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ArribaAbajoCuarta parte

Mburuvichá Nicolás I


Pienso que mi vida ha sido, desde que nací, un camino ininterrumpido a ninguna parte y que la narración de la misma sólo puede, por ello, detenerse apenas en sus estaciones. Para mí han sido siempre estaciones, paradas; jamás destinos. Ni siquiera Asunción, la ciudad en la que vivo hace ya tantos años lejos de todo y olvidado de todos, es para mí otra cosa que un alto en el camino, una parada, una estación. Jamás he podido quedarme quieto en un lugar y echar raíces. Tal vez aquellas primeras salidas con mi padre en su tartana, cuando todavía era niño y vivía feliz en Samaniego, decidieron que así fuera. Si lo pienso bien, hasta mi nombre es nombre de viajero. El eremita de la Cogolla, antes de ser eremita, fue viajero y, siendo eremita, aún viajó a lugares distantes con alguna finalidad misteriosa y soteriológica, como cuando se llegó hasta la vieja ciudad de Cantabria, sobre el Ebro, según cuenta San Braulio, para avisar a sus habitantes del peligro que corrían frente a la furia desatada de Leovigildo, el rey visigodo de Toledo. Sus apariciones en las batallas no fueron finalmente otra cosa que viajes, celestiales viajes, pero viajes al fin; así que, tanto o más que por el signo del dios de la guerra, mi vida ha estado marcada desde el comienzo por el signo de Mercurio, el dios alado que, como el judío errante, recorre   —262→   impenitente los espacios sublunares, porque son los espacios abiertos del mundo sublunar el verdadero hogar del hombre, su premio y su castigo. El mundo es el único hogar que conocemos. El verdadero destino del hombre es no encontrar destino sino en la muerte. ¿Acabará en ella, finalmente, nuestro viaje? ¿No será la muerte, si hemos de atender a la bellísima metáfora de Manrique, el mar al que van a dar los ríos que son nuestras vidas? «La mar, que es el morir». ¿Pero el mar no vuelve a hacerse nube y lluvia y la lluvia se convierte en arroyos y éstos en ríos para, al final, volver todo a donde había comenzado? ¿Tiene principio y fin este eterno vagar por el mundo sin aparente sentido? ¿Volveré a ser habiéndome olvidado de que soy ahora o soy sin acordarme en absoluto de que he sido? La vida. ¡Extraña palabra! La vida. ¿Cómo, cuándo, dónde y por qué? ¿Quién ha decidido ponernos en el camino? ¿Qué perversa inteligencia nos ha arrojado en medio del caos para perdernos en la nada?

La vida es conciencia y es recuerdo. La vida es memoria. Sin memoria de lo vivido, morimos sin remedio. No somos en los otros. No nos equivoquemos. Somos sólo en nosotros. En los otros tan sólo somos sombra de ellos, límite de su libertad y su albedrío, estorbo necesario. La vida. ¿Qué puedo decir de la vida, cuando ya la mía está a punto de acabarse? Puedo decir que he sufrido y que también he disfrutado de buenos momentos. Puedo decir que he vivido, pero no sé si lo seguiré haciendo ni por cuánto tiempo. ¿Eternamente? La eternidad es una idea imposible, inconcebible, monstruosa y terrible, una idea condenatoria. ¿Qué sería de nosotros si viviéramos durante toda una eternidad inacabable, aunque fuera en ese cielo que nos prometen los frailes? Sería espantoso. ¡La vida eterna! ¡Mejor, la muerte!

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El lunes 27 de junio salimos, por fin, de Asunción. Si al principio habíamos pensado hacer el viaje por tierra, al final nos decidimos por navegar río abajo y llegar hasta la ciudad de las Corrientes, desde donde nos internaríamos al este hacia las reducciones de los jesuitas. El río nos parecía más seguro que las selvas y los yerbales que se extienden desde Asunción hacia el este y el sur. Ancho y profundo, parecía abierto y dispuesto a recibirnos. Con una pequeña embarcación que habíamos alquilado a un balsero que nos acompañaba pensábamos navegar despacio y sin prisas, deteniéndonos el tiempo que fuere necesario en todos aquellos lugares que nos presentaran alguna dificultad. La balsa era una especie de lo que en España llamamos chata cordobesa que disponía de buenos remos, una pértiga para las partes menos profundas y una vela cuadrada con la que podíamos aprovechar el viento, si soplaba a nuestro favor. Era lenta y pesada y en el centro tenía un cobertizo bajo el cual protegimos las mercaderías y en el que tensamos unas hamacas para nuestro descanso. Al contrario de lo que habíamos imaginado, nuestras acémilas y caballos se adaptaron desde el comienzo muy bien al viaje, y sólo al atardecer nos acercábamos a la orilla y los soltábamos en el campo para que comieran y estiraran sus piernas, que, de tanto estarse quietas sobre la cubierta, las bestezuelas sufren y se entumecen. Y así, en apenas cinco días y sin grandes dificultades ni trabajos, con buen tiempo y sin demasiadas prisas, llegamos a la ciudad de las Corrientes, descansamos en una de sus posadas, pagamos y despedimos a nuestro balsero y, al día siguiente, ya estábamos listos para internarnos en el ignoto territorio de las misiones de los jesuitas.

Queríamos llegar, en primer lugar, a San Carlos y La Candelaria, distantes veintinueve leguas entre sí. La Candelaria, si bien no era el mayor de los pueblos guaraníes ni tampoco el más rico, era el   —264→   pueblo en el que residía de continuo el superior de las misiones del Paraguay, que, al momento en el que estábamos viajando, era el padre Antonio Gutiérrez, según se nos había informado en Asunción. Para llegar al pueblo de San Carlos teníamos que atravesar una gran llanura en la que crecían hierbas tan altas que cubrían por completo a los hombres y los caballos y en las que los españoles que vivían en la ciudad de las Corrientes habían hecho sus estancias para la crianza del ganado. Dos fueron las cosas extraordinarias que pude observar en aquel extensísimo territorio que corría al sur del río Paraná y que desembocaba en la gran laguna de Yverá: la altura y la esbeltez de las palmeras y la gran copia de animales sueltos de todas las especies imaginadas, desde ñandúes a caballos y vacas cimarronas, que no había lugar en el que pusiera la vista sin tropezar la mirada con estas bestias salvajes o asalvajadas. De la laguna salían dos ríos muy grandes, uno de los cuales, el llamado río de las Corrientes, desembocaba en el Paraná y el otro, llamado Miriñay, iba con sus aguas a dar en el Uruguay, que corre al oriente de todo el territorio. Había otros muchos riachuelos, lagunillas, fuentes y esteros en los que abundaban toda clase de aves y lagartos y todo era agua y hierba a nuestro alrededor, que, con ser grandes los caudales unidos de los ríos Paraguay y Paraná, que se juntan cerca de la ciudad de las Corrientes, no eran los únicos ni acaso los más abundantes de aquellas tierras.

Si abundantes en todo, no lo eran, en cambio, en hombres, que se echaba de ver la enorme necesidad que los españoles tenían de éstos para el manejo de tantas riquezas como existen en aquellos lugares, pues no son suficientes los pastores y vaqueros que a cuidar del ganado se dedican. Y, así, Galdeano, Obrayan y yo mismo lamentábamonos de continuo por la pérdida que este descuido y abandono debía suponer para quienes vivían y esperaban medrar   —265→   en tan alejados territorios, más aún si teníamos en cuenta que tampoco eran muchos los españoles que habitaban las ciudades de la región. Más que a la carne, los estancieros de las Corrientes dedicaban su ganado al cuero que llevaban a Buenos Aires, ciudad en la que los comerciantes catalanes lo compraban y enviaban a España y a otras muchas partes de Europa y América. Las aguas de todos estos ríos eran abundantes en grandes peces y muy sabrosos pescados, que nosotros asábamos a la intemperie en las pascanitas que hacíamos al atardecer, cuando el sol se ocultaba y nos disponíamos al descanso. Para poder acampar veíamonos obligados con frecuencia a cortar la hierba en un área de regular tamaño, tanto por miedo a las alimañas que abundan en estas tierras y aguajales cuanto por sentirnos mejor y más seguros con la lumbre lejos de materiales secos que pudieran inflamarse y provocar un incendio. Recuerdo aquellos vivaques con verdadero placer todavía. Bastábanos encontrar algunas palmeras que distaran unos pocos pasos entre sí para tensar en ellas nuestras hamacas y bastábanos un lugar abierto en el que pudiéramos limpiar la tierra de las malezas para levantar el campamento y encender la hoguera. Las llamas se elevaban hasta alturas insospechadas en el aire seco de aquellos extensísimos llanos, y en la noche, a pesar del frío o quizás a causa de él, quedábamonos conversando junto a la hoguera hasta que el sueño terminaba por vencernos. Las palmeras, siempre muy altas, dábannos unos cocos pequeños y muy sabrosos, que a veces abríamos con los machetes para comer su pulpa. Fuera de aquellas palmeras, eran pocos los árboles que sombreran aquel páramo gigantesco, que, de haberlo atravesado en los ardientes meses del verano, muy diferente habría sido, sin duda, nuestra suerte. Cuando no conseguíamos pescado (lo que ocurrió muy pocas veces), lográbamos siempre alguna pieza de caza, que eran muchas las aves que hacían sus nidos entre la hierba y las mejores de todas eran una suerte de perdices   —266→   grandes de carnes muy sabrosas que a veces cobraban Obrayan y Galdeano con sus escopetas. Ambos eran, cada uno en su estilo, muy buenos cazadores.

Así fuimos haciendo, en los primeros días de julio, nuestro camino hacia el pueblo misión de San Carlos, población que dista unas cincuenta leguas de San Ignacio Guazú y casi el doble de la ciudad de Asunción. San Ignacio Guazú tiene fama de haber sido la primera misión que fundaran los jesuitas cuando llegaron al Paraguay y es la que está más cerca de Asunción. Si hubiéramos hecho por tierra el primer tramo de aquel viaje, como pensábamos al comienzo de nuestra aventura, nuestro tiempo habríanos aunecido mucho menos y todavía estaríamos por llegar a la primera misión de los jesuitas. Así, avanzamos por el río lo que no podíamos hacer a campo traviesa, pues en la parte del Paraguay que da hacia el oriente hay, si bien no muy altas, algunas montañas bastante fragosas cubiertas de espeso boscaje y a través de las cuales resulta difícil abrirse camino si no se cuenta con buenos baqueanos. El río fue, pues, la mejor solución que pudimos encontrar, y yo me alegro de que lo hiciéramos de aquella manera, pues así conocí, además, la parte en la que las aguas de los ríos Paraguay y Paraná se unen para formar las más grandes corrientes que se puedan imaginar. A estos ríos únense otros muchos, y los más importantes son el río Bermejo, que, como el Pilcomayo, viene desde las montañas nevadas de los Andes, y el río Corrientes, que, como ya lo he dicho, recoge las aguas sobrantes de la laguna de Yverá. En los meses de lluvia, la laguna crece y se desborda, y todo este territorio que se extiende entre el Paraná y el Uruguay, que es muy grande, conviértese en un gran pantano. Llámanle Mesopotamia, y es, en efecto, tierra entre ríos, si bien también podría decirse que, en una gran parte, es tierra inundada.

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Los tres primeros días de aquel viaje por tierra fueron muy tranquilos, y sólo tuvimos que soportar las molestias propias de estas latitudes: el frío nocturno, las tierras enfangadas en las que se hundían nuestras acémilas y caballerías y de las que teníamos que sacarlas con no pocos trabajos, los mosquitos y los tábanos. En algunas partes teníamos que ir muy juntos los tres, hablar o gritar, para no perdernos en la espesura de aquellos matorrales, pero, con frecuencia, el terreno volvíase seco y duro y las altas hierbas reducían su estatura. Entonces, el viaje se convertía en un verdadero paseo. Como estábamos aún en julio y todavía duraban, para ventura nuestra, los fríos invernales que suavizan los terribles calores de estas tierras, podíamos viajar de día sin temor y con el sol sobre la cara por la mañana. Al cuarto día, el caballo de Galdeano se hundió sin remedio en unas tierras fangosas que estaban ocultas bajo las altas hierbas y tuvimos que hacer un gran esfuerzo Obrayan y yo para sacar al jinete de los barros, que pedía a gritos que lo salváramos. El accidente sucedió al comenzar la jornada, pero fue tal el susto que los tres tuvimos que preferimos quedarnos en aquel lugar, limpiar el suelo de malezas y yuyos y tensar nuestras hamacas en los cocoteros hasta el día siguiente. Nos tranquilizamos al fin, y, como teníamos todo el tiempo del mundo para nosotros, pues habíamos decidido quedarnos allí hasta la mañana siguiente pasare lo que pasare, quisimos cazar una res de las que deambulaban sueltas y salvajes por aquellos andurriales. También podíamos haber cazado un caballo y domarlo para Galdeano, pero ninguno de nosotros tres era capaz de domar ni un gato y tampoco disponíamos de tiempo para aprender el oficio.

Galdeano y yo nos separamos algo del campamento mientras Obrayan encendía la hoguera. El día era seco y frío e invitaba al ejercicio y a la caza. Soplaba un vientecillo del sur, fresco y agradable,   —268→   que nos daba en la cara y despejaba nuestras ideas. Al pasar entre las hojas de las palmeras, silbaba, y yo tenía la impresión de que emitía gemidos profundos y desgarradores. Caminábamos en silencio entre la hierba con las escopetas listas, atentos a que en cualquier momento apareciera frente a nosotros una vaca cimarrona. A intervalos, el viento amainaba o se detenía y, entonces, sólo se escuchaban nuestros pasos deslizándose entre la hierba. El sol se había ocultado, y había unas nubes cada vez más oscuras y espesas que se cernían sobre nosotros como una amenaza. Aquella atmósfera me recordó otras atmósferas del pasado. Algo podía mascar en el ambiente que me recordaba el sabor del peligro y la desgracia, algo que no podía definir, pero que sentía, como creo que también lo sentía el propio Galdeano. El viento amainó un momento, y el aire quedó quieto, seco y frío, transparente como un cristal tallado por la mano de un artesano de Venecia. Yo esperaba algo: un trueno, un disparo de cañón, un terremoto, y, de repente, a lo lejos, comenzó a escucharse, primero como un susurro y, más tarde, con creciente intensidad, un ruido sordo y extraño, como si una gran esfera de piedra o hierro rodara sobre la tierra y arrasara todo a su paso. Nos detuvimos. Antonio Galdeano echó cuerpo a tierra y puso una de sus orejas en el suelo. Yo lo imité, tratando de identificar el sonido que escuchábamos.

-Volvamos al campamento -me dijo, de pronto, poniéndose de pie-. Tenemos que avisar a Obrayan.

-¿De qué se trata? -le pregunté.

-No lo sé -me dijo-, pero algo viene hacia nosotros a una gran velocidad.

Confieso que la palabra «algo» me asustó. ¿Qué podía ser ese «algo»? ¿Qué extraño misterio podía encerrar, qué peligro indefinido nos ocultaba? En Lima había escuchado hablar alguna vez de   —269→   la huangana, un pequeño jabalí que vive en las lejanas selvas del Marañón y que, a veces, forma grandes manadas e inicia un desplazamiento hacia ninguna parte arrasando todo cuanto encuentra a su paso. Jamás había estado en las selvas del Marañón y jamás había visto los pequeños jabalíes de que hablaban las leyendas del Perú. Las únicas alimañas peligrosas que había visto de cerca en Indias eran los yaguaretés y los lagartos que habíamos tropezado en nuestro recorrido por el Chaco, siguiendo la corriente del Pilcomayo y las que habíamos visto en este viaje. Sabía que en todas estas tierras abundaban los tigres y los pumas, pero en ningún caso pensé entonces que nos atacarían, habiendo como había tantos animales sueltos a los que atacar. Nunca había pensado en el peligro que podían representar los pequeños cerdos salvajes que abundan en estos pagos y que constituyen piezas muy codiciadas para los cazadores más experimentados. Llámanles taguás y pecaríes, aunque no sé bien cuál es cuál, ni en qué se diferencian unos de otros. El ruido aumentaba su intensidad cada segundo que pasaba, y Antonio Galdeano y yo corríamos entre la hierba para alcanzar el campamento. En cierto momento, estuve a punto de hundirme en una poza pantanosa y maloliente llena hasta los bordes de cenaco y bichos asquerosos, pero pude a último momento esquivarla gracias al aviso de mi compañero. Al fin llegamos al lugar en el que habíamos dejado a Obrayan, al que le indicamos a gritos que se subiera a un árbol lo antes posible. El ruido era ya insoportable, y nosotros imaginábamos que los pecaríes estarían a punto de alcanzarnos. Venían corriendo hacia nosotros, directamente, sin torcer el rumbo, como si nos siguieran, y el ruido crecía a nuestras espaldas como crece el bramido de los ríos caudalosos que se precipitan entre las rocas a medida que nos acercamos a ellos. Llegamos antes de que nos alcanzaran. Llegamos a tiempo. Cuando, finalmente, nos acomodamos los tres lo mejor que pudimos en tres distintos   —270→   árboles, encaramados en sus ramas, vimos a nuestros pies un espectáculo inenarrable: la enorme pradera de altísimas hierbas que se extendía más allá de lo que podía alcanzar nuestra vista estaba ahora cubierta de una densa nube de polvo rojo bajo la cual no podíamos distinguir absolutamente nada y de la que salía el estruendo ensordecedor de lo que yo llamé entonces impropiamente la huangana, por haberme venido a la memoria el recuerdo de lo que me contaran en Lima. El polvo nos cubría por completo y hacía cada vez más difícil nuestra respiración. Ignorábamos lo que les pudiera estar pasando en ese momento a nuestros pobres animales, que se habían quedado a merced de la estampida.

Así como habíamos sentido la aproximación del ruido, sentíamos ahora su alejamiento, pero no nos decidíamos a descender de los árboles en cuyas ramas nos habíamos encaramado. Los pájaros, cuyo canto no creía haber escuchado en toda la mañana (ni siquiera el del amarillo y alegre pitogüé, que siempre me sorprendía), armaban en ese momento un alboroto infernal y volaban y revoloteaban, iban y venían de un árbol a otro, de una a otra palmera, gritaban y piaban enloquecidos. A medida que menguaba a lo lejos el ruido de la estampida, crecía el de los pájaros y animales que nos rodeaban. Era como si, de pronto, todo el orden natural se hubiera trastocado, como si descubriéramos de golpe muchas de las cosas que estaban ante nuestros ojos, pero que no podíamos ver porque, como dicen en mi pueblo, no teníamos ojos de ver. Hasta la más pequeña brizna de hierba cobró entonces importancia para nosotros. No sólo las fieras, los pájaros, los esteros y riachuelos, los grandes árboles y las palmeras, sino todos esos seres innumerables y minúsculos que se pierden a nuestra vista confundidos con el verde interminable de la selva y el color rojo de la tierra, cobraban ahora un nuevo sentido, como si los viéramos por vez primera.

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Cuando, al fin, la nube de polvo se disipó y pudimos extender de nuevo nuestra vista hasta donde se pierde la línea del horizonte, bajamos de los árboles y comprobamos, con enorme pena, que nuestros caballos y una mula habían sido muertos, aplastados por aquella masa animal en movimiento de la que no pudieron escapar. Las otras dos mulas que traíamos habían desaparecido y, con ellas, los fardos de mercaderías que cargaban. Seguramente, habían escapado enloquecidas, cosa que no habían podido hacer los caballos por estar atados, ni la mula que murió con ellos. Ahora estábamos a pie y a más de sesenta leguas de la misión de San Carlos. Faltábanos atravesar los esteros y bañados de la laguna de Yverá y no sabíamos qué podría ser de nosotros de ahí en adelante. Puestos en el burro, como se suele decir, no nos quedaba más remedio que aguantar sus corcoveos.

Y éstos fueron muy duros. Las nubes que habían ido amontonándose a lo largo de la mañana y de las que no habíamos hecho caso alguno se abrieron de pronto dejando descargar sobre nosotros un verdadero diluvio. No teníamos donde refugiarnos, y el suelo se convirtió en un inmenso pantano en escasos minutos. Era terrible caminar por aquella superficie fangosa en la que las altas hierbas caían sobre nosotros azotadas por el viento y en el que imaginábamos que habríamos de perecer. No sé cómo [...]

Vuelve aquí a interrumpirse el texto. Faltan, al parecer varias páginas del manuscrito, aunque no deben de ser demasiadas, pues en la continuación de éste vemos que los viajeros todavía no han superado totalmente los peligros de la tormenta. ¡Qué difícil es la geografía americana! ¡Qué tremenda! ¡Qué terrible! Me gusta imaginarme a los primeros viajeros llegados a estas tierras. Eran hombres que tenían que atravesar montañas elevadísimas y ríos   —272→   profundos y que penetraban en las selvas más enmarañadas y en los arenales más secos y agotadores. Si aún hoy, pese a los modernos medios mecánicos de transporte, resultan difíciles y, a veces, peligrosos estos viajes, ¡cómo serían entonces! La aventura humana en el Nuevo Mundo debió de iniciarse enfrentando la naturaleza. No debe sorprendernos que todavía hoy muchas de estas regiones estén prácticamente deshabitadas, pese a la desmesurada feracidad de su suelo. La naturaleza está todavía sin humanizar en muchos de estos territorios. Cuando el hombre se enfrenta a ella, la destruye, pero no la humaniza. Aún no ha aprendido a hacerlo. O no quiere hacerlo. Un reciente informe ha puesto de manifiesto la terrible destrucción de que es objeto la selva del Amazonas en el Brasil, donde la voracidad del sistema carece de límites. Las fotografías captadas por el satélite descubren enormes extensiones de tierra árida en medio del bosque. La selva que imaginábamos inagotable. Recuerdo haber volado durante horas, sin dejar de ver árboles y ríos, aquella inmensa extensión de verde que iba desde los Andes hasta el Atlántico. Era como una sábana verde cubriendo las carnes desnudas de la madre tierra. Hoy esa sábana verde está hecha jirones, y por todas partes se descubren las carnes flácidas y llenas de pústulas de la pachamama. Las grandes máquinas destructoras no se detienen. Talan, pisotean, destruyen. Acaban con todo lo bello. Tampoco se detiene el flujo de capitales que manan de esta, en apariencia, fuente inagotable de riquezas. La ambición no descansa, aunque el tango diga lo contrario. Una tercera parte de lo destruido lo han logrado las grandes empresas madereras e industriales en los últimos cuatro años. ¡Todo un récord! A este paso, en pocos años más nadie recordará que alguna vez existió en estas tierras una enorme selva que se extendía desde el Orinoco hasta el Plata, de los Llanos del Apure hasta la Pampa, y que era considerada como el más importante de los pulmones de   —273→   un planeta que se está asfixiando en una nube cada vez más grande y espesa de dióxido de carbono. Quienes juegan a la bolsa en Nueva York, sin tomar clara conciencia de que juegan con el destino de la humanidad, no deben de tener presente, en ningún caso, un hecho semejante.

-Y tocino -gritó Obrayan.

Su grito fue apagado por un trueno aún más formidable que el anterior. Estábamos hundidos en el barro casi hasta las corvas. Cada paso se había convertido para nosotros en una tortura. Sacábamos con dificultad del barro una pierna para volver a hundirla un poco más adelante, apenas un paso. El cielo seguía cargado de nubes, aunque ahora la lluvia estaba amainando. De vez en cuanto, la oscuridad era rota por un relámpago que iluminaba todo de un fogonazo, mostrándonos la inmensidad de aquellos campos anegados. Eran muy pocas las cosas que habíamos logrado salvar de la catástrofe y nos aferrábamos a ellas con todas nuestras fuerzas: un reloj de bolsillo, una brújula, nuestras armas y escopetas de caza, tres bolsas de pólvora, varios cartuchos y las piñas de plata que yo había tenido la precaución de llevar conmigo y que ahora colgaban de un bolso de cuero que llevaba al hombro. No eran muchos los bienes, pero sí suficientes, si lográbamos llegar a algún poblado o a alguna de las estancias de los españoles de la región. En ello teníamos puestas nuestras esperanzas.

Al fin, cuando ya estaba a punto de caer la noche, el cielo comenzó a despejarse. Todavía se veían a lo lejos los relámpagos, y se escuchaban, también lejanos y apagados por la distancia, los truenos que sólo unas horas antes nos hacían temblar. Pese a la hora, el día se hizo más luminoso, y pudimos contemplar por el espacio de casi   —274→   una hora el bellísimo espectáculo que ofrece la naturaleza después de la lluvia. Todo -cielo, tierra, árboles preñados de flores de los colores más variados, hojas y hierbas de todas las especies- parecía nuevo o renovado, con el verde primigenio que huele a limpio con sólo mirarlo. Era el primer día de la creación, y nosotros, abandonados en aquellas soledades, los primeros en respirar el aire limpio y contemplar la belleza de las cosas puestas ante nuestros ojos. No sé si Antonio Galdeano y Jaime Obrayan pensaban en ello y sentían las mismas emociones que yo en esos momentos, pero yo, a pesar de los peligros pasados y de las pérdidas sufridas en aquella infortunada conjunción de circunstancias desfavorables, me sentía renovado, como si, al haber perdido casi todo cuanto poseíamos, hubiéramos perdido también muchas de las preocupaciones que atenazaban nuestros corazones. Me sentía ahora más libre y me sentía tan feliz como un niño desnudo chapoteando en una charca de aguas clarísimas sombreada por sauces llorones. Esta sensación de libertad, intensificada por la contemplación de aquella naturaleza tan desnuda y tan libre como yo mismo, por aquellos aromas intensos de tierra mojada y de hierba verde, de flores y de frutas desconocidas, me devolvió la alegría y el deseo de seguir adelante. Era, no obstante, menester que descansáramos aquella noche, y, para hacerlo, debíamos encontrar un lugar apropiado, libre de alimañas y con el suelo, si no totalmente seco, al menos duro y libre de las aguas de aquella inundación. Era menester, además, que lo hiciéramos cuanto antes, lo antes posible, antes de que el sol cayera y las tinieblas de la noche nos envolvieran. Al fin, cuando el crepúsculo estaba a punto de completarse encontramos un pequeño bosquecillo de árboles de aguaí crecido en un pequeño altozano hasta el que no habían subido las aguas. Limpiamos lo mejor que pudimos el suelo de malezas con nuestras espadas, tratamos de encender fuego y, aunque con muchas dificultades, lo logramos y   —275→   tendimos nuestras hamacas para poder dormir aquella noche. Nos moríamos de hambre, pero Obrayan había logrado rescatar un pedazo de tocino y unas galletas, que devoramos, más que comimos, en pocos minutos y sin hablar. Hubiéranos gustado tomar un poco de café, aunque fuese de recuelo, o un poco de yerba del Paraguay, pero no teníamos café ni yerba y, por faltar, nos faltaba hasta la pava para hervir el agua. Cenamos, pues, con frío y en el más absoluto silencio, pensando cada uno de nosotros, para nuestro coleto, que a la mañana siguiente cobraríamos algunas piezas de caza que harían más amable y llevadera nuestra odisea.

Nos dormimos. Estuvimos todavía algún rato echados en nuestras hamacas, contemplando el cielo abierto y estrellado que se extendía sobre nuestras cabezas, sin hablar, sin decir una sola palabra, y, rendidos al fin por el cansancio, caímos, con el peso con el que cae una piedra en el abismo, en las profundidades del sueño. Yo sentí que, a partir de ese momento, estábamos totalmente a merced de los accidentes de la naturaleza. Lluvias, vientos, inundaciones, o lo que fuere, habrían de azotarnos en adelante de manera inmisericorde hasta hacernos sentir nuestra pequeñez de seres insignificantes y microscópicos, de ínfimas hormigas atareadas en asuntos sin importancia. Dos días antes yo había entretenido mis ocios en el campamento contemplando el ir y venir de estos pequeños insectos entre los matojos y las huellas dejadas en el suelo por animales mucho mayores que ellos. Somos como hormigas, insignificantes y tenaces, al mismo tiempo. Dominamos cuanto se pone a nuestro paso y, a veces, perecemos aplastados por una fuerza ciega y superior que sale de la nada y que a la nada vuelve sin darnos tiempo a reaccionar, sin que lleguemos a entender su desmesura. Nos dormimos. Me dormí. La noche era clara y tibia. Había dejado de soplar el viento frío del sur, y se respiraba una gran paz en el ambiente.   —276→   No sé si soñé. Sólo sé que amanecí con fuerzas y ánimos renovados y que me levanté con el alba cuando los pájaros iniciaron un concierto tranquilo y armonioso que parecía presagiarnos un buen día de viaje. ¿Pero cómo viajaríamos? Carecíamos de todo lo elemental para hacer un viaje cómodo y seguro. Habíamos perdido nuestras caballerías y la mayor parte de los bienes que poseíamos y nos faltaban aún muchas leguas de camino por delante. Tenía yo la esperanza de que sabríamos orientarnos hacia alguna de las estancias que hay en estos territorios y que en ella repondríamos parte de lo perdido, pero, desde la ciudad de las Corrientes, sólo habíamos tropezado con una de ellas y no nos quedamos por creer en ese momento que no seríamos bien recibidos. ¿Por qué habríamos de serlo ahora? En estas soledades, todos los forasteros son sospechosos, y nosotros, con nuestras casacas sucias, las camisas rotas y los calzones desgarrados, no presentábamos, precisamente, la imagen que presentan los hombres respetables y dignos de toda confianza. Más parecíamos asaltantes de caminos, bandoleros y abigeos, que otra cosa, y cualquiera que nos hubiese encontrado, con las escopetas al hombro, las pistolas y las espadas al cinto y la barba crecida de varios días, nos habría tomado por hombres peligrosos para su vida y su hacienda.

Era impresionante el estado al que habíamos quedado reducidos. Cuando nos levantamos ese día, yo pedí a Jaime y a Antonio que dedicáramos la mañana a nuestro aseo personal y a la caza de alguna buena pieza para el almuerzo. Nos organizamos de este modo: Antonio cazaría y Jaime y yo nos dedicaríamos a limpiar y organizar las cosas que nos quedaban. Era necesario que levantáramos la contabilidad de nuestras pérdidas y anotáramos lo que aún nos quedaba. Descubrimos así que estábamos prácticamente con lo puesto. Hicimos, como pudimos, un fardo con algunos lienzos salvados por Obrayan y nos dispusimos a lavar nuestras camisas y casacas. Por fortuna para nosotros, no hacía   —277→   frío aquella mañana, y más bien el sol calentaba de tal modo que apetecía estar desnudo entre la hierba. Colgamos en las ramas de los aguaíes la colada y comenzamos a preparar la hoguera en la que habríamos de asar las piezas de caza cobradas por Antonio. Cuando estábamos en esta operación, vimos que Galdeano aparecía en lontananza. Venía corriendo y gritando, y, por los ademanes que hacía desde lejos, creímos por un momento que volverían a repetirse todas las desgracias del día anterior. Finalmente entendimos que aquellos gritos, más que de aviso de la desgracia, eran de alegría. Cuando al fin estuvo lo suficientemente cerca, nos dimos cuenta de que traía al hombro un enorme bulto cuya identidad descubrimos unos minutos más tarde.

-Lo tengo -nos dijo-. Encontré una de las mulas.

-¿Y...? -pregunté.

-Estaba muerta -me respondió-. Se la están comiendo los buitres. Aquí traigo su carga.

Dejó a nuestros pies el enorme bulto y las cuatro perdices que había cobrado aquella mañana. Nos miramos los tres. ¿Qué haríamos con aquel bulto? ¿Cómo lo cargaríamos?

-La mercadería está en buen estado -nos dijo-. La he revisado. Aún nos sirve. La tela está sucia, pero no está rota. ¿Se han bañado vuesas mercedes?

-Nos hemos lavado un poco y hemos lavado nuestras camisas. ¿Por qué no hace lo mismo vuesa merced?

-No es mala idea.

Obrayan se inclinó sobre el bulto, lo desató y se puso a inspeccionar una a una las piezas de tela que contenía. De vez en cuando movía la cabeza de un lado a otro, como si lamentara lo que veía.   —278→   También de vez en cuando silbaba de alegría, satisfecho. No hablaba. Sólo estaba atento a la inspección de aquellos bienes recuperados por Antonio Galdeano. Había una poza honda de aguas claras y poco profundas en la que nos habíamos lavado Obrayan y yo y en la que estaba bañándose totalmente desnudo Antonio Galdeano. Se hundía, braceaba un poco y volvía a sacar la cabeza a la superficie.

-Está estupenda -nos gritó-. Vengan vuesas mercedes y aprovechen la ocasión.

-Esta tela huele a cadáver -comentó Obrayan, poniendo un gesto de asco.

Nos miramos. No era una mala idea. Fuimos corriendo, mientras nos desprendíamos de los calzones, y yo estuve a punto de enredarme los pies en varias ocasiones y dar con mi cuerpo en el suelo. Parecíamos tres niños felices y de vacaciones. Cantamos una canción irlandesa en una lengua que Antonio y yo no entendíamos y a la que acompañábamos con ruidos y palabras sin sentido. Hablaba, según nos contó Jaime, de un pescador que vuelve a su casa tras pasar varios meses en el mar y encuentra a su mujer en brazos del cura. Chapoteamos. Nos salpicamos de agua, y entre Antonio y Jaime casi me ahogaron en el juego. El agua era tibia y dulce y estaba limpia. Después, más calmados, mientras seguíamos cantando, lavamos como pudimos nuestros calzones. Al fin, salimos, colgamos la ropa en los mismos árboles, nos miramos y rompimos a reír sin parar. Si alguien nos hubiese visto en ese momento, nos habría tomado por locos. La hoguera estaba encendida, y cada uno de nosotros se dedicó a desplumar perdices y a asarlas con el auxilio de nuestros cuchillos. Comimos y, desnudos como estábamos, volvimos a echarnos en nuestras hamacas.

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Me desperté con el frío de la noche. El buen tiempo que siguió a la tormenta no había durado demasiado. Me levanté y fui a ver, a la luz de las estrellas, si mi ropa se había secado. Estaba seca, pero fría. Me acerqué a la hoguera y me vestí. La tormenta había hecho que, casi sin darnos cuenta, cambiáramos nuestras costumbres y olvidáramos la disciplina. Nadie hacía la guardia aquella noche y nadie había hecho la guardia el día anterior. Dominados por la fatiga y quizás el miedo, nos habíamos olvidado de las más elementales precauciones. Desperté a los dos y les pedí que se vistieran. Antonio tiritaba. Les dije que yo haría la guardia aquella noche y les ordené que se durmieran. Después de tantas y tan variadas emociones y tras una siesta tan prolongada, no tenía sueño. Quería quedarme contemplando la noche y disfrutando del silencio. Quería hundirme en mis pensamientos, dar rienda suelta a mi imaginación y engolfarme en quimeras y fantasías. Quería quedarme conmigo mismo, como tantas veces me había quedado, escuchando la voz susurrante de mi conciencia, recuperando imágenes que no quería perder, olores, sabores, palabras y atmósferas que guardaba y guardo en mi memoria. Quería estar con mis padres, con mi hermana y mis amigos, quería pasar la noche con alguna de mis amantes de antaño, de las que tuve en Alcalá, en Zaragoza y en Lima, acariciando sus cabellos en el recuerdo. Y así me quedé quieto en medio de la noche, dejando que pasaran por mi memoria las imágenes de las personas a las que había amado. Estaba totalmente solo en aquellas soledades, mientras mis compañeros dormían. Poco antes de las cinco de la mañana comenzó de nuevo a soplar el viento. A las cinco y media se despertó Obrayan. A las seis estábamos los tres de pie, dispuestos a reemprender nuestra marcha.

El suelo estaba de nuevo seco y endurecido. Era una mañana fresca y no había una sola nube en el horizonte. El sol se levantaba implacable sobre aquellos llanos, y las avecillas se movían de un lado   —280→   para otro, revoloteaban y piaban entre las ramas de los árboles. A lo lejos vimos una manada de caballos sueltos. Jaime y Antonio cargaban el bulto de ropa, y yo iba delante de ellos marcándoles el camino y abriendo trocha con la espada, a falta de machete. A media mañana nos dispusimos a descansar. Ya hacía calor, y el brillo del sol era muy intenso. Toda la inmensa llanura estaba coloreada por las flores de los lapachos: rojas, blancas, amarillas y azules. El espectáculo de los tayís, como los llaman en Asunción, era impresionante. Bajo uno de ellos, alto y coposo, que arrojaba sus flores rojas al suelo, un tayí pytá, acampamos. Esta vez fuimos Obrayan y yo quienes salimos a batir el campo para encontrar la caza. Y a fe mía que anduvimos con suerte, pues, apenas habíamos dado unos doscientos pasos, cuando apareció ante nosotros uno de aquellos pequeños jabalíes que tantos problemas nos habían creado dos días antes, y yo mismo, de un certero disparo, lo derribé. De regreso, tropezamos con un rebaño de vacas cimarronas que rumiaban tranquilamente sin levantar sus cabezas, sin preocuparse en absoluto por nuestra presencia. Caminamos entre ellas con nuestra carga al hombro, con el pecarí colgado de un palo que ambos cargábamos.

Si las pérdidas habían sido grandes, no habían sido, empero, totales y, para nuestra fortuna, la desgracia nos había ocurrido en un lugar en el que abundaba toda clase de comida, desde pescados tan grandes y sabrosos como los surubíes y los dorados hasta jabalíes y perdices, descontando aquellas vacas cimarronas de cuya carne hubímonos de alimentar en ocasiones. Tan sólo echábamos realmente de menos nuestras caballerías, pero nunca pudimos o supimos cazar aquellos caballos sueltos que con tanta libertad correteaban delante de nosotros hasta perderse en el horizonte tras una espesa nube de polvo y que tanto habrían aligerado nuestras fatigas. Seguíamos llevando con nosotros pólvora, yesca y pedernal, nuestras   —281→   ropas aunque ajadas, nuestras armas, las telas que habíamos recuperado y las piñas de plata que podrían sacarnos de apuros y de las que no me desprendía por nada del mundo. Confiábamos en que algún día saldríamos de aquel laberinto en el que parecíamos perdidos pese a contar con una brújula y el buen sentido de orientación que poseía Galdeano. Pasaban los días y las noches. Aquellas extensas llanuras hacíansenos interminables, y cada vez era más espesa la selva, más denso el matorral y más y más anegados los terrenos pantanosos por los que viajábamos hacia ninguna parte. Pasaban los días, y julio, con sus vientos del sur y sus noches frescas y amaneceres soleados, estaba a punto de terminar. Comenzábamos a desesperarnos. Obrayan, que tenía un temperamento impaciente y una imaginación desbordante, comenzó a decir que ya no saldríamos de aquel trance y que debíamos disponernos a sobrevivir en aquellas soledades como había sobrevivido Robinsón en la isla que había imaginado para él el señor Defoe. Lo mejor sería, según el irlandés, que buscáramos un lugar algo alto allí donde todo era llano y que en él construyéramos nuestras cabañas de madera y esperáramos a que algún día pasaran por allí indios o españoles, que para el caso no importaba, que nos pudieran informar sobre el modo de escapar de aquella trampa de la naturaleza. Prevaleció, no embargante, mi opinión de continuar el camino, y así lo hicimos. Yo pensaba que yendo siempre hacia el este, en algún momento habríamos de tropezarnos con algún cristiano y que éste habría de socorrernos al vernos en la necesidad en que nos hallábamos.

El 25 de julio en la mañana creímos ver, a lo lejos, un grupo de hombres perdidos casi en el horizonte. Pudimos aproximarnos hasta casi alcanzarlos, pero los volvimos a perder cuando se metieron en un bosquecillo que daba a un pantano. Como nosotros, caminaban hacia el este y, por su aspecto, la falta de vestidos y el hecho de que   —282→   viajaran a pie, dedujimos que se trataba de un grupo de mocobíes o algunos otros indios que, procedentes del Chaco, solían a veces atravesar los grandes ríos para internarse en los grandes campos de caza del oriente. Se trataba de indios que desconfiaban, con frecuencia (y casi siempre con alguna razón), de los españoles y que tenían motivos más que sobrados para desconfiar de los viajeros que se aventuraban por aquellos territorios. Así que no nos lamentamos demasiado de no haberlos podido alcanzar. Antes bien, llegamos a pensar que era preferible que nos mantuviéramos, en lo posible, alejados y ocultos. De habernos encontrado frente a frente con ellos, es más que probable que nos hubiésemos tenido que defender y, con toda seguridad, el apóstol Santiago, pese a ser nuestro patrón y celebrar su día, no nos habría asistido en aquella ocasión, pues, por motivos totalmente desconocidos para los más destacados filósofos, los milagros que con tanta frecuencia habíanse repetido en los siglos más oscuros y preñados de supersticiones no volvían a producirse jamás en este siglo en el que imperaban la razón, los pañizuelos de seda, el soconusco y las cajitas doradas de rapé incrustadas de rubíes o de brillantes, hecho que a ninguna destacada inteligencia parecía preocupar en las academias europeas, pero que era de la mayor importancia para nosotros debido a las difíciles circunstancias por las que estábamos atravesando en ese momento. De haber contado entonces con el auxilio del apóstol de España y sus celestiales legiones, poco o nada nos habría importado enfrentar a toda la tribu de los mocobíes o de los abipones, aun cuando estuviesen todos estos indios armados hasta los dientes y más sedientos de sangre que un agiotista.

El 28 de julio volvió a llover, pero con una lluvia suave y amable, parecida a la garúa que suele apenas humedecer las calles de Lima. Habíamonos fabricado una a manera de tienda de campaña con   —283→   algunas piezas de la tela que habíamos logrado salvar. Consistía ésta en varios lienzos atados entre sí que colgábamos de los árboles bajo los cuales nos protegíamos durante la noche. No era la mejor defensa contra las inclemencias del tiempo, pero era suficiente para que nos sintiéramos seguros y protegidos. Aquel día no nos movimos del campamento y lo pasamos junto al fuego, echando de menos una buena botella de aguardiente y unos cigarros que habrían hecho mucho más llevadera nuestra jornada. A Obrayan le dio por contarnos historias fantásticas de su tierra, historias de duendes y de hadas, muy semejantes a las que me contaban de niño en Samaniego, y a Galdeano por levantarse y cantar unas coplillas muy alegres de las que canturrean los negros en Lima las noches de los sábados. Pese a la lluvia, menuda pero insistente, la hoguera permaneció encendida durante todo el día. Era terrible la nube de humo que se levantaba, y, para evitar que la fogata se apagara, arrimábamos a las ascuas ramas mojadas que, a medida que se secaban con el calor de la hoguera, se convertían en una excelente materia combustible. Y, así, se renovaba el fuego, que en ello poníamos todo nuestro cuidado, por la cuenta que nos traía el hacerlo.

Al llegar la noche, Obrayan quedó encargado de la guardia, mientras Galdeano y yo tensamos nuestras hamacas para dormir y nos dispusimos al descanso. Entre las sombras volaban los vampiros. Había ya dejado de llover, y el cielo estaba despejado, sin una nube. El aire era sereno y limpio. No se movía una hoja. Se veían las estrellas. No hacía frío. Era una noche, si no perfecta, agradable. A lo lejos escuchábanse los ruidos de algunos animales y el vuelo zumbón de los insectos nocturnos. Volaban las luciérnagas, creando con sus candelas imágenes fantásticas y misteriosas. A los pocos minutos de haberse echado en su hamaca, Antonio Galdeano dormía como un bendito y roncaba sin compasión para los oídos de   —284→   sus prójimos. Obrayan estaba sentado sobre un tronco arrimado a la hoguera, desbastando con su cuchillo de monte un trozo de madera del que pretendía sacar alguna figurilla que al día siguiente no sería reconocida por ninguno de nosotros. Era muy malo haciendo esos trabajos, pero cantaba bien y sabía contar historias. Estaba silencioso. Quizá pensaba en su tierra, en sus pagos, en su familia, en sus padres y en sus hermanos, en los amores que tal vez había dejado en la isla verde cuyos paisajes evocaba con sus canciones. También yo pensaba en mi infancia y en mis seres queridos, en el pueblo irlandés en el que estaría viviendo la niña rubia de Vitoria, en lo que estarían haciendo en ese mismo momento mis ancianos padres, en mi hermana Leona, en Miguel, en todos. Pasaba mi vida ante mis ojos a la velocidad del vértigo y, de vez en cuando, me detenía con deleite en alguna de sus partes. Más que recuerdos eran fantasías, jirones de sueños entrelazados. Los recuerdos puros no existen. Creo que no. La memoria los confunde. Nos confunde. Mezcla las cosas. No recordamos, reconstruimos, y, al hacerlo, ponemos siempre las cosas fuera de su sitio, en lugares que no existían en un principio (o que jamás existieron) y hacemos que los personajes que imaginamos sean, se muevan y actúen como nunca fueron, se movieron ni actuaron, que digan cosas que jamás dijeron y que piensen cosas que jamás pensaron. Nadie es lo que es, sino lo que es en el recuerdo de los otros o en sus propios recuerdos. Nada es tan engañoso como la realidad. La realidad está siempre confundida con los sueños. Somos tan sólo lo que pensamos que somos. Fuera de nuestro pensamiento, nuestra existencia es siempre dudosa.

Calculo que debí de dormirme hacia las nueve, aunque no puedo asegurarlo. Soñé con Lima. Fue un sueño extraño, un sueño en el que todas las imágenes se amontonaban y confundían. Estábamos   —285→   el coronel Eguidazu, doña Encarna y yo paseando por el puente que une la parte posterior del palacio de los virreyes con el barrio que se levanta al otro lado del río. Íbamos de arriba abajo y de acera en acera, como se suelen hacer estos paseos, saludando a quienes habían salido, como nosotros, a tomar el fresco. Era una noche de verano agradable y limpia. El coronel Eguidazu me iba contando con todo lujo de detalles y con grandes aspavientos una de sus desmesuradas aventuras en las selvas del Marañón y trataba de convencerme de que era cierta, pues, al parecer, yo ponía en duda que lo fuera. Cada dos por tres pasaba algún caballero o alguna dama que nos conocía y nos veíamos obligados a devolver el saludo, con lo que la narración del coronel volvía a interrumpirse. Parecía una de esas historias de nunca acabar, como las que hay en algunos cuentos para niños. Doña Encarna, que caminaba unos pasos detrás de nosotros, se reía a carcajadas, y yo trataba de atender tanto a lo que mi amigo me contaba cuanto al motivo de la risa de doña Encarna, pero me resultaba imposible, porque cada vez que trataba de voltear la cabeza hacia ella, el coronel Eguidazu exigía mi atención, me ponía la mano en la cabeza y me la devolvía con fuerza a su posición original. Me hacía daño. Era una situación incomodísima que me ponía nervioso. Excitadísimo. Una tortura. Un tormento infernal. El coronel estaba furioso, y yo no sabía si le enfurecía que yo tratara de atender a la risa de su mujer o si era la propia risa de doña Encarna la que lo sacaba de sus cabales. Jamás me había sentido tan mal, tan incómodo. Por alguna razón pensaba que todos me veían y estaban pendientes de mí, y me preocupaba el motivo de risa de doña Encarna. De pronto, no sé cómo, quien me estaba hablando ya no era el coronel Eguidazu, sino mi padre, que me daba consejos sobre cómo comportarme con las damas para lograr que se rindieran a mis encantos, como cualquier don Juan de comedia, y me invitaba a que voltease y viera a la mujer del coronel   —286→   coqueteando con el señor virrey. Y, en efecto, ahí estaban ambos, el señor conde y doña Encarnación, besándose y tocándose, mientras caminaban por el puente y los paseantes los saludaban con grandes reverencias y a mí me entraban unos deseos tremendos de agarrar al virrey por el cuello y retorcérselo allí mismo. «No lo hagas», me decía entonces mi hermana Leona, y mi cuñado, que se ponía también a mi lado y me pasaba el brazo sobre el hombro, me aconsejaba que, de una vez por todas, montara un negocio de venta de vino en la calle de Pilitricas, «que yo sé que en esta ciudad todos son fervientes adoradores de Baco y no han de faltarte los clientes ni fallarte la fortuna». «No es así, fray Alejandro», respondía Miguel Blasco, «que, si atendemos a lo que escribe el Estagirita, mejor nos entregamos a los placeres de este mundo, que los gozos del de más allá no hay quien los tenga comprobados». «No se trata de los placeres mundanos ni de gozos celestiales», le respondía Simón, que, sin saber cómo, aparecía en el corredor yeré de mi casa asuncena, cabalgando desnudo sobre el cuerpo de Augusta Eguíluz, la mujer del boticario de Logroño que tenía su tienda al lado del colegio de los jesuitas cuando yo era niño. «De lo que se trata es de saber si el ser es cuando es y no es cuando no es o si, por el contrario, es cuando no es y no es cuando es». Aquí era de nuevo el coronel Eguidazu quien se enredaba en semejantes galimatías mientras golpeaba con su puño cerrado una mesa grande que resultaba ser la cabeza de un indio gigantesco que se ponía de pie y lanzaba un grito terrorífico mientras movía las manos como aspas y todos tratábamos de escapar de su furia. Éramos cientos, miles de hombres y de mujeres los que corríamos por las calles de una extraña población que unas veces era Asunción y otras Lima y las más de las veces Logroño y Zaragoza, pero en la que había grandes espacios arbolados y enormes ríos que cruzaban por todas partes. Y este coloso se ponía de pie y escapábamos entre sus piernas sin   —287→   mirar hacia arriba: era una fuerza ciega y desmesurada, la fuerza de un monstruo que ahora caminaba con absoluta indiferencia, como si nosotros no existiéramos, como si sólo fuera él y él ocupara el espacio todo, porque crecía y crecía y no parecía tener límites su crecimiento. La visión era terrorífica, y, mientras seguía creciendo aquel monstruo, yo escuchaba gritos y voces, maldiciones y blasfemias, oía mi nombre en un alarido largo y desgarrador, interminable, y, después, escuchaba el silencio y todo desaparecía de mi vista: las ciudades y los bosques, los ríos y las personas, el coronel Eguidazu y su mujer, Leona y mi cuñado, mi padre, mis amigos, y sólo quedaba el rostro de mi madre que me decía «así es la vida, hijo mío. El mundo se acaba, se acaba todo y llega ya el día del juicio. Confiésate. Comulga. Prepárate para el largo viaje al valle de Josafat, el viaje interminable». Y entonces también mi madre desaparecía, y desaparecían sus labios y sus ojos, su nariz y su ternura, y todo era oscuridad y silencio y desaparecía yo, porque yo había ya dejado de ser, de existir, y no tenía conciencia de mí mismo, y el tiempo y el espacio, todo lo que es, todo lo que es, todo lo que es, todo lo que, todo lo, todo... Todo se borraba, todo lo que es. Desaparecía. Todo lo que. Todo lo. Todo. Ya no había palabras. Ya no había. Ya no. Ya no. Había. Ya. No. Palabras. Ya no había palabras. Ya no había. Y, en medio de la oscuridad, volvía a escuchar ruidos, sonidos sin forma, susurros, palabras. Palabras que eran susurros que eran palabras. Palabras sencillas, susurros tiernos y evocadores. Y ahora podían ver mis oídos lo que no escuchaban mis ojos, e imaginaba la figura de cada palabra trazada en el aire como un signo, un trazo único que significaba todo porque en él estaba todo comprendido y era un signo sin límites, infinito. Y las palabras me golpeaban los flancos y las sienes, y tenía fiebre en los bolsillos de la casaca, fiebre escondida entre los pliegues del chaleco, orgullo en las canas que blanqueaban mi barba de tantos   —288→   días, miedo en los sobacos, frío en todo el mundo de la cintura para abajo. Estaba solo. O no estaba. O estaba sin estar. Era sin ser. No sé. ¿Qué fue, entonces, el hiato que traspasó mi pecho, si no tenía pecho, si no era? ¿Qué fue el olor de la canícula maledicente, el ombligo de la toalla? ¿Qué, aquellas voces gordas y saladas, patas de moscas que rebotaban como pelotas en un frontón? ¿Qué, la figura de aquel coloso que, de nuevo, emergía de las tinieblas y cobraba límites y figura, realidad y sentido y me llenaba de horror? ¿Qué, en fin, el frío y la aritmética? Todo estaba, de nuevo, a mi alrededor y otra vez doña Encarnación me tomaba del brazo y me decía «querido amigo, vuesa merced es y será siempre mi amigo más dilecto y entrañable, mi querido y secreto amante», y ponía su mano en mi pecho y la dejaba deslizar hacia el esternón, mientras su esposo, mi amigo el coronel, me ponía sus manos en la cabeza como si me ungiera, o me bendijera, y repetía unas palabras rituales que yo no entendía y que sonaban extrañas y demoniacas: «Gurucerco amate canco». Y no eran ya los ojos del coronel, sino los de mi hermana Leona, los que estaban fijos en mí. Eran aquellos ojos grandes y negros que cada vez se hacían más grandes y más negros, y yo veía cómo penetraba en ellos y me confundía con ellos y desde ellos me veía tendido en una cama, echado a todo lo largo, inmóvil, mientras una multitud de personas de toda condición se arremolinaba en torno al lecho en el que reposaba y gritaba al unísono la frase ritual que el coronel Eguidazu habíase atrevido a pronunciar por vez primera: «Gurucerco amate canco». Y una voz aguda y dulce al mismo tiempo se elevaba sobre todas las demás y modulaba cada una de las sílabas de aquella extraña oración, y todos los demás la repetían como estribillo.

De lo que más me acuerdo es del rojo. Todavía no sé si lo vi o lo soñé. Era un color intenso, fuerte, total, un color que ponía límites a las superficies y los volúmenes, los absorbía y los anulaba: color   —289→   absoluto, fuera del que nada podía existir. Debí de pasar muchísimas horas mirándolo sin verlo. Muchísimas. Cuando lo vi finalmente imaginé que el mundo era rojo, que nada existía fuera de ese color. Ardía. Todo ardía a su alrededor. A mi alrededor. En el mundo. El mundo era rojo. Yo también era rojo. Era fuego. Yo ardía. Ardía mi cuerpo. Ardía mi alma. Estaba ardiendo, condenado a los infiernos en los que se pagan los pecados todos, en los que todo tiene su principio y su fin. No había otra realidad fuera de aquel color. Ni el coronel. Ni doña Encarna. Ni mi hermana. Ni mi cuñado. Ni Miguel Blasco. Ni Simón Martí. Ni Bonifacio. Ni Javier Arrillaga. Ni fray Alejandro Calleja. Ni Antonio Galdeano. Ni Jaime Obrayan. Ni Augusta Eguíluz. Ni la niña rubia de Vitoria. Ni el padre Valverde. Ni Eloísa. Ni Robles. Ni nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Sólo el rojo, el color de todas las cosas, el color. Sólo el rojo. Solorrojo. No había otra cosa en mi piel, en mis ojos, en mis papilas gustativas, en mis sobacos, en mi esternón. Respiraba rojo. Veía rojo. Oía rojo. Saboreaba rojo. Rojo. Solorrojo. Y el rojo estaba allí acariciándome las piernas, encendiendo de nuevo mi fantasía, y con el rojo, el solorrojo, había palabras, llegaban algunas palabras hasta mis oídos y eran palabras sordas y duras, mil veces oídas, millones de veces oídas, recordadas, memorizadas, inconfundibles, precisas: «Gurucerco amate canco», «pobre», «trabajo», «fatiga», «noche», «señor». También «pan», «amigo», «cierto», «miedo», «golpe». Y cada una de aquellas terribles palabras abría un boquete en el rojo, un círculo inmenso por el que se chorreaba el carmesí hacia los abismos de la nada. Y aparecían zonas moradas y azules, amarillas y verdes, blancas y rosadas, y venía la confusión de los colores y yo me angustiaba mucho, porque todos aquellos colores me ahogaban y me impedían respirar. Se chorreaban los colores por todas partes y se confundían entre sí porque no había formas que pusieran límites a su avance y les dieran sentido y realidad.

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Me acuerdo del rojo. Del solorrojo. Y me aterroriza aún la confusión, el caos cromático que sale de la nada y a la nada vuelve, esa nada a la que irremediablemente estamos condenados. Todos. Solorrojo. «Gurucerco amate canco».

Ignoro el tiempo que pudo haber durado aquella pesadilla. Obrayan y Antonio Galdeano no estaban conmigo. Yo no sabía dónde estaban, ni lo podía imaginar. Tampoco sabía lo que me había ocurrido. No sabía nada. Estaba en una pieza amplia de paredes blancas y de techo alto cruzado por rústicas vigas de troncos sin desbastar. Había una ventana que daba a alguna parte, pero que estaba cerrada. Era una ventana grande con dos hojas de madera tras la que se adivinaban visillos blancos y vidrios opacos. La pieza estaba oscura, y tenía mucha sed. Sed. La sed me ahogaba, porque me seguía sintiendo cercado por todos los colores. Y el silencio. Había una mujeruca vestida de negro sentada en una silla de anea. Una silla enana, de las que usan las mujeres viejas cuando entretienen sus ocios en el tejido. La mujeruca dormitaba, y su cabeza caía sobre su pecho en un profundo ronquido que, de vez en cuando, quebraba el silencio reinante en la habitación. Tenía puesta una saya oscura y sucia y un manto negro en la cabeza que le cubría los hombros. En la penumbra, no se le veía la cara. Podía adivinar las formas de las cosas entre las tinieblas que me rodeaban. Recordaba. Una ventana. Una silla. La cama. Las sábanas. La almohada. La puerta. El echarpe de la vieja. La anciana dormida. Dormir. Recordaba. Tenía conmigo las palabras. Existía. Volvía a ser. Volvía a existir. Vivía. ¿Pero dónde? ¿Qué había más allá de aquella ventana? ¿Quién era aquella mujeruca que dormitaba junto al lecho en el que yacía, sentada en una sillita de anea? ¿Qué sueños ocupaban su mente? ¿Me soñaba a mí o yo la soñaba? Volvían los colores a rodearme y, temblando de terror y de fiebre, cerraba mis   —291→   ojos. ¿Quién era yo entre todos aquellos seres imaginados en el sueño? ¿Era soñado o soñador? ¿Creador o creatura? ¿Dios u hombre? Si no lo sabía, si la duda me embargaba, no podía ser sino... ¡Qué importa! «Gurucerco amate cinco». El coronel Eguidazu tenía puesta su mano sobre mi frente y doña Encarnación salmodiaba: «Ocnac etama ocrecurug».

Debí de pasar muchos días en aquel estado. Estado de ignorancia, de inconsciencia, estado de quien está sin ser, perdido en nebulosidades, colores sin forma y sonidos sin armonía. Nadie supo decirme cuántas horas pasaron, cuántos días, cuántas semanas. Después he ido sacando mi cuenta. Poco a poco, a medida que cobraba fuerzas. Fueron dos semanas de inconsciencia y sueño, dos semanas de agonía, dos semanas de lucha. No sé si fue mi voluntad o si fue mi cuerpo. Uno de ellos venció, pero no sé cuál. En todo caso, yo no sabía que me estuviese muriendo. En aquella casa tuve tiempo suficiente para reconstruir los hechos, aunque jamás supe con seguridad cómo sucedieron las cosas. Al fin y al cabo, estaba dormido cuando éstas ocurrieron y vine a despertarme dos semanas más tarde en cama ajena, en casa de otros y en medio de una tierra absolutamente desconocida para mí. Ya no estaban conmigo mis amigos y compañeros de viaje, a quienes echaba de menos. No estaba Jaime. No estaba Antonio. Ni poseía otras cosas que la ropa que descansaba sobre un arcón al pie de aquel camastrón en el que reposaba y la cadena y la medalla que me regalaran el coronel y su esposa y que siempre he conservado. También tenía una brújula. La brújula. Mi brújula. Estaba sobre una mesilla de noche al lado de mi cama, en la que también reposaban un vaso de agua, un libro de rezos y el rosario de la mujeruca que acompañaba mis soledades. Su aguja apuntaba siempre a mi cabeza, porque mi cabeza estaba al norte de la almohada, bajo las nieves de la sábana con la   —292→   que me cubría. Era aquél un paisaje nevado y blanco, frío y blanco, desierto y blanco. Era un paisaje inhumano. Infernal. Helado. Un paisaje helado en el trópico cuando los calores de la primavera eran anunciados por los rosados del tayí pytá, el blanco del tayí morotí, el amarillo del tayí saivú y el morado del jacarandá. Pero aquellos colores no entraban a mi pieza vacía de paredes blancas, de soledades sin color. Sólo la mujeruca con su saya oscura y su mantón negro sobre la cabeza que dejaba deslizar sus dedos sarmentosos sobre las bayas secas que componían aquel rosario que, de vez en cuando, descansaba sobre mi mesilla, en un oscuro rincón más allá del círculo de luz que proyectaba la palmatoria. El rosario. El camino. El viaje. La vida. El contar. Contar los pasos uno por uno. La suma de todos los pasos. Los segundos de la vida. Uno detrás de otro. ¿Qué hacemos los hombres, si no es contar nuestros pasos en esta vida? Aunque perdamos la conciencia del número, tenemos un músculo casi perfecto que lo hace por nosotros. Como un reloj. Va contando nuestros pulsos, nuestros momentos más breves, el tiempo que transcurre de manera irremediable hacia la muerte. Mi muerte. Nuestra muerte. El corazón. Sentimos y contamos. Sumamos. Restamos. Dividimos. Multiplicamos. Contamos. Aritmética. Pura y simple aritmética. Limpia aritmética. La fascinación del uno. A ella quedamos reducidos. ¿Qué otra cosa somos, qué otra cosa podemos ser, sino números, guarismos, suma de huesos, resta de años y división de momentos felices jamás olvidados y de desgracias multiplicadas? La vieja reza en silencio. Abandona el rosario en su regazo. Se abandona al sueño. El manto vela su rostro cruzado por las arrugas también contadas. Una mosca negra y grande revolotea ruidosa sobre su cabeza. Está musitando alguna plegaria (la vieja, no la mosca). Lo sé. Mueve los labios de una manera casi imperceptible. Dormito y, de vez en cuando, abro mis ojos. Esta mañana me ha traído un caldo espeso de   —293→   gallina con mote de trigo y un pedazo de chipa guazú. Tomo la primera cucharada de sopa con dificultad. Me arde el estómago. Me revuelvo entre las sábanas. Me duermo al fin. Hay una mujer que me extiende una mano pequeña y alargada, una mano muy fina con la palma abierta hacia arriba. Me sonríe. Es joven, de pelo negro y largo y con ojos también oscuros y rasgados. Tiene los labios carnosos y las mejillas encendidas. Es una mujer morena y bella con unas cejas muy finas que parecen pintadas sobre la seda de su piel color de caramelo. Dice algo que no puedo oír y a sus ojos asoma, indiscreto, el rayo brillante de un cristal que se va deslizando poco a poco por su rostro hasta humedecerle la mella. Junto a ella veo a un hombre mayor que la abraza en silencio. Ambos me miran. La anciana ha desaparecido. El hombre ha puesto una de sus manos sobre mi frente y ha sonreído. Me despierto. Estoy de nuevo completamente solo y, más allá de la ventana, escucho el monótono golpeteo de las primeras gotas de lluvia sobre las hojas de los árboles. La vida continúa.

Fueron dos cortas y larguísimas semanas. Larguísimas sin Manuela y acortadas por el sueño y la inconsciencia. Dos semanas en las que no me hallaba conmigo mismo. Tomé conciencia del dolor sólo cuando tomé conciencia de mi vida, conciencia de mi existencia (como ocurre siempre). La vieja pasaba horas y horas sentada en su sillita de anea y rezando el rosario, atenta a cuanto pudiera ocurrirme, a los cambios que pudiera observar en mí, y el dolor me recorría el cuerpo de arriba abajo, de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza, se fijaba en un punto al azar, en cualquier punto de mi escasa anatomía, se extendía a las partes cercanas, se dilataba como se dilatan los cuerpos con el calor y volvía a contraerse y a fijarse ahora en un punto completamente diferente, como si hiciera un recorrido de reconocimiento, un paseo, una carrera a través de   —294→   los músculos de mis brazos y de mis piernas, a través de mis venas y de mis huesos, de mis vísceras, de mi sangre, de mis humores, de mi saliva, de mis pelos y de mis uñas, buscando dónde quedarse, permanecer, hacer su casa. Comenzaba en la cabeza, en la frente vendada de la que había manado sangre sin que yo lo supiera, y pasaba hacia la parte posterior del cráneo, bajaba por el cuello, se extendía sobre los hombros con agujas que se me clavaban en las paletillas y, abriéndose camino entre pecho y espalda, llegaba al fin al estómago, obligándome a retorcerme, a contraerme, a convertirme en una bola, en un amasijo informe con la cabeza metida entre las rodillas y mordiéndome los labios para evitar el grito. Y ahí, de pronto, se quedaba. Aumentaba y disminuía, según los casos. Volvía a desaparecer como había llegado, y yo me dormía.

Así pasaron otras dos semanas, llegó octubre, llegaron las lluvias y llegaron los calores y los mosquitos. Llegó el interminable verano de estas latitudes, ese verano que corre entre octubre y mayo y que cada año penetra en pleno invierno en nuestras vidas, al menor descuido, para recordarnos que se encuentra al acecho, esperando atraparnos entre sus garras. El sol salía cada mañana tan brillante e intenso como el día anterior, pero, a veces, la atmósfera se llenaba de humedad y descargaba con furia la lluvia sobre la tierra, barriéndolo todo, modificando el curso de los arroyos, convirtiendo en lagos y barrizales lo que tan sólo unos minutos antes habían sido pastos y tierras de cultivo. En aquellas dos semanas fui, a pesar del dolor que me abatía, un hombre muy dichoso. Hacia mediados de septiembre mantenía conversaciones, si bien breves, sabrosas e inteligentes con mis anfitriones y desde los primeros días de octubre comencé a levantarme. Primero, me quedaba sentado en la cama durante horas, con los pies en el suelo. Después, me ponía de pie y trataba de caminar hasta la puerta que se abría al corredor   —295→   yeré de la casa, desde donde observaba curioso e interesado los árboles cargados de flores y de frutas y los pajarillos que se entretenían entre sus ramas. Miraba el techo cruzado de vigas formadas por troncos sin desbastar. Era una pieza grande, rústica y limpia. Había en su atmósfera un aroma floral que embargaba mis sentidos. En una esquina de la habitación había una jofaina con su palangana, donde cada mañana cumplía con mis abluciones; en otra, una mesa de madera, larga y desnuda, con una silla grande de lo mismo. No había detalles de lujo. Ni de molicie. No había cojines. Ni cristales de Bohemia. Ni alfombras. Ni bandejas de plata. Ni cortinas de raso. Ni tapices que descolgaran de las paredes. Ni terciopelos. Ni brocados. Ni holandas. Había lino, pita, algodón, madera, bayeta y barro. Todo, desnudo y limpio, sin afeites. Todo era, sin embargo, a su manera, hermoso, y yo me sentía contento y mejoraba. Mis dolores iban poco a poco desapareciendo, y era raro el día en el que el dolor me dominara. Hasta la venda que durante tanto tiempo había envuelto mi cabeza era ya sólo un recuerdo. Desde el corredor yeré en el que descansaba tendido en la hamaca, veía en las mañanas a los trabajadores de la estancia engolfados en sus quehaceres y al dueño de la casa dirigiéndolos o vigilándolos con la mirada atenta a los trabajos. Trotaban los caballos delante de mis ojos y, a veces, se perdían al galope en el horizonte. Los peones arreaban las vacas o cargaban los aperos sobre sus hombros. Cada quien cumplía su tarea, y a la hora de la siesta el mundo se detenía por unas horas, se congelaba el tiempo y el sueño caía sobre la casa, los muebles, los árboles, los prados, las flores y los cerros que se perfilaban en la lejanía, y todo quedaba entonces inmóvil y quieto, y yo me hundía en mis pensamientos y en mis recuerdos. Los peones eran indios abipones, pero también los había mestizos. Con todos se entendía el dueño en esa extraña mezcla de guaraní y español que tan difícil me resultaba. Volvía a veces el   —296→   amo a la casa, penetraba en el estrado donde lo esperábamos Manuela y yo y nos contaba sus tribulaciones. Un día se trataba del herraje. Habían herrado mal los caballos. Los habían herido innecesariamente, haciéndolos sufrir. Otro eran las vacas y sus enfermedades. No había un solo albéitar en toda la comarca, y el amo estaba obligado a saber de todo un poco; saber, por ejemplo, qué hierba era buena para esto o para lo otro, cómo preparar una lavativa o qué se podía hacer en un mal parto. Eran muchas cosas para un solo hombre, y los problemas se multiplicaban en la casi infinita extensión de su estancia. A veces, desaparecía durante días y agradecía mi presencia, el que estuviera ahí para defender a Manuela en caso de que hubiere necesidad de hacerlo. La nana era ya muy vieja y carecía de fuerzas, y últimamente contaban muchas cosas difíciles de creer en otros tiempos.

-Dicen que los mocobíes están en pie de guerra -me contó una mañana en el corredor de la casa, mientras cebábamos el mate.

-¿Quién lo dice? -le pregunté.

-Alguien que acaba de llegar de las Corrientes. Lo he encontrado en la estancia de Juan Medrano.

Yo no conocía a Juan Medrano, ni sabía de su estancia, pero el amo acababa de llegar de ella y traía las últimas noticias, las que importaban.

-Han matado a varios españoles. Entran en las estancias, reúnen a los peones indios y los invitan a unirse a ellos. Si alguien se resiste, ahí no más lo matan. Parece que vuelven los malos tiempos.

¿Habían sido mocobíes los que nos habían atacado y matado a mis compañeros? Cuando los peones del señor Pedro Mena me encontraron, mis compañeros habían sido devorados por los buitres y   —297→   eran irreconocibles. Ahí mismo los enterraron. Yo jamás los vi, y prefiero tener de ellos el recuerdo de su juventud y su apostura. Ambos eran apuestos. Antonio tal vez más que el irlandés, pero ambos lo eran. Jaime y Antonio se habían defendido y habían logrado matar a tres de sus atacantes. Parece ser que yo fui el primero en caer, y que eso me salvó la vida. Me golpearon en la cabeza con una maza mientras dormía a pierna suelta, y Jaime, que hacía la guardia, tuvo tiempo de ponerse de pie, matar seguramente a quien me había atacado y despertar a Antonio, que también debió de defenderse lo mejor que pudo. A mí me dejaron por muerto, arrojado en cualquier parte, y ni siquiera se detuvieron a registrar mis ropas. Quizá tenían mucha prisa. Tal vez alguien los venía persiguiendo. Según me ha contado Pedro Mena, desde la época de la rebelión de los indios de las reducciones, las milicias de las Corrientes baten estos campos para evitar actos de violencia y de muerte. ¿Qué eran? ¿Indios o mestizos, blancos, españoles o criollos? Según Pedro Mena, el dueño de la estancia en la que me alojé y me repuse, uno de los muertos vestía como marino inglés. Quiero creer que fue Jaime quien lo mató, pues él odiaba a los ingleses, pero ¿qué hacía un marino inglés tan lejos de cualquier puerto, si es que el muerto era inglés y si es que era marino?

Tal vez no sea descabellado pensar en un aventurero inglés en la América meridional del siglo XVIII. Un pirata. Uno de esos contrabandistas que habían introducido mercaderías inglesas durante años a través de Colonia Sacramento. En el punto 17 del Informe detallado del Marqués de Valdelirios del 2 de abril de 1755 dirigido al ministro Ricardo Wall, este diligente funcionario de la Corona, comisario principal para la ejecución del Tratado de Madrid, señala con claridad, dirigiéndose al ministro, lo siguiente: «Ya estará vuestra excelencia instruido de que el señor don   —298→   Joseph de Carvajal celó mucho el descubrimiento del tratado, porque comprendió justamente que se declararían contra su ejecución las potencias comerciales del norte y también todos los que en este país pudiesen depender del clandestino comercio de la Colonia del Sacramento». Con las potencias coloniales del norte se refiere, precisamente, a Inglaterra, que tenía bien afirmados sus pies en el comercio de esta zona a través de aquella entrada. El hecho de que el gobernador de Buenos Aires, don José de Andonaegui, que según el propio Marqués de Valdelirios había logrado amasar una gran fortuna, y los padres jesuitas, a quienes apoyaba, manifestaran una y otra vez, con hechos y con palabras, su clara oposición a que se ejecutaran los términos del Tratado de Madrid nos permite pensar en ellos, salvando todas las distancias, como aliados objetivos de los ingleses. Éste es un punto que no se puede contradecir, aun cuando pensemos en los jesuitas como grandes defensores de los indios y en los intereses de estos últimos, intereses que no estaban comprendidos en el tratado.

La política es siempre complicada, y, cuando en la política se mete la Iglesia, nunca se sabe a ciencia cierta dónde terminan los asuntos de este mundo y dónde comienzan los del más allá. Los jesuitas fueron -nadie les niega el mérito- grandes organizadores de misiones, de las reducciones de los indios, de aquella utopía platónica tan alabada por sus partidarios, pero, al mismo tiempo, se dejaron ganar con demasiada frecuencia por los resultados económicos de sus experiencias, por los beneficios materiales obtenidos, por los asuntos de este mundo. No fueron los únicos organizadores. También los franciscanos fueron grandes organizadores y conocieron sus propias experiencias, mucho más modestas en sus pretensiones, es cierto, pero también más estables y duraderas. El sueño quiliástico de Joaquín de Fiore penetró en la selva suramericana   —299→   de la mano de estos humildes misioneros. Una gran parte de los pueblos del Paraguay de hoy son de origen franciscano, no de origen jesuita, y es, probablemente, más fuerte y más clara la huella impresa por estos modestos mendicantes que la que dejaron finalmente los hijos de Íñigo López de Recalde, pese al enorme poder de que gozaron los teatinos en estas tierras hasta las guerras guaraníticas y su posterior expulsión. No es fácil descubrir su participación en estas guerras (aunque existen quienes lo han intentado y con bastante éxito) y es aún más difícil explicar semejante injerencia en asuntos tan mundanales. La idea de que los jesuitas fueron los grandes defensores de los derechos indígenas en un mundo en el que a los indios no se les reconocía ningún derecho, que es el tema central de muchos textos jesuíticos o pro jesuíticos de hoy y hasta de una más que discutible película de Hollywood (The Mission) de buena factura y lamentable contenido, sería atractiva y hasta interesante, si existieran pruebas que la sostuvieran hasta sus últimas consecuencias. Con los jesuitas se borró para siempre la huella que su obra pudo haber dejado. Se fueron ellos, y los indios abandonaron los pueblos en los que habían nacido y crecido a la sombra de los padres de la Compañía, en los que habían trabajado, amado, odiado, gozado y sufrido, en los que se había tratado de crear una sociedad completamente diferente -y aun opuesta- a la sociedad civil y mestiza que, pese a todo, medraba en ciudades como Asunción o Corrientes, una sociedad en la que, sufriendo las grandes y abiertas calamidades de un sistema esencialmente injusto, cada individuo tenía ciertas oportunidades de ser él mismo con independencia de los dictados ajenos, de normas impuestas y de conductas sancionadas que no siempre tuvieron por qué ser precisamente recibidas de buen grado. La utopía jesuítica estaba probablemente agotada antes, mucho antes, de que las autoridades   —300→   españolas (Carlos III, Campomanes, el Conde de Aranda) extendieran su partida de definición, expulsando a los discípulos de Ignacio de Loyola de los territorios de la Corona.

La cosa había sido así: un día, Pedro Mena envió a cuatro de sus hombres para que contaran las vacas cimarronas y los caballos sueltos que pacían en su estancia. Quería saber si valía la pena tomarse el trabajo de capturarlos, beneficiar las primeras y domar los segundos. Pasaron tres días sin regresar y recorrieron la propiedad de norte a sur y de este a oeste. Eran tres peones y un mayoral, que tenía gran experiencia en esta clase de faenas. Batieron todo el terreno, se cruzaron con un grupo de indios tapes que venían con sus mujeres e hijos desde el este a la ciudad de las Corrientes, acamparon y carnearon una vaquilla, matearon, cantaron y descansaron y, cuando ya estaban a punto de regresar, observaron en un paraje próximo a los pantanos de la laguna de Yverá una pequeñísima columna de humo que se elevaba entre los árboles. Sospecharon que podía tratarse de bandoleros o de hombres del ejército llegados de Buenos Aires. También pensaron en la posibilidad de una incursión de abipones, que, en los últimos meses, tras cruzar el Paraguay, habían comenzado a moverse desde su territorio hacia el sureste. Se comentaba que tobas, mocobíes, payaguás, mbayaes y abipones estaban en pie de guerra y que habían formado bandas de jinetes armados con mosquetes que arrasaban cuanto encontraban a su paso. Eran habladurías, pero los estancieros estaban nerviosos y, aún más que los propios estancieros, los peones de sus estancias, que eran quienes sufrían las violencias. Así que los cuatro peones, que eran mestizos y tenían razones para recelar, se fueron acercando con muchas precauciones al paraje en el que estaba nuestro campamento y, cuando se asomaron a él, vieron el cuadro de destrucción y muerte que más tarde, con todo el lujo de detalles, me describieron.   —301→   La fogata, aunque pequeña y con unas pocas ascuas, estaba encendida, por lo que calcularon que no había transcurrido mucho tiempo desde el ataque de los bandoleros, pero los cuerpos de mis desgraciados compañeros habían sido desgarrados por las alimañas y eran apenas reconocibles. Diéronles cristiana sepultura, me echaron como pudieron sobre uno de los caballos y enfilaron hacia la casa de Pedro Mena, a la que llegamos unas cuantas horas más tarde, temiendo todos que ya estuviera muerto o que muriera en las próximas horas. Por fortuna, no ocurrió nada de esto, que entre Pedro, su hija Manuela y su vieja ama Anastasia, que me cuidaron todo el tiempo, lograron el milagro de devolverme la vida y las ganas de vivir. La herida que tenía abierta en la cabeza, de la que me había manado mucha sangre, se cerró, y hoy sólo me queda el recuerdo de la misma en forma de una cicatriz que me recorre desde la parte media de la cabeza hasta la parte del colodrillo en la que los curas se hacen la tonsura. Cúbremela la espesa mata de pelo que aún conservo, si bien en su mayor parte es blanco y en nada o casi nada recuerda la que tuviera.

En aquellos primeros días de octubre de 1757 Pedro Mena y yo podíamos ya considerarnos amigos. Había sido Pedro Mena marino en España, armador en las Filipinas, comerciante de lienzos en Santa Fe de Bogotá, arquitecto en Guayaquil, impresor de libros en Buenos Aires, lector en todas las partes por las que anduvo, componedor de versos y de canciones, escritor de almanaques en Guatemala, catedrático de artes en Córdoba y estanciero en las Corrientes. Había vivido en Lima y en Caracas y viajado por México, Tejas y La Florida. Conocía las Indias orientales y los Mares del Sur, en una de cuyas islas habíase casado con una indígena de la que tuvo a Manuela, que había nacido en Guam, donde murió su madre cuando la paría. Sabía cuanto se puede saber sobre el oficio   —302→   de ganadero, las calidades de aguas y de pastos, las enfermedades de las vacas y los caballos y las mejores maneras de cuidarlos. Fabricaba en su casa un aguardiente de caña de azúcar de gran calidad y contaba con el número suficiente de libros para no aburrirse en aquellas soledades. Era un hombre muy alto, como lo son muy pocos españoles, delgado, como los más, fibroso, fuerte y gran sufridor de trabajos y de fatigas. Era ameno en su charla, imaginativo y bien hablado y gustaba de contar historias que adornaba a veces con florituras retóricas que las hacían aún más entretenidas y graciosas. Había ya cruzado con creces el ecuador de la existencia y ya sólo le interesaba pasar lo que le quedaba del periplo sin tempestades ni sobresaltos. Éste era el hombre en cuya estancia viví casi diez meses y con el que pasé algunos de los mejores momentos que recuerdo. Ahora, en Asunción, miro a lo lejos, hacia el sur, donde está enterrado mi corazón, tratando de imaginar otra vez aquellos días, reconstruir los mejores momentos en mi memoria y disfrutar de un tiempo que, aunque pasado y sin remedio, está todavía presente en mí y me permite seguir soñando.

Pedro Mena, que era leonés, había nacido en Astorga y se había criado en Pontevedra, entre barcos y jarcias, entre armadores y calafates. Desde muy joven navegó como grumete en los barcos que hacían la ruta hacia Terranova y arrancaban la riqueza de aquellos hielos. Llevaba en la mirada la marca de los soñadores, pero de niño había sido, según sus vecinos, aojado, y un saludador le había profetizado un destino trágico del que estaba huyendo desde que tuvo uso de razón. De vez en cuando, veníanle los ataques, que él trataba de ocultar encerrándose en su cuarto, y en esos momentos Pedro Mena se transformaba en algo difícil de describir. En cierta ocasión yo tuve la oportunidad de ver cómo caía al suelo con los ojos desencajados y la boca abierta en un rictus que imponía terror   —303→   en el más bragado. Pedro se creía un lobisome, como dicen en su tierra, un lobisón, un licántropo de los que recorren los bosques oscuros en las noches de luna llena buscando a sus víctimas. Cuando le venían los ataques, sólo Manuela podía con él. Lo encerraba en su cuarto y se quedaba esperando que pasara la crisis. Después, Pedro Mena me contaba las cosas que había hecho en su imaginación y que sólo a él podían ocurrírsele. Otras veces me contaba historias de hombres lobos de Galicia, de meigas y de saludadores, historias de la santa compaña que recorre los bosques en busca de sus víctimas para continuar el eterno viaje hacia la muerte. Pese a ser un hombre culto y muy leído, Pedro seguía siendo un hombre simple e ingenuo, dominado por sus terrores.

Su condición de alobado lo obligaba a ir de un lado para otro, a huir siempre. A los veinte años, tras un accidentado regreso de los fríos mares de Terranova, en el que murieron dos pescadores de bacalao que lo acompañaban, Pedro decidió dejar de navegar. Había pensado establecerse en Astorga, donde todavía tenía parientes y donde nadie lo conocía. Sus padres habían muerto ya, y sus hermanos (Pedro Mena era el último de siete varones) rechazaban su compañía sabiéndolo aojado. La mala fama de Pedro crecía a medida que pasaban los años. Quería montar una tienda de objetos religiosos y libros de rezos y contaba con un capital que, aunque pequeño, era suficiente para sus fines. Tenía también el apoyo de un tío suyo que era maestro de primeras letras y hombre de confianza del señor obispo. Parecía que todo iba de maravilla cuando la noche de un sábado de pasión, en plenos oficios de la catedral y sin que nadie pudiera evitarlo, sufrió un ataque que lo arrojó al suelo entre aullidos y espumarajos en el mismo momento en que el obispo perforaba con uno de los clavos el gran hacherón en el que estaba inscrito el monograma de Cristo. Los cánticos solemnes del   —304→   Lumen Christi fueron ahogados por los gritos de las mujeres vestidas de negro. Aquello fue un escándalo. Entre varios hombres lo sacaron fuera de la iglesia y, tras golpearlo con un palo en las costillas, dejáronlo abandonado a su suerte bajo el arco de piedra del portal de una casa en ruinas en las afueras de la población. Cuando su tío el maestro acudió en su auxilio, era demasiado tarde, y no pudo hacer otra cosa el buen hombre que llevárselo a casa y aconsejarle por los clavos de Cristo y por su bien que abandonara Astorga para siempre. Nunca más volvió a pisar las calles de aquella ciudad y jamás volvió a Galicia. Durante dos años vagabundeó por distintos pueblos de León y de Asturias, vivió en sus bosques, trabajó unos meses como pastor y pasó a Cantabria y terminó en el puerto de Bilbao una húmeda mañana con chirimiri contratado como tripulante de una fragata vasca que hacía la derrota a las Filipinas. Durante tres años no volvió a sufrir ningún ataque, pero, como no se le iba la desazón y temía siempre que pudiera ocurrirle otro en cualquier momento, Pedro tomó la decisión de quedarse en la isla de Luzón y vivir como armador, oficio que a un hombre diligente, observador y curioso como él no le resultaba desconocido por haberse criado en una ciudad portuaria. Con el tiempo, llegó a ser conocido en la isla de Luzón como uno de los mejores fabricantes de cierto tipo de barcaza que se utilizaba mucho para las travesías cortas de cabotaje. Se estableció en Cavite, donde llegó a ser, gracias a la riqueza que había logrado acumular, a su prudencia y a la dulzura y gentileza de su trato, un vecino respetado y querido y donde llegó a construir con sus propias manos y sin auxilio de nadie una gran casa de madera que, según me contaba, «no hallará vuesa merced otra igual en todas las Indias del Oriente».

Éste fue el Pedro Mena que yo conocí: hombre hábil y discreto, prudente y bueno, generoso y desprendido con todos, pero marcado por la luna y los rasgos de locura que se agazapaban detrás de   —305→   sus ojos cuando le venían los ataques. ¿Qué misterio escondían sus ojos? Nunca lo sabré y, después de tantos años, la verdad es que ya no me interesa. Cada quien tiene sus propios demonios, vive con ellos y se acostumbra o no a su compañía. En Cavite le iban muy bien las cosas a Pedro, aprendió a hablar tagalo y se acostumbró al modo de vivir de aquellos indios. «Con una cabañita de nipa y caña a la orilla de un río», solía decirme, «me conformo, que más no necesitamos los hombres para ser felices». Siguió teniendo sus ataques, pero los controlaba bien y se ocultaba en su casa cuando notaba que le venían. Un amigo lo convenció de que se fuera a las islas Carolinas y llegó a Guam, donde se necesitaban, según le dijo su amigo, hombres emprendedores que fueran capaces de hacer la ruta de comercio con China y tuvieran redaños para enfrentar a los piratas. Pedro tenía redaños, y aquella decisión fue para él un desafío que enfrentó con entusiasmo. Abandonó lo seguro por lo inseguro y prefirió la aventura a la vida muelle y regalada. Volvió por un corto tiempo al mar, peleó con los piratas malayos y sufrió un naufragio que, por fortuna, lo devolvió, aunque arruinado, de nuevo a la isla de Guam. Con muy poco dinero, pero todavía con fuerzas -rondaba por ese entonces los treinta y cinco años-, se dedicó a la agricultura, oficio que desconocía por completo, a pesar de ser hijo y nieto de labradores leoneses. Descubrió que le gustaba permanecer en un solo lugar sin cuidarse de nada y disponer de tiempo libre para leer y meditar. Tenía unos pocos peones indios y menos obligaciones. Se aficionó a la lectura y se hizo amigo de un fraile de la recolección agustiniana, misionero de aquellas tierras, que le prestaba libros de su convento y discutía con él sobre cualquier tema en tertulias interminables. El fraile, al que él llamaba fray Celes y que se llamaba Celestino Mañaricúa, era de Monteagudo, un pueblecito de Navarra. En su chacra, cultivaba arroz y criaba animales de corral, algunos chanchos y unas cuantas gallinas.   —306→   También se fabricaba sus muebles y mantenía una cuadra de caballos. En ese tiempo se enamoró de una indígena, que era, por lo que decía, una santa y «la mujer más hermosa en la que jamás hayan reparado los ojos de un cristiano, don Millán». Fue la única mujer que Pedro conoció en toda su larga vida. Su nombre cristiano era María, y era alta, de pelo rizado y nigérrimo, ojos rasgados y oscuros y frente altiva, «meramente como una reina». A ella no le importaron jamás sus ataques nocturnos, ni la locura que se agazapaba en sus ojos claros. Le dedicó su vida por completo y le dio una hija. Y, cuando se la dio, murió. Fue de resultas del mal parto. Pedro jamás olvidó a esta mujer y, desde entonces, vivió sólo para Manuela, su hija, la hija que le dio María. Cuando murió su mujer, ya no pudo permanecer en la isla. Allí le dolía mucho más la ausencia de su amor. Volvió a Manila, se embarcó hacia Acapulco con una carga de sedas y productos de la China, recorrió las costas de Tejas y la Florida y a punto estuvo de establecerse a las orillas del Mississippi12. Pasó después a Yucatán y Guatemala y, desde ahí, fue cruzando todo el continente, deteniéndose aquí o allí, trabajando en esto o montando lo otro y siempre con su hija de la mano, cuidándola, totalmente dedicado a ella y ella a él, mutuamente entregados el uno al otro, hasta que llegaron ambos a las Corrientes y se establecieron como ganaderos. Desde entonces, Pedro ya no volvió a moverse. Se quedó para siempre allí, junto a la laguna de Yverá, donde el viento vibra entre las hojas del pindoty porã, las aguas son dulces y el tiempo parece detenido.

Ésta era la historia de Pedro: la historia sencilla de un hombre sencillo. Una historia llena, no obstante, de vida y de aventura. Y él sabía contarla. No lamentaba nada. Ni siquiera aquellos ataques que habrían convertido a otro en un desgraciado para toda la vida, en un ser infeliz, un muerto en vida, un cadáver. Aquellos ataques   —307→   lo agotaban. Todos sus músculos se ponían en tensión, y el dolor le recorría el cuerpo y le desencajaba el rostro. Era espantoso. Jamás gritaba, pero, a veces, se clavaba las uñas tan profundamente en manos y brazos, se arañaba de tal manera el pecho y las piernas, que durante días veíase obligado a13 permanecer oculto, escondido en su cuarto, negándose a ver a nadie y a que nadie lo viera en aquel estado. Vivió intensamente cada momento y, aun cuando sufrió mucho, no se lamentó jamás de nada. Cada vez que me acuerdo de Pedro, me enternezco. Pienso que fuimos muy diferentes, pero que, pese a la diferencia de edad y condición, nos parecíamos muchísimo. Con él me entendí tan bien como me había entendido con mi amigo Miguel o como me entendía con el coronel y su esposa o con mi querida hermana Leona. Hablábamos y sabíamos qué pensaba cada uno del asunto que nos traíamos entre manos. También tuvimos nuestras diferencias en el tiempo en el que permanecí en su estancia y hasta estuvimos a punto de pelearnos, pero todo esto lo he olvidado y sólo recuerdo de él los mejores momentos.

Cuando los hombres de Pedro me contaron cómo habían muerto mis amigos Jaime Obrayan y Antonio Galdeano, caí en un profundo estado de tristeza. Tenía ya fuerzas suficientes para caminar y hasta para ayudar a Pedro en aquellos trabajos que, dentro de la estancia, no me exigían demasiado esfuerzo. Yo fui el último en enterarme de su muerte. Durante casi un mes no me dijeron nada, y, cuando yo preguntaba por mis amigos, la vieja Anastasia ponía sus ojos en el techo y musitaba plegarias incomprensibles. Pedro no respondía a mis preguntas. Tampoco Manuela, que sólo me visitaba con su padre o en presencia de Anastasia. Jamás lo hizo sola. A veces se quedaba horas sin hablar, con los brazos extendidos con una madeja de lana en las manos, ayudando a Anastasia en sus quehaceres. Otras veces tejía el ñandutí. Lo bordaba sin prisas, y   —308→   yo miraba extasiado aquellas finísimas y delicadas manos, de dedos muy largos y delgados, que se movían sobre la tela y el bastidor. En las calurosas tardes de aquel verano interminable, Anastasia y ella permanecían durante horas y horas en silencio en el corredor yeré, entre las macetas de flores, con el pensamiento perdido en sabe Dios qué temores y esperanzas, mientras sus manos se movían solas, cosían y bordaban repitiendo una y otra vez los mismos movimientos. Hacia las cuatro de la tarde, yo salía a sentarme junto a ellas. Llevaba alguno de aquellos libros de vidas de santos a los que tan aficionado había sido y lo seguía siendo el dueño de la casa. Porque la afición de Pedro por los libros se había iniciado con la lectura de vidas de santos. Después pasó a otras cosas, a los libros de historia, alguna novela, libros de poesía clásica, de la que conocía mucho, no porque entendiera (que a ellos nadie los entiende, y a Pedro le traían sin cuidado sus opiniones) a los preceptistas, sino porque gustaba, sobre todo, de Lope, de Quevedo, de Herrera, de Calderón y de Garcilaso, a los que conocía casi de memoria. Fuera de las obras de éstos, de una Historia de España del padre Mariana y de unos pocos títulos más, entre los que se hallaban una historia antigua de Trogo Pompeyo, un libro de adivinaciones y sortilegios editado en Valencia hacía más de cien años, otro de discursos de Cicerón, una espléndida edición de las obras de Homero en latín y griego con tipos para mí difíciles de desentrañar y la primera edición limeña del Arauco domado de Pedro de Oña, mi anfitrión tenía en su casa, sobre todo, vidas de santos. Nunca me había realmente interesado por estas lecturas y debo reconocer que las hagiografías suelen resultarme, por lo general, indigestas y pesadas, porque quienes las escriben, si bien ponen mucha imaginación en contar los hechos fabulosos de los santos varones, las exageran hasta un punto que repugna a la razón, no suelen tener la necesaria mesura y el buen gusto que tan ejemplares asuntos precisan   —309→   y caen con excesiva frecuencia en los lugares más comunes, en los ripios más desagradables y malsonantes y en las torpezas más funestas. Sin embargo, cuando los hombres de Pedro me contaron el modo terrible en el que habían muerto mis amigos, ningún otro remedio pudo ser mejor ni más a propósito para mi ánimo que aquellas lecturas ejemplares.

El día de mi santo mis anfitriones me hicieron una pequeña fiesta. Fue una fiesta sencilla, una fiesta familiar a la que sólo asistimos Manuela, Pedro, Anastasia y yo. Los peones de Pedro estaban en sus faenas y hacía mucho calor. Sus mujeres y sus hijos se quedaron haciendo sus tareas, y ninguno vino. Algunos de los peones habían salido temprano y, excepto el mayoral, ninguno de ellos volvería en tres o cuatro días. Cuando arreaban ganado o marcaban terneras, desaparecían a veces por mucho tiempo. Otros se quedaron trabajando en las piezas de maíz y de caña, que ya maduraba. Aquel día amaneció con nubarrones que amenazaban lluvia, pero al mediodía se despejó, salió el sol con fuerza y las nubes se disiparon. Bajo la dirección de su ama Anastasia, Manuela me había cortado y cosido una camisa de amotape y había batido durante toda la mañana un chocolate exquisito para tomarlo con las galletas dulces de harina de mandioca que ella misma había preparado y que resultaron verdaderamente deliciosas. Si no recuerdo mal, aquel año mi santo cayó en sábado. Sudábamos todos mientras tomábamos el chocolate, porque Manuela y Anastasia lo sirvieron a las seis de la tarde, rematando una merienda suculenta a base de carnes asadas y de mandioca sancochada. No podía comer casi, pero hice un esfuerzo y todavía me comí unas cuantas galletas con el chocolate. Recuerdo que comenté que habría hecho bien en no comer el asado para poder comer más de aquellas galletas que había preparado Manuela y también recuerdo que ella se sonrojó cuando   —310→   lo dije. Lo noté. Aquél fue el inicio de una búsqueda ininterrumpida que me condujo a descubrir cuán sutil y delicado era el espíritu de aquella niña que apenas estaba en la adolescencia y que, cuando pensaba que no la veía, me observaba con una mirada lánguida y soñadora, pero que, en presencia de otros o cuando se daba cuenta de que yo también la miraba, bajaba sus hermosos ojos rasgados y oscuros, heredados de su madre, y los posaba tímidamente en cualquier objeto que estuviera lejos de mí. Yo sabía que en ese momento temblaba y sufría, y también yo bajaba los ojos, como si buscara con ello darle confianza.

Manuela había vivido casi toda su vida en aquel territorio. De Guam y Filipinas no recordaba nada en absoluto y de México14, Florida o Guatemala tenía apenas imágenes que se confundían en su memoria con otras de Lima, Guayaquil, Caracas, Buenos Aires o Santa Fe de Bogotá. La ciudad que mejor recordaba era Buenos Aires, de donde había llegado con su padre, tras el grave fracaso de este último como impresor, a establecerse en la estancia de las Corrientes. De Buenos Aires recordaba, sobre todo, el puerto. También, el frío que pasaba en el invierno cuando soplaba el pampero sobre la ciudad. Tenía imágenes muy vívidas de un abriguito que su propio padre le había cortado y cosido. Era, según contaba, de color marrón, caliente y de la lana de vicuña, y lo lucía con un sombrerito de la misma tela. Pesaba poco, pero abrigaba mucho, y ella le tenía especial cariño por habérselo hecho su papá con sus propias manos. Otra cosa que recordaba era la imprenta y las horas que pasaba sentada en un rincón mientras su padre se esforzaba, unas veces solo, otras con la ayuda de algún trabajador contratado para tal efecto, en sacar a luz las obras que Pedro consideraba fundamentales para el avance de estas provincias, obras que trataban casi siempre de agricultura y de artes manuales y que, con frecuencia, no   —311→   eran sino traducciones de libros semejantes publicados con anterioridad en Francia, en Holanda o en Inglaterra y que Pedro se las apañaba para conseguir a bajo precio y, en ocasiones, hasta gratis. En aquel entonces, el viejo marinero soñaba con publicar una gaceta o un mercurio, pero jamás logró reunir el capital suficiente ni contar con un número de suscriptores que le permitiera lanzarse a una aventura tan arriesgada. De la imprenta guardaba recuerdos maravillosos que siempre salían a relucir en sus conversaciones con su papá. «¿Se acuerda cuando Telmo García me regaló aquel barquito de madera que él mismo había tallado con un cuchillo y que había metido en una botella de cristal?». «Me acuerdo», le respondía su padre. Telmo García había sido un trabajador de la imprenta que se fue a Chile en busca de mejor suerte que la que, hasta entonces, había tenido en Buenos Aires. «¿Y de aquel Aniceto que no sabía escribir y que, según vuesa merced, era el mejor tipógrafo que había conocido? ¿Cómo se apellidaba?». «Ruipérez. Se apellidaba Ruipérez y, si bien no sabía escribir, sabía leer y muy bien, que es cosa de verlo y no creerlo, pues un buen cajista tiene que saber leer y escribir, y éste era incapaz de trazar una línea a mano sin equivocarse. Vamos, que no podía escribir la o sin ayuda de una pelucona». Pedro se entusiasmaba al hablar de este caso, que a mí me había contado mil veces. «¡Ah!», decía, y se le iluminaban los ojos. «Había que verlo, sin embargo, a la hora de componer en la caja. Con los tipos jamás se equivocaba. Escribía bien con los tipos, que, a mi entender, también es escribir, pero era incapaz de hacerlo a mano. Le ponías un papel y un lápiz y se aturrullaba. Ni su nombre podía escribir. Jamás entenderé este misterio». Y se reía a carcajadas. Manuela también se reía, porque recordaba unos tiempos en los que había sido intensamente feliz.

El día de mi cumpleaños volvieron a hablar de Buenos Aires.

  —312→  

-Debería vuesa merced, don Millán -me dijo Pedro en esa ocasión-, conocer esta ciudad, que ahora es pequeña y no apunta más que Pontevedra, pero que tengo para mí que ha de ser grande y hasta muy grande, si estas tierras crecen, como creo que han de crecer, en el porvenir. Tiene buen puerto y se halla en un punto de los más apropiado para el comercio.

-¿Y cómo la abandonó vuesa merced, si tantas ventajas le ofrecía?

-Porque no había futuro para mí en lo que hacía y tenía que ver por el de Manuela.

Cuando su padre hablaba, Manuela lo miraba con arrobamiento. A sus diecisiete años recién cumplidos, Manuela era ya una mujer adulta y responsable, que veía por todos y cada uno de los de la casa, pero que todavía necesitaba de la caricia paterna y de sus palabras cargadas de ternura. Y así como ella acariciaba a su padre con la mirada, su padre la acariciaba a ella con sus palabras, pues todas y cada una de las palabras de Pedro estaban siempre dirigidas a su hija y, a través de ella, quizás a María, a la que siempre tenía en su memoria.

-Si mi difunta hubiera vivido con nosotros en Buenos Aires, habría sido diferente.

-Si María no hubiese muerto, querido señor -le decía yo entonces-, vuesa merced no se habría movido jamás de la isla en la que tan buenamente y en paz se hallaba con todo el mundo.

-Así es verdad -respondía él, dándome en este punto la razón.

Guam había sido su paraíso, pero, cuando murió María, se convirtió en su infierno, infierno caliente y lluvioso, aún más caliente y lluvioso que el de las selvas de las Corrientes e Yverá.

  —313→  

-Hay en aquella isla muchos entierros raros, como grandes cajas de piedra donde los indios enterraban a sus jefes antes de que llegaran los españoles. Son indios pacíficos y muy amables, y, si tienen algún defecto, es que son muy aficionados a la carne de un murciélago aún más grande y feo que este murciélago grande que abunda por aquí.

-¿Y comen esos murciélagos? -le pregunté en ese momento.

-Aunque vuesa merced no lo crea -me respondió-. Hasta mi María, la pobrecita, no podía dejar pasar un mes sin hincarles el diente.

-Será su costumbre.

-Será.

-¿Los comió vuesa merced alguna vez?

-Nunca. Dios sabe que lo intenté muchísimas veces, mas nunca pude superar el asco que me producían.

Él tampoco podía dejar pasar un mes, ni una semana, ni un día, sin hablar de su difunta, sin recordarla. Por las mañanas, al levantarse, lo primero que hacía era salir de la casa y mirar hacia el occidente, hacia donde se pone el sol y hacia donde cae la isla de Guam. Era como si buscara. Veía más allá de las llanuras, más allá de las altas montañas de los Andes, aún más allá del anchísimo mar que lo separaba de sus recuerdos. Veía muy adentro, en su corazón, mientras miraba hacia afuera, porque miraba hacia afuera para seguir viendo adentro, para no olvidar, para pulir sus recuerdos y mantener vivas las imágenes más queridas. Y así todos los días. Pero nunca se le veía triste, sino conforme consigo mismo, satisfecho de estar vivo y de tener consigo a Manuela, de quien decía que era, en todo, «semejante a su madre».

Yo ahora entiendo el amor de Pedro por María y entiendo su conformidad. Para Pedro, María no había muerto, sino que seguía estando con él, aunque ya no estuviera presente y en figura. Pedro   —314→   vivía y trabajaba, se esforzaba en amasar aquella fortuna con la que soñaba y que sabía que no habría de disfrutar y en asegurar el porvenir de su hija y todo lo hacía pensando en su mujer, en María. Era a ella, a su mujer, a quien aseguraba el porvenir. Era a ella y también a sí mismo, porque estaba con ella en todo momento sin alejarse ni por un segundo y cuanto decía y hacía y hasta cuanto pensaba lo decía, lo hacía y lo pensaba para María, para que ella lo escuchara y lo viera y lo pensara. Y María era también su hija Manuela, porque para aquel marinero maragato metido a estanciero en las selvas tropicales del Paraguay madre e hija eran una sola entidad espiritual, algo así como un alma única, un alma compartida por dos cuerpos casi idénticos, uno de los cuales había desaparecido, pero habiendo dejado, al mismo tiempo, su huella en el otro: la huella de su belleza, la de su gesto de bondad y de ternura que tanto me emocionaba a mí en la propia Manuela, la huella de sus ojos rasgados y profundos, su huella de madre. María era para Pedro todo y sin ella no era nada el viejo pescador de bacalao de Terranova. Por eso María no había muerto jamás para él, porque, si hubiese muerto, él se habría muerto con ella. Por eso también abandonó la isla de Guam, porque en aquella isla no podía estar seguro de su verdad.

El día de mi santo terminó al fin, y todos nos fuimos a descansar. Hallábame para entonces todo lo fuerte que puede estar un hombre de mi edad y mi constitución y ayudaba como podía en las faenas de la estancia. Acompañaba a los vaqueros, que Pedro tenía en número de quince, a los lugares más apartados de la propiedad y vigilaba que los trabajos se cumpliesen como el amo quería y como demandaba la razón. Había veces que faltaba de la casa dos y tres días y que vivía al raso, como cuando viajara de Lima a la Asunción y de la ciudad de las Corrientes a la estancia. Nunca echaba   —315→   tanto de menos a mis compañeros como cuando me hallaba en la campaña, y entonces pensaba en Jaime Obrayan y en Antonio Galdeano y también en Robles y en Eliseo Ripalda, su mujer y su hija, pensaba en mis amigos, en el coronel Eguidazu y en su mujer, en Miguel, en mis padres y en mi hermana. Y era sobre todo a mis padres, de los que casi nada había sabido en los últimos meses, a quienes más echaba de menos. Echaba de menos las caricias de mi madre, su mirada cargada de ternura, y los consejos y enseñanzas de mi padre. A la caída de la noche, cuando encendíamos la hoguera y asábamos nuestras carnes en ella, recordaba más, como si la lumbre, al elevarse hacia los cielos, me pusiera en contacto con ellos y permitiera que escaparan mis pensamientos a todas partes, a Samaniego, a Lima, a Logroño, a Zaragoza y a la Asunción. A veces, uno de los vaqueros sacaba una vihuela, la rasgaba con sus dedos gruesos y toscos, le arrancaba notas quejumbrosas y bellas y cantaba coplas cargadas de sueños y melancolía, coplas de amor, de soledad y de muerte. Otras veces, los peones contaban historias de aparecidos, de poras que recorrían las selvas en busca de sus víctimas, de perros sin cabeza, de pomberos, historias de fantasmas y de terror. Y siempre terminábamos en risas y en lágrimas, porque la música que tanto nos alegraba también nos hacía recordar, y con los recuerdos acudían a nuestros ojos unas lágrimas que se quedaban a las puertas de los ojos para que nadie las viera y que sólo se derramaban sobre nuestras mejillas cuando creíamos que los demás estaban dormidos y que nadie iba a darse cuenta de nuestra debilidad. Algunos de aquellos peones mestizos venían de muy lejos, de Paraguay y de San Pablo, de Buenos Aires y de Tucumán, y sentían nostalgia por sus querencias, amor por lo que habían dejado atrás y que nunca mencionaban, «porque no se debe mencionar lo que queremos salvar de todo daño», como me dijo en una ocasión un peón   —316→   mendocino, «que son muchos los que pueden llevar el mal hasta las palabras y no se sabe en qué momento pueden ojearnos a nosotros o a nuestros seres más queridos».

Entre mi santo y las fiestas de Navidad salí hasta dos veces acompañando a los mestizos. Lo que antes hacía Pedro a su pesar, porque nada le gustaba menos que dejar a su hija en casa al cuidado de una vieja indefensa como Anastasia, lo hacía ahora yo. Aunque Pedro disfrutaba con los trabajos de la estancia, se quedaba ahora con su hija y atendía de cerca con los demás peones el avance de las cosechas de maíz, de mandioca, de azúcar y de algodón, que ya se avecinaban. Ayudándolo, pagaba yo los favores tan generosamente recibidos de su mano. Al regresar del campo tras varios días de ausencia, siempre salía Manuela a recibirme, y nada me alegraba más que verla con su saya de algodón tan blanca como la nieve, su manto azul sobre los hombros, sus brazos desnudos, su blusa holgada y su pelo negro, rizado y largo, dejado en libertad para ser mecido por el viento. Su cabello olía a jazmines y a tierra mojada, y sus ojos despedían chispas en los atardeceres. Yo me quedaba mirándola durante horas sin que me viera, mientras ella tejía o bordaba, y la seguía hasta el aljibe, de donde sacaba agua en un cántaro que después cargaba sobre su cabeza hasta la casa. Me escondía detrás de los troncos de los árboles para verla mejor, y ella ignoraba (o yo pensaba que ignoraba) que había quien seguía sus pasos y los contaba, como se cuentan las avemarías de un rosario y con la misma devoción.

El buen don Millán de Aduna se enamora como todos nos hemos enamorado a lo largo de los siglos: sin originalidad. Una mujer joven y hermosa en pleno campo (si el campo es verde y lujurioso, miel sobre hojuelas) y la soledad del caballero componen una   —317→   estampa demasiado conocida en la época de Aduna. El caballero comienza a sentir esa especie de síndrome de Estocolmo avant la lettre al que podemos denominar sentimiento bucólico. Cuanto lo rodea es bello y no percibe ninguno de sus inconvenientes. Lo que probablemente despreciaba antes (las maneras rústicas, la falta de refinamiento cortesano, la sencillez de las costumbres) se presenta, de pronto, ante sus ojos como un valor superior y como un descubrimiento (a veces como un encubrimiento: sencillamente se oculta). En vez de sentirse prisionero a causa de las desfavorables y dramáticas circunstancias que lo condenaron, se siente por vez primera libre y feliz. En casos semejantes los caballeros como Aduna descubren la libertad y también, como su lógico correlato, el amor y la felicidad. Gritan con entusiasmo a los cuatro vientos. El tema es antiquísimo. Está en nuestros padres los griegos. Está en Roma. Está en la Edad Media. Está en todas partes. Está nada menos que en La Cenicienta, cuento maravilloso del que, según Bruno Betelheim, existe una versión china que se remontaría varios siglos antes de Cristo. No es la Cenicienta la que gana en este caso, sino el caballero, que descubre en la amada los verdaderos valores en que se funda su calidad de noble. En el reconocimiento y el amor a la Cenicienta se reconoce a sí mismo. En ese sentido todo amor verdadero ennoblece, sin importar si lo hallamos en el marco de un paisaje bucólico y de una sociedad patriarcal y antigua o si lo encontramos en las calles de una ciudad moderna, arrimados a la barra de un club nocturno. El amor ha cambiado poco en los últimos milenios. Tampoco el hombre lo ha hecho. Un dato más para la vieja polémica de antiguos y modernos: el modus hodiernus es la reiteración de una ilusión de siglos. Si se agota, como dicen los postmodernos que se está agotando, se agota el sueño del hombre y se agota la historia, porque la historia, tanto como memoria, es sueño   —318→   reiterado al infinito. Leo en Giménez Caballero, que cita a Zubizarreta. «Tendidos al sol sobre la costa cercana, los yacarés tienen el color del limo milenario...».

La Navidad de 1757 fue estupenda. Hubo, incluso, noches frescas durante los días previos, en las semanas del adviento. Recuerdo que la noche de San Andrés fue especialmente fría y desapacible aquel año. La recuerdo bien porque, con Manuela y su padre, hicimos la tertulia que acostumbrábamos hacer después de la cena en el estrado, como en los días más fríos del invierno. También recuerdo que llovió mucho en los primeros días de diciembre y, aunque menos, también durante los días de las fiestas navideñas, especialmente la mañana del 24, cuando estábamos dando los últimos toques al nacimiento de figurillas de barro y madera que las mujeres de los peones habían ido fabricando una a una a lo largo de los últimos cuatro años. Eran unas figurillas toscas, algunas deformes e ingenuas, pintadas de muchos colores, como si en el color descansara el sentido de la belleza que sus creadoras habían tratado de imprimirles. Tenían mucho encanto las figurillas salidas de las toscas manos de las mujeres de la estancia. Las lluvias de aquellos días ahuyentaron los calores e hicieron que las fiestas fueran más agradables. Aunque no había cura de almas a muchas leguas a la redonda y la misión más próxima se hallaba lejos, muy lejos, hacia el oriente (de la que, por otra parte, jamás había llegado ningún misionero jesuita), en la estancia existía una pequeña capilla aneja a la casa del patrón, que Pedro había construido con sus propias manos, en la que se reunían los vaqueros y los agricultores con sus familias cada domingo y en la que Manuela rezaba en las tardes el rosario en voz alta para que los demás la acompañaran. Eran indios y mestizos muy entregados a rezos y devociones y, pese al abandono en el que se hallaban por no haber en toda aquella extensísima   —319→   región suficientes sacerdotes para atenderlos, no olvidaban que eran cristianos bautizados y trataban de comportarse como tales guardando los domingos y las fiestas. Tenían, no obstante, como suele ocurrir en todas las Indias occidentales, muchos rezagos de paganismo, que, empero, Pedro Mena sabía disculpar muy bien, pues él decía que todos los tenemos y que también éstas eran maneras de acercarse a Dios con el corazón abierto como una flor en primavera.

El Niño Jesús tenía un labio leporino, pero lo disimulaba con un trozo de cera que Manuela le había hábilmente colocado para dibujar más claramente su sonrisa. Reposaba en una cuna de palos entrelazados y yuyos secos que hacían de colchón sobre la que caminaban las hormigas y zumbaban los mosquitos. Había muchos mosquitos, como siempre, y sobre la cabeza de la Virgen María solían posarse con total confianza, demostrando un gusto extraño por los azules celestiales del manto con el que se la cubría. El San José tenía (humilde carpintero) las manos en el pecho en posición de ruego y la mirada baja, como si temiera que alguien le recordara su mera condición de putativo. Vestía una ropa talar oscura sobre la que terciaba un manto azul que descansaba en uno de sus hombros. El izquierdo, si no recuerdo mal. San José se ceñía la túnica con un cordón tosco como los que usan los franciscanos. La humildad y la pobreza tienen símbolos reconocibles. Todo el conjunto del pesebre formaba una preciosa miniatura en madera y barro con los colores del Paraguay: verdes, ocres, rojos de sangre, marrones de aguas y torrenteras y azules de cielo. La vaca era, de los animales allí representados (el asno, los caballos, los camellos, las ovejas), la más fiel representación de su original, tal vez por ser el animal mejor conocido por las artistas. Confieso que yo jamás he tenido la oportunidad de ver un camello, pero creo poder decir que aquellos del nacimiento de la estancia éranlo tan sólo en nuestra   —320→   imaginación, pues más parecían un cruce de guanaco con burro que otra cosa y tengo para mí que de ninguna manera habrían de ser aquellos camellos ni remotamente parecidos a la realidad. Los caballos eran de factura tosca, mas no por ser el caballo un animal desconocido (todo lo contrario: ningún otro, con excepción de la vaca, podía serlo tan conocido), sino por ser tan bello en su estampa que es menester ser un verdadero artista para poder representarlo en su perfección. Manuela y yo nos pasamos toda la mañana de aquel 24 de diciembre encerrados en la capillita en uno de cuyos altarcillos montamos el nacimiento, acompañados tan sólo de una de las mujeres de la estancia, esposa de uno de los vaqueros más antiguos y fieles, y de sus tres hijas, niñas encantadoras que nos entregaban las figurillas entre risas y saltos para que las colocáramos en su sitio.

Llovía. No dejaba de caer la lluvia sobre las tejas, que reproducían mansamente, como cajas de resonancia, los sonidos de aquel canto monótono e interminable. La capilla se abría al gran patio de la casa por una puerta alta y gruesa de dos hojas tallada y guarnecida de clavos y una ventana defendida con barrotes de forja. El altar en el que habíamos colocado el nacimiento se arrinconaba cerca de la ventana, y le habíamos puesto lagos de cristal con cisnes y patos de cerámica, montañas de piedra recubiertas de yuyos, casitas de cañas, una enorme estrella de tela y almilla de carrizo que descolgaba de un techo cruzado por enormes vigas de madera de lapacho, el humilde pesebre, grande como un palacio, las casitas de Belén y las imágenes: los pastores, los reyes, los asnos, las ovejas, las lavanderas, los camellos... A los costados, velas y candelabros para iluminar en la noche lo que considerábamos una obra de arte. A lo lejos se escuchaban las voces de los más pequeños correteando bajo la lluvia. Chapoteaban. Corrían. Jugaban. Aquella mañana olía   —321→   a Navidad, y los chivatos estaban florecidos. Cuando terminamos, llegaron las mujeres de la estancia. Traían en sus manos manojos de flores de todas las clases y colores y los mantos negros sobre sus cabezas agachadas. Abríanse las orquídeas y se encendían las rosas en los búcaros de barro y cristal. Las santarritas dejábanse descolgar, humildes, hasta el suelo de ladrillo rojo desde el entramado de cañas que cubría el artificio de aquel nacimiento con el encanto de una cúpula vegetal, boscosa y primitiva. Un perro grande y mojado se detuvo en la puerta de la capilla, entró hasta la mitad de la pieza, retrocedió, nos miró un momento y se echó en el suelo a reposar con la cabeza apoyada en el quicial. Las mujeres iniciaron entonces un villancico que hablaba de astros y lunas, de noches luminosas, de paz, de hombres buenos y de esperanza. Cantaban en guaraní y en castellano y mezclaban los sonidos de ambas lenguas en una forma única, sugerente e incomprensible. Yo miraba a Manuela, que miraba a la virgencita del establo con los ojos cargados de ternura. El perro se arrastró hacia el interior de la capilla buscando un espacio seco para dormitar. Seguía lloviendo.

Siguió lloviendo toda la mañana. Y toda la tarde. Como los villancicos de las mujeres de la estancia, que jamás terminaban con sus sonsonetes monótonos y repetitivos. Lluvia mansa, fina, refrescante e impropia del verano, temporada de tormentas, de truenos y de relámpagos, de vientos huracanados y de tinieblas. Lluvia luminosa, nutricial, profunda, lluvia en la que el cielo penetraba en la madre tierra suavemente con caricias de amante. La atmósfera estaba quieta y el aire, sosegado y limpio, como un cristal. Después de comer, a la hora de la siesta, volví a ir con Manuela a la capilla. Se estaba bien en aquel lugar. El altar mayor, el único que quizá mereciera tal nombre, contaba con un pequeño retablo de unos diez pies de alto y siete de ancho en el que un conjunto heterogéneo de figurillas de   —322→   madera reflejaba en sus colores y sus formas la devoción de quien lo había mandado construir. Allí estaban las grandes figuras: la Virgen con el Niño, San José, un San Pedro calvo y barbudo que sostenía en sus manos las llaves del paraíso, un San Pablo que apoyaba su diestra en el pomo de una espada mientras en la siniestra cargaba los libros en los que se encierra la sabiduría, una Magdalena penitente y desgreñada, un San Roque con su perrito y un San Miguel con un Lucifer caído a sus pies. A la luz cenital de aquella hora, las figuras del retablo nos sonreían.

Una hora antes de la cena, hacia las seis de la tarde, dejó de llover. Vaciadas las nubes, el cielo se despejó y aparecieron las estrellas. Millones de estrellas: jamás había visto tantas, ni tan hermosas, ni tan brillantes. Cenábamos Pedro, Manuela, Anastasia y yo. Era grande, de madera de lapacho, pesada y fuerte, la mesa en la que estábamos. Desde el lugar en el que me hallaba sentado, veíalas limpias y puras, como debieron serlo el primer día de la creación. No veía la luna desde el punto en el que me hallaba, pero podía adivinar su resplandor. A quien no podía dejar de mirar, empero, era a Manuela, que, en el momento que mejor recuerdo, se llevaba a la boca una jarra de plata martillada rebosante de chicha de ananá. Habíala preparado Anastasia, que en esta materia, como en la más difícil de hornear las tortas más exquisitas, era una verdadera maestra, pese a sus años. Brillaban los ojos de la niña a la incierta luz de las velas que sobre la mesa reposaban, y también brillaba la taza aquella, la jarra martillada en la que bebía. Todo brillaba aquella noche, y, estando ya en los postres tomando el chocolate, el brillo de las antorchas de los trabajadores y peones que llegaban a la casa nos obligaron a levantarnos de la mesa y salir a recibirlos. Hacía calor, mucho calor. Pese a haber llovido casi todo el día, la noche era calurosa. Los peones, sus mujeres y sus hijos llegaron cantando.   —323→   No había otros sonidos aquella noche, y yo recuerdo perfectamente todavía cómo llegaron todos, los recibimos, abrimos las puertas de la capilla, ingresamos a ella y, colocándonos en círculo en torno al nacimiento, elevamos nuestras voces una y otra vez, con el solo acompañamiento de las vihuelas, en una especie de oración que era tanto un acto de acción de gracias como un rito de purificación. Allí estábamos todos, de algún modo, abrazados, y yo nunca he vuelto a sentirme tan hermano de mis hermanos como en ese momento, tan estrechamente ligado a la humanidad toda, tan sencilla y radicalmente hombre.

De cuantas navidades recuerdo, ésta es la que más me enternece. Reconozco que tengo una especial debilidad por esta clase de fiestas familiares, sobre todo por las navideñas. Tal vez se deba al hecho de hallarme desde hace años tan lejos de quienes siempre me han amado, tan lejos de mis padres, muertos en mi ausencia, y de mi hermana Leona. Tan lejos de todos. A lo largo de la mañana los trabajadores habían pasado por la casa de Pedro y había recibido cada uno como aguinaldo de manos de Manuela cuatro libras de azúcar cande y tres de yerba mate, una tableta de chocolate y una gallina. Los niños recibieron alfajores de dulce de leche y frutas confitadas, golosinas preparadas por Anastasia que, desde tres días antes, habíase encerrado y hecho fuerte en la cocina, de donde sólo salía para dormir y rezar el rosario con su señorita. Aquella noche de Navidad, Pedro se dio a [...] y sólo recuerdo que Manuela me dijo que lo amaba más que a nadie en el mundo, más que a sí misma, y que yo me sentí solo y profundamente infeliz. Salí al patio y apoyé mi cabeza en la pared, observando la noche y las estrellas. Seguía haciendo calor, y me retiré a mi cuarto. Al acostarme, no pude evitar sentirme invadido por una profunda melancolía y me hundí en los pensamientos más negros [...] como cuando era niño   —324→   en Samaniego y mi padre me pedía que bajara a la bodega y le trajera una botella de vino. Imaginaba a aquellos seres agazapados en las sombras, esperando que yo diera el primer paso para asirme del cuello y arrastrarme a las profundidades del infierno. Sentía que caminaban debajo de la tierra, que escuchaba sus pasos rítmicos, precisos y lentos, pasos suaves de quienes están al [...] los cazadores, cuando los dos, Galdeano y Obrayan, me miraban a lo lejos, desde el otro lado del río, sonriendo. Lloré como nunca había llorado, y nunca supe si la causa era la tristeza o la intuición de la desgracia que, al final, siempre nos atrapa entre sus garras. Sólo sé que lloré.

Acabo de escuchar en la televisión española que 125 millones de personas en todo el mundo padecen hoy de depresión. Un amigo y compañero de la oficina está internado en una clínica por esta razón (u otra semejante). Según me cuentan, se ha tomado tres botellas de güisqui, a las que ha acompañado seguramente de alguna otra cosa, pues, de otro modo, es inexplicable que en tan magro cuerpo haya podido caber tal cantidad de alcohol. Mi amigo es un artista con dificultades para enfrentar cada mañana la vorágine de su trabajo y la responsabilidad de sus afectos. Tiene un vacío enorme dejado por una ausencia de mujer. Mi amigo está triste, pero su alma herida es un grano de arena en un desierto de melancolía. ¿Quién puede explicar la superabundancia de la tristeza en este mundo en el que el desarrollo y el sueño del progreso deberían haberla eliminado de una vez para siempre? ¿Qué falla en un sistema tan cargado de promesas y efectos electrónicos por computadora? ¿Por qué todos nos vemos obligados a renunciamientos esenciales que nos ponen al borde del abismo? 125 millones de hombres son demasiados millones de hombres. Es una cifra grande que recuerda la contundencia de los números en el extenso prólogo de Sartre al famoso libro de Fannon. Una enorme humanidad   —325→   precipitada en los infiernos. Son demasiado grandes las cifras de esta humanidad. Nunca antes, probablemente, fue la Tierra habitada por tanta tristeza. Ni tan profunda. Ni tan densa y oscura. Tan negra y turbia. Jamás tuvo tantos rincones la pesadilla. ¿A quién culpamos? ¿A Dios o a nosotros mismos? ¿Por qué seguimos empeñados en hacer el terrible camino que nos trazan desde el sistema y que nos hunde en la tristeza? ¿Qué pretendemos ser? ¿O ya no pretendemos ser? ¿Hemos dejado de ser, renunciado a seguir siendo hombres en nombre del éxito y de la apariencia? Es probable. New Age. Un alemán imbécil dice en el diario que a él le gusta vestir entre lo adecuado y el chic. Agréguese a ello que este imbécil es agregado en su embajada. Ecologismo, deporte, dieta y cunicultura. Moda light. La onda del día y del futuro. De todo un poco, como en botica. La clínica en la que mi amigo Ramón está, en este momento, haciendo su cura de sueño y desintoxicación se llama Santa Catalina. Ponemos a los infiernos los nombres más inocentes y atractivos. Nunca antes fuimos los hombres tan felizmente desgraciados.

Enero fue un mes implacable. El sol salía cada mañana hacia las cinco y estallaba en hogueras incendiarias sobre nuestras cabezas. No llovió una sola vez a lo largo de aquel interminable mes canicular. Un riachuelo que partía en dos la estancia y que discurría muy cerca de la casa dejaba deslizar cansinamente sus aguas entre bejucos agostados. Las siestas guardaban en sus horas el sabor amargo de reiteradas eternidades. Pastosas, densas, crujientes, masticables como panes recién salidos del horno. Así eran las horas de la siesta del verano. Las hamacas recibían nuestros cuerpos agotados, y tratábamos de aliviar nuestros sofocos y sudores con agua endulzada con miel, tragos prolongados15 de néctares que jamás eran suficientes para la sed que nos ahogaba. Salitrosos chorros de sudor manaban   —326→   de mi cuerpo y lo recorrían de arriba abajo y ni siquiera en las noches eran suficientemente fuertes ni frescos los vientos cuando se levantaban. Las hojas quedábanse quietas en los árboles, como en un cuadro, sin un soplo de viento capaz de moverlas. En aquellos días de verano sólo se podía dormitar, cerrar los ojos, abandonarse a la fantasía y navegar en la imaginación hacia otros lugares. Vivíamos todos un sueño brillante y siniestro, encerrados en él, sin esperanza. Desde el corredor yeré de la casa de Pedro, veía a los peones de la estancia cabalgar al paso con sus sombrerones de paja a la cabeza y a sus mujeres cargando despacio los cántaros de agua hacia sus casas. Caminaban erguidas, majestuosas, descalzas, como cariátides arrancadas de los viejos templos de piedra, humanizadas y puestas a caminar por las picadas de la selva. Y, cuando los veía (y las veía), no sabía si los veía o los soñaba, pues tal era la pereza que me invadía que ni siquiera podía tomar conciencia clara del lugar y el momento en los que estaba.

El 2 de febrero de aquel año llovió. Era domingo, víspera de San Blas, y, a primeras horas de la mañana, los trabajadores y sus familias se habían acercado a la capillita para escuchar de labios de Manuela la vida del santo armenio y la del venerable Pedro Claver, apóstol de los esclavos negros de Cartagena. Terminó la lectura, y uno de los peones recitó un romance en perfecto castellano acompañado del rasgueo de una vihuela:


Santo Tomás iba un día
orillas del Paraguay
aprendiendo guaraní
para poder predicar.
Los jaguares y los pumas
no le hacían ningún mal,
ni los jejenes y avispas,
ni la serpiente coral.
Las chontas y matacúes
palmito y sombra le dan;
el abejón le convida
a catar de su panal.
—327→
Santo Tomás los bendice
y bendice al Paraguay.
Ya los indios guaraníes
le proclaman capitán.
Santo Tomás les responde:
«Os tengo que abandonar
porque Cristo me ha mandado
otras tierras visitar.
En recuerdo de mi estancia
una merced he de dar,
que es la yerba paraguaya
que por mí bendita está».
Santo Tomás entró al río
y en peana de cristal
las aguas se lo llevaron
a las llanuras del mar.
Los indios de su partida
no se pueden consolar
y a Dios le piden llorando
que vuelva santo Tomás.



En el mismo momento en el que el peón terminó de recitar el romance del paí Zumé, atronó mis oídos el espantoso ruido anunciador de la tormenta. Todos comenzaron entonces a cantar a la Virgen María en guaraní, a la Tupá-sy eté, verdadera madre de Dios, como la llaman, y a rogarle protección y defensa contra los rayos y las desgracias. Quien rezaba, quien cantaba, quien se ponía de rodillas con los brazos en cruz y la mirada perdida en el retablo del altar mayor. Las primeras gotas de lluvia cayeron con fuerza inusitada, y en pocos segundos todo se oscureció, y tuvimos que encender las velas para vernos las caras. Manuela dirigía el coro de los niños y las mujeres y ponía en hacerlo fervor y pasión y una gracia que iluminaba su rostro y teñía sus mejillas. Estaba hermosa, y yo la miraba arrobado, porque en ese momento era en ella en lo único que podía pensar, y su imagen era la única que identificaban mis ojos y que reconocía mi mente. La luz de velas y de candiles dábale a la pieza en la que estábamos un aire frío de cementerio. El ruido de la tormenta era atronador, y las voces del coro de los niños y mujeres elevábanse apenas entre los truenos y el interminable golpeteo de las gotas de lluvia contra el tejado. Éramos todos como sombras chinescas proyectadas contra las paredes de la capilla cuando   —328→   un rayo la iluminaba con su fulgor deslumbrante, y era entonces cuando las voces se levantaban con más fuerza buscando traspasar el techo, el manto de nubes y los astros ocultos hasta llegar al cielo, ese desconocido lugar en el que la Tupá-sy se encontraría dispuesta a atender los ruegos de sus devotos hijos perdidos en las tinieblas de la vida.

Quedamos atrapados durante cuatro horas en la capilla, y ninguno de cuantos estábamos osó abandonar el lugar, ni los cánticos a la Tupá-sy eté inmaculada, que seguían, uno tras otro, siempre variando de melodía y de letra, elevándose a los cielos con idéntica fuerza a aquella con la que la lluvia se precipitaba sobre todos nosotros. La amenaza descendía de las nubes, y los ruegos se elevaban al cielo pidiendo paz. La tierra hervía a nuestros pies, y se levantaban de ella los vapores de la calina que nos envolvía. Sudábamos a chorros en la oscuridad de la espelunca (que no otra cosa parecía a nuestros ojos) en la que nos amontonábamos, como se amontonan las fieras en sus cubiles cuando las tinieblas cercan el mundo y todo desaparece a nuestros ojos. Comprendí entonces el valor y el sentido de la plegaria y la necesidad de los hombres de vernos protegidos de los males que ignoramos. Intrusos en un mundo ajeno, nos sentimos señores, emperadores de una casa que no nos pertenece y en la que actuamos como ladrones, predadores, bandoleros. Vivimos en medio de una naturaleza que nos ignora y que, sin embargo, padece a diario los violentos embates de nuestra soberbia. Y somos pequeños, muy pequeños, minúsculos, insignificantes ante la inmensidad de lo creado, granos de arena perdidos en la gran playa del universo. ¿En qué fundamos el orgullo que nos hace sentirnos los reyes del mundo? ¿Qué somos cuando el rayo cruza el cielo relampagueante y temblamos ante el estruendo de su furia? Vivimos ignorantes de nuestra pequeñez   —329→   y nos aterrorizamos cuando la descubrimos. Pese a ello, nos sentimos señores y dueños del universo. Pensando en estas cosas, me puse de rodillas y recé en silencio.

Al mediodía escampó, y abandonamos todos la capilla. Salió el sol con fuerzas renovadas, y la sensación de sofoco se incrementó con los vapores que exhalaba la tierra húmeda. Eran las plantas (todas las plantas) obras de arte puestas ante mis ojos, joyas encantadas trabajadas por la mano de un mágico escultor, y las flores descubrían entre el verde omnipresente de la selva sus colores más encendidos. Los pájaros cantaban y revoloteaban entre el follaje y las ramas de los árboles. Era el renacimiento de la vida: el aire quieto, la tierra queda, el cielo sin nubes, despejado, y todas las criaturas en movimiento, excitadas por sentirse de nuevo vivas. En el camino hacia la casa hube en varias ocasiones de prestar mi brazo para que, apoyándose en él, pudiera Manuela salvar los charcos de agua turbia que amenazaban mancillar la belleza impoluta de sus zapatos y el ruedo inmaculado de su vestido blanco. Así, tomados del brazo como dos enamorados, recorrimos las pocas varas de distancia que nos separaban de la casa. Al subir la escalera que conducía al corredor sentí la suavidad de su caricia a través de la burda tela del algodón de la camisa que cubría mi piel, y creo (aunque no podría asegurarlo) que, en ese momento, se encendieron mis mejillas.

Sentí un ventarrón caliente que subía por mi pecho y que ahogaba mi garganta y la miré a los ojos, como si buscara en la insondable profundidad de sus pupilas la respuesta al misterio del amor. Fueron apenas unos segundos. Dos. Tres. Quizá, menos. No estoy seguro. Su padre esperaba a la puerta de la casa para darnos la bienvenida. Me percaté de su presencia muchas horas más tarde, cuando ya el día había fenecido, y todos nos habíamos retirado a descansar.   —330→   Aquellos segundos fueron eternos para mí, y todavía los vivo intensamente y me emociono al recordarlos. Lo que vi fue un destello, un brillo particularmente acuoso y tierno en el que se me representó de golpe, como en un retablo, la belleza de su alma. En ese momento sentí que me amaba tanto como yo mismo la amaba, y desde entonces jamás he dudado de su amor. Me habría gustado tomarla en mis brazos y apretarla contra mi pecho, mas era tan intensa y de tal naturaleza la emoción que me embargaba que perdí los sentidos y comencé a moverme y a hablar de manera mecánica, como si yo no fuera yo, como si no estuviera donde estaba, porque, en verdad, no era ni estaba, sino fuera de mí, tratando de penetrar a escondidas en su alma y adentrarme en sus misterios. Durante toda la noche la vi con los mismos ojos. Cené con ella y con su padre, y Pedro contó (tal vez) algunas historias de cuando fue marino, pero yo no lo escuché, ni entendí, ni recuerdo una sola palabra de cuantas dijera. Mi sola atención estaba en ella, y todos mis sentidos estaban abiertos exclusivamente a ella, interesados en ella y sólo en ella. Y creo que a ella también le ocurría lo mismo. ¡Qué dicha la de aquella noche! ¡Qué dicha la de los días que siguieron a aquella noche bienaventurada! ¡Qué dicha, en fin, la de aquel tiempo feliz y despreocupado en el que me despertaba escuchando el canto de los pájaros y volaba a su encuentro para darle los buenos días!

A partir de ese momento, sólo el nombre de Manuela fue grato a mis oídos. Manuela sonaba musical y dulce, tierno y lleno de sentido. El de Manuela era el único nombre de mujer que reconocía mi corazón enamorado. Estaba lleno de ojos negros y de brillo en las profundas pupilas de mi amada, de suspiros y de risas, de gestos encantadores, de manos suaves que acariciaban los tejidos de ahopoí, de alegría, lleno de ternura y de suavidad, lleno de misterio y de gozo, de cabellos nigérrimos y de talles de junco, de labios como cerezas maduras   —331→   y de mejillas de seda y terciopelo. Manuela era plegaria y canción, sonido de campanas matinales y de violines, susurro del viento, el primer rayo de sol en un atardecer lluvioso, la llama que se levanta en la noche hacia la luna. Manuela lo era todo. Y no sólo era música y sonido y maravilla. También era color y forma: Manuela tenía el verde esmeralda de algunas manzanas y el azul de los buenos días soleados. Manuela tenía el aroma de la flor de coco, el olor del pan recién salido del horno, el encanto embriagador de los jazmines. Y era cielo y tierra y planta y agua y flor y cascada y piedra y plateado pececillo que escapa entre nuestras manos y libélula y picaflor. Manuela lo era todo: sonido y color, forma y misterio. Nunca he podido, ni podré jamás (¡jamás, jamás, jamás!), describir los encantos de mi amada, describirla a ella, a Manuela, a quien quedó confundida para siempre entre las orquídeas y las melodías de los arroyos cantarines de la selva. Manuela es hoy, para mí, agua limpia y selva, naturaleza pura con la que espero confundirme cuando me alcance la hora de la muerte. ¡Y cómo la espero!

Y, así, día tras día, yo buscaba sus ojos y los encontraba cargados de mensajes. Nada nos decíamos sino con los ojos, y su padre, que al fin se dio cuenta de la pasión que a ambos nos embargaba, comenzó a observarnos, a espiar nuestros pasos y nuestras miradas, celoso de su niña, de quien para él lo era todo y sin la que le habría resultado difícil seguir viviendo. Pero el amor es sabio y halló la forma de que Pedro ignorara nuestros encuentros y nada supiera de nuestros besos inocentes y de nuestros abrazos. Habíale dotado la naturaleza a Anastasia de un espíritu juvenil y de una imaginación fértil, y en ninguna otra cosa pensaba la anciana en aquel tiempo sino en ver casada a su ama y en saber que disfrutaba los gozos de Himeneo, como ella habíalos disfrutado en su juventud. Habíase, además, aficionado a   —332→   mi persona, que no encontraba en toda la provincia mejor partido para Manuela, pese a saber que no contaba con una mínima fortuna que asegurara su futuro.

-No son muchas -decíale yo- las ventajas que ha de obtener de mí, que el sueldo de capitán no da sino para ir tirando.

-Ya aprenderá vuesa merced a incrementar los caudales que la fortuna ha puesto en manos de Pedro, que, en sabiéndolo hacer, todo tiene arreglo por ese camino.

A primeras horas de la mañana, mientras Pedro aún dormía, Anastasia hacía que Manuela se levantara y saliera al jardín a encontrarse conmigo en un lugar discreto y escondido a los ojos de los impertinentes. Allí pasábamos juntos no más de una hora, pero ¡qué rápido pasaba el tiempo y qué felices éramos durante aquellos minutos! Hablábamos poco, porque Manuela no era de mucho hablar, pero nos mirábamos sin cansarnos jamás de hacerlo, y yo tomaba sus manos entre las mías y conservaba después durante toda la jornada (interminable, porque no llegaba nunca la hora del reencuentro) la indescriptible sensación de su caricia.

-Renunciaré al ejército y nos casaremos -le dije un día.

No me contestó. Sólo apoyó su cabeza en mi pecho y dejó que le acariciara el cabello. El lugar en el que nos citábamos era una pradera cercana a la casa, escondida entre arbustos. A uno de sus lados discurría un arroyo, y nosotros mirábamos correr el agua limpia e imaginábamos que, siguiendo su curso, habríamos de llegar al Paraná y al mar y a donde fuere necesario, si necesario fuere buscar la salvación de nuestro amor en la escapada. El suelo estaba siempre alfombrado de flores pequeñitas y coloridas, y la hierba era fresca en las primeras   —333→   horas del día. Pese a la proximidad del arroyo, no abundaban los mosquitos ni las alimañas, y era una bendición simplemente estar ahí, sentado en la hierba contemplando cómo se levantaba el sol por el oriente.

Así pasamos varios meses sin que Pedro supiera a ciencia cierta de nuestros amores, aunque para nosotros era claro que los sospechaba. Un día, cuando yo tenía entre las mías sus manos y nos mirábamos a los ojos sin decir palabra, escuchamos cómo se quebraba una ramita cerca de donde estábamos. Levantamos la vista al mismo tiempo, y vimos a Pedro que, de pie, nos había estado observando a su antojo durante varios minutos.

-¿Así es como paga el caballero la hospitalidad que se le ha dado en esta casa?

La voz de Pedro sonó con la potencia del trueno. Vi cómo a Manuela se le demudaba el rostro y cómo buscaba mi protección con sus ojos. La atraje hacia mí y la abracé. Pedro se abalanzó hacia nosotros, pero a los pocos pasos se detuvo. Noté su rabia contenida y su impotencia. Si en ese momento yo decía o hacía algo inapropiado, podía suceder cualquier cosa. El sol se levantaba, y toda la selva era un solo canto de pajarillos. Pedro se mordía los labios. Manuela lloraba en silencio, contra mi pecho.

-Yo he de dar a vuesa merced una satisfacción de caballero -le dije, midiendo y pesando lo mejor que pude cada una de mis palabras-, que no está en mi intención sino el casarme con su hija, a la que he respetado, respeto y respetaré y a la que quiero más que a mí mismo y más de lo que a nadie he querido en esta vida.

-¿Y así es como vuesa merced paga su cariño, abusando de su inocencia?

  —334→  

-Jamás lo he hecho, señor, que si nada le he comunicado de todo ello a vuesa merced ha sido más por timidez que por falta de deseos, que éstos siempre los he tenido, aunque el temor me haya impedido manifestarlos.

-Temor que no le ha impedido, según veo ahora, cortejar a Manuela.

-A la que haré mi esposa, si vuesa merced me lo autoriza.

Pedro Mena se llevó la mano derecha a la barbilla y quedó pensativo y callado durante varios segundos. De pronto, se puso a pasear de un lado para otro. Lo hacía con violencia, como si su pensamiento le obligara a ello. Iba y venía. Se detenía, nos miraba de hito en hito, como si tratara de reconocernos, y emprendía la marcha que había, por unos segundos, interrumpido.

-Está bien -detúvose de golpe frente a nosotros-. Mas, ¿cómo hará vuesa merced para cumplir la misión que le ha encomendado el señor virrey?

-Pensaba, señor, abandonar el ejército.

-No es posible, sin atentar contra su honor de soldado.

-Más me importa el amor de su hija, señor.

-Han de importarle ambos, caballero, que no hay vida que valga la pena de llamarse tal que no se sostenga en el honor, y yo no estoy dispuesto a que mi hija sufra las resultas de su pérdida por parte de vuesa merced.

-No he de perderlo, se lo aseguro.

-Así lo espero.

Aquella mañana acabamos abrazándonos los tres, pero yo también terminé prometiendo que, en cuanto disminuyeran los calores, reemprendería el viaje que iniciara en Asunción y al que habría de   —335→   entregarme por entero. También prometí que, una vez terminado éste, volvería a Asunción, donde redactaría el informe para el señor virrey, liquidaría el negocio de telas o la parte que me correspondiere del mismo y pediría y esperaría mi excedencia desde el despacho del señor gobernador. En otras palabras, hube de prometer que, en el breve espacio de uno o dos años, como máximo, habría de arreglar y disponer todas las cosas de tal manera que me fuera posible desposar a Manuela y establecerme en la estancia.

En Paraguay el entusiasmo patriótico futbolero ha crecido en los últimos días con el empate de su selección frente a la argentina en Buenos Aires. El empate a un gol ha sido recibido como una victoria paraguaya. El héroe ha sido un arquero de nombre Gilabert o Chilavert. Entiendo que, en algún momento, fue portero del Real Zaragoza (tendría que consultar este dato). Ahora juega en Argentina, donde la popularidad de que goza entre los aficionados a tan curioso deporte (que parece integrar el 100% de la población económica activa del país) le autoriza, siguiendo los pasos de otros no menos pintorescos ejemplares heroicos populares, a decir y hacer cuanto le viene en gana sin dar cuentas a nadie. Maravilloso. Las cosas que dice no tendrían la menor importancia, si los diarios no se hicieran eco de sus boutades. La fama lo ampara y convierte sus boutades en citas memorables para sus hinchas. En Paraguay ya se está pensando en proponer a este personaje como candidato a la presidencia en las próximas elecciones generales. La presidencia de la república es, en Iberoamérica, la culminación de todos los sueños y de todas las ambiciones. Los famosos (futbolistas, cantantes, modelos, actores, reinas de belleza) son hoy como los reyes en la Edad Media: los únicos a los que nadie se atreve a pedir cuenta de sus dichos ni de sus actos. Tácitamente, aceptamos que sean como niños: irresponsables ante las leyes. Tal vez   —336→   sea cierto que los necesitamos. Por algo los creamos y creemos en ellos. Si la modernidad nos dejó sin personajes sagrados (y sin el mismo concepto de sacralidad), a alguna parte tendremos que ir a buscarlos para satisfacer la necesidad que, según parece, seguimos teniendo de su existencia. Hoy, el rey sagrado del que habla Frazer cumple su función durante un tiempo y muere ahogado en el silencio que tejen los medios en torno a su persona. No es el mismo rey, ni quien lo sustituye se mancha las manos en su sangre, pero el ciclo se cumple y el rey muere en el mayor abandono y en el más absoluto silencio. No todos pueden resistirlo. Los levantamos y los derribamos de su trono. Seguimos siendo tan crueles como siempre. La conquista de la libertad se hace más difícil con el peso de tantos asesinatos.

Partimos el miércoles, segundo día de abril. Pedro Mena había puesto a mi disposición cuatro magníficos caballos, el matalotaje y el viático necesarios y a uno de sus mejores peones, un mestizo fornido y alto, de no más de veinticinco años, valiente como nadie, buen baqueano y mejor cantor. Llamábase Eusebio Pindú, y tenía, debido a una caída de caballo que lo marcó para siempre, un corte que afeaba su rostro, del que destacaban una barba abundante y oscura y unos ojos grandes y negros. Era un hombre alegre y divertido, caliente como una brasa, que no paraba de contar pícaras historias de amor totalmente imaginarias. Soñaba con vivir algún día en Asunción o en Buenos Aires y aprovecharse de las ventajas que estas ciudades podían ofrecerle para su medro. En ocasiones, más imaginativo, llevaba su fantasía a París, a Londres y hasta San Petersburgo, por cuyos palacios deambulaba sin tregua persiguiendo un ideal de amor tan rubio como imposible. Quedábase en ocasiones como alelado en un cerrado mutismo que, de repente, rompía con una carcajada. En otras, no paraba de cantar, que pocos he   —337→   conocido con un repertorio tan amplio de coplas y de romances. Hablaba muy bien el guaraní y no peor el castellano, y, cuando ambas lenguas le faltaban, se hacía entender a la perfección por señas, que para todo movía las manos y ponía gestos en el rostro mucho más decidores en ocasiones que sus palabras. Y, así, el viaje fue, desde los primeros días, aunque doloroso para mí por la ausencia de Manuela, entretenido e interesante, pues, a medida que avanzábamos hacia la Misión de San Carlos, más y mejor conocía aquellas tierras por las explicaciones que de todas las cosas que veíamos me daba Eusebio.

A los pocos días de nuestra partida tropezamos con las orillas de la laguna Yverá. Fórmase la laguna con humedales unidos entre sí por riachuelos clarísimos en los que crece el camalote, hierba abundantísima de la que se alimentan los peces y las tortugas. Forma unas como islas en ocasiones extensas que confunden la vista del viajero, pues es tanta y tan apretada desde la raíz que más parece hierba crecida en tierra firme que otra cosa. Abundan en esta laguna los grandes peces, todos ellos sabrosísimos, en especial el que llaman dorado por su color, y los yacarés, que son lagartos muy grandes y peligrosos que viven en sus aguas. También los que llaman carpinchos, una especie de pequeños cerdos más parecidos a los conejos o a los cuyes del Perú que a animal alguno, pero mucho más grandes, que en aquel viaje llegamos a cazar varios que pesarían hasta cinco arrobas de buena carne. Lo que hay de maravilloso en toda la tierra por la que pasamos es el paisaje: los enormes árboles que entrecruzan sus ramas en las alturas formando bóvedas y cúpulas de singular belleza, umbrías y misteriosas, las retorcidas formas de sus ramas y raíces, que salen de la tierra como si trataran de escapar de un infierno al que se saben condenadas, los bejucos que se descuelgan desde lo alto, la maravilla de los filodendros de   —338→   grandes hojas que se enroscan como serpientes en los gruesos troncos a veces horadados por plantas aún más pequeñas y en cuyos accidentes, semejantes a valles abismales, crece el esplendor de las orquídeas. ¡Oh las orquídeas! ¡Qué variedad y qué colores! ¡Cuánto brillo, belleza y fugacidad! ¡Y las praderas! En torno a la laguna, las praderas limitadas por la selva permiten que la vista descanse de tanto esplendor. En ellas pastan caballos cimarrones y por ellas cruzan, furtivos y siniestros, los grandes tigres que, ante nuestra presencia, vuelven a esconderse en la selva umbrosa de la que salieron.

Vuelvo a sentirme ahora como entonces y me encuentro en una mañana otoñal, húmeda y fría junto a aquella laguna en la que la vida parecía hervir a nuestros pies y cuyo cielo era cruzado constantemente por toda clase de aves y pájaros singulares. Y vuelvo a emocionarme. Siento lo mismo, idénticas sensaciones recorren mi cuerpo encerrado entre estas cuatro paredes de mi celda de enfermo desahuciado, entre las cuatro paredes de este caserón desde el que veo el río que se desliza lentamente hacia aquellas selvas tan amadas. Allí están. Desde mi ventana intuyo su silencio y su grandeza y veo a Manuela corretear cerca de la casa, reír y jugar con los niños más pequeños, con los hijos de sus peones, a los que toma en brazos y los besa. Y vuelvo a viajar en mi imaginación, dejando atrás la maravilla especular de la laguna Yverá a la hora de la siesta o cuando el sol desciende presuroso hacia occidente en su inevitable carrera hacia la muerte. Y entiendo. Sé ahora que la naturaleza es ajena a cuanto yo piense sobre ella y a los sentimientos que pueda despertar en mí. Sé que su belleza no responde a orden alguno y que sólo los hombres podemos imaginar el cosmos, porque éste es una ficción con la que un dios perverso nos ha tentado desde el comienzo de los tiempos. Todo ha sido creado para nuestro   —339→   engaño, para que vivamos fascinados por lo que no es y para que, desde ese no ser, desde la nada misma, creamos16 lo que es, pero que tan sólo puede serlo en nuestra mente y en nuestro lenguaje, el instrumento del que ese mismo dios nos ha dotado para construir un mundo cuya realidad desaparece ante nuestros ojos cada milésima de segundo. La trampa de la naturaleza es la trampa inventada por ese dios, el cerco que pone a nuestra ambición de llegar a ser como dioses, de ser dioses nosotros mismos, de poder crear lo que imaginamos perfecto y acabado. La naturaleza es caos, y nuestra blasfemia consiste en imaginar un orden oculto y hacerlo evidente. Ahora entiendo. No somos dioses, sino esclavos de un dios que jamás acabó la obra que iniciara y que espera que nosotros hagamos el trabajo que él no pudo completar el séptimo día de la creación, no porque estuviera cansado o viejo, agotado tras el titánico esfuerzo de los seis primeros días, sino, simple y llanamente, porque se sintió incapaz de llevar a término semejante monstruosidad. Y esta monstruosidad, este caos que nosotros creemos ordenado y cósmico y que ordenamos a nuestra manera destruyendo todo lo que se halla a nuestro alrededor, es la que a mí me fascina. El hombre ha comenzado a completar su obra, y llegará el tiempo en el que ya no existirán bosques, ni cúpulas umbrías formadas por ramas entrelazadas en lo alto por las que se filtre el sol, ni lagunas, ni mares, ni siquiera montañas. Llegará el día en el que el dominio de la línea recta y del círculo perfecto con todos sus puntos equidistantes del centro se complete. Y, entonces, el mundo dejará de ser y la naturaleza desaparecerá ante nuestros ojos y nos quedaremos para siempre solos en el universo. Entonces seremos como dioses, encerrados para siempre en el infierno del orden y la geometría, un infierno creado por nosotros, por nuestra infinita soberbia, y al que nadie, sino nosotros mismos, nos habrá condenado.

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Cuando pienso en estas cosas, pienso en mi selva: pienso en Yverá. Y pienso en Manuela. Y pienso en mi suerte de loco encerrado en la antigua casa de los jesuitas de Asunción. En los primeros días de mayo todavía nos hallábamos Eusebio y yo perdidos en aquellos bosques y praderas, y una mañana, cuando apenas despuntaba el alba, escuchamos, a lo lejos, sonidos inconfundibles de caballos al galope. El oído atento de mi acompañante supo de inmediato que no se trataba de caballos cimarrones, sino de monturas que cargaban a cuestas con sus jinetes. También lo supieron los animales de la selva, que se movieron inquietos en todas las direcciones, escapando del peligro. Lo supieron los carpinchos, que se metieron al agua con presura. Y los yacarés de córneas escamas. Y las aves coloridas, que revolotearon inquietas entre las ramas de los árboles anunciando con sus trinos su terror. Y los tigres. Lo supo la naturaleza entera, porque lo que se aproximaba al galope hacia nosotros era algo de temer: una partida de jinetes armados hasta los dientes que parecía ser la avanzadilla de un ejército. Llevaban aquellos hombres grandes sombrerones de paja y carabinas al hombro, camisetas sueltas y chamales de algodón con las puntas ajustadas en la cintura. Y traían ésta ceñida con gruesos correajes de los que descolgaban sus cuchillos. Y los correajes venían reforzados con clavos, y la mirada de todos ellos era de fiereza animal, elemental, primigenia. Eusebio y yo supimos que debíamos escondernos y nos escondimos entre la maleza procurando que los caballos no relincharan a su paso y que ningún movimiento, por débil e insignificante que pudiera parecernos, denunciara nuestra presencia. Los jinetes pasaron dejando una estela roja con olor a guerra y chispazos de furia. El sol se ocultó por un momento y las nubes arrojaron sus sombras negras sobre la tropa de bárbaros que asolaba la tierra.

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-Son los hombres de Nicolás -dijo Eusebio, susurrando cada palabra-. Dentro de poco aparecerá el rey con su corte de pordioseros.

Aún tuvimos tiempo de prepararnos para su llegada y elegir los mejores sitios para observar. Nuestros17 caballos fueron convenientemente sujetados, les ajustamos los bocados y muserolas para evitar que relincharan y ambos nos situamos detrás de uno de los árboles más frondosos que jamás haya visto, a cuyos pies crecía un denso matorral que añadía seguridad al artificio que habíamos creado para ocultar nuestra presencia. Sería ya el mediodía. Las nubes íbanse oscureciendo, y el agua de un riachuelo que discurría a nuestras espaldas había cambiado de color. Flotaba en el aire la amenaza de una tormenta. Los pájaros buscaban su seguridad entre el ramaje de los árboles sin apenas moverse. El silencio era espeso y húmedo y se podía mascar. Cada bestezuela del bosque buscaba su cobijo. Los yacarés en el agua, las aves y los tigres en la espesura de la selva. Las serpientes, lagartos y alacranes la buscaban entre los matojos. Nada se movía. Ni siquiera las hojas de los árboles eran azotadas por el viento. No soplaba. Todo habíase aquietado, como si las plantas y los animales esperaran lo que estaba a punto de suceder. Hasta el aire era silente. Y el agua. Y, de pronto, comenzamos a oír, al comienzo apenas imperceptible y, luego, con fuerza e intensidad crecientes, la música de los tambores. El rey anunciado por Eusebio estaba cerca. Los heraldos de su corte lo precedían. El paraíso comenzó a llenarse de ruidos infernales, y hasta las nubes, que habían respetado el profundo silencio de la selva, comenzaron a tronar, como si con sus terribles ruidos quisieran poner en evidencia su disgusto.

Los primeros en aparecer en aquella pradera bordeada por la frondosidad de la selva y los camalotes de la laguna fueron soldados de a pie armados hasta los dientes y jinetes en jacos achaparrados de   —342→   coloridos jaeces. Detrás venían los músicos y más soldados y, en el centro, cortesanos, ministros, tenientes y magistrados de aquel monarca vestidos con largas túnicas de colores y sombreros empenachados rodeando las elevadas andas que veinte musculosos indios semidesnudos cargaban sobre sus hombros. En las andas, elevándose sobre todos, hallábase un trono de madera dorada y, sentado en el trono, revestido con todos los atributos de la majestad, el rey dormitaba. Parecía un gigante recién nacido. La retaguardia del ejército estaba formada por mujeres y niños y por un conjunto variopinto y extravagante de negros de África y europeos de todas las naciones, que habían llegado hasta aquellas tierras en busca de fortuna. Dirigíanse hacia el norte abriéndose paso entre los esteros y la selva y habían llegado a aquellas praderas, en las que pacían los caballos salvajes y abundaban los tigres, hambrientos de riquezas y sedientos de sangre. En sus caras llevaban dibujadas la ambición y la crueldad. El paso de aquellos infames era firme y decidido, fuerte, y, entre quienes cerraban el cortejo por el sur, los negros cimarrones, apenas cubiertas sus partes verendas con deshilachados calzones de sucia bayeta, ensayaban, a manera de una zarabanda, los pasos de un baile asaz escandaloso. Algunas mujeronas que caminaban junto a ellos los imitaban, y había una, de potorrón empinado, color cetrino, ampulosa de caderas y bemba sobresaliente, que, en el trance de agitar sus hombros al ritmo de los tamboriles, cayó en éxtasis de lujuria y dio con todas sus arrobas en el suelo. Al punto, echáronse sobre ella cinco individuos mal encarados que pretendían mojar sus bollos recién horneados en las mantecas de la mulata. Los niños reían de las ocurrencias de sus mayores, a las que tomaban por juegos, y la alegría de estos últimos contagiose de tal manera a toda la comitiva del monarca que ésta se detuvo a un gesto de quien, hasta ese momento, habíanos parecido a Eusebio y a mí más una guagua grande y mantecosa que el rey   —343→   coronado de aquellos bárbaros. Era grueso y lampiño, y por sus formas redondeadas y su casi absoluta carencia de cabello en las partes visibles de su anatomía más parecía un eunuco del serrallo del bey de Argelia que el emperador de los mamelucos, como lo llamaban en aquellas latitudes. Eran sus ropas no menos extravagantes que su figura, y, si ésta era gruesa, brillante y lechosa, pulida y lustrosa como la de un cerdo cebado con papas y berzas, los coloridos brillos del raso con que habíanle fabricado amplios calzones abombados y unas camisas de grandes botones de metal destacaban sus opulencias de castrado. Desde el escondite en el que nos hallábamos, nuestros ojos veían a un monstruo dormilón al que sus cortesanos abanicaban incesantemente para evitarle las torturas del sudor. El monstruo reía y mostraba sin pudor una boca enorme y vacía de la que escapábanse unos gritos agudísimos que sus seguidores festejaban a risotadas. A una orden que diera aquel rey con un gesto de su mano, los fornidos indios que lo cargaban dejaron las andas en el suelo, y la negra caderona que, minutos antes, había caído en un éxtasis de lujuria se encaramó hasta el dorado trono del monstruo y, tomándolo en sus brazos infames de tarasca, comenzó a lamerlo y a manosearlo, a arrancarle la ropa a manotazos mientras los demás demonios de aquel séquito infernal se entregaban a las más inquietantes aberraciones de la carne. Los jinetes y soldados que abrían la marcha del ejército se detuvieron y volvieron sobre sus pasos para participar de la orgía. El suelo de la pradera era un revoltijo de carnes desnudas y de cuerpos entrelazados sobre los que las negras nubes de tormenta cerníanse amenazadoras. Retumbaron en nuestros oídos los primeros truenos, y la creciente oscuridad se vio de repente quebrada por el brillo cegador de los relámpagos. La negra habíase sentado sobre el rey de aquellos bárbaros con las piernas abiertas y, dejándose llevar por el frenesí de la orgía, desnudábase y se contoneaba al ritmo de aullidos   —344→   felinos que podían escucharse a varias leguas a la redonda. Las demás mujeres imitábanla con otros hombres, y hasta los niños reproducían a su manera los juegos de los adultos. Veíanse tres y hasta cuatro cuerpos fuertemente entrelazados, bultos informes en los que resultaba difícil adivinar a quiénes pertenecían los brazos y las piernas y a quiénes las cabezas. Todos aullaban como lobos y emitían gritos disonantes que competían en intensidad con los ruidos atronadores de la tormenta. Senos, glúteos, piernas, brazos y cabezas: bajo la tenue luz del día, mi compañero y yo veíamoslos a todos confundidos en una masa amorfa y monstruosa. La oscuridad se espesaba como un jarabe en la retorta de un boticario. Nuestros ánimos estaban en vilo, atrapados entre el horror que contemplábamos y el terror que nos infundían los truenos y los relámpagos.

Por fin comenzó a llover. Primero fueron gotas gruesas y espaciadas en el tiempo. Sentimos que golpeaban las hojas del gigantesco árbol bajo el que nos habíamos protegido. De repente, la lluvia se detuvo y, por unos segundos, tuvimos la esperanza de que el cielo recobraría la luminosidad perdida. Pero no. Las tinieblas volvieron y se espesaron. Parecía de noche. Sólo la intensa luz de los relámpagos que comenzaron a cruzar el cielo en todas las direcciones nos permitía observar en detalle lo que estaba ocurriendo en la pradera. Ninguno de los bárbaros habíase atemorizado ante la furia de la naturaleza, y estaba claro para nosotros que era mucho más fuerte su deseo que su temor, la calentura que los consumía que el miedo a la muerte. La negra seguía agitándose sobre el cuerpo del rey, y el monarca, hinchado y mantecoso, veíala bailar sobre su abultado vientre, impotente para satisfacer los deseos de la mulata. Comenzó a llover con fuerza. En pocos minutos todo se encharcó. Las gotas de lluvia, gruesas y cálidas, caían con fuerza sobre las cabezas   —345→   y los cuerpos de todos, pero ni los golpes de la naturaleza parecían tener la suficiente fuerza para hacer variar un ápice los propósitos de aquella tropa de energúmenos. Caídos en el suelo, rodando sobre sí mismos, embarrábanse de la cabeza a los pies sin que les preocupara en absoluto su apariencia. Era un espectáculo extraordinario que Eusebio y yo observábamos aterrorizados sin poder dar crédito a nuestros ojos.

Por espacio de dos prolongadas horas estuvo lloviendo de manera ininterrumpida, y, en todo ese tiempo, ninguno de aquellos salvajes abandonó su puesto en aquella especie de aquelarre en el que el rey castrado y mantecoso hacía las veces de un macho cabrío impotente e inútil. Más bien parecía que la amenaza del cielo incrementaba el rijo de los bárbaros y que la lluvia que caía ininterrumpidamente sobre sus desnudos cuerpos, en vez de enfriarlos, conferíales nuevas fuerzas para satisfacer sus apetitos. Eusebio y yo nos acurrucábamos bajo el árbol gigantesco que nos protegía de su vista, temerosos de que nos descubrieran los soldados y de que un rayo fuera a dar sobre él y nos arrastrara hasta los abismos de la muerte. ¿Quién movía a aquellos bárbaros a abandonarse tan libremente a los instintos de la carne, tan sueltos y despreocupados? ¿Qué fuerza desconocida los empujaba a semejante desenfreno? Mientras seguía cayendo la lluvia, yo me hacía éstas y otras preguntas semejantes, y Eusebio, que no seguía mis pensamientos, llevábase una y otra vez las manos a la cabeza y se halaba los cabellos, como si con este gesto pudiera alejar de su mente los fantasmas que penetraban en ella. Sospecho que él se imaginaba en las puertas del infierno, y que, en su delirio, aquella bola de manteca que se sentaba en el trono sobre las andas, más que un rey de este mundo, éralo de las profundidades del averno. Como tal, presidía el aquelarre.

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Cuando dejó de llover, todavía permanecieron algunos echados en el suelo, revolcándose en el lodo. Todo era lodo e inmundicia en la corte nómada del rey bárbaro. Aunque el cielo tenía más luz y las nubes se aclaraban, intermitentemente caía alguna llovizna menuda y cruzaban el cielo los relámpagos. La tormenta se alejaba hacia el norte movida por un viento suave y frío cuyo rigor, empero, no parecía afectarles en absoluto. Nuestros caballos, que durante el tiempo que duró la tormenta revolvíanse inquietos poniéndonos de continuo en trance de ser descubiertos por los soldados de aquella horda, tranquilizábanse ahora con sólo pasarles la mano por el cuello o acariciarles los flancos. Los rayos del sol estaban a punto de quebrar la cerrazón de las nubes, cuando volvió a caer el último chubasco. Fue intenso. Duró sólo unos minutos, pero éstos fueron suficientes para que volvieran nuestros temores. Luego, salió por fin el sol, y era cosa de ver cómo aquellos hombres y mujeres que habíanse revolcado en la inmundicia del barro durante horas estaban limpios y como si acabaran de bañarse y cómo los campos lucían esplendorosos y brillantes, como si todas las cosas hubiesen renacido puras y limpias en el primer día de la creación. Era el primer día de la creación. La misma negra que había estado montada sobre el monarca púsole a este un tricornio de flecos muy vistoso y se apeó de la montura en la que había permanecido durante varias horas, recobrando su apostura de coranvobis. Después, bajó al suelo. En las andas sólo quedaron el rey y sus abanicadores. Al punto, el mantecoso monarca impartió la orden de marchar con un gesto de su mano, y los bárbaros reiniciaron su derrota hacia el norte a través de la selva. Hasta los vestidos que llevábamos se habían secado cuando el último de aquellos siniestros personajes se perdió a nuestra vista tragado por la espesura de aquellos bosques. Desatamos nuestros caballos, los palmeamos un buen rato para darles confianza y tranquilizarlos y, más tarde, los montamos y emprendimos nuestra marcha en dirección contraria a la de la horda de desarrapados.

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¿Quiénes eran éstos? ¿De dónde habían salido? ¿Había sido una alucinación o eran realmente los hombres de Nicolás, el supuesto rey de los indios y emperador de los mamelucos? ¿Eran sólo mamelucos los que lo acompañaban o eran hombres llegados de todos los rincones de la Tierra? ¿Había indios? La mayor parte de aquel ejército estaba compuesta por ellos. También había negros. Y portugueses. Y otros. ¿De dónde habían salido? ¿Quién era, en fin, este rey gordo y fofo, este embutido, esta bochincha de manteca con aspecto de castrado? ¿De dónde nacía su poder? ¿Quiénes lo sostenían?

-Son fantasmas -me dijo entonces Eusebio-. Aquí los trajo un portugués al que le venían persiguiendo desde su tierra. Ahora el portugués es uno más del séquito del rey.

-¿Cómo se llamaba ese portugués?

-No recuerdo bien. En la estancia lo saben. El amo lo conocía.

-¿Y el rey es el famoso Nicolás?

-Sí, el mismo que coronaron los padres cuando no quisieron entregar sus pueblos. Los curas se sabían bien su cuento. Había mucho en juego en aquel trato.

-¿Pero está muerto?

-Nadie lo sabe a ciencia cierta -me respondió, trazando a toda prisa con dos dedos la señal de la cruz sobre su frente-. Nadie sabe si quienes caminan por la selva son muertos o son vivos. Lo que se sabe es que quien se descuida termina siendo atrapado y yéndose con ellos para siempre.

-Así que nosotros hemos tenido suerte.

-Más quizá de la que merecemos.

-Tal vez nos salvó la lluvia.

-Tal vez.

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¿Había sido entonces una alucinación provocada por el aire envenenado y maléfico de aquella selva? Ciertamente aquel rey no parecía tener nada en común con el aventurero español que la croniquilla que yo había leído en Asunción presentaba a sus lectores. ¿Qué influencia podía haber tenido en ella, si es que se trataba de una alucinación, como yo entonces me inclinaba a creer, la proximidad de los esteros pantanosos, qué influencia, en fin, las miasmas que sobre ellos flotan como una neblina turbia y envilecedora, la neblina que, en ese momento, después de la lluvia, volvía a levantarse y a atraparnos en su maleficio? Quise que huyéramos lo más rápidamente posible de aquel lugar y espoleé mi caballo lanzándolo al galope en la inmensa pradera que se perdía hacia el oriente más allá de nuestra vista. Eusebio me siguió. Era ya el mediodía, y ambos teníamos necesidad de reponer nuestras fuerzas con una buena colación después de tantas emociones. No nos detuvimos, sin embargo, hasta pasada la siesta, cuando ya nuestras monturas, jadeantes, daban signos inequívocos de agotamiento y las miasmas de los pantanos habíanse perdido para siempre de nuestra vista. Buscamos un lugar a propósito y descabalgamos: un somontano verde regado por un arroyo cantarín que se precipitaba hacia la llanura entre rocas y cantos rodados. A la orilla del arroyo, un árbol coposo y alto arrojaba su sombra sobre yuyos y florecillas entre las que todavía libaban las abejas y sobre las que revoloteaban inquietos picaflores verdes de plumas tornasoladas, pequeñísimos, minúsculos. Un bosquecillo de cocoteros encaramábase por los ribazos y alcanzaba la cumbre de la colina, y desde la profundidad del arcabuco llegábannos el canto de un pitogüé y el rápido corretear de las bestezuelas que se escondían a nuestra vista. Era un lugar deleitoso, locus amenus para hombre cansado, pequeño paraíso en el camino, un edén que habríamos de abandonar apenas hubiésemos repuesto nuestras fuerzas con las pocas viandas que traíamos   —349→   en aquella ocasión y hubiésemos dado a nuestros cuerpos el solaz necesario para su deleite pasajero. Acabada la frugal comida, Eusebio durmió a pierna suelta, como si el peso de todos los fantasmas lo precipitaran a los abismos de la muerte. Yo no pude hacerlo pese al cansancio (o, tal vez, por el cansancio, que mantenía mi vigilia). Mi pensamiento hallábase con Manuela, y de Manuela íbase a Zaragoza y a Logroño con mi hermana Leona, a Lima y a Asunción, a Samaniego, donde las figuras de mis padres representáronseme, por vez primera desde que los dejara, como las figuras de dos ancianos, tan próximos al fin y tan cerca de mi corazón, cada vez más necesitado de quienes hallábanse ya a punto de abandonarme. Ansiaba ahora, más que nunca, llegar a San Carlos, volver a la estancia de Pedro, redactar mi informe y solicitar mi excedencia. Confiaba en que el virrey no me la negaría. Ansiaba, en fin, quedarme en aquella tierra para siempre con mis sueños y mis nostalgias, porque entonces supe que la nostalgia es también una forma sutil del sueño, la más engañosa quizá, pero no por ello la menos cierta y consoladora.

Cuando Eusebio despertó, ya era tarde y el sol terminaba su derrota en el poniente. El aire era quieto y tibio, y nada parecía perturbar la paz que se respiraba en aquellos parajes. Los gritos y chillidos de algunos pájaros, a la distancia, podían recordarnos, sin embargo, que en torno a nosotros, a nuestros pies y sobre nuestras cabezas, la vida mantenía su presencia ineludible y la historia su curso, pero nunca como entonces, ni antes ni después, me he sentido tan cerca de la nada, ni tan en paz conmigo mismo. Llegó un momento en el que hasta mi mente se vació de pensamientos y me abandonaron todas las imágenes, hasta las que estaban frente a mis ojos y daban sentido y forma al mundo en el que vivía. ¿Pero qué eran todas aquellas cosas que me rodeaban? ¿Qué, aquellas líneas diversas   —350→   y confusas, aquel conjunto de colores mezclados, aquellas formas sin forma, aquellos volúmenes planos a mis sentidos? ¿Qué eran, en fin, mis sentidos, si yo estaba fuera de mí o tan adentro que no encontraba palabras para unirme al mundo, al aire que rodeaba mi cuerpo y ni siquiera a mi cuerpo? Miraba sin ver. El sol, al fin, se había ocultado, y el cielo abierto después de la tormenta arrojaba sobre nosotros la luz mortecina de la luna y el titileo fugaz de las estrellas. Y entonces, de repente, volviendo en sí, o volviendo a mí (pues no había estado en mí), entendí lo que todos sabemos desde el momento mismo en que llegamos al mundo: que estamos solos, pegados a la tierra que nos alimenta, aferrados a ella como una excrecencia parasitaria, como los piojos en la cabeza de un gigante, inútiles y torpes, alimentándonos de carroña. Y también entendí que jamás los hombres podremos escapar de la prisión en la que yacemos y en la que un dios cruel nos ha colocado para purgar los delitos que no hemos cometido y de los que no tenemos conciencia alguna, pues nuestro único delito es estar limitados por el mundo, atrapados entre sus garras. Somos juguetes, juguetes y víctimas de esa divinidad monstruosa y feroz que nos atormenta al hacernos vivir sin vivir, conscientes del mundo que nos rodea, pero ignorantes del que está más allá de éste, que es tan sólo su reflejo. De ahí nuestra apetencia de la nada, pues sólo en la nada podremos hallar el perdón que merecemos o la dicha que creemos merecer. De ahí también el sentimiento profundo e íntimo de felicidad que todavía me invade cuando recuerdo aquel anochecer en el que mis ojos se perdían en el vacío del mundo, en su inanidad, en su inexistencia. Sólo si el mundo deja de existir ante nuestros ojos [...] y no nos hallamos. El silencio había sido, de nuevo, roto. Eusebio se puso de pie de un salto y tomó en sus manos la carabina que siempre llevaba consigo. Nos quedamos ambos expectantes, como dos fieras al acecho, pero el silencio regresó y, con el silencio, regresó aquella paz infinita que inundaba la redondez   —351→   de la Tierra y se elevaba hacia los cielos abiertos e insondables. Traté de cerrar los ojos y ovillarme en busca del sueño, pero el sueño no me visitó. Quizá no quería que me visitara. Amable y consolador como suele serlo, el sueño habría interrumpido entonces aquel banquete imaginario de figuras añoradas, la armonía sonora de las caricias de mi amada, las ternuras de mis padres, los recuerdos de mis amigos Miguel, Simón, el coronel y su esposa, el dulce lagrimeo de los ojos de Leona, el recuerdo de los campos de La Rioja, tan amados y tan lejanos. Era un banquete de recuerdos, el frenesí de la memoria viva que nos acompaña a todas partes. En nuestra miseria y pequeñez, los hombres tenemos, mejor guardados que los más grandes tesoros, nuestros recuerdos. Los recuerdos nos salvan del mal y nos protegen.

Don Millán de Aduna escribe de una manera que me sorprende. Es moderno y es duro en sus juicios sobre la realidad. Habla desde su yo, desde su experiencia, y llega a conclusiones que se asemejan a otras conclusiones de escritores más recientes en el tiempo. Don Millán, al fin y al cabo, es un escritor y piensa como escritor: desde el otro lado del microscopio. ¿Habría entendido don Millán esta figura del microscopio? Seguramente. En algún momento de esta última parte, me ha recordado el Diario de Baudelaire. Me viene ahora a la memoria una18 cita que me impresionó mucho cuando la leí una mañana de febrero muy fría en mi departamento de recién casado de la calle Cervantes de Zaragoza. Caía aguanieve en aquella lejana mañana de 1969. (Al día siguiente tenía un examen con don Antonio Beltrán.) «Todo en el mundo rezuma crimen: el diario, la pared y el rostro del hombre», dice el genial francés. Don Millán podría haber escrito algo semejante tras la visión espantosa del rey espantapájaros de la selva misionera, como llaman los argentinos a esta región de su país. Es la selva de los cuentos   —352→   de Horacio Quiroga, un lugar remoto perdido en el mapa que algunos europeos del siglo XVIII imaginaron como territorio imperial de Nicolás I. Acabo de enterarme a través de la televisión (que para estas cosas es de gran utilidad) de que, en la Argentina, se ha instituido el «Día del perseguido desaparecido español». Cada treinta de septiembre, los desaparecidos españoles durante los tristes años de la «guerra sucia» serán recordados por quienes no están dispuestos a olvidar que «todo en el mundo rezuma crimen». Los argentinos (las argentinas) están dando un ejemplo al mundo negándose a aceptar la solución fácil, pragmática y «civilizada» de la infame «ley de punto final y obediencia debida». Las madres y las abuelas que cada jueves se pasean por la Plaza de Mayo de Buenos Aires con pañuelos blancos y los brazos entrelazados cumplen un rito necesario y crean la liturgia de una nueva religión, la religión más importante de nuestra época: la que nos une a los otros y nos religa con nosotros mismos, con nuestra condición de hombres. No importa de qué lugar sean los desaparecidos: ¡son hombres! Su nacionalidad es el mundo. Son argentinos, españoles, polacos, kirgüises, lakotas, guaraníes, xoxas, boras, huitotos, suecos, suomi, húngaros, franceses, gitanos, isas, kurdos, chinos... Todos somos desaparecidos. Todos hemos sido negados por el crimen a lo largo del tiempo y de la historia. El crimen nos ronda en todas partes y sin cesar, y es extraño (muy extraño) que no podamos ver esos ejércitos de asesinos que pasean su bárbara soberbia delante de nuestros ojos y cuyos reyes y generales se encaraman a las andas en las que los tronos de oro están ocupados por las posaderas de obesos emperadores, inocentes e irresponsables como niños de teta.

Cuando desperté aquella mañana de los últimos días de mayo en medio de la selva, tenía ante mí a un hombre armado con una escopeta que me apuntaba a la cabeza. Delante de él y con los brazos en   —353→   alto se encontraba Eusebio. Miré alternativamente a uno y a otro. En los ojos del extraño hallé decisión; en los de mi acompañante, furia ciega a punto de estallar. Quien nos apuntaba con su escopeta de caza era un hombre blanco, de unos cincuenta años de edad, de contextura fuerte, barba poblada como la de un ermitaño en las montañas de Soria, calzones ceñidos de tela fuerte y casaca de cuero con largos faldones. Sus ojos eran claros y grandes, y su mentón era duro, como si, al nacer, alguien lo hubiese tallado a golpes de segur.

-De pie -dijo secamente en español e hizo un ademán moviendo la escopeta.

Le obedecí al instante y fui a ponerme al lado de Eusebio. El sol caía sobre nuestros ojos y nos cegaba. El extraño tenía todas las ventajas. Al parecer, las había estudiado.

-Ahora habrán de contarme vuesas mercedes qué hacen en mi estancia.

Lentamente se fue deslizando hacia atrás y, sin perder de vista ni un instante el movimiento de nuestras manos, tomó con la izquierda las armas junto a las que habíamos dormido y las colocó a sus pies.

-Me llamo don Millán de Aduna y soy oficial de su majestad -le dije entonces.

-¿Y él?

-Eusebio Pindú, peón de la estancia de Pedro Mena -le respondió mi compañero.

-¿Quién es vuesa merced, si puede saberse? -pregunté yo entonces.

  —354→  

-Eso lo sabrá el caballero cuando haya comprobado que no me ha mentido.

-Cargo sobre mi persona documentos que lo confirman -le respondí.

-Muéstremelos con cuidado y que yo no vea que hace un solo movimiento en falso.

Con mucho cuidado, desabotoné mi chaleco y saqué de debajo de mi camisa una de las cartas del virrey. Con idéntico cuidado se la extendí al extraño. Éste la tomó sin dejar de apuntarnos ni un solo segundo, la extendió ante sus ojos y, tras algunos minutos de difícil lectura, bajó la escopeta hacia el suelo y me la devolvió.

-Vuesa merced sabrá disculpar, caballero -dijo entonces dirigiéndose a mí-, pero, en los tiempos que corren, cualquier precaución es poca en estas soledades. Por un momento pensé que podrían ser hombres19 de Nicolás.

-¿Nicolás? ¿Pero no está muerto?

-Algunos piensan que lo está, pero yo no. Nicolás está más vivo que nunca y aún habrá de dar guerra en estos pagos por muchos años.

-Si no le importa a vuesa merced -le dije yo entonces-, mientras conversamos, podríamos ir tomando una pequeña colación.

-¿Y por qué no en mi casa? -me respondió él-. Al cabo, no está a más de media legua y por muy buen camino. Por cierto -añadió-, ya pueden bajar las manos.

-Por cierto -le retruqué-, todavía no conocemos la gracia de vuesa merced.

-Leandro Pampliega, estanciero, para servir a Dios y a los hombres de bien. Lleva vuesa merced, caballero -añadió-, un compañero bien templado y buen baqueano, que el nombre de Eusebio Pindú es muy mentado por toda la parte de las Corrientes.

  —355→  

-Si no me equivoco -dijo entonces mi compañero, al que la furia que dibujaran sus ojos habíasele ya suavizado-, vuesa merced es pariente en algún grado de Buenaventura Gil, al que llaman el Guapo.

-Así es. Y él me ha hablado de vuesa gracia.

-Entonces le habrá dicho que existe un pendiente entre nosotros.

-Buenaventura es mi primo y vive conmigo. Lo verá vuesa merced, pero le advierto que en mi casa no quiero peleas ni bravatas y que, si alguno de los dos me da motivo para hacerlo, he de tomar la escopeta y descerrajarles un tiro donde se tercie.

-No es un asunto de pelea. Se lo aseguro. Nos queremos bien.

-No confío en la palabra de un gañán.

-Pues habrá de tomarla vuesa merced como si fuese de caballero, que no tengo otra para darle y mi padre me enseñó a no gastarla sino en cosas de importancia y que tocaran a la honra, que no es menos limpia mi sangre que la del rey de España.

-El Pindú te viene por derechas de los reyes godos de Toledo -ironizó el estanciero allanando el tratamiento para marcar la distancia.

-Como a vuesa merced el Pampliega, ni más ni menos -le respondió Eusebio, que se mantuvo respetuoso, pese a la rabia que lo dominaba y que podía apreciarse en el timbre de su voz.

-Y a todos, lo que nos toca -añadí yo, tratando de desviar el sentido de un diálogo que se desbarrancaba peligrosamente hacia los abismos por los que siempre se desbarranca la soberbia de los españoles-. Mejor, vayamos a su casa, señor mío, y descansemos algunas horas para reiniciar con renovadas fuerzas nuestro peregrinaje, que, si hemos de pagar por la posada, lo haremos con el mayor gusto del mundo.

-¿Y a dónde van vuesas mercedes, si puede saberse? -me preguntó el estanciero.

-A la Misión de San Carlos, que allí nos convocan asuntos de la mayor importancia para todos -le respondí.

  —356→  

En ese punto quedó la conversación. Montamos y partimos. Mientras los caballos reducían la escasa distancia que nos separaba de la casa de Leandro Pampliega, éste y Eusebio Pindú lanzábanse de vez en cuando miradas de recelo, como si entre ellos, sin que mediara motivo, se hubiese abierto de pronto una enorme zanja (o levantado una muralla). Cabalgaban juntos sin dirigirse la palabra. Yo iba detrás, observándolos. La mañana era muy bonita, con un sol tibio que se deslizaba suavemente entre las hojas de los árboles. Cantaban los pájaros, y el escandaloso pitogüé lanzaba incansable su grito hacia los cielos. Un vientecillo fresco del sur acariciaba nuestras mejillas, y en dirección al oriente formábanse bellísimos celajes de tonos dorados que conferían a aquella mañana una luminosidad y un colorido particulares, una especie de aura misteriosa. Dábanme ganas de cantar, pues la canción, aun la más primitiva y torpe, es el mejor modo que conocemos los hombres de expresar lo que sentimos cuando nos es dado, por algunos brevísimos instantes, penetrar en el misterio de la vida. La canción y la oración. La canción es la oración de los espíritus generosos. No me importaban entonces los rencores ajenos, ni sus razones. No pensaba por qué hombres hechos y derechos como los que me acompañaban, que apenas se conocían (o no se conocían en absoluto), estaban tan enfadados y dispuestos a lanzarse al cuello y arrancarse la yugular a dentelladas, pues sentía que, pese a todo, de aquella atmósfera mágica que la mañana había creado a nuestro alrededor estaba ausente el odio. Como estaban ausentes la envidia y la ambición. Estaba ausente el mal. Y hasta las ideas mismas de mal y de pecado. Todo, absolutamente todo -la luz del sol, el cielo, los árboles, el aire y la distancia-, convocaba a lo contrario, y yo sentía la estrecha hermandad de todas las cosas entre sí y de todas las cosas conmigo, como si de una revelación religiosa se tratara. Nuestros caballos trotaban. Yo me sentía ligero y libre, y, pese a la casaca y al   —357→   chaleco, pese a la camisa y los calzones, pese a las botas de montar y a la escopeta que cargaba al hombro en previsión de cualquier sorpresa, pese al tricornio y pese a todo, tenía la sensación de que mi cuerpo flotaba en aquel aire puro y que no había un solo poro de mi piel que no se bañara en aquel aire y que no sintiera sus vigorizantes efectos. Tanto como una resurrección del espíritu era una resurrección de la carne lo que sentía aquella mañana, y entonces, más que nunca, eché de menos la presencia reconfortante de Manuela, su aliento de alhelíes, su corazón de primavera en flor. Y eché de menos sus ojos. Cuando la casa de Leandro Pampliega se perfiló en el horizonte, dejé suelto mi caballo, y éste se lanzó al galope. No recuerdo el trayecto: sólo la sensación de libertad, la emoción de saber que había reencontrado mi camino.

Llegamos al fin. La mujer de Leandro Pampliega nos recibió en la puerta de su casa con dos peones y una criada india. Era alta y delgada, morena y entrada en años. Larguísimas canas plateaban su cabeza. El tiempo había abierto en su rostro cicatrices profundas, pero tenía su porte algo de majestuoso y distante que confería dignidad a su presencia. Era una de esas mujeres frente a las cuales sólo osamos susurrar. Leandro Pampliega y Eusebio Pindú descabalgaron antes que yo, ataron sus monturas en el tronco de un naranjillo y penetraron en la casa. Mi caballo aún se quedó unos minutos caracoleando inquieto delante de la mujer, sin que ésta se moviera, ni hiciera conato alguno de retirarse. También los peones se quedaron quietos hasta que descabalgué. La mujer tenía los brazos cruzados sobre el pecho y me observaba. Por alguna razón supe que me estaba estudiando y que trataba de adivinar quién podría ser el caballero que había llegado aquella mañana hasta su casa. También supe que calculaba, que estaba imaginando los beneficios o los perjuicios que aquella visita podría reportarle. Supe entonces   —358→   que quien realmente mandaba en aquella casa era ella y no aquel hombrecillo que acababa de entrar con Eusebio y al que la mujer ni siquiera se había dignado mirar y, mucho menos, dirigirle la palabra. No había ningún guapo en aquella estancia al que hubiera de temer Eusebio, sino una mujer bragada, una virago de armas tomar que, con su sola mirada, ordenaba el pequeño mundo en el que se movía.

Al fin, todos entramos a la casa. Sólo los peones quedaron afuera. Quedaba ésta junto a las riberas del Paraná y gozaba de una vista llena de encanto y atractivo. Desde el corredor de la misma, hacia el norte, veíase la otra orilla del río. Lejana. Los árboles se perfilaban contra el cielo abierto. Pequeños bosques de cocoteros bordeaban ambas orillas, y abríase paso entre ellos un caminito que, desde la casa, conducía directamente a un pequeño atracadero en el que había tres barcas amarradas entre los camalotes. El paraje no podía ser más deleitoso, y, sentadas en el suelo, acuclilladas, las mujeres pasaban su tiempo tejiendo piezas de algodón y de carandaí, peinando las hojas de esta palmera para sacarle la fibra, en tanto que otras daban los últimos toques a una hamaca que horas más tarde habría de servir de cama a alguno de los peones. La mañana, aunque soleada, era muy fresca, y, junto al embarcadero, algunos niños correteaban y se encaramaban a las barcas vigilados de cerca por sus madres o por sus hermanas mayores. En el centro del corredor que rodeaba la casa había una puerta grande que se abría a una espaciosa estancia en la que todos penetramos. Las paredes de aquella pieza estaban desnudas, y todo el mobiliario se reducía a una mesa larga de gruesa madera a la que estaban adosadas dos bancas corridas, en las que nos sentamos. Las paredes, como los techos, estaban cruzadas de largas y gruesas vigas de madera de lapacho. Sobre la mesa, como si nos hubiesen estado esperando, había dos grandes fuentes con mandioca cocida y tres tazones de   —359→   leche, llenos hasta los bordes. Sin decir palabra, Eusebio Pindú y Leandro Pampliega empezaron a comer. Seguían sin mirarse, como si fueran entre sí enemigos mortales. Yo esperaba un gesto amable de mi anfitriona para iniciar la colación, pero, como tardaba en llegar y, probablemente, yo estaba esperando en vano, me decidí por fin a evitar toda clase de protocolos y tiquismiquis de cortesano y a satisfacer sin cuidados y libremente mi apetito. La leche era riquísima y, aunque la mandioca jamás ha sido alimento que despierte en mí el entusiasmo, aquellas mandiocas cocidas me supieron mejor que las natillas y confites más afamados. Razón de sobra tenía Platón cuando dijo lo que dijo sobre lo que dijo, como dice mi hermana Leona cuando lo dice, que harto aficionada es a decir tales cosas, aunque no vengan a cuento. Si humilde y rústica, aquella mesa pareciome, tras casi un mes de vagar por aquellos andurriales, la mesilla de un príncipe, y, una vez que hube satisfecho mi apetito y llenado con creces mi barriga, viniéronme a la memoria los versos de una letrilla gongorina que entonces pareciéronme los más bellos versos jamás compuestos por un poeta. Y es que los hombres necesitamos a veces salir del estado rústico al que las circunstancias nos condenan y volver al estado de refinamiento y civilización que con tanto esfuerzo hemos sabido conquistar, que si la madre naturaleza es pródiga con todos nosotros, débese ello, más que a su generosidad, a nuestro ingenio, que en este último radica todo el mérito de nuestra especie, y no hay en ello ningún mal del que debamos avergonzarnos. Y así tengo yo que, a diferencia de lo que dicen los curas y no pocos filósofos, la inclinación a la molicie y la comodidad en los hombres, más que viciosa inclinación, es virtud, pues en la medida en que avancemos por el camino del lujo y el refinamiento más nos habremos alejado del estado primero de barbarie y salvajismo, aquel estado de behetrías en que, en los tiempos de nuestro padre Adán, anduvimos perdidos. Paréceme   —360→   natural que aspiremos a vivir mejor cada día y con menos necesidades, que no veo que haya mérito en lo contrario, virtud, ni nada que se le parezca. La prueba más clara de lo que digo es que los curas, que predican el renunciamiento y la ascesis, no los practican, y, si alguno de entre ellos lo hace, que son poquísimos, es tomado de ejemplo, pero no imitado, lo ponen en los altares y le rezan, pidiéndole que ruegue a Dios que sepa perdonar nuestras debilidades.

Creo que, en esta parte, he abusado un poco al hablar de comodidades, que no eran muchas las que había en aquella casa, sino que las pocas que había parecíanme20 superiores en todo a las que había conocido en otras partes, tal vez por llevar tanto tiempo echándolas de menos. Pero como no quiero perder el hilo de mi relato hundiéndome en reflexiones que no vienen a cuento y que alguno podría tomar por manías de un loco encerrado en el manicomio, como yo lo estoy para mi desgracia, diré que aquella colación de leche y mandioca fue abundante y se desarrolló en el más profundo de los silencios. La señora de la casa mirábanos, ora a mí, ora a mi compañero y, de vez en cuando, a su marido, al que, al cabo de algún tiempo, acabó por preguntarle a boca de jarro:

-¿Y se puede saber, Pampliega, dónde ha encontrado vuesa merced a semejantes ganapanes, buenos para nada?

Confieso que, siendo como era la primera vez que alguien me trataba de ganapán en mi vida, hube de quedarme callado esperando la respuesta del estanciero y que no supe (ni aún hoy sabría) responder a semejante provocación. La reacción de Eusebio Pindú fue completamente diferente a la mía, que me quedé sin habla como un babieca. Dibujando una sonrisa sardónica entre sus labios, mi compañero se dirigió al estanciero.

  —361→  

-Responde, Pampliega, que te pregunta la patrona -le dijo, enfatizando con cierto tonillo de burla sus palabras.

-Hallelos acampando en nuestra propiedad -respondió a los requerimientos de su mujer el estanciero-. El caballero aquí presente es oficial del rey.

-Y yo, la reina de las Quimbambas -respondió burlonamente la patrona.

-Para mí -le retrucó en el mismo tono mi compañero-, vuesa merced es la reina de la selva misionera.

Agradole esta respuesta a la patrona y suavizó su gesto.

-Mire, señora -volvió Eusebio a tomar la palabra-. Llevamos casi un mes entre el bosque y los esteros, comidos por los mosquitos, sufriendo fríos y lluvias, soportando soles y vientos y aguantando en ocasiones el hambre. Nos hemos perdido, hemos reencontrado el camino y nos hemos vuelto a perder más de tres veces. Hace pocos días, para colmo de todos los males, nos topamos nada menos que con las tropas fantasmas de Nicolás. ¿Le parece a vuesa merced que nuestras desgracias no son dignas de la caridad de un cristiano?

Al mentar a Nicolás todos los presentes se persignaron.

-Mburuvichá -musitó la criada india que estaba de pie al lado de su patrona.

-Mburuvichá -respondió ésta.

-Mburuvichá, mburuvichá. Así es -repitió Eusebio-. El mismo que viste y calza, el demonio del Yverá.

Leandro Pampliega, que hallábase inclinado sobre un nuevo tazón de leche, levantó la vista.

  —362→  

-¿Era gordo y lechoso como un niño grande? -preguntó.

-Así es -le respondí yo-. Una extraña criatura, si me es permitido decirlo.

-Un fantasma -aseguró Eusebio.

-El mismo diablo -se persignó de nuevo la patrona.

-Cuentan -volvió entonces a tomar la palabra Leandro Pampliega- que un español apellidado Tabuenca llegó hace muchos años al Paraguay como lego de los jesuitas. Vivió en una de las misiones de la otra banda del Uruguay, en San Luis, si no me equivoco, donde se ocupaba de los más bajos menesteres en los que puede ocuparse un hombre de su condición. También cuentan que era enorme, gordo y lampiño, con cara de criatura recién nacida. Se dice que los padres lo humillaban cuanto podían y que hasta los indios le habían perdido el respeto, hasta un día en que, cansado de tantas humillaciones y sufrimientos, estranguló con sus propias manos al párroco de la misión. Luego se lanzó al monte y, poco a poco, algunos indios se le fueron uniendo. Esto es lo que se dice.

-Hay otras historias sobre el tal Nicolás. La más conocida es la de un indio llamado así y apellidado Ñeenguirú, de la Concepción -intervino la patrona.

-Otros hablan de un jesuita alemán y los más fantasiosos de un pícaro andaluz cuya historia escrita cayó en mis manos hace no mucho tiempo en Asunción -dije yo entonces-. La verdad es que ninguna de estas historias parece creíble.

-Todo es posible en estas tierras calientes, caballero -dijo entonces Pampliega-, que a lo mejor el tal Nicolás que tanto terror nos causa no es sino una fábula urdida por el deseo de algunos de ver que las cosas cambien.

-¿Y para qué habrían de cambiar? -pregunté.

-Para bien, naturalmente -me respondió la patrona-. ¿Acaso no ha notado vuesa merced que todo anda patas arriba y que nadie lo remedia?

  —363→  

La mujer era adusta y áspera hasta cuando pretendía ser gentil. Sentábase con la espalda muy derecha y las manos descansando juntas en el regazo y nos miraba a todos desde la altura de una soberbia acentuada por la fría seriedad de su semblante y el negro de sus vestidos. De su pecho descolgaba una cadena de oro con un crucifijo de lo mismo, y en uno de los dedos de su mano derecha brillaba un rubí grande en un anillo.

-Van vuesas mercedes -habló después de un largo silencio que sólo ella se atrevió a romper-, según me dice mi marido, camino de San Carlos.

-Así es, señora -le respondí.

-¿Y cuál es, si puede saberse, el motivo del viaje?

-No puede saberse, señora.

-¿Tampoco puede saberse el motivo de la disputa que vuesa merced mantiene con el primo de mi marido? -le preguntó entonces a Eusebio.

-No hay motivo de disputa, señora -le respondió mi compañero-. Tan sólo algo que ha quedado pendiente entre Buenaventura el Guapo y un servidor.

-¿Y de qué se trata?

-De un asunto de hombres, para que lo vaya sabiendo.

-Y de mujeres, según deduzco, pues son pocos los asuntos de hombres en los que no esté de rondón metida alguna mujer.

-Así es, señora.

-También deduzco que se trata de un asunto que vuesas mercedes resolverán en una pelea. ¿Habrá de ser a cuchillo o a mano limpia?

-No es mi intención, que soy huésped y estoy agradecido a los dueños de la casa. Mal huésped sería si fuera a pelearme con mi amigo Buenaventura por algo que tiene arreglo fácil para todos. Mal huésped y peor amigo.

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-¿Así que vuesa merced se confiesa amigo de mi primo? -preguntó Pampliega.

-Siempre lo fuimos. ¿No se lo ha dicho él?

-¿Y qué ha quedado, entonces, pendiente? -intervino de nuevo la mujer.

-Un niño y una mujer burlada que lo reclaman como padre y como marido.

-¿Y qué son ellos de vuesa merced? -volvió a preguntar la patrona.

-Mi hermana y mi sobrino, que no es poco.

-¿Y tiene vuesa merced pruebas de lo que afirma? -la pregunta la hizo Pampliega.

-La palabra de mi hermana, en la que siempre he confiado.

-Entonces -dijo la patrona-, será cuestión de ver lo que dice Buenaventura sobre el asunto. Águeda, llama al señor Buenaventura y que venga inmediatamente, que hay algo urgente que requiere su presencia.

La india, que estaba de pie junto a ella, salió al punto. La pieza en la que estábamos volvió al silencio. En las paredes encaladas, algunas manchas de humedad dibujaban extrañas sombras y figuras. Ya no había nada sobre la mesa para llevarse a la boca, y yo echaba de menos el humo del cigarro que, en otros momentos y en circunstancias más favorables, habríame liberado del tedio en el que me estaba hundiendo sin remedio. Pese a lo temprano de la hora, comencé a sentir que el sueño me invadía. De vez en cuando escuchaba pasos en el corredor exterior o voces de algunas mujeres que cuchicheaban entre sí mientras seguían, incansables, trabajando en sus telares. A lo lejos, entre los árboles que rodeaban la propiedad, los pájaros cantaban alborotados. La mañana era bellísima, soleada y fresca, pero ninguno de nosotros, escondidos entre las paredes   —365→   de la casa y hundidos en nuestros pensamientos y temores, era capaz de percibir la belleza de la mañana ni la armonía del canto de los pajarillos. La felicidad estaba al alcance de nuestra mano y le dábamos la espalda.

Por fin, hizo su entrada en la habitación, precedido por la india que lo había ido a buscar, el primo del estanciero. Era un hombre todavía joven, muy moreno, delgado, de cabello largo y rizado, estatura mediana, mirada esquiva y gesto atrabiliario. Vestía unos calzones ajustados de trabajo, polainas de cuero, camisa con agujetas abierta hasta la mitad del pecho y sombrero alón, de los que se usan en el campo. Se le veía fuerte y endurecido, y tenía la piel curtida y las pupilas de sus ojos afiladas como navajas de afeitar. Más que saludar, rugió al ver que Eusebio se ponía de pie para recibirlo. Era evidente que temía a mi compañero, pero también que su palabra no habría de bastar para que mi amigo asegurara la boda de su hermana. El Guapo se acercó a la mesa en la que estábamos y se sentó.

-Ya iba siendo tiempo -tomó la palabra Eusebio- de que diera con el paradero de vuesa merced, mi señor Buenaventura. Ganas tenía de que echásemos juntos una parrafada.

-No ha de quedarse vuesa merced con las ganas, por lo que veo -le respondió el Guapo-, que no imagino a mi señor Eusebio quedándose con ganas de lo que apetece.

-Bien que me conoce vuesa merced.

-Y que lo diga.

-Y, conociéndome vuesa merced tan bien como dice que me conoce, sabrá de juro a lo que he venido.

-Algún pálpito tengo sobre el particular, pero habrá vuesa merced de aclarármelo.

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-Con todo gusto lo haré, que, como no ignora mi señor Buenaventura, nunca se me han quedado las palabras atragantadas en la garganta.

-Pues vaya soltándolas, que soy todo oídos.

-Es el caso, señor Buenaventura, que mi querida hermana Ña Catalina, a la que yo quiero más que a mi vida misma, jura y rejura que el niño que ha más de tres años parió en la ciudad de las Corrientes es hijo de vuesa merced y que le reclama por marido y por padre de ese angelito, del que soy padrino y al que cristianamos con el nombre de Aureliano.

-Si su señora hermana Ña Catalina lo dice, alguna razón habrá para creerlo, que, si hube relación con ella, como la hube, es natural que algún fruto diera, y no me corro.

-Lo celebro, que, de otro modo, otras cosas correrían en esta casa. Siga teniéndome vuesa merced, entonces, por amigo y prepárese para que, a mi vuelta de San Carlos, a donde me dirijo con el caballero aquí presente, hagamos juntos el camino hasta la estancia de Pedro Mena, que es mi patrón, que desde ella habremos de informar a mi hermana de su paradero, y que Dios quiera que todo salga con bien.

-Que Dios lo quiera -dijeron a coro el Guapo, la patrona y su marido.

Jamás había visto arreglo tan fácil, ni hombres mejor avenidos para hacerlo, aunque algo en la mirada del Guapo me decía que tal vez no eran las cosas tan sencillas como a primera vista me habían parecido y que él o sus primos se guardaban alguna carta bajo la manga. La mirada de la mujer, su sonrisa sardónica y su gesto altivo parecían confirmar mi sospecha. Quien no decía una palabra e, incluso, parecía molesto con la conversación que se desarrollaba era el estanciero. Éste bajaba la cabeza cada vez que hablaba su primo, como si algo le molestara o como si temiera que Eusebio   —367→   descubriera su falsedad. La india que acompañaba a la patrona, siempre de pie, no movía una ceja y nos observaba a todos como si nada de lo que ocurría a su alrededor le interesara. Y llevaba razón. Como dicen los indios del Perú, se trataba de un pleito de blancos absolutamente ajeno a sus intereses.

-Celebremos el arreglo -dijo la patrona y añadió, subrayando sus palabras con un gesto asaz elocuente-: Águeda, ya sabes dónde está la caña que guarda tu patrón.

Volvió a salir la india de la pieza, y yo seguí su lento caminar con la mirada. Pese a ser joven, arrastraba los pies. Salió al corredor. Noté entonces que las voces de las mujeres se habían apagado, y, pidiendo cortésmente permiso a mis anfitriones, me levanté y seguí a la criada. Observé un gesto de contrariedad en el rostro de Eusebio al levantarme, y entonces supe que no debía alejarme demasiado de su compañía. Salí al corredor y palpé bajo mis ropas las dos pistolas. El sol seguía rodando en el cielo sin que la menor nube ocultara sus rayos, pero los pajarillos buscaban protección bajo las ramas de los árboles más cercanos. Vi cómo a lo lejos caminaban tres indios y observé que ningún niño jugaba en el atracadero. Todo en torno a la casa parecía detenido o congelado, y hasta el aire fresco del sur, que nos había acompañado cuando cabalgábamos hacia la casa, había dejado de soplar. Desde las columnas del corredor, observé el horizonte. Las siluetas de los tres indios que había visto caminar se perdían en el entramado de un bosquecillo cercano. Nuestros caballos seguían atados al tronco del naranjo en el que los dejamos al llegar. Escuché un ligero ruido a mis espaldas y me volteé con cuidado. Tras una burda cortina de algodón que ocultaba una pieza de la casa noté un bulto de hombre agazapado. Estaba de espaldas y no me podía ver. Durante casi un minuto me quedé   —368→   inmóvil tratando de adivinar quién sería el emboscado. De pronto, noté que se movía con sigilo, inclinándose siempre. Me fui acercando lentamente hasta la ventana tras la que estaba oculto. Volví a palpar las cachas de mis dos pistolas. No se escuchaba un solo ruido, pero adiviné que el bulto se había ido escurriendo a lo largo de aquella pieza en dirección a la estancia en la que, hasta hace unos minutos, había estado sentado con Eusebio, Buenaventura el Guapo y los dueños de la casa. Con todo cuidado, descorrí apenas la cortina de algodón y vi cómo un hombre armado con una escopeta estaba a punto de abrir la puerta de aquella estancia y penetrar en ella. Supe, de inmediato, que se trataba de un asesino y, sin hacer ruido y con el mayor cuidado, penetré en la pieza en la que el asesino se hallaba, empuñando ambas pistolas. Aún recuerdo la sensación que tuve al salvar la ventana, que estaba a la altura de mis rodillas. Me sentí como un gato a punto de caer sobre su presa. Hacía frío en aquella habitación, que era enorme y vacía. Aprovechando la penumbra, me coloqué detrás de él sin que lo notara. El hombre se enderezó por un momento, empuñó firmemente la escopeta con la mano derecha y con la otra descorrió el cerrojo de la puerta sin hacer ruido. Yo aproveché ese momento para desplazarme a apenas dos pasos de su persona. No lo notó, y, cuando penetró en la estancia empuñando la escopeta con ambas manos y a punto de disparar sobre Eusebio, descargué una de mis pistolas sobre él. El pistoletazo y el grito del asesino hicieron que todos se pusieran de pie como impulsados por un resorte. El asesino se revolcaba en el suelo apretando ambas manos contra su pecho. Tenía los ojos desencajados y me miraba con gesto de profunda sorpresa. Adiviné la proximidad de la muerte en su mirada. Hasta la mujer perdió en ese momento su compostura y a punto estuvo de arrojarse al suelo vencida por el miedo. Quien lo hizo fue su marido, que se escondió bajo la mesa. Eusebio se vino hacia mí, arrancó la escopeta de manos del asesino y apuntó con ella a Buenaventura y a sus primos.

  —369→  

-No os mato aquí mismo -dijo con serena frialdad-, pues no merecéis el consuelo de una muerte rápida, pero os vendré a buscar cuando menos lo penséis y entonces sabréis quién es Eusebio Pindú.

Los ojos de Buenaventura el Guapo despedían chispas. La mujer de Leandro se puso de pie y caminó hacia nosotros con gesto decidido.

-¡Quieta! -gritó Eusebio.

Se detuvo. Tenía la mirada cargada de odio y de desprecio y la cabeza levantada. Era el suyo un gesto de desafío.

-¡Atrás! -Eusebio le clavó el cañón de la escopeta en la boca del estómago.

Leandro Pampliega asomó su cabeza detrás de la mesa bajo la que se había protegido. Noté el silencio pesado de la pieza, sus paredes vacías, la pobre mesa sobre la que habíamos comido. El Guapo seguía de pie, como si esperara una ocasión que no podía venir de ninguna parte. La mujer se volteó para mirarlo. Se cruzaron sus miradas. Mi pistola apuntaba directamente al estómago del Guapo. La escopeta de Eusebio, al pecho de la mujer. Leandro Pampliega no contaba en aquel momento para ninguno de nosotros. Mientras retrocedía bajo la amenaza de la escopeta de Eusebio, la mujer se volteó hacia su marido.

-¡Maricón! -dijo, arrojándole a la cara todo su desprecio.

En ese momento, adiviné una sonrisa en la boca amarga de Buenaventura.

-Yo no tengo nada que ver con esto -dijo, casi gritando, el estanciero-. Es cosa de estos miserables. Estoy condenado a convivir con asesinos.

  —370→  

-Lavad, cabrones, vuestros trapos sucios en casa -le respondió Eusebio-. Nada os he hecho, y, menos que yo don Millán de Aduna, que es oficial del rey y os puede encerrar de por vida por criminales. Ahora quedaos quietos mientras os ato y os encierro, que lo que menos deseo es que, al salir, nos tengáis preparada una emboscada. Y acordaos de que, si ahora estáis vivos, es porque yo quiero, que nada me costaría mataros y decir por ahí que he librado al mundo de tres alimañas venenosas.

En apenas un minuto o dos Eusebio ató a los cuatro las manos a la espalda y los aseguró a las patas de la mesa en la que habíamos estado sentados. La india, que había regresado pocos segundos antes del disparo con una damajuana de caña en las manos, se dejó hacer, como si nada de lo que ocurría le afectara. La mujer de Leandro no había perdido su mirada soberbia. Eusebio se acercó a la puerta y miró hacia el exterior. Después, salió por la puerta por la que yo había entrado y la aseguró por fuera. Debió de salir por la ventana hacia el corredor, se llegó hasta la puerta y me hizo señas para que yo hiciera lo mismo. Lo hice. No había absolutamente nadie a la vista. Hombres y mujeres, peones y criadas, adultos y niños habían desaparecido. Unas madejas de algodón y algunas hojas de carandaí abandonadas constituían la única señal que quedaba de la actividad que hasta hacía apenas unos momentos se había estado desarrollando en aquel sombreado corredor yeré. Eusebio miró en su torno y descubrió un largo madero que se ajustaba a la perfección a la puerta. Abríase ésta hacia afuera y podía asegurarse con un enorme cerrojo, una llave, de la que no disponíamos, y un madero que encajaba en unos huecos abiertos en la pared. Éste fue el madero con el que aseguramos la puerta. Los caballos estaban todavía en el mismo lugar en el que los habíamos dejado al llegar. Los desatamos y montamos. Había ya   —371→   pasado más de media mañana, y el sol se estaba aproximando a su cenit. Sin detenernos a pensarlo dos veces, espoleamos nuestras monturas y nos alejamos al galope hacia el este, siguiendo el curso del río. No dejamos de correr hasta que el sol se ocultó en el horizonte. Las caballerías estaban agotadas. Nosotros, también. Buscamos un lugar abierto en la espesura, encendimos una enorme hoguera y nos dispusimos a comer algo y a descansar.

Lo único que teníamos para llevarnos a la boca era una cecina que traíamos con nosotros de la estancia de Pedro Mena. Era salada y áspera, correosa y seca y, en condiciones normales, la habríamos tirado, pero, como habíamos estado todo el santo día cabalgando y nuestras tripas rugían reclamando alimento, cada uno de nosotros se llevó un pedazo a la boca y trató de que pasara por su gaznate. Los dientes no nos ayudaban demasiado en la tarea, y los pedacitos de cecina paseaban de un lado a otro de la boca empujados por la lengua y ablandándose con la saliva. Así pasamos hasta una hora sin que realmente pudiéramos hacer otra cosa que torear el hambre, engañándonos a nosotros mismos y calmando, pese a todo, el rugido de nuestras tripas. El sueño nos vencía, pero era mayor nuestra desconfianza, y temíamos que el Guapo y sus primos se hubiesen librado de nuestros correajes y hubiesen armado una partida con la peonada para darnos alcance. No podíamos confiar en nuestra buena estrella. Eusebio se ofreció a hacer la primera guardia.

-Duerma no más vuesa merced -me dijo-, que yo he de mantener mis ojos bien abiertos por la cuenta que me trae.

Confiando en la vigilancia de Eusebio, me dormí como un angelito. Cuando desperté, ya era de día, y mi compañero estaba de pie y asando un carpincho en la fogata. El olor de la carne asada me   —372→   devolvió de inmediato a la realidad. El paraje en el que nos hallábamos era próximo al río y estaba cruzado por un arroyo de aguas muy cristalinas que desembocaba a sólo unos pasos de donde estábamos. En un pequeño estero a la otra orilla del arroyo había encontrado Eusebio el carpincho que iba a constituir aquella mañana nuestro desayuno.

-¿Dormiste? -le pregunté.

-Dormiré en el camino a San Carlos -me respondió.

El olor de la carne asada inundaba el ambiente. Al romper el alba y considerando que había ya pasado el peligro, Eusebio se acercó al riachuelo, armó una trampa sencilla y cazó su pieza. Después, sin hacer el menor ruido, lo mató, lo despellejó y preparó todas las cosas para hacer el asado del que nos disponíamos a disfrutar.

-Quizá llueva hoy -le dije a modo de comentario.

-Quizá -me respondió.

Eusebio era hombre de pocas palabras. Tal vez por ello era más de temer para sus enemigos. Aunque alegre y hasta divertido en ocasiones, en otras parecía reconcentrado, abstraído en su pensamiento, absorto en sus cosas. Aquella mañana no tenía ganas de hablar. El carpincho ya estaba en su punto. Mientras yo me fui al riachuelo a hacer mis abluciones para librarme del polvo y las miasmas recogidas en el camino, él fue cortando el animal en pedazos y poniendo éstos en hojas de pindó. Cuando volví, tenía ya mi plato servido. Comimos sin hablar y casi sin mirarnos, como si, al hacerlo, no pudieran acudir a nuestra memoria los malos recuerdos de la víspera. A pesar de todo, volvieron.

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-No agradecí a vuesa merced en su momento la gracia de mi vida -dijo-. Ahora quisiera hacerlo. Estuvo muy acertado al levantarse de la mesa.

-Me parecía que el Guapo cedía con demasiada facilidad y no me gustaban sus ojos. Salvamos nuestros pellejos de chiripa.

-Aún hay carniceros que quieren desollarnos. Así que lo mejor será que cuanto antes tomemos el montante y nos vayamos de aquí.

Nuestros caballos estaban de nuevo descansados y repuestos. Eusebio calculaba que en uno o dos días más estaríamos en San Carlos. Montamos y emprendimos la marcha.

-¿Ve vuesa merced el río aquel que desagua en la otra orilla del Paraná? -me dijo mientras avanzábamos al trote junto a la ribera.

-Sí -le respondí, mientras observaba la cinta de plata que se escurría entre árboles para desembocar en el gran río.

-Es el Aguapey. Calculo que de aquí a San Carlos no hay más de diez leguas, si no volvemos a tropezar con Nicolás, que no debe de andar lejos.

-¿Por qué lo dice vuesa merced? -pregunté.

-Porque el tal Nicolás nunca se aleja demasiado de sus pagos, y no se olvide, don Millán, que sus pagos son las reducciones de los padres, que lo apoyan.

-¿Los padres?

-O sus indios, que, para el caso, es lo mismo.

-No es lo mismo -le dije.

-No será lo mismo para el rey y para todos esos asuntos de la justicia y de la política que yo no entiendo, pero yo le aseguro al caballero que para quienes tenemos que sufrir la violencia de los hombres de Nicolás sí lo es.

-En tu opinión, ¿quiénes apoyan a Nicolás? ¿Los indios o los curas?

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-En mi opinión, a los curas no les hace maldita la gracia el tal Nicolás, pero tampoco les gusta que el rey y sus ministros se metan en sus asuntos, que hasta ahora les habían ido pero que muy bien. Así que no sabría decirle a vuesa merced si los curas apoyan o no apoyan al mburuvichá.

-Tengo la impresión -dije yo entonces- de que suceden en estas partes de Indias demasiadas cosas de las que el rey carece por completo de información y de que su justicia alcanza a muy pocos.

-O a ninguno. ¿Acaso no cree vuesa merced que el Guapo y sus primos no podrían haber acabado impunemente con nuestras vidas?

-Tal vez.

-De juro -me respondió-. Si vuesa merced no se hubiese adelantado al asesino, ésta sería la hora en la que estaríamos los dos bajo tierra criando malvas.

Llueve sobre Asunción. Las calles están vacías, y los coches pasan, despacio, salvando los raudales que se precipitan hacia los ríos. El verde de las hojas de los árboles reluce bajo la luz tenue de la mañana lluviosa. Una capa de sueño, húmeda y tibia, ha caído sobre el mundo. A lo lejos, corren las nubes, como si escaparan de algo. De vez en cuando, un rayo formidable descubre nuestra pequeñez de insectos atemorizados. El espectáculo es grandioso. Las hojas del manuscrito que leo son opacas y amarillentas y me recuerdan (no sé bien por qué) el viejo olmo de Machado reverdecido con las primeras lluvias de primavera. Soria. El poeta imaginó la ciudad en la que había vivido con Leonor desde su lejana Andalucía. Yo imagino (y veo y siento) los campos de Azofra desde las calles de Asunción. Algo en la atmósfera de este día me recuerda a España. Quizá sea que esta atmósfera la he sentido y respirado otras muchas veces en otros muchos lugares. Azofra. San Millán de la Cogolla. Ezcaray. Nájera. Cañas.   —375→   ¡Tantos lugares de la infancia! Las gotas de lluvia caen suavemente, y la buena tierra se abre agradecida a la tierna caricia de los cielos. Al fondo de la casa, en el quincho, mi hija Maite, ajena a todo lo que no sea su imaginación, juega con sus muñecas. Montserrat baja de su cuarto con la idea de escribir un diccionario de mitos lovecraftianos, los terribles mitos de Cthulhu que a todos nos apasionan. Me comenta su idea entre sorbos de café. Me parece atractiva. Estupenda. Alexis duerme y sueña ritmos, acordes y sonidos. Vicky acompaña en su imaginación a Félix, nuestro hijo ausente, que está en Lima pensando, tal vez, en una lluviosa mañana de Asunción. Siento que la paz me rodea, aunque el gobierno derechista de Israel haya abierto el túnel de la discordia de Jerusalén a los turistas e insultado una vez más nuestra dignidad de seres humanos y nuestra inteligencia. Siento la paz y siento la lluvia bendita cayendo sobre los árboles de mi jardín. Me siento de nuevo niño y me siento en España, en mi casa de Azofra, contemplando la lluvia desde la ventana. Detrás de los visillos. Nada ha pasado desde entonces. Nada pasa en estos momentos maravillosos. Todo ha sido congelado en el tiempo del sueño y la memoria. El mundo es un pequeño paraíso.