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Memoria del tiempo

Manuel Alvar


Universidad Complutense de Madrid. Real Academia Española.



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Aquel mozo de veinte años había emprendido su gran aventura. Dejaba todo lo que había sido suyo para caminar unas trochas desconocidas. El viaje era largo e inhóspito. Se salía de Zaragoza a las tres de la tarde. Por Pancorvo, las puertas de cada departamento de tercera se abrían sobre los congostos y un vendedor sorteaba los monitos tan bonitos y vendía papeletas sin trampas y sin tretas. Ver aquellos saltos por los andariveles era una insolente zozobra. Se iba amortiguando el rosicler y quedaba un pálido crepúsculo. En Miranda era noche cerrada. Frío e incierto caminar. Horas de espera. Luego, hacia Medina. Ya no era frío, sino una conciencia que se iba quedando vacía. En la estación almas y almas se apañuscaban junto a una estufa panzuda y, si cuadraba, enrojecida por su vientre. Si no, a tiritar de nuevo. Eran ya las seis: de la mañana. El campo verdegueaba y hacía que la fe -la esperanza también- renaciera. Nos acercábamos a un destino. Sí, el vendedor de billetes, con mirada insolente, había preguntado: Tú a dónde vas. Y una vocecilla temblorosa respondió: a Salamanca. El administrador se arrancó el lápiz de la oreja y joder qué destino (la RENFE aún no existía y las academias de buena educación y cortesía todavía no funcionaban). Sí, nos acercábamos al destino. Un paredón tenía preciosa caligrafía: Habacuc Ramos. Tripas. Y los automedontes gritaban ¡Caritas! ¡Carotas! Por lo que se veía, y se oía, el mozo había llegado a la Atenas de occidente. Era el 14 de abril de 1944, domingo, San Lamberto, patrón de mi pueblo. Caía una lluvia meona y el mozo no sabía qué debía hacer. (Su amigo Tomás Buesa, buen dormilón, se había quedado traspuesto y no vino a la estación.) Se pusieron en orden las cosas, la lluvia no quería saber de bartolomicos y demás lindezas, y el frío calaba hondo y el agua le servía de atarjea. Bueno, nos iremos a entregar las cartas que tú traes. Ya no quedaba más que una: Don Rafael Lapesa, de su Blecua. El mozo desasistido y torpe iba a jugarse aquella última carta. Blecua le quiere mucho. Sí, yo a él también. (Ayer, bastante más de medio siglo cumplido, llegó una carta -de Blecua: «estoy hecho un desastre, aunque ya sabemos que a perro viejo todo son pulgas». José Manuel, no, no y no. ¿No sabes que nos pones tristes?) Bueno, aquella hojita de papel fue un bálsamo de Fierabrás. Lo que V. quiera. Mándeme páginas de transcripción fonética y se las corregiré.

Retrato Manuel Alvar

¡Pobre don Rafael! La que le cayó encima: páginas y páginas volvían cada semana con señalitas en lápiz verde. ¿Ha pensado, mi querido don Rafael, que allí estaban ya los cinco o seis millones de letras engarabitadas que he escrito en mi vida? Me volvía a Zaragoza y el maestro me invitó a tomar café. No sabía qué hacer y amagué hacia el bolsillo. No, Alvar, esto son privilegios de la edad. Para siempre he guardado esta lección de la dichosa edad. Pero lo que es la buena crianza, aún sigo relamiendo el azucarillo aquel del Regio. Sí, también lo recuerdo: escribí fragoroso y me corrigió, fragoso. Un día, Blecua me pasó la copia del Garcilaso. Hablar de ciencia y de primores no sé si tiene sentido, pero quedé prendado por la pulcritud del trabajo, ni un borrón, ni una tachadura; un trazo rígido con un cuadradillo, era todo.

Al año siguiente ya estaba a pie quedo en Salamanca. Iba con Lapesa a fonética y a mester de clerecía. Muchos días yo era el único alumno. (Había otro, pero no contaba, de pura singularidad: se llamó Pilar.) El panorama se extendía. Ahora le llevaba los primeros articulejos, que si doña Ana Abarca, que si el Libro Verde de Aragón, que si, después, sí, después, mi tesis doctoral. Iba a su casa de Bárbara de Braganza. Me dejaba un álbum con muchas firmas. Guardo la insolencia de la de Valle-Inclán. Hablábamos. Bueno, yo no hablaba y don Rafael no mucho. Años y años después supe de que aquellos días fueron de sufrimientos suyos, pero nunca lo traslució. Y yo, pasmarote, no supe intuirlo. Pasó el tiempo. Me fui a Granada. Nos escribíamos y venía a verlo. Me envió -aún está en mi mesa- su regalo de boda. Él marchó a Estados Unidos y yo a Alemania. Cómo son las cosas. También yo era profesor y quería parecerme a Lapesa. Un día un alumno mío me dijo: en Japón repetimos un aforismo: camina dos pasos detrás de tu maestro para no pisarle la sombra. Yo se lo traduje al español: al maestro, cuchillada. Quisiera ser alumno japonés para mis maestros.

Los días pasaban. Nosotros alborotábamos en el claustro de Anaya y don Rafael, tímido, se abría paso entre el jolgorio. Respetuoso con aquellos mozalbetes que más bien tiraban a gamberros, se llevaba la mano al ala del sombrero y no hubo nunca admonición más severa. Las chicas enrojecían y nosotros bajábamos la cara. Salidos del estupor nos acercábamos al maestro. Don Rafael, el domingo nos vamos a Zamora, o a Ciudad Rodrigo (era nuestro dispendio de turismo lujoso). Bueno, sí, iremos Pilar y yo. Y aquella pareja ejemplar subía a nuestro vagón de tercera y cantaba con nosotros los villancicos de la tradición. Don Rafael -eran días amargos- reía con nosotros y aún añadía las mil anécdotas que nosotros ignorábamos. Don Rafael y la risa limpia de Pilar.

Pertenecemos a generaciones distintas y esto explica las cosas. No se trata de edad y eso que estamos en los límites extremos de que hablan los pedantes, sino de la marca que impusieron unos días fatales. Lapesa estaba al final de una era; yo, al comienzo de otra. En medio un vacío. Pasamos de la plenitud a una menos que incipiente madurez. Esto explica que entre nosotros no haya más continuidad que la del afecto. He hablado de las proximidades que ha habido entre los años del 36 y del 45, y explico por qué puedo hablar de unos días, los suyos, y otros, los míos, que se fueron encabalgando sin que no hubiera nada por medio. Sólo así -zarpazos de la historia- vamos viendo una cronología hermanada sin pensar en los días que debieron separarnos. Pero la luz del entendimiento me hace ser muy comedido. Y, de pronto, el mozo de otros días está junto a su maestro. Sólo se explica por las hojas que faltan al calendario y que han venido a unirse de manera inesperada.

Pasaron años y años. Don Rafael y yo coincidimos en los sitios más insólitos: en los doctorados de Lima, de Valencia, de Sevilla, de Valladolid. Yo tras su sombra. Un día, en una solemnísima conferencia, me presentó y añadió -¿cuántas timideces venció?-: aprovecho esta ocasión solemne para decir a Manuel Alvar que me tutee. Yo aprovecho esta ocasión solemne para decir a don Rafael Lapesa que nunca lo tutearé. Y así seguimos. Don Rafael no lo tomó a desacato e inició los trámites para que me concedieran el Premio Nacional Menéndez Pidal. Veo lo que me rodea y siempre camina cerca de mí la sombra de Lapesa. (Ay, Manolo, qué fácil es meter la pata y qué difícil sacarla. Bueno, don Rafael, le diré...) Vivimos en la misma casa y veo cómo se iluminan sus ventanas para que no olvidemos nosotros cuál es nuestro deber y qué debemos hacer para honrar al maestro. Digamos, España. Porque de él hemos aprendido fervor por el trabajo (había cumplido noventa años y me hablaba de los dos libros que tiene entre manos), lealtad a unos principios, comprensión para las torpezas ajenas. Todo es en Lapesa silencioso y recatado. Pienso que ahora -tanto honor, tanta conmemoración, tanto darle lo que es suyo- pensará, desde el fondo de sus gratitudes, que la serenidad está en ese rinconcito en el que basta un libro y una hoja de papel para estar a solas con sus pensamientos. Pero yo soy -acaso- el más viejo de sus alumnos y el que más cerca de él he estado sin alharacas ni gorgoritos. Ambos en silencio. Sabiéndonos y sintiéndonos. Más de cincuenta años entendiendo la soledad sonora que a mí me acercó un día a él para decirle: don Rafael, ¿querrá corregirme la transcripción? Luego, el jueves último, podíamos hablar de muchas cosas y a mí se me iba endoloriendo la garganta. ¿Para qué tanto? Que si el tribunal de represión de la masonería, que si el atropello a don Samuel, que si las prebendas, que si... ¿Se acuerda, don Rafael, de un archivero que coincidió con V. en Oviedo? Se llamaba Ximénez de Embún. Se acercó a ver qué hacía en aquel vacío salón del Ayuntamiento de Zaragoza. ¿Estudia V. en Salamanca? Yo soy amigo de Lapesa; Es muy buena persona. La ciencia, sí. Pero ¿y la dignidad de ser hombre? Bueno, don Rafael, que hasta lo bueno debe silenciarse. Hoy yo quería decírselo. Cuando lea estas cuartillas, estaré a miles de kilómetros de nuestra casa y me preguntaré ¿qué estará haciendo don Rafael?





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