las criadas de la vieja dejaban deslizar sus dedos por las cuentas del rosario, y el buen fraile, más obligado que otro alguno por su oficio, levantaba de vez en cuando su voz para que se notara que cumplía bien con sus obligaciones de religioso. A esa hora anochecía, y el camino comenzaba a hacerse para mí suave y dulce, como si los caballos galoparan sobre las nubes, al tiempo que me iba quedando dormido cuando las letanías estaban ya a punto de acabarse.

Por fin, cuando llegamos a Sevilla, nos despedimos todos, y Bonifacio y yo nos vimos libres de la molesta compañía de una vieja tan impertinente. Ésta representó el único peligro del viaje, que, de haber durado un día más, no sabemos en qué abismo de perdición habríamos acabado todos, pues pienso que hasta el seráfico hijo del pobrecito de Asís estuvo en más de una ocasión tentado a tomar el cuello de la vieja entre sus manos y hacernos la caridad de librarnos para siempre del suplicio al que nos condenaba. En Sevilla permanecimos tres días con sus noches en una posada y, al cuarto, salimos hacia Cádiz en otra silla de postas y con el tiempo justo para tomar el barco. En éste ya estaba todo preparado, y nos bastó   —99→   con hacer cargar el equipaje hasta cubierta para que el capitán saliera a darnos la bienvenida y dispusiera nuestro acomodo en uno de los camarotes destinados a los pasajeros. El capitán del barco era un hombre de mediana edad y muy agradable que me invitó a cenar con él esa misma noche, cuando el barco estuviera ya en alta mar. Se llamaba Serafín Álvarez y había nacido en algún punto de la costa asturiana cuyo nombre no recuerdo. Era alto y fornido y tenía un vozarrón que se escuchaba en toda la cubierta sin dificultad, aunque las olas batieran en ese momento con fuerza el casco de su fragata. Aseguraba que, desde los dieciocho años por lo menos, lo único que realmente conocía era el mar, pues sólo se detenía en tierra lo suficiente para cargar su barco y volverlo al océano, que era el único lugar en el que, según él, se sentía realmente a sus anchas. Había atravesado varias veces el Atlántico y conocido todos peligros que se pueden conocer en estos viajes y le eran igualmente familiares los mares del sur y los que bañan las costas de Arabia y de la India. De todos ellos contaba una y mil aventuras y, en mi opinión, creo que, a veces, confundía unas con otras y las exageraba un poco, pues, de darle el crédito que él creía merecer, es probable que no hubiera habido jamás ningún navegante que pudiera comparársele en número de travesías, descubrimientos de islas, represión de motines y aventuras mil con los nativos de todas las costas del universo. Todo ello lo hacía, no obstante, sumamente simpático a mis ojos, pues pensaba que, si no buen marino, lo que seguramente también sería, era, al menos, un narrador ameno y un compañero de viaje muy simpático. A mí me recordaba un poco a mi cuñado, pues, como él, ponía en cuanto hacía todo su empeño y disfrutaba pensando en las ganancias que obtendría de cada una de sus travesías. Aun cuando no me lo confesó abiertamente, en algún momento insinuó que, siendo todavía un mozalbete, se había dedicado a la trata en las costas de Guinea o había estado muy cerca de   —100→   hacerlo. El gesto de extrañeza y horror que debió ver dibujado en mi rostro cortó en ese punto una conversación que prometía no pocas e interesantes confidencias de su parte. La noche que cenamos juntos me contó tantas aventuras y tan diferentes que ya no recuerdo ninguna de ellas y me aseguró que era amigo íntimo del virrey, a cuyo palacio tenía la entrada franca y de cuya despensa podía disponer a su antojo. También me habló de una extraña rivalidad existente entre el virrey y el arzobispo don Pedro Antonio de Barroeta, para quien también habíame dado cartas el marqués, por asuntos que entonces no entendí y que vine a conocer mejor cuando ya estuve en Lima. Este capitán hizo que la travesía fuera, si no más corta, mucho más agradable de lo que en principio me había imaginado, y, cuando llegamos a Portobelo y se despidió de mí, no pude hacer otra cosa que abrazarlo. La travesía había durado casi cuatro meses y, en todo ese tiempo, don Serafín Álvarez fue para mí un excelente amigo y un compañero para recordar toda la vida.

Bastante más pesado que la travesía del océano fue el cruce del istmo del Darién para llegar a Panamá, donde nos esperaba el barco que nos llevaría al Perú. Aquel paisaje tropical era por demás soberbio y deslumbrante. Todo a nuestro alrededor era intensamente verde, húmedo y lujurioso, pero los calores eran insoportables y aún más que los calores lo eran los pequeños insectos que, como plagas, caían sobre nosotros sometiéndonos a las más terribles torturas. Antes de llegar a la ciudad de Panamá, mi fiel Bonifacio enfermó de tercianas. Corría ya el mes de marzo de 1754 y estaban a punto de cumplirse ocho meses desde que mi hermana Leona comprara la plaza de oficial en la guardia de nobles de Lima a nombre de don Millán de Aduna. El compromiso que tenía era integrarme a mi puesto antes de que se cumpliera un año. De no   —101→   cumplirlo, todo podía quedar en agua de borrajas. Bonifacio hizo el viaje sin una queja, aunque en las noches, cuando montábamos el campamento con otros viajeros en plena selva, no bastaban todas las frazadas que llevábamos para evitar sus castañeteos. Yo lo cuidé lo mejor que pude y en ningún momento me separé de él. Cubríalo con frazadas y dábale a beber la quinina que habría de terminar, finalmente, por curarlo. Cuando llegamos a Panamá, ya estaba mucho mejor y en el barco [...] de gran oleaje.

[...] Se fueron los soldados, y la mujer quedó [...] saliendo de la fortaleza [...] solamente.

Vuelve a estar aquí el manuscrito cortado y confuso. Todo lo referente al viaje desde Panamá al Callao parece perdido, pues yo no encuentro forma humana de transcribir e interpretar las letras borradas por el tiempo y corridas y oscurecidas por la humedad de los siglos. Ha sido imposible para mí descubrir en el relato algún indicio de una tormenta, un asalto de piratas o cualquier otro hecho emocionante que hace que las historias de viajes estén siempre llenas de pasión y de encanto. Tal vez estos hechos hayan quedado ocultos para siempre bajo las tintas emborronadas de los tres folios largos que no se pueden leer en esta parte. No obstante, si nada les ocurrió en la travesía del Atlántico, ¿por qué habría de suponer que les sucediera en la del Pacífico? Para entonces, la piratería ya no era un buen negocio, y son pocos los hechos de esta clase que se registran después de las reformas que el Marqués de la Ensenada hiciera en la marina española de la época. De todos modos, los piratas trataban de capturar los navíos que volvían de América hacia España y no los que venían de España a América. Los grandes tesoros estaban en los primeros. Ignoro en qué clase de barco hicieron su   —102→   viaje don Millán y Bonifacio. Me gustaría creer, puesto que tengo frente a mis ojos una bella acuarela de la época, que fue en un navío montañés, un hermoso barco que, como reza en la misma pintura que ahora estoy viendo, contaba con 74 cañones «con todo su aparejo, navegando con viento à la qüadra, cuia posicion es la mas propia para llebar mayor numero de velas largas». Son, en efecto, unas treinta las velas de que dispone y parece una nave rápida y de estampa muy marinera. En todo caso, de las cosas de la mar lo ignoro casi todo y debo sospechar que, si no ésta, otra semejante sería la nave en la que llegaran al Perú don Millán y su criado. También supongo que el viaje transcurrió sin contratiempos y que Bonifacio terminó curándose antes de llegar al Callao. Me parece muy sugerente el nombre de Bonifacio, como al principio también me lo parecieron los de León y Leona, tan abundantes en la familia Aduna de Samaniego. Hay en ellos algo familiar para mí. Aunque ligeramente posterior en el tiempo, una chozna abuela mía, de este mismo pueblo de Samaniego de Álava, se llamaba Bonifacia Aduna, y un hijo suyo, Antonio Álvarez Aduna, se casó con una Leona Arciniega, que ya era natural de Azofra. Así que no sólo Adunas, sino también Bonifacios y Leones hay entre mis antepasados. Todo ello me hace sospechar que ni este Bonifacio, cuyo apellido no se menciona a lo largo de todo el documento, ni este Millán de Aduna debieron ser personas muy alejadas de mi familia. En todo caso, a medida que me adentro en la lectura del documento, voy sintiendo que algo extraño me ocurre y que conozco (o creo conocer) el modo de pensar de estos personajes que, ya lejos de España para siempre, van a enfrentarse con situaciones que, tal vez, también yo he vivido o imaginado que he vivido en los mismos lugares, aunque en tiempos diferentes. La Historia es circular, y pienso que yo ya he vivido alguna vez cuanto aquí se cuenta.

  —103→  

Es curioso que Millán de Aduna se haya extendido tan poco sobre su viaje por mar y no haya descrito la impresión que tuvo al ver el océano por vez primera. Por lo que ha contado hasta ahora, creo que no había conocido el mar hasta llegar a Cádiz, pese a haber soñado con verlo desde su infancia. El mar impresiona mucho, sobre todo a quienes somos de tierra adentro, como el propio Millán de Aduna y el Marqués de la Ensenada, el mejor ministro de Marina que jamás haya tenido España probablemente. Yo vivo ahora en un país que no tiene mar y creo que esta carencia se nota en la idiosincrasia del paraguayo. Roa Bastos, el escritor más conocido de Paraguay, ha definido su país como «isla rodeada de tierra por todas partes», un mundo incomunicado con el exterior, encerrado en sí mismo. El océano comunica y hace que los hombres sean más abiertos a todas las influencias. Muchas de las cosas que ocurren en Paraguay se deben a su condición de país mediterráneo. Apenas ayer tarde estaba esperando un taxi a la puerta de mi oficina, cuando pasó por el lugar, con un ruidoso grupo de matones partidarios, uno de estos curiosos políticos populistas que parecen arrancados de las páginas de Tirano Banderas. Había en la esquina del edificio un grupo de jóvenes que conversaban y contemplaban el paisaje. El político (no recuerdo el nombre que me dijo el taxista minutos más tarde) se acercó a ellos y, extendiéndoles la mano con una sonrisa de calendario, preguntó afirmando, como suelen hacerlo estos curiosos personajes, si eran «colorados», miembros de su partido. Los jóvenes dijeron que sí, porque en este país jamás se niega nada, ni siquiera el parentesco con el diablo. A mí me habría gustado que me preguntara en ese momento. Le habría dicho que era miembro de la FAI, de la Federación Anarquista Ibérica, para ver la cara que ponía el energúmeno. Me quedé con las ganas. Algo debió de notar en mi rostro el personaje y sólo se animó a saludarme con una discreta inclinación de cabeza.   —104→   Ahora estoy seguro de que el invento de la FAI le habría sonado a chino. ¿La FAI? Creo que la habría confundido con la marca de algún electrodoméstico. Para esta clase de personas, fuera del Paraguay no ha sucedido ni sucede nada, y ellos son, precisamente, los que dirigen los destinos del país.

El palacio del virrey estaba en la parte de la plaza que da al barranco por el que el Rímac se precipita hacia el mar. En la misma plaza estaban la catedral y el cabildo, una bonita fuente de bronce en el centro y, junto a las amplias escaleras de la catedral, el Gato, el mercado al que cada mañana acudían las mulatas con sus turbantes multicolores cargando las grandes cestas en las que sus amas iban dejando caer las carnes, frutas, verduras y pescados con los que, más tarde, prepararían las cocineras los grandes almuerzos y las suculentas cenas de las que tanto disfrutaban los caballeros limeños. Cuando llegamos a Lima en junio de 1754, hube de presentarme al virrey, quien me recibió con los brazos abiertos por ser hijo de aquella María Engracia a la que él recordaba de joven como la moza más bella de su pueblo.

-Algo parientes debemos de ser -me dijo-, pues yo recuerdo que nuestros padres -se refería a los suyos y a mis abuelos maternos- se trataban como familia.

-Mi querida madre, doña María Engracia, le envía muchos saludos. También ella se acuerda de vuesa excelencia.

-¿Y cómo está ella? ¿Dónde vive? ¿Qué ha hecho en todo este tiempo?

Le conté a grandes rasgos la vida de mi madre en Samaniego, quién era mi padre y algo de aquellos viajes que yo hiciera a Torrecilla siendo todavía niño. Después, me extendí un poco sobre mi propia   —105→   vida. Le hablé de Logroño y Zaragoza, de mi frustrada carrera de abogado, de la amistad de mi familia con don Zenón de Somodevilla y del largo, aunque plácido, viaje que acababa de culminar. Don José Antonio era un hombre de contextura fuerte en el que no se notaban para nada los largos sesenta y cinco años de vida que cargaba sobre sus espaldas. Tenía el aire duro y el gesto campechano de quien está acostumbrado al trato que dan los campamentos entre camaradas de armas. Tenía la risa fácil y el rostro bonachón. Se sentaba, tras la mesa de su despacho, con ambas manos cruzadas sobre el pecho y, de vez en cuando, lanzaba con disimulo (lo que le obligaba a levantarse para poder hacerlo) algunas ojeadas a la ventana que se abría sobre la calle que daba al rastro de San Francisco, como si vigilara las actividades de los frailes. Le agradecí sus atenciones y le recordé lo que me había dicho el marqués sobre la calidad familiar de los paisanos en tierras de América.

-El señor marqués me dijo que en Indias el paisanaje vale tanto como el parentesco.

-Sí y no -me respondió-, que aquí tenemos un paisano, que es precisamente el arzobispo, con el que mantengo un pleito de nunca acabar. Es muy testarudo el fray Barroeta de las narices.

-Para él traigo conmigo cartas del señor marqués.

-No es un mal sacerdote, pero demasiado soberbio, en mi opinión. Y bien, ¿qué te parece Lima? -me preguntó, cambiando el hilo de la conversación-. Prefiero tutearte. A un hijo de María Engracia no puedo sino tratarlo con familiaridad. ¿No te importa?

-Más bien lo agradezco -le respondí-. Lima me parece una ciudad grande.

-Lo es -me dijo-, pero todo se viene abajo con una facilidad que espanta. Cuando recién llegué a hacerme cargo del gobierno, un terremoto dejó por tierra todos los edificios. Fue realmente desastroso.

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Me contó la historia, y estaba realmente orgulloso de cuanto había hecho. En El Callao el mar se había salido y había acabado con todo, y a ese hecho, precisamente, se refería el título de Conde de Superunda que le había concedido su majestad. Lo sucedido en Lima no fue menos grave, pues, si no las olas, que se quedaron a la altura de Carmen de la Legua, donde ahora se levanta una pequeña ermita, el movimiento de tierra fue tan formidable que sólo quedaba en pie, cuando todo terminó, una de las dos torres de la catedral. Don José Antonio Manso de Velasco dedicó todos sus esfuerzos a la reconstrucción de la ciudad, por lo que los limeños lo tenían por un segundo Pizarro.

-Era de verse -me contaba- la nube de polvo que se levantó. Durante meses no hubo mueble ni objeto, por pequeño que fuera, en los que el polvo no se posara. Las cuentas de los rosarios estaban llenas de polvo. Las camas, las sillas: todo estaba sucio. Ni en los bancos de las iglesias podíamos sentarnos sin mancharnos. Todo era una verdadera mugre. Respirábamos polvo, y, en el invierno, con la garúa, el pelo, la cara y la ropa se nos llenaban de un barrillo que era muy difícil de arrancar. Lo peor fue la secuela de temblores que siguió al terremoto. La verdad es que temíamos que llegara a darse uno aún más grande y destructor que el primero. Ya ves a dónde has venido a parar.

-En todas partes se cuecen habas -le respondí-, que, si no hay terremotos, habrá tormentas, pestes y hasta hambrunas que nos recuerden que éste en el que vivimos es el valle de lágrimas del que nos hablan los sacerdotes.

Cuando salí de mi primera visita al virrey Conde de Superunda, tenía confirmada mi plaza de teniente en la guardia de nobles. Bonifacio me esperaba en la casita que habíamos alquilado por una   —107→   módica renta en la calle de las Mantas, a pocos pasos del palacio, así que volví a atravesar la plaza, a admirar la belleza de las limeñas y a contemplar el variado mundo limeño en el que todos los hombres y razas de este mundo se mezclan y se confunden. Aquel día 23 de junio, víspera de San Juan, hacía sol. Los días anteriores habían sido oscuros y húmedos, lluviosos y tristes. Era la primera vez que veía cómo el sol podía traspasar el denso colchón de nubes que cubría la ciudad. Con el sol, Lima se volvía alegre y cobraba un encanto que todavía recuerdo con verdadero cariño. Serían apenas las diez de la mañana cuando salí del palacio, y el Gato se estaba vaciando de clientes. Unos viejos tomaban el sol junto a la fuente sentados en unos pequeños bancos de madera y apoyados en sus bastones. Algunos golillas iban y venían de los cajones de escribanos que se amontonaban en los bajos del edificio del cabildo, y una parvada de rapazuelos correteaba entre los puestos del mercado enfureciendo a las cholas y a las mulatas que los atendían. Era una escena sumamente colorida, y yo me sentí, de pronto, en el mejor de los mundos. Al día siguiente tendría que presentarme ante el coronel Eguidazu, un fiero militar vizcaíno, como me lo había descrito el señor virrey, «más bueno que el pan y más dulce que las natillas de Aranda».

Tenía el coronel don José Ignacio Ruiz de Eguidazu unos feroces mostachos a la francesa, un vozarrón de bajo profundo y una nariz aguileña que le descolgaba sobre una boca sin labios tras la que se adivinaban unos dientes de fiera blanquísimos y afilados. Paseaba a grandes zancadas por el patio del cuartel con las manos a la espalda y la cabeza levantada hacia el cielo y no dejaba nunca de lanzar maldiciones cuarteleras, si se le ofrecía la ocasión. Gracias a la descripción que de él me había hecho el señor virrey, pude soportar bien el primer día su presencia y sin alterarme.

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-¡Por mil demonios! -tronó, cuando le presenté los papeles de mi despacho-. ¿Así que vuesa merced, señor hidalgo, pretende sentar plaza de oficial en esta guardia? Pues le va a costar sus buenos varapalos, que no damos nada gratis y quien quiera celeste que le cueste. ¡Dios y cómo me gustaría que el virrey me enviara más mocosos como vuesa merced para poder destetarlos!

Había en el tono de su voz y en el gesto que ponía un deseo expreso de atemorizarme, lo que seguramente lograba siempre con los desprevenidos. Siguiendo el consejo que me había dado el señor virrey, yo puse cara de circunstancias, asumí una actitud humilde y temerosa y no osé en ningún momento levantar los ojos del suelo hasta que, gritando a todo pulmón, me obligó a que lo mirara.

-¡Míreme vuesa merced cuando le hablo!

Levanté entonces la vista del suelo y a punto estuve de echarme a reír, lo que habría tornado la situación mucho más conflictiva y difícil para ambos. Por fortuna, pude evitarlo. Pasada la primera tormenta, se dedicó a darme los consejos de rigor sobre cómo debía y cómo no debía comportarme en público y en privado y a instruirme con precisión casi matemática sobre mis deberes en la guardia. Con esto y una cariñosa palmada en la espalda, que no debieron dejar de oír cuantos habitaban el palacio, me abandonó en mi puesto, no sin antes indicarme que al día siguiente fuera a verlo de nuevo a su despacho a la misma hora.

Creo que el coronel no tenía demasiadas cosas en qué entretenerse en aquella época. Según un capitán extremeño que tenía el sonoro apellido de Vargas de la Parga y Gónzalez de Uceda, también de enormes bigotes, le gustaban los toros y era ésa, y no otra, su mayor   —109→   pasión, pero nunca me habló de ello, y cuando hubo toros en la plaza de Lima no lo vi jamás asomándose a los balcones. Pasaba, cuando yo lo conocí, de los cincuenta años y tenía una esposa joven, hermosa e inteligente de las alturas de Cuzco. No habían tenido hijos, y, a mi parecer, esta carencia había marcado su carácter. Yo veía a veces al coronel en su despacho reconcentrado y con la cabeza caída sobre el pecho. Entonces recordaba las palabras del virrey, quien había dicho de él que era «más bueno que el pan y más dulce que las natillas de Aranda». Lo cierto es que el coronel era un alma de Dios con pretensiones de matasiete y que, a los pocos meses de conocernos, me quería casi como a un hijo y me trataba como si lo fuera.

Comencé a frecuentar su casa en la Navidad de ese mismo año. Habíamos ido juntos a oír la misa del gallo a la catedral en Noche Buena y, al día siguiente, hube de pasar al atardecer por su casa para probar el chocolate que preparaba su esposa, pues, según él, no lo había igual en ninguna parte del mundo. A fuer de sincero, debo decir que aquel chocolate era de primera, con el punto que a mí me gusta de azúcar y vainilla y todo lo espeso que debe estar, para que esté en su punto, un soconusco que tal nombre merezca. A éste añadió la señora suspiros de limeña, un dulce de manjar blanco de rechupete y unas copitas de moscatel que me dejaron el gusto empalagado durante semanas. El coronel era lo que los aragoneses llaman un laminero, y quizás a eso se refería el virrey cuando me habló de que era más dulce que las natillas de Aranda, aunque yo no sé de dónde sacaba el señor conde semejante dicho, que yo jamás lo había escuchado y nunca más lo he vuelto a oír en toda mi vida.

Pasada la fiesta de Reyes Magos, el virrey me llamó a su despacho para conversar de asuntos de interés general. Me preguntó qué tal me había adaptado a la nueva vida, me comentó que el marqués   —110→   había caído en desgracia y que ahora vivía desterrado en Granada y me habló por vez primera de los asuntos de Paraguay, «donde al parecer están sucediendo cosas que se nos están escapando de las manos». Éstas fueron exactamente sus palabras. Le conté lo que había escuchado de labios del padre Lejárraga mientras cenábamos en casa del señor marqués, y él me dijo que, en efecto, estos jesuitas saben más de lo que dicen y ocultan también mucho más de lo que deben. A estos últimos comentarios me limité a mover ligeramente la cabeza y a poner cara de circunstancias, dándole a entender que, si bien ignoraba todo sobre el asunto, bien podía llegar a estar de acuerdo con él en lo que decía.

-Para este asunto no podemos confiar en el coronel Eguidazu. Es demasiado noble y no es capaz de imaginar cálculo mundano y político en los hombres de la Iglesia. Yo, que los he tenido que sufrir más que ningún otro -se refería al arzobispo Barroeta más que a los jesuitas-, me imagino perfectamente de qué pueden ser capaces ad maiorem Dei gloriam.

-El marqués también confiaba en ellos -yo me refería a los jesuitas.

-Y ellos en el marqués. No quiero adelantar juicios en tanto no tenga informes en los que poder fiar, pero es probable que las cosas que suceden en Paraguay las lamentemos más tarde o más temprano.

No era la primera vez que en Paraguay ocurrían cosas de naturaleza grave en la que los hijos de Loyola tenían alguna intervención. Apenas hacía treinta años se había dado una revuelta en Asunción contra el entonces gobernador don Diego de los Reyes Balmaceda, en la que había tenido una participación importante el fiscal de la Real Audiencia de Charcas don José de Antequera y Castro, quien, comisionado por la misma audiencia como juez pesquisidor, llegó   —111→   a Asunción, destituyó a Reyes y asumió la gobernación de la provincia. Se trató, en realidad, de una rebelión contra los jesuitas, a los que los criollos culpaban de competencia desleal en el cultivo y comercio de la yerba mate y del caos reinante en la provincia. El doctor Antequera vino a poner orden, y las cosas habrían quedado ahí, si el virrey Marqués de Castelfuerte no hubiese apresado a don José de Antequera cuando éste iba de camino a Chuquisaca, de donde lo llevó, cargado de grilletes, a la cárcel de corte de Lima. Nadie hizo más por la condena del doctor Antequera que los jesuitas y el obispo de Asunción, don José de Palos. Una vez que don José de Antequera fue ajusticiado en Lima, los paraguayos lo convirtieron en mártir de la libertad. No terminaron, empero, ahí las cosas, pues, habiendo llegado a obispo de la misma ciudad don Bernardino de Cárdenas, que no era bien visto por los miembros de la Compañía, también lograron expulsarlo y cuando, años más tarde volvió a su puesto y fue elegido gobernador por los propios asuncenos, los jesuitas solicitaron la ayuda del virrey Manso de Velasco y, con ejércitos de indios armados de las reducciones, tomaron la ciudad. Don Bernardino de Cárdenas fue un franciscano a quien los jesuitas hicieron la más cruel de las guerras «por evitar que este Prelado entrase ni visitase sus Misiones de Paraná, Uruguay, é Itatí», como reza el título de un impreso recientemente publicado en Madrid. Yo he tenido la oportunidad, hace apenas unos meses y estando encerrado en este hospital, de leer las cartas dirigidas por el doctor Antequera al obispo Palos en su defensa, cartas que fueran publicadas en Madrid el pasado año de 1768.

Sospecho que el señor conde debía de estar pensando en los sucesos que, pocos años antes, habían conducido a la expulsión del obispo don Bernardino de Cárdenas. Ignoro hasta qué punto había autorizado él las acciones militares de los jesuitas para restituir el   —112→   orden a la lejana provincia y si había calculado en ese momento el peligro que podía derivarse de las mismas para la seguridad de aquellos territorios. Cuando habló conmigo aquel caluroso día de enero de 1755, estaba preocupado, y yo sospecho que tendría razones bien fundadas para estarlo, pues es más que probable que no hubiera hecho aún un juicio preciso sobre la situación. La verdad es que yo no sabía qué posición podía tomar el señor virrey en un asunto tan delicado, ni se lo pregunté por el momento, pues esperaba que, en los próximos días, si se presentaba la ocasión, me la fuera exponiendo con toda claridad. Quería saber dónde pisaba, qué pisaba y cómo debía dar los pasos justos para no tropezar.

Así pasaron siete meses en los que tuve la oportunidad de hablar con el señor virrey en cinco ocasiones más sin que volviera a mencionarme el asunto. Yo seguía frecuentando la casa del coronel Eguidazu, del que me había hecho buen amigo y asistía a todos los saraos y fiestas de postín que daban las limeñas y para las que no me faltaban, por fortuna, las correspondientes invitaciones. Bonifacio trabajó en Lima más de lo que había trabajado en Logroño, Zaragoza y Madrid. A punto ya de cumplir los treinta y cinco años, a mí me había dado por la moda y estaba en trance de convertirme en un perfecto lechuguino. Me encantaban las corbatas de encaje, que mi criado había aprendido a planchar y a almidonarme, los calzones ajustados, las casacas bien cortadas y el chocolate espeso, que Bonifacio dejaba a punto con la habilidad de un consumado maestro. A diario paseaba por la plaza Mayor en uniforme y, algunas noches, hasta me aventuraba en el barrio de las Maravillas, donde criollos y negros libertos se reunían para mover el esqueleto con sus coimas al sonido de la guitarra. Junto al Colegio de Nobles de la universidad, subiendo a los barrios altos, había también en aquellos días un afamado galpón gallero   —113→   en el que corrían las apuestas como el agua corre por los ríos y en el que quien no se ahogaba se veía obligado a nadar desnudo hasta la orilla la mayor parte de las veces por ser quienes lo dirigían hábiles apostadores y tahúres y, en mi modesta opinión, con sus claras puntas de tramposos y de doctores en picardías. Yo solía acudir los jueves por la noche con algunos de mis camaradas de armas al llamado de la timba, como llaman en Lima a los juegos de azar, y apostaba algunos cobres al primer gallo que se me presentaba. Poco a poco, me fui acostumbrando a la compañía de aquellos hombres rudos para quienes lo importante era vivir cada momento con intensidad y pensar lo menos posible en lo que pudiera deparar la mañana siguiente. Cierta noche, cerca del amanecer, al llegar a casa de una de las sesiones de juego a la que había acudido, me estaba esperando Bonifacio despierto y con un billete escrito en la mano que resultó ser del señor arzobispo. Monseñor don Pedro Antonio Barroeta y Ángel, arzobispo de Lima, hombre culto e ingenioso, famoso por sus dichos y salidas, de quien el señor virrey confesábase enemigo jurado, esperaba encontrarse conmigo en la sacristía de la catedral después de la misa que celebraría a las ocho de la mañana del día siguiente. De ahí iríamos a palacio y trataríamos un asunto «de la mayor importancia para ambos».

Se contaban en Lima muchas historias sobre este personaje, como se seguían contando del ya difunto, pero jamás olvidado, virrey Marqués de Castelfuerte, el enérgico navarro don José de Armendáriz, una de cuyas manías lo había hecho popular bajo el apodo de Pepe Bandos. Lima era en el tiempo en el que viví en ella una ciudad chismosa y de alma andaluza y festiva. Hasta sus casas eran semejantes a las que había visto en Sevilla, con frescos patios llenos de geranios, jazmines y rosas, con su fuente en el centro, sus   —114→   coloridos azulejos y sus huertos sombreados por las bellas flores del jacarandá. En aquel ambiente, las salidas ingeniosas del arzobispo Barroeta eran celebradas hasta por los galleros más afamados y jacarandosos de Malambito. Éstos celebraban a carcajadas las anécdotas del arzobispo. Se comentaba, entre muchas otras -y ésta era, quizás, la más conocida por repetida-, que, en cierta ocasión, tuvo el señor arzobispo que intervenir en un asunto de faldones clericales para imponer la paz entre el superior de un convento, riguroso en extremo, y su levantisca grey frailuna, que no guardaba la menor simpatía por semejantes rigores. En el momento en que estaba hablando el superior (amonestando seguramente a sus subordinados con palabras de fuego), el arzobispo se levantó de repente del sillón en el que se hallaba cómodamente repantigado y comenzó a increparle gritando «¡Calle! ¡Calle!». El padre superior quedó momentáneamente en silencio, pero, recuperando el valor y la voz al mismo tiempo, terminó exigiéndole explicaciones sobre su conducta. Sin perder ni por un segundo la serenidad, monseñor Barroeta le respondió que él jamás le había ordenado que se callara (lo que estaba muy lejos de su ánimo e intención), sino que, siendo tan evidentes los reclamos de libertad que hacían los frailes a su superior, él no había hecho otra cosa que interpretarlos, solicitando de su reverencia que les concediera al menos una vez a la semana el salir libremente a la calle, pues todo hombre necesita aire para sus pulmones, espacio abierto por delante para sus pies y algunas bellezas en las que recrear la vista de vez en cuando. Desde entonces, el «¡Calle! ¡Calle!» del arzobispo se transformó en un grito de guerra que tanto servía al mataperro del barrio ante el rigor de sus progenitores como a la malmaridada que desatendía sus quehaceres por entretener sus ocios en la esquina de su casa soltando la sinhueso con la vecina.

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Éste era el hombre al que tenía que enfrentarme al día siguiente. Yo lo había conocido cuando recién llegué a Lima y le entregué las cartas que el señor marqués me había dado para él. Me habló entonces de su familia de Logroño, a la que yo no conocía y con la que no sabía que tuvieran trato alguno mi hermana y mi cuñado, y de los grandes deseos que tenía de volver a pisar «la tierra». Así me dijo: « la tierra». Tenía la esperanza de que lo trasladaran pronto a España, pues, según me confesó, estaba cansado de pelear con el cabildo de la catedral todos los días con el objeto de meter en vereda a los canónigos más díscolos de toda América. De sus pleitos con el virrey no me dijo nada en aquel momento. Por el contrario, cuando tuvo que referirse a él, lo hizo con todo respeto, aunque podía notarse en el tono de su voz que no le guardaba ninguna simpatía. Uno de los epítetos que usó para referirse a don José Antonio fue el de serrano, que carecía en su voz del tono peyorativo que usualmente tiene en Lima y en toda la costa del Perú, pero cuando le dije que también mi madre era serrana y del mismo pueblo que el señor virrey, no volvió a repetirlo. «La gente de la montaña es», me dijo, «más tozuda y cerrada que nosotros, los del valle, pero también más empeñosa y dedicada», con lo que todavía no sé si cuando trató de serrano al señor virrey estábale haciendo un elogio o una recriminación. Algo debió de sospechar sobre cómo mis simpatías se inclinaban hacia la posición del virrey que él llamaba «serrano», no tanto por ser de donde era y haber conocido a mi madre en su juventud, sino porque, en mi opinión, la actitud del señor conde se avenía mejor al espíritu del siglo en el que vivimos, que no es poco el terreno conquistado en los últimos años en España y América frente al poder casi omnímodo que la Iglesia tuviera en otros tiempos, y todavía es mucho lo que resta por conquistar.

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Cuando llegué a la misa de ocho del día siguiente, las escaleras de la catedral estaba mojadas por la garúa. Si no recuerdo mal, era el día de la Virgen del Carmen de 1755 y había muchas personas, sobre todo mujeres, arrodilladas frente al altar. Busqué un lugar en la nave lateral que da a la sacristía, me apoyé en una gruesa pilastra, puse cara de circunstancias y esperé a que terminara la misa. En las bancas destinadas a ellos, estaban los miembros del cabildo, los oidores y algunos oficiales del ejército. No estaba el virrey, y los canónigos ocupaban el coro con sobrepellices almidonadas, los brazos cruzados y ese gesto de superioridad que suelen adquirir a nuestros ojos aquellos a quienes, por su oficio, imaginamos siempre más cerca del cielo que de la tierra. Algunas beatas, arrodilladas en el suelo y con el rostro contrito, dejaban escuchar los susurros monocordes de sus rezos. Hacía frío, y no pocos asistentes a la misa cruzaban el vuelo de su capa sobre sus hombros para protegerse del relente que penetraba por la puerta abierta de la iglesia. Cuando la misa acabó y el arzobispo se dirigió a la sacristía con el resto de misacantanos, sacristanes, frailes y monaguillos, yo todavía esperé unos minutos a que se desocupara; luego, me dirigí lentamente a la sacristía, donde me estaría esperando monseñor Barroeta. Cuando llegué, encontré al arzobispo sacándose el alba por la cabeza con la ayuda de un monaguillo que halaba de mangas y de faldones. Esto detuvo de momento mis pasos, y, una vez que hubo concluido de desvestirse, me fui hacia él, me incliné ligeramente frente a su ilustrísima y besé la mano que me extendía.

-Buenos días, don Millán -me saludó, cortés.

-Buenos días, vuesa ilustrísima -le respondí.

El palacio en el que vivía estaba al lado mismo de la catedral y casi al frente del que ocupaba el virrey. No podían evitar ser vecinos. Al llegar a la puerta, monseñor Barroeta se detuvo y echó una mirada,   —117→   como de reojo, a las ventanas del despacho de don José Antonio Manso de Velasco. Cruzamos el zaguán, amplio y primorosamente empedrado, pasamos al primer patio y, desde allí, siempre en el piso bajo, nos dirigimos a su despacho, en la parte posterior del edificio. El lugar estaba lleno de curas y de canónigos que iban y venían de una a otra oficina. Yo no sé por qué pensé que don José Antonio debía de tener allí sus propios espías, como probablemente los tuviera monseñor Pedro Antonio de Barroeta en las oficinas del Conde de Superunda. Cuando ingresamos al despacho del arzobispo, había un cura pequeñito y muy joven arreglando unos papeles sobre su mesa. Al vernos entrar, abandonó momentáneamente su trabajo, saludó con una ligera inclinación de cabeza, leyó la orden en la mirada de Barroeta y salió, cerrando la puerta y dejándonos solos.

-Siéntese vuesa merced -me dijo entonces el arzobispo, al tiempo que se sentaba tras una mesa grande de caoba-. ¿Desea tomar algún refrigerio?

-No, gracias -le respondí-. Prácticamente acabo de desayunar.

-Yo tomaré una taza de chocolate, si no le importa. ¿No desea acompañarme con un vinillo de misa? Le aseguro que el que nos venden los vinateros de Surco es de primerísima calidad.

-En ese caso le aceptaré una copita, pero sólo una.

Se inclinó como para hacerme una confidencia, echó ambas manos hacia adelante, las unió en un gesto entre beatífico y discreto, y yo descubrí en las comisuras de sus labios un conato de sonrisa que, de momento, me dejó desconcertado. A los pocos segundos volvió a abrirse la puerta y esta vez asomó por ella el cuerpo de un sirviente negro que cargaba una bandeja con rosquillas, una jícara de chocolate caliente y espeso y una copa grande de un lacrima Christi   —118→   muy oscuro que parecía destinado a hacer mis delicias aquella mañana. El negro, muy joven, pequeñito y tan delgado como un junco, se escurrió entre nosotros y colocó casi sin que nos diésemos cuenta la bandeja debajo de nuestras narices. El chocolate despedía aromas de cacao y de vainilla, y las rosquillas se veían verdaderamente apetitosas. Me sorprendió que el señor arzobispo hubiera adivinado lo que pensaba tomar, y ahora creo que a monseñor Barroeta le divertía jugar con las personas, adelantarse a sus deseos, adivinar, en fin, lo que iba a ocurrir antes de que las cosas ocurrieran y que la sonrisa que había descubierto a la hora de sentarse frente a mí era parte de ese juego en el que él se recreaba. El negro se fue, y nos volvimos a quedar como al comienzo: él mirándome fijamente, como si quisiera adivinar lo que pensaba en ese momento, y yo sosteniéndole la mirada. Así debió de pasar alrededor de un minuto, que a mí me pareció eterno. Al cabo, monseñor Barroeta tomó en sus manos una rosquilla y se la llevó a la boca. Cuando dio el primer mordisco a la rosquilla, me invitó, con un gesto de su mano derecha, a que tomara la copa de vino de consagrar. La llevé a mis labios, la paladeé lentamente y luego dejé que el líquido negro, espeso y dulce se deslizara por mi garganta. El arzobispo me estaba observando con curiosidad. Hacía frío en aquella estancia.

-Quisiera saber qué ha venido a hacer realmente al Perú -me dijo de repente-. No me responda sin pensar. Ya sé que vuesa merced es oficial de la guardia de nobles y que goza de la confianza del señor virrey, pero ¿por qué al Perú y no a México o a las Filipinas?

-No lo sé. A alguna parte tenía que ir, vuesa ilustrísima. En España no eran muchas las oportunidades que se me ofrecían -le respondí.

-Algo de eso me ha escrito el doctor Pujadas, que, por cierto, tiene a vuesa merced en altísima estima, y eso es, precisamente, lo que más me confunde. No es vuesa merced un hombre para venir a   —119→   América sin un destino que corresponda a su categoría. ¿Qué es lo que le hizo venir a la buena ventura?

-La aventura misma, vuesa ilustrísima -respondí, haciendo un juego de palabras.

Monseñor Barroeta tomaba el chocolate a pequeños sorbos y, de vez en cuando, mojaba en la jícara una rosquilla que, inmediatamente, se llevaba a la boca.

-Creo, vuesa ilustrísima -le dije, aprovechando uno de aquellos momentos en los que se llevaba una rosquilla a la boca-, que he desaprovechado mis mejores años. Quizá debí de haberme quedado con el doctor Pujadas en Logroño, donde tenía asegurado el porvenir, pero lo cierto es que lo mismo Logroño que Zaragoza o Madrid me resultaban estrechos y que yo soñaba con atravesar océanos, mares, ríos y montañas y llegar a uno de estos países lejanos. Desde niño imaginé que así tendría que ser mi vida. A esto llamo la atracción de la aventura. Todos la hemos sentido alguna vez, según imagino, aunque vivimos tiempos en los que es difícil que se cumplan nuestros sueños. ¿Encuentra vuesa ilustrísima una mejor posición para la aventura que un despacho de oficial español en América?

-Quizá no -me respondió-, pero en vuesa merced no son las virtudes militares las que merecen ser destacadas. Es vuesa merced, ante todo, un estudioso, un hombre de letras.

-Fracasado -le retruqué.

-¿Cómo lo sabe, si jamás ha dado nada a la imprenta? -me respondió.

-Hace años que abandoné ese sueño.

-Pero es un sueño que podría convertirse en realidad.

-Ya no. Tengo casi treinta y cinco años y todo lo que he escrito lo he roto.

  —120→  

-Homero tenía más de sesenta cuando escribió La Odisea.

-Yo no soy Homero, sino apenas un aficionado y no muy bueno.

-Nadie pretende que sea Homero y ni siquiera que sea bueno. Los escritores son demasiado exigentes consigo mismos.

-No todos, por desgracia, y menos aún en este siglo, en el que cualquiera que se lo proponga toma el recado de escribir y, sin compasión para nadie, pergeña un mamarracho que termina en la imprenta. Hay para todos los gustos: novelas, comedias, vidas de santos y sonetos al por mayor. Basta con sentirse inspirado para hacerlo. Vuesa ilustrísima debe de haber conocido a muchos de estos pajarracos en las academias de Lima.

-Muchos, en efecto.

-¿Entonces...?

-Quiero proponerle algo, aunque no sé si estará interesado. ¿No ha pensado alguna vez vuesa merced editar una gaceta en Lima al estilo del Diario de los literatos de España? No sería necesariamente igual, pero...

-Jamás lo he pensado. Es la primera vez que escucho hablar de una idea semejante.

-Creo que Lima necesita una publicación en la que sus ingenios se expresen con libertad y en la que los mejores impongan a la generalidad de los literatos las reglas mínimas del buen gusto.

-Tal vez lleve razón vuesa ilustrísima, pero yo no me siento capaz de llevar a cabo una empresa de tanta envergadura.

-Es una aventura, precisamente, y vuesa merced es, en opinión de muchos, el más y mejor capacitado para llevarla a buen fin.

-No puedo asegurarlo. Debe de haber gente mucho mejor que yo y, si no la hubiera, los limeños no aceptarían fácilmente el supuesto magisterio de un peninsular. En todo caso, no es ésta la clase de aventura que a mí me gustaría emprender.

-Piénselo vuesa merced y, si decide cambiar de opinión, venga   —121→   a verme, que nada me daría tanto gusto como que pudiéramos emprender juntos esta aventura. Se lo aseguro.

-Lo pensaré -le dije-. Se lo prometo.

Hablamos de otros muchos asuntos aquella mañana de invierno, pero éste fue el tema central y el más importante de cuantos tratamos. Acababa de terminar mi copa de lacrima Christi, cuando el sirviente negro volvió a hacer su ingreso en el despacho episcopal con una nueva, como si hubiera adivinado el momento exacto en el que necesitaba volver a tomar un pequeño sorbo de1 aquel licor espeso y dulce. Cuando salí del palacio del arzobispo con el sabor del moscatel todavía en la boca, el Gato estaba en su apogeo. Amas y criadas, cholas huertanas y esclavas negras iban y venían de un puesto a otro, movían los brazos y se ponían en jarras, gritaban y discutían, y todo parecía, pese a la persistente garúa, extraordinariamente animado aquella mañana. Había mujeres, detenidas con la bolsa de compra colgándoles de las manos, conversando sobre todo lo que veían y recordaban, y algunos hombres maduros se paseaban haciendo girar sus bastones en el aire y descubriéndose reverentes ante la presencia de alguna dama por ellos conocida. La garúa seguía cayendo inmisericorde. Serían casi las diez cuando llegué a mi casa de la calle Mantas, donde me esperaba Bonifacio. Tenía aún casi dos horas para cambiarme de ropa, ponerme el uniforme de oficial de la guardia y volver a ocupar mi puesto en el palacio del virrey, pero todo me daba vueltas en la cabeza, y tan irreal y absurdo me parecía en ese momento ser oficial de la guardia de nobles como emprender la aventura literaria que monseñor Barroeta me proponía. De pronto, como tantas veces en Logroño, en Zaragoza o en Madrid, sentí que no me hallaba en el lugar que me correspondía y al que aspiraba y que estaba haciendo cosas que, en el fondo, no me interesaban en absoluto. Quizá la intención   —122→   del señor arzobispo había sido despertar en mí las dudas que siempre me han acompañado y ganarse, de este modo, mis simpatías. Quizá. Tal vez me necesitaba para su causa, sabiendo, como sabía, que yo era un hombre más próximo al virrey que a su persona. Sospecho que también sabía que yo hablaría de este asunto con el Conde de Superunda, pues él era, al fin y al cabo, mi superior y de él dependía en gran parte mi destino. Ya no tenía el valimiento del señor marqués, lo que me colocaba en una situación bastante incómoda ahora que don Zenón se hallaba desterrado de la corte. ¿Qué pretendía Barroeta con todo esto? ¿Qué esperaba su ilustrísima que yo hiciera? Estaba decidido a no intervenir en absoluto en aquel conflicto de poderes, aun cuando mis simpatías se inclinaran, como se inclinaban, hacia el del representante de su majestad y no hacia el de su santidad. Creía -y creo- que la religión debe hallarse sometida a los principios más generales del bien público, pero no ignoraba que, con frecuencia, el poder ejercido por las autoridades del mundo era arbitrario e injusto y que, si no de la religión, de algún principio superior deberían emanar normas capaces de controlar el poder y suavizarlo. ¿Podría tratar de todos estos temas en la gaceta que me proponía editar monseñor Barroeta o debía limitarme a temas exclusivamente literarios y de interés general? ¿Quién o quiénes leerían las páginas de una publicación semejante?

Desde la ventana de mi cuarto se veía la plaza. Una pequeña carroza cruzaba en ese momento hacia palacio y se perdía entre el gentío que se arremolinaba en el mercado. Un jinete pasaba, garboso, bajo mi ventana, y en la calle de Judíos las tiendas de telas abrían las puertas a sus clientes. Había, pese al frío y a la humedad, un ambiente de fiesta flotando en la atmósfera, y me dieron ganas de volver a salir a la calle y pasear de arriba abajo sin preocupación. Alguna vez lo había pensado y no pocas veces lo había llegado a   —123→   hacer en Zaragoza, cuando la suerte parecía sonreírme y veía mi puesto de abogado de la audiencia asegurando mi futuro: decidir un día cambiar la derrota de los pasos y, en vez de dirigir éstos a donde las obligaciones los reclaman, orientarlos a cualquier parte y sin apuros. ¿Estaba dispuesto a hacerlo esa mañana? No, no lo estaba en absoluto. Los años no vienen solos: llegan acompañados de temores. La juventud no es otra cosa que la ausencia de temor y de responsabilidad. Lo que nos convierte en personas responsables es el miedo y, una vez que asumimos nuestra responsabilidad, no hacemos otra cosa que multiplicar nuestros temores. Ya no podía hacer en Lima lo que tantas veces había hecho en Zaragoza. Tan sólo podía pensarlo, soñar que un día me levantaba de la cama, salía a la calle, encontraba a una señora de buen ver que aceptaba mis requiebros y, dejando todo de lado, olvidándome de mis obligaciones, la seguía a donde me llevara sin que importara dónde. Si hubiera sido realmente libre, ni siquiera habría necesitado pensar en una señora atractiva: me habrían bastado mis ganas, mis reales ganas. Por entonces imaginaba con frecuencia que un buen día salía de casa, alquilaba una pequeña habitación a la vuelta de la esquina y me escondía en ella para espiar los pasos de mis amigos y conocidos. Después regresaba, cuando todos me tenían por muerto y estaban celebrando mis funerales solemnes en la catedral. Trataba de representarme la ceremonia: el virrey, elegante y majestuoso, como corresponde a su cargo, el arzobispo vestido con casulla negra y cantando la misa de difuntos con su bien timbrada voz, el coronel Eguidazu, serio y reconcentrado, pero duro, tratando de no demostrar sentimiento alguno, y su esposa llorando e hipando sobre sus charreteras. Los veía a todos, escondido detrás de una de las grandes pilastras de la iglesia, y, de pronto, salía de ella y me presentaba ante los sorprendidos ojos de todos los asistentes. Las mujeres se desmayaban en los brazos de sus maridos, el coronel   —124→   Eguidazu lanzaba una maldición que resonaba sobre los gregorianos del coro, el conde de Superunda permanecía inmutable, guardando las formas, el arzobispo se quedaba con los brazos extendidos en el momento mismo de decir el «Dominus vobiscum», y algunas viejas beatas de las que, echadas de rodillas en el suelo de las iglesias, forman grupos para rezar el rosario, salían a la plaza, como disparadas por un cañón, al grito de «¡Milagro! ¡Milagro!». Como en Lima no existía gaceta que recogiera tales sucesos, se irían magnificando a medida que pasara el tiempo, y no faltaría, en fin, un chismoso ilustrado que, compitiendo con los ciegos que cantan historias romanceadas por las tabernas, lo pusiera en una prosa relamida y lo diera a la imprenta bajo un título tan largo como sonoro y confuso.

Tras los visillos de la ventana de mi cuarto, más allá del velo neblinoso que produce la garúa, se adivinaban las puertas de la catedral abiertas de par en par, y yo observaba a los feligreses entrando y saliendo por ellas en un fluir continuo e interminable. Bajaban los frailes panzones y viejos, con enormes tejas sobre sus cabezas, por las escaleras de piedra, como si les costara un enorme trabajo el mover las piernas, y detrás de ellos, colgadas de sus amplísimas mangas y halándolas como halan los bueyes de las carretas, las beatonas de siempre con sus mantillas negras sobre sus cabezas y el rosario y los libros de misa en sus manos. Seguía cayendo con pausa la garúa sobre las calles y las casas de la ciudad, y las beatas cuidaban sus pasos para evitar resbalones sobre el piso embarrado y sucio. El Gato, tan animado minutos antes, se iba vaciando de clientes y vendedores, y yo seguía en mi casa sin moverme, esperando no sé qué e invadido por una pereza profunda e indescriptible. Pasaban los horas sobre las torres de la catedral, y los gallinazos oscurecían aún más el cielo cuando se   —125→   descolgaban hasta los puestos abandonados de la plaza para devorar los restos que habían quedado de las vísceras de vaca, los intestinos de cordero, cabezas de pescado, frutas podridas y verduras malolientes. Los gallinazos de Lima son los buitres mejor alimentados del planeta, y allí estaban, como todos los días, disfrutando del banquete que la ciudad les procura gratuitamente. Observaba cómo revoloteaban entre la inmundicia. Los transeúntes pasaban entre ellos sin mirarlos. Bonifacio me dijo que era ya la hora de que fuera a palacio. Me vestí lentamente el uniforme de oficial, crucé sobre mi chaleco el tahalí del que descolgaba mi espada, me puse la casaca, tomé el sombrero y salí a la calle. Sobre la ciudad seguía cayendo la garúa.

No sé bien por qué recuerdo tantos detalles de aquel día 16 de julio de 1755. En realidad, no puedo decir que algo importante me sucediera en él o que descubriera algún aspecto ignorado de la realidad, un oscuro rincón de mi alma que hasta entonces hubiese quedado en tinieblas. Nada de eso. Fuera de la conversación que mantuve en la mañana con el arzobispo Barroeta -y que no se volvió a repetir-, no recuerdo que me sucediera algo especial aquel día, y sin embargo está fijado en mi memoria mejor que otros a los que podría considerar verdaderos hitos de mi existencia. Han transcurrido más de treinta años y he entrado en la vejez. Desde entonces han sucedido muchas cosas. El Conde de Superunda ha debido de morir y otro tanto ha debido de ocurrirle al arzobispo. Aquí en Asunción, encerrado en este inmenso hospital del que por consejo de los médicos me prohíben salir las autoridades, pasa el tiempo de una manera extraña: a medida que avanza hacia el futuro, yo regreso al ayer. Ahora vivo como cuando aún era joven y no pensaba que la muerte me esperaba a la vuelta de la esquina.

  —126→  

Extraña, ciertamente, esta parte del escrito de Millán de Aduna. Extraña también nos parece la propuesta de monseñor Barroeta, si bien podríamos pensar que, como hombre de su época, el arzobispo pudo haber estado interesado por entonces en que Lima contara, como contaban ya algunas ciudades peninsulares, con la presencia de una publicación periódica. ¿De dónde procedía, empero, el prestigio de Aduna como literato? Nada había publicado cuando le hace la extraña propuesta el arzobispo. Nada parece que haya publicado después, ni en Lima, ni en Asunción. Nada sabemos, en fin, de él, fuera de lo que nos cuenta en este manuscrito. Nada he podido encontrar sobre su persona, ni sobre su paso por Lima. Él mismo se consideraba, al parecer, un escritor fracasado. ¿Fue acaso Millán de Aduna un precursor fallido de Bausate y Meza en el Perú, un Nipho que no pudo concretar ningún proyecto? Extraño. La prosa que usa en su manuscrito es, no obstante, bastante periodística, si cabe calificar así un escrito del siglo XVIII, cuando todavía el periodismo hallábase en su infancia. Tal vez soñara que era periodista o que le habían propuesto serlo. A veces ocurre. Quizá monseñor Barroeta jamás se encontró con él, y él soñó que se había encontrado una mañana con el arzobispo en su despacho del palacio episcopal de Lima. Tal vez soñó eso mismo mientras observaba por su ventana de la calle Mantas el movimiento de la gente en el mercado del Gato, garuaba en la ciudad y él esperaba, perezoso, que Bonifacio le planchara el uniforme que ese mismo día iba a vestir en la guardia del palacio del virrey o le empolvara la peluca. Si éste fue un sueño, ¿no habrá sido también un sueño el resto del largo escrito que tengo en mis manos ahora y que voy desgranando en mi casa de la calle Cerro Corá casi Monseñor Bogarín, mientras llueve a cántaros sobre Asunción y las calles se inundan y se convierten en raudales?   —127→   ¿No estaré yo mismo soñando que leo algo que jamás existió? No lo sé. Tal vez Millán de Aduna sea la invención de otro escritor, de alguien aburrido en la Asunción de los últimos años del siglo XVIII, o de otro Millán de Aduna, un oscuro funcionario de la administración colonial (o quizá republicana, si aceptamos como una posibilidad el que lo escribiera en el siglo XIX) que decidió inventarse una vida diferente para sentirse importante frente a sí mismo. Las posibilidades son casi infinitas. Yo recuerdo que el primer cuento que escribí en mi vida (por fortuna, inédito) trataba de un hombre ciego y sordo que, sin saber escribir, con sólo golpear al azar el teclado de la máquina, escribía ese mismo cuento que yo había escrito.

No volví a reunirme jamás con monseñor Barroeta. Lo vi, sí, muchas veces y, en ocasiones, hasta conversamos largo y tendido sobre temas diferentes; pero jamás me volvió a invitar a su despacho y nunca me mencionó la propuesta que aquel día me hiciera. Tampoco le dije nada a don José Antonio sobre el asunto. Así fueron pasando los húmedos días del invierno limeño y llegó noviembre y con noviembre llegó el día de mi santo. Mandé en aquella ocasión decir una misa en la iglesia de Santo Domingo, a la que invité al coronel Eguidazu y a su esposa y a la que asistió, sin que yo lo invitara, el propio virrey. Terminada la misa, nos encontramos todos en la puerta de la iglesia, y don José Antonio, después de felicitarme y de hablarme de los benedictinos de San Millán de la Cogolla, pueblo que yo jamás había visitado, tuvo la gentileza de invitarme al día siguiente a cenar con él. Me disculpé por no haberlo invitado a la misa, diciéndole que no lo había hecho por tener en cuenta sus múltiples ocupaciones y la pequeñez del acto, y le aseguré que al año siguiente lo invitaría sin falta y que me había hecho un gran honor al asistir.

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-Es probable -me dijo- que el próximo año no tenga vuesa merced la oportunidad de hacerlo.

Me pareció que sus palabras encerraban algún misterio, pero como estábamos en la puerta del famoso convento de fray Martín de Porres, al que las beatas acuden como moscas por la fama que tiene el negro beato de milagrero y cuya plazuela y pórtico se hallan siempre a reventar de vendedores de humitas, sanguito, turrones y manjar blanco por razones complementarias, no creí en ese momento prudente el que nos quedáramos conversando entre la multitud que nos rodeaba, y así, sin más preámbulos, nos despedimos de su excelencia deseándole el coronel Eguidazu y yo que tuviera un buen día. Nos cuadramos, hicimos el saludo de reglamento y con la esposa del coronel nos dirigimos a mi casa, donde Bonifacio ya nos tenía preparado un desayuno de chuparse los dedos. Tanto el coronel Eguidazu como yo teníamos libre todo el día y lo pasamos en amena conversación y jugando a las cartas con los camaradas que fueron llegando a medida que terminaban sus obligaciones. La esposa del coronel Eguidazu se retiró después del almuerzo, no sin antes llevarme aparte y entregarme un paquete envuelto en papel amarillo que me rogó que no abriera hasta bien entrada la noche.

-Esto es -me dijo- de parte de José Ignacio, pero yo se lo he escogido. Lo estima mucho el coronel, don Millán. Y yo también.

No sé si fue lo que dijo o el modo en que lo dijo, lo cierto es que, mientras ella hablaba, se me iba haciendo un nudo en la garganta que me impedía pronunciar palabra. Algo debió de notar doña Encarna, pues tomando mi cabeza entre sus manos, la besó con la unción que una madre pone al besar a su hijo. De golpe, me vi   —129→   abrumado por el peso de todas las emociones y me abracé a ella. Me vinieron a la memoria, a una velocidad de vértigo, los rostros de mis padres, el de mi querida hermana Leona, el de Miguel y el de Simón: ella representaba en ese momento a todas aquellas personas queridas que había ido dejando atrás y de cuyo recuerdo a veces quería liberarme para seguir marchando hacia adelante. Levanté la cabeza y la miré a los ojos y vi que los tenía húmedos, como húmedos debían de estar probablemente los míos en ese momento. No pude evitar volver a abrazarla. Cuando nos separamos, ella se marchó al fin y yo me fui un momento a mi habitación, donde dejé el paquetito sin abrir sobre la mesilla de noche, cumpliendo de esta manera la promesa que le había hecho de no hacerlo hasta bien entrada la noche. Cuando regresé al estrado donde mis camaradas estaban gritando, jugando y bebiendo, noté en el rostro del coronel una sonrisa de complicidad. Estaba ya mucho más apaciguado y tranquilo, así que me senté, pedí cartas y me dispuse a perder algunas monedas de vellón, entregándolas a la voracidad de mis amigos.

La reunión terminó como a las ocho. Para entonces, el coronel Eguidazu, que fue el último en abandonar el campo de batalla, ya estaba un poco achispado y había suavizado notablemente los ásperos y feroces modos que lo caracterizaban. Quería cantar y entonaba aires cuarteleros que me obligaba a acompañar sin demasiado entusiasmo. La verdad es que el coronel cantaba mal, aunque engolaba la voz y le arrancaba gorgoritos al estilo de Farinelli. Mis camaradas ya se habían ido, y yo le propuse al coronel acompañarlo hasta su casa.

-Excelente, Aduna -me dijo entonces-. Ahora entraremos a saco en mi bodega.

  —130→  

-No, mi coronel -le respondí-. Debemos estar ambos temprano en el palacio, y es bueno que descansemos.

-¡Qué descanso, ni qué niño envuelto! Eres una damisela, Aduna.

-Como diga, mi coronel.

Salimos a la calle. La noche era clara. El coronel vivía en la del Arzobispo, a escasas varas de palacio. Atravesamos la plaza, por la que algunos limeños paseaban con pausa por disfrutar del fresco. Había un intenso aroma de jazmines que impregnaba la atmósfera. Me esforzaba por enderezar los pasos del coronel para que los transeúntes no notaran su borrachera. Hacía que se apoyara en mi hombro, y creo que era consciente del ridículo en que se podía poner en cualquier momento. No hablaba, pero, a cada diez o doce pasos, me obligaba a detenerme. Serían ya las nueve de la noche, y se estaba muy bien en la calle. La temperatura era perfecta. Todo estaba sosegado, el aire era limpio, y a través de las puertas abiertas de la catedral veíanse los altares iluminados con velas, que relucían como estrellas en medio del firmamento. Pasamos frente a la puerta de la capilla del Sagrario, de la que en ese momento salían las últimas beatas que habían acudido al rosario vespertino. Unos mataperros iluminaban la noche limeña con una fogata encendida en la esquina de Judíos y Mercaderes. A lo lejos se escuchó entonces el rasgueo de una guitarra y pudimos oír con toda claridad la bien timbrada voz de una mozuela que cantaba


Madre, la mi madre,
¿guardas me ponéis?
Si yo no me guardo,
no me guardaréis.



  —131→  

-Esa voz, estimado Aduna -habló entonces el coronel-, es la de Hermelinda, a la que le dicen la Bien Plantada. Vámonos a la jarana, que para dormir tenemos todo el día de mañana.

Logré convencerlo a fuerza de muchos ruegos de que continuáramos nuestro camino hacia su casa, pero, mientras esto hacía, comenzaron a arremolinarse en torno a nosotros los mocosos de la hoguera, y el coronel no dejaba de repetir a voz en cuello la cantaleta de «Vámonos a la jarana, que para dormir tenemos todo el día de mañana», cantaleta que, escuchada por los muchachos, se convirtió esa2 misma noche en grito y canción, que, cuando llegamos a la casa, casi media hora más tarde por haber estado el camino de la amargura tan interrumpido por las estaciones del vía crucis, ya se escuchaban por toda la plaza y las calles de los alrededores los tres únicos versos octosílabos que compusiera el coronel Eguidazu en toda su vida de poeta:


Vámonos a la jarana,
que para dormir tenemos
todo el día de mañana.



Cuando llegamos a casa, nos esperaba doña Encarna en el estradillo de recibo, con los brazos abiertos, sentada en una silla de anea. Tenía sobre sus faldas un libro abierto que había estado leyendo mientras esperaba. Doña Encarnación era una mujer menuda, de ojos muy vivos y cabello intensamente negro. Era más joven que el coronel, y se notaba en todas sus acciones que vivía dedicada a satisfacer los menores caprichos de su marido. Nunca, antes o después, he conocido a alguien semejante. Pienso que doña Encarna sufría más por no tener consigo al coronel cuando salía de juerga con sus camaradas que por verlo en el estado en que se hallaba al   —132→   momento en que llegamos. Cuando hicimos nuestro ingreso al estradillo, doña Encarna se puso de pie y entre ambos llevamos a su esposo hasta su cama, en la que, de momento, lo dejamos para que descansara. El coronel parecía dormido, aunque, de vez en cuando, abría la boca como si quisiera comunicarnos alguna cosa importante, pero, como no le salía palabra alguna, terminaba quedándose con una especie de sonrisa congelada entre los labios. Cuando parecía haberse quedado por fin dormido, su esposa se acercó a la cabecera de la cama, le dio un beso en la frente y le cubrió las piernas con una pequeña frazada que sacó de un arcón que estaba a los pies del lecho. Después, salió conmigo de la estancia y me invitó a tomar una taza de chocolate en la cocina.

-Allí estaremos más cómodos -me dijo, mientras avanzábamos por el pasillo.

En un rincón de la cocina estaba una esclava grande, motuda y retinta entretenida en sacar una por una las arvejitas de sus vainas. Lo hacía con la parsimonia que se gastan los médicos a la hora de escribir el récipe a sus enfermos. Tenía una olla grande de barro entre sus faldas e iba poniendo en ella los guisantes más verdes y suculentos. A los que ya amarilleaban los dejaba apartados en la mesa. Cuando entramos a la cocina, la negra tenía perdida la vista en la pared y tardó bastante en reaccionar y levantarse para atendernos. Nos sentamos en una mesita muy limpia de madera clara a la que la negra terminó trayéndonos sendas jícaras de chocolate para volver más tarde a sus quehaceres y ensueños. Desde la silla en la que estaba sentado la veía hacer, mientras doña Encarna me iba contando cómo conoció en Cuzco al coronel Eguidazu cuando éste era alcalde del crimen en aquella ciudad y cómo se casaron y se la llevó a España, donde vivió los dos años más felices de su vida. Cuando lo conoció   —133→   en Cuzco, el coronel era viudo y no frecuentaba la compañía de las damas casaderas. Don José Ignacio había estado casado antes en España con una prima suya a la que conocía desde niña y que había muerto nueve días antes de cumplir los veinte años de unas fiebres puerperales que le sobrevinieron tras un parto bastante difícil. Por fortuna, el niño nació sano y fuerte, y el coronel, que sufrió mucho cuando falleció su esposa, le puso el nombre de Manuel, pues Manuela Pía se llamaba la difunta y así no se perdía el nombre en la familia. Manuel vivía en España, tenía treinta años, era también militar, estaba casado y le había dado tres nietos varones al coronel, por lo que la rama militar de los Eguidazu parecía, de momento, asegurada por varias generaciones. Doña Encarna lamentaba no haberle podido dar hijos al coronel, pero se conformaba con saber que pronto podría disfrutar del cariño de los nietos de su marido, a los que consideraba como suyos. Ambos, el coronel y doña Encarna, esperaban retirarse pronto a un caserío que habían heredado en las montañas de Orozco y pasar los últimos años sin órdenes, cuarteles ni otras zarandajas de la milicia. En el fondo, me decía doña Encarna, el coronel era, pese a las apariencias, de esos hombres a los que les gusta estar en casa y disfrutar de la compañía de sus seres queridos. La coronela coincidía con el virrey: don José Ignacio era «más dulce que las natillas de Aranda».

-La verdad -me dijo entonces doña Encarna- es que mi José Ignacio se conforma con poco, y eso lo mantiene feliz. Claro que, de vez en cuando, se le pasan los vapores; pero ¿a quién no le ocurre lo mismo una vez al año?

El chocolate, como siempre, estaba delicioso. Aquélla, más que una casa de familia, parecía una confitería y, desde que se entraba en el zaguán, antes incluso de pasar a un patiecito lleno   —134→   de geranios florecidos que tan limpio sabía mantener la señora de la casa, los dulces aromas del azúcar y la vainilla invadían las pituitarias del visitante.

Eran ya más de las diez de la noche cuando salí de casa del coronel Eguidazu. Casi todos los faroles de los portales estaban apagados, no había ya un solo paseante en la plaza y la ciudad entera parecía haber desaparecido bajo el oscuro manto de la noche. A veces, se adivinaban algunas lucecillas en lontananza. Atravesé la plaza con paso firme y seguro, como quien sabe y conoce el terreno que está pisando. En las ventanas del despacho del señor virrey creí ver, por un momento, una lucecita. La ciudad dormía a pierna suelta aquella noche de primavera. Recordé, mientras caminaba, que la fantasía popular creía que en la plazuela de San Agustín solía haber cada noche una procesión de ánimas y que nadie se atrevía a atravesarla a tan altas horas. Decidí en ese momento aventurarme: acababa de cumplir treinta y cinco años y tenía la oportunidad de ver con mis propios ojos la maravilla de la que todos hablaban. Al llegar a la puerta de mi casa, me detuve y saqué la llave del bolsillo de la casaca. Volví a guardarla en el mismo sitio. Sentí un pequeño escalofrío, pero seguí adelante y llegué a la esquina de la calle de San Agustín. Sólo dos cuadras me separaban de la plazuela. El corazón comenzó a latirme con fuerza, y mis oídos percibían ruidos que, en otro momento, habrían pasado inadvertidos para mí. Caminé aquellas dos cuadras sintiendo cada paso que daba. No había un alma en la calle. Mientras me dirigía a mi destino trataba de adivinar las luces y las voces que debían de acompañar la procesión de los difuntos. No veía ni escuchaba nada. Llegué a la plazuela en el momento en que se levantó una ligera ráfaga de viento que hizo que se deslizaran por el suelo algunas hojas secas de los árboles de la placita. Me estremecí. Confieso que me estremecí. Al volver a   —135→   recuperar la calma, me di cuenta de que todos los ruidos eran magnificados por mi imaginación. Me quedé de pie observando la fachada de la iglesia, tan bella en el día, y negra y oscura en la noche. Algo me llamó la atención en ese momento: pese a la oscuridad reinante aquella noche, yo creía ver una sombra deslizándose entre las sombras. Como los sonidos de las hojas, pensé en un momento que aquella sombra más oscura era producto de mi fantasía, pero mis ojos la seguían viendo. Veía una sombra que subía por la fachada, agarrándose a las columnas salomónicas, llenas de pámpanos, hojas y retorcimientos, que la decoran junto a la puerta. Veía además cómo la sombra avanzaba y superaba todos los escollos hasta llegar a la claraboya que se abría en la parte alta del edificio. Creí reconocer en la sombra a un hombre. No. No era mi imaginación. Era un hombre que ahora se deslizaba con todo sigilo a través de la claraboya y que, seguramente, se descolgaba al interior de la iglesia. ¿Con qué intenciones lo estaba haciendo? ¿Qué mueve a un hombre a escalar la fachada de una iglesia en la noche e ingresar en ella subrepticiamente con peligro de descalabrarse? Sólo había una respuesta para la pregunta que acababa de hacerme: el robo.

En ese momento tenía dos posibilidades: volver sobre mis pasos, llegar a palacio y requerir la ayuda de la guardia para atrapar al ladrón o esperar que saliera y atraparlo yo solo sin ayuda de nadie. La primera era la más atractiva y no suponía mayores riesgos. Tenía, no obstante, un solo y muy grave inconveniente: el ladrón podía salir de la iglesia y escaparse mientras yo hacía el trayecto de San Agustín al palacio y viceversa. También existía la posibilidad, aunque ciertamente muy remota, de que los alguaciles de la guardia pasaran en algún momento por la plazuela mientras el ladrón aún permanecía entretenido en los menesteres de su oficio. En ese caso, miel sobre hojuelas. Sopesando todas las posibilidades que   —136→   yo iba calculando, decidí esperar. Si tenía la suerte de que la guardia pasara, bien; si no, ¿qué le íbamos a hacer? Yo solo tendría que enfrentarme con el sacrílego. Pero ¿no era yo mismo un oficial de la guardia, aunque jamás hubiese enfrentado hasta ese momento una situación semejante? Por cierto que sí. ¿Por qué tendría, entonces, que requerir el auxilio de nadie, si bastaba mi sola autoridad para llevar a cabo una empresa semejante? Calculé todo. Saqué mi espada y la agité delante de mis ojos, que vieron brillar el acero a la luz de la luna como si lo vieran por vez primera. Yo había calculado que el ladrón saldría por donde había entrado, puesto que no conocía ni sabía que hubiera otra parte por la que pudiera hacerlo. Lo esperaría, por tanto, junto a la puerta, entre las sombras de las columnas, con las que me confundiría. En el momento mismo en el que él pusiera el pie en el suelo, le daría el alto en nombre del rey y lo atraparía.

No sé cuántos minutos pasarían, pero a mí me parecieron eternos. Me acuerdo de haber oído como cinco veces el canto de la lechuza. El vientecillo cuyo soplo tanto me había asustado en la plazuela volvió a soplar y a levantar las hojas de los árboles. Tras el manto nuboso de la ciudad, en la oscuridad de la noche, veíase una luna legañosa que apenas despedía resplandor alguno. Creí escuchar algunos pasos a lo lejos, pero fui incapaz de adivinar por dónde ni hacia dónde se dirigían. Seguí esperando. En las torres de la catedral dieron las once. Nadie se deslizaba todavía por la pared de la iglesia hacia la calle y ya estaba a punto de abandonar mi empresa, creyendo que mis sentidos me habían engañado, cuando sentí sobre mi cabeza una ligera tosecilla. Era el ladrón, sin duda alguna. Agucé los oídos y escuché con absoluta claridad el ligerísimo ruido que hacía el cuerpo del sacrílego al deslizarse entre las piedras de la fachada. Contuve la respiración y esperé a que posara sus pies en el suelo. En ese preciso instante se me ocurrió que podía haber   —137→   despertado a los frailes para que me ayudaran, pero ya era demasiado tarde para hacerlo. Tendría que conformarme con dar la alarma en cuanto pusiera mis manos sobre el sacrílego.

Cuando cayó a mis pies, el ladrón no parecía mayor que un niño de trece años. Era delgado y bajo, y cuando sintió el acero de mi espada sobre su espalda se quedó como petrificado. No se movió. Yo le di el alto en nombre del rey y grité alarma por si me escuchaban los frailes y los alguaciles de la guardia.

-No se mueva vuesa merced, señor ladrón, si en algo estima la vida, que soy oficial de su majestad el rey -le dije, poniendo énfasis en anunciarme como oficial.

Llevaba en su mano derecha, envuelto en trapos, un objeto cuya forma me resultaba difícil de adivinar en aquella penumbra. Estaba de espaldas a mí, y a la verdad yo no sabía si tendría que vérmelas con el mismo diablo. Poco a poco se fue volteando, y, de pronto, cayó a mis pies arrodillado implorándome su libertad. En ese mismo momento llegaban corriendo cuatro alguaciles de la guardia y se abría la puerta del convento hacia la calle para dar paso a una caterva de frailes gritones que despertaron al vecindario. Todos juntos, con el ladrón atado y arrastrado por los alguaciles, nos dirigimos a la cárcel de la corte, en la calle de la Pescadería, donde descubrimos envueltos en los trapos dos cálices de oro macizo con pedrerías. Los ojos del ladrón, que resultó ser un comerciante segoviano con más de veinte años de ejercicio de su oficio en la ciudad, despedían fuego al observar a los frailes, y éstos, por sus gestos y sus palabras, parecían estar dispuestos a matarlo en aquel momento sin dar tiempo a la justicia a pronunciarse sobre el caso.

  —138→  

El caso es que, como vine a saberlo unos días más tarde, el comerciante segoviano se llamaba Antón García y que sólo dos años atrás era considerado uno de los hombres más ricos de la ciudad. En sus mejores tiempos gastaba trajes de raso y terciopelo, coche de cuatro caballos y una bellísima casa frontera a la Magdalena en el camino de Maranga a la que acudía lo mejor y más granado de la sociedad limeña. Sus más asiduos visitantes eran, sin embargo, los frailes de San Agustín, a los que el segoviano ponderaba por encima de los de las demás órdenes por considerar que, si el santo obispo de Hipona había sido uno de los hombres más sabios de todos los tiempos, algo de su sabiduría habría quedado en los frailes de su orden, ya que todos ellos lo consideraban padre y ya se sabe que lo que se hereda no se hurta. Estos sabios hijos de San Agustín convencieron, en fin, al ingenuo comerciante de que, puesto que tantos eran los regalos que les había hecho y tantas las mercedes que les hacía y seguiría haciendo, no dejaba de ser prudente el que pusiera a buen recaudo la mayor parte de sus riquezas en la iglesia del santo, que, si llegaban los malos tiempos, habrían de estar en ella mejor protegidas que en ningún otro sitio por la recíproca devoción que se guardaban el santo y el comerciante. Otrosí, como decimos los abogados, que convirtiera todas o la mayor parte de las mismas en cálices y en patenas, pues era ésta la mejor manera de guardar las riquezas en una iglesia, y que confiara el tesoro al padre superior del convento bajo secreto de confesión. Hízolo así, al parecer, este buen hombre (que otro calificativo no merece), pese al consejo en contrario que recibiera de su mujer y a la protesta de sus menores hijos, consejo y protestas que no hallaron eco alguno en un pecho tan piadoso como el suyo. El buen Antón García era de los que oían misa a diario y de los que sólo se convencían de que había salido el sol cuando un predicador lo voceaba desde el púlpito. Tanta era su confianza en los hombres de iglesia y, aún más, la   —139→   que tenía puesta en los hijos de San Agustín. Así es que el buen Antón García compró cuanto pudo de oro, plata, rubíes, perlas y otras piedras por el estilo, contrató para ello los servicios de un orfebre, pesó una y otra vez su tesoro y, descontando la merma por el trabajo de Lucas de Calatayud, que así se llamaba el orfebre, y las pequeñas sisas que pudo hacerle su mujer para evitar que ella y sus hijos se quedaran in albis, tuvo en sus manos a los pocos meses una custodia de regular tamaño cuajada de rubíes y dos cálices como dos soles que, a partir de entonces, comenzaron a ser considerados los mejores cálices de la Iglesia de San Agustín, una de las más bellas y ricas iglesias de la ciudad.

Pasó por entonces que una de las naves que venían de Panamá con mercancías fue quemada y hundida por unos filibusteros y que en esa nave había puesto en género el buen comerciante los últimos cartuchos que le quedaban en su escopeta, fuera del arsenal que había guardado en el convento. Le había dicho a su mujer que, después de aquel negocio, se volverían ricos a Pedraza, su pueblo, pues, gracias a la fortuna que había logrado amasar con su trabajo, sus hijos podrían vivir en él como caballeros. Cuando las noticias del naufragio llegaron a Lima, Antón García, aunque lamentó los hechos con su mujer y los empleados que trabajaban en la tienda, se felicitó de haber puesto sus riquezas en tan seguras manos, y una mañana dejó a su esposa e hijos en casa y encaminó sus pasos hacia el convento de los padres agustinos. Si bien vivía lejos, fuera de las murallas que cercaban la ciudad, la tienda teníala a la vuelta del convento y, como todos lo conocían en aquel barrio, mientras iba caminando se encontró con muchas personas de calidad, clientes y vecinos, que lo saludaron y le hicieron saber cuánto sentían lo que, según acababan de enterarse, le había ocurrido. Hasta el hermano lego que cumplía como portero en el convento y con quien creía   —140→   tener alguna amistad lo abrazó con mucho sentimiento cuando llegó y le preguntó por el padre superior, pero, como ya estaba puesto en autos, le comunicó de inmediato que precisamente un día antes el superior había viajado con otros frailes a la ciudad de Huamanga y que nadie esperaba su regreso a Lima hasta pasados por lo menos unos dos meses. Pese a las malas noticias, Antón García no se desanimó y preguntó entonces por otro fraile, muy amigo suyo y con quien tomaba chocolate en su casa casi todos los días. El hermano portero le dijo que el padre Ginés Madurga estaba a punto en aquel mismo momento de celebrar misa en el altar mayor de la iglesia y que sería bueno que fuera a escucharla como buen cristiano. El comerciante siguió el consejo del portero, entró a la iglesia y, olvidado por completo de sus problemas, se entregó a la oración con la misma piedad de siempre.

Cuando terminó la misa, buscó al fraile y lo encontró paseando por el claustro. Se saludaron como siempre y, sin más preámbulos, Antón García le comunicó que venía a retirar uno de los cálices que había dejado en custodia en la iglesia, pues tenía que pagar unas obligaciones que estaban a punto de vencerse y sus acreedores no esperarían más de siete días sin llevarlo ante los tribunales. Lamentó lo del naufragio, tanto porque con él había perdido una cantidad importante de dinero, cuanto porque le obligaba a sacar de la iglesia una riqueza que él antes esperaba que medrara que no que disminuyera.

-Pero así son los negocios -concluyó diciendo.

-Nada sé yo de negocios -le respondió el padre Ginés-, que nuestra condición de frailes dedicados por completo a las tareas evangélicas no nos permite ingresar en asuntos del mundo   —141→   y deleitarnos en ellos. Lo que sí sé decirle es que los cálices y la custodia que vuesa merced dice ser suyos son de San Agustín y a él y sólo a él han pertenecido siempre.

De nada le sirvió al pobre comerciante que explicara una y otra vez el modo en que el superior habíale convencido de que pusiera sus riquezas en el convento. El padre Ginés Madurga nada sabía de semejante asunto y no estaba dispuesto, hasta que no regresara el padre superior de su viaje a Huamanga, a hacer otra cosa que esperar y negar cualquier entrega. Las riquezas del santo obispo de Hipona no podían ser tocadas por nadie y menos aún por un comerciante segoviano cuya honradez él no ponía en duda, pero que comenzaba a dar algunas muestras de extraños desvaríos.

Cuando se despidieron, el comerciante aún no estaba convencido de la trampa en la que había caído. Confiaba en los padres y creía a pies juntillas en la justicia. Aquella mañana se olvidó de abrir su tienda y volvió a su casa, dispuesto a alquilar los servicios del primer arriero que encontrara para hacer con él el camino de Huamanga, a ver si alcanzaba a los frailes que viajaban a aquella ciudad. Cuando le contó a su esposa la conversación que acababa de tener con el padre Ginés, su amigo y contertulio, ésta, que era bastante más lista que él y menos dada a sofismas, inventos y vanas ilusiones, le dijo que era un tarambana y un tonto, que ella ya le había advertido y que los frailes lo habían engañado como a niño de la doctrina. Puso el grito en el cielo la mujer del comerciante, y a los gritos de la buena mujer acudieron sus hijos, y en aquella casa se armó, en menos de lo que canta un gallo, la de Dios es Cristo, como se dice vulgarmente. Una hora después del mediodía, el comerciante segoviano partía al galope en un caballo ruano con un baqueano que conocía bien los caminos de la sierra y que tenía, al parecer, la misma confianza que él en la bondad de los frailes.

  —142→  

Lo cierto es que jamás dieron con el padre superior y su cuadrilla y que, a los cuatro días de haber salido de Lima, volvía el comerciante con el ánimo por los suelos y con un gran temor a perder cuanto tenía. Como a la semana, se hicieron presentes en su casa los acreedores con sus abogados y los alguaciles de la justicia, lo tomaron preso, le quitaron la casa y la tienda y dejaron a su mujer y a sus hijos en la calle. Por fortuna, esta última, que había logrado sisar algunas monedas a su marido antes de que cometiera la locura de entregar todo a los frailes, tenía con qué defenderse, alquiló el entresuelo de una casita de Bajo el Puente, cerca de la iglesia de los Descalzos, y se puso a trabajar como lavandera y planchadora en la casa de la Condesa de Vallehermoso, que la tenía en gran estimación. Todas las mañanas iba a la cárcel de la corte con alguno de sus hijos a ver y llevar comida a su marido, quien jamás recibió la visita de fraile alguno del convento, pese a haber permanecido encerrado en prisión por más de dos años. Cuando alguien le preguntaba al padre Ginés Madurga por su antiguo amigo, el piadoso fraile repetía siempre que apenas lo conocía y que no recordaba haber estado en la casa del comerciante tomando chocolate en más de dos ocasiones. Cuando la justicia tomó declaración al padre superior sobre la supuesta propiedad de la custodia y los dos cálices, éste se limitó a decir que tales piezas sagradas le habían sido entregadas por un pecador anónimo bajo secreto de confesión y que no podía, en consecuencia, proporcionar informe alguno que comprometiera la honra de la persona que las había confiado a su iglesia y convento.

Pienso que el segoviano debió de planear el asalto a la Iglesia de San Agustín mientras estaba en prisión. Lo realmente sorprendente era su agilidad. Después de aquella noche en la que yo tuve la fortuna o la desgracia de descubrir y capturar al sacrílego, pasé varias veces por la plazuela de San Agustín y observé su fachada con   —143→   detenimiento. Aún me parece imposible que alguien pueda escalar sin ayuda de cuerda alguna por aquellas piedras hasta la claraboya que se abre en lo alto de la fachada. Pero el segoviano, si bien ingenuo y confiado, pequeño y débil en apariencia, estaba lleno de energía y de sorpresas. Cuando se vio su causa en la Real Audiencia a los tres meses de su captura, yo frecuenté los tribunales para interesarme en la suerte que iba a correr. Confieso que, una vez que conocí la causa de su proceder, estaba cada vez más interesado en que se le hiciera justicia. No tenía el segoviano, sin embargo, posibilidad alguna de salir con bien de semejante trance, puesto que el padre superior, el único que estaba en el secreto, se negaba una y otra vez a reconocer a nadie bajo el secreto de confesión y no soltaba prenda, como suele decirse. Este padre superior, que se llamaba fray Gaspar Gómez de Carreño, era limeño y miembro de una de las familias más reconocidas de la ciudad, lo que hacía aún más difícil la causa del comerciante. En una de aquellas sesiones del tribunal, el comerciante dijo a los jueces que, puesto que San Agustín se había negado a entregarle parte de las riquezas que él le había confiado y dejado en custodia, no había tenido más remedio que forzar la voluntad del santo y que ponía a Dios por testigo de que en todo estaba diciendo la verdad. Al pobre segoviano le dieron garrote vil el primer día de otoño de 1756, y, aunque yo traté de informarme sobre la suerte corrida por su mujer y sus hijos, sólo pude saber que todos ellos se habían ido de la ciudad y que, probablemente, se encontraban haciendo el camino de regreso a la península. Jamás he lamentado tanto haber sido oficial de la guardia y haber cumplido con tanto celo mi deber.

Aquel 12 de noviembre de 1755 fue, pues, por muchos conceptos memorable para mí. Había pasado una hermosa velada en compañía del coronel Eguidazu y de su esposa, había bebido y jugado a   —144→   las cartas con mis camaradas, había acompañado al coronel a su casa a altas horas de la noche, me había aventurado entre los fantasmas de la plazuela de San Agustín y había, en fin, capturado a un sacrílego que resultó ser una buena persona engañada por unos pícaros, aunque nadie creyó en su inocencia, ni en la picardía de los frailes. También había recibido un regalo del que no me acordé hasta bien entrado el día siguiente. Al rayar el alba tenía que estar en mi puesto de guardia en palacio junto al coronel. Cuando llegué, el coronel ya estaba en su despacho y me hizo llamar al punto.

-Veo, Aduna -díjome con su característica voz de trueno-, que ha pasado vuesa merced una mala noche.

-Así es, en efecto, mi coronel -le respondí y, a continuación, le conté lo sucedido.

Le di al coronel motivos suficientes con lo que le conté para lanzar mil maldiciones al viento y dejar oír su potente voz en todos los rincones de palacio. Después, se calmó, sacó de una de las gavetas de su mesa una botella de aguardiente de Pisco y dos copas y me invitó a que lo acompañara. En el patio contiguo trotaban dos caballos.

-En este caso hay gato encerrado, Aduna -me dijo el coronel-, y sería bueno que lo descubriésemos.

El día transcurrió como siempre, pero yo notaba que el coronel me lanzaba de vez en cuando extrañas miradas como si quisiera descubrir en mi persona algún secreto que yo ignorara. No fue sino hasta bien pasado el medio día que yo me acordé del paquetito envuelto en papel que me había entregado la tarde anterior la coronela. Cuando llegué a casa, fui a mi habitación, lo abrí al punto, saqué su contenido, quedé fascinado por los resplandores de una cadena de   —145→   oro macizo de la que descolgaba una medalla con la imagen de un San Millán Matamoros en el anverso y las armas de los Aduna en el reverso, me la colgué al cuello, tomé mi sombrero y mi capa y salí de inmediato hacia la casa del coronel. Los encontré a él y a doña Encarna en el estrado conversando animadamente, me acerqué a ellos y los abracé emocionado.

-Si por tan poca cosa se pone vuesa merced a llorar, Aduna -me dijo con gesto de enfado el coronel-, mejor será que jamás nos hallemos juntos en ninguna batalla.

Le expliqué a doña Encarna que, debido a los hechos que eran de todos conocidos, aquella noche me había olvidado por completo del regalo y que, por esta razón, no seguí ninguna de sus indicaciones respecto al paquetito amarillo y que le rogaba su perdón. Después, volví a contar con pelos y señales la historia de la captura del sacrílego, a lo que el coronel Eguidazu añadió que era una verdadera lástima que él no hubiese estado ahí para ponerle las peras al cuarto al botarate.

-Calla -le interrumpió en este punto doña Encarna-, que yo conozco bien a este buen hombre y tengo para mí que el tal Antón García es tan ladrón como tú pirata del Caribe.

-Pues bueno que podría haberlo sido -le respondió el coronel, que, pese a su edad, aún creía conservar suficientes bríos para enfrentar las más arriesgadas aventuras.

Desde entonces conservo la cadena con su medalla, que ni aún en los trances más difíciles en los que me he visto, ni en los asaltos y violencias que he sufrido, ha logrado nadie separarme de ellas. Pobre como soy, abandonado en este hospital, cada vez que me acuerdo   —146→   del coronel y su esposa, me llevó las manos al pecho, sacó la medalla, la observo por un rato y vuelvo a sentir que todavía hay personas en el mundo que me quieren, aunque no sepa si aún viven, ni dónde pueden vivir. Temo, por desgracia, que el coronel Eguidazu y su esposa, de los que hace ya mucho tiempo carezco de noticias, hayan dejado este mundo, pero su recuerdo, como el de mis padres, mis amigos de Zaragoza, mi hermana Leona y, sobre todo, el de Manuela y su padre, está conmigo y me consuela.

Es evidente que este Millán de Aduna no sigue con rigor algunos preceptos fundamentales de la narrativa. En este punto de su historia habla de personas (Manuela y su padre) sobre las que nada había dicho hasta el momento. ¿Quiénes son ellos? ¿Los conoció en su infancia? ¿Son, acaso, personajes que aparecerán más tarde y a los que iré conociendo a medida que avance la narración? Lo ignoro. Se mueve en diferentes tiempos y mezcla el pasado con su presente y con un tiempo que es futuro desde la perspectiva de lo narrado en ese momento y pasado en la perspectiva de quien lo narra. Esto es, más bien, extraño en un narrador del ilustrado siglo XVIII y lo es más en quien, como él asegura en una parte de su historia, había sido temprano lector de la Poética de Luzán, tan ajustada en casi todos los aspectos a los cánones de los preceptistas franceses, aunque yo no sé bien, porque no recuerdo en detalle su obra al momento de redactar estas líneas, si el sabio preceptista aragonés se ocupó en algún momento de este curioso asunto de la confusión de los tiempos (verbales, naturalmente). ¿No será que en Asunción, rodeado de la naturaleza salvaje del trópico, Millán de Aduna dejó de conceder importancia a las cosas que en otro momento y lugar la habrían tenido para él? ¿Qué pueden importar, en última instancia, el pasado y el futuro en un mundo en el que parece vivirse un eterno presente congelado?

  —147→  

Presente. El futuro en Paraguay sólo aparece en los discursos de los políticos. El pasado es el presente y el presente es el pasado. El general Stroessner puede volver en cualquier momento de su exilio brasileño y Oviedo, que hace apenas un mes era la imagen misma del pasado, vuelve a ser un lamentable presente al momento de escribir estas líneas y es probable que sea futuro en unos días más. El juez que investigaba su caso ha recibido amenazas de muerte. El juez ahora es nuevo: hay otro juez ocupándose de su causa. En algunos días más, será otro. Y seguirán sucediéndose los jueces y los días. Aquí la vida no tiene demasiada importancia. Hace apenas unos días, un senador al que se le puede considerar un partidario incondicional de Oviedo, dio una magnífica demostración de fuerza en un mitin celebrado en alguno de esos3 barrios de Asunción que yo no conozco, pero que, de vez en cuando, aparecen en los periódicos y en la televisión. Llegó al barrio en cuestión (o salió, no recuerdo bien) montado en su automóvil, sacó su mano izquierda por la ventanilla y comenzó a disparar al aire para asustar a quienes en ese momento lo rodeaban y que, al parecer, lo abucheaban. El senador, de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, es un hombre gordo, de nariz roma, cara redonda y grasa y con clara tendencia a la apoplejía. Bien alimentado de bifes de chorizo y de churrascos, imagino que a la única enfermedad que puede temer es a la gota. Es la imagen misma del hartazgo en un país en el que más de tres cuartas partes de la población campesina se hallan por debajo de la línea de la pobreza. Todo un ejemplo a seguir: gordo, poderoso y pistolero. El revólver con el que hiciera los disparos al aire es todo un símbolo de los tiempos que corren en el país. Todo un símbolo del poder arbitrario y la corrupción. Hay algo que une todas estas formas de poder, como descubriera Einsenberger en un ensayo sobre Trujillo y Al Capone. ¿Habrá sido así también en tiempos de don Millán de Aduna?   —148→   Ya tengo ganas de llegar a la parte que toca al Paraguay. ¿Dónde comienza y dónde termina la historia de este país? ¿Es Francia el verdadero padre de la patria o hay que buscar sus orígenes más atrás, en ese mundo colonial en el que Millán de Aduna está a punto de sumergirse para siempre? ¿Qué hace este personaje en un hospital, abandonado a su suerte y con tan sólo sus recuerdos?

Pocos días antes de la ejecución de Antón García, el virrey volvió a llamarme a su despacho. Lo hizo esta vez en forma directa, acercándose a la guardia y pidiéndome que acudiera a él a las cuatro de la tarde del día siguiente. El coronel Eguidazu me comentó ese mismo día que, pese a su carácter campechano y afable, jamás el virrey había tenido para con ninguno de sus subalternos una deferencia semejante. Me felicitó por ello efusivamente.

-Tiene vuesa merced, señor hidalgo -me dijo el coronel, dándome las consabidas palmaditas en la espalda-, más suerte de la que se merece. Vaya, vaya y hable con su excelencia y, si no es secreto de estado lo que lleguen a tratar, vuelva vuesa merced después para contármelo.

Cuando ingresé a su despacho, don José Antonio estaba de pie con las manos en la espalda y observando un enorme mapa colgado de la pared.

-Venga vuesa merced hacia acá -me dijo, después de responder a mi saludo.

Estábamos solos. Hasta su secretario, que siempre estaba dando vueltas en torno a su mesa, había desaparecido. Por uno de los ventanales abiertos a la calle entraba un airecillo caliente que entibiaba la habitación, y el señor conde habíase liberado de su casaca,   —149→   que tenía en ese momento abandonada sobre los terciopelos de un sillón. Noté cómo una gota de sudor bajaba de su frente y se le iba descolgando por su mejilla derecha. Con un rápido movimiento de su mano izquierda se liberó de ella. Me miró y esperó a que llegara hasta él. Las cortinas de los grandes ventanales estaban abiertas. Cuando me acerqué a él, extendió su mano derecha hacia el mapa y, señalándome uno de sus puntos, me preguntó qué sabía de la región en la que se situaba aquel punto apenas perceptible.

-Nada, vuesa excelencia -le respondí-. Fuera de Lima y sus alrededores, no conozco otro punto en América que Panamá.

-El punto que acabo de señalarle es la ciudad de Asunción en el Paraguay, a donde quiero que vaya vuesa merced a recoger informes sobre todo lo que está sucediendo en esos alejados lugares. Hay demasiada gente en todo esto y, aunque no soy yo, sino el gobernador de Buenos Aires, quien debe resolver, no olvido que hasta allí alcanza mi autoridad y que, si su majestad ha comisionado, como lo ha hecho, al Marqués de Valdelirios para que vele por la buena ejecución de sus políticas, habré menester de saber cómo se desarrolla todo el asunto y, sobre todo, qué hay de cierto en esa extraña noticia que corre por Europa y que ya ha llegado a nuestros oídos de que los jesuitas han nombrado un rey entre los suyos.

Era la primera vez que escuchaba una noticia semejante. El virrey me hizo leer entonces una noticia publicada en la Gaceta de Amsterdam y que a él le había sido entregada traducida en una carta llegada de España en la que al pie de la letra se decía que «el nuevo monarca es un jesuita que sus cofrades han puesto en el trono y quien seguidamente los echó del país». También se hablaba en aquella información de las riquezas del Paraguay y de algunas monedas que con la efigie de Nicolás I Rey del Paraguay estaban circulando   —150→   por la corte. Quedé tan sorprendido como se puede imaginar y aún no había salido por completo de mi asombro cuando el virrey me dijo que también él tenía noticias de que los indios de las reducciones que dirigen los padres de la Compañía se habían levantado contra las autoridades españolas y que, según se contaba, estaban dirigidos por alguien llamado Nicolás, al que los indios reconocían como su soberano.

-¿No habrá en todo esto más fábula que realidad?

-Eso es lo que quiero que vuesa merced averigüe -me respondió-. Parécenos4 un disparate la noticia, mas no hemos de echar en saco roto cuanto sabemos del temperamento de los padres de la Compañía y de sus belicosos antecedentes en esa provincia. Dios no lo quiera, pero, como ya le dijera a vuesa merced en otra ocasión, es probable que terminemos lamentando las cosas que están sucediendo en Paraguay. El embajador inglés en Madrid, don Benjamín Keene, piensa que puede tratarse de un hijo de Antequera, que, como sabe vuesa merced, fue ejecutado aquí en Lima en tiempos del Marqués de Castelfuerte.

-¿Tenía hijos don José de Antequera?

-No lo sé, pero no importa. Los rumores son muchos y confusos. Lo único cierto es que hay guerra abierta en esas provincias y que Andonaegui no me parece el hombre más idóneo para resolver ningún problema con los jesuitas.

-¿Y quién es este Andonaegui?

-El gobernador de Buenos Aires.

-¿Y el rey del Paraguay?

-A lo mejor es un invento. Si es un invento, vuesa merced viaja con la obligación de descubrir al inventor y comunicármelo lo antes posible.

-¿Y cómo he de hacerlo?

  —151→  

-Podrá llevar tan sólo a su criado y a dos hombres de mi escolta que estarán siempre a sus órdenes para cuando y cuanto los necesite. No se presentará ante nadie como oficial del ejército español y, menos aún, de la guardia de nobles del Perú. Vuesa merced buscará el modo de presentarse en Paraguay de tal manera que nadie sospeche su verdadera identidad. Para sus gastos contará vuesa merced con dinero suficiente puesto en casa de un comerciante español en Asunción, que es de toda mi confianza, y de donde podrá librar cuanto necesite con sólo presentar las letras que yo le entregue. Todo lo demás y el modo cómo lo haga corre por su cuenta.

-¿Y por qué ha pensado en mí vuesa excelencia?

-No lo sé. Quizá porque me estoy haciendo viejo y sólo confío en los más cercanos.

-Gracias, vuesa excelencia.

-Ah, a propósito. Al coronel Eguidazu tendrá que contarle vuesa merced una historia diferente. Trate de que sea verosímil y creíble, aunque, si bien el coronel, que es un alma de Dios, puede creerse cuanto le cuente, va a ser harto más difícil que engañe a su mujer.

-Trataré de hacerlo, vuesa excelencia.

-Vaya preparándose para el viaje. Tendrá que salir de Lima en un mes más o menos y estar en Asunción antes de la llegada de la primavera.

-Así lo haré. Al coronel Eguidazu y a su esposa les diré que voy a casarme. Invente vuesa excelencia una novia para su paisano.

-No es mala la idea. El comerciante español del que le hablo tiene precisamente una hija que no le vendría nada mal a vuesa merced como esposa. Él se llama Eliseo Ripalda y ella, que no cuenta con más de dieciocho primaveras, se llama Elvira. Son de una pequeña aldea de Sigüenza, cristianos viejos, aunque no hidalgos, honrados hasta la médula y muy devotos. Por cierto que Eliseo Ripalda es uno de los hombres más ricos de la provincia.

  —152→  

-Pues nada, eso le diré al coronel Eguidazu. Al fin, podré hacer fortuna y descansar tranquilo el resto de mi vida.

-Parece que vuesa merced sueña con dar un braguetazo en América.

-A veces lo he pensado.

Todo parecía preparado y a punto, y, de pronto, yo noté que la idea de hacer aquel viaje me entusiasmaba. Paraguay. Su nombre me sonaba aún más exótico que el de Perú. ¿Cómo sería Paraguay? ¿Cómo sería Asunción? ¿Cómo sería el viaje entre Lima y Asunción? ¿Quiénes me acompañarían, aparte de mi fiel Bonifacio? ¿Qué peligros enfrentaríamos en el camino? ¿Qué tendría que hacer en Asunción para no levantar sospechas, poder realizar mi investigación y redactar el informe que me pedía el virrey? ¿Necesitaría cartas de don José Antonio para que algunos imprevistos desafortunados no me afectaran? ¿Cuál tendría que ser el tenor de estas cartas? Todas éstas y otras muchas cosas iba pensando, mientras volvía a la guardia a paso lento, donde me esperaba el coronel Eguidazu, muerto, seguramente, de curiosidad. Habíale prometido al señor virrey no contar nada sobre los verdaderos motivos del viaje y para ello habíamos inventado la historia de mi boda. Iba a casarme. Esto era lo que tendría que contarle al coronel y a su esposa y tendría además que poner cara de felicidad y de entusiasmo porque el partido que me había caído en suerte era de lo mejor: joven, hermosa y rica: el sueño de los calaveras que llegamos solteros a los treinta y cinco años.

Doña Encarna me había repetido hasta el cansancio que abandonara la soltería, añadiendo que era muy de lamentar que un buen mozo como yo, con oficio y beneficio, desaprovechara las muchas oportunidades que me ofrecían tantas damitas limeñas dispuestas a perder su libertad en el altar de Himeneo. Mi calidad de poeta, como   —153→   ella me consideraba, añadía atractivos a los ya muchos atractivos que, a su parecer, tenía mi persona, pero yo siempre le respondía que en las cosas del amor no son nunca buenos los consejos y que seguiría esperando.

-¿A qué? -me preguntaba.

-No lo sé -le respondía-. Tal vez a que me quieran.

-¿Y quién habría de dejar de querer a vuesa merced?

Ahora tendría que explicarle que, por fin, iba a casarme y que lo pensaba hacer con la hija de un rico comerciante de Asunción, lo que, tal vez, objetaría la coronela por ese prurito que, en punto de honra y de apariencias, suelen las mujeres tener tan desarrollado. Estaba casi seguro de que no iba a gustarle que fuera la hija de un comerciante, pero yo trataría de convencerla de que no siempre encuentra un caballero su conveniencia en damas de su condición, pues las más de las veces al don suele faltarle lo principal para sostener el orgullo de los linajudos.

El coronel me estaba ya esperando cuando llegué a la guardia.

-Cuente, Aduna, cuente -me dijo sin más preámbulos, mientras me hacía pasar a su despacho.

Le conté a grandes rasgos que, en los últimos meses, el señor virrey había estado ejerciendo a mi favor el oficio de casamentero, que le había escrito a un amigo suyo de Asunción con el propósito de preparar su ánimo y el de su hija para la boda y que su amigo le había finalmente respondido aceptándome como su futuro yerno. Le dije también que el virrey me aconsejaba que emprendiera el viaje a Asunción cuanto antes   —154→   y que, en lo posible, estuviera en aquella ciudad en los primeros días de primavera. No le dije nada de la calidad de mi futuro suegro.

-Ya ve usía -terminé diciéndole- que, habiendo intervenido en todo ello el virrey, no me hallo en posición de resistirme, aunque le confieso, aquí entre nosotros y sin que salga de esta habitación, que no me hace ninguna maldita gracia esto de casarme sin conocer ni la sombra de mi futura esposa, que más me habría gustado el cortejarla y gustar a mi real antojo de su trato que el hallarme condenado, como me hallo, a vivir con ella para siempre sin haber probado, con anticipación, bocado alguno de su platillo. Asegúrame el señor virrey, que dice conocerla, que es bocado asaz apetecible para todos, pero bien sabe usía que, en materia de gustos, no hay nada escrito y que lo que a unos contenta a otros entusiasma y a los demás les irrita y martiriza.

Al coronel le hizo muchísima gracia el modo en que se lo conté, mas no así a doña Encarna, que no creía para nada en matrimonios arreglados y que no veía en ello sino peligros para mí, que era su amigo. En la noche, mientras tomábamos chocolate después de la cena y el coronel y yo saboreábamos los cigarros que se hacía preparar por Andrónico Mi, un negro liberto que los vendía en una pequeña tienda que tenía puesta en la calle de los Desamparados, frente a palacio, a la que el coronel acudía todas las mañanas, la coronela volvió a sacar a colación el asunto de mi boda y a lamentarse de que tan buen partido como ella me consideraba terminara en una ciudad provinciana perdida en medio de las selvas del Paraguay.

-¿Para qué se va tan lejos vuesa merced, si tanta fortuna y aún mayor que la que le ofrecen en Paraguay puede conseguirla   —155→   aquí en Perú con sólo levantar la mano? ¿No estará vuesa merced, señor hidalgo, escapando de algún desaguisado? ¿Qué nos oculta a mi marido y a mí, que tantas pruebas de cariño le hemos dado en estos meses? ¿Así es como nos paga el favor que siempre le hemos demostrado?

Era evidente que doña Encarna era más suspicaz que su marido y que, en tanto que a éste yo le podía engañar como a un niño de la doctrina con cualquier argumento o con el primer sofisma que me viniera a la cabeza, a la coronela resultaba muy difícil hacerlo, porque doña Encarna en todo podía ver una segunda intención y un sentido oculto y tenía un olfato muy desarrollado para poder descubrir las mentiras y las dobleces. A ella me dolía engañarla aún más que a su marido, porque sabía que éste no iba a sufrir por lo que le contara, en tanto que ella pasaría días y aun meses después de que partiera pensando que la había engañado de una manera vil y sin compasión. Lo peor era que no se equivocaría y que tendría motivos más que justificados para pensar mal de mí y tenerme en mal concepto por el resto de su vida. Todo ello me hacía sentir avergonzado y triste, como si estuviera traicionando a mis mejores amigos. Notaba que los celos y recelos de doña Encarna tenían fundamento, pero ¿qué podía hacer? Le rogué al virrey que, en la primera ocasión que se le presentase, tratara de convencer a doña Encarna Eguidazu de que el asunto de mi boda con la señorita Elvira Ripalda de la ciudad de Asunción iba muy en serio y que nada se podía hacer para evitar el matrimonio, ya que tanto él como yo mismo teníamos empeñada nuestra palabra de caballeros. El virrey lo hizo como le pedí, no una, sino muchas veces en el mes y medio que todavía permanecí en Lima como oficial de su guardia de nobles, pero en ninguna de esas ocasiones terminó la coronela creyéndose la historia por completo. Algo   —156→   se barruntaba, aunque no sabía bien de qué podía tratarse, ni por qué estaba ella condenada al engaño y a la ignorancia del asunto que el virrey y yo nos traíamos entre manos.

-No sé bien qué -me dijo en cierta ocasión que estábamos solos en el estrado de su casa-, pero hay algo que no me gusta. Se va vuesa merced casi del mismo modo que llegó y nos deja como si no le importáramos nada en absoluto mi marido y yo.

-Claro que me importan -le dije-. Vuesas mercedes son mis mejores amigos.

-¿Y por qué nos abandona de este modo? ¿A qué le teme? ¿Me teme a mí, acaso?

-¿Y por qué habría de temerle, señora mía?

-Vuesa merced sabrá.

-Pues no lo sé.

A medida que se acercaba el día de mi partida, la actitud de doña Encarna iba variando, y ya al final se puso melosa y en disposición de hacerme toda clase de fiestas y carantoñas.

-No me voy para siempre -le dije entonces-. Es probable que no me case, como es igualmente probable que en un año esté de vuelta con mi esposa. A mí personalmente me gustaría volver a Lima. Si no lo hago, los echaré de menos.

Y el día llegó. Fue a mediados de mayo de ese mismo año. El día anterior, el virrey me invitó a cenar en palacio. También estaban invitados el coronel Eguidazu y su esposa. Después de la cena, nos despedimos del virrey y terminamos la fiesta en casa del coronel, que tenía libre el día siguiente y quería despedirme a su estilo. Llegaron, como el memorable día de mi santo   —157→   del año anterior, nuestros camaradas de armas y todos bebimos y jugamos a las cartas hasta casi entrada la madrugada. La coronela permaneció despierta en su habitación toda la noche y, cuando su marido se retiró para echar un pequeño sueño hasta el amanecer y los camaradas de la guardia abandonaron el campo, la coronela salió, se acercó a mí y, en silencio, sin decir una sola palabra, me besó en la boca y se fue corriendo hacia su habitación. Me quedé en el estrado, pensando en lo que me acababa de suceder. Aún era de noche, y las calles de Lima estaban vacías. Me asomé a la ventana y miré hacia la catedral, hacia palacio, hacia Santo Domingo. Miré la plaza y observé cada una de las piedras de los edificios que la rodeaban. Todo lo veía con los ojos cerrados, como si quisiera atesorar cada una de aquellas imágenes en mi memoria. Entre ellas dejaba una breve e intensa parte de mi vida. Quería apurar las últimas horas, los últimos minutos, los últimos segundos de mi vida en Lima. Como cuando me despedí de Logroño para siempre, sabía que era la última vez que vería aquellas calles que tantas veces había recorrido, aquellos cerros que se teñían de gris azulado cuando el sol caía, las puestas de sol sobre la playa de los Chorrillos. Cuando finalmente nos despedimos unas horas más tarde en la puerta de mi casa, yo noté en el brillo de sus ojos que la coronela había estado llorando. Con el recuerdo de sus ojos, abandoné Lima para siempre. El coronel de la guardia de nobles don José Ignacio Ruiz de Eguidazu me dio tal abrazo de despedida que a punto estuvo de romperme una costilla.