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ArribaAbajoCapítulo XI

Entrada de Gil de la Cuadra y Valdés en el Ministerio.-Anuncios de reconciliación entre ministeriales y exaltados.-Destinos dados a Riego, Velasco, Manzanares y San Miguel.-El autor es nombrado intendente de Córdoba.-Descontento que produce en diversos bandos la reconciliación.-La masonería vuelve a admitir los expulsados en septiembre, con excepción de Toreno y Yandiola.-Representación al rey contra el Ministerio, apoyada por la Sociedad patriótica de la Cruz de Malta.-El autor vuelve a luchar en la Fontana, y decide finalmente salir para su destino.


Aunque no habíamos sacado el partido que apetecíamos de los recién ocurridos sucesos, ni los de la sociedad secreta, ni los del bando que con ella obraba acorde, claro estaba, y aún era forzoso que hubiesen de venir a favorecernos los ministros que cerca de tres meses antes nos habían derrotado y humillado. Para hacerlo se les presentó una ocasión favorable. Ya desde algún tiempo antes era ministro de la Gobernación de Ultramar, en lugar de Bonel, que había o muerto o retirádose, poco antes de morir, don Ramón Gil de la Cuadra, hombre cuyas opiniones eran como un término medio, y en cierto modo de avenencia, entre los moderados y exaltados de aquellos días, masón, pero de la logia semicismática de La Templanza, de la cual va dicho que, sin separarse de la obediencia al Gobierno supremo de la secta ni del gremio de sus hermanos, se inclinaba al partido moderado o ministerial; que gozaba de crédito de hombre muy instruido, y a la par de acción y de consejo, concepto que ha conservado entre los suyos, sin haberse visto en sus hechos cosa que le acredite de ser fundado; en sus mocedades muy allegado a los grandes, y después no poco enemigo de éstos, a pesar de haber conservado por largo tiempo entre ellos un valimiento increíble y muy de la pandilla y estrecha amistad de Argüelles, circunstancia única bastante a explicar los aumentos en su fortuna, enteramente desproporcionados a lo corto de sus servicios; personaje además desabrido hasta lo sumo. Fuese como fuese, Cuadra, conociendo que de la enemistad del Ministerio con los exaltados, y aun de las victorias que sobre ellos había alcanzado o podía alcanzar, sólo resultaba ventaja al rey y al partido anticonstitucional, anhelaba la reconciliación de los liberales, aun a trueque de entrar el Gobierno en capitulación con esta clase de sus contrarios. Canga Argüelles deseaba lo mismo con ardor, y siendo ligero y de poco entono, no lo ocultaba. También es de creer que lo mismo quería Argüelles; pero siendo orgulloso e indolente, así como honrado y entero, se resistía a sacrificar su propia dignidad y la del Gobierno, y buscaba modo de que otros hiciesen lo que estimaba, tanto cuanto necesario, indecoroso. En esto hubo de hacer dimisión de su cargo de ministro de la Guerra el marqués de las Amarillas, nunca bien visto por sus colegas, y menos que por otros por Gil de la Cuadra. Tratóse de nombrarle sucesor, y la elección hecha por los ministros, aunque confirmada por el rey, admiró a todos, recayendo en don Cayetano Valdés, teniente general de Marina. Bien es cierto que este personaje había servido algunos días en el Ejército y derramado en ellos gloriosamente su sangre, así como lo había hecho en los mares, y que durante la guerra de la Independencia había desempeñado por más de dos años el gobierno militar y político de Cádiz, sustituyendo en él a mi tío Villavicencio, igualmente marino; pero aun así, para el cargo de ministro de la Guerra parecía, y aun era, incompetente. Valdés, valerosísimo, honradísimo e inteligente en la parte práctica de su profesión, y aun algo en la técnica, era hombre de no largos alcances y de escasa instrucción, prolijo en el hablar, lento en enterarse de los negocios y en el resolver, y si a veces un tanto violento en el mando, otras veces débil, habiendo en su cabeza una confusa mezcla de ideas aristocráticas, propias de su cuna y crianza, como sobrino querido de un ministro de Carlos III y Carlos IV, de hábitos de oficial superior de Marina, y de no muy bien digeridas doctrinas de las llamadas liberales, por las que era impelido a obrar, ya con los exaltados, ya con los moderados. Tenía algún parentesco lejano con Riego, el cual le llamaba tío, no sin envanecerse de parecer enlazado con familia tan superior a la suya. Además, llamado don Cayetano Valdés al gobierno de Cádiz en los días del triunfo del Ejército proclamador de la Constitución, había contraído con los de este cuerpo relaciones de amistad que casi lo eran de partido. Poco antes he contado que había firmado representaciones contra la separación del Ejército de San Fernando, aunándose en esto con los gaditanos, sus gobernados, de quienes era muy querido y aun respetado; pero lo último sólo como hombre, a cuyas buenas intenciones y calidades se hace justicia, y de cuya docilidad se saca partido. Sobre esto, Valdés solía vivir en íntimo y frecuente trato con Argüelles, en quien estimaba todo, y hasta lo que reputaba paisanaje, teniéndose el general por asturiano, por ser oriundo de allí, aunque nacido en Sevilla. Por las razones que acabo de expresar, tal nombramiento de ministro de la Guerra sólo significaba a la sazón una cosa, y era que tendrían pronto mandos de importancia Riego y sus amigos, maltratados en septiembre. Así se entendió por quienes lo deseaban y por quienes lo temían. Por esto, llegado Valdés a Madrid, fue obsequiado con una serenata, en la cual iba yo como uno de los principales directores de la fiesta, acto que no califico de alboroto, cuando digo que sólo en los de noviembre de 1820 tuve parte, siendo así que me acusan de haberme mezclado en tantos. Veníamos, sin embargo, seguidos de una partida de la Milicia nacional de caballería, cuerpo a la sazón muy aristocrático y lucido. No merecíamos ir así observados, porque nuestras intenciones eran muy pacíficas, lo cual no digo para celebrarme a mí o a los míos, siendo nuestro interés entonces lisonjear al Gobierno y no alterar el público sosiego. En los vivas dados en la serenata los hubo a Riego, mezclándose con ellos otras voces para declarar qué queríamos, o qué nos prometíamos, de aquel obsequio, no hecho ciertamente de balde.

Poco tardaron en verse satisfechas nuestras pretensiones. Riego fue nombrado capitán general de Aragón, Velasco lo fue de Sevilla y Manzanares, San Miguel y otros desterrados en septiembre, llamados a Madrid, donde les esperaban recompensas. Quedaba yo por premiar, y a poco lo fui, y bien, pero séame lícito decirlo, de un modo que no excedía a mis servicios y anterior categoría, si bien tuvo el inconveniente de ser una mudanza de carrera, en que más se atendía a premiarme que a mi aptitud para mi nuevo destino. Como con la Secretaría de Estado me había yo indispuesto, a tal punto que volver a la carrera diplomática era muy difícil, y como mi permanencia en Madrid, existiendo Sociedades patrióticas, me pondría en graves apuros, ofrecióseme una Intendencia, y yo pedí la de Córdoba, dotada entonces con cincuenta mil reales, pero sin otro provecho o derecho, estando el Juzgado de Hacienda en aquella época en los ordinarios de Primera instancia. Salir a intendente de oficial de la Secretaría de Estado como era yo en septiembre, si bien tenía provecho inmediato, más se miraba como desgracia que como otra cosa, por ser separación de una carrera de más brillo, en cuyo término había puestos excelentes. Mis servicios a la revolución eran grandísimos: llevaba de empleado cerca de nueve años, y los aún no premiados méritos de mi padre debían serlo en su familia, según costumbre. Así, pues, mi aceptación de la Intendencia fue un acto de que hoy mismo no me culpo ni aun levemente. Había renunciado mi destino de oficial de la Secretaría de Estado por causas que no encubrí, y, cesando éstas, bien pude, sin faltar a obligación alguna, tomar otro, siendo análogo o aun superior. Nadie culpó a Riego por haber tomado la Capitanía general de Aragón. Porque éste y mis otros amigos habían sido maltratados, dejé yo el servicio y mi provecho, y ellos antes que yo tuvieron reparación del perjuicio que habían padecido, y a mí me tocaba tenerla igualmente. Hice lo que es costumbre en países donde hay Gobiernos de los llamados libres; esto es, por acto de mi voluntad propia, participar de la suerte de los de mi bando cuando era adversa, y cuando volvió a ser próspera igualmente. No necesita justificación mi conducta; pero entro a hacerla porque en este hecho de mi vida he sido como en el que más calumniado, y por nadie defendido. Bien es verdad que la calumnia consiste en afirmar que yo subí a la tribuna de la Fontana para conseguir un empleo bueno, y que lo logré, convirtiéndome en seguida en parcial de aquellos de quienes antes era contrario. Cuánto dista de la verdad este cuento pueden juzgarlo quienes sigan los anteriores sucesos de mi vida. Pocos, en verdad, teniendo tan buen destino como tenía yo en 1815, escogerían para adelantar los medios que yo escogí, sacrificando lo cierto por lo dudoso y comprando el adelantar en mi carrera con exponerme a andar entre trabajos y precipicios, cuando por la vía llana y cómoda tenía seguridad de venir a feliz paradero. Si aun en los sucesos de septiembre había muchos que hubiesen hecho una dimisión, ¿qué me sujetaba siendo duradero (como bien podía temerse) el triunfo de los ministros a quedarme sin empleo, en pago de haber contribuido, siendo ya empleado y con honroso destino, a restablecer el Gobierno que estaba rigiendo a España?

Preparéme a salir para mi Intendencia con gran gusto. Pero antes de efectuarlo ocurrieron lances en que mi conducta no fue muy loable, si bien me era difícil haber procedido con cabal rectitud estando combatido por muy diferentes afectos y juzgándome sujeto a la par a encontradas obligaciones. Sin embargo, en este breve período de mi vida política nadie me ha censurado, y soy yo quien voy a delatarme.

La reconciliación de los ministros con los exaltados no pudo haberse llevado a efecto sin disgustar a muchos, sobre todo habiéndose cimentado en una renovación del vencimiento y aun de la afrenta del monarca y de sus parciales. Los que lo eran del Gobierno derribado en principios de aquel mismo año, los que sin ir tan allá apetecían firmeza y decoro en los encargados del mando, a trueque de exponer la causa de la Constitución a peligros, y los malcontentos de diferentes clases desaprobaban la recién celebrada avenencia.

Lo común era vituperarla como ruin entrega de la dignidad y fuerza del Gobierno, a costa asimismo del decoro de la real persona en manos de contrarios procaces. Pero algunos había, si bien pocos, que culpaban a los exaltados, achacándoles haberse reconciliado con los ministros, si con provecho para varios de sus caudillos, con muy corto o ninguno para la causa de la libertad según ellos la consideraban.

El cuerpo gobernador de la sociedad secreta, al revés, procuraba estrechar su amistad con los ministros y con la mayor parte de los de la parcialidad moderada. Para el intento resolvió volver a admitir a los miembros que de sí había separado por vía de despique de la victoria de los amigos de éstos en septiembre. Mediaron prolijas deliberaciones entre los primeros pasos dados en este negocio y su resolución definitiva. Al cabo, determinóse hacer la reconciliación, volviendo a ocupar sus puestos los que de ellos habían sido lanzados. Hubo, sin embargo, dos excepciones de este acto de olvido y unión: singular la una de ellas por ser la de persona del mayor valimiento en la grey ministerial, y aun algo rara la otra por recaer en hombre no muy acalorado contra las gentes que con tal rigor le trataban. Fue el primero el conde de Toreno, a quien no se perdonaba haber traído a Madrid a Riego por medio del canónigo. Pero admiró que fuese el segundo excluido Yandiola, el cual debió esta mala especie de distinción a enemistad privada. Achacábanle que estando perseguido por el Gobierno absoluto y refugiado en Londres se había doblado a pedir perdón a sus perseguidores y conseguídolo a costa de hacerles servicios; cargo cuando no supuesto del todo, abultado, y que nada tenía que ver con sus desavenencias de septiembre, por las cuales le venía el castigo. Celebrada la avenencia, hubo una sesión a que concurrieron los nuevamente admitidos. Hablóse en ella mucho de renovación del afecto fraternal, y con hablarse tanto se demostró que bastante quedaba del anterior resentimiento, que se manifestó además en otras mil cosas. Pero esto no duró, como debía temerse, pues, por el contrario, los recién entrados de nuevo fueron haciéndose de la mayoría, y viniendo a ser minoría los que les conservaban rencor.

Estando así las cosas, no se hablaba en la Fontana de Oro por no haber qué decir allí, pues alabanzas del Gobierno en Sociedades patrióticas no agradaban, ni agradar podían. Pero la Sociedad antigua de Lorencini, eclipsada por largo tiempo, y no extinguida, habiéndose trasladado al café de San Sebastián, y luego al de la Cruz de Malta, concurrió a hacer algún ruido en medio del silencio que reinaba en todas partes. Por aquellos mismos días empezó a correr una representación al rey, pidiéndole que separase de sus cargos a sus ministros. Era el tal papel uno no mal pensado ni escrito, pero en él iban revueltas ideas contrarias, unas propias para halagar a la gente inquieta y extremada, y otras donde se volvía por el decoro del trono y del príncipe reinante. Susurróse también que la representación salía de Palacio, o que cuando menos allí había sido aprobada. Además, se decía que era obra de los afrancesados, unidos con los palaciegos.

Los afrancesados acababan de ser perdonados, pero tarde, y no habían sacado del acto que les devolvía la calidad de ciudadanos españoles todas las ventajas que se prometían. Volverles los destinos que les había dado el usurpador habría sido demencia; pero ellos a tanto o a poco menos aspiraban. Restituirles los que varios de ellos tenían bajo el Gobierno legítimo antes de abandonar su servicio por el de su contrario habría sido menos violento, pero sentían repugnancia a gravar el erario con sueldos inútiles o a emplear personas nada bienquistas, sin contar con que los patriotas, muy cebados en los empleos, no gustaban de admitir a un gremio numeroso de hombres ilustrados a compartir con ellos la presa. En punto a intereses, lo pasaban muy mal; y como en Francia recibían del Gobierno algún socorro, su vuelta a España los puso en situación peor que en la que estaban en su destino. Varios de ellos se dieron a escribir, y cuando lo hacían de política, respiraban por su herida antigua, y esgrimían la pluma contra los liberales. El público, aunque no faltó quien tratase de excitar contra ellos animosidad, no los miraba con odio violento, pero tampoco con favor, y el mayor número de ellos, hechos a resistir a la opinión popular, ignoraban el arte de hacérsela favorable. Quejábanse, pues, con razón y sin ella, por verdaderos agravios y por otros imaginados, contando por tales las resultas de haber sido vencidos en 1814. Como suele suceder, aunque sea contra la razón y justicia, confundían en su enconado resentimiento a sus enemigos y a los que, siendo amigos de éstos, habían, sin embargo, tratado de favorecerlos, y hasta con empeño no corto. Así, a mí, abogado de su causa; a mí, a quien habían dado en una junta que tuvieron solemnes y vivas gracias por mi conducta relativamente a su parte, me declararon la guerra con no menos saña que a quien más había hecho por perpetuar la persecución que padecían.

Así iban las cosas cuando corrió por el público la representación a que acabo de referirme. Fue recibida con gusto por un número no muy crecido de personas de la parcialidad exaltada, entre las cuales se contaban poquísimas de siquiera mediana nota, y sí una turba de gentes a quienes era grato todo cuanto sonaba a vituperio de los que mandaban y a provocación a desórdenes, al paso que recibió desaprobación acerba de los constitucionales moderados y de la mayor parte de los exaltados, que hicieron en esta ocasión causa común con aquellos a quienes poco antes miraban como a enemigos. Estos últimos pensamientos dominaban en el gobierno de la sociedad secreta, el cual desaprobaba altamente el escrito contra los ministros y los discursos con que se le daba apoyo en la Sociedad de la Cruz de Malta.

Al revés, los amantes de la Monarquía antigua celebraban en la representación encaminada a pedir la mudanza de Ministerio la sustancia, si no la forma, y de los discursos de la Sociedad patriótica hablaban, si no con aprobación, declarándolos excesos de la clase de otros iguales o mayores, y no de vituperar tanto cuanto otros que habían sido tolerados. Allegábanse a este dictamen algunos liberales moderados, y cuyo interés era a la sazón, con el de ellos, uno mismo, contándose en este número los afrancesados, casi sin excepción alguna. El periódico titulado La Miscelánea sustentaba y esforzaba estas opiniones antiministeriales, y se arrojó a defenderlas en la tribuna de la Cruz de Malta mi amigo don José Joaquín de Mora, no tan acertado hablando cuanto escribiendo, tachado además de haber sido adicto a Fernando en los días de su despotismo, y culpado, según creo sin razón, de haber llevado la pluma en el escrito que daba motivo a tanto alboroto.

Estando así las cosas, procedió el Ministerio contra la Sociedad de la Cruz de Malta, procurando estorbar que en ella se hablase. Irritóme este proceder cuando acababan de tolerarse a los que hablaban en la Fontana las mayores demasías, y no obstante que acababa de recibir una merced del Gobierno, determiné desaprobar acerbamente su conducta desde la tribuna, teatro de mis pasadas no muy puras glorias. Séame lícito, cuando me doy por culpado, blasonar de que no lo era por interés personal, pues me hallaba por demás satisfecho del destino que acababa de conseguir. Procedía, pues, impelido por justos motivos al culpar en el Ministerio una conducta que me parecía reprensible, y acaso por vanidad de parecer consecuente, y por el fatuo deseo de conservar en las Sociedades un lugar donde pudiese seguir recogiendo aplausos. Pero clara estaba mi obligación cuando así pensaba e iba a proceder conforme a mis ideas, debiendo hacer dimisión de mi destino entonces, como lo había hecho tres meses antes. Faltóme fortaleza para este nuevo sacrificio, haciendo el cual no habría tenido para consolarme ni la aprobación de mis amigos, y aun habría parecido ridículo, jugando, como quien dice, a toma y deja empleos. Sin contar, pues, con mis compañeros de la sociedad secreta o con las demás personas con quienes solía obrar acorde, y juntándome sólo con don Manuel Eduardo Gorostiza, orador como yo de la Fontana, pero no incorporado en la sociedad secreta ni muy grato a los exaltados, en cuya hueste servía, fui a verme con el marqués de Cerralbo, pocos días antes nombrado jefe político de Madrid, y junto con mi compañero, le di aviso de que aquella noche íbamos a hablar al público en el café de la Fontana. El marqués, uno de los caballeros más cabales que he conocido, y hermano de mi amigo don Gaspar de Aguilera, trató de retraerme de mi propósito con empeño; pero con suma cortesía insistí yo en él, y trabamos una disputa en términos moderados y urbanos sobre si él tenía o no facultad para impedirme que pusiese por obra mi intento. La recién hecha ley sobre Sociedades patrióticas, bien daba margen a dudas. Decía su texto que para hablar en público habíase de dar noticia de que se iba a hacerlo al jefe político, y no que se le pidiese licencia, y añadíase que podría la misma autoridad superior suspender, no prohibir, las reuniones de las Sociedades. A esto se agregaba que al discutirse la ley se había dicho, aun por los ministeriales, que la noticia se diferenciaba de la licencia, y el derecho de suspender del de prohibir, pero al cabo sólo debía valer lo expresado en la ley, y no lo pronunciado al examinarlo, por lo cual, si estuviese claro su texto, a él sería forzoso atenerse, no siendo posible hacerlo así cuando estaba confuso. De mi disputa con el marqués resultó, como suele suceder, persistir cada cual en la opinión con que la entabló; pero yo declaré que, habiendo cumplido con la ley dando noticia de que iba a hablar, hablaría, a no estorbármelo fuerza mayor, ateniéndome a lo que resultase. Quedóse pesaroso el jefe político, que me estimaba, desaprobándome. No sé qué pensaría o qué ocurriría; pero al llegar la noche pasé al salón de la Fontana, donde ninguna orden se había recibido para estorbarme que perorase, estando ya congregada para oírme una concurrencia medianamente numerosa. Iban conmigo Gorostiza y Regato, el primero a hablar como yo, el segundo aprobando mi proceder y estimulándome a hacer la oposición al Gobierno. Habíanse removido de aquel lugar los púlpitos desde los cuales era uso pronunciar las pláticas patrióticas; pero yo me subí en una mesa del café y desde ella hice mi perorata, aplaudido como siempre. Fui claro en la sustancia y en el modo suave; inculpé con rigor sumo a los ministros, y con mi pedante teórica sobre la oposición a la inglesa, inculqué el modo de hacerla en representaciones de una manera vehemente, pero legal. Dijo de mi discurso Regato que era de lo más fuerte que contra los ministros se había dicho o podía decirse. Pero por mi fortuna, apenas fui comprendido por mis oyentes. Parecí, al revés, un ministerial o poco menos que había venido a la Fontana a atraerme al auditorio de la Cruz de Malta y a desaprobar los desmanes que allí se cometían, presentando un contraste con mi discurso moderado. Los periódicos sólo dijeron que en la Fontana habían hablado los señores Galiano y Gorostiza, sustentando principios de orden. Si los ministros supieron la verdad, no quisieron castigar en mí una calaverada que ningún efecto había producido, y cuya índole no había llegado a ser conocida. Escapé, pues, hasta sin la merecida censura de un acto imprudente, y algo más aún, juzgado sin rigor. Después, vueltos a ponerse los púlpitos en la Fontana, hablé desde ellos alguna vez, pero sin oposición por parte del Gobierno o de sus amigos y sin tratar materias de las que empeñan las pasiones; razón por la cual era oído con tibieza por auditorios no muy crecidos.

En tanto la sociedad secreta estrechaba su unión con los ministros, Regato y algún otro que a él se adhería venían a formar una minoría corta y descontenta. Yo me desvié algo del campo de la política militante, en el cual ningún suceso grave me llamaba a la sazón a figurar. Seguía siendo grato, a mis hermanos en la secta, y aun con los recién reconciliados gozaba de valimiento. Preparábame a ir a servir mi destino en un clima agradable y en una ciudad, si no de las más ilustradas, al cabo rica y populosa, donde no me faltaría trato. Yo tenía, como he tenido y conservo, singular afición al campo, y el de Córdoba me brindaba con no escaso deleite. Algo demoré mi partida de Madrid, en parte por razones particulares y también porque tenía esperanzas de tomar asiento en las Cortes. Había una vacante en la diputación por Cádiz, porque había entrado el suplente por aquella provincia a ocupar el lugar de un diputado nombrado que tomó asiento por otra, y habiendo después fallecido el digno representante por la misma, don Tomás Istúriz, quedaba la representación gaditana incompleta. Nada prevenía la ley electoral, que era parte de la Constitución vigente, sobre semejante caso, pues sólo destinaba cierto número de suplentes a llenar los huecos que en los dos años hubiese, tocando sólo uno a algunas provincias, como la de Cádiz. Dictaba al parecer la razón que tal omisión fuese suplida con una resolución del Congreso, para no dejar a una provincia sin el número competente de representantes en las Cortes. Tenía yo fundadísimas esperanzas de que así se resolvería, y no menores de que, habiendo elecciones, recaería en mí el nombramiento. Pero dilatóse el negocio, porque al principio se creyó que la Diputación permanente lo resolvería y luego se dejó a la determinación de las Cortes, que no habían de juntarse hasta el mes de marzo. Vime, pues, obligado a salir de Madrid, y antes de mediar enero de 1821, me presenté en Córdoba a desempeñar la Intendencia.




ArribaAbajoCapítulo XII

Conducta y modo como ejerce el autor su destino en Córdoba.-Desempeña internamente el cargo de jefe político.-Noticias del conflicto ocurrido en Madrid con los guardias de Corps.-Escisión entre los masones, y creación de la Sociedad de los comuneros.-El autor se queda en la masonería.-Coletilla del rey al discurso del trono.-Representación de la diputación provincial de Córdoba, que el autor redacta y firma.-Cambio de Ministerio.-Escribe el autor una relación de los sucesos de la conjuración y alzamiento de 1820.-Movimientos liberales en Nápoles y el Piamonte.-Liga de los Soberanos, y efecto que producen estas noticias en España.-Vuelve a desempeñar el cargo de jefe político.-Expedición que organiza contra un cabecilla realista.


Llevaba yo ideas, muy equivocadas algunas de ellas, sobre cómo debía portarme en mi destino ejerciendo un mando superior en provincia. En lo que puedo jactarme de haber pensado con rectitud y buen juicio, y de haber ajustado mi conducta a mis opiniones de lo que era debido y acertado, es en haber obrado con absoluta pureza en punto a intereses, desempeñando un cargo en que son frecuentes y graves las tentaciones y el ceder a ellas no muy raro. Hasta mis acérrimos enemigos de entonces, siéndolo muy vehementes y enconados los realistas, me hicieron justicia en esta materia. Salí de la Intendencia más pobre que en ella entré, no obstante haber vivido sin lujo, sin coche y sin buen caballo de montar, pero no con buena economía, pecando yo de no saber tenerla. Así contraje algunas, aunque cortas, deudas, faltándome remesas de lo que tenía en La Habana, con lo cual me prometía pagarlas.

No tan atinado ni feliz fui en portarme con decoro completo. Quise huir de que me acusasen de entonado y soberbio, y delinquí por el opuesto lado. Deliraba figurándome que la autoridad en aquellos días debía hacerse llana y popular para darse a querer, haciendo el amor de los gobernados, las veces del respeto. A esto se agregaron malos hábitos de dos especies, unos contraídos en la carrera de la revolución y los otros en mi anterior vida licenciosa. Seguí hablando en la Sociedad patriótica, pues se fundó una en Córdoba, y aunque allí no se provocaba el desorden, rebajaba mucho de mi dignidad presentarme de predicador desde un palco de teatro, lugar primero donde se celebraron las reuniones de aquella junta. Asistía a los cafés, y aun fui a alguna serenata donde se cantó el Trágala. Rozábame poco con la gente principal del pueblo, aunque en esto había algunas excepciones. Si bien es falsísimo que bebiese, de lo cual me han acusado, es cierto, aunque de esto nada se haya dicho, que di otros ejemplos de fea conducta en punto a trato con la parte menos respetable del otro sexo. Resultó de todo ello que recién llegado fui tenido en poco por la gente de seso y peso, no viéndose ni pudiendo verse hasta después la parte buena de mi conducta. Allegábase a desconceptuarme mi presencia, pareciendo aun de menos edad que la que tenía, y extremándome en vestir al uso, lo cual se avenía poco con la idea allí formada de los intendentes, hasta entonces todos ellos hombres de alguna edad y también graves y machuchos en el porte y traje.

Había en Córdoba su correspondiente Soberano Capítulo de la orden a que yo pertenecía. En él tomé asiento, según era de creer, y muy luego fui nombrado para presidirlo. Influían sus determinaciones en mi conducta más que lo debido.

Empecé a hacerme cargo de lo que era ser intendente, pero no adelanté mucho. Recaudé, sí, con vigor y pureza, lo cual me puso en buen lugar con el Gobierno. Dejábame llevar mucho por el contador don Manuel González Bravo, diestro y entendido.

Estando así las cosas, hubo de ser separado de su destino el jefe político para trasladarse a otro punto y de nombrársele sucesor. Pero antes que este último llegase, salió para su nuevo destino el antiguo, y según las leyes de entonces, recayó en mí, como intendente, el mando político interino de la provincia. En su desempeño por breves días no me señalé por aciertos ni desbarros, salvo en un punto que me ocasionó a la larga un sinsabor no corto.

Había habido unas elecciones muy disputadas en la ciudad de Lucena, la segunda en grandeza de aquella provincia, población desgarrada en bandos y famosa por ser en ella poco respetadas las leyes. De los dos partidos que la dividían desde tiempo antiguo, uno se había hecho constitucional violento y el otro lo contrario. Así continuaban y aun se exacerbaban antiguos odios con formas nuevas. Ni era del todo casual la elección del partido. Habían abrazado el de la monarquía antigua los que habían sido concejales en el antiguo Ayuntamiento y que tenían muchos de ellos sus cargos por vida, siendo los caballeros principales de la ciudad, y estaban por la Constitución y las novedades las gentes a las cuales se da el dictado de medio pelo, con algún que otro noble malquisto con los de su clase. Hecha la elección, la ganaron los primeros con malas artes e ilegalidades, como es costumbre ganar las elecciones, sobre todo en España, no siendo mejores los medios empleados por sus contrarios para disputarles la victoria. Recurrieron al jefe político los vencidos pidiendo la anulación de las elecciones y que se hicieran nuevas. Tocóme resolver este expediente. Atravesábanse empeños por ambas partes, y por los de mi familia residente en Cabra, poco distante de Lucena, lo hubo vivo en que confirmase la elección, protestando ser falso que hubiese recaído en enemigos de la forma de gobierno existente y afirmando con más verdad que los nombrados eran de un valer superior al de sus competidores. Inclinábame yo, sin embargo, a favorecer a estos últimos por parcialidad política, pero a mi inclinación se agregó ceder a una influencia poderosa, cual la de la logia de Lucena, que solicitaba con ardor extremado la anulación de las elecciones. Aun siendo así, no habría yo obrado contra la justicia evidente; pero adolecía la elección de tales vicios, que mal podía pasar por acto injusto el de darla por nula. Además, para proceder a la nueva elección, impelido por mi precipitación e ignorancia, dicté una providencia que estaba fuera de los límites legales, si bien sólo en un punto, no de grande importancia o trascendencia. Recurrieron al Gobierno supremo los maltratados pidiendo que se me formase causa como a infractor de la Constitución. Pasó al Ministerio el negocio a informe, como diré en su lugar; a la larga vino ello a parar en resolver que fuese yo puesto en juicio.

Pronto vino a ocupar su puesto el jefe político nuevo, que era el brigadier de Ejército don Luis del Águila, hijo primogénito y heredero del marqués de Espeja, que después, y ha poco, ha muerto general, llevando el título de su padre. Era este caballero hombre algo instruido, de feliz memoria, seco, duro, vano hasta un punto increíble, por presumir de sobresaliente en todo, constitucional celoso en aquellos días, aunque muy enemigo de los exaltados, lleno de rarezas que con los años crecieron hasta darle el carácter de ente muy singular hacia el fin de sus días. Entonces pareció bien a los cordobeses; y además de que, celebrándose él a sí mismo sin tasa, persuadió a los demás de su propio mérito, hizo no pocas cosas útiles, siendo activo y firme, y no habiendo hasta entonces servido aquel gobierno político sino hombres muy para poco.

Llevéme bien con él al principio, no obstante ser suma la disconformidad entre su carácter y el mío, pero al cabo hablábamos de literatura, en la cual era él versado, aunque con extraño gusto, de historia, que conocía bien, y de gastronomía, en el cual punto se preciaba él, no sin razón, de tener buena mesa, y gustaba de que yo le celebrase los platos de la suya, a que con frecuencia me convidaba. Alguna vez se picaba conmigo, porque a sus jactancias correspondía yo con actos de rebajarme, que daban motivo de risa a los oyentes sin poder él tomarlos como ofensa, que no habría sufrido.

Íbamos así en paz, cuando las cosas de Madrid tomaban mal aspecto. Supimos que los guardias de Corps, exasperados con insultos continuos, y aun sin esto mal dispuestos, habían tenido un choque con varios alborotadores; que de resultas, perseguidos, hubieron de recogerse a su cuartel; que allí vinieron a cercarlos, dispuestos a combatirlos, las tropas de la guarnición y de la Milicia nacional, acompañándolas e incitándolas personajes de los llamados patriotas; que el Ministerio había tratado de evitar el lance; que aun el cuerpo gobernador de la masonería había predicado moderación; que de los sitiadores de los guardias muchos habían casi no obedecido, o del todo a ambas autoridades, la pública y legal y la secreta o de la secta; que habían triunfado los más violentos, entre los cuales se contó en aquella ocasión el brigadier don José María Torrijos, coronel del Regimiento de Infantería de Fernando VII; que los guardias de Corps, obligados a entregarse a merced de sus contrarios, iban a quedar disueltos, y que era consecuencia de estos sucesos estar el rey ciego de enojo, los ministros mal con su majestad, y no enteramente bien con la gente más acalorada, y el cuerpo gobernador de la masonería trabajado por una discordia terrible.

Pronto esta última dio de sí resultas que tuvieron una influencia prodigiosa en la suerte de España.

Aquí se hace forzoso referir cuál era la situación de la sociedad masónica respecto al Ministerio. Habíasele allegado hasta serle parcial del todo. Los ministros Argüelles y Baides habían sido iniciados estándolo mucho antes Gil de la Cuadra. Pero no se les dio lugar en el cuerpo supremo de la Orden, ni ellos lo pretendieron, quedándose en la logia de la Templanza, la de más entono entre todas. Así, el Ministerio, si correspondía hasta cierto grado a los masones, no era uno mismo con ellos, como vino a suceder en época posterior, en que el Gobierno aparente y constitucional era un mero ejecutor de lo dispuesto por el ilegal y oculto.

Estando así las cosas, segregáronse no solo del cuerpo del Gobierno supremo masónico de que eran miembros, o de varias logias a que pertenecían, muchos personajes de gran valía en la Sociedad y aun en el Estado, sino que pasaron a formar una asociación nueva, rival de la antigua, y con raras excepciones su acérrima contraria. La Sociedad que formaron se apellidó de los Comuneros, dándose por continuadora de los que en el siglo XVI habían defendido los fueros de Castilla. Los fundadores tomaron el pensamiento de su fundación de una idea de don Bartolomé Gallardo. Éste, dado a estudiar y admirar las cosas antiguas de nuestra patria, pretendía que había descubierto, en reliquias de memorias de los comuneros, indicios de que habían sido de una hermandad con símbolos no muy diferentes de los masónicos, y sobre esta base había levantado la fábrica de un proyecto por donde los masones españoles tendrían grados nuevos, con alusiones a los que sostuvieron la guerra de las Comunidades. La secta recién nacida con corto saber tomó esta idea, y de cualquier modo con ella se formó, llamándose quienes la componían hijos de Padilla, nombre de un héroe castellano poco conocido hasta entonces, e injustamente tratado en la historia, que pasó a adquirir celebridad, sin comprenderse mucho su carácter o sus hechos por quienes se llamaban sus secuaces en época bastante remota de la en que él se distinguió, si bien con infausta fortuna. Moreno Guerra y Regato, con algún otro del cuerpo supremo gobernador de la masonería, se contaron entre los de la nueva Sociedad, a la cual se agregó, desde luego, Torrijos, persona de concepto, aunque sólo de las logias inferiores, con varios que se le acercaban o le igualaban en valimiento. Gallardo, por lo extremado y violento, era muy a propósito para irse con ellos: pero le ofendió sobre manera que se hubiesen apropiado su proyecto, sin entenderle como era debido, y miró a los sectarios nuevos con odio, en clase de ignorantes plagiarios de sus ideas y usurpadores de su gloria, más que como a políticos destemplados.

A Córdoba llegó la noticia de este cisma, solicitandonos así los cismáticos como los ortodoxos, que nos hiciésemos de su gremio. En mí, principalmente, pusieron la mira los comuneros, estimándome muy a propósito para ser suyo, en parte con razón, en parte por creerme, como solía suceder, harto mas extremado en opiniones e intentos que lo era real y verdaderamente. Además, casi todos los de la Sociedad nueva habían sido los de mi bando en la antigua. Había sobre esto que don Francisco Díaz Morales, oficial de Artillería, diputado a Cortes por Córdoba, de una de las familias más ilustres de la provincia, implicado en la conjuración de Laey en 1817, y encausado, habiendo estado a punto de perder la vida, exaltadísimo, singularísimo, no del todo corto, aunque sí superficial y ligero en ciencia e ingenio, e inquieto hasta parecer su deseo de bullir demencia verdadera. A casa de su madre, la marquesa de Santa Marta, me había yo ido a hospedar en los primeros días de mi llegada a Córdoba, y con él tenía relaciones de trato amistoso. Díaz Morales pasó del cuerpo gobernador de la masonería, donde podía poco, al de la comunería, donde empezó a hacer uno de los primeros papeles, y trató de llevarme consigo con la vehemencia con que deseaba todo cuanto quería. Pero yo, sin embargo, quedéme firme en las filas masónicas, tanto por afectos de amistad a muchos que en ellas seguían, cuanto por prever que los comuneros iban a llevar las cosas muy allende los términos donde yo juzgaba oportuno y justo que permaneciesen.

La comunería, destinada a dilatarse y robustecerse notablemente, no cobró, sin embargo, grandes fuerzas recién nacida. Hubo muchos que se lisonjearon de verla morir en su infancia; y a lo menos en su vida primera siguió siendo tal, que existía con mala nota. En Córdoba tuvo al principio pocos prosélitos, pero los adquirió, desde luego en bastante número en otras poblaciones considerables de la provincia.

Cuando iban pasando estas cosas, se abrieron las Cortes. En su apertura ocurrió la gran novedad de haber acusado el rey a sus ministros en el discurso pronunciado desde el trono, al cual añadió un párrafo que tuvo oculto hasta el momento de leerle. Tal irregularidad no hizo todo el efecto que debía haber causado. A los parciales de los ministros disgustó, como tiro asestado a sus enemigos, más todavía que como acto fuera de las leyes, y a los de contrario parecer fue, si no grato, poco menos, absteniéndose de reprenderlo, aunque no se arrojasen a aprobarlo. Hubo desvariadas resoluciones en este punto, siéndolo particularmente la de llamar a los ex ministros al Congreso a que declarasen algo sobre el estado de los negocios, no haciéndose cargo muchos de los que así procedían, queriéndolos bien y al rey mal, de que los ponían en terrible aprieto y aun en nada decorosa situación, pues sólo podían comparecer donde eran tenidos en calidad de acusados o de delatores, y esto último no sin violentar las cosas, no estando allí como reo el monarca y ellos como testigos para probarle delitos. Con más acuerdo otros, querían proceder contra los consejeros ocultos del párrafo añadido al discurso puesto en boca del rey por sus ministros responsables. De este parecer fue el jefe político de Córdoba, el cual anunció que bien podía la Diputación provincial, junta a la sazón, representar a su majestad pidiéndole explicaciones sobre el retazo pegado a su discurso. Accedí yo a ello, y aun extendí la representación, que firmaron los diputados provinciales y yo como miembro del mismo cuerpo, siéndolo entonces los intendentes. Dio golpe en Madrid este paso a algunos pocos, aunque los más no hicieron alto en él, y dio golpe por verse en tal papel mi firma, porque la gente acalorada, en cuyo gremio era yo contado, no iba acorde conmigo en aquel negocio.

Los ministros que sucedieron a Argüelles, nombrados por el rey a propuesta del Consejo de Estado, tenían pocos amigos. Por el pronto, nadie, con todo, se les declaró contrario. Yo volví a desviarme, de las lides políticas, atendiendo al desempeño de mi intendencia, a los negocios de la secta, que iban entonces en paz y orden, reduciéndose sus trabajos a aumentar el número de afiliados y a invigilar en la política, y a mis deleites particulares, que no traspasaban a la sazón la justa medida, habiéndolos también inocentes, cual era el de gozar de las delicias del campo andaluz, hermoso en los principios de la primavera.

Por aquellos días di a luz un librillo donde refería los sucesos ocurridos en la conjuración de que resultó el alzamiento del Ejército. Estaba yo picado de ver cuán poco valor se había dado a mis servicios y a los de otros compañeros de mis trabajos, llevándose los caudillos del Ejército toda la gloria, de que nos correspondía alguna y no leve parte. Halagaba también mi vanidad, en época en que aún corría peligro la causa de la Constitución y de sus sostenedores, presentarme como hombre arrojado, que declarando sus hechos se presentaba como víctima de los parciales de la monarquía antigua si recobraban el perdido poderío. Envié a Madrid mi escrito, donde se encargó de publicarle Mendizábal, a cuyos trabajos y merecimientos hacía en él debida justicia. Por mi mala estrella como autor, hubo de darle a revisar a hombre poco competente, que intentando enmendarle, de tal manera me lo desfiguró en dicción, que salió un monstruo, por lo cual me ha valido censuras no merecidas. A mayores inconvenientes me expuso por otro lado. Como era entonces de grande honra, y aun de no pequeño provecho, haber tenido parte en el restablecimiento de la Constitución, dejé a mil quejosos, por parecerles que no había hecho justicia a sus nombres y a sus hechos. Anduvo el tiempo, restablecióse el Gobierno derribado, pasó a ser enorme delito lo reputado poco antes acción loable y heroica, fueron puestos en proceso los conjurados por cuya culpa había caído la monarquía absoluta, tomóse mi libro por delación para prender y por prueba para condenar a los en él nombrados con elogios, encabezándose la causa contra los delincuentes con un ejemplar de mi obrilla, y entonces llovieron sobre mí quejas por mi imprudencia, acusándome de haber comprometido con una publicación intempestiva a muchos hombres cuyos hechos, quedando ignorados, no los habrían sujetado a una persecución molesta, cuando no severa.

Iba a terminar el mes de marzo de 1821, cuando llegaron a España las infaustas nuevas de que en Nápoles, donde había sido proclamada como ley la Constitución española en el año anterior, los austríacos, armados para derribarla, habían entrado triunfantes, restaurando allí el caído Gobierno, y siendo perseguidos los constitucionales. Casi al mismo tiempo se supo haber sido alzado el mismo pendón constitucional en el Piamonte y haber venido igualmente a tierra en pocos días. Los Soberanos absolutos de Europa, juntos en Congreso por sí o por sus ministros, primero en Troppau y después en Laibach, habían no sólo declarádose contra los constitucionales italianos, sino fulminado un anatema solemne contra las revoluciones, que caía de lleno sobre la de España.

Era partícipe en estas determinaciones el rey de Francia, no obstante ser constitucional su Gobierno. El inglés las aprobaba, si no de una manera expresa, harto desembozadamente, así por cuadrar con las aficiones del monarca reinante Jorge IV y con la de los ministros tories y toda la parcialidad de este nombre tal conducta, como porque obrando así se fortalecía en Italia el poder del Austria, fiel aliada de Inglaterra, y caía en desconcepto el de Francia, su rival, cuando no su enemiga. En España fueron grandes y fundadas la pena y la inquietud de los constitucionales al recibir tan tristes noticias. Agregóse a esto que, envalentonados los del partido monárquico caído, con imprudencia hasta insolente, empezaron a cantar victoria prometiéndosela segura y cercana. En esta situación ocurrió una rara idea para poner miedo en los que, no siendo todavía vencedores, ya amenazaban como si pronto fuesen a serlo; y ponérsele de tal modo, que los retrajese de actos en que sus esperanzas y recobrado aliento bien podían precipitarlos. Fue la idea acudir atropellados en varias ciudades los que se titulaban patriotas a la autoridad gubernativa y pedirle, en acentos que hacían mera fórmula acceder forzosamente a la petición, que saliesen del pueblo ciertas personas, cuyo desafecto a la Constitución era notorio. No caben mayor violación de la libertad personal, ni contradicción más escandalosa a las leyes, así constitucionales como de otra clase, que semejante imposición de pena sin delito probado, sin juicio, hecha a bulto, por autoridad, además, tan incompetente como lo eran todas para tanta denuncia caprichosa y ciega como lo es la de una turba amotinada. Así recaía el castigo de destierro a veces sobre enemigos particulares de los agavillados, al paso que personajes hasta empleados en conjuraciones escapaban sin molestia. Yo miré con horror tales procedimientos, pareciéndome necios sobre infames, porque los lanzados de un pueblo se iban a otro con sus mismas ideas e intenciones, y, además, llenos de reconcentrado rencor por la afrenta y el daño que padecían, con menosprecio de la ley de ellos odiada, que en el nombre daba seguro amparo a sus personas, a sus haciendas y aun a la manifestación de sus opiniones hecha sin salirse de los términos debidos, allende los cuales la desaprobación pasa a ser sediciosa. Hoy, que lo considero fría y desapasionadamente, sin decir nada contra tales desmanes, ni querer mitigar la censura que de ellos debe hacerse, he de confesar que sirvieron de dilatar la caída de la Constitución, aunque para hacerla a la larga más segura y violenta, porque infundiendo terror en sus contrarios los retrajeron, o de empresas en que acaso se hubiesen metido, o de demostraciones cuyo efecto habría sido fatal, conteniendo el aliento en los más arrojados de su bando. Así acierta a bulto el instinto popular como el de los brutos irracionales: pero acierta de mala manera, y en este ejemplo se ve que, para gobernar los menos a los más, forzosamente han de escoger por instrumento la violencia y el terror que ésta infunde.

En Córdoba no hubo de estos lances. Hablé yo sobre la materia con el jefe político, que se declaró dispuesto a todo trance a no consentir allí las tropelías hechas o que se estaban haciendo o que se iban a hacer en otras ciudades de España. Aplaudíle yo la intención, de lo cual se mostró satisfecho. Sin embargo, llamó a personas de nota, conocidas por anticonstitucionales, y en conferencia privada las exhortó a no ser imprudentes, mezclando en sus exhortaciones la persuasión razonada y suave con un tinte de amenaza. Salióle bien su conducta habiéndoselas con los cordobeses, gente de suyo pacífica.

A poco, y durando estas circunstancias, tuvo que salir de Córdoba con licencia por tres meses el jefe político, y dejarme encargado del Gobierno de la provincia. No pecaba yo por haberle ejercido bien en la ocasión primera que le tuve por breve tiempo, aunque en verdad no había razón para culparme. Sin embargo, ya entonces iban pareciendo menores mis faltas y más las buenas cualidades que en compensación se me suponían. Así, se partió de Córdoba don Luis del Águila con poco cuidado, habiendo antes conferenciado conmigo sobre el estado de los negocios y enterádose de mis intenciones.

Recién llegado a Madrid, el mismo jefe político viose con el ministro de la Gobernación, Felíu, el cual, sobre ser la autoridad superior en el Gobierno interior del reino, gozaba entre sus colegas de una preeminencia no disputada. Diose el ministro por cuidadoso al saber que mandaba yo una provincia, por ser mi fama mala e injusta entre los del partido moderado.

Tranquilizóle don Luis del Águila respondiendo de mí, diciéndole, sin embargo, Felíu, que pensaba escribirme una carta particular, aunque no me conocía, para exhortarme al cumplimiento de mi obligación en lo relativo a conservar el público sosiego. Pareció extraña la idea; pero el jefe político, sin ocultar su extrañeza, no se metió a disuadir de su propósito al ministro. Escribióme éste la carta, atenta, aunque importuna y casi ofensiva. Respondí yo como debía, asegurándole que mientras conservase poder para impedir que en Córdoba fuese persona alguna atropellada, nada tenía que temer, y que en caso de oponerse a mis intentos fuerza mayor, no me vencería ésta sin despojarme antes de la autoridad, cuando no de la vida. No faltó quien culpase este acto mío como de lisonja, y acaso al culparle se pensó, sin conocerlo, que hablando yo así desaprobaba la conducta de los que habían obrado cediendo a los motines, pero yo quedé muy satisfecho de mi modo de portarme, el cual era conforme con mis pensamientos e intenciones de aquella época, así como lo es con todo cuanto pienso y quiero en el día presente.

No tuvo que verse puesta a prueba mi firmeza. Nada ocurrió, y serenándose la tormenta, no tuvimos que arrostrar peligros o que padecer trabajos por algún tiempo. Seguía yo en el desempeño del Gobierno político mucho mejor conceptuado que antes.

En esto, como apareciesen en España muchas partidas de guerrillas tremolando el estandarte de la monarquía antigua, que decían ser del rey absoluto, aun a la de Córdoba alcanzaron chispas de lo que en otros lugares de España era incendio. Un cabrero de las cercanías de Jerez de la Frontera, llamado Zaldívar o Saldivia, pues aun su apellido no sabía bien, en la guerra de la Independencia había adquirido cierta fama como guerrillero, si bien fue de la clase de los señalados por sus excesos más que por sus hazañas. Este tal, como hombre rudo e ignorante, sobre ser aficionado a la vida en que había cobrado renombre y salido de su condición humilde, determinó salir a campaña sustentando la causa del rey, y puso su propósito por obra. Persiguiósele no bien se presentó armado; pero como él no peleaba, y sí huía, y, además, era muy práctico en la tierra y estaba patrocinado por el ciego celo de quienes veían en él un defensor del trono y del altar, burló la persecución de que era objeto. Acosado, sin embargo, en el territorio teatro de sus anteriores hechos o fechorías, hubo de desampararle hasta venirse a la provincia de Sevilla, y aun entrarse en los términos de la de Córdoba. Resolvióse perseguirle, y con este intento dispuse yo una expedición no poco teatral y pueril, al mal gusto de aquellos días, de que yo participaba. Así, después de haber hecho e impreso una necia alocución a los pueblos, pretendiendo convencer a los amigos de la causa de Saldivia de que no debían favorecerle, mandé ponerse en movimiento casi toda la Milicia nacional local de la provincia, para que, como haciendo una batida, fuese formando un círculo y estrechándole a juntarse en un punto céntrico en lo alto de la cordillera de Sierra Morena, vecina a la ciudad de Córdoba, lisonjeándome de que así cogido el camino donde andaban los levantados sería fácil dar con ellos y acabarlos. Púseme yo al frente de aquella tropa, vestíme el uniforme de la milicia voluntaria de la capital de la provincia, y trepando por la sierra lo hice a pie con un fusil al hombro en la canícula, si bien con las últimas sombras de la tarde y primeras de la noche, muy lleno de la idea de que con tales juegos y con cansarme infundía entusiasmo en los que me acompañaban y seguían. Dormimos al raso en las cumbres de los montes, donde en la madrugada de aquel día, que fue el 22 ó 23 de julio, no obstante estar en tal estación y clima, sentimos frío, a punto de vernos precisados a encender hogueras. Parecíanme estas miserias y trabajos actos de no poco merecimiento. Rebajaba con ellos la dignidad del cargo que ejercía, y más aún con mi carácter y modos llanos y chanceros. Mi expedición, con todo, no me atrajo censuras. Alabanza, tampoco me gané, habiendo sido inútil, como era de presumir, el paso dado contra Saldivia, del cual cuentan que estuvo con los suyos viéndonos, escondido en segura guarida entre aquellas asperezas, aunque lo más probable, y lo que yo creo, es que no se puso ni había llegado a ponerse por donde caminamos.

Poco después de hecha esta campaña, y entrado agosto, volvió el jefe político propietario a Córdoba y a tomar posesión de su destino. Seguimos bien avenidos breve tiempo, hasta que sucesos de gran magnitud vinieron a trocar nuestra casi amistad en enemistad declarada.




ArribaAbajoCapítulo XIII

Conducta de Riego en Zaragoza, que da lugar a su destitución.-Agitadores de Madrid.-Morillo y San Martín deciden prohibir las arengas en las Sociedades patrióticas.-Actitud de los masones y los comuneros al saber la destitución de Riego.-Los periódicos órganos de ambas sectas.-Procesión del retrato de Riego, disuelta por San Martín.-Llamamiento que hacen los vencidos.-El nuevo ministro de la Guerra y la separación de las autoridades de Cádiz.-Los constitucionales en Sevilla y Cádiz.


En la hora de la reconciliación de mi partido con el Ministerio a que daba nombre, lustre y poder Argüelles, había sido, según queda contado en estas MEMORIAS, encargado Riego de la Capitanía general de Aragón. Pasando a Zaragoza, empezó a ejercer allí su cargo; pero entrometiéndose en el Gobierno político, costumbre de todos cuantos ejercían mandos superiores militares en aquella época, y aun más costumbre suya que de otro alguno, pues se figuraba como encarnado en su persona el espíritu de la Constitución y de la libertad, y cifrada en sus predicaciones la seguridad de hacer las nuevas leyes gratas a los españoles. Agregábase a esto que, siendo dado a bullir, gustaba de conexionarse con los extranjeros que venían a nuestra patria, con fama de patriotas en la suya y con proyectos de establecer allí un Gobierno análogo al nuestro novel, no sin suponerse con fuerzas bastantes a llevar sus empresas a cabo. De la caída de los constitucionales napolitanos y piamonteses había resultado venir los más notables de ellos a España, donde encontraron cariñoso acogimiento. Vinieron otros de menos valer, y asimismo aventureros de naciones donde no había habido catástrofe alguna política, no faltando entre ellos franceses. Uno de éstos, llamado Cugnet de Montarlot, fue a residir en Zaragoza. Era el tal hombre osado, hablador y jactancioso, y dándose unas veces por republicano, y otras por sólo acalorado liberal, pero siempre por hombre de grande influencia en su patria, prometía hacer en ella mudanzas, de donde vendría a la España constitucional gran provecho. Hubo quien creyese a Cugnet de Montarlot agente oculto del Gobierno francés, si bien esto tiene las trazas de haber sido mera e infundada sospecha. Más cierto es que era falto de reserva y de prudencia, y que tal vez creía sus propias ilusiones verdades, de que resultaba hablar y obrar como si sus planes estuviesen próximos a un completo y feliz logro. No está averiguado hoy, y quizá no lo podrá estar en tiempo alguno, hasta qué punto se comprometió Riego con este aventurero francés; pero es lo cierto que el Gobierno de Francia se quejó al de España de que el capitán general de Aragón estaba en tratos con quienes procuraban revolver el Estado vecino. El rey Fernando dio oídos a la queja, y es de creer que con más gusto, por venir contra Riego, a quien mal podía mirar sin odio. Determinó, pues, el Gobierno separar al general de su destino; pero fuese por culpa suya o por la de sus agentes, dio trazas de acto de perfidia y de castigo a lo que sólo era uso lícito de sus facultades. Había sido nombrado jefe político de Zaragoza el brigadier don Francisco Moreda, hombre, según testimonios muy unánimes, de bastante mérito y señalado por su firmeza, celoso constitucional en 1814, cuando lo eran pocos militares; perseguido entonces, y en la nueva época dado a sustentar un sistema de orden y moderación. Vivía con Riego en mediana avenencia, no siendo posible no tener con él algunos choques, porque el general en todo se entrometía. Así es que acababa este último de salir de Zaragoza y andaba por los vecinos pueblos predicando a modo de misionero patriótico, oficio que gustaba mucho de hacer, y hacía muy mal, y ocupación por ningún título propia de quien sólo tenía el mando militar en aquella provincia, cuando llegó la orden exonerándole de su cargo y dándosele interinamente a Moreda. Fuese de quien fuese la culpa, justo es decir que no se procedió bien en cuanto al modo de notificar a Riego la orden que le despojaba del mando y de llevarla a efecto, pues se hizo como previendo de su parte resistencia y tirando a sorprenderle. Así sucedió que acercándose el general a Zaragoza, muy satisfecho de haber predicado con fruto y lucimiento, le salió en el camino, como yéndole al encuentro, un oficial a intimarle que entregase la Capitanía general a su sucesor, sin entrar siquiera en la capital donde había estado mandando. Dijeron los enemigos de Riego que atónito él y airado con tales nuevas, se aparentó dispuesto a resistir al Gobierno, y aun a abrirse paso a viva fuerza hasta Zaragoza, donde contaba con encontrar parciales; pero que desistió de su empeño viéndose con escasa esperanza de salir de él airoso. Negaban esto sus amigos, y no sin razón se quejaban de un proceder que daba justo motivo a un ímpetu de indignación, y que de este ímpetu sacaba otra razón para achacarle un delito, cuando separándole de su destino de un modo ordinario, no habría habido margen a fundada queja. Tal vez hablaban hipócritamente los que así se expresaban, siendo los más de ellos gente dispuesta a volver por Riego a todo trance, como representante de su interés y pasiones. Lo cierto es que el general se retiró vencido y despojado de la autoridad, no sin humillación y afrenta.

Antes y después de este suceso no paraban de bullir en Madrid los malcontentos que dondequiera y en todos tiempos existen, hombres deseosos de medrar o tal vez sólo de hacerse de algún modo célebres, o para quienes, por efecto de odio o por inquietud acompañada de ignorancia, cualquiera ley es un yugo, y quienesquiera manden, tiranos aborrecibles. Hablábase de cuando en cuando en la Sociedad de la Fontana, siendo por lo común los predicadores hombres de inferior valer al de quienes un año antes declamaban en aquellas mismas tribunas. Como era de suponer, allí sólo se decía o se oía con gusto lo que era en vituperio de los ministros, y el auditorio se mostraba sedicioso, aun cuando no rompiese en motín, estando de continuo preparado a empezar uno de más o menos mala especie; mina cargada hasta la boca, sobre la cual menudeaban las chispas, siendo natural esperar que alguna de ellas produjese la explosión, que siempre estaba amenazando. El Gobierno buscaba y no encontraba personas que, encargándose de los mandos militar y político de Madrid, pusiesen freno al desorden reinante. Era tan vaga la ley hecha en el año anterior sobre sociedades patrióticas, que se exponía mucho a ser castigado por haberla infringido quien la interpretase de un modo favorable a la autoridad gubernativa. Al fin tropezóse con dos personas que tomaron a su cargo sujetar a los alborotadores al yugo, el cual no tanto era el de la ley, difícil de definir, cuanto el de la potestad del Gobierno, si tirana en cierto modo, menos fatal que la violenta y ciega tiranía que suelen ejercer los caudillos de la plebe o las cabezas de motín, aun cuando éste se componga de gente no del todo de humilde esfera. Los personajes a quienes me refiero eran el general don Pablo Morillo, recién vuelto de América, donde había guerreado, aunque no sin gloria militar, con infeliz fortuna, y don José Martínez de San Martín, médico en sus mocedades, capitán de guerrillas en la guerra de la Independencia, y brigadier de Ejército en la época de que voy hablando.

El primero era un soldado grosero, de no muy agudo ni claro entendimiento, de gran valor personal, de no menor ambición, sin letras, no falto de honradez, aunque sí muy capaz de interpretar lo que era justo según convenía a los aumentos de su fama y fortuna, y ásperos, cuyos modales, toscos parecían pruebas de candor, franqueza y hombría de bien, error común a todos los pueblos pensar así, aunque en el caso de que ahora hablo, como en los más de su clase, la tosquedad y aspereza se avenía bien con el cálculo y cierto grado de artes. Morillo, subido de soldado de marina a general por sus méritos, y hecho conde de Cartagena, acostumbrado a mandar como militar y ejercer el mando en tierra enemiga, gustaba de allegarse a la gente de más elevada esfera y de darse a obedecer, consintiendo pocas o ningunas contradicciones. Martínez de San Martín, hombre más ilustrado, blasonaba de firme, y se acreditó de serlo, hasta que en época muy posterior vino a desmentir su bien adquirido concepto en una ocasión señalada. Ambos sujetaron en la capital de España a los perturbadores del público sosiego; ambos se hicieron odiosos a aquellos cuyos desmanes contenían y a todos cuantos participaban de las opiniones o pasiones de los revoltosos. El gobierno masónico los miraba casi con favor; el comunero, flaco todavía en fuerzas, los aborrecía, y achacaba a su rival que los patrocinaba, saliéndose de los límites de la verdad por ponderar demasiado lo que algo tenía de cierto. Del cuerpo donde residía la autoridad suprema de la sociedad masónica era miembro un capitán llamado don Pío Pita, y éste fue hecho secretario de la Capitanía general, formando como un vínculo entre Morillo y la asociación secreta, o cuando menos celando la conducta del primero en pro del interés de la segunda. Pita, ambicioso ya y no torpe de ingenio, aunque muy corto todavía en saber, era entonces poco conocido, pero disfrutaba entre sus hermanos de bastante concepto.

Éste era el estado de los negocios cuando ocurrió ser separado Riego del mando, con las circunstancias que ha poco he referido. Disgustó su desgracia a la sociedad masónica, no muy adicta al Ministerio, como lo había sido al de Argüelles en sus últimos días, pero tampoco muy ensañada contra él, y la cual, si aún miraba con favor a Riego, conocía sus locuras. Al revés, la comunera tomó la causa del general por suya, sabiendo que con proceder así se ganaría la buena voluntad de tan célebre personaje, y le emplearía como instrumento. A la sazón, las sociedades rivales habían cada cual establecido un periódico diario destinado a defender sus doctrinas, y más todavía su interés, el interés respectivo. El de los masones, intitulado El Espectador, era pobrísima cosa, considerado su valor en la ciencia política o en la literaria. Escribían en él San Miguel, a la sazón el mejor entre sus colegas, pero que trabajaba poco; Infante, no de mal talento, pero muy de escaso saber; un tal García, agudo y algo instruido, militar retirado, que había sido estudiante y luego soldado y sargento antes que oficial, y que entonces comenzó a elevarse, hombre mañoso y muy atento a su propio interés: un dómine pedantón de Asturias llamado Acevedo, que se firmaba el Momo asturiano, y sin dotes para ello aspiraba a ser chistoso, y algún otro de igual o inferior valía; también hubo de agregarse a su redacción don Pedro José Pidal, a la sazón muy joven. Con más habilidad estaba escrito el diario comunero, cuyo título era El Eco de Padilla, y en el cual escribieron, entre otros, mis amigos antiguos Mora y Jonama, así como otra persona, también unida conmigo en amistad en mis primeros años, y de la Academia de Bellas Letras de Cádiz, cuyo nombre era don Manuel María de Arrieta, empleado en la redacción de la Gaceta por aquel tiempo. El Espectador corría con más valimiento que El Eco de Padilla, gracias a las pasiones y corta ciencia de los lectores, y también a que abogaba doctrinas más templadas, aunque no lo fuesen mucho.

Uno y otro periódico volvieron por Riego, con vehemencia el comunero, el masón elogiándole en general y disculpándole, pero sin dar completa o explícita aprobación a su conducta. Las Sociedades patrióticas de Madrid estaban sujetas a guardar silencio. Como lo que podían hacer en favor del maltratado general los periódicos no fuese mucho, y como cuadrase poco con la impaciencia española y con las costumbres de un pueblo mal acostumbrado a los medios lícitos por los cuales triunfa a la larga una opinión, en los pueblos donde hay libertad para declararlas todas, los parciales de Riego, o diciéndolo con más propiedad, los contrarios del Ministerio y de la parcialidad moderada, más ardorosos e inquietos, determinaron sacar en procesión por las calles el retrato de su ídolo, haciendo del culto que le daban una protesta contra sus perseguidores, que de desacato contra la autoridad tenía no poco. Había sido costumbre en algunos pueblos hacer funciones semejantes, y como en los hábitos de los españoles predominaban los antiguos, juntándose éstos de un modo extraño con los nuevos, se parecían las tales fiestas, con sabor de profanaciones de las cosas santas en el remedo, a las procesiones de misión, yendo la imagen de Riego, en vez de la del Señor, de su Madre o de los Santos, cantándose canciones patrióticas en lugar de los salmos o himnos, o de las coplas denominadas saetas, y habiendo de cuando en cuando trozos de sermón donde pasaban a ser exhortaciones patrióticas las que eran piadosas en las verdaderas misiones. Tal espectáculo, ridículo en una población de mediana nota, habría sido un escándalo en la capital de la monarquía, donde significaba mucho más que en otra parte. Resuelto el Ministerio a estorbar que el paseo decretado se verificase, y no menos determinados quienes lo tenían proyectado a llevarlo a efecto, alegando no ser contraria a las leyes semejante demostración, previóse que la fuerza dirimiría aquella competencia. Había entre los directores de la propuesta función hombres pertenecientes a la una y a la otra sociedad, siendo de la masónica los que hacían cabeza. Pero el Gobierno supremo de la sociedad dio su resolución contraria a que se hiciese la procesión con el retrato, resolución que, como es fácil de suponer, comunicada a los trazadores de la fiesta, ya muy empeñados en llevar adelante su tema, no fue por ellos obedecida. Al revés, el Gobierno comunero, o nada dijo, o determinó favorecer el intento de los alborotadores. Al fin, llegó la hora y salió por las calles el retrato, seguido de medianamente numerosa, pero en lo general nada decente, comparsa. Iba hacia la casa de la Villa, y por allí la estaba esperando el jefe político San Martín para disolverla. Había formado en la calle de las Platerías, contiguo a las casas consistoriales, un batallón de la Milicia nacional, mandado por don Pedro Surrá y Bull, catalán, dueño de una pobre tienda en la calle del Burro, escaso en instrucción y no de muy claro ni grande talento, pero no falto de agudeza ni de travesura, que ayudando sus grandes deseos de elevarse, le habían ya levantado hasta darle el mando de un cuerpo de la fuerza cívica, puesto para adquirir el cual se ha menester influencia, y puesto que sirvió al sujeto de quien voy hablando de escalón para su elevación posterior, la cual, en lo escandalosa y singular, merece nota aun entre los grandes escándalos y singularidades del día presente. Acercábase la comitiva voceando, y saliéndola al encuentro Martínez de San Martín, hubo de intimarle que se retirase y dispersase, a lo que siguió desobederse la intimación; manda el jefe político a los milicianos despejar el terreno que tenían a su frente; repetir Surrá la orden a su batallón, embestir éste caladas las bayonetas, pero sin intención de teñir las puntas en sangre, a no hacerlo absolutamente necesario la resistencia de los alborotadores; huir los de la procesión al primer amago de ser acometidos y caer en el suelo el retrato, que, recogido por los vencedores en el campo de la no sangrienta lid, desamparado por los vencidos, fue llevado al Ayuntamiento, como dando algunas muestras de respeto a la persona de quien era imagen. Esta ocurrencia fue denominada como por mofa la batalla de las Platerías, nombre puesto por la parcialidad vencedora y aceptado por una gran parte de la vencida, que mal podía considerar cosa seria semejante alboroto, donde no hubo una sola persona lastimada. Pero las consecuencias de lance tan ridículo no fueron muy de burlas. El Gobierno trató de castigar a los sospechados de haber promovido o tratado de patrocinar aquel acto sedicioso, y con más razón a los de ellos que eran militares; y como se tuviese por cierto que el Regimiento de Caballería de Sagunto, dominado por los comuneros, había estado pronto a salir a la defensa de los alborotadores, procedióse contra el coronel del mismo cuerpo, alistado en la hueste de la masonería, y contra varios de los oficiales. Con mezcla de hipocresía y descaro, muchos de la parcialidad exaltada pintaron el suceso ocurrido con el retrato de Riego como repetición, aunque no tan sangrienta, de la tragedia del 2 de Mayo, y al Ministerio vencedor no menos tirano que lo había sido Murat en el uso de su victoria, por lo cual llamaban a sus amigos de las provincias a venir a dar auxilio a los derrotados y opresos madrileños, así como habían hecho en 1808 acudiendo a libertarlos del yugo de los conquistadores franceses. Por grandes que fuesen estos desvaríos, no lo parecieron tanto, o fue tan igual la mala fe con que fueron recibidos a la con que se propalaban, que hubo respuesta en alguna provincia al llamamiento que a todas se hacía, si bien tanto se asemejó al levantamiento nacional de 1808 el ridículo y criminal conato de rebelión de que voy a hablar, cuanto semejantes eran entre sí las causas que al uno y al otro habían dado motivo.

En aquellos mismos días había sido nombrado nuevo ministro de la Guerra, dejando este cargo el general don Tomás Moreno y Daoíz, que lo desempeñaba. Por disposición particular de su majestad, y sin consultar con sus ministros, fue dado tan importante destino a un general viejo de Artillería, tan conocido por lo corto de sus luces y por sus rarezas, que era costumbre contar de él mil patrañas como pruebas de su estupidez; y si bien este buen señor, por ser notoriamente desafecto a la Constitución, podía ser grato a Fernando, todavía con su incapacidad y descrédito era impropio para convertir en realidades sus intenciones, de suerte que más pareció burla pesada que acto temible su nombramiento. Revocóse éste e hízose otro en el general don Estanislao Sánchez Salvador, personaje de mérito incontestable y que había sido constitucional celoso en 1814, pero el cual, estando en Arcos de la Frontera empleado en el Ejército, cuando en 1 de enero de 1820 fue sorprendido el cuartel general por Riego, fiel a su obligación de militar, más que dado a irse con sus inclinaciones, había preferido llevar una prisión de más de dos meses a abrazar la causa de los sublevados constitucionales; conducta digna de alabanza y de ser estimada por sus mismos contrarios, y conducta equivalente a una seguridad de que no sería traidor a la causa de la Constitución cuando ya estaba obligado a sustentarla, pero conducta que en el desalumbramiento y las pasiones de aquellos días le hacía odioso y sospechoso, y por la cual le miraba con ojeriza Riego, a cuyos ojos no haber seguido su bandera en los días de peligros y gloria era delito indigno, de ser perdonado. Malamente se achacaba a aborrecimiento y deseo de venganza en Sánchez Salvador la persecución que Riego padecía. Con peor y más descabellado pretexto fueron atribuídos a dañadas intenciones otros nombramientos hechos por el mismo ministro y sus colegas, así como el acto de separar de altos destinos a ciertos personajes que los desempeñaban. Para mandar en Cádiz y su provincia había sido nombrado el anciano don Francisco Javier Venegas, teniente general antiguo, señalado en la guerra de la Independencia, ex virrey de Méjico, que gobernaba a Cádiz cabalmente en enero de 1810, cuando se pusieron delante de aquella ciudad los franceses, y a quien tocó contribuir a la formación de la Junta gaditana, presidirla y firmar la hermosa respuesta por el mismo cuerpo dada a la intimación de entregar la ciudad que hicieron los franceses; hombre cortés, afable, conciliador, de medianas luces, de bastante instrucción, con algo de literato y poeta, de opiniones políticas no declaradas en los puntos en que estaban entonces divididas las opiniones de los españoles, pero por sus relaciones privadas muy conexionado con liberales de nota, y que sobre todo esto tenía el pecado de haber estado mandando en Galicia como capitán general al ser allí restablecida la Constitución en febrero de 1820 por un levantamiento, y de haber resistido como debía a los que intentaron y lograron la sublevación, quedando vencido. Al mismo tiempo que fue destinado Venegas al mando de Cádiz y su provincia, fueron despojados de la Capitanía general de Andalucía y del Gobierno político de Sevilla el general don Manuel de Velasco, encargado del primero, y don Ramón Escobedo, que lo estaba del segundo. Harto he dicho ya en esta obrilla de Velasco, uno de los desterrados de Madrid en septiembre de 1820, en quien era fortuna, habiendo estado con Freire sitiándonos y combatiéndonos a los constitucionales encerrados en San Fernando, pasar por uno de los más acérrimos campeones de la Constitución, hombre, por otra parte, de pocas luces y no más saber, valiente, honrado y duro, y no del todo del partido en que estaba alistado. Apenas podía decirse en qué fundamentos estribaba el alto concepto de que disfrutaba Escobedo entre los liberales más ardorosos. En el restablecimiento de la Constitución no había tenido la menor parte. Era masón, pero, según creo, de fecha no muy antigua. Llevaba algunos años de intendente cuando en 1810 tuvo la comisión de hacer una visita en la Aduana de Cádiz, donde tanto había que enmendar. Afirmábase de él que había desempeñado este cargo honradamente. Sus letras eran poquísimas, su talento no de los mayores, y la razón de su encumbramiento consistía en cierta maña con que se daba a valer de tal forma, que en la sociedad masónica siguió siendo uno de los personajes más importantes, a pesar del disgusto con que muchos le miraban, chocando hasta su cara morena, larga y cetrina, su aspecto entre frío y compungido, sus modos con que aconsejaba suavemente la violencia, y su hábito de hacer y decir las cosas rodeadamente, sin que por esto sea mi intento culparle de perfidia, siendo de aquellos hombres aficionados a ser arteros por el gusto de serlo, y no de los perversos que emplean sus artes en ir a inicuos fines.

Sabidos en Cádiz y Sevilla lo ocurrido con Riego en Aragón, el estado de los negocios en Madrid, la separación de Velasco y Escobedo, aún no llevada a efecto cumplido por no haber llegado a tomar los mandos sus sucesores, determinóse ponerse en rebelión contra el Gobierno hasta lograr la caída de los ministros. Además, se iba acercando el día de las elecciones para las próximas Cortes, pues en octubre se nombraban los primeros electores y ya se estaba en este mes, y aun si mal no me acuerdo se había hecho la elección primera, y los exaltados, para ganar la de noviembre, donde salían nombrados los cuestores de partido, y sobre todo las de diciembre, de las cuales eran producto inmediato los diputados, estimaban oportuno y quizá indispensable tener supeditados a los moderados, lo cual se conseguía fácilmente en tiempos revueltos.

Eran muy diferentes las circunstancias de Sevilla de las de Cádiz. En la primera, los constitucionales eran poquísimos y casi todos ellos de la parcialidad exaltada, pues la mayor parte de la plebe, gran número de los personajes de la nobleza y no poca porción de las gentes, aun en lo granado del estado llano, se adherían a la causa llamada del altar y del trono, siendo sustentada la opuesta por unos pocos señores de lo principal de la ciudad, por comerciantes y tenderos, por oficiales retirados y por ociosos sin profesión alguna, por la tropa de la guarnición y por la gente propia para alborotar con cualquier pretexto y para cualesquiera fines. Así, con chiste y a la par con exactitud, se dijo que los alborotos que siguieron habían sido fomentados y comenzados por el pueblo sevillano, junto en el café del Turco, dando a entender que se llamaba pueblo el corto número de gente que cabía en ese pequeño espacio. Ya se entiende que entre quienes tratan los negocios políticos en los cafés, los de doctrinas moderadas no predominan y ni siquiera abundan.

No sucedía así en Cádiz. Allí la población era constitucional, pudiendo contarse, y en crecido número, los de la opinión contraria. Por eso mismo los de una misma religión general estaban divididos en sectas que se aborrecían una a otra. Era, con todo, escaso el gremio de los de la parcialidad moderada, componiéndola unos pocos comerciantes ricos. Pero aun de esta clase, muchos de los más acomodados militaban en las filas opuestas, teniendo consigo a casi todos los de las clases media e ínfima. Allegábase a esto haber allí más tropa que en otros pueblos, la cual, con unas excepciones en la oficialidad, había abrazado la causa de las doctrinas más violentas.

Las sociedades secretas ejercían desmedido influjo. Pero en Cádiz el de la comunera era cortísimo, contando pocos secuaces. Algunos más tenía en Sevilla, pero no del mayor valimiento. Masones eran los personajes cuya remoción causaba tanto dolor y enojo aparentes, y masones eran los que atizaban el fuego de la sedición en ambas ciudades, siendo, a la sazón, poco obedientes al gobierno de su sociedad, residente en Madrid y dado a contemporizar, aunque no enteramente a sustentar la causa del orden.

El centro de donde salía la dirección de los negocios en Cádiz era la casa de Istúriz, ya unido conmigo en amistad bastante estrecha. Este personaje, sin haber tenido gran parte en el levantamiento, aunque sí en los trabajos del que fue sofocado en julio de 1819 y en la persecución que de él resultó, después de haber estado separado un tanto de la política, mientras se entregaba a la aguda pena causada en su ánimo por la muerte de su hermano, don Tomás, a quien amaba con extremada ternura, había vuelto a atender a los negocios, y sustentaba las doctrinas y el interés de la revolución en sus extremos. Sin embargo, siendo honrado y puro, y también no poco aristócrata en su clase, tenía que hacer punto no bien viese que iba cobrando ascendiente la gente corrompida y soez. Pero esto no lo veía aún cercano, y aspiraba a usar de cualquiera clase de hombres como instrumentos.

El Soberano Capítulo de la provincia gaditana estaba gobernado por Istúriz y sus amigos. Protegían éstos al ignorante y desvergonzado Clara Rosa, cuyos malos escritos tenían embelesado al vulgo, no poco numeroso tratándose de materias políticas, o siquiera de corrección en el estilo y la frase. También estaba Istúriz a la par patrocinando a don Félix José Reinoso, literato y escritor de mérito eminente, al cual, por influjo de su patrono, tenía colocado en un buen puesto la Diputación provincial de Cádiz, pero de un modo vergonzante, como si no se atreviese a dar un destino público a hombre tan aventajado. Reinoso, así como por su talento y ciencia, distaba de Clara Rosa, estaba apartado de él por sus doctrinas políticas, que eran hasta contrarias a la Constitución; pero siendo por su condición hombre de poca entereza, y estando por su situación menesterosa obligado a pasar por cosas duras, hasta hubo de ser empleado en justificar con la pluma excesos que en su razón condenaba y por sus inclinaciones y pasiones miraba con horror e indignación.




ArribaAbajoCapítulo XIV

El autor recibe aviso del proyecto de rebelión de Cádiz, le desaprueba y trata de disuadir a sus autores.-Disgustos que esto le acarrea.-Primera manifestación rebelde de Sevilla y Cádiz.-Impresión que produce en los ánimos de los de diferentes parcialidades y en el del autor.-Actitud que adopta.-Espíritu de las fuerzas militares que había en Córdoba.-Sucesos y conducta del autor en aquellos días.-Actitud de la imprenta madrileña y de las sociedades secretas.-Opiniones de los moderados.-Conducta del Gobierno.-El autor ve a Regato a su paso por Córdoba.


Yendo a empezar la tentativa de rebelión, los que se preparaban a hacerla buscaron auxilios. Por la sociedad secreta más que por otro medio, era uso llevar adelante tal clase de negocios, y así el Soberano Capítulo de Cádiz fue la cabeza de la conjuración nueva, y vino a ser el verdadero gobierno mientras dominaron los conjurados. No sé si como súbditos dieron aviso los masones gaditanos a su gobierno de lo que tenían trazado, pero desconfiaban de él, y así hubieron de proceder con cautela al enterarle de pasos que mal podían merecer su aprobación. No sucedió así con el Soberano Capítulo de Córdoba ni conmigo, presidente, pues recibimos aviso de oficio y privado de lo que en Cádiz se preparaba. Alborotéme yo previendo cuán funestas resultas iba a tener una rebelión no justificada por motivo alguno, ni aun capaz de ser dorada con un pretexto algo especioso. Conocía yo mucho a Venegas, lejano pariente mío, y que como a pariente me había tratado en Cádiz en 1809 y 1810, y conociéndole sus buenas y malas cualidades, teníale por incapaz de hacer lo que de él supusieron, bien que creyéndolo poquísimos, si acaso algunos de los que hicieron la suposición en su origen, a saber: alzarse con Cádiz para restablecer allí el Gobierno del rey absoluto o una Constitución más monárquica que la existente. Además, creía que el temor aparente a Venegas iba a servir para hechos de que nada provechoso podía seguirse y mucho malo podía temerse. Así, escribí a Cádiz, y particularmente al mismo Istúriz, rogándole con vivo empeño que desistiesen allí de la en mi sentir descabellada y fatal empresa en que iban a meterse. Así di aviso a Madrid al gobierno supremo oculto de la sociedad de lo que en Cádiz se pensaba, a fin de que diese pasos para estorbarlo, pasos que forzosamente habían de ser fraternales y de persuasión, no habiendo otro que dar, aun cuando hubiese habido disposición para darlos de más rigor y eficacia. Inútil es decir que al Gobierno legítimo y público nada participé, no obstante ser empleado. Sin embargo, recibí de Cádiz amargas quejas por mi conducta, no merecedora, por cierto, de vituperio. Bien es verdad que los de Madrid, conviniendo con mis opiniones, intentaron detener de su propósito a los gaditanos, sin lograr otra cosa que exarcerbar o envenenar sus pasiones y ofender su soberbia. Llegaron los trazadores de la rebelión a punto de afirmar que los había yo delatado, como si avisar al mismo gobierno masónico para que los contuviese, cuando en mi entender iban a obrar en perjuicio del público y aun en el suyo propio, fuese una delación que sujeta a castigo a aquellos de quienes se hace. Istúriz me escribió una carta desabrida y dura, donde sabiendo cuánto anhelaba yo ser diputado, me daba a entender que no debían serlo los empleados, porque preferían su destino a otras consideraciones; raro cargo para hecho a mí, que, en 1819, había sacrificado mi empleo al éxito de una revolución tan dudosa, que el mismo Istúriz se burló de mí porque creyese posible que fuese favorable, y que en 1820 había renunciado otro puesto superior, sin tener en mi conducta imitadores. Sentíme mucho de la injusticia conmigo usada, pero me disculpé, en vez de expresar con dignidad mi queja, tanta era mi ansia de ser diputado, y no para ser ministro ni para mejorar de empleo, sino para satisfacción de mi vanidad, más codiciosa de tal distinción que de otra alguna. Aplacóse Istúriz, y con él otros, si bien es cierto que los servicios que yo les presté fueron parte a realzar mi concepto entre los revolucionarios por algunos días, así como para acarrearme sinsabores y perjuicios.

En efecto, rompió la rebelión premeditada. Empezó haciéndose representaciones en la ciudad de Sevilla y provincia de Cádiz contra el nombramiento de Venegas y la remoción de Velasco y Escobedo. Siguióse declararse resueltos a resistir a que así el general, en primer lugar, nombrado como los sucesores de los dos últimos, tomasen posesión de sus destinos, o aun entrasen en las provincias a donde venían a ejercer el mando. Al mismo tiempo, llevando adelante el empeño, proclamóse que no se reconocería más la autoridad ejercida por los que eran ministros, representando contra ellos y pidiendo su caída a las Cortes, juntas, a la sazón, en legislatura extraordinaria. Todo ello era un tejido de dislates y desafueros, pero hacía su efecto, del cual resultaba a pocos un escaso provecho, y a muchos y al Estado y a la causa de la Constitución no leve daño.

Los partidos en que estaba dividida España, al saber tales nuevas, se sintieron vivamente conmovidos, pero empezó a mostrarse gran disconformidad en las opiniones, y mezcla y batalla de recios y encontrados afectos en los que sustentaban una misma causa y volvían por el interés con ella ligado.

El rey aparentó llenarse de ira al ver su autoridad constitucional desobedecida y desacatada, y sintió real y verdaderamente el enojo, pero a la par hubo de sentir satisfacción, pensando que la acción de los rebelados andaluces le daba un pretexto para obrar contra unas leyes incapaces de asegurarle el goce de las prerrogativas que en el nombre le conservaban, y en los enemigos de la Constitución aumentaba y en los indiferentes y hasta en los amigos tibios de la misma ley creaba desvío a un sistema de gobierno bajo el cual no había quietud, al paso que con dividir entre sí a los constitucionales les menguaba las fuerzas, apenas bastantes, aun estando enteras, a hacer frente a las que se le iban a oponer de dentro y fuera de España. Del mismo modo pensaban, y movidos por iguales afectos, procedían los parciales del Gobierno antiguo, que arteramente en esta ocasión se daban por constitucionales, y en nombre de la Constitución, y para sustentar la dignidad y autoridad del trono en ella cimentado, alzaban la voz y si podían el brazo contra los liberales, sus contrarios más temibles y temidos. De los liberales, unos con mejor pulso sobre la índole de lo que pasaba y debía venir, que sagacidad en punto a discurrir lo más conveniente de hacer en tales apuros, vituperaban con justa razón a los alborotadores de Cádiz y Sevilla y demostraban con poco trabajo ser su rebelión un delito, y aun también un yerro, y no con tanto acierto se daban a sujetarlos, porque venciéndolos con la para triunfar indispensable espada del rey y de sus parciales, de éstos sería todo el fruto de la victoria. Por consideraciones semejantes, cuya falta principal consistía en ser hijas de una política ridícula y artera, que mal podía declararse sin rebozo, otros muchos liberales daban cuanto auxilio podían a los gaditanos y sevillanos, aunque en su interior afeaban y lamentaban su rebelión criminal y loca. En este último número estaba yo, y lo que yo hacía el gobierno supremo masónico, pesaroso de ver a nuestros hermanos en fe y socios en interés en situación donde eran graves su culpa y su peligro, pero resueltos a no consentir que quedaren vencidos y sujetos. Si en mí se agregaban a estas razones, en las cuales más dominaba el deseo de lo conveniente que el de lo justo, otros afectos privados de amistad a los mismos, cuya conducta desaprobaba, y de deseo de no separarme de ellos por no perderme y aun por no dejar de conseguir la entrada en las Cortes, cosa es que mal puedo afirmar o negar consultando mi conciencia; pero aventuraré a decir que algo había en mí de estos interesados motivos, y no lo bastante para que ellos solos me guiasen, engañándome a mí mismo con creerme llevado sólo por razones del bien público en una situación y conducta en que obraba con pena viva.

Sin embargo, mi proceder, ya inclinado a coadyuvar al triunfo de la sublevación ultraliberal, o cuando menos a estorbar la victoria de quienes intentaban sujetarla, fue resuelto; y tal, que me daba apariencias de pensar y desear lo que los más violentos entre los sublevados. Ha solido sucederme, como sucede a otros, ser más violento cuando creía menos en la justicia de mi causa, y cuando por ser esto notorio, desconfiaban de mí los que conmigo procedían acordes, como si quisiese con los ímpetus de mi pasión imposibilitar que la voz de la razón sonase en mi cabeza, o como si aspirase a dar a mis cómplices pruebas de que ayudándolos forzado, no por eso dejaba de auxiliarlos con furioso celo. Pero no era mucho lo que podía hacer en Córdoba, si bien la situación geográfica y política de la provincia daba importancia a lo poco que se hiciese.

Son los cordobeses de suyo pacíficos, aunque en algunas épocas hayan parecido lo contrario de resultas de su misma docilidad, que ha consentido a cuatro alborotadores osados, llevar la voz del pueblo entero, haciéndole aparecer extremado en opiniones y aun en demasías, ya sustentando la causa de la monarquía absoluta en 1823 y 1824, ya la contraria en 1835 y 1836, con más verdad en el primer caso que en el segundo, pero ni en uno ni en otro con verdad entera. La provincia está al paso entre las de Sevilla y Cádiz, en los momentos de que hablo separadas de la obediencia al Gobierno, y el centro y la capital de España, obedientes y sumisos entonces; y como por la ciudad de Córdoba atraviesa el camino real de Madrid a Cádiz, ella y sus cercanías eran el tránsito, así de las tropas si llegaba a haber hostilidades, como de la correspondencia y de los viajeros que llevaban encargos políticos relativos a los disturbios existentes.

Algunas, si bien no muchas tropas, ocupaban la ciudad capital, y apenas las había en lo demás de la provincia. En aquélla estaban el Regimiento de Infantería que llevaba el nombro del infante don Antonio y la real brigada de carabineros, cuerpo de Caballería lucido y famoso desde mediados del siglo XVIII. Del primero casi disponíamos, habiendo en él su correspondiente logia masónica y torre de comuneros; pero sólo podíamos en nuestra situación impedirle que fuese verdadero contrario de nuestros amigos. La brigada de carabineros nos daba cuidado, y aun a los constitucionales moderados le había estado dando, y no poco. El tal cuerpo, en los sucesos de enero de 1820, había servido contra los constitucionales, a la sazón levantados en San Fernando, distinguiéndose por su arrebatado celo. Jurada la Constitución por el rey, resignóse a la suerte común a los amantes de la monarquía, pero no sin dar muestras del reconcentrado odio que profesaba a las leyes y a los hombres dominantes. Como era común en los otros Regimientos de Caballería mirar con envidia y aversión a aquel cuerpo privilegiado, en este tiempo se desataban contra él, siendo por lo común entonces los soldados constitucionales celosos. Hasta una puerilidad servía de enojar más a los carabineros. Siguiéndose la ridícula costumbre, aún hoy no desterrada, de cambiar en el título de nacional el de real que llevaban muchos establecimientos y no pocas instituciones en España, hubo entre la gente vulgar quien creyese que el segundo dictado debía abolirse del todo, y así, a los carabineros, no obstante ser tropa de casa real, quisieron apellidarlos carabineros nacionales, lo cual recibían ellos como un insulto. Además, la brigada había estado mandada por el general Freire, a la sazón puesto en juicio por su conducta en las ocurrencias de Cádiz del 10 de marzo, y que estaba muy querido de la tropa, por ser no sólo valiente, sino de alta estatura y gallarda y marcial presencia, que se avenía bien con la de aquellos soldados corpulentos y lucidos, montados en hermosos caballos. Los carabineros, estando en la provincia de Sevilla, donde tenían de continuo su residencia, habían tenido reyertas con los del Regimiento de Caballería de Farnesio, hasta venir a las manos unos con otros. Por esto, en el mes de mayo de 1821 habían recibido orden de pasar a Córdoba, donde llegaron poseídos de descontento. Cabalmente entonces estaba recién llegado a mandarlos don Santiago Wall, después conde Armildes de Toledo; oficial bizarro, inteligente y de largos servicios, y buen constitucional, aunque de la parcialidad moderada; pero, por desgracia, de muy pequeña estatura y no bien parecido, con lo cual, a los ojos de aquellos hombres membrudos, groseros e ignorantes, puestos a sus órdenes, sobre ser aborrecible por sus opiniones, se hizo ridículo por su presencia, corriendo contra él en la soldadesca cuentos que le eran muy desfavorables. Lo cierto es que irritado Wall del mal espíritu de su gente, un día, juntándolos, les dijo "que si de ellos alguno estaba descontento con la forma de gobierno existente, no tenía más que pedir su licencia, y para ello podía salir tres pasos adelante", cosa que creyó que ninguno se atrevería a hacer, y que hizo al momento la brigada entera, echándose adelante de tal modo, que parecía sedición la obediencia. Hubo Wall de disimular reprimiéndose, y de procurar ganar tiempo, ayudándole un corto número de oficiales de la opinión constitucional, porque la otra parte mayor de la oficialidad convenía en su modo de pensar y sentir con los soldados. Este elemento tenía en Córdoba el Gobierno para resistir a los de Cádiz y Sevilla; pero era de aquellos que cuando ayudan causan temor, cuando menos igual al bien que de su auxilio se recibe.

El jefe político de Córdoba, hombre, como he dicho, no rudo ni ignorante, pero de ingenio poco sutil y condición nada flexible, así como violento y soberbio, teniendo de su parte la razón y la justicia, se preparó a resistir la sublevación triunfante en las provincias cercanas. Pero sucedió lo que debía preverse. Un cortísimo número de liberales se prestó a cooperar a sus intentos, y los demás, con el instinto que enseña que en casos arduos y peligrosos conviene atender al interés de un partido más que a sus doctrinas, aun por bien de estas últimas, se allegaba a la parcialidad de los sublevados. Daba golpe la furia con que aclamaban los carabineros la misma Constitución a que antes se resistían a dar un viva, y el empeño que mostraban en volver por ella contra los revolucionarios, sus infractores; espectáculo lleno de significación, pues ponía patente cuáles serían las consecuencias del triunfo de semejante tropa sobre sus enemigos, al cabo parciales de las leyes que estaban hollando en su levantamiento. En ello se veía como en miniatura el cuadro que a la vista presentaba España, donde todo el partido anticonstitucional, con el rey por cabeza, ansiaba la victoria de la Constitución, acompañada del exterminio, o a lo menos del vencimiento, de quienes, si no sabían ser sus amigos, eran a lo menos enemigos de la monarquía antigua.

El Soberano Capítulo de Córdoba, conmigo al frente, trató de poner aquella ciudad y provincia en unión con las vecinas separadas de la obediencia al Gobierno. Pero pronto vimos que era en balde intentarlo, faltándonos medios con que contrarrestar a los carabineros reales. Así, hubimos de contentarnos con servir de auxiliares ocultos a nuestros amigos. El jefe político, masón también, pero a quien no se había dado parte en el gobierno de la sociedad en su provincia, sabía que trabajábamos, y no ignoraba con qué objeto; pero ni podía ni quería proceder contra nosotros, lo cual equivaldría a hacerlo contra la masonería española.

Poco poder tenía en Córdoba la imprenta, pero de él disponíamos; y en el pobre periódico que se publicaba, yo, intendente, con menosprecio de mi obligación, escribía contra los ministros. Hízose una representación a S. M. pidiendo que los separase de su lado, y en ella puse mi firma revuelta con otras muchas, como de mero particular, y no en lugar preferente. Siendo yo tan pueril en algunas cosas como lo eran casi todos en aquellos días de revueltas con canciones y disfraces, me había alistado en la Milicia nacional voluntaria de Córdoba. No obstante ser intendente, cometí la ridícula falta de ir de guardia al teatro en una noche en que se presumía que hubiese allí algún alboroto. Húbole, en efecto, pidiendo los concurrentes que se cantase el Himno de Riego, resistiéndose a ello, pero no resueltamente, el jefe político, que presidía, diciendo éste, como para intimidar, que deseaba saber quién era el que mostraba deseos de oír aquella canción, e invitándole a que viniese a hacerle en persona la solicitud, correspondiéndole a esta seria amenaza levantarse un crecido número de personas, entre las que abundaban los oficiales vestidos de paisano, gritando: "¡Todos lo pedimos!", y encaminándose en seguida al palco de la autoridad, demudarse sobre manera él, amenazado a su vez, quizá del enojo y sorpresa, y no susto, aunque a veces aun los valientes ceden a un ímpetu de temor en tales lances imprevistos; darse el grito "¡A las armas!" y acudir yo en clase de soldado de la guardia a proteger al gobernador de la provincia, muy determinado a que su persona y aun en dignidad quedasen a salvo, y muy ufano del servicio que procediendo así prestaba, sin considerar cuán feo papel hacía allí ni que era en parte secundador del desacato que deseaba reprimir, viéndole llevado al extremo. Al fin aplacóse todo, dándose la licencia para cantar el himno.

Al día siguiente escribí yo un artículo sobre este lance, vituperando el alboroto, pero inculpando al jefe político y ensalzando al perseguido Riego, así como aprobando que tal himno se cantase. Antes de publicar este escrito, moderado en los términos, pero en la sustancia duro por demás y punzante, lo envié al mismo jefe con una carta atenta y todavía como de amigo, donde le decía que, pues era contra él, deseaba no cogerle de sorpresa, sino que antes de salir a luz le viese él y le quitase lo que le pareciese ofensivo. Devolviómelo con cortesía y orgullo, diciéndome que nada tachaba en él; lucha ésta de afectación en modales caballerosos, pero en la cual su conducta hacía a la mía notable ventaja. Publicóse el artículo, que sólo en Córdoba podía llamar la atención, y allí meramente de cuatro curiosos desocupados. Pero tales frioleras eran de peso en días de desorden completo por leves motivos, y en que, a falta de cosas grandes, tenían valor las infinitamente pequeñas.

Más serio pareció otro suceso. Los sevillanos adelantaron tropas a Écija, ciudad donde abundaban, más que en las del interior de España, los constitucionales, siendo casi todos de la parcialidad extremada. Acertó a ser el Regimiento que allí vino el de Farnesio, enemistado, como ya se ha dicho, con los carabineros, por haber habido entre unos y otros riñas, de las que suelen ocurrir entre soldados de diferentes Cuerpos, y en el cual predominaba, con amor ardoroso a la Constitución o lo que pasaba por serlo, aun creyéndolo los mismos por él impelidos, un amor al bullicio y a la indisciplina. De súbito una noche sonó en Córdoba que aquella tropa venía sobre la ciudad. Alborotáronse todos, acudieron a las armas los soldados y determinó el jefe político retirarse con ellos para no dar principio a la guerra civil, siendo de notar que los oficiales de Infantería del regimiento del infante don Antonio habían hecho una manifestación por donde constaba que el Gobierno no podía contar con ellos completamente. También nos pusimos en movimiento los amigos de los sevillanos, dispuestos a aprovechar los sucesos según se presentasen. Pero en breve supimos todos que los supuestos enemigos eran, por el contrario, embajadores que traían palabras de paz, si no de alianza. Había dado margen a aquel rumor, anuncio de guerra, que el brigadier Zaldívar, a cuyas órdenes estaban las tropas apostadas en Écija, siendo un tanto ligero y vehemente, había soltado amenazas de ir adelante. Pero los embajadores, gente de cuenta y nota de la ciudad de Sevilla, entre los cuales venía el hermano segundo del marqués de Arco-Hermoso, que había servido en las Reales guardias de Infantería, aunque de las opiniones exaltadas, eran de los más prudentes y honrados entre quienes sustentaban la causa de la sublevación, dignos, en suma, de servir bajo mejor bandera. Así, protestaron que nada distaba tanto de su idea, y aun de la de aquellos cuya voz tenían, cuanto traspasar los límites de su provincia con sus tropas, adelantándose como enemigos. Restablecióse con esto la paz y entró un profundo sosiego, constando ya que Córdoba no había de ser invadida.

Hubimos, pues, todos de volver la vista a Madrid, o a Cádiz y Sevilla. En la primera era grande la inquietud. Las Cortes estaban juntas, pero siendo extraordinarias no podían tratar de otras materias que las que sujetase a su examen y resolución el Gobierno. Bien es cierto que esto solía eludirse, pero era difícil hacerlo en materia de tal gravedad como la de la rebelión de dos provincias. Por fortuna, el Ministerio, en vez de proceder con firmeza, sustentando su autoridad y la de las leyes (cosa, sin embargo, aunque conforme con su deber, imposible de hacer en su situación y la de los negocios), dio conocimiento al Congreso de lo que pensaba como solicitando su auxilio.

Fuera de estos trámites legales, ejercía su influjo legítimo la voz de la imprenta, y trabajaban las sociedades secretas con poder apenas oculto, faltando sólo el ruido de las Sociedades patrióticas, que seguían reducidas a silencio. El Espectador, periódico masónico, disculpaba a los sublevados más que los sostenía, y se entretenía en descargar vituperios sobre los sostenedores de la causa contraria; y como entre éstos se distinguieran los afrancesados, a falta de mejores argumentos, los apellidaba traidores a boca llena, trayendo a cuento su conducta de los pasados días de la guerra contra Napoleón, con lo cual no podía excitar contra ellos el ya extinguido odio, pero sí lograba desautorizarlos. Más valientes El Eco de Padilla y algún otro periódico comunero en aquellos días nacido, y en breve muerto, defendían hasta punto de aprobarlo el levantamiento de Andalucía. Por último, apareció entonces un periódico de tan grande cuanto funesta celebridad en lo sucesivo, cuyo destino fue, así como el de la canción del Trágala, servir de apodo su nombre a los más procaces entre los alborotadores de palabra y obra. Intitulábase El Zurriago, y salía a luz de cuando en cuando, sin período fijo, constando de artículos ligeros, escritos con incorrección, algunos de ellos con bastante ingenio, con mordacidad suma, con sal a veces, aunque grosero, siempre con efecto prodigioso en los ánimos del vulgo, y aun no sin aceptación entre las gentes de valía. Eran los principales que en él escribían un don Félix Mejía, hasta entonces sólo conocido por haberse burlado en un periódico de todos los demás, sin distinción de colores, y un don Benigno Morales, cordobés, ex guardia de Corps, que en 1814, en Córdoba, al caer la Constitución, había insultado a los liberales vencidos en pésimos versos, y capitaneado contra ellos cuadrillas de gente alborotada. Este último, habiendo adquirido más habilidad en versificar, la empleaba en composicioncillas cortas, que, si bien desnudas de mérito poético o literario, no carecían de chiste ni de agudeza en su malignidad, y que con el sonsonete del verso se grababan en la mente de los lectores.

El gobierno masónico seguía dando apoyo a los sublevados, pero deseando su avenencia con los otros constitucionales que desaprobaban la rebelión. El comunero pretendía al parecer lisa y llanamente coadyuvar a la victoria de los rebeldes.

Aun entre los moderados no había completa uniformidad de opiniones. Muchos de ellos, entre los cuales se señalaba Martínez de la Rosa, y bastante el conde de Toreno, aunque éste con menos deseos de ver sujetos a los levantados, tronaban contra una sublevación a la que era fácil calificar con justicia, haciéndolo con los epítetos más duros. Otros adictos al Ministerio de Argüelles, derribado en marzo, y para los cuales el hecho de sucederle era, si no una usurpación, poco menos, siendo con todo gente dada a doctrinas de orden y muy enemiga, hasta por sus pasiones del año anterior, de los que en Cádiz y Sevilla dominaban, no querían, sin embargo, el vencimiento de éstos, sino ver terminada la sublevación con una avenencia de que los de su gremio sacasen el fruto.

El Gobierno, débil y no muy diestro, apeló a algunas artes para vencer a sus contrarios. Como sabía que las sociedades masónica y comunera se aborrecían entre sí, aunque todavía obraban acordes, procuró fomentar la desunión latente que en ellas había, favoreciendo un tanto a la segunda a expensas de la primera, no obstante ser aquélla la más extremada en opiniones y la más violenta en los medios de sustentar las que profesaba. Así, nombró para el Gobierno político de Sevilla a un comunero conocido. Al mismo tiempo, pidió licencia para pasar a la Andalucía baja a Regato, y fuele concedida, no sin general asombro, por estar a la sazón prohibido pasar allí, y aun interrumpido con esta prohibición el servicio de la posta para los particulares. Difícil es saber (por faltar para ello datos) por cuenta de quién obraba entonces el personaje de que he hecho mención, el cual en una época posterior, y aun según parece en otra anterior, estaba en trato secreto e íntimo con la persona del rey. Lo probable es que a nadie servía con entera lealtad y que procuraba mirar por su interés, y aun no sólo por éste, sino también por sus pasiones, violentas en alto grado y rencorosas, para lograr los cuales fines variaba de conducta según iban mudando de aspecto e índole los negocios.

Estando yo una noche en Córdoba atento a lo que pasaba, llamáronme de pronto a una casa, y me quedó pasmado al encontrarme con Regato, de paso para Sevilla. No le tenía yo en el mal concepto en que le tenían otros, y gustábame en gran manera su conducta, al parecer arrojada, aunque no hubiese querido seguirle entrando en la sociedad comunera. Preguntéle cómo había logrado pasaporte para los puntos separados de la obediencia. Y respondióme algunas confusas y enmarañadas frases, que, desde, luego, me le hicieron sospechoso. Es de advertir que entre los comuneros de Córdoba no empleó su influencia en favor del Gobierno al cual iba a servir, a lo menos hasta cierto grado. No apareció por algún tiempo Regato en el teatro a que había sido destinado representando papel alguno de primera importancia, pero no dejó de hacer algo, como puede presumirse, si bien las circunstancias estorbaron que fuesen de mucha consideración sus servicios.




ArribaAbajoCapítulo XV

Los jefes del movimiento en Sevilla y Cádiz y escritores que los servían.-Se hacen las elecciones para diputados por ambas provincias y es elegido el autor por la de Cádiz.-Instrúyenle proceso por la responsabilidad que contrajo al anular unas elecciones de Ayuntamiento.-Sus contestaciones con el jefe político.-Los Cortes se ocupan de la rebelión.-Dictamen de Calatrava.-Agitación en Cádiz y exageraciones de Moreno Guerra y los americanos.-Medida tomada contra estos últimos.-La gente de cuenta de la rebelión piensa someterse.-Mal resultado de la Junta..-Dilátase la resolución.


Seguían en tanto Cádiz y Sevilla en rebelión, bajo el gobierno la segunda de Velasco y Escobedo, cuya desobediencia estaba mal cubierta con el pretexto de no serles posible dejar sus puestos sin entregar la autoridad a sus sucesores, y dándose también como forzados por la voz y voluntad popular a continuar dueños del poder, y la primera bajo el mando meramente aparente de don Manuel de Jáuregui, mientras ambas ciudades estaban regidas por los Soberanos Capítulos masónicos respectivos, habiendo entre el estado de la una y de la otra la gran diferencia de que los masones sevillanos contaban por suyos a los hombres que estaban al frente de la sublevación, al paso que los gaditanos sólo podían emplear con el buen Jáuregui la influencia que sobre él habían adquirido los prohombres de la sublevación existente. Era don Manuel Jáuregui, oficial antiguo, honrado y pundonoroso, devoto en extremo y como de las opiniones tachadas de jansenistas, hermanando ideas de libertad política con la piedad religiosa; con alguna instrucción, pero de corto discurso, y a la par entero y dócil, pues siendo incapaz de hacer cosa que estimase mala, era fácil de convencer en punto a la calidad de ciertas acciones, aprobándolas si las veía recomendadas por hombres dueños de su estimación y cariño. Así, conocía que obraba contra las leyes y de ello se dolía amargamente, pero estaba convencido de dos cosas: una, de que había corrido peligro la causa de la Constitución, siendo necesario para salvarla salirse de los trámites legales; y otra, de que abandonando él su puesto le ocuparían gentes de mala especie, con lo cual quedaría entregada al desorden una ciudad encomendada interinamente a su cuidado y mirada por él con vivo y tierno afecto.

Los verdaderos directores de aquella tragicomedia obraban con menos sinceridad y candor; pero algo, si no todo, creían de lo mucho que contra el Gobierno de Madrid articulaban. Como no se esgrimían las armas, seguíase la guerra con la pluma. Clara Rosa no dejaba de esgrimir la suya para causar vergüenza a la gente entendida; sus desatinos iban siendo peligrosos, por haber cobrado tremendo ascendiente entre las gentes en quienes hacían efecto y causaban admiración sus escritos. En este apuro apelóse alguna vez a mejores plumas para defender una causa que mal podía defenderse de otro modo que con razones no para dichas.

Estaba, como he referido, a devoción y servicio de la Diputación provincial de Cádiz don Félix José Reinoso, a quien privadamente protegía además Istúriz, pero empleándole como instrumento hábil y dócil, y aun complaciéndose en dárselo así a entender, no sin humillarle bastante, como si temiese que se rebelase si llegaba a cobrar alguna dignidad. En uno de los periódicos publicados en Madrid por los afrancesados, venía una fundada y acre impugnación de la conducta de los que dirigían la sublevación de Sevilla y Cádiz. Llamó Istúriz a Reinoso, y pidióle o, diciéndolo con propiedad, exigióle que refutase aquel escrito. Admiróse y dolióse el escritor de recibir tal encargo, y no ocultó que sobre ser las opiniones que se le encomendaba combatir las suyas propias, estaban escritas por tino de sus amigos políticos y particulares. Un no importa y es preciso fue la respuesta de Istúriz, y a la orden siguió cumplirla pronto el que la recibió, desempeñando su tarea con habilidad suma en cuanto cabía, pero poco honrosa. No pararon en esto los trabajos de Reinoso en favor de la causa que abominaba, pues escribió algún otro documento, llámese proclama o manifiesto, de los sublevados, lo cual no es fuera del caso repetir, por haber habido quien haya dado al mismo personaje alabanzas como a firme y entero, mereciéndolas sólo como hombre de talento y ciencia. Agréguese a esto que Reinoso, vanísimo y despreciador de los trabajos ajenos, salvo de los de la gente de su pandilla, tenía cierto placer en esgrimir la pluma por acreditarse de diestro en manejarla, y en contraponer sus méritos de escritor, grandes aunque no exentos de afectación en el estilo, con los de otros de menos valer, de cuyas composiciones hacía mofa.

De otra gravedad que la de estas lides de pluma era la de los sucesos, y no porque al pronto produjese efusión de sangre o estragos, sino porque dilaceraban al Estado, preparándole a no poder resistir a embates que le amagaban provocados, además, por los excesos que se estaban cometiendo.

En tanto, logróse uno de los objetos que los fautores del levantamiento se proponían. Hiciéronse las elecciones en Cádiz y Sevilla, y recayeron en hombres de la parcialidad extremada, siendo los elegidos por la primera provincia Istúriz, Zulueta, comerciante instruido, en el fondo por sus opiniones y aficiones no muy de la parcialidad exaltada, en cuya bandera estaba, sin embargo, alistado; Abréu, oficial de Marina, honrado y suave de condición, singular en muchas cosas, y extremado como quien más en sus ideas políticas, y yo, tenido en aquella hora por amigos y contrarios, aunque con poco fundamento, por el prototipo de los amantes de la violencia y del desorden. Pero antes de llevarse a remate la elección que por los lentos trámites por que iban las de aquellos días estaban preparados muy de antemano, hubo ocurrencias que influyeron en los negocios públicos, y en los míos particulares.

No obstante el inferiorísimo valor de estos últimos, hablaré de ellos primero para traer la narración de los otros más seguida. Ya algo antes he contado que de resultas de haber yo dado una providencia ilegal para que se hicieran nuevas elecciones de Ayuntamiento en Lucena, anuladas por mí mismo las anteriormente hechas, se habían quejado de mí como infractor de las leyes los que por mis impulsos habían sido perjudicados. Puso el Gobierno la queja en consulta al Consejo de Estado, el cual opinó que debía formárseme causa, no siendo sobra de malicia pensar que hubo de influir en el ánimo de los consejeros, moderados rabiosos, entre quienes estaba yo en pésimo predicamiento, el deseo de humillarme e inutilizarme por algún tiempo, pues siendo de suyo blandos, me trataron con dureza por una falta leve. El Ministerio hubo de conocer que parecería mal castigarme como a infractor de las leyes por una acción de que abundaban ejemplares hechos con impunidad completa, y, sin embargo, no quiso resolver sobre la consulta ni conformándose a ella ni desechando el dictamen, sino, como me consta por testimonios fidedignos, lo guardó como en fianza de mi conducta, resuelto a obrar con arreglo a ella si yo me deslizaba en contrario. Llegó este caso, y al cabo de nueve meses de mi falta, resolvió el ministro que se me pusiese en juicio. Diose comunicación de lo resuelto al jefe de la provincia; en la misma noche en que recibió esta noticia me presenté yo en su casa, ignorante de lo ocurrido, a decirle que, visto el estado de las cosas, estimaba indispensable hacer renuncia de mi empleo. "Ya es tarde -me respondió con sequedad, pero sin descortesía y aun mostrando cierto sentimiento-; acabo de recibir noticia de oficio de que está resuelto que se forme a usted causa, y según previenen las leyes, ha de salir usted de la provincia en que manda mientras se le forma." Recibí la noticia con injusta indignación, doliéndome más en ella que podía impedirme el logro de mi deseo de entrar en las Cortes. Por mi fortuna o por mi desdicha, no sucedió así. El correo portador de estas nuevas llegó a Cádiz en la tarde del domingo 2 de diciembre, y en aquella mañana se habían celebrado las elecciones. En ellas salí yo el cuarto, y al oír pronunciar mi nombre, triple salva de aplausos le celebró; distinción que no se había hecho a mis compañeros y que vino de la gente más alborotada, que me contaba por suyo. Recibido el correo, hubo gran pesar por lo hecho, previéndose que daría margen a compromisos estando yo mandado procesar, y que tal vez mi elección sería anulada. Veráse que no sucedió así, y que esto mismo me atrajo sinsabores y reveses. Por el pronto, en mi situación fui muy favorecido con verme en la clase de diputado electo. Mandado yo salir de Córdoba por el jefe político, a quien no tocaba darme órdenes, pues sólo por el ministerio de Hacienda las podía yo recibir, no rehusé obedecer, pero enredé a la autoridad que se me declaraba contraria poniéndole varios oficios con los cuales y con sus respuestas logré colocarla en el caso de que, o procediese contra mí ilegalmente, o me dejase residiendo donde estaba, aunque no ejerciendo mi cargo. Bien es cierto que esto último no lo hubiera conseguido, a no haber llegado la noticia de estar nombrado representante de la nación por Cádiz, habiendo yo en mi último oficio aprovechado la ventaja que me daba esta mi nueva situación. Publiqué en el periódico de Córdoba la correspondencia a que acabo de referirme, y halagó sobre manera mi amor propio saber que era aplaudida la habilidad que en ella había mostrado, salvo por los ministeriales, cuyo número y valor eran muy cortos. Nada me lisonjeó tanto cuanto haberme contado que en una conversación de los canónigos en el coro se me daban elogios. Así estaba bastante trocado en favor el disfavor con que fui mirado recién llegado a desempeñar mi destino por los cordobeses. En verdad gozaba del concepto de hombre de bien, aunque un tanto ligero y dócil, y tampoco pasaba por falto de luces ni, en ciertos casos, de prudencia.

Mientras esto pasaba, la situación de los negocios no me era del todo lisonjera. Por mucha que fuese mi furia al defender la causa de la sublevación, como la defendía, desaprobándola en mi interior, y por consideraciones de una política artera, no podía esperar con satisfacción ni su triunfo, ni su derrota, ni su larga continuación, ni, en suma, paradero digno, entre todos cuantos era posible que tuviese.

Las Cortes, como poco antes he referido, se habían encargado de tan arduo negocio, y su fallo era esperado con impaciencia. Según costumbre, una Comisión hubo de dar su dictamen sobre él al Congreso. Era en ella el diputado de más renombre e influjo don José María Calatrava, que por su conducta y opiniones en aquellas Cortes era de un partido medio entre el moderado y el exaltado, habiendo sido muy del primero en los sucesos de septiembre de 1820 contra Riego y sus parciales, y muy del segundo en varias cuestiones legislativas, como, por ejemplo, la de señoríos, tratada en 1821, si bien en alguna otra como en la del Jurado para las causas de imprenta, tratada al fin de la legislatura de 1820, nada había dejado que desear, no ya a los liberales menos ardientes innovadores, sino a los parciales más celosos de nuestra legislación antigua. Evacuado por la Comisión ese trabajo, resultó ser su dictamen singularísimo, pues venía dividido en dos partes, contenida la segunda de ellas en un pliego cerrado, que sólo habría de abrirse después de ser aprobada, si lo fuese, la primera; la cual, manifestada sin rebozo al uso ordinario, se reducía a mandar a los separados de la obediencia al Gobierno constitucional y a las leyes que volviesen a ella sin excusa ni demora. Todos traslucieron que el pliego cerrado tenía algo en sentido contrario al del abierto y no favorable a los ministros.

Por esta razón, hubo ministeriales, si hombres que sin ser devotos de los que gobernaban veían en su causa en aquellos momentos la de la justicia y de la razón o del orden y de las leyes, que desaprobaron la idea del dictamen doble con su parte oculta, siendo de opinión que, sin ver ésta, mal podía votarse la primera, y no dejaron de ridiculizar el proceder de la Comisión como insólito y juntamente desacertado. Tampoco los amigos de los sublevados dejaron de oponerse, a que éstos fuesen condenados, sin serlo al mismo tiempo los ministros, en su sentir causadores del desorden reinante. Contra unos y otros peleó Calatrava, cuya soberbia suma mal podía tolerar que le impugnasen su opinión con vigor, y menos todavía con burlas, y hubo de burlarse a su vez, no sin razón, de que alguno (de los exaltados, si mal no me acuerdo) bautizase el pliego cerrado con el pedante y además impropio nombre de Caja de Pandora. Acudieron al debate los ministros y dieron pruebas de habilidad escasa. Vino a parar en ser aprobada la parte primera del dictamen de la Comisión, y de los exaltados que la desaprobaron bien puede afirmarse que casi todos lo hacían por cumplir con sus amigos en la apariencia, pues en la sustancia, aun a estos mismos habían servido votando una cosa justa y razonable, a que habría de seguir otra más en favor de su interés y pasiones.

Aprobado lo propuesto por la Comisión, pasóse a abrir el pliego cerrado. Éste no era menos raro en lo que declaraba que en su modo de ser presentado, pues venía a expresar que los ministros, sin culpa alguna de su parte, habían perdido la fuerza moral necesaria para gobernar, lo cual era declararlos inocentes, y aun no merecedores de un voto de blanda censura, y por lo mismo armonizar la acción de los rebeldes, cuyo poder, no apareciendo otra causa, privaba a los ministros de su fuerza, de que se los daba por faltos.

Fácil fue impugnar este dictamen con poderosos argumentos, y así lo hicieron algunos diputados, señalándose entre ellos Martínez de la Rosa. Pero el número de los que lo sustentaban y se mostraban dispuestos a aprobarlo era muy superior, influyendo en muchos pasiones y preocupaciones de la época, en otros torcido interés y en no pocos la consideración de que con sostener a los ministros se fomentaba una guerra cuyo paradero habría de ser triunfar bien el desorden, o el rey para recobrar el poder absoluto perdido.

Los pobres ministros, en la segunda batalla, en que tenían de su parte la razón y veían serles contrario el número, se portaron con gran desacierto: habló poco y muy mal Bardají, y mucho y no mejor López Pelegrín, hombre cortísimo de luces, y Felíu mismo, que en las Cortes extraordinarias de 1820 había lucido como orador de los buenos entre los de segunda clase, en este apuro se mostró muy inferior a lo que de él se esperaba y a lo que hacer podía. Más de una vez aludió a las sociedades secretas, dándolas por cuna del desorden reinante; pero careció de valor para desembozarse, y tal vez, si lo hubiese hecho, su arrojo habría sido temerario y tenido malas resultas. Al cabo vino a ser aprobado el dictamen de la Comisión con lo cual quedó el Ministerio expresamente destituido del apoyo de las Cortes.

Andaban entre tanto muy embravecidas las pasiones por todos lados, y en los parciales del rey se notaba estar juntas, y en grado muy subido, la ira y las esperanzas.

Cuando estas cosas pasaban en Madrid, el estado de Cádiz y Sevilla no era satisfactorio, si bien lo que sucedía o podía suceder en esta última ciudad importaba poco, puesto en cotejo con la gravedad que tenían los acontecimientos en la primera.

En Cádiz, la plebe, empeñada en la causa constitucional, con violencia y a su modo, estaba por la resistencia al Gobierno, llevada hasta el último extremo y a todo trance. Hacían causa común con ella algunos ambiciosos, prometiéndose sacar partido de su furia. Allegábase a esto haber allí varios americanos para quienes todo cuanto produjese o fomentase la discordia en España, su enemiga, era otro tanto provecho para la causa de su patria, cuya independencia deseaban ver segura aun de todo amago. Juntábase con éstos el diputado a Cortes don José Moreno Guerra, el cual, aprovechando una licencia que tenía, no sin justo motivo, por estar muy quebrantada su salud, prefería estar alborotando o coadyuvando a alborotos en Cádiz, a ocupar su puesto en las Cortes, donde, si hablaba mucho, gozaba de poca aceptación entre sus colegas, y solía quedarse en minorías a veces muy cortas. Moreno Guerra era hombre rarísimo hasta en su persona, alta, fornida, grosera; en sus modales, en que algo del trato con la gente culta se mezclaba con la tosquedad natural y conservada, y en las calidades de su entendimiento, porque no era rudo y tenía golpes felices, los cuales mezclaba con barbaridad apenas creíble, siendo con todo esto de alguna bien que singular instrucción, y de extraordinaria osadía, junta con no menos miedo. Nadie casi le aventajaba en extremar sus ideas, y digo casi, porque tenía un temible competidor, y acaso superior, en el viejo Romero Alpuente, su amigo y rival; pero éste seguía en las Cortes divirtiendo e indignando a sus contrarios con sus extravagancias, al paso que Moreno Guerra, en medio de una sublevación, ejercía sobre las turbas una influencia poderosa.

A éste rodearon los americanos, a quienes él tenía en mucho, y como gustase de todas las cosas llevadas al extremo, acogió con gusto la peregrina idea de formar de la isla Gaditana una república, a modo de las ciudades libres de Alemania, llamadas hanseáticas, pero aún más independiente de España que ellas del Imperio germánico, y gobernada más democráticamente.

Para los que habían concebido esta idea, era ella, lográrase o no, siendo su logro muy difícil, un modo de debilitar a España y a la ciudad donde el reconocimiento de la independencia de América tenía más contrarios. Para Moreno Guerra fue una hermosa visión, y en su falta de juicio tuvo la temeridad de presentarla, al público sin rebozo. Así, en un discurso que hizo en campo raso a una cuadrilla alborotada, siendo común en aquella hora en los puntos sublevados juntarse turbas y perorar en público, el orador, aconsejando llevar al último punto y trance la resistencia al Gobierno, se dejó decir que, aun cuando España toda fuese contraria en este empeño a Cádiz y su isla, nada tenían éstas que temer, pues podían asegurar su libertad y felicidad con dar una patada al puente de Zuazo, expresión grosera y enérgica con que la destrucción de la antigua y robusta obra que junta con el continente de la Península la isla Gaditana era símbolo de la fundación en la última de una potencia, aunque reducida en límites, libre e independiente. Es de creer que fuese recibida con aplauso por el auditorio idea tan violenta y fanfarrona; pero no sucedió lo mismo con lo general de la población de Cádiz, donde fue oída con susto y enojo. Temblaron el comercio y los propietarios de Cádiz al pensar que pudiera tratarse de tan descabellado proyecto, y mezclándose el buen juicio con locas ilusiones, aún no desvanecidas, entre los graves males con que amenazaba la por fortuna inasequible pretensión de separar su ciudad e isla de lo demás de España, que iba a perderse la esperanza de poner de nuevo a las Américas en dependencia de su metrópoli antigua, recobrando con ello su grandeza y riqueza perdidas el antiguo emporio del comercio español, venido a postración y punto menos que aniquilamiento.

Renovóse el odio a los americanos, siempre vivo y fiero en los hijos y habitantes de Cádiz. Aun a Istúriz hubo de mirarse con recelos e indignación, por estar en estrecha amistad con Moreno Guerra y con quienes a éste aconsejaban. Istúriz tenía demasiado entendimiento para no conocer las rarezas o la dañada intención de aquellos sus amigos, o para abrigar el desvariado pensamiento de constituir la isla de Cádiz en Estado independiente, y además la voz de su interés daba apoyo a los consejos de su razón, agregándose a ello que, estimulado por el uno y por la otra, sentía malquistarse con los comerciantes y demás gente acaudalada de su ciudad natal, gente entre la cual representaba él uno de los primeros papeles, y entonces el principal acaso, amado de algunos odiado por otros, envidiado por muchos, estimado por todos en gran valor, siendo enorme el que le daban las circunstancias. Así él y sus amigos resolvieron dar un golpe a los aborrecidos americanos. Prestóse a ello gustoso el buen Jáuregui, receloso de ir descaminado, y persuadido de que con caer sobre hombres malos o inquietos redimía la culpa de estar sublevado contra la autoridad legítima y las leyes. Fueron, pues, presos, embarcados y enviados a Gibraltar varios personajes, entre ellos don Francisco Carabaño, uno de los agentes más activos del levantamiento constitucional de 1820, y que en las Cortes estaba haciendo de diputado suplente por Venezuela, sin que la calidad, aunque ficticia, reconocida por verdadera, de representante inviolable de la nación, le salvase de tal tropelía; un tal Mariño, general colombiano o de Santa Fe, y alguien o algunos más de inferior nota. Todos ellos, aunque republicanos, aprobaban violencias iguales a la de que fueron víctimas, y en lo mal amparadas que están las personas y haciendas en tiempos revueltos, nadie extrañó una acción digna de ser duramente vituperada.

A Moreno Guerra nadie molestó; pero él se amedrentó con el trato dado a sus amigos, y no se atrevió a levantar la voz contra él, sobre todo considerando que con defender a americanos ponía a riesgo de perderse el favor popular, de que era codicioso y también dueño. Sin embargo, de creer era que, recobrado su susto, volviese a alborotar, y de seguro lo habría hecho si una dolencia molesta y larga no le hubiese postrado en cama, donde se estuvo hasta su terminación, para él nada grata, de los disturbios pendientes.

Con el acto de rigor hecho a costa de unos cuantos hombres inquietos, vivió más pacífica por algunos días la sublevación gaditana. Llevadas a remate en este intervalo las elecciones, ya había seguridad de ver en el Congreso hombres de la opinión extremada representando a la nación por aquella provincia; y como de las demás de España se iba sabiendo que habían sido o tenían nombradas muchas personas de la misma parcialidad, nada se podía temer de un Congreso donde parecía seguro el predominio de los exaltados.

Así estaban las cosas cuando llegó la noticia de la primera resolución de las Cortes ordenando a los separados de la obediencia volver a la que debían a la autoridad y a las leyes. Tal fallo era una condenación completa; pero detrás de él estaba el pliego cerrado, del cual nadie dudaba que contuviese algo más o menos favorable a la causa o al interés de los desobedientes, y además éstos habían logrado su objeto aparente, y también el real y verdadero, pues habían resuelto el negocio pendiente de las Cortes, a cuya resolución desde luego se manifestaron dispuestos a sujetarse, y estaban hechas las elecciones a medida del deseo de la gente más acalorada, habiendo recaído en Istúriz. Así, todo dictaba acatar y cumplir lo dispuesto por el Congreso, faltando ya bandera o voz que seguir para continuar con algún pretexto un tanto decoroso la resistencia. Pero el vulgo levantado no entendía de ceder mientras no hubiesen caído los ministros, y como le habían dicho que la mayoría de las Cortes era mala y por ella se veía condenada la sublevación, no fue recibido lo resuelto con gran respeto. Además, en los alborotos se habían señalado varias personas, y éstas esperaban aumentos en su fortuna yendo adelante la rebelión, y, por el contrario, temían castigos si volvían las cosas a su estado legal y ordinario.

Apelóse, para resolver la gran cuestión que a todos ocupaba, al arbitrio de celebrar en Cádiz, a puerta abierta, una Junta magna compuesta de personas de las más notables del pueblo, linaje de autoridad gubernativa que en los disturbios de que es teatro España desde algunos años a esta parte ha solido reproducirse en las situaciones que tienen difícil salida. Congregada esta Junta, tampoco tenía autoridad lata, pues quedaba lo que se llamaba el pueblo, del cual aparecían representantes, o nombrados por él, o que se nombraban a sí mismos para tratar con la autoridad. No faltaron en esta ocasión los que llevasen la voz del pueblo para dictar leyes a la Junta. En ella tenían asiento don José Vicente Durana, del comercio de Cádiz, hombre de alguna instrucción y de medianas luces, honrado y lleno de entereza, pero caprichoso e imprudente, así como de no común terquedad, muy enemigo de los alborotos y de sus promovedores, aunque constitucional antiguo. Este tal, impaciente al oír repetida la expresión el pueblo pide, el pueblo quiere, se dejó decir en voz alta que era necesario ante todo saber si lo que daban por el pueblo era todo él, pues en su sentir sólo una fracción se presentaba allí dándose por el pueblo gaditano. Aun que la palabra fracción es muy conocida, hubo de oírse mal, y sonó facción, lo cual, por lo mismo que convenía bien a la pandilla alborotadora, hubo de ser recibido por ella con extremos de enojo, viéndose, como siempre, a los supuestos parciales de una libertad extremada nada dispuestos a sufrir contradicciones, y menos las hechas en términos de reprobación severa. Rompió en feroz y amenazador rugido la rabia de los bulliciosos, hasta verse en peligro Durana, si no de perder la vida, aunque a tanto parecía que aspiraban los mueras a su persona dados por varios de la alborotada turba, a lo menos de ser objeto de un violento insulto. Rodeáronle y amparáronle sus amigos, y sacándole ileso del tumulto, le llevaron a un seguro asilo, que él hubo de desocupar en breve, saliéndose de Cádiz. Así quedó resuelto el negocio que se trataba en la Junta, equivaliendo a una determinación de proseguir en la desobediencia la tropelía hecha contra uno que sustentaba el parecer contrario.

En breve fue sabida la declaración por el Congreso de que habían perdido la fuerza moral los ministros, declaración que los precisaba a desamparar sus puestos. Ni esto bastó para que se pusiesen en la debida obediencia las provincias sublevadas. Ya sólo se daba por pretexto que se esperaba a que se verificase la caída de los ministros o la reunión de las Cortes, y como éstas habían de juntarse en marzo y sólo estaba mediado diciembre, el plazo último era largo por demás, y así como presentaba campo espacioso a las ambiciones, era superior en duración a lo que podía sufrir la infeliz España.




ArribaAbajoCapítulo XVI

El autor deplora la continuación de la resistencia en Cádiz.-Se dirige allí, llamado por sus amigos.-Estancia en San Fernando.-Aspecto de Cádiz.-Intentos de alzamiento en otras provincias.-Conducta y discurso del autor en una reunión de exaltados.-Proceder del Soberano Capítulo.-Actitud de la autoridad pública.-Junta magna de la masonería para recibir a un emisario del Gran Oriente.-Agitación contra los que habían preparado la sumisión.-Fin y entierro de Clara Rosa.-Estado de las cosas en Sevilla.-Providencia de las Cortes y motín escandaloso.-Ciérranse las Cortes extraordinarias.


Sabía yo desde Córdoba estos sucesos con dolor y asombro. Deseaba que cediesen los gaditanos, cuya resistencia, que nunca había sido de mi gusto, me parecía ya loca e inicua, y me maravillaba de que Istúriz, cuyas prendas y buen juicio conocía, aunque no aprobase el acaloramiento de sus pasiones, que le había llevado a fomentar en su origen aquel levantamiento, quisiese, como yo equivocadamente creía, persistir en una rebelión propia sólo para despedazar las entrañas de su patria, para dar fuerzas al partido personal del rey y de la monarquía antigua, y para encaramar en la misma ciudad de Cádiz a la gente perdida sobre la alguna de respeto por cualesquiera circunstancias.

En esto, y mientras continuaba yo inquieto el ánimo y angustiado, pero tranquilo en mi residencia, de súbito recibí cartas de mis amigos, pidiéndome que sin demora pasase a Cádiz. Nada me decían sobre el objeto de mi viaje, y yo, siguiendo en mi yerro, juzgué ser llamado para contribuir a mantener vivo el incendio de la rebelión, cosa que estaba resuelto a no hacer por título alguno. Por mil causas miraba con disgusto el viaje que se me proponía, pero no vacilé un punto sobre acudir adonde se me llamaba. Púseme en camino, y no sin dolor salí de Córdoba, donde si había pasado algunas horas amargas, las había tenido agradables, en mucho mayor número, contándose entre ellas de las mejores de mi vida. Tenía también grandes disgustos, y salióme la previsión certera.

Viajaba en silla de posta, y estando en mi mano elegir camino, preferí seguir por tierra hasta Cádiz a ir a Sevilla, y por el río hasta Sanlúcar. Movióme a ello mi deseo de verme con los de Cádiz antes que con los de Sevilla, porque, resuelto a esforzarme para retraer de la resistencia a los primeros, no quería descubrir mi intento a los segundos. El 26 de diciembre, a mediodía, salí de Córdoba con tal fortuna, que al día siguiente no habría podido hacerlo por haber interceptado el camino una furiosa avenida o riada del Guadalquivir; el 27, recién entrada la noche, llegué a la isla de León, o ciudad de San Fernando. Allí me detuve, porque no era posible pasar a Cádiz estando ya a aquellas horas cerradas sus puertas. Entré sin ruido, y me hospedé en una fonda. Pero pronto se supo haber yo llegado, y agolpóse gran número de gente a verme, pidiendo a ella que me presentase. Salí de mi cama, a que ya me había recogido, y fui llevado como en triunfo hasta la Sociedad patriótica, que celebraba sesión aquella noche, o fue convocada para recibirme. Noté que predominaban allí las opiniones extremadas, que contaban numerosos prosélitos, siendo de ellos personajes de su posición, que, cabalmente cuando en aquel mismo lugar estábamos levantados por la causa constitucional, habían abrazado la contraria, y a quienes había abierto sus filas la concurrencia, deseosa de aumentar su número, y pronto para conseguirlo a perdonar pecados antiguos, y que yo entre aquella concurrencia gozaba del concepto de exceder a todos en la violencia de mis principios políticos y conducta, dándose por supuesto que estaba por no ceder al Gobierno, y que venía a impedir que otros, por debilidad, cediesen. Nada hice para confirmar a mi auditorio de admiradores en este errado concepto; nada dije en aprobación de lo hecho hasta entonces o de la continuación en la desobediencia, pero nada hablé para aconsejar la sumisión al Gobierno o las leyes, contentando con vagas generalidades, que siendo de un constitucional celoso sonaron bien, y dieron a suponer ser lo que yo callaba conforme a los deseos de mis oyentes. No me arrepiento de haber usado esta cautela, pues habría sido loca e inútil temeridad haberme empeñado en contradecir a tal gente; haciéndolo, más habría perjudicado que servido a mi propósito de traer las cosas a buen término, por las vías por donde era posible lograrlo. A la mañana siguiente pasé a Cádiz.

Desde luego, me chocó el aspecto de mi ciudad natal. Habíanse adoptado en ella la extraña idea de poner sobre las puertas de las casas artículos de la Constitución, escritos en tablas, escogiendo cada cual el que le acomodaba u ocurría, sin la menor congruencia con la morada en que estaba puesto, con lo cual parecían todas las casas tiendas con sus muestras encima. Tal era aquella revolución, amiga de semejantes exterioridades, que con más cordura hoy están desterradas. Pero si la Constitución estaba así en todas las paredes, no tanto en los ánimos, aunque fuese muy común tomar por amor a ella una desobediencia rebelde, por la cual estaba hollada toda ley y faltaba toda especie de orden. No era éste, sin embargo, el modo de pensar de todos los gaditanos, pero sí de la parte que a las otras tenía supeditadas. Y en verdad puede afirmarse que sólo un corto gremio de personas acomodadas y juiciosas estaba entonces allí por ceder de la resistencia en que se habían empeñado la ciudad y la provincia.

Con sorpresa, pero con sumo gusto, supe a poco de mi llegada que en este corto número de hombres sensatos y bienintencionados estaba incluido Istúriz, y con él algunos de mis amigos. Era, sin embargo, ardua empresa la de contener con el freno a aquella revolución desbocada, los mismos que con la espuela la habían excitado hasta enloquecerla. Dificultoso era, pues, acertar con un buen camino por donde salir de aquella situación, permanecer en la cual había llegado a ser imposible.

De fuera de las provincias sublevadas llegaban avisos y consejos que estimulaban a buscar la unión, cediendo a lo dispuesto por las Cortes. En dos puntos donde se había intentado alzar una bandera auxiliar del levantamiento de Andalucía, había sido derribada al momento, saliendo poco airosos, además de vencidos, los que acometieron tan criminal empresa. Uno de ellos había sido Mina, a la sazón capitán general de Galicia, al cual hizo frente, en nombre del Gobierno y de las leyes, el jefe político don Manuel de Latre, militar asimismo, y de los principales restablecedores de la Constitución en aquella provincia, y aun en calidad de tal, uno de los pocos premiados con prisión, pero hombre más propio para servir con lealtad y firmeza a los Gobiernos que para derribarlos, severo hasta rayar en duro, y de honradez suma, de quien apenas se entiende cómo pudo tomar parte en un levantamiento. Poco tardó éste en frustrar el intento de Mina, el cual anduvo cauto para no comprometerse demasiado. Menos lucimiento tuvo aún la otra intentona a que he hecho alusión, la cual tuvo por centro la provincia de Murcia, y por director principal al coronel o brigadier Piquero. Estos reveses, infundiendo miedo a los tímidos, inspirando bien a los prudentes y desvaneciendo visiones en muchos alucinados, causaban o avivaban el deseo de ver terminada la desobediencia de las provincias pertinaces. El supremo gobierno masónico ya nos estrechaba a que cediésemos. El de la comunería más se inclinaba a mantener viva la resistencia; pero en Cádiz tenía pocos secuaces, y éstos de corto valer, y aun por entonces sin influencia aún en la plebe, porque había allí masones a quienes no podían disputar la palma de sediciosos los más extremados de la Sociedad rival, siendo aquéllos las cabezas de la asonada hecha como permanente.

Había yo sido llamado para que emplease el favor de que gozaba con los hombres más violentos en traerlos a más templada y juiciosa conducta. Pero era evidente que no bien contrarrestase, en vez de excitar, sus pasiones, el aura popular se me volvería contraria, hasta convertirse en un desatado huracán de odio. Al principio, por consejo ajeno y voluntad propia, hube de seguir la conducta que tuve en la noche de mi estancia en San Fernando; mostrarme liberal exaltado como era; no soltar prenda en punto a la gran cuestión pendiente, salvo en secreto y con mis amigos, donde había de trabajar en ir reduciendo las cosas al término en que yo anhelaba verlas, único justo y conveniente.

Había en Cádiz una Sociedad patriótica; pero, por una singularidad notable, ejercía cortísima influencia en los negocios, siendo aquellas circunstancias propias para que, en cuerpo que por su índole debía ser popular y alborotado, se tomasen las resoluciones más importantes. Sin embargo, la omnipotente masonería regular no había escogido aquel centro para la representación de un drama o aquella arma para ser instrumento, y por esto ni aun los alborotadores, todavía devotos de la Sociedad antigua, daban a los discursos allí pronunciados el valor que se les daba en otras ciudades. Presidía la reunión mi antes amigo don Domingo Antonio de la Vega, ya separado de la obediencia del gobierno masónico, así como de mi amistad, nada premiado por sus servicios revolucionarios, dignos en verdad de las más subidas recompensas por parte de los ingratos constitucionales, quejoso con razón, pero sin tino, y que no adquiriendo juicio ni habilidad con los años, tenía la desgracia de no encontrar quien diese oídos a sus fundadas, pero torpemente articuladas quejas, y de afear el no merecido tratamiento de que era objeto. Al presentarme yo en la Sociedad, fui recibido con frenéticos aplausos. Aumentáronse éstos con mi discurso, aunque no los merecía, salvo por una calidad que, si hubiese sido conocida en él, no le habría recomendado a aquel auditorio, pues era la destreza con que eludía hablar del negocio que a todos nos ocupaba. Hablé de lo que pensaba hacer como diputado; pinté un modelo, de que me comprometí a ser ajustada copia, siendo el de un liberal exaltado, y vestí trivialidades con frases galanas y cadenciosas, arte en que me había hecho muy diestro. Únicamente tuve un contrario, que fue un oficial llamado Gurrea, hombre sin letras, que ya en 1820, en una Sociedad patriótica de San Fernando, había subido a la tribuna a contradecirme sobre un punto de derecho político, y dicho (como era de esperar de su ignorancia absoluta) mil dislates; y que esta vez, como si fuese en él empeño disputarme la palma de la elocuencia, se contentó con decir, no sin seso, que todo cuanto había yo expresado estaba bien, pero que de decirlo a cumplirlo había mucha distancia. Como no me sentí embestido por mi lado flaco, fácil me fue, con algunas más frases sonoras, confundir a mi antagonista y dar gusto a mis oyentes. Aun el mismo Clara Rosa, que, allí asistía, nada notó tachable o sospechoso en mi conducta. Al revés, este hombre en quien no corría parejas la perspicacia con la osadía y que ya se recelaba de Istúriz, había venido a visitarme y siendo recibido de mí con cortesía y cautela, todavía estaba persuadido de que yo era quien había de reanimar el amortiguado celo de los parciales de la revolución, y al oír mi discurso, sin notar cuán impropio era de las circunstancias, quedó de él prendado, de forma que lo puso en las nubes en su periódico, el cual conservaba prepotente influjo en la parte más numerosa de la población de Cádiz. Vese, pues, con cuánta precaución o, diciéndolo como se debe, con cuánta doblez tenía yo que obrar; prueba de que los cortesanos de las turbas no son menos viles que los de los reyes, y sí más que los de monarcas prudentes y justos, porque se las han con señores que son caprichosos tiranos.

Al cabo estas artes en algo habían de ser empleadas, y era forzoso que perdiesen su fuerza al encaminarse claramente a conseguir el objeto que se proponían. A ello estaba atendiendo el Soberano Capítulo, en sesión poco menos que permanente. Aun este cuerpo estaba muy dividido, siendo en él muy pocos los que estábamos por ceder. Desesperábase Istúriz, teniendo de continuo que reprimir su condición violenta. Los que con él pensábamos y obrábamos teníamos que engañar a varios de nuestros compañeros. Había una comisión encargada de atender a la defensa y ofensa del enemigo en la guerra que se temía, y ésta, a instigación de varios, dejó ver la necesidad que había de llenar las vacantes en el Ejército; esto es, de dar ascensos, con lo cual se ponía de manifiesto la índole verdadera del mal que nos trabajaba. Con maña medio eludíamos cuestiones de esta o parecida especie y excitábamos indignación contra alborotadores insolentes, como dando a entender que era injusticia y maldad sospecharnos, cuando la sospecha era conocimiento de nuestras intenciones. Un día varias logias, trocado de tal manera el instituto masónico, cuya índole es obediencia sumisa del inferior al superior, que al revés querían constituirnos en dependencia de nuestros subordinados, nos enviaron una diputación, que en tono de amenaza y declarando estar el pueblo y la orden masónica dispuestos a no ceder, venía a averiguar qué pensábamos y qué hacíamos. Llevaba la voz el médico cirujano don Ignacio Ancellor, que desempeñó su comisión con sobra de entono. Hubo de responder el presidente Istúriz con disimulo y templanza. Dentro del mismo Capítulo otro facultativo, don Leonardo Pérez, que iba adelantando mucho en su profesión, de ingenio y saber, de muy humilde nacimiento y con los visos de soberbia anejos a tal inconveniente, en política poco entendido, pero dado a sustentar las doctrinas más locamente extremadas, ambicioso con exceso, fácilmente feroz en su índole, y con todo esto viendo claro el fin a que íbamos Istúriz, yo y los de nuestra confianza, nos hacía guerra viva y enconada, la cual seguía fuera de aquel recinto, porque había cobrado influjo popular, estando, además, por consejos de la sociedad, colocado en el cargo de síndico del Ayuntamiento. Otro día, un oficial, que había sido del Ejército de Quiroga, y cuyo nombre callo cabalmente porque es ahora mi enemigo, viniendo de Sevilla se presentó en el Capítulo de Cádiz, y también casi amenazando, nos increpó por nuestra tibieza, contrastándola con el supuesto ardor de los sevillanos; y repitiendo que en la ciudad de que venía acababan de pronunciarse, nos reconvenía porque no nos pronunciábamos igualmente. Era éste un ardid, porque a los de Sevilla se decía que ellos eran los tibios y cobardes, y los de Cádiz, todo ardor y aliento. Como no había cosa que pronunciar de nuevo, preguntaba yo, según mi costumbre de usar la ironía, qué nueva palabra era la recién pronunciada en Sevilla, para tratar de repetirla nosotros, a lo cual no se me daba respuesta. A cada paso nos amenazaban con una resolución del pueblo, esto es, con un motín en nuestro daño, y los que tiraban a armarle venían a decirnos que no podían contenerle, ni aun pretendiendo con esto engañarnos, y sí sólo dar una fórmula decorosa a sus amenazas.

Mientras esto pasaba en la sociedad secreta, la cual lo era tan poco que Cádiz entera andaba averiguando lo que en ella se resolvía, ni más ni menos que si fuese un cuerpo depositario de la autoridad legal, los negocios de oficio estaban en situación igualmente extraña. Menudeaban órdenes del Gobierno, apoyadas en las resoluciones de las Cortes, intimando a las provincias rebeladas a que se pusiesen en la debida obediencia. Recibía estas órdenes en Cádiz, como que desempeñaba allí ambos mandos, el político y el militar, el buen don Manuel de Jáuregui, cuya autoridad, regular y legítima cuando en él recayó, no lo era ya, por no haberla entregado en manos de aquellos a quienes la había dado el Gobierno. Cada una de estas órdenes era nueva meta que traspasaba el ya herido corazón de aquel pobre y honrado caballero, que, según en otro escrito mío he dicho, relacionado con hombres de ambas opuestas parcialidades, la moderada y la exaltada, a varios de los de contrarios lados alternaba en creer y ceder, y que desaprobando la resistencia, a cuyo frente seguía puesto, y lleno del conocimiento de su propia rectitud, se estimaba colocado en aquel para él potro de tormento, a fin de evitar males mayores, siendo, sin conocerlo ni ignorarlo del todo, instrumento de ajena voluntad; llorando su situación y la de Cádiz y de España, considerándose a sí propio como rebelde, pero rebelde honrado, y resuelto a ceder y a que la ciudad por él gobernada cediese, pero esperando que quienes más podían le allanasen el camino, para hacerlo con menos perjuicio del bien público, aun cuando fuese con menoscabo de su personal concepto.

Siendo ya forzoso y urgente tomar una resolución definitiva, llegó a Cádiz un emisario del Gobierno supremo masónico a aguijarnos a volver a una situación legal y pacífica, trayéndonos la noticia de estar ya caídos los ministros. Era el encargado de esta comisión don Olegario de los Cuetos, oficial de marina de los que habían trabajado en preparar el restablecimiento de la Constitución, aun poniendo en peligro su vida y fortuna; liberal, además, que pecaba por serlo excesivamente ardoroso. Sin embargo, al saberse su llegada, difundióse la voz de que era un emisario del Gobierno, venido a acabar con la Constitución; y tanto creció este rumor, que Cuetos, con todos sus servicios patrióticos, hubo de verse en peligro. Salvósele apelando, si no del todo, a esconderle o poco menos, y su venida sirvió de motivo a una Junta magna masónica, presidida por el Soberano Capítulo y a que concurrieron de todas las logias, sin que pueda yo acodarme si fueron todos cuantos quisieron, o algunos llevando la voz de los cuerpos a que pertenecían. Precedió a la celebración de la Junta ponerse el Soberano Capítulo de acuerdo, conviniéndose en ceder, no sin costar trabajo sacar esta resolución, ni sin que la minoría, desprendida de lo que hasta la última hora había sido mayoría, quedase indignada por demás, y no dispuesta a sujetarse al parecer a que estaba opuesta.

Llegó por fin la hora de la Junta, que fue en una noche de los primeros días de enero de 1822. Andaban los gaditanos como colgados de lo que allí había de determinarse, viéndose el singular ejemplo de que de las deliberaciones de una sociedad entonces mismo condenada por las leyes vigentes dependiese la suerte del Estado, sabiéndolo aquellos que a la misma sociedad no pertenecían. Presidía Istúriz, entero y resuelto. No bien se comenzó a hablar, cuando levantó su voz Clara Rosa. Era el ex fraile torpe en producirse, y hasta ignoraba las fórmulas de aquella sociedad en que figuraba; pues usaba, hablando de otros, del Don en vez del dictado de hermano, y a veces mezclaba el uno con el otro; rareza ésta la menor de sus discursos, que se señalaban por muchas. Pero con su audacia y descaro compensaba la habilidad de que carecía. Caían sobre él con inventivas y sarcasmos, sin moverle un punto de cierta fría insolencia. Conocía él, además, que aun allí contaba con muchos parciales, siéndolo de su causa, cuando no de su persona, y de la parte que sostenía, aunque no de su modo de sostenerla. Hablando de Cuetos, le tituló emisario del Gobierno, como le llamaban algunos en Cádiz, y se opuso a que entrase a la Junta. Indignáronse muchos, y entre ellos Istúriz, de tal insulto y calumnia, y ponderaron los méritos y servicios de Cuetos, diciendo con verdad que venía en calidad de enviado del gobierno secreto de la Sociedad, y no del público y legal de la monarquía. Insistió Clara Rosa en desacreditar a Cuetos y oponerse a su admisión en aquel conciliábulo, y pidió que se pusiese a votación si entraría o no. Iba a hacerse así, no sin fundados temores de que la admisión le fuese negada, cuando dando Istúriz un recio golpe con el mazo en la mesa, y con voz hueca, campanuda, y que sonaba a no sufrir contradicción: "En virtud de mis facultades -dijo- y de las reglas de nuestra Orden, entre nuestro hermano." Quedáronse todos atónitos; obedecióse la orden del presidente, y entró Cuetos, mientras muchos tachaban de despótico aquel proceder, como sin duda lo era, y otros andaban averiguando cuáles eran aquellas facultades invocadas, que en verdad no existían; golpe éste feliz, que prueba cuán fácil es dominar a los hombres reunidos, y golpe de que sacó Istúriz grande y justa vanidad, y a la postre no menor provecho; pues citado con alto elogio por varios, y por mí como por quien más, para acreditarle de atrevido y atinado en casos arduos, sirvió de darle el crédito que, aumentado después, le ha traído su encumbramiento. La entrada de Cuetos fue ya una victoria para el Soberano Capítulo, pues de los que le desaprobaban, unos quejosos, pero aturdidos, se retiraron o desistieron del empeño de resistirle. Aun así hubo de ponerse a votación si se proseguiría o no en la resistencia, y de resolverse lo primero. Pero se presentó nuevo obstáculo a los que pretendían mantener viva la rebelión. Era miembro del cuerpo masónico, y aun del Soberano Capítulo, el primer comandante del batallón de la Princesa, Pérez Sanz, el cual, sin oponerse a los que en Cádiz dominaban, mantenía el cuerpo de su mando en buena disciplina, muy al revés de otros, que, mandando, dejaban a la tropa mezclarse en los alborotos. Este buen oficial, aburrido de lo que pasaba, alzó la voz, y en tono áspero dijo que él y su regimiento obedecían a la Constitución y a la autoridad de ella emanada, y que estaban prontos a someterse a la decisión de las Cortes, votasen otros lo que votasen. Pasmó y aterró tal acto de insubordinación masónica y de subordinación militar, hecho con tanto arrojo. A poco disolvióse en desorden la junta, y quedó entendido que habría de cesar la resistencia al Gobierno, aunque de la votación había resultado lo contrario. Tales y tantas ridiculeces influían con todo, y no poco, en la suerte de España. Lo mejor que tuvo la Junta, cuyos lances acabo de referir, fue ser la última llamarada de aquel incendio, pues por tal debe contarse el levantamiento de Andalucía, a pesar de no haberse visto en él estragos. Al día siguiente sabían todos en Cádiz que la ciudad y provincia iban a ponerse en obediencia al Gobierno. Intentóse, para impedirlo, una asonada, y en ella se hablaba nada menos que de quitar la vida a unos pocos, entre los cuales estaba en el primer lugar Istúriz, y yo en el segundo. Al empezar la tarde comenzó a juntarse en corrillos la gente de peor traza y no mejores hechos, en la plaza de San Antonio, donde cabalmente vivía Istúriz. Éste no salió de su casa, y yo acudí a ella, y desde sus balcones veíamos, en el lado opuesto de la plaza, algunas ya crecidas cuadrillas. Nuestro temor no era grande, porque no parecía el alboroto muy temible. Vino gran número de amigos y conocidos a nuestro lado como para protegernos. Pero antes que el tumulto empezase o que desistiesen de su propósito los que lo armaban, vino en auxilio del orden un recio aguacero, al que habría resistido un entusiasmo popular arrebatado y de buena ley, pero al que cedió aquel bullicio, como suelen otros de su clase, siendo la lluvia buen medio de sosegar y dispersar bullicios. Éste fue el último amago de los interesados en la continuación del desorden. Muchos de ellos estaban poseídos de miedo, porque pensaban que serían castigados por sus desmanes mientras la sedición estuvo triunfante. Sólo Clara Rosa temió con razón, porque fue preso, quizá más bien por impedirle cometer nuevos excesos, que por lo pasado, y acaso por culpas añejas, no faltándole muchas y graves en su vida. Corrieron voces de que el infeliz acusaba violentamente a algunos de haberle protegido y excitado para después abandonarle. La calumnia abultó estos rumores, que crecieron con haber caído enfermo el preso y haber muerto muy en breve en su encierro, estando quebrantado por añejos achaques. En la hora de su muerte había tenido aumento el número de sus parciales, porque su desdichado fin podía aprovecharse para satisfacer malas pasiones, sin tener que cargar con protegerle. La comunería había tenido creces considerabilísimas en aquellos momentos, habiéndose pasado a su bandera a centenares los masones descontentos, con el fin del levantamiento y con los hombres que le habían dado primero vida y luego muerte. Istúriz era a la sazón el principal blanco del odio de aquella gente irritada. Dispúsose hacer al cuerpo de Clara Rosa un entierro de nueva especie, del que estuviese desterrada toda solemnidad religiosa, como si se confesase que no debía haberlas con las reliquias de aquel desdichado, escándalo que fue tolerado aun después de restablecido el imperio de las leyes. Paseó las calles de Cádiz el cadáver con su desalmado acompañamiento, yendo aquél descubierto, y llevando en sus manos una pluma, como si hubiese sido el difunto un escritor insigne. En vez de seguir el entierro el camino de la casa mortuoria al cementerio, pasó a la plaza de la Constitución o de San Antonio, y hechos ciertos honores ridículos a la lápida, a la cual era en aquellos días costumbre dar cierta especie de culto, procedió a ponerse bajo los balcones de la casa de Istúriz, dando la vuelta lentamente delante de ellos; linaje atroz de insulto, donde quería significarse que el muerto debía su fin al habitante de aquella casa.

Cuando esta fea escena se representó, ya estaba yo fuera de Cádiz. No bien quedó la ciudad sujeta y sosegada, cuando le volví yo la espalda, habiendo pasado en ella pocos días, de los más amargos de mi vida. Al regresar a Córdoba pasé por Sevilla, donde ya Velasco y Escobedo habían dejado el mando y se preparaban a ir a Madrid, estando mandado que se les formase causa. Uno y otro deseaban poner fin a la farsa funesta en que habían figurado, y no lo habían hecho antes por temor de que no lo hiciesen los de Cádiz, a quienes se representaba en Sevilla como llenos de furia y tesón para proseguir en la resistencia. Velasco, sobre todo, aunque muy patriota y de la parcialidad exaltada, como era un buen militar y honrado, estaba harto de unos sucesos en los cuales quien mandaba en el nombre tenía que prestarse a obrar según quería la peor parte de los que igualmente en el nombre obedecían, y en los cuales también era superior la influencia de las personas menos dignas de aprecio. No tan escrupuloso Escobedo, y hombre de otros hábitos, se obstinaba en figurar de cualquier modo, y si bien estuvo por ceder no bien vio que había gran peligro en seguir resistiendo, después de haber cedido se complacía en recibir ridículos obsequios y en manifestar opiniones de mala especie. Así, estando yo una noche en su casa, vino una pandilla a darle una música cuando él se había desprendido de la autoridad, y como cantasen una canción para mí nueva y que para todos lo era bastante, cuyo feo estribillo era:


Muera quien quiera
moderación,
y viva siempre
y siempre viva,
y viva siempre
la exaltación;

estribillo que celebraba y cantaba en coro con voz carrasqueña el ex jefe político, chocando más oír salir aquellos anatemas contra un partido entero y contra una virtud de boca de un hombre anciano, grave, hasta tétrico, de larga carrera, colocado en altos empleos, y sin apariencias de obedecer al impulso de vivas pasiones. A pesar de estos festejos pobres y cantares, Sevilla estaba pacífica, privado del poder el corto número de alborotadores que llevaba la voz del pueblo. Había allí una Sociedad patriótica de alguna más influencia que la de Cádiz. Asistí yo a ella, pero como curioso, a ver y oír y no representar papel. Poco se habló, y casi toda la sesión se redujo a leer desde la tribuna un número de El Zurriago un socio que tenía en alto grado la no común dote de leer bien, y que se recreaba en su lectura, no menos grata a su auditorio. A la puerta de la Sociedad, al salir, me encontré con un rosario, de los que en Sevilla son tan comunes, y algunos de los que salían le hicieron burlas que rayaban en insulto. Pero el rosario siguió su camino, símbolo de la Sevilla antigua, a la cual podía tener señoreada, pero no vencer, la escasa grey que componía la Sevilla nueva.

En breve me restituí a Córdoba. Fue muy singular que siendo diputado electo se me negasen caballos de posta para caminar, habiendo orden del Gobierno de no darlos a particular alguno, por lo cual emprendí en un calesín mi viaje, consumiendo tres días en andar veinticinco leguas. Así, el Gobierno, débil cuanto cabe, se desquitaba de las amarguras y afrentas de su situación con ser neciamente tirano en pequeñeces. En este punto poco hemos mejorado, después de haber pasado cerca de veintiséis años, contados desde el día en que esto sucedía al en que escribo.

Llegado a la que era entonces mi casa, descansé, preparándome a las campañas que me esperaban en el Congreso, si en él conseguía entrar, no obstante estar encausado. En este tiempo habían ocurrido y ocurrieron incidentes de alguna gravedad. Pero antes que cediesen de su resistencia Sevilla y Cádiz, habían sido dictadas por el Congreso providencias severas contra los que allí gobernaban. Dio margen a ellas una representación leída en las Cortes, firmada por Jáuregui y escrita por mi humilde persona. Cabalmente, este documento había sido extendido y dado a luz en Cádiz, en las horas en que nos estaban amenazando y ponderando la pertinacia heroica de los sevillanos. Como estábamos dispuestos a traer a quietud y sujeción la provincia, pero no sin usar de artes necesarias al logro de nuestro intento, había sido trabajosa mi tarea, pues necesitaba no dar recelos a los furiosos, satisfacer al firmante y dejar entender su situación y la de los que estábamos con él trabajando en una pacificación no tan fácil de conseguir cuanto pensaban los que desde afuera veían a buena distancia las cosas. Acertó la tal representación a engañar a los gaditanos, acalorados, y no dejó de ser comprendido por algunos, aun en las Cortes, el apuro de Jáuregui y su modo de declararle; pero vencieron otras consideraciones y fue mandado que se le pusiese en juicio, así como, según ya he dicho, a Velasco y Escobedo. Siguióse hacer las Cortes leyes por las cuales cortaban los abusos de la imprenta y del derecho de petición. Entonces se acordaron los exaltados de la Constitución que habían quebrantado con tanta insolencia, y entonces fue sacado a cuenta que las Cortes, siendo extraordinarias, sólo podían entender en el negocio para que habían sido convocadas, punto olvidado al pedir y lograr la declaración contra los ministros. Negóse, pues, al Congreso el derecho de legislar en tales puntos, y aun dentro de él no faltaron sostenedores de esta doctrina u otros que, como Calatrava, sin ir tan allá, condenaban las propuestas nuevas leyes. Pero había personas en Madrid que no gustaban de vanas oposiciones con palabras, conociendo cuánto más poderosa es la de las obras; y éstas resolvieron violentar a los diputados en sus resoluciones y hasta quitar la vida a algunos de los más señalados en la defensa de los nuevos proyectos de ley, siendo cabalmente estos diputados de los más renombre y mérito en el Congreso y en España. Armóse, pues, un motín, capitaneado por un comediante llamado González, y otros de su laya, que asestó sus tiros, principalmente, al conde de Toreno y a Martínez de la Rosa, estando ambos a punto de perecer, y siendo insultada y allanada la casa del primero, donde su hermana, la viuda del insigne Díaz Portier, mártir de la causa constitucional, fue objeto de tratamiento indigno. Alzóse un clamor de escándalo e ira al saberse tales excesos, y fueron aprobadas por crecido número de votos las propuestas leyes. Recién ocurrido este suceso cerráronse las Cortes de 1820 y 1821, entrando los nuevos diputados a llenar el hueco dejado por sus antecesores.




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Ideas, propósitos y actitud del autor al abrirse las nuevas Cortes.-Estado de la masonería.-Cuestiones y debates a que da lugar la admisión del duque del Parque y del autor en las Cortes.-Elección de Riego para la presidencia.-Martínez de la Rosa forma nuevo Ministerio.-Carácter y condición de sus colegas de Gabinete.-Opiniones de los diputados y falta de organización y disciplina, especialmente entre los exaltados.-Tratos y modos de los diputados de los diversos bandos.


En estas circunstancias fui yo a Madrid, después de haberme detenido en Córdoba cerca de un mes a descansar de lo que mi espíritu había padecido en Cádiz. Malquisto con los exaltados de allí, distaba yo tanto, sin embargo, de querer romper con los de España, que, al revés, iba locamente resuelto a probar cuán injustos cargos se me hacían al culparme de guardar consideraciones con los moderados, porque había contribuido a poner a Cádiz en obediencia al Gobierno. Pero no se entienda que tratando yo de sustentar con feroz ímpetu y terco empeño las doctrinas y el interés de mi parcialidad, quería desmanes, persecuciones, o la caída del trono, o, en caso de faltar el rey, un Gobierno republicano. Y no se crea que éstas son disculpas dadas para captarme la aprobación de mis lectores. Si con ellas justifico mis intenciones, sólo puedo lograrlo a costa de desacreditar mi buen juicio, pues ciertamente merezco la nota de insensato, a lo menos en aquellos días, porque, aspirando a llegar a ciertos fines, me valía de medios que por fuerza habían de llevar a otros muy diferentes. Bien es verdad que contra la más común inclinación de los hombres, yo, aunque no carezca de amor propio ni lleve con gusto ser motejado de incapacidad, todavía prefiero ser tenido por honrado a pasar por agudo y diestro.

En otras cosas pensaba y procedía o aconsejaba con más acierto, y cabalmente en éstas solía ver mis hechos o mis consejos censurados o desestimados. Cuando llegué a Madrid, que fue el 13 de febrero de 1822, habiendo de juntarse las Cortes el 10 de marzo, ya estaban en la capital muchos de los diputados electos. Celebramos Juntas, y en ellas, una de las primeras proposiciones fue que renunciasen a la cuarta parte de sus dietas los diputados que iban a ser no ejerciéndose entonces la diputación a Cortes gratuitamente, sino con la retribución de cincuenta mil reales anuales, y que los empleados, a los cuales en vez de dietas se daba su sueldo, también dejasen de cobrar, mientras estaban en el Congreso, un veinticinco por ciento de sus pagas. Aunque yo perdía doce mil quinientos reales al año, que me hacían falta, no me opuse a este rasgo de ostentoso desinterés, pero sin darle el valor que otros. Como obra más útil prediqué la necesidad de que los de ciertas opiniones formásemos un partido, en el cual fuese sacrificada a veces la opinión particular hasta para volar a la de la comunión política a que correspondíamos. Disonó esta propuesta, pareciendo contraria a la honradez, e imitación de las cosas inglesas, a las cuales se me ha achacado y achaca tener desmedida afición, aunque no las estime por ser de extranjeros, sino por considerarlas provechosas y en cierto grado conformes a la Justicia; y convínose en que los españoles no debíamos seguir las pisadas de otras gentes en la senda constitucional, sino caminar a nuestro modo, votando cada cual según su conciencia; determinación en sus efectos casi equivalente a la de soldados que se resistiesen a hacer fuego en descargas, prefiriendo disparar cada cual según viese o creyera que podía dañar a uno o muchos de sus contrarios. Desde luego, chocó a varios de mis colegas mi tono, pues pensando y hablando con fe, aparecía dogmático y arrogante por mi empeño de persuadir a otros de aquello de que yo estaba persuadido, y, además tenía el defecto de emplear el medio de ridiculizar lo que estimaba desvarío y el de no encubrir que a los de pocos alcances y no mayor ciencia los estimaba por lo que eran, esto es, por rudos e ignorantes. Si bien es verdad que en estos últimos puntos pudo engañarme mi presunción, hoy mismo tengo el atrevimiento de afirmar que con mucha frecuencia acerté, habiéndomelas a menudo con gente de no grande entendimiento y muy cortos en juicio y en lectura. Otro objeto que embebía la atención era la elección de presidente. Propúsose para serlo a Riego, y discordaron un tanto las opiniones. No faltó quien manifestase la suya contraria a semejante nombramiento, considerándole un guante arrojado a la corte y al partido moderado; pero fueron muchos más los que aprobaron la idea, y desde aquel momento apareció cómo había de dividirse el futuro Congreso en dos partidos, si bien quedaron por algunos días en el nuestro algunos diputados de mérito y nota, que habían de desampararle muy pronto.

Entre tanto, los Gobiernos de las sociedades secretas continuaban en pie aborreciéndose y desacreditándose mutuamente, pero sin hacerse guerra todavía. El de los comuneros clara y resueltamente sustentaba las doctrinas y el interés de la parcialidad exaltada. El de los masones, apenas sabía lo que deseaba o adónde iba en aquellos momentos. Por una casualidad rara, pero de las frecuentes en mi carrera, más abundante en desdichas graves o leves que en prosperidades, yo, uno de los principales en la sociedad, me había quedado fuera de dicho Gobierno, porque el Capítulo de Córdoba, presidido por mí, había dado los poderes para representarle en el cuerpo gobernador de la sociedad secreta a un don José Meléndez, canónigo de la colegiata de San Hipólito y diputado a Cortes por la misma provincia, creyendo que yo representaría a otro Capítulo provincial de los de España, y el de Cádiz estaba representado por Istúriz. Si bien éste rozaba de gran crédito en la parcialidad exaltada, no cobró ascendiente, desde luego, en el cuerpo en que entró por varias causas, de las cuales no tengo conocimiento, y por una poderosa y de mí conocida, que era ser miembro nuevo, y haberlos ya antiguos y diestros, afianzados en la posesión de gobernar a sus colegas. Uno de los de más influencia era don Facundo Infante, de quien más de una vez he hablado, cuyo concepto era de hombre bonazo y conciliador, concepto no del todo merecido, y trocado después en uno enteramente contrario, no con grande injusticia, siendo en verdad hombre deseoso de llevar adelante las cosas por términos suaves y ordenados, muy atento a su propio interés, aunque sin villanía, crédulo en medio de ser artero, escaso de verdadero talento, aunque con alguno, y de la clase que tiene por excelencia el nombre de habilidad; poco instruido, con altísima opinión de su propio valer, y dándosela a los demás, si no igual a la suya, en grado muy superior al de sus propios merecimientos; buen amigo, no sin cuidado de sacar partido de sus amistades, capaz de favorecer a sus contrarios por generosidad y blandura de condición, así como por política, personaje, en suma, de los que saben y logran medrar en el mundo, pero no merecedor del odio o vituperio que de sus enemigos numerosos se ha granjeado, siendo de notar que en los primeros tiempos de su carrera política contaba pocos contrarios y muchos parciales. Andando el tiempo también tuvo influencia poderosa con el mismo Gobierno secreto Escobedo, el cual, sin ser un hombre absolutamente malo, era tal, que apenas puede contarse con la razón de su crédito e influjo, si ya la habilidad acreditada en granjearse el uno y el otro sin razones ostensibles no sirve de explicar el valimiento de que entre los suyos gozaba.

Llegaron las sesiones preparatorias de las Cortes. Mientras éstas se celebraban, el Supremo Tribunal de Justicia, compuesto de moderados que me aborrecían, ponía singular empeño en dar principio a los procedimientos judiciales contra mi persona. Estaba yo de veras persuadido de que, habiendo salido electo diputado antes de llegar a los electores la noticia de estar sujeto a juicio, no tocaba juzgarme a otro Tribunal que al de las Cortes, jurisdicción especial y extrema a que estaban sujetos los diputados con arreglo a la Constitución vigente. Con este propósito eludí encontrarme con un escribano que venía a notificarme una providencia. Buscóme él, y en el día anterior al en que había de resolver la Junta preparatoria si mi elección era o no válida, tropezó conmigo en la calle y demandase en el tono, en los modos y hasta en las expresiones que usó, a que yo respondí con altanería, probando su conducta cuán ensañados estaban contra mí quienes le empleaban.

En la Junta preparatoria la Comisión nombrada para examinar los poderes, al examinar los míos, vio un papel que acababa de pasar el Gobierno a la Secretaría de Cortes, donde avisaba estar yo puesto en causa. Era la Comisión de mis amigos, y opinó que no estando incoados los procedimientos, y siendo posterior a mi elección la llegada a noticia de los electores que estaba yo mandado procesar, debía tener entrada en el Congreso, quedando obligado a ser juzgado a su tiempo por el Tribunal de las Cortes. Poco antes de votarse este dictamen, hubo una discusión sobre la del duque del Parque, a quien se puso por reparo y razón para no darle entrada en las Cortes ser gentilhombre de cámara con ejercicio, estando declarado expresamente en la Constitución incompatible el servir un empleo de casa real con el cargo de diputado. El duque, hombre extraño en sus modos, pasaba por muy exaltado, y había hecho extremosa ostentación de serlo, si bien los que le conocían daban por poco sinceras sus demostraciones. Solía hablar en las Sociedades patrióticas como el más furibundo demagogo, y contaban de él que en una ocasión, como oyese a una mujer, no de la más respetable apariencia ni de la mejor figura aplaudirle, diciendo: ¡viva el duque del Parque!, bella ciudadana (le había dicho con su voz cascada y su hablar de suyo desmayado), no el duque del Parque, sino el ciudadano Cañas, siendo el de Cañas su apellido. Más auténtico era que en un día de alboroto, como fueran los bulliciosos, según tenían de costumbre, a hacer ruido delante de la casa del Ayuntamiento de Madrid y él tuviese la casa enfrente de dicho edificio, se asomó al balcón, arengó a la turba sediciosa, y sacando un puñal le blandió a la vista del pueblo, como teniendo destinada aquella arma contra los tiranos; y que reconvenido por acción tan impropia de su clase y estado, había dicho que todo ello no pasaba de ser una figura retórica, cosa que cayó muy en gracia, y en la cual mostró ser agudo, como lo era en grado eminente. Por ello le aborrecía la corte; pero, si cabe, le odiaban aún más los moderados, estimando pésimo arte para elevarse sus extrañezas. Al revés, muchos de los exaltados le querían, y otros sin quererle le defendían para valerse de él como instrumento entre varios de igual o parecida clase. Al leerse el dictamen de la Comisión, que proponía que fuese admitido, pues no obstante estar empleado en la casa real no servía su empleo, se levantó a impugnar esta opinión don Ramón Gil de la Cuadra, colega de Argüelles en el Ministerio y su íntimo amigo, que se presentó a hacer de cabeza de la parcialidad moderada, contrapuesta a la que predominaba en aquel Congreso. Cuadra habló mal, no obstante su concepto de hombre de talento y saber, y fue fácil empresa, si no la de rebatir sus razones, la de vencerle, la cual tomé yo a mi cargo. Mi discurso fue breve, hueco en el tono y en la sustancia, y pobre en argumentos, contentándome con esforzar la razón dada por la Comisión y con ensalzar al duque del Parque, poniendo entre sus merecimientos el de ser odiado por los cortesanos, cuando se le ponía por tacha ser palaciego por su destino. Una mayoría crecida aprobó los poderes del duque del Parque. Esto era de buen agüero para mi entrada en las Cortes. Sin embargo, en aquel momento, llamándome aparte el diputado don Lorenzo Villanueva, uno de los de la Comisión, hombre muy pacato, aunque de los exaltados, me dijo, celebrándome como orador, que sentía mucho no tenerme en las Cortes; y como le manifestase yo mi extrañeza al oírle pensar de tal modo, supuesto que el voto de la Comisión me era favorable, él, con triste semblante y meneando la cabeza, me dio a entender que el dictamen suyo y el de sus colegas sería desaprobado, según lo que oía decir a nuestros compañeros. Recién pasada esta conversación, leyóse el dictamen, contra el cual oía varias voces pidiendo la palabra, así como otros muchos la pedían en su defensa; pero las primeras sonaron más en mis oídos, pareciéndome un trueno que iba a despedirme un rayo. Levantéme, como prevenía el reglamento en casos semejantes, y hablé defendiendo mi nombramiento, hecho lo cual salí fuera del salón de sesiones. Dije no muchas palabras, y esta vez me expresé con decoro y tino, usando del tono y gesto convenientes. Salíme en seguida, y no recuerdo de haber tenido en mí vida toda agitación semejante. Salíme a la galería pública a oír el debate, y volvíame afuera no queriendo oír, y no habiendo entendido lo que se decía citando estaba presente, y me bajaba al salón de conferencias, y miraba a las caras a los diputados que allí se salían sin atreverme a preguntarles: tal era mi ansia por ser diputado. El debate fue de dimensiones medianas para su importancia. El primero que habló contra mi entrada fue Gil de la Cuadra, quien elogiando mucho mis méritos y servicios, hizo hincapié en que no debía entrar a servir la diputación un hombre procesado. Respondió Istúriz eludiendo esta cuestión o despreciando la causa por que se me procesaba, ensalzándome y acusando al Gobierno de perseguirme hasta haberme hecho tratar con falta de respeto por un alguacil, equivocando así al Gobierno con un tribunal y bajando a la clase de alguacil al escribano. Al votarse el debate, hízose, no en votación nominal, sino levantándose los aprobantes y quedándose sentados los de la opinión contraria. Según las fórmulas de entonces, presidía las Juntas preparatorias de las Cortes futuras la Diputación permanente de las anteriores. En ella tenía yo pocos amigos, y nadie lo era menos que el secretario, Martínez de la Rosa, injusto entonces conmigo, como lo era yo con él, y llegaba a ser saña nuestra amistad antigua, a lo menos por mi parte. A tal punto hubo de cegarle su deseo, que al tender la vista desde la tribuna y juzgar cuál era la votación, dijo: Tengo duda, siendo así que mal podía haberla, pues el número de los que votaron contra mi admisión fue corto y a la vista siempre parece menor que es el de los sentados. Hecha la cuenta, y admitido yo por mayoría muy crecida, a la par que me llené de inefable gozo, sentí avivarse mi enojo contra Martínez de la Rosa. Mi admisión en el Congreso fue recibida con escándalo, aunque en algo real y verdadero, en mucho más sólo aparente por todos los contrarios a mi partido político, parciales de la monarquía antigua o moderados de categorías diferentes. Si tal vez llevaban razón, no cabe duda en que extremaron las quejas hasta hacerlas calumniosas o poco menos, afirmando que se daba entrada en el Congreso a hombres procesados, sin decir cuál era la calidad y el grado de culpa que en mí se presumía, y tendiendo, con el uso de una voz malsonante, a hacerme parecer delincuente para mi desconcepto, y el del por ellos odiado cuerpo que me recibía por miembro, siendo lo corrompido.

Pocos días después de mi entrada hízose la elección de presidente en Junta preparatoria, según prevenían las leyes de aquel tiempo. Salió nombrado Riego con crecida superioridad de votos sobre don Cayetano Valdés, que fue su competidor por la presidencia. Como ésta sólo duraba un mes, al cabo del cual la tenía otro, este suceso sólo fue una muestra del espíritu que reinaba en aquellas Cortes. Lo único notable en la elección fue habernos faltado dos votos con los cuales contábamos, siendo de personas que a tiempo bien podían haber expresado que no votarían con nosotros, y tan notable la una de ellas, que se llevaba consigo a la otra; es digna de mención la ocurrencia por señalar la hora y el modo de separarse de nosotros uno que fue después de nuestros más acérrimos y poderosos adversarios. Era éste don Bernardo Gallo, diputado que había sido por Valencia en las Cortes de 1814, agudo, instruido, elocuente, que en la sociedad de la Fontana había hablado una vez, siendo recibida su arenga con extraordinario aplauso, aunque versó sobre generalidades y no sobre materias escabrosas en que estuviesen discordes los pareceres. Avisónos de que había dado su voto secreto contra Riego, y que le había imitado un su colega de la diputación valenciana, uno de nuestra amistad y opiniones, que, habiendo sido del anterior Congreso, era de su Diputación permanente. A pocos días de esto, con actos públicos manifestó el mismo Gallo haber dejado nuestra bandera por la contraria, de la cual, como dejo dicho, vino a ser uno de los más ilustres campeones.

La elección hecha en Riego despertó en la corte temores, para los cuales no había bastante fundamento. Esta vez, sin embargo, o consejeros hábiles y juiciosos, o el rey de su motu proprio, acertaron con un buen medio para conjurar la tormenta que en su entender amenazaba, pues depositaron la autoridad en manos de constitucionales moderados, de no corto renombre y talento. Procediéndose con arreglo a las nuevas prácticas de los Gobiernos llamados representativos, recurrió el rey a Martínez de la Rosa y le pidió que fuese ministro y le propusiese quiénes habían de ser sus colegas haciendo él las veces de presidente del Ministerio y desempeñando el de Estado, pero sin la presidencia titular, por no usarse todavía tal dignidad en España. Aceptó el famoso ex diputado que era, no sin resistirse, pero según es probable con gusto, pues veía una ocasión en que podía servir a su patria, enfrenando, por un lado, a los promovedores de desórdenes con capa de patriotismo, y manteniendo por el opuesto lado el sistema constitucional, aunque interpretado del modo más favorable a la latitud de las prerrogativas de la Corona. Los demás ministros fueron: don Nicolás Garelly, de Gracia y Justicia; don Luis Balanzat, de Guerra; don Jacinto Romarate, de Marina; don N. Sierra Pambley, de Hacienda. don José Moscoso de Altamira, de la Gobernación de la Península, y don Diego Clemencín, de la de Ultramar, ex diputados los cuatro de ellos en las recién disueltas Cortes, y los de Guerra y Marina, hombres de concepto en su respectiva profesión, y no diputados ni políticos, aunque al segundo sirvió para elevarle a su puesto habérsele supuesto de otras opiniones que las que tenía Garelly; hombre de mucha instrucción y de gran crédito como letrado, había sido arrebatado en sus mocedades y aun algo alborotador, participando de la ligereza que a los de su patria, Valencia, con más o menos razón, es costumbre atribuir; pero ya había venido a ideas juiciosas y moderadas. Balanzat era un oficial de ingenieros ilustrado, que había abrazado la causa constitucional con sinceridad y propendía a las doctrinas moderadas, en calidad de opuesto al desorden, pero sin violento espíritu de partido ni grande enemistad al contrario. No así Romarate, que entendiendo poco de política, miraba, con todo, a los exaltados con aversión, aunque a ellos por casualidad debía ser ministro. En efecto, al empezar los alborotos en Cádiz en el otoño funesto de 1821, los promovedores de la desobediencia, buscando pretextos en que fundarla, queriéndolos abundantes, a falta de más poderoso, y tomándolos a bulto, dondequiera que los encontraban, deseosos asimismo de conciliarse voluntades abrazando la causa de quejosos de varias clases y por diversos motivos, habían dado por razón, entre otras, para representar pidiendo la caída de los ministros, que acababa de ser separado Romarate del mando de aquel departamento de Marina, lo cual pintaban como prueba evidente de que se tiraba a derribar la Constitución; medio éste usado para ganar aprobaciones y firmas entre los marinos y otros habitantes de la ciudad de San Fernando. Hubo de oír el Gobierno con asombro que se daba tanto valor constitucional a Romarate, e informándose de quién era en punto a opiniones, supo que por las suyas no podía ser temible. Así, pues, al revocar el nombramiento de Venegas para el mando superior militar de Cádiz, lo confirió a Romarate interinamente. No venía a cuento a los empeñados en la rebelión desistir de ella por tan leve motivo, y se resistieron a obedecer al mismo a quien tanto habían ensalzado. Es de creer que en el agraciado por los ministros y desfavorecido por sus contrarios hubo de engendrar el paso en que se veía buen afecto a los primeros, y enojo con los segundos; sin contar con que la consideración del desorden reinante en Cádiz debía causar indignación a toda persona honrada y de juicio. Por esto, sin duda, el buen marino se dio a la causa de los moderados con celo, si no violento, duro y propio de su condición nada suave. Sierra Pambley, de todos los nuevos ministros, era el más arrimado a la parcialidad exaltada, pero sin serlo tanto que se desviase de la suya, hombre de buen talento, inteligente en su ramo, de notable serenidad en los debates, y dado a reírse de lo mismo que decía, pues viéndose apurado, citaba leyes y reglamentos que no tenían existencia o aplicación al asunto de que se estaba tratando. De todos los nuevos ministros, Moscoso era el más desagradable a la parcialidad contraria, por ser tieso y entonado y tratarla en la apariencia, si no en la realidad, con desprecio, habiendo sido de las Juntas restablecedoras de la Constitución en su provincia, Galicia, y luego enemistados tanto por su conducta en las Cortes con la gente de opiniones extremadas, que casi pasaba por realista; personaje, por otra parte, de respetable medianía en alcances y ciencia, pero no más, y a quien al parecer tenía en particular estima Martínez de la Rosa. Clemencín era un literato de aquellos en quienes la erudición es superior al ingenio, aunque tampoco este último le faltase, siendo escritor muy aventajado.

El nombramiento de semejante Ministerio tuvo sus ventajas y sus inconvenientes, mayores aquéllas que éstos, y tales, que aun hubieran dado de sí medianamente buenas consecuencias, si hubiesen sido bien aprovechadas por la corte. Dividiéronse los constitucionales, yéndose con Martínez de la Rosa y sus colegas, a las claras casi todos los moderados, y más embozadamente alguna parte de los exaltados, y quedándose de estos últimos una porción crecida, dudosa y vacilante, sin desistir del todo de la oposición, pero haciéndola tibia y de mala gana. Por consiguiente, al nuevo Congreso, que tan temible aparecía, el recién creado Ministerio era un freno de no poco poder que no sólo le contenía, sino que hasta llegaría a guiarle si había destreza y a la par firmeza en llevar las riendas. Pero a una minoría numerosa en las mismas Cortes, a un crecido número de masones y a casi todos los comuneros, cegó de ira la elección hecha por el rey, tanto por conocer que eran temibles contrarios éstos, con los cuales se hacía forzoso batallar, cuanto porque a gente extremada es más odiosa la que menos se desvía de su opinión y la que pasa por haber apostatado de sus principios. Ni dejó de dañar a los ministros nuevos y a la causa pública el valor que cobraron los realistas con sentirse amparados por Martínez de la Rosa, empeño que sólo iba hasta cierto punto en el parecer y deseo de quien le daba, pero que pasaba muy allá según el concepto e intentos de quienes le recibiera. Excusado parece decir que entre los resueltos a hacer sañuda oposición a los ministros me contaba yo, y no me avergüenzo de decir que, sentado cómo yo entonces aprobaba, y hoy refiriéndome a aquellos días condeno, si bien sólo en cierto grado, ser inconveniente hacerles guerra, valía más hacérsela con plan, viva y cruda, que no de una manera por donde a ninguna opinión ni interés de bando resultara clara ventaja. En balde, sin embargo, me afané en Juntas privadas por que nos formásemos en cuerpo de oposición, pues prevaleció la idea de que no convenía ser amigos ni enemigos de los ministros, sino proceder las Cortes según estimasen conveniente, ya cuadrasen, ya chocasen las resoluciones con los intentos y hechos de los encargados de la potestad ejecutiva. Entre los de mi parcialidad parecía tan mal el pensamiento de dar a unos u otros ministros una mayoría constante, que oí citar como blasfemia la máxima de que ambos poderes (como era uso a la sazón calificar al Ministerio y al Congreso) estuviesen y obrasen acordes, diciendo que esto equivalía, a ponerse de acuerdo un interventor y aquel cuyas acciones deben ser intervenidas; de forma que por esta singular doctrina iban las cosas bien, teniendo los ministros un Congreso, si no contrario, a lo menos nada amigo. En verdad, una de las cosas que más habían perjudicado a Martínez de la Rosa entre la gente exaltada era haber dicho: Defendiendo al Gobierno se defiende la libertad; máxima oída, y repetidas veces citada como blasfemia, a tal punto que yo, deseoso más de una vez de defenderla explicándola, no me atreví a hacerlo por no perder mi concepto de patriota ni favorecer a un contrario aborrecido; acción esta mía de política torcida y cobarde, que confieso, no obstante mi deseo de acreditarme de honrado, más que de agudo o sabio, por creerme obligado a confesar la verdad pura.

El mismo principio de no hacer guerra ni dar apoyo al Ministerio fue a la sazón abrazado por el Gobierno supremo masónico, cuyo periódico, El Espectador, rayaba en lo sumo de lo insustancial e incierto en sus miras, bien que no por esto perdiese mucho de su fama o influencia. De otro modo entendía su oficio el periódico comunero. Alejado yo a la sazón de una y otra sociedad, sólo de la voz de los impresos colegía, y por mis amigos sabía, lo que en ellas se pensaba y deseaba.

Abiertas las Cortes, aparecía en ellas el partido exaltado prepotente, según se había supuesto al saberse las elecciones. Pero le faltaba, como a todos los partidos españoles, disciplina, por donde venía a serle de poco uso su prepotencia. En cuanto a reconocer cabezas, era cosa en que no se debía soñar, no habiendo quien reconociese superioridad en otros, achaque del cual han adolecido después los moderados, que, más dóciles y avisados entonces, se sometían al Ministerio y a Argüelles. Al revés, nuestra parcialidad se dividía en varias pandillas. En los bancos más cercanos al sillón del presidente, y a su lado izquierdo, nos sentábamos los diputados por Cádiz, el que lo era por Córdoba, don Ángel de Saavedra, y don José Grases, uno de los de Cataluña, personas todas a quienes unía amistad privada sobre la política, pues solíamos pasar la vida juntos, así como votar acordes. Distinguióse este nuestro cotarro por ciertos modales finos, y algo de entono que podría llamarse aristocrático, por el cual nos granjeábamos un tanto de desvío de nuestros colegas, aun los de nuestra fe. Sin embargo, Istúriz, más entonado que nosotros todos, sabía con arte granjearse aura popular aun entre los mismos a quienes tenía en menos y hasta en muy poco. Por el contrario, yo, a quien agradaba la llaneza, pero no la grosería, encubría mal el disgusto que me causaba la tosquedad y el desprecio que me merecían la estupidez e ignorancia de varios de mis compañeros. Agregándose a esto ser corto de vista y por demás distraído, pasaba plaza de vano aun con fatuidad cuando nada distaba más de mi intención o pensamiento que desairar a algunas personas o engreírme de mis palabras o acciones.

No por esto se crea que en todos los demás del bando exaltado faltaban buena crianza, ingenio o letras. Había, sí, entre nosotros personas que en uno u otro de estos requisitos, o aun en todos, mal podían ser citadas con alabanza. Las había también que, sin ser de nuestra particular pandilla, vivían con ella en trato amistoso, aun fuera de la política, y que eran, cuáles finas y urbanas, cuáles ingeniosas e instruidas, cuáles todo junto. En la parcialidad moderada, sin que faltasen hombres oscuros en luces y ciencia o en finura, por lo común había modales más cultos y atentos. Entre los nuestros de cierta talla era común tutearse, sin haber precedido para esta formalidad trato antiguo y entablado en los años de la juventud; costumbre a que los de nuestra pandilla no accedieron, conservando en medio de una amistad muy estrecha la fórmula social de cumplimiento.




ArribaAbajoCapítulo XVIII

La sesión de las preguntas.-Los exaltados presentan a las Cortes, y es desechada, una proposición para que los diputados no puedan aceptar mercedes o destinos hasta pasado un año desde el fin de su mandato.-Continuación de los debates, y poco concepto que adquieren los exaltados.-Competencia que intenta suscitar a las Cortes el Tribunal Supremo en el proceso del autor.-Conducta observada por Riego en la presidencia de las Cortes.-Reseña de los lugares que ocupaban en la Cámara y de las prendas que distinguían a algunos diputados.-Extravío del proyecto de Código penal, y tremendo escándalo a que da lugar en sesión secreta.


Habían empezado las sesiones y no se acertaba con el medio de convertir en realidades nuestras esperanzas de salvar a la patria, según entendíamos su salvación. Aun entre los que estaban descontentos de los ministros, darles un voto de censura parecía acción impropia, bien que de tales votos aún pocos conocían siquiera el nombre. Por supuesto, adolecía la parcialidad exaltada del achaque común a las de su clase en todas tierras y ocasiones, el cual consiste en ver grandes peligros y ponderarlos y querer ponerles remedio persiguiendo. En verdad no eran cortos los de la Constitución española en aquellos días, y el yerro nuestro era que, procediendo indiscretamente, los agravábamos en vez de disminuirlos. Bien es cierto que en la respuesta al discurso de la Corona podía el Congreso nuevo haber expresado su opinión de tal manera que encontrase el Ministerio en él un amigo o un contrario; pero entonces era costumbre hacer de semejante respuesta un trozo oratorio con rasgos finos de ardiente constitucionalismo, pecándose por el extremo opuesto al de una época novísima en que se ha venido al disparatado de dar excesivas largas a los debates sobre el discurso del trono. Así, pues, era grande, y no enteramente sin motivo, la impaciencia reinante sobre tratar del estado de la nación tocante a la seguridad del Gobierno constitucional en ella establecido, impaciencia común a los diputados de ideas extremadas y al público de su parcialidad, porque aquéllos y éste se prometían del nuevo Congreso grandes bienes inmediatamente logrados. Discurrióse, pues, en hora menguada llamar a los ministros a las Cortes, a que no solían asistir de continuo, indicando la fórmula de llamarles cierta cosa parecida a residencia. En aquel tiempo se celebraban las sesiones como a las once de la mañana, y terminaban, cuando más duraban, a las tres de la tarde, por lo cual, siendo además breve el término de las sesiones legislativas y mucho el trabajo de un Congreso que hacía veces de Gobierno, era común haber sesiones por la noche. La del 9 de marzo fue señalada para tratar del estado de la patria, presente el Ministerio. Grande fue la expectativa en el público, llenándose de esperanzas unos, de temores otros y de curiosidad todos. Acudió a oír los debates numerosa concurrencia, y como no era permitido asistir a ellos las mujeres, siguiéndose desde las Cortes de Cádiz esta juiciosa práctica inglesa, en vez de la franca y actual española, muchas iban vestido el traje de hombre, usando no pocas el talar de los eclesiásticos para tapar sus formas, ya por modestia, ya por deseo de no descubrir imperfecciones. Empezó la sesión reinando solemne silencio. Acostumbrado yo a leer los debates del Parlamento británico, a que también había asistido alguna vez, y enamorado de lo que más que otros conocía, trataba de dar a los procedimientos del Congreso las formas que a los de sus cuerpos deliberantes dan los ingleses; y en esta ocasión, para trabar la lid, empecé haciendo una pregunta a los ministros sobre algún suceso ocurrido en aquellos días, de lo cual era mi intento pasar a generalidades, impugnando con vehemencia la conducta de los ministros en lo pasado y presente, así como la que, sin encubrirlo, trataban de seguir en adelante. Fatal ejemplo di, porque no bien recibí respuesta a mi pregunta, cuando no queriendo hacer menos los demás diputados de mi parcialidad, indisciplinados, y que no se habían concertado para obrar en una lid mirada por ellos como de tanta importancia, comenzaron a porfía a pedir la palabra, queriendo cada uno hacer preguntas sobre lances de mayor o menor, aunque todos de corta entidad, ocurridos en pueblos de su provincia o en otros donde tenían relaciones. Vino, pues, la sesión a hacerse el espectáculo más cansado y ridículo que cabe imaginar, no sin mostrarse los enemigos de las Cortes recién juntas alta e indecorosamente satisfechos al ver convertido en objeto de burla al cuerpo que tanto miedo les infundía pocas horas antes.

Envalentonáronse los ministros viéndose tan torpemente acometidos, y Moscoso, entre ellos el más enemigo de la parcialidad extremada, al oírse preguntar qué novedad había ocurrido en cierto pueblo, respondió que no la tenía en su salud, a lo cual siguió reírse varios de los oyentes, hasta en las tribunas, y no atreverse a enojarse quien recibió la respuesta o sus amigos, no obstante exigirse entonces de los ministros que tratasen al Congreso con reverencia sumisa, y como a poder de autoridad y dignidad muy superiores a la suya.

Despechábame yo, como quien más, por la vergonzosa derrota de los míos, achacándome en gran parte la culpa de aquel revés. Intentando de algún modo remediarle, probé a cortar la conversación pendiente, y para ello hice una proposición reducida a decir que el acta o el diario de la sesión de aquella noche pasase a una Comisión ya de antemano nombrada para enterarse del estado de la nación y dar de él cuenta al Congreso. Esto no pasaba de ser un arbitrio para salir de un mal paso, y arbitrio mediano cuando más; pero yo determiné darle valor con el discurso con que le propusiese, cayendo sobre los ministros con acrimonia. Dije, pues, por vía de disculpa de la ridiculez de aquella sesión, que la conducta de los diputados preguntantes era hija de su celo, viendo a la nación en lastimoso estado, y del deseo de acreditar que no habían venido a postrarse ante el trono para después lograr sus favores; a robustecer el poder para después ejercerle, a convertir las tribunas de las Cortes en antesala y sus discursos en memoriales. Este tachar del proceder de Martínez de la Rosa y sus colegas en las anteriores Cortes, así como del acto de haber aceptado el Ministerio, fue recibido con un fuerte murmullo de aprobación por mis muchos amigos, tanto del Congreso mismo cuanto del auditorio. Pero los ministros tuvieron la moderación de no responderme, conociendo, por otra parte, que de aquella sesión salían vencedores, no obstante la emponzoñada saeta que les venía, como de la desesperación de los vencidos.

El efecto de mis invectivas, aunque alguno, y no leve en el momento de proferirlas, fue de corta duración, sirviendo sólo de acarrearme merecido vituperio. Además, aunque mi proposición fue aprobada, para no dar de sí resultas que nadie esperaba, pues ni siquiera tuvo cumplimiento, ni se pensó en dársele, estaban tan empicados en preguntar mis colegas, que aun después del incidente por mí promovido y generalmente aprobado para dar fin a una escena vergonzosa, todavía hubo quien tratase de averiguar de boca de los ministros algunas circunstancias de poca monta, haciéndose estas últimas averiguaciones entre bostezos, señales de enojo, mezcladas con otras de burla hecha de nuestro partido, y ruido de la gente que se salía, de la cual, la que no iba indignada o mofándose, se retiraba descontenta, por lo poco divertido del drama a sus ojos representado.

Cruel golpe fue para el Congreso y la parcialidad en él dominante el recibido en la noche del 9 de marzo, de ridícula recordación. Yo, si en ella adquirí alguna fama como orador y como diestro, la gané corta y compensada con sinsabores. Hubo escritor moderado que me echó en cara haber usado la tribuna de la Fontana como lugar donde hacer mis pretensiones, y haberme servido de mis arengas como memorial para conseguir la Intendencia de Córdoba. Cargo tan enormemente injusto no fue rebatido como lo merecía, y me ha sido renovado en época posterior por adversarios de otro bando. No en la Fontana, sino en la revolución de Andalucía, a costa de afanes y aventurando mi carrera y vida, había yo ganado mis ascensos; y si mi elevación no era poca, al cabo me había puesto en ella a los ocho años muy largos de servicios en una carrera donde se empieza a cierta altura y son de lucimiento y ventaja todos los puestos.

Otros reveses siguieron al de que acabo de hablar. El más señalado fue perderse una proposición hecha por un número crecido de los de nuestra parcialidad, y firmada por tantos que la votación sobre ella habría sido inútil ceremonia llevando ya consigo el mayor número de votos, si muchos de los firmantes no se hubiesen vuelto atrás y votado contra lo mismo que habían propuesto. La proposición se reducía a que los diputados que lo eran no pudiesen aceptar empleos o mercedes de la Corona hasta pasarse un año de haber acabado las Cortes donde tenían asiento. Otro tanto habían dispuesto las Cortes generales y extraordinarias de 1810, entre general aplauso, en los días primeros de sus sesiones, disposición eludida en más de un caso al llegar la hora de su cumplimiento. Yo consideraba como necio y también fatal semejante acto, de una abnegación que es loca cuando no hipócrita, y daña observada y quebrantada; pero veía en la aprobación de lo propuesto un voto tremendo de censura contra los objetos de mi enconado odio, Martínez de la Rosa y sus colegas, que acababan de pasar de los escaños de diputados a las sillas ministeriales. Esto, sin embargo, no podía yo declararlo entre los míos, de los cuales algunos como se dice de Dios respecto al pecador, no querían que los ministros muriesen, sino que se convirtiesen y viviesen su vida ministerial; y otros, aborreciéndolos, no entendían de rodeados medios para herirlos, ni gustaban de echar a perder su acción de desinteresado patriotismo convirtiéndola en medio de dañar a un contrario.

Empezó la discusión, y levantándose a hablar en ella Argüelles, que, abiertas ya las Cortes, había venido a tomar su asiento, hizo un magnífico discurso impugnando la proposición, y magnífico le llamo, aunque en él abundaron las digresiones, impertinentes, porque en verdad dio contra lo propuesto poderosas razones, y tuvo rasgos de aquellos que, sin venir muy a cuento, todavía se distinguen por su belleza y vigor, viniendo a hacer el mayor efecto posible en el auditorio, así de sus colegas como de las tribunas.

Habíame yo puesto en la lista de los que deseaban hablar, pero esperando a oír a los que sustentasen la parte a mí contraria, estaba algo atrás, no siendo de presumir que se alargase el debate hasta que me llegase la vez de usar de la palabra. Era mi deseo medir mis fuerzas con las de Argüelles, prometiéndome en mi vanidad la victoria; y muchos deseaban asimismo una lid en que creían que sería mío el triunfo.

Pero en aquella ocasión me faltó el ánimo, visto el efecto producido por mi antagonista; y me alegré de no tener que lanzarme a la palestra, lo cual no pude encubrir tanto que algo no se me notase. Además, en mí es imposible hablar medianamente, no estando convencido de la bondad y verdad de las doctrinas que sustento, pues no habiendo sido abogado, no he podido acostumbrarme a volver por causas diferentes y aun contrarias, y así, cuando he hablado sin fe, como he hecho en una u otra ocasión, me he expresado pobre y desmayadamente. Ahora, pues, en la ocasión de que se trata, me sentía yo muy convencido de que llevaban lo mejor los opuestos a la proposición en punto a argumentos, y, sin embargo, creía a los ministros dignos de severa censura por su conducta pasada y presente, pero no creía fácil sustentar en abstracto el principio que los condenaba, ni grato a mis colegas y cofirmantes concretar el negocio a una invectiva contra el Ministerio, de lo cual resultaba estar desanimado, aumentando mi desaliento oír aplaudir a Argüelles hasta por los de mi bando, y ver cuánto realzaba su discurso la contestación que le había dado un diputado por Sevilla, cuyo nombre era Romero, buen sujeto y no falto de talento ni de instrucción, pero flemático y de erradas doctrinas, a quien se allegaba hasta la circunstancia de ser, teniendo muy pocos años, de no común gordura, cosa que hace a los hombres pacíficos, en sentir de Cervantes, y que de cierto les quita gracia.

Ello es que callé, que la votación me fue, como dije, contraria; que siendo, si no muy corto, menor que debía esperarse el número de los que la aprobamos, y dando testimonio del poder de Argüelles, cabeza de los ministeriales, al haberse ido con él varios de los firmantes de la desechada proposición, quedamos muy menoscabados en fuerza y concepto los vencidos. De mí empezó a decirse que era grande orador para la tribuna de una Sociedad patriótica, pero no así para el Congreso. De nuestro partido se afirmó que era incapaz de contender con el moderado y con Argüelles, a quien a la sazón, muy sin motivo, se ponía sobre Martínez de la Rosa.

Algunos días después salió a plaza otra proposición nuestra, firmada al mismo tiempo que la primera, y más necia que ella todavía, reduciéndose a pedir que los diputados, mientras lo fuesen, no pudiesen concurrir a las secretarías del Despacho. Levantóse asimismo Argüelles a impugnarla, y lo hizo con flojedad, estimándola, como debía, en poco; levantéme yo a sustentarla, y no teniendo cosa buena que decir, soltéme en un trozo de declamación vehemente y apasionada, también muy breve. Ganamos la proposición, y corrió entre algunos que yo había vencido a Argüelles, y aun hubo varios que no habiendo asistido al debate y teniendo noticias de mi supuesto triunfo, vinieron a darme por él la enhorabuena. No obstante mi vanidad, conocía lo poco merecido de semejante alabanza, pues, si bien vencido no había quedado en aquel empeño, había sido de corto valor la lid y de no mayor mérito los esfuerzos hechos al sustentarla por la una y la otra parte.

Lo cierto es que, a pesar de estos elogios, pronto olvidados, el Ministerio se sostenía, y nuestro partido iba cayendo en absoluto desconcepto y en la consiguiente flaqueza. Ni le servían de más sus victorias que sus reveses. Aquéllas se reducían a votaciones en que, aprobándose los dictámenes de la Comisión nombrada para proponer los casos en que ciertas quejas de la conducta de varios empleados hacían a éstos merecedores de que se les exigiese la responsabilidad, quedaba puesto en juicio un crecido número de personajes de nota de la parcialidad nuestra contraria. Este rigor llegó a ser ridículo, y era, si no temible, molesto, causando tanta ira cuanta risa. Pusieron los moderados por apodo a la Comisión El Tribunal del duque de Alba, comparándole al famoso consejo de tumultos que en los días de Felipe II nombró el sanguinario gobernador de Flandes, logrando de él que diese numerosas de muerte. En verdad, la pobre Comisión mal podía bañarse en sangre, pues no alcanzaba a más que a lograr aprobaciones del Congreso, en virtud de las cuales iban los enjuiciados ante jueces que los absolvían.

Otra victoria conseguimos por sorpresa, y como tal sin provecho. La Comisión nombrada para proponer los medios de salvar la patria había cumplido con su encargo como era de esperar, esto es, sometiendo a la aprobación de las Cortes varias providencias, todas ellas de levísima importancia. Pero entre éstas había la de que se elevase a S. M. un mensaje sobre el estado de la nación, lo cual equivalía a una censura de la conducta de los ministros. Fue discutido este dictamen en una sesión nocturna, y éstas, salvo en algunos casos raros, eran de menos empeño que las celebradas por las mañanas. Fuéronse aprobando y desaprobando artículos de los propuestos, votándose todo con la distracción consiguiente al poco valor que encerraba el voto. En esto llegó el artículo del mensaje, y no atendiendo a él nuestros contrarios, no hubo discusión, y quedó aprobado. Al oírlo proclamar así al secretario, Argüelles, con algunos de sus amigos, reclamaron y quisieron hablar; pero un está votado hubo de taparles la boca, no sin dar muestras de su despecho. Casi se le templaba éste, sin embargo, al considerar cuán poco entendían la calidad de lo que habían votado muchos de la misma parcialidad exaltada. Procuré yo echarles en cara su vencimiento y descuido, y traer a los míos a conocimiento de la naturaleza del triunfo recién conseguido por sorpresa, con decir, al disputarse sobre algún artículo de poca monta de los propuestos por la Comisión, que no insistía mucho en defenderle, pues el importante sobre todos, relativo al mensaje, había salido aprobado de un modo pasmoso. Riéronse mis contrarios de mi observación hecha en tono festivo, y paró aquí por entonces el negocio.

Pasóse de allí a pocos días a extender el mensaje, y tocó este trabajo a mi amigo don Ángel de Saavedra, el cual lo desempeñó haciendo una obra más florida y galana en estilo y dicción que política en su tono o efectos. Calificaron el mensaje, tal y como se proponía, de oda o ditirambo los que no miraban con gusto que se elevase al trono de uno o de otro modo, y con esta calificación algo merecida, y por lo mismo de gran efecto, y con ir los ministros ganando terreno en el Congreso, vino a quedar casi falto de valor el triunfo alcanzado por la parcialidad exaltada, así en éste como en otros casos.

Un suceso también nos fue fatal, y a mí más que a otros, pues de sus resultas vine a quedar sacrificado por los de mi bando, al cual con tanto celo servía. Al ser yo admitido por diputado, no pudo resolverse que hubiera de escapar del juicio en que con mas o menos razón me había puesto el Gobierno. Estaba, pues, entendido que había de juzgarme el Tribunal de Cortes, en vez del Supremo Tribunal de Justicia. Pidió, pues, aquél a éste los autos del apenas incoado proceso, pero encontró viva y animosa resistencia a darlos, manifestada en una representación al Congreso, donde se traía a cuento la Constitución y se calificaba de quebrantamiento de lo en ella dispuesto el acto de avocar a sí los jueces diputados una causa ya pendiente en el Juzgado directo y de los más altos. Según las ideas a la sazón dominantes en punto a la reverencia debida al Congreso, a menudo llamado, aunque con impropiedad soberano, era la tal representación muy desconocida; pero fue recibida con menos escándalo e indignación que era de esperar aun por gran número de los de oposiciones más violentas. Arrebatado por la amistad que me profesaba, Saavedra levantase a hablar contra la representación del Tribunal Supremo. Oyéronle con escándalo casi todos los moderados o ministeriales, movidos en gran parte por afectos privados, porque contaban en el Tribunal muchos amigos, y aun entre los de contraria opinión que conmigo solían votar, sentó mal una vehemencia no en consonancia con sus pasiones en aquella hora. Dispúsose, con todo, que el Supremo Tribunal de Justicia remitiese al de Cortes la causa que empezaba a formarse; pero iba la disposición concebida en tales términos, que convidaba a nueva desobediencia, y aun la autorizaba. Como se verá, en este negocio quedé yo sacrificado, y hubo de hacerse costumbre sacrificarme, fatal circunstancia para aquel que de ella es víctima, pues vino a sentarse como por máxima, tanto más temible y seguida cuanto no era expresada claramente; que era yo propio para ser sacrificado al interés ajeno o de partido, o de pandilla o aun de personas.

Así iban los negocios, y los ministros ganaban terreno en las Cortes. Su parcialidad, o dígase la moderada, tan corta según la opinión general en aquel Congreso en los días primeros de sus sesiones, ya al terminar el primer mes de la legislatura fue bastante numerosa para ganar la elección en la que se hizo de presidente mensual sucesor de Riego. Bien es cierto que resultó elegido don Cayetano Valdés, mirado con buen afecto por no pocos de los exaltados que le dieron sus votos, pero al cabo éste era el candidato de los ministros y de sus parciales. No es menos cierto que Riego había servido la presidencia de modo que dio poco crédito a los que le habían elegido, y no porque fuese violento, según de él se temiera o le achacaban sus contrarios, sino porque fue pueril y débil. Su principal empeño en el mes que presidió fue honrarse a sí propio. Pasó por Madrid por aquellos días el batallón de Asturias, a cuyo frente había proclamado la Constitución en Las Cabezas el héroe venido a ser presidente de las Cortes. Quiso que el Congreso hiciese un obsequio a aquel cuerpo, encubriendo mal, aunque tal vez quería encubrirlo aun a su propia vista, que en aquellos soldados iba representada la persona que, en la hora de su hazaña, era su comandante. Acababan de decretar las Cortes que la enseña de las tropas fuese desde allí en adelante un león dorado en la punta de un asta, recordando el de España, al modo que las águilas eran el emblema imperial de Napoleón y de sus ejércitos. Dispúsose que el primer león fuese entregado al batallón de Asturias, y que éste viniera a recibirle a las puertas del Palacio del Congreso, entrando la oficialidad a tomar la prenda honorífica, frente al salón de las sesiones hasta la misma barandilla. Ocurrió a Riego una dificultad, y fue que, siendo presidente, no creyó decoroso celebrar al que él apellidó su batallón, como si aún se considerase revestido de su mando; mezcla de modestia y vanidad donde se retrataba, pensando de continuo en el hecho de Las Cabezas, origen, título y punto de su gloria. Hízose la fiesta, presidiendo en ella el vicepresidente Salvato, que arengó al batallón representado por su comandante, en huecas y campanudas, aunque breves, frases, y en tono de no menos pompa. Pero ningún entusiasmo reinó en aquel espectáculo, porque empezaba a cansar tanto repetir de alabanzas a las mismas cosas y a los mismos nombres.

El segundo mes de la legislatura ordinaria de 1822 nada dio de sí más que algunos incidentes ridículos, por los cuales se desacreditaban aquellas Cortes. Alternaban las victorias del uno y el otro de los opuestos partidos, pero en general alcanzaba triunfos de más importancia el moderado. Capitaneaban a éste Argüelles y Gil de la Cuadra, cuyo asiento era en los bancos a la mano derecha del presidente, que estaba en medio del salón y delante de todos. A su lado se sentaba Valdés, cuando no era presidente. Cerca de éstos, don Pedro Surá y Roll, hasta allí sólo conocido por su victoria sobre el retrato de Riego y la procesión que le acompañaba, hombre de quien nadie podía sospechar que llegase a representar un gran papel, y aun a ser ministro; se señalaba por lo locuaz, echándola de moderado firme, y dando que reír con su voz atiplada y chillona y acento catalán, no acertando a decirse qué era en su hablar más confuso: sí las ideas, el estilo o el acento. También en los mismos bancos un diputado joven, que lo era por Santander, llamado Albear, causaba risa por el modo presumido con que se expresaba, algo teatral, escuchándose, y con trazas de satisfecho de sí propio, siendo corto en talento y ciencia, aunque no enteramente nulo o ignorante. Seguíale un marino de desabridísima y violentísima condición, entrado en años y no largo en talento ni en conocimientos fuera de su profesión, el cual sustentaba las doctrinas moderadas con rabiosa furia. Al banco de que acabo de hablar mirábamos con singular odio los exaltados. Fuera de él contaban, sin embargo, los moderados firmes y diestros adalides, como los eclesiásticos Alcántara Navarro, Casas, ex religioso carmelita; Pardo, de quien se decía que había sido inquisidor, y que hablaba con los ojos clavados en el suelo y con melifluo tono, pareciéndose a lo que contaban de los jesuitas; Melo, tachado de haber servido a José Napoleón y Lapuerta, muchos de ellos elocuentes y ninguno ignorante. También se señalaba el ya citado Gallo, que del todo se había pasado a su bandera. Otro tanto sucedía al digno magistrado Castejón, de quien equivocados informes afirmaban que sería de los primeros en nuestro bando. El brigadier Labre, aunque de los revolucionarios restablecedores de la Constitución, sustentaba asimismo con empeño la causa opuesta a la del desorden.

Nuestras filas apenas tenían caudillos, queriendo en ellas mandar todos. En nuestros bancos, los más cercanos al presidente, hacia la izquierda, nos contábamos, como va referido, los diputados por Cádiz Grases y Saavedra, unidos por amistad privada contra nuestras opiniones, y no personajes de primera nota. En los asientos fronteros a los nuestros, y a la derecha de la silla presidencial también, estaban exaltados de primera nota, principalmente los de Valencia, y con ellos Infante, que era como un término medio entre los opuestos partidos, y en quien era costumbre dar alguna vez el triunfo a nuestros adversarios, con su propio voto y el de varios que consigo arrastraba.

Había mediado abril sin suceso alguno importante. Las derrotas de los exaltados no les eran más fatales que algunas de sus victorias. Así, un alboroto ocurrido en la ciudad de Valencia, donde en la retreta hubo una pendencia entre los artilleros y gente alborotada del pueblo, pendencia pintada en las Cortes por los diputados valencianos como lance trágico, igual al sucedido en Cádiz dos años antes, en el 10 de marzo, después de sacarnos una votación solemne contra los supuestos asesinos del indefenso e inocente pueblo, había venido a parar en hacernos objetos de fundada burla cuando, averiguado el negocio, resultó no haberse vertido sangre en la refriega, ni otra cosa que un rizo de la cabellera de una beldad patriota que usaba pelo postizo.

Otra ocurrencia nos acarreó, no sólo ser ridiculizados, sino aun amargamente censurados, y sin motivo alguno, debiendo en este caso recaer sobre nuestros contrarios la censura. Habían aprobado las Cortes anteriores un Código penal medianamente largo, y obra de poco valor, si bien superior a la legislación antes existente. Calatrava, uno de sus autores, estaba muy ufano de su trabajo, como de todo cuanto hacía o pensaba. Aunque este personaje semiexaltado gozaba de gran concepto entre la gente extremada, no así el Código, tenido en poca estima por la misma, la mayor parte de la cual no le había leído y estaba predispuesta contra él, por ser desafecta a los hombres de quienes era obra. Al revés, los moderados suponían que el odio de sus contrarios al Código venía de que en él había ciertas disposiciones en verdad bastante ridículas contra las asonadas, nombre antiguo a la sazón remozado para expresar los motines o tumultos; suposición, si no enteramente falsa, sólo fundada en parte y relativamente a pocos.

El Código, aprobados todos sus artículos en el Congreso expirado en febrero, había de ser elevado por su sucesor al rey para recibir su sanción. Fue leído en las nuevas Cortes en voz alta, y por el diputado Saavedra, que hubo de divertirnos saltando artículos en su modo rápido de leer, salvando así, aunque sin daño, una formalidad inútil y enojosa. No era ya lícito alterar cosa alguna en aquel trabajo. Sacóse de él la copia que había de servir para la sanción real. Estando este escrito en la Secretaría de las Cortes, hubo de extraviarse. Translucióse que no parecía, y la maligna suspicacia del espíritu de bandería receló (y el acaloramiento del odio político llegó a dar por cierto) que algunos de los exaltados habían sustraído el ejemplar del Código para que no hubiese documento legalizado en que recayese la sanción real, y sin duda a fin de que continuasen con impunidad las asonadas, como si la nueva ley escrita hubiese de alcanzar a contenerlas.

Ignorante yo de cuanto en esto había, por ser mi costumbre (y aun puedo decir mi falta) desentenderme con frecuencia de cuanto pasa detrás del telón del teatro político, siendo allí cabalmente donde se trabaja lo que es pura representación en la escena, acudí aquel día al Congreso sin esperar un lance ruidoso. Cabalmente acababa de pasar Istúriz, con quien había estrechado infinito mi amistad una enfermedad aguda que puso su vida en peligro, y aquel día, convaleciente, iba a sentarse en las Cortes, al cabo de algunas semanas de ausencia. Fue breve la sesión pública, llamándose muy luego a secreta. Empezada ésta, noté cuchicheos entre varios de los del partido contrario al nuestro, andando muy inquieto el adusto y acre Navarro Falcón. A poco leyóse una proposición relativa a la desaparición del Código, y extendida en tales términos, que era casi una acusación contra varios diputados de nuestros amigos. Salvato, uno de ellos, se levantó, y con su tono declamatorio y voz sentenciosa, empezó a quejarse, y dijo que era una facción la que así, medio a las claras, les levantaba falso testimonio. A la voz facción, levantóse Argüelles y los de su banco, juntamente con otros de los suyos en varios lados, gritando ¡No hay facción! con acalorado tono. Los de mi banco, señalándose el doliente Istúriz, dieron el opuesto grito de ¡Sí hay facción!, armándose con esto un vocerío destemplado e indecoroso. Pero no hubo de parar aquí la indecencia, pues a poco, desamparando sus bancos los más extremados que tenían asiento enfrente del mío, fuéronse para aquel donde estaba Navarro Falcón, y trabóse una refriega a brazo partido. Vi yo al marinero viejo con su gorro negro, que de continuo llevaba, y su viejo, flaco y arrugado semblante, echado contra el respaldo de su asiento por el duro brazo de un diputado valenciano, tampoco joven, pero que le aventajaba en fuerzas. Otros también se pegaban hacia aquel lado. Sobresalía en aquel pelotón de combatientes la alta y noble figura del general Álava, acudiendo a poner paz a quien yo desde lejos creía uno de los peleantes, no acertando a explicarme cómo entraba en tan fea lid hombre de modales tan decorosos. Estaba convertido en una indecentísima turba el cuerpo representativo de la nación de camorristas, cuando un oficial de Reales Guardias de Infantería, diputado por Navarra, hombre de muy cortas luces, se salió a buscar la guardia para que entrase a poner paz, no comprendiendo, al obedecer a sus hábitos militares y tratar de hacer con aquella pendencia lo que con otras comunes, cuán enorme delito era introducir en el salón de sesiones los soldados a hacer uso de su fuerza. Hubo, por fortuna, quien saliese a detener a aquel desatinado, y evitase un escándalo más sobre tantos, ya no leves. Imposible es, con todo, decir en qué habría venido a parar la trabada refriega si en aquel mismo instante no hubiesen sonado voces de haberse encontrado el papel perdido.

Todo ello no pasaba de haberse traspapelado un documento, suceso muy común, a que dieron importancia, en aquel caso, malignas sospechas. Aplacóse el tumulto, pero no nuestra indignación, pues hacíamos fundados cargos a nuestros acusadores, cabizbajos, aunque no del todo convencidos, porque nunca lo queda quien calumnia, alucinándose hasta creer verdades sus falsos asertos. Siguióse nombrar una Comisión para proponer qué había de hacerse con el oficial de Secretaría cuyo descuido había causado aquel tragicómico incidente. Extremémonos en el rigor con el infeliz, bien inocente por cierto, pagando él, aunque no enteramente sin culpa, la leve suya, con el rigor con que la había hecho grave la malicia ajena y nuestro enojo.




ArribaAbajoCapítulo XIX

La elección de Álava para la presidencia de las Cortes.-Adoptan los exaltados la "pulítica fina".-Las partidas en Cataluña y el cordón sanitario que el Gobierno francés establece.-Discusión y actitud de las Cortes.-Disgusto que suscita, y calumnia de que es objeto.-Despecho e intención del autor de unirse a los comuneros, que el fin no llegó a realizar.-División y fraccionamiento de los partidos.-Los anilleros.-Los exaltados.-La fracción intermedia.-Discusión. del mensaje al rey.-Discursos del autor y de Argüelles.-Concordia de los partidos.


Llegóse el mes de mayo, y en la elección de presidente salimos también vencidos, siendo nombrado el general Álava. Profesábale yo grande afecto, porque le había conocido siendo niño como amigo de mi familia y le había tratado en la expedición a Nápoles, a que se agregaba gustarme sobre manera sus finos modales y sus pensamientos de caballero.

No era Álava un hombre de grande agudeza, pero no carecía de instrucción, y el trato con gente principal le había dado, además de su mucho leer, gran conocimiento de la historia moderna, así anecdótica como general, y de los hombres que habían hecho en el teatro político papel notable. Aunque pundonoroso por demás, era complaciente; y como en firmeza le igualaban pocos, vivía en casi amistad con hombres de ideas bien diferentes de las suyas, que eran monárquicas y aristocráticas, mas no favorables al Gobierno absoluto, y menos aún al antiguo de España, ejercido de tan mala manera; pero servía la causa de la Constitución con leal celo. Habiéndome conocido niño y aun hablándome alguna vez siendo hombre, me miraba con afición, aun sin contar con que haciendo el papel de Tito Pomponeo Ático español, me incluía en el número de los campeones de una bandera, no la suya, a quienes mostraba agasajo. Había una razón más para que Álava me quisiese, y era que, sin ser él más entendido que otros, se había hecho cargo de mis opiniones mejor que la mayor parte de mis amigos o contrarios. Así, aun en el período de aquella primera legislatura de las Cortes de 1822, cuando yo aparecía, y en algunas cosas era, de los políticos más extremados y violentos, solía él decir que me vería con gusto encargado de reformar la Constitución, y hasta firmaría casi a ciegas la que yo hiciese, sólo con la condición de que al trabajar estuviese yo separado de mis amigos; singular testimonio de que mi mudanza política no ha sido tal cual se la figura o dice la generalidad de la gente de todos los bandos.

Ya se entiende que yo no di mi voto a Álava; pero aunque le estimase yo mucho, su elevación a la presidencia fue para mí en extremo desabrida. Dentro de los límites a que yo quería llevar mi oposición, era, por demás, resuelto y violento, y de aquí nace habérseme achacado un extremarme en los principios y deseos, hasta el punto de apetecer y fomentar el desorden, siendo así que sólo anhelaba obrar con vigor sumo para lograr fines que no iban muy lejos.

Gran desaliento había cundido en aquella hora por las filas de quienes formábamos la parcialidad victoriosa en las elecciones de que las Cortes, a la sazón juntas, eran producto; parcialidad que debía suponerse dominante en el Congreso. Claro estaba que había entre nosotros algunos que votaban con nuestros contrarios. Haber perdido la elección del presidente para el tercer mes, así como había sucedido para el segundo, no dejaba duda de que éramos los menos para muchas y no poco importantes ocasiones. Celebróse entonces una junta de las que solíamos tener, y a la cual hubieron de concurrir algunos de los que habían dado su voto a Álava. Tratóse en aquella concurrencia de nuestra situación como partido; viéndonos vencidos sin saber por qué ni cómo, deseando encontrar a nuestras derrotas el origen y también el remedio. Discordaban los pareceres, y había personas cuya conciencia les echaba en cara que conocían demasiado la causa por averiguar la cual se afanaba aquella Junta. De súbito, un diputado valenciano, de los más violentos y de los menos instruidos, dijo que acertaba con la razón de nuestros reveses, los cuales consistían en que al manejarnos no sabíamos usar de una pulítica fina. Pareció a lo general de los concurrentes, y entre ellos a Riego, que aquel nuestro colega había dado, en el punto de la dificultad, haciendo mucha fuerza a todos que sujeto tan aficionado a la violencia en doctrinas y conducta aconsejase el uso de la prudencia. En balde fue que yo y algunos más conmigo, desesperados de aquella necedad, insistiésemos en la necesidad de hacer guerra a los ministros con vigor y concierto, preguntando, además, qué era la pulítica fina, así recomendada y aprobada. Sucedió lo que en muchas ocasiones antes y después, que fue de resultas de haber ridiculizado una opinión que merecía serlo atraerme odio de aquellos a cuya costa había provocado risa. Quedó, pues, resuelto abrazar la pulítica fina, salvo averiguar qué cosa era, y quedé yo por más violento que otros de los más extremados.

En esto, las calamidades públicas vinieron a restituir a nuestro bando la fuerza que había perdido, mal éste grave de los Gobiernos llamados libres, donde existe una parcialidad que, sacando provecho de los daños del Estado, los ve venir con alguna satisfacción, y hasta en cierto modo contribuye a traerlos. Empezaron a levantarse en Cataluña partidas aclamando al rey absoluto. Ya había habido antes otras de la misma especie en Castilla la Vieja y el país vascongado, llegando a cobrar bastante fuerza en 1821, y en otras provincias se habían manifestado conatos de igual rebelión, aunque menos temibles. Verdad es que el levantamiento que en 1822 comenzaba en Cataluña contaba con un auxilio robusto, de que los anteriores de su clase habían carecido. El Gobierno francés nunca había mirado con gusto el restablecimiento de la Constitución de 1812 en España, así por lo que ella era en sí como por haber sido restaurada por una sublevación de soldados. Como en 1821 hubiese aparecido en Barcelona la fiebre amarilla, haciendo horroroso estrago, formóse en la vecina frontera un cordón sanitario, y aprovechóse la ocasión para hacerle de tantas tropas que fuese un Ejército, aunque corto, y sirviese a objeto diferente del que le servía de pretexto, en parte fundado, el cual era atajar el paso al mal contagioso. Bien sabían, pues, todos, amigos y contrarios, qué significaba el cordón y cuánto habría de servir a los que se sublevaban en sus cercanías contra la causa popular dominante en España. No obstante este conocimiento, a muchos se encubrió, o cuando menos no se manifestó en toda su enorme gravedad, el peligro encerrado en la nueva alteración de Cataluña. Yo fui de estos últimos, a pesar de que propendo a pensar tristemente de lo venidero. No así mi amigo antiguo Jonama, que en la ocasión de que voy tratando, así como en otras muchas, me dio pruebas de nada común sagacidad, de pocos estimada en su debido precio. Encontréme con él, y a la ordinaria pregunta de "¿qué tenemos?" dio por respuesta que la contrarrevolución está ya empezada, a lo cual añadió muy atinadas observaciones sobre lo presente y las probabilidades de lo futuro.

Sin ver las cosas tan a lo lejos ni tan claras, los más entre los exaltados pintaban las ocurrencias de Cataluña como graves y peligrosas, pero más por hacer tiro a los ministros que por otra causa. Al revés, el Ministerio pecó por el lado contrario, y como al oírse tachar con tal extremo y sin razón oía también abultar los sucesos del levantamiento, veía igual yerro en sus contrarios al pintar el mal que al suponerle origen.

Era llegado el caso de que en las Cortes se hablase de las alteraciones de una de las más importantes provincias de España, siéndolo por muchos títulos Cataluña. Señalóse para el intento una sesión de las extraordinarias que se celebraban de noche. El general Álava, presidente aquel mes, hombre valiente, como quien más, en la guerra, y de valor sereno, temía tanto cuanto abominaba los alborotos, y miraba con inquietud las sesiones nocturnas, muy propias para favorecerlos, por lo cual estaba lleno de disgusto con la que se preparaba; y como según las preocupaciones y también en parte la fundada persuasión de los de su bando, suponía estar las tribunas llenas de gente a nuestra devoción, lo cual, en lo tocante a mí, era un yerro, no me encubrió su opinión o su pesar, y me dijo que confiaba en que no habría desorden, como suponiendo pendiente de mi voluntad la realización o no realización de sus recelos. Traté de desengañarle, y no lo conseguí del todo.

Abrióse la sesión, presentes los ministros. Empezóse por hacerles preguntas como en la famosa noche del 3 de mayo. Siendo uno de los primeros cabecillas de los recién levantados catalanes un hombre de corto valer, conocido con el apodo de Misas, el ministro de la Gobernación, Moscoso, afirmó que había sido aniquilado, de suerte que su empresa podía ser considerada ya misa de difuntos. Gustó poco el chiste, que aun siendo mejor no habría agradado a gente muy mal dispuesta respecto al personaje cuya era la ocurrencia. Anunciáronse preguntas nuevas, y llevaban las cosas el aspecto de segunda representación de una escena de que en la primera habíamos salido silbados. No pude yo tolerarlo, y me puse por medio con más celo que prudencia, con mejor discurso en punto a lo que convenía, que en lo tocante al gusto de mi auditorio, así de los concurrentes a las galerías como de mis mismos colegas. Dije que era inútil empezar a preguntar sin fruto, y que si las Cortes querían proceder de la manera debida y única de que podía venir provecho, era fuerza que tomasen otro camino. Sonó un murmullo de desaprobación, cuya índole conocí; pues en efecto, en las galerías se dijo que yo pasteleaba, estorbando una riña sin decoro ni utilidad entre algunos diputados y los ministros. Sin saber que esto se decía, adiviné que el murmullo desaprobador me culpaba de débil, y no de violento. Quise aclarar las cosas, como sofocado de ver tanta torpeza. Entonces expresé que el modo de proceder propio de nuestro partido era expresar solemnemente nuestra desaprobación de la conducta del Ministerio, a quien empecé a dirigir vehementes cargos, inculpándole hasta de haber seguido una conducta que califiqué de antinacional en varias cuestiones cuando en el año anterior eran diputados, haciendo de su proceder medio de llegar al alto puesto que ocupaban. Es singular que a estas expresiones, muy injustas sin duda y violentas, pero no fuera del campo a que se ciñen las guerras de palabra en los cuerpos deliberantes, se contestase con clamores de ¡orden, orden!, como si me hubiese yo excedido. Lo que más me irritó en aquel clamoreo injusto y necio fue que salía en parte de una tribuna llena de ex diputados parciales de los ministros, tan obligados a callar cuanto lo estaban los de la pública, y más aún quizá, porque debían conocer mejor sus obligaciones de meros espectadores u oyentes. Paréme, y miré a Álava, que cortado y suspenso por un lado no queriendo disgustarme, por otro, viendo con gusto que se cortase la cuestión pendiente, nada decía ni determinaba. "Señor presidente (le dije), sólo en vuestra señoría reconozco derecho para llamarme al orden, y el clamoreo que oigo le, tengo en poco." "Siga vuestra señoría", me dijo Álava cabizbajo. Otra vez comencé mi interrumpido párrafo, repitiendo con voz hueca y campanuda las frases que más habían ofendido a mis desaprobadores. Renovóse y aun arreció el vocerío, llamándome al orden, del que no me había desviado un punto. Creciendo a la par mi coraje: "Se me interrumpe (exclamé) hasta intentar obligarme a callar; pero si callo, callaré forzado, y entonces mi silencio dirá más que mis palabras." Con estas expresiones logré contener la explosión de descontento; pero al volver a anudar el hilo de mi discurso, conocí que me tenían vencido mis contrarios, hasta estorbar que me explicase. Llamóme Álava a la cuestión, como si dentro de ella no estuviese. Tomé, pues, por partido dejarlo, colérico a la par que pesaroso. Cortóse con esto la discusión, y los ministros ni aun respondieron a mi invectiva, satisfechos por mi vencimiento. Aun los de mi bando estaban casi todos descontentos conmigo, unos por haberlos detenido en su carrera de preguntar al Gobierno y hacerle cargos necios, otros sin saber por qué y sólo porque cedían al torrente condenándome.

Rara vez he tenido un revés igual, y debo añadir que rara vez le he merecido menos. Por lo pronto, se fueron muchos diputados del salón a quejarse, en la Sala de conferencias, de mi violencia extremada. Entró en esto mi amigo y compañero Grases, ausente del Congreso en la hora del lance de que trataba. Oyó vituperarme, y queriendo enterarse de mi culpa, preguntaba cuál era y qué atrocidad había dicho yo, y nadie acertaba a responderle, habiendo quien diese por razón para condenarme que había hablado yo con la voz muy hueca, acusación fundada, pero no grave por cierto. Enfadado ya mi amigo (pues lo era mucho), y no alcanzando respuesta a su pregunta en punto a mi feo hecho o dicho, con su acostumbrado chiste dijo que debía yo de haber dejado salir de mis labios el tetragamanton, o sea la famosa palabra impronunciable de la cábala hebrea. Necedades eran éstas, pero me costaron caras, pues de aquella noche tiene principalmente su origen una de las más negras calumnias contra mi persona. Ponderándose por alguno mi desafuero, pues por tal hubo de pasar, no faltó quien acordándose de haber yo vivido en Cádiz pocos años antes de una manera licenciosa, dijese: Era de noche, y estaría bebido. No autorizaba tal suposición mi conducta en aquel sitio, y de seguro al comer aquel día, si no había bebido sólo agua pura, cuando más la habría tomado mezclada con una corta cantidad de vino, según mi costumbre. Pero del "estaría bebido" se pasó a decir lo estaba, y de decirlo uno, a repetirlo otros y creerlo muchos. Sebastián Milano, en un periódico titulado El Censor, obra de los que como él habían servido al intruso José Napoleón contra su patria, cometió la maldad de escribir un artículo, encabezado Defensa de la borrachera y de los borrachos, donde se aludía a mí tanto más inicuamente, cuanto no daba fundamento a quejarme por los trámites legales, si bien es verdad que, aun dándole, no habría yo apelado a rehabilitar mi fama, aun contra la calumnia por fallo del tribunal, habiéndome yo propuesto desde que empecé mi vida de hombre público no apelar a las leyes para desagravio de mi honor, aun viéndole injusta y atrozmente ofendido, propósito que he llevado a cumplimiento. Resta añadir que fue tan certera y grave la herida que en esta ocasión me hizo la calumnia, que sus efectos aún duran, pues repetida la falsa acusación por muchos, ha venido a ser creída por no pocos, de suerte que no ya sólo mis contrarios para desviarme, sino aun historiadores que aspiran a ser imparciales, han contado, creyéndolo cierto, que yo solía tener en mis años maduros, y cuando ejercía cargos públicos, el feo vicio de darme a la bebida. Hasta una casualidad, para mí fatal, contribuyó a acreditar esta calumnia en los días de que voy hablando. Salió en ellos a luz un folletillo intitulado Semblanzas de los diputados a Cortes de 1822 y 1823, imitación de otros de más superior mérito con el mismo título, donde se trataba de los diputados en las Cortes de 1820 y 1821. En la segunda obra, de cortísimo valor, al hablar de mí, usando, como con todos, chistes nada bien sazonados, al paso que me alababa, aludía a mi mala presencia, y con este motivo decía:


Que bajo una mala capa
se encuentra un buen bebedor.

En balde fue que el autor, amigo mío político, en conversaciones privadas, asegurase haber usado inadvertidamente la palabra bebedor, pues ni quería decir ni creía que yo lo fuese, y sólo había tomado el refrán en su acepción común, pues su inadvertencia pasó por cuidado y malicia, y se dijo que aun los de mi parcialidad confesaban que tenía yo el feo vicio de embriagarme. Aprovechó la ocasión el malintencionado autor de El Censor, y criticando la orilla de las Semblanzas, supuso que en ellas se me tildaba de borracho, afeando que así se hiciese, y afirmando ser falsedad; pero de tal modo, que daba a entender lo contrario. Así vino a quedar entonces como verdad probada un hecho falso, viéndose en este caso, como en otros, que con la libertad de imprenta, lejos de conseguirse (como era común decir) lo que con la famosa lanza, en la cual suponía la fábula la virtud de curar las heridas que hacía, se logra, al revés, acreditar la falsedad hasta sacarla triunfante de cuantas pruebas para desvanecerla se aleguen, siendo propio de la pereza humana creer los asertos aun menos fundados y no atender a las refutaciones, siempre pesadas en aquellos para quienes no son de empeño.

Baste ya de tan enojosa materia, sobre la cual, sin embargo, confío en que perdonarán mis lectores que me haya dilatado un tanto, considerando cuán necesario me es volver, a la par que por la honra, por la verdad, y cuánta razón me asiste al quejarme de haber sido en este asunto mal o nada defendido por mis amigos en escritos públicos, aunque sí lo haya sido en conversaciones privadas.

Otros sinsabores me atrajo la noche de que he hablado. Casi todos los periódicos me culparon como de haber hablado con desafuero. Desfiguróse en el discurso que los diarios pusieron en mi boca lo que había yo dicho, suponiendo que había culpado a los ministros de haber votado en las anteriores Cortes en minorías anticonstitucionales, cuando mi expresión fue antinacionales; disparate menor que el primero, pues al cabo sólo quería decir contrarios al voto e interés de la nación, tomando, como es costumbre, por nación a mi partido. Reclamé contra esta inexactitud y no sólo los periódicos de mis adversarios, sino hasta El Espectador, que era el de la sociedad secreta a la cual yo pertenecía, acogió con frialdad mi reclamación. En verdad, este periódico andaba entonces arrimándose al Ministerio, siendo el que más influía en ello don Facundo Infante, uno de sus principales editores. Sólo se lanzó a defenderme El Patriota, periódico de los Comuneros. En él, mi amigo Jonama puso en las nubes mi conducta en la sesión por la cual era yo vituperado, y hasta cometió el yerro de dar alabanzas hiperbólicas a mi breve discurso, que pocas merecía, aunque sí que se pusiese en claro cuánto distaba de ser antiparlamentario o desvariado, o excesivamente violento.

Viéndome yo tan mal sostenido por los míos, concebí la idea de pasarme de la sociedad masónica a la comunera, como habían hecho muchas personas con quienes yo solía obrar acorde. Instóme a ello apretadamente Moreno Guerra, y yo, sin responderle con un sí, le di esperanzas que casi valían otro tanto. Gozoso él, dio parte a los suyos de haber hecho mi conquista, y túvose ésta por de tal importancia, que el cuerpo gobernador de la comunería no tuvo a menos circular a todos los de su dependencia, como fausta nueva, la de haberme yo determinado a entrar comunero.

Yo, sin embargo, vacilaba y no había dado la formal promesa que se me atribuía. Era, por cierto, singular la situación de mi ánimo en aquellas horas. En algunas cosas llevaba la oposición a extremos como quien más; en otras, me quedaba corto mucho más no ya que los comuneros, sino aun que los acalorados masones. Así, cuando muchos de éstos se recreaban en leer el soez, aunque a veces chistoso periódico El Zurriago, u otro si cabe peor, que por breve plazo vivió haciéndole compañía, y cuyo título era La Tercerola, yo no encubría mi aversión a tales escritos. Por esto, habiéndose hablado de La Tercerola en las Cortes para condenar sus doctrinas, yo la califiqué con términos no sólo de reprobación severa, sino de desprecio amargo. Así, en conversaciones privadas, afeaba en Istúriz que comprase El Zurriago, y le decía que le disculpaba el leerle, pero no que contribuyese con su dinero a la existencia de papel tan malo. Y nótese que esto lo decía yo cuando El Zurriago todavía me celebraba, y cuando en un número, repartiendo a varios personajes conocidos plumas de pájaros, me adjudicaba la del ruiseñor, como para comparar con el dulcísimo canto de esta avecilla mis discursos. En medio de esto, con notable contradicción por una parte, aunque no en todo con desatino, culpaba de tímida y desconcertada la conducta de una gran fracción del partido exaltado, cuyos votos solían dar en aquellos días triunfos a los ministros, fracción compuesta casi toda de masones, que no podían romper los lazos que los unían con otros de su misma sociedad desde el principio, y siempre desembozados y acalorados ministeriales. ¿Qué apetecía yo, pues, entonces? Imposibles acaso, pero de los imposibles en que suelen soñar más de una vez hombres en otras cosas de no común entendimiento. Quería una oposición a la extranjera, unida y firme, que derribase al Ministerio, y le reemplazase con hombres de sus opiniones no para variar la forma de gobierno ni para destronar al rey, sino para gobernar dentro de la Constitución, cuyo círculo, como el de toda ley política, comprendía mucho terreno, más revolucionariamente en los negocios así domésticos como extranjeros, y para tener sujeto al monarca, en quien no podía dejar de ver un enemigo, pero al cual no opinaba por que se insultase o desacatase. Mudar de dinastía me habría parecido lo mejor entonces; pero deseándolo, no aspiraba a conseguirlo, ni siquiera a ello me encaminaba, no viendo asomo de posibilidad para el logro de mi deseo. Agréguese a esto que algo de presunción, no enteramente infundada, y pasiones vehementes, excitadas por motivos personales, influían en mi proceder y hasta en mis opiniones, ofuscándome el entendimiento. Sabía yo algo de lo que era y es el Gobierno llamado representativo, así en su teórica como en su práctica, o digamos en su juego, y miraba con enojo y menosprecio la presuntuosa ignominia de muchos de mis colegas, la cual los llevaba a no querer estar con los ministros; ni en paz ni en guerra, sino sólo ir alternando en apoyarlos o contradecirlos, por donde los mantenían firmes en sus puestos, y estorbándoles al mismo tiempo obrar con arreglo a un plan fijo y seguido con vigor y firmeza. Aborrecía yo, además, a los ministros, y extendía mi aborrecimiento a no pocos de sus principales defensores en las Cortes, uniendo a mi odio suponer en ellos y en toda su parcialidad negra ingratitud a los que habían redimido a su patria de la servidumbre, y sacado a los corifeos de los liberales antiguos del destierro y de las cárceles para encumbrarlos a los lugares más altos en el Estado. Tal era el estado de mi ánimo cuando los comuneros me creyeron suyo, y yo estuve casi resuelto a serlo. Entre ellos había mucho que yo aprobaba, pero, en general, sin estimar a los hombres de aquella sociedad superiores a los masones, ni mejores sus doctrinas, juzgaba que iban con menos desconcierto, y si no menos desconcertados, menos vacilantes o dudosos en cuanto al paradero a que se dirigían. Quedéme, sin embargo, en la sociedad antigua por varias causas. Fue la primera respeto a los vínculos que me unían con sus prohombres, de los cuales había yo sido ya, y volví a ser, uno de los más señalados entre los comuneros tenía yo también amigos, pero no de los principales cooperadores al levantamiento de enero de 1820, no de aquellos con quienes, por un término de cerca de tres años llenos de graves sucesos, había yo hecho una misma mi fortuna. Fue otra, y muy principal, mi desvío al espíritu exageradamente democrático que entre los comuneros reinaba. Rehusé, pues, afiliarme a su sociedad, y ellos por haberse dado prisa a contarme en su gremio, creyeron desaire con algo de ofensa mi permanencia en otra sociedad, su rival, y con señales de ser en breve su contraria.

En tanto, no sacaba yo ventajas de mi adhesión a la sociedad masónica, y no merecía sacarlas, porque con falta de juicio (mal de que no he llegado a curarme) mostraba despego y aun enfado a aquellos en cuyo favor procedía, no sin sacrificio de mi provecho. Base entonces haciendo algo semejante a lo que suele llamarse fusión de partidos, pero sin plan, sin propósito fijo de hacerla, con torpeza y de tal modo, que se descomponía lo antes unido, sin amalgamar bien una parte de ello con la a que se iba la misma allegando.

Al empezar mayo de 1822, había en las Cortes, bien puede decirse, tres partidos, aunque generalmente sólo se viesen dos, y aunque, por otro lado, consideradas las cosas con prolija escrupulosidad, fuese fácil descubrir más subdivisiones, de las cuales habían de venir en lo sucesivo descomponerse y deshacerse los partidos que existían, para formarse otros nuevos.

Los ministeriales componían casi un tercio del Congreso. De ellos algunos eran masones, pero obedecían más a los dogmas y al interés de su comunión política que a los de su secta. Todos ellos eran tachados de anilleros, y varios de ellos sin motivo, pues no correspondían a la sociedad que era conocida por el apodo del anillo, por achacarles que hubo idea de darse a conocer por un anillo de cierta hechura los que la formaban. Esta sociedad, de la cual me he olvidado de hablar hasta ahora, había nacido a fines de 1821, cuando los alborotos de Cádiz y Sevilla, hechos con notorio quebrantamiento de la Constitución, infundieron sospechas de que los promovedores aspiraban a mudar la ley fundamental de la monarquía. Sustentar íntegra y respetada la Constitución era el propósito ostensible de los asociados, cuya divisa fue, hablando de la misma ley, no consentir ni más, ni menos. Sospechóselos, desde luego, y acusóselos de querer menos, de anhelar el establecimiento de un cuerpo legislador en las Cortes, y éste compuesto aristocráticamente, y también el ensanche de la potestad real, con aumento, así como en verdadera fuerza, en decoro. Ellos, defendiéndose, ofendían y achacaban a sus contrarios intentos de hacer más democrática la Constitución que lo que ya era, y con más fundamento, los de no apetecer otra ley que los ímpetus de la revolución. Como se verá, andando el tiempo, la mayor parte de los anilleros hizo buena la acusación de sus adversarios, declarándose contra la Constitución vigente, bien que a esto contribuyeron sucesos posteriores, no hijos de propósito antiguo, y engendrados, en parte, por los cargos falsos de que las víctimas llegaron a hacerse merecedoras después de haberlos llevado algún tiempo sin motivo. Otros anilleros, al revés, fueron fieles a la Constitución cuando ya era sustentada sólo por una corta porción de los exaltados. Había en el mismo partido ministerial del Congreso muchos apellidados anilleros sin serlo, y de opiniones varias, desde las más cercanas a las de la parcialidad exaltada, hasta la menos distante de las de quienes echaban de menos, o por constancia en la fe antigua o por arrepentimiento, la caída monarquía.

El otro gran partido, en el Congreso de 1822, era reconocido entonces con el nombre de exaltado. Tan numeroso era o tenía fama de ser éste en aquellas Cortes, al abrirse la legislatura, que bien compondría más de dos terceras partes del cuerpo entero. Pero tanto había menguado en fuerza, que había venido a ser una minoría, salvo en pocos casos, y éstos no los de superior importancia o trascendencia. Provenía esta disminución en su número de varias causas. Algunos de su gremio habían ido sucesivamente desertando hacia la bandera ministerial, bajo la cual militaban ya sin encubrirlo, sirviendo allí con sus votos y hasta con sus discursos. Eran estos personajes casi todos de valer por su talento o ciencia. Otros muchos, sin llevar tan adelante o poner patente su desunión, votaban contra los de su parcialidad antigua, ya en público sobre ciertas cuestiones, dando malos pretextos para su conducta, ya en secreto en las elecciones. Quedaba, con todo, sobre la tercera parte del Congreso sustentando las doctrinas y volviendo por el interés del bando exaltado. De éstos había muchos masones, y con ellos estaban casi todos los comuneros. El periódico de la comunería, El Patriota, era el que llevaba la voz del partido en la imprenta.

Los que sin desertar del todo de sus filas obraban contra ellas en las cuestiones de empeño, formaban el partido tercero. Mal puede afirmarse cuántos o quiénes eran, porque solían encubrirse o disculparse en las ocasiones en que no podían proceder de tapado y también fluctuaban en su conducta votando ya unos, ya otros en tal cual cuestión contra los ministros y sus parciales. La tal grey, que hacía haber en el Congreso lo que suele apellidarse mayoría flotante, constaba de masones casi en su total. En cierta manera, llevaba su voz El Espectador, periódico de la sociedad masónica, del cual no podía, a la sazón, acertarse si era amigo o contrario de los ministros, aunque sin declararse suyo, en lo importante les daba ayuda.

La rebelión de Cataluña comenzó a disminuir las distancias que separaban al partido medio del moderado o ministerial, y aun al exaltado del uno y del otro, bien que a costa de dejar malcontentos y como formando gremio aparte, a algunos a quienes repugnaba toda idea de avenencia.

Viose cuánto se iban acercando a los más acalorados los que se sentaban entre los más adictos al Ministerio. El diputado Surrá y Rull, no obstante que los ministros todavía afectaban y aun creían ser de corto peligro el levantamiento de las partidas realistas en Cataluña, rompió en una declamación vehemente sobre los males que padecían aquellas provincias, donde guerrilleros feroces andaban, según dijo, taladrando (por talando) los campos. En secreto hubo de convenirse en que algo se dijese en las Cortes, y aun que se hiciese algo donde se mostrase atención al mal que iba sobreviniendo, y disgusto, sobre todo, de la conducta del Gobierno francés, el cual, si no desembozadamente, poco menos, apadrinaba a los levantados que guerreaban cerca de la frontera. Para el intento determinóse sacar a discusión el mensaje del Congreso al rey, que extendido en virtud de la resolución de las Cortes, obtenida por sorpresa, dormía en la Comisión que lo había aprobado, con intención de dejarlo aún durmiendo. Vino la discusión, y empezó tomando yo la palabra pro forma contra el mensaje, aunque hecho por mi amigo Saavedra. En aquella ocasión comenzaba yo a cobrar fama de orador en las Cortes, siendo así que poco antes hasta había llegado a creerse y a decirse que si no podía negárseme ser sobresaliente en las Sociedades patrióticas, mi oratoria fogosa no parecía tan bien, ni aun de las mejores, en el Cuerpo deliberante. Mi discurso, en el caso de que hablo, fue muy aplaudido, porque lisonjeaba pasiones que en muchos de mis contrarios eran tan vehementes cuanto en mí y en los de mis opiniones. Hablé contra el Gobierno francés en términos de extremado vituperio. Fui menos severo que ser solía con los ministros, y hasta alabé algo en Martínez de la Rosa. Tocó a Argüelles hablar en pro del mensaje, y lo hizo sin impugnar mi discurso, y aun aplaudiendo en él varias cosas. El debate fue corto y templado, y aprobándose el mensaje, le di yo mi voto favorable. Pobres armas eran éstas contra los peligros que sobrevenían; pero no teníamos otras mejores de que echar mano en pro de nuestra causa los allí congregados.




ArribaAbajoCapítulo XX

Desistencia de las Cortes en el proceso del autor.-Aumento de las facciones en Cataluña.-Alocución de la Diputación provincial de Cádiz contra los exaltados.-Cuestiones a que da lugar y perplejidad de los representantes en las Cortes por esta provincia.-Alboroto en Aranjuez el día de San Fernando. Rebelión de la Artillería en Valencia, sofocada brevemente.-Gómez Becerra, elegido presidente de las Cortes.-Debate en las Cortes sobre los acontecimientos públicos.-Discusión para la reforma de la Guardia real. Ultimas sesiones de la legislatura.


Al paso que se celebraban las avenencias públicas, sucedió, como era de presumir, haberlas asimismo secretas. Dijeron entonces, y por los efectos apareció no ser mentirosa la voz esparcida, que varios de los de nuestra parcialidad convinieron con los de la opuesta, entre otras cosas, en que desistiese el Congreso de su empeño en compeler al Tribunal de Justicia a pasar al de Cortes la causa que se me estaba formando, para no disgustar a los magistrados, ya muy encarnizados conmigo por haber dado margen el negocio de mi proceso, a destemplarse contra ellos algunos oradores. Lo cierto es que no volvió a hablarse más del asunto, sirviendo yo de víctima sacrificada en obsequio de la reconciliación de los partidos. Singularidad de mi destino es que si hubiese quedado en pie la Constitución al cesar yo de ser diputado, me hubiera visto, en 1924, puesto en juicio ante personas prevenidas y hasta enconadas conmigo, personas cuya falta de imparcialidad era más de presumir y de temer cuanto al tratarme con rigor no obrarían movidas por odio privado, sino por espíritu de cuerpo, al cual suelen sacrificar la política, hombres, por otra parte, rectos, por lo mismo que, lejos de conocer su yerro procediendo así, se figuran que proceden justa y acertadamente. Verdad es que no habría caído sobre mí pena grave, siendo mi culpa leve y no deshonrosa, pero siempre hubiera tenido que llevar una condena apareciendo quebrantador de la Constitución, al cabo de mis sacrificios por restablecerla y sustentarla, sin que cupiese duda de que le era yo más adicto que mis jueces.

Corría así el mes de mayo y estaba próximo a terminar, y con él el plazo común de la legislatura de aquel año, sin ocurrencia alguna de primera nota. En el Congreso era ya casi constante la mayoría que daba apoyo a los ministros. Pero si en la palestra de los Cuerpos deliberantes veían éstos correr viento en popa su fortuna, no así en los campos de batalla, donde amagaban duras tempestades y empezaban ya a dejarse sentir. En Cataluña los principios de guerra civil habían adelantado tanto, que la ya existente lo era verdadera y formal, con señales de hacerse porfiada y peligrosa. En las ciudades, y entre los constitucionales ardorosos, inferiores acaso en número, pero superiores en poder a los de más juicio y tibieza, eran enemigos acérrimos del Ministerio, al cual achacaban con injusticia notoria, pero común en circunstancias tales, el levantamiento de los realistas, y con más razón los recelos y odio con que eran mirados, bien que no sin merecerlo. Innegable era que los ministros atendían más al peligro que les venía encima por parte de la gente alborotada, que al de la campaña, donde ya aparecían pujantes y con evidentes señales de llegar a gran poder los parciales de la monarquía absoluta.

Entre cosas tan grandes solía suceder, como es achaque de las revoluciones, darse valor a pequeñeces. Los diputados por Cádiz teníamos por entonces un compromiso de aquellos harto frecuentes en los sucesos de la política, en que se ven los hombres como precisados a sustentar una causa que condenan como injusta, y también como desatinada, avergonzándose de lo que hacen, y por lo mismo convirtiendo su vergüenza en enojo contra sus adversarios. En la Diputación provincial de Cádiz había cobrado ascendiente don José Vicente Durana, con justo motivo resentido de la persecución de que había sido víctima, y muy adicto a los ministros y al partido moderado, y siendo hombre de muy buenas prendas, pero un tanto obstinado y rencoroso en su honradez, se recreaba en hacer guerra a los enemigos del orden, sin advertir que se la hacía a los suyos privados. A su lado, e influyendo notablemente en su espíritu, estaba el célebre Reinoso, libre ya de la tutela en que le tenía Istúriz, y como deseoso de desquitarse de la pena de haber empleado su pluma en combatir sus propias opiniones, cosa dura para un hombre de bien, y más dura aún para quien hermana con esta cualidad la de ser de condición soberbia. Salió, pues, a luz un papel, especie de manifiesto o alocución de la Diputación provincial, donde con sobra de razón, y también con algo de pedantería, se culpaba el desmandado furor con que algunos, por escrito, y otros de palabra y obra, vilipendiaban los objetos más dignos de reverencia tiznaban las reputaciones, predicaban máximas impías y subversivas de las leyes, y provocaban a la alteración de la paz pública. El escrito contenía doctrinas sanas y las más de ellas triviales, en estilo elegante, trabajado, y con tan extremada lima, que parecía afectado a fuerza de ser correcto. Pero al hablar contra los de la parcialidad exaltada, no dejaba de tachar, como de refilón, la conducta de los diputados a Cortes por la misma provincia. Resaltaba, pues, ser de desorden y mal ejemplo un paso dado con la mira de volver por el orden y la moral, porque la Diputación provincial en cuerpo no debía hablar de política y menos ponerse en contraposición ella, cuerpo meramente administrativo, con los elegidos por el pueblo para representarle en las Cortes. Pero si se excedió de sus facultades la Diputación provincial, mucho más traspasaron las suyas y conculcaron toda doctrina razonable las autoridades de Cádiz, pertenecientes al bando contrario. Los del Ayuntamiento de la ciudad capital delataron como subversivo el manifiesto, y no por negar a la Diputación el derecho de hablar sobre materias políticas, pues mal podían negarle cuando también querían ellos ejercerle, sino por las doctrinas contenidas en la obra, sanas y ciertas todas ellas. El imperfectísimo Jurado que había entonces no osó ni condenar ni absolver, excusándose de actuar los que a componerle fueron llamados. Pero el Ayuntamiento llamó a otros y otros, hasta que, con informalidad escandalosa, logró formar uno que condenase el escrito delatado. Tal proceder, contrario a la justicia y a la razón, hubo de chocar a muchos, tanto más cuanto aparecía puesta en causa la alta autoridad administrativa de la provincia. Hubo de venir el negocio a las Cortes, y antes de tratarse en ellas los diputados por Cádiz nos vimos asaltados por los dos lados opuestos. Nuestros afectos privados estaban muy combatidos en semejante contienda. Dolíanos y enojábanos hallarnos desaprobados y aun hasta cierto punto vituperados por un cuerpo que carecía de autoridad para calificar nuestro proceder.

Nos unía amistad más o menos estrecha con algunos de nuestros mismos impugnadores, y con los que a éstos hacían guerra. Por último, aunque nos cegaba bastante la pasión, bien veíamos lo irregular de la conducta del Ayuntamiento, y aunque nos inclinásemos a éste en medio de conocer que iba errado, teníamos la suficiente probidad o soberbia para no manifestarnos parciales de una loca denuncia o de un absurdo, porque la condenación de nuestros contrarios lisonjease nuestro amor propio. Agregábase a esto la diferente condición y situación de cada uno de nosotros, aun cuando siempre votásemos y obrásemos acordes. Istúriz se dejaba llevar de la ira, yo de la misma pasión y de mi deferencia a mi amigo, Abréu de su propensión a los de opiniones más extremadas, y Zulueta, a quien sus doctrinas y temple hacían moderado, y la amistad tenía entre los exaltados, también estaba ligado por vínculos muy estrechos con los de la Diputación provincial y los que a ésta defendían. No sabíamos qué hacer, y fue fortuna que, sobreviniendo sucesos de superior importancia, quedase sin resolver y olvidado este negocio.

Los políticos de grande entidad no escasearon al terminar mayo. Poco antes se había resuelto que durasen las Cortes el mes cuarto que permitía la Constitución a la legislatura ordinaria.

Para cualesquiera ministros, en aquellos días, y con la Constitución tal cual era, venían a ser las Cortes un arrimo indispensable, o poco menos.

En tanto, el día penúltimo de mayo fue señalado por más de un acontecimiento grave. Celebrábase el día de San Fernando, por serlo del santo del rey. Hallábase la corte en Aranjuez, disfrutando del recreo y regalo de sus arboledas en la primavera. Acudieron al besamanos cortesanos de toda especie y empleados constitucionales que de mejor o peor gana hacían al monarca el acostumbrado acatamiento. Acudió, asimismo, gran golpe de curiosos, entre los cuales abundaban los campesinos del contorno, gente toda ella muy apasionadamente adicta a su rey. Juntáronse éstos con la turba de jardineros y otros dependientes de palacio, a todos los cuales era la Constitución odiosa. También en la Guardia real de Infantería, donde dos años antes predominaban los constitucionales, habían llegado a cobrar gran poder los del opuesto partido. Resultó de ello turbarse la tranquilidad en el Real Sitio, empezando un destemplado vocerío de vivas al rey, con evidentes trazas de quererse pasar de los gritos a las obras. Si bien era notorio desatino tachar de sediciosos en una monarquía los vivas dados al rey, sin añadir el epíteto de constitucional, en aquel tiempo aclamar al rey puramente equivalía a declarar que no se le quería ver sujeto a la Constitución, y las palabras tienen el valor de los intentos que descubren o de las acciones a que incitan. Pero lo ridículo del desorden de Aranjuez, en el 30 de mayo de 1822, consistió en que se llevó a lo sumo el desacierto contra las leyes vigentes, sin llegar a hechos de que pudiesen sacar alguna ventaja los voceadores. El rey gustaba de semejantes escenas, en que encontraba desquite de insultos llevados con mal reprimida ira, y en que también tentaba el aliento y número de sus parciales, a quienes esperaba emplear de allí a poco en tentativas más serias. Acudieron a contener el alboroto varias personas; milicianos nacionales de Aranjuez, más ardorosos por estar rodeados de enemigos llenos de igual ardimiento por la contraria causa; las autoridades del Real Sitio, por exigirlo así su deber, tanto cuanto por inclinación; no pocos oficiales de las reales guardias, celosos de mantener la disciplina y también las instituciones de que eran devotos, y el general don José de Zayas, a quien tocó hacer en aquella ocurrencia el papel principal, hombre de mérito, valiente, pundonoroso, muy acreditado en la guerra de la Independencia, solamente mediano en luces e instrucción, vano, por demás, y lleno de caprichos, y que tenía el de darse por no constitucional y sí deseoso de un Gobierno monárquico templado, con una Constitución a la inglesa o francesa, y de oponerse a los medios violentos y punibles necesarios para derribar al Gobierno, al cual estaba él mismo de continuo desacreditando. Gozaba Zayas, en medio de las singularidades de sus deseos y situación, de no poco valimiento con el rey, y en esta ocasión, sin embargo, se puso a riesgo de perder, en todo o en parte, la privanza que estimaba en mucho, pues salió a reprender a los alborotadores, y especialmente a los soldados que entre ellos estaban, y consiguió apaciguar el tumulto.

Nada, al parecer, hicieron los ministros sobre un suceso tan escandaloso. Sabido en Madrid, excitó hasta lo sumo el enojo en la gente acalorada. Sin embargo, el cuerpo director de la sociedad masónica no hubo de irritarse en demasía contra la tibieza real o aparente de los ministros, pues los que especialmente llevaban su voz en las Cortes y en los periódicos se contentaron con dar altos elogios al general Zayas. Señalóse en este punto El Espectador, achacándose lo que decía a don Facundo Infante, militar, diputado y escritor diligente, de quien con frecuencia va hecha mención en las presentes MEMORIAS. Ni los comuneros, ni muchos de los de la otra sociedad, entre los cuales me contaba yo, llevaron a bien que tanto se ensalzase a un personaje que hacía gala de desaprobar la Constitución establecida. El Zurriago, con chiste más fino que el suyo ordinario, aunque con injusticia, calificó el lance de Aranjuez y la conducta del tan elogiado general de sainete en-zayado.

Pocos días pasaron sin que se supiese otro acontecimiento más grave que el mismo de Aranjuez, porque llegó a ser una sublevación declarada. En Valencia, los artilleros, hartos de sufrir insultos de la plebe constitucional, no obstante ser en general su cuerpo adicto a la Constitución, se habían convertido en partidarios del rey a fuerza de oírse calificar de serlo, y cuando en la mañana del día de San Fernando pasaron a festejar el del monarca con el ordinario saludo, desde la ciudadela se hicieron allí fuertes, y se declararon en rebelión, aclamando el Gobierno absoluto. Pero la ciudadela de Valencia merece poco el nombre de fortaleza, estando dominada hasta por el edificio contiguo de la Aduana, Así fue que acudiendo contra los rebelados los constitucionales, y entre éstos la Milicia nacional valenciana, pronto los pusieron en tal aprieto que hubieron de entregarse a merced, durando la sublevación pocas horas. Entrada la ciudadela, fueron los vencedores a ver la persona del general Elío, allí preso, a quien con harto motivo, pero sin prueba alguna, se sospechaba no sólo de participante en la rebelión, sino de ser uno de sus principales motores. Encontraron al pobre cautivo encerrado en su calabozo, como si en el corto plazo que vivió la sublevación hecha en pro de la causa por que estaba padeciendo nadie hubiese pensado siquiera en darle libertad, cosa nada creíble. Originóse de ello, como se verá después, activarse el proceso del desdichado general hasta terminarle, enviándole al suplicio; asesinato cruel encubierto con algunas fórmulas legales, y aun éstas no muchas ni bien observadas.

Otro incidente singular acompañó a este levantamiento. Residía en Valencia un oficial de Artillería de agudo entendimiento y algunas dotes de escritor, y había empezado a esgrimir la pluma, no sin acierto, contra los alborotadores en breves folletillos sueltos, publicados, como El Zurriago, sin período fijo. Mezclaba en estas obrillas con la prosa varios versillos satíricos, con bastante sal, pero acre, y no respetaba a los diputados a Cortes por Valencia, ni a la parcialidad extremada del Congreso. Dieron golpe y agradaron sus escritos, tanto más cuanto hasta entonces casi tenían el monopolio de las burlas los del bando contrario. Como apasionado, el escritor artillero creía y propagaba hasta las calumnias que oía contra sus adversarios, y no dejó de suponerlos criminales en la supuesta ocultación del Código ni de ponderar la escena que en secreto pasó en las Cortes cuando se echó de menos, siendo así que sólo podía tener de ella muy imperfectas noticias. Así decía:


Minutas perdidas
minutas halladas
... ... ... ... ... ...
Guardias prevenidas;
pecheras rompidas
a lo tragalista
¡Qué bonita vista!

Ladeándose a cada hora más y más al lado a que empezó a inclinarse, iba a caer o había caído en defensor del Gobierno absoluto, o cuando menos en furibundo contrario de los constitucionales todos, cuando ocurrió la rebelión de los de su campo, lo cual, o por sólo haber venido a desmentirle, o por haberse frustrado, le hizo tal efecto, que en breve, por sus propias manos, dio fin a su vida. Su suicidio pareció prueba de su complicidad con los rebeldes, aunque tal vez, por el contrario, fue hijo de su despecho al ver en cierto modo justificados a los enemigos de los artilleros de Valencia, que habían venido a serlo suyos personales.

Todos estos acontecimientos era fuerza que ocupasen la atención de las Cortes. Más la hubieran ocupado, aun a haber sido entonces costumbre en el Ministerio asistir a los debates; pero el Congreso, que a la sazón gobernaba por sí, no ejercía en los actos del Gobierno la intervención inmediata, pero constante, que, a ejemplo de otras monarquías constitucionales, ha ejercido en tiempos posteriores.

Antes de empezar debate alguno sobre el estado de la nación, midieron sus fuerzas los partidos en la elección de presidente para el cuarto mes de la legislatura. Tan allegados estaban ya al Ministerio y a la parcialidad moderada muchos de la exaltada, que la primera ganó la elección por considerable número de votos. Fue, pues, nombrado presidente don Álvaro Gómez Becerra, cuyo nombre estimarían acaso ver entre los parciales de la moderación los que juzguen por los partidos de nuestros días, lo que eran los de una época harto desemejante de la presente. El señor Gómez Becerra, hombre ya maduro, había servido como jefe político en varias provincias, después de haber sido letrado, y tenía concepto de laborioso, distinguiéndose hasta por acompañar sus órdenes y las providencias y leves del Gobierno y Cortes, cuando las comunicaba para su cumplimiento, con ciertas como disertaciones o alocuciones no mal pensadas y escritas en mediano estilo, aunque algo impertinentes y prolijas. En el Congreso apenas había hablado, y solía votar con los partidarios del Ministerio. Su elección no disgustó mucho, desde luego, a los exaltados que a ella habían dado el voto contrario, pero desagradó en breve a sus amigos anteriores que le habían elegido, acusando, sobre todo, extrañeza e incomodidad lo tosco de sus modales y el señalarse por su aspereza contra el partido moderado, más que contra el opuesto. ¿Quién pide la palabra por ahí?, se le oyó decir con tono acomodado a lo poco culto de la frase para usada de tan elevado puesto.

Pero importaban poco estas cosas, aunque en la ceguedad de aquellas horas, aun a ellas atendiésemos. Por otra parte, los debates distaron mucho de tener la importancia que requería la gravedad de los negocios sobre que versaban. Hablaron los ministros sobre los sucesos de Aranjuez y Valencia y sobre la guerra civil, llegada a ser incendio, que consumía a Cataluña. Fueron brevísimos los discursos, que hoy habrían llevado horas y horas. Como entonces no se pensaba en hacer del total de la conducta del Gobierno asunto de discusión, salvo en algún caso particular, y como la responsabilidad ministerial, según estaba definida y entendida, se reducía a responder cada individuo del Ministerio de los actos contra la Constitución o las leyes que con la firma hubiese autorizado, haciéndose poco caso de la responsabilidad moral, y casi no conociéndose los votos de censura por atender a la que nunca o rara vez se hace efectiva, fue fácil al Ministerio la defensa. Verdad es que yo, ahuecando la voz y hablando de los pecados de omisión que pueden cometer los ministros, suponiendo que los de aquel día los habían cometidos muy graves, repetí las palabras atroces del girondino francés Fauchet contra el ministro Delessert, en 1792, cuando achacándole no haber impedido los asesinatos de la nevera de Aviñón, decía que no le quería ver muerto, sino vivo, respirando entre los cadáveres infectos de los que habían perdido la vida por su culpa. No hizo efecto la cita, y no estando montado el debate al tono en que tal vehemencia aterrase o agradase, yo, que solía ser aplaudido, no lo fui, y aun ni siquiera salí honrado con una réplica fuerte por Martínez de la Rosa, a quien dirigía particularmente mi invectiva.

Las sesiones de las Cortes, en el mes de junio, fueron laboriosas, despachándose en ellas con precipitación varios negocios. Los más de éstos, sin embargo, eran cosas pequeñas, comparadas con las grandísimas que llamaban la atención en grado sumo. No debían, con todo eso, contarse entre las pequeñeces las reformas que se hicieron en algunos cuerpos de la milicia. Los guardias reales de Infantería, antes apellidadas españolas y valonas, fueron parte de los reformados, aunque no quedaron, desde luego, extinguidas. Quizá fue imprudencia tocar este punto; pero a fin de juzgar si haciéndolo se obró con temeridad, sería necesario hacerse cargo de la diversidad de pareceres que llegaban a los oídos de los diputados, pareceres esforzados todos con razones poderosas que persuadían no sólo de la necesidad, sino de la urgencia de lo que aconsejaban. En las guardias había oficiales y sargentos constitucionales acérrimos, y otros empeñados con igual ardor y tesón en sustentar la causa opuesta. Aun a estos últimos oíamos, o directamente, o por revelaciones de su modo de pensar que se nos hacían. Quizá por loco entusiasmo de unos, y también por la perfidia de otros, vino a casi convencernos de que la reforma, sin dejar de tener peligros, era preferible a la resolución de dejar las; cosas como estaban. Ello es que la reforma fue votada después de una discusión ligera, asistiendo a oír el debate, desde las tribunas, buena parte de la oficialidad del uno y del otro partido y advirtiéndose muy atento, con trazas de solícito, a don Luis Fernández de Córdoba, de quien era notorio ser el más activo y arrojado entre los de la parcialidad realista, cuya cabeza venía a ser en cierto modo, no obstante su calidad de subalterno. Dio golpe su visible afán, y como pronto probaron los sucesos, no sin motivo.

También quedó reformado, y del todo abolido, el cuerpo de Caballería de carabineros reales. Hice yo con este motivo un discurso más tachado que aplaudido, probando ser aquel cuerpo acérrimo enemigo de la Constitución; verdad que en sentir de muchos debía callarse, fundándose los que aconsejaban extinguirlo en que era demasiado costoso.

Iba así terminando el mes, y según las ridículas disposiciones de la Constitución, hiciesen o no falta las Cortes, había precisión de cerrarlas. Como hubiese mil negocios pendientes de los que entonces despachaba el Congreso, aunque eran meramente gubernativos, menudeaban las sesiones, y las de la noche eran diarias, llegando algunas a alargarse hasta alborear el nuevo día. Lo adelantado de la hora y ser de corto empeño y entretenimiento las materias que se trataban, eran causa de quedar desiertas las tribunas, ocupándolas los soldados que hacían guardia al Congreso y aun de las reales de Infantería, dispuestos ya a la sublevación, que llevaron a efecto muy en breve. Fue fama que en una de estas noches estuvo aquella gente a punto de hacer fuego desde la galería o tribuna principal al salón, disolviendo así las Cortes. Fuese o no verdad este rumor esparcido después de la rebelión de las mismas tropas, lo cierto es que se hallaban éstas preparadas a cometer un atentado, siendo muy de extrañar que hubiesen seguido fieles guardando al Congreso, cuya disolución anhelaban.

La noche del 28 al 29 de junio, que emplean los madrileños en la diversión popular de la verbena de San Pedro, pasó en paz, como suele suceder con semejantes fiestas, aun en épocas más alborotadas. Salimos del Congreso como a las dos y media de la madrugada, y yo, aunque ya no calavera como suponían mis enemigos, todavía de un vivir alegre, bajé al Prado, y me entretuve, deteniéndome a comer una cena-almuerzo en el jardinillo del Tívoli, fonda-café, donde a la sazón era grande la concurrencia. Así, sin tomar descanso, nos íbamos preparando a llevar las fatigas corporales y mentales que nos estaban preparadas para los días siguientes.

El 29 fue de gran trabajo. Hubo larga sesión por la mañana para el despacho de los miles de expedientes que había por despachar en el Congreso. Volvióse a la sesión a las nueve de la noche, y muy claro el día 30, cuya luz había de alumbrar grandes sucesos, que durarían una semana de peligros y ansias, nos retiramos a las cuatro de la mañana, yendo yo en el coche de mi íntimo amigo don Ángel Saavedra, hoy duque de Rivas, mezclando en nuestra conversación los negocios políticos con otros de varias clases, y si en algo inquietos por no ser tan ciegos que no viésemos el aspecto amenazador de las cosas, no asustados como era razón estarlo en horas tan críticas, sin duda porque éramos mozos y la revolución no vieja todavía, y resultaba de lo uno y de lo otro no entregarse los hombres al desmayo ni a los amargos presentimientos que éste produce.

La mañana del 30 estaba destinada a la ceremonia de la sesión regia con que se cerraban los trabajos de la legislatura ordinaria. Venía el rey en persona a la solemnidad, siendo ésta una de sus muchas rarezas. Como hubiésemos sido nombrados para una de las comisiones destinadas a recibir a las personas reales, Argüelles y yo nos sentamos inmediato el uno al otro. No seguía yo acalorado contra él como en 1820, o como al empezar las Cortes, y si bien no había entre nosotros amistad, comenzaba nuestro trato a ser no sólo cortés, sino cariñoso, hasta cierto punto. Trabamos, pues, conversación y la seguimos larga, habiendo pasado bastante tiempo en esperar la llegada del rey. Ambos estábamos descontentos e inquietos, y ambos como que intentábamos encubrir aun a nuestra propia vista la grandeza de estos peligros y males propios, más para justificar y aumentar nuestros pesares y temores que para desvanecerlos o disminuirlos, y en medio de esto présaga nuestra imaginación preveía, aunque confusamente, desgracias superiores a las que debían colegirse como consecuencia de las ya conocidas. Entró Fernando, adusto, como solía, y más aún que de ordinario, y leyó su discurso con la voz firme y clara pronunciación de que no sin justicia estaba envanecido. Levantóse, salió, y muy en breve le siguieron los diputados. Pero apenas estábamos en la calle, cuando voces, carreras, desorden, cerrar de puertas, acudir los milicianos a las armas, nos avisaron estar empezando un alboroto de índole peor que todos cuantos hasta entonces habían ocurrido.