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ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajoCapítulo I

Situación de los constitucionales en la Isla.-Reúneseles fuerza de artillería y el batallón de Canarias.-Carácter militar del alzamiento.-Toma del arsenal de la Carraca.-Otras medidas y ventajas que obtienen los constitucionales.-Tentativa para apoderarse de la Cortadura.-Proyecto para crear una Junta.-Malograda tentativa de Santiago Rotalde en Cádiz.-Riego, enfrente de las tropas realistas en el Puerto de Santa María.


A mi entrada en la isla de León, las cosas habían tomado muy diferente rumbo y puéstose en muy otro estado que lo que habría sucedido si en los días 3 a 5 de enero hubiese venido Cádiz a poder del Ejército y de la conjuración, su compañera. En el día 6 había entrado por la vez primera Riego en la isla Gaditana, ufano de su triunfo, pesaroso de verle puesto en peligro por la resistencia de Cádiz, desdeñando a Quiroga, trayendo consigo tropas que le admiraban y querían, y nada dispuesto a obedecer al que en secretos conciliábulos había sido elegido general de la proyectada empresa. El que había ejecutado con suma felicidad la sorpresa de Arcos y salido hasta entonces airoso y satisfecho de todo cuanto había acometido, tenía en poco al que había traspasado la línea del puente de Zuazo y no pasado de aquí, no contándosele como mérito la dificultosa felicidad de su primer hecho y sí el malogramiento de la parte comparativamente fácil que le quedaba que hacer para llevar su obra a próspero remate. Además, en Riego celebraban todos al hombre más que a sus secuaces, y el mérito de la entrada en la isla de León estaba reputado anónimo; esto es, era de todos y de ninguno, pues nadie le achacaba a Quiroga, lo cual no dejaba de ser injusto. En esta disposición de los ánimos, imposible es decir lo que habría ocurrido de no haber mediado los presos fugados de San Sebastián, entre los cuales, especialmente Arco Agüero, gozaba de grande autoridad, y, además, era neutral, siendo hombre de ingenio y alguna instrucción, aunque inferior en este último punto a don Evaristo San Miguel, a quien sólo llevaba la ventaja de ser menos parcial de Riego. Al cabo se compusieron las cosas. Ratificóse la elección de general hecha en Quiroga, aunque no faltó quien desaprobase este acto, hijo, sin embargo, de cordura. Hízose otro nombramiento, que fue el de don Felipe Arco Agüero para jefe de Estado Mayor. A los demás caudillos se dieron mandos competentes, recayendo en Riego el de una división, y llamándosele comúnmente general, aunque sin ponerse otra divisa que la de comandante de batallón, ni Quiroga otra que sus tres galones de coronel, como las llevaban ambos antes del alzamiento. Siguióse publicar en la ciudad de San Fernando, con la solemnidad posible, la Constitución de 1812 no porque hubiese sido, como está dicho, el intento primero de los conjurados atarse las manos con la adopción de esta ley o aparecer resueltos a dictársela a la nación y al trono, sino por razones, a la sazón, poderosas; haberla puesto Riego por lema en su levantada bandera y estar próxima al Ejército la población de Cádiz, a los ojos de la cual una sublevación militar sin objeto patente sería temible y considerada como un medio de deshacer una expedición cuyo objeto era reconquistar parte de América, desagradable; cuando, al revés, la Constitución proclamada era para los gaditanos nuncio y símbolo de libertad conveniente o posible en España y objeto de su pasión ciega. Al mismo tiempo fue impresa, publicada y leída a las tropas la primera proclama de Quiroga, escrita, como se sabe, por mí en Jerez, tres o cuatro días antes del alzamiento en Las Cabezas, y cuyo contenido disonaba de la situación presente. En medio de esto, el número de los levantados era corto y daba motivo a los más serios temores. Quedaba en poder de las tropas del rey el arsenal de la Carraca, con lo cual la posición de San Fernando era, por demás, insegura, teniendo por el frente contraria a Cádiz, por la espalda a toda España, y al referido arsenal por un costado, por donde ni había defensa, ni era fácil que la hubiera. Algunos motivos de confianza venían a templar los sinsabores de situación tan desventajosa. No sin razón se esperaba que muchos de los cuerpos comprometidos para llevar a efecto el alzamiento, imitasen a los que se habían declarado. Realizóse en parte esta esperanza con haberse presentado en la isla de León el comandante de la artillería del Ejército don Miguel López de Baños, seguido del lucido y resuelto escuadrón de sus artilleros y del batallón de Infantería de Canarias. Sin embargo, aun en este próspero suceso había margen a disgusto y recelos para lo futuro, porque las tropas recién llegadas, viniendo de camino, habían tropezado con otras igualmente obligadas a tomar parte en la comenzada empresa y no habían logrado traerlas consigo. Así alternaba lo amargo con lo dulce. Corto como era el refuerzo recién venido, debía tenerse y se tuvo por de muy crecido valor, señaladamente tomando en cuenta el de la artillería. En efecto, según estaban las cosas, se hacía necesario armar baterías, y hasta entonces faltaban entre los sublevados quienes pudiesen servirlas o mandarlas; ni era por esto sólo por lo que fueron útiles sobre manera los artilleros. Su oficialidad era celosísima del bien de aquella empresa, y compuesta, con rara excepción, de masones; y con tal empeño coadyuvó a la causa común, que hizo todo linaje de servicios y muy particularmente el de caballería, porque entonces estaba montada la tropa de la artillería llamada volante o ligera. Aun resultó una ventaja más de contarse aquel escuadrón en el escaso número de las tropas constitucionales. En el cuerpo general del arma, por el espíritu de unión que le anima y por circunstancias particulares de aquella época, vino a hacerse como causa común la de los que estaban con Quiroga y Riego; circunstancia que contribuyó poderosamente a que, corriendo el tiempo, se enarbolase el pendón constitucional en otros lugares de España y en toda ella alcanzase completo triunfo.

Como era de suponer, la autoridad de Quiroga era titular, o poco más, si acaso algo. Las logias, lejos de cesar en el Ejército, adquirieron aumento de fuerza y número. Empezóse a iniciar oficiales a toda prisa. Aun se dio entrada en ellas a algún sargento, bien que hubo la cordura de obrar en este punto con parsimonia, no faltando imprudente que quisiera abrir la mano a la admisión de los de clases inferiores, creyendo que pues la causa era de todos y voluntaria la obediencia, convenía sustituir el espíritu de secta o fraternidad al lazo o yugo de la disciplina. Una logia general solía entender en los negocios principales, pero su autoridad reconocida tenía otra que la contrarrestase, disponiendo varias cosas entre sí los diversos caudillos en juntas secretas.

Así, no había Gobierno propiamente, porque aun el masónico había desaparecido. El viejo Vega, llegado a San Fernando el 5 ó 6 de enero, bien intentó ejercer su prerrogativa de presidente del Soberano Capítulo; pero encontró muy poca disposición a obedecerle o aun a respetarle. En verdad, la empresa se había hecho militar puramente, y querer mezclar en ella la autoridad civil pública u oculta era notorio desatino, sin contar con la imposibilidad de conseguirlo aun cuando se intentase. Por otra parte, cayó sobre Vega y sobre todos cuantos con él habíamos obrado acordes la culpa de no haberse hecho el Ejército dueño de Cádiz, culpa por la cual quedaron completamente dados al olvido nuestros servicios anteriores, figurándose el último subalterno del ejército más comprometida su persona que la nuestra y mayores sus servicios a la causa de la Constitución proclamada. En una palabra, los que no vestíamos uniforme éramos mirados como paisanos en un campamento, y paisanos que nada habían hecho ni podían hacer como correspondía a su profesión inferior. Vega no tuvo la cordura de conocer su situación, y así le encontré desesperado y proyectando desvaríos contra Quiroga, sin que por esto se pusiese de parte de Riego, aunque por fortuna hubo de contentarse con desahogar su enfado en amargas quejas. Yo, como se verá, entrado en la isla de León, tuve el desacierto, en mi situación irremediable, de hacer causa común con él hasta cierto punto, y la cordura y también la fortuna de templarle en sus arrebatos y de separarme de él, haciendo mi persona útil al común servicio.

En la hora de mi entrada en la residencia del Ejército constitucional la encontré llena de alegría por un suceso sobre manera favorable, y tal, que sin él la causa de la Constitución habría muerto muy en los principios de su vida nueva. En la noche anterior había sido tomado por los de Quiroga el arsenal de la Carraca sin derramarse una gota de sangre, y aun se puede decir sin sentirse. El comandante don Lorenzo García, llamado el Fraile, y el capitán de guías don Félix Combés, se llevaron el lauro principal en esta expedición, la cual pinta los tiempos según eran en los días primeros del año de 1820. El arsenal estaba guarnecido por una cortísima fuerza del batallón de Soria, cuyos oficiales no eran masones ni conjurados. Cuidaban mal de la defensa de su punto, al cual llegaron los constitucionales en lanchas o botes, desembarcando sin ser sentidos. Una vez en tierra, los agresores tropezaron con los defensores de la Carraca, pero los oficiales de los primeros se fueron a los de los segundos y los abrazaron, como si esperasen, en vez de hostilidad, recibir la bienvenida. No se equivocaron, pues al sentirse abrazar convinieron los otros en tratar como amigos a los que venían, portándose como tales. Hubo un tambor de la guarnición que intentó tocar, llamando al arma; pero Combés le apaleó como a desobediente, y como siempre sucede, quedó reconocido estar la autoridad en quien ya la ejercía y de donde venía el castigo a los indóciles. Los oficiales de la guarnición de la Carraca quedaron incorporados al Ejército llamado nacional como cosa corriente.

No se celebró este feliz suceso sólo por lo que era en sí, siendo mucho, sino como nuncio de iguales prosperidades. Túvose por seguro que dondequiera que se presentasen los constitucionales a los que poco antes eran sus compañeros no encontrarían resistencia.

Riego, ausente en Puerto Real en la noche de la toma de la Carraca y pasado el siguiente día a Medina Sidonia, no se detuvo en esta última ciudad, donde su presencia era de todo punto inútil, y se volvió a San Fernando, donde pronto se resolvió una expedición contra la Cortadura, casi con seguridad de entrarla como se había ganado el arsenal amistosamente. Antes de hacerse esta tentativa reinaba buen humor, en los días anteriores no conocido. Pero el objeto de todas las celebraciones era Riego, a quien ya se daba el nombre de héroe de Las Cabezas. Él, por su parte, gustaba infinito del aplauso popular, ya viniese de militares, ya de paisanos, y para buscarle se afanaba, complaciéndose en discursos al aire libre o en lugares de concurrencia numerosa, en vivas y en canciones. Sobre este último punto encargó a San Miguel y a mí que hiciésemos una alusiva a las circunstancias, para que, puesta en música, fuese cantada por las tropas. Mientras desempeñábamos este trabajo y se emprendían otros de superior importancia, celebróse una gran logia sin objeto determinado, sino para emplear el tiempo que en las largas noches de invierno sobraba. Vivo aún el primer entusiasmo, fue propuesta y quedó aprobada en aquella Junta una idea no llevada después a efecto sino por pocos en la parte que no era correspondiente. Consistía la proposición aprobada a que me refiero en que se formasen y publicasen listas de todos los oficiales y paisanos de alguna suposición que nos hallábamos empeñados en la empresa pendiente, como por vía de reto al Gobierno de nuestra resolución de vencer o morir, de señal de la confianza que nos animaba y de ejemplo a nuestros compañeros de conjuración aún no venidos a nuestras filas, en quienes debía infundir, por un lado, vergüenza, y, por otro, ánimo nuestro atrevimiento.

Así las cosas, resolvióse no demorar la expedición proyectada; olvidábaseme decir que también, a los pocos días de alzada la isla de León, había sido ganado por los nuestros el castillo de Sancti Petri, situado en un islote por donde el brazo de mar que separa la isla Gaditana del Continente se junta con el Océano viniendo desde la bahía. La posición de este fuerte aseguraba la comunicación por mar a los que estábamos en San Fernando, en caso de que fuésemos cerrados, como vinimos a serlo.

De la tentativa contra la Cortadura fue encargado Riego, que tomaba a su cargo ejecutar todo lo importante que se emprendía, y sólo a trueco de que se le consintiera continuaba en cierta especie de obediencia a Quiroga. Púsose en camino con silencio, entrada la noche, con fuerza bastante crecida, no siéndolo mucho la que guarnecía el punto que iba a tomarse. Había preparadas escalas. Llegóse a la Cortadura, no siendo sentidos por la guarnición, si ha de juzgarse por la quietud en que se mantuvo. Pero las escalas prevenidas eran cortas, y así no había medios de llevar a efecto el plan propuesto. Acaso podía haberse doblado el fuerte por la vecina playa, e intentado entrarse por la espalda o la gola; pero ésta era obra de suma dificultad y del mayor peligro, y no era cordura comprometer en ella lo principal del Ejército levantado. Desesperábase Riego, y como en algunos de los suyos advirtiese señales de desconfianza en el éxito del asalto y desaprobación de lo que se estaba haciendo, entregóse a la ira hasta el punto de tildar de falta de acción a alguno que acreditó después mucho valor, y a quien él volvió a profesar buen afecto en días posteriores. En el extremo de su impaciencia, calidad peculiar de su carácter, por donde su valor impetuoso no iba acompañado de fortaleza en la suerte adversa si eran duraderos y tranquilos los rigores de la fortuna, bullendo y regañando, no hubo de advertir dónde ponía el pie, y reinando la oscuridad y estando el arrecife de San Fernando a Cádiz bastante elevado sobre el terreno que atraviesa, hubo de caerse desde aquella altura abajo. Por fortuna, el suelo, cubierto de amontonada arena, impidió que recibiese daño notable en la caída. Dislocóse, con todo, aunque levemente, un pie, y ésta fue una razón sobre otras para volverse pronto hacia San Fernando las tropas. Amaneció en esto, y las columnas constitucionales fueron vistas muy dentro del tiro de acción de las baterías, sus enemigas, sin que éstas les hiciesen fuego. Augaróse de ello que la expedición había salido bien, toda vez que los contrarios no hicieron el oficio de tales. Con más razón debería haberse supuesto que las tropas reales estaban poco deseosas de empezar la guerra dañando a las sublevadas, pero no por esto dispuestas a no resistir en caso de ser acometidas o avenirse a la bandera de los agresores. El momento de hacer lo último había pasado ya, y en la hora de las deserciones, por donde suelen terminar las guerras civiles, de temer era que el pendón constitucional fuese el abandonado.

Vueltas las tropas a San Fernando, el buen humor de los días anteriores se trocó en desabrimiento. Asomó, como sucede, entre las desdichas presentes o previstas, la discordia, pues dígase lo que se quiera, jamás falta la unión tanto cuanto en las horas en que es más necesaria. Riego, como cuando más, sentía repugnancia a obedecer a Quiroga. Procuraba en balde avenirlos Mendizábal, dueño, a la sazón, de grandísimo influjo en el Ejército y aun en el ánimo de los varios caudillos rivales, pero ladeándose a aquel con quien había contribuido a la sorpresa de Arcos, en el cual reconocía prendas superiores. Vega, sin más poder que el que da el descontento cuando busca el de los otros y con él hace liga también, bullía y aun contaba con un partido, si bien corto y de flacas fuerzas. A este último me había agregado yo, hasta cierto punto, para urdir una trama que estaba próxima a tener cumplido efecto. Con arte procuramos y aun logramos persuadir a Quiroga, cuya docilidad, ligera, cedía a alternados opuestos impulsos, que le convendría la formación de un Gobierno civil por donde su autoridad militar sería confirmada y aun rebajados quienes pretendiesen disputársela. Así hubo de consentir en que fuese nombrada una Junta por elección de los habitantes de San Fernando y aun de los de Medina Sidonia y Chiclana, adonde se extendía, a veces, la dominación de las armas constitucionales. De los electores de Medina, o diciéndolo con propiedad, de los que se figurarían tales, disponía yo por medio de mis parientes, y también de mi amigo el alcalde, don Leonardo Talens de la Riva, que era de los asociados a la conjuración desde los días en que el conde de La Bisbal estaba a su frente. De la elección de San Fernando serían infaliblemente dueños algunos amigos de Vega, entre ellos don José Chabut, allí avecindado, que había prestado a la causa común grandes, aunque poco conocidos servicios. El plan, en suma, era hacernos Junta. Pero no consideramos en nuestro proyecto que si conseguíamos ser algo independiente del poder militar, no tenía visos de salir bien, pues la Junta, o no llegaría a nacer, o sería reducida a poco más que nada desde la hora inmediatamente posterior a la de su nacimiento.

Mientras estábamos tejiendo esta trama, las esperanzas del Ejército estaban puestas en otra de más importancia que se estaba urdiendo en Cádiz para enarbolar nuestra bandera en sus muros. Era el principal en esta obra don Nicolás de Santiago, conocido después por el segundo apellido de su padre, y tercero suyo, de Rotalde, que quiso usar y llegó a punto de ser sólo conocido por él, trasformándose a veces en nombre su primer apellido. Éste era hermano de don Luis, a quien yo había dirigido los versos hechos con motivo de la muerte de mi padre, que he puesto en nota en las presentes MEMORIAS. Mi amistad con un hermano no se extendía al otro, con quien siempre había tenido poco trato. El don Nicolás, con fama de oficial valiente, era, en el tiempo de que voy hablando, coronel graduado. En su juventud había seguido el comercio y afectaba bastante de las ocupaciones literarias de su hermano y de quienes con éste nos asociábamos. Al romper la guerra de la Independencia, había empuñado las armas, y llevádolas, según antes he dicho, con crédito; posteriormente, sin tener opiniones políticas notorias, había pasado por poco adicto a la causa constitucional, y en 1818 se había dedicado a escritor, manejando con harta infelicidad la pluma, como hombre, aunque dotado de viveza e ingenio, absolutamente falto aún de los conocimientos más vulgares en literatura. Destinado este oficial al Ejército expedicionario, no había sido de la primera ni de la segunda conjuración, y aun era mirado por los que en ella tenían parte con desconfianza tal vez injusta. Recién pasado el suceso del Palmar del Puerto, el mismo Santiago había sido preso por orden del conde de La Bisbal, sin saberse por qué causa. Nació de aquí creerle complicado en la conjuración las gentes que sólo tenían de ella noticias confusas, y en el animoso deseo de pasar por ser lo que le suponían y aun de participar en el proyecto de levantamiento, si en él se le diese parte, no se le dio, con todo, ínterin dirigieron los negocios el Soberano Capítulo primero, o el que con nombre de tal estuvo formado bajo la presidencia de Vega. Así llegó el rompimiento estando inocente de él este oficial, que, andando el tiempo, había de representar en él un papel de los más señalados. Dueñas ya las tropas de Quiroga de la ciudad de San Fernando, Santiago se brindó a contribuir a facilitarles la entrada en Cádiz. Aún estaba yo en la ciudad, cuando tuve noticia de los ofrecimientos de este oficial, pero fue pasada ya la noche del 5 de enero, y cuando no quería mezclarme en los negocios, creyendo mi cooperación en ellos inútil; a lo cual se agregaba mirar yo a la persona que prometía servir a la causa común con antiguo desvío, aumentado con nuevas preocupaciones. Pasado yo al Ejército, Santiago, puesto en correspondencia con Quiroga y Riego, pasó a ser cabeza de los conjurados que aún quedaban dentro de Cádiz. Fuerza es confesar que les dio aliento y dirección, de modo que si hubiésemos tenido nosotros a tiempo su ayuda, según es de creer, nos habría sido altamente provechosa. Por desgracia, sus esfuerzos vinieron tarde. Había ya dentro de Cádiz oficiales y soldados que habían abrazado la causa del rey con celo, desertores la mayor parte de ellos de la bandera constitucional, después de enarbolada, y comprometidos a combatirla por lo mismo que la habían desamparado. También había entrado en la ciudad una fuerza, aunque corta, de caballería, arma en que hasta entonces había hecho pocos prosélitos la sociedad masónica o la conjuración, y que siguiendo a Sarsfield, en la mañana del 8 de julio de 1819, se había prestado gustosa a sofocar la rebelión intentada por la infantería. Obrando con la contradicción común en el hombre, varios de los oficiales de Soria, después de haber estado irresolutos en las horas en que podían haberse agregado a la causa constitucional sin peligro, haciéndose dueños de Cádiz, cuando no tenían allí quien les resistiera, se determinaron a levantarse y proclamar la Constitución a tiempo en que para salir triunfantes necesitaban luchar con grandes obstáculos y superarlos. Dispuesto todo por Santiago Rotalde y sus allegados, harto más numerosos que los que formaban la conjuración un mes antes, quedó señalada para la ejecución de su empresa la noche del 24 de enero. Empezóse la obra con felicidad. El general Campana y el gobernador Rodríguez Valdés fueron sorprendidos y presos, cada cual en su resistencia, por oficiales encargados de este servicio. Cuando esto sucedía, en la plaza de San Antonio, centro de la mayor concurrencia en Cádiz, al romper la retreta, una turba de paisanos y militares allí apostada prorrumpió en entusiastas vivas a la Constitución y a los generales y al Ejército que la defendían. Siguióse acudir a juntarse con ellos gran parte de la tropa del batallón de Soria y de su oficialidad. Engrosado el bullicio con la guardia del teatro, por cuya puerta pasó, y por muchos de los asistentes a la representación, que de buena gana trocaron su entretenimiento por otro nuevo y más vivo, aunque peligroso, se encaminó a la Puerta de Tierra a ocuparla. Pero, cabalmente, en la muralla vecina a aquel puerto, o dígase en los cuarteles contiguos, estaba alojado un cuerpo a medio formar, al cual se había dado por nombre batallón de la Lealtad, título que declaraba ser del rey con fidelidad no desmentida. Oyendo desde lejos la gritería, los que mandaban aquel cuerpo, más comprometidos aún que sus soldados, se apercibieron a defenderse. En esto asomó la turba confusa y voceadora, con trazas de venir a gozar de la alcanzada victoria más que de prepararse a conseguirla en la pelea. Pero fue recibida con descargas de fusilería de los dueños del puesto, a cuya pacífica toma de posesión se adelantaban. Flaquearon los soldados de Soria al encontrar enemigos en sus compañeros, y dieron muestras de abandonar a sus oficiales, como hicieron muy en breve. Huyeron al mismo tiempo los paisanos. Arrojóse sobre los fugitivos la caballería, y siguiendo al alcance, no respetó a los inocentes indefensos que por las calles pasaban. Los oficiales que aún tenían presos a los generales hubieron de soltarlos, debiendo escapar libres a la generosidad de los presos, agradecidos, por otra parte, al buen trato que de sus apresadores habían recibido.

Pudo retirarse entonces Santiago Rotalde, y aprovechándose de saber el santo y seña, engañó la vigilancia de los que guardaban las puertas, y pudo salir por la de Tierra al camino que va a la Cortadura; pero aun allí por todos lados le amenazaban peligros. Acertó, sin embargo, a escapar de ellos, y pasó escondido algunas horas, encontrando amparo en personas compasivas o adictas a la causa por que se había sacrificado. Al segundo o tercer día de su malograda tentativa logró llegar a la ciudad de San Fernando, en la cual fue recibido con aprecio, no obstante su mala fortuna, pues había cumplido sus promesas en cuanto había estado de su parte. No así todos los que al mismo proyecto concurrieron. Para él se habían dado sumas de dinero que no fueron enteramente repartidas, achacándose la desdicha a que varios de aquellos a quienes se suponía ganados por cohecho no habían recibido lo que les estaba destinado.

En el día anterior en que ocurrió en Cádiz este lance fatal, había ido Riego con algunas fuerzas al Puerto de Santa María a llamar allí la atención de las tropas reales. Presentáronse éstas a hacerle frente, pero con timidez. El héroe de Las Cabezas acreditó su valor hervoroso, yéndose casi a tocar a los que se le ponían delante como enemigos. Contáronse varios hechos arrojados de la tropa en aquel día, donde se vio estar vivo el entusiasmo que en el principio de aquella empresa las había animado.

Todo ello, sin embargo, no pudo pasar de manifestaciones de buena voluntad, pues no llegó a haber pelea, aunque los constitucionales se mostrasen bien dispuestos a sustentarla.

Pero la desgracia sucedida en Cádiz acibaró el gozo que se sentía, por probar el buen deseo de la tropa, que al cabo en nada aumentaba la fuerza de los levantados. Pensóse en nuevos y atrevidos proyectos, al formar los cuales hubo gran discordancia en las opiniones.




ArribaAbajoCapítulo II

San Miguel y el autor publican la Gaceta de la Isla.-Componen ambos la letra de una canción patriótica.-Decide Riego hacer una expedición con parte de las fuerzas constitucionales.-La elección de la Junta.-Situación particular del autor.-El ejército realista bloquea a los constitucionales.-Deserción en Torregorda.-Escasez de recursos.-La actitud de las fuerzas navales.-Parlamentos y tratos en las líneas.-Incidentes que da lugar un soldado a el Cristo.


La pluma en tanto estaba más activa que la espada. Don Evaristo San Miguel había escrito varias proclamas muy aplaudidas y dignas de serlo. Como hubiese el obispo de Cádiz dado a luz una pastoral condenando el levantamiento, el mismo oficial y escritor hizo de ella una refutación bien sentida, que corrió por Cádiz con extraordinaria aceptación. Yo también empecé a hacer el mismo linaje de servicios. Escribí una u otra proclama, obras de menos empeño que las de mi compañero en trabajos. Pero proyectamos los dos juntos, con anuencia de la autoridad masónica y de la militar, redactar una Gaceta que habría de salir dos veces a la semana. Desde luego, pusimos manos a la obra, y al frente del primer número, publicado hacia fines de enero, acordándonos de lo resuelto sobre dar las caras para acreditar que jugábamos en aquella empresa la vida, pusimos la siguiente advertencia: «Responden de los artículos de esta Gaceta don Evaristo San Miguel y don Antonio Alcalá Galiano.» Quien se acuerde de que en aquellos días estaba Cádiz por el rey y casi enteramente perdida la esperanza de ocuparla, y que, lejos de venirse con nosotros nuevas tropas, aun de las más comprometidas, se iba juntando un ejército con trazas de venir a cercarnos, dará su valor a un acto que bien puede ser tachado de loco, pero que merece ser calificado de hijo de un entusiasmo verdadero. Excusado parece decir que con la advertencia decíamos al Gobierno de Fernando VII: «Si triunfas aquí nos presentarnos a ser víctimas.» También no dejamos de trabajar en la canción patriótica que Riego nos había pedido, de la cual compuso San Miguel las tres primeras estrofas, y yo las siete restantes con el estribillo o coro. Púsola inmediatamente en música un oficial catalán, que había sido organista antes de abrazar la profesión de las armas; pero tuvo poco acierto, no obstante pasar algo entendido en la composición. Riego no quedó satisfecho de la música ni de la letra, tildando la composición de estar en punto muy subido, como él decía; esto es, de no ser muy inteligible para los soldados. Tenía razón, y los tales versos valían poco; pero no será sobra de malicia añadir que hubo de tener parte en su disgusto no estar en la canción su nombre16. Después, como se verá, estando él ya fuera de la isla Gaditana,le hizo San Miguel una cortada a medida de su deseo, y que fue el himno famoso, después tan repetido y conocido, y que lleva su nombre, superior, por otra parte, a la canción, y cuya música es alegre y marcial.

Pero por apasionado que fuese Riego a los cantares y vivas, a algo más serio tenía que atender en las circunstancias de apuro en que se hallaba el ejército levantado. Era, sin embargao, difícil con una fuerza que apenas llegaba a cinco mil hombres, acometer empresa alguna importante. Suplió, no obstante, la audacia a lo que faltaba de fuerza. Hasta entonces se habían hecho algunas salidas de la isla Gaditana, pero alejándose poco en todas ellas. Discurrióse hacer una a larga distancia, para tantear el ánimo de los pueblos y ver si se ganaban a la causa de la Constitución nuevos secuaces armados que la sustentasen, o poblaciones de alguna cuenta que la proclamasen. Riego se declaró resuelto a salir, de lo cual dio aviso a Quiroga, en vez de pedirle licencia, como al general de quien dependía. Aún llevó más allá su pretensión, pues insinuó que sería conveniente lanzarse todos a campaña, aun a trueque de abandonar a San Fernando, posición no muy segura para quien no es dueño de la parte de la isla donde está la plaza de Cádiz. Semejante abandono habría sido un verdadero desvarío; pero Riego tenía suma repugnancia a quedarse encerrado, como sucede a todos aquellos cuyo valor, si bien grande, más arrebatado que sereno, crece en el momento de la acción y descaece en los del ocio. Por otra parte; la salida hecha sólo con parte del ejército tenía ventajas indudables, porque sitiado el ejército, como vino a serlo, se reputaría perdido, así por los mismos que le componían, como por los de afuera, de que se seguiría no levantarse en otra parte de España a darle ayuda, como era necesario para su triunfo, y empezar de adentro las deserciones, en que los primeros ejemplos seguidos, sin duda alguna. Aunque sea anticiparse a la relación de los sucesos, bien será decir desde ahora que el éxito acreditó lo fundado de estas reflexiones. Hecha la salida, Riego acreditó en ella su actividad y osadía; la fama de lo que hizo voló con tales aumentos, que, abultándose sus triunfos, aún sonaron como tales sus reveses; las noticias de sus imaginadas victorias y conquistas estimularon a proclamar la Constitución en Galicia y varios otros lugares de España; el estar dividido el Ejército en dos partes: una, corriendo los campos y entrando en ciudades, y, otra, firme en un puesto un tanto fuerte, impidió que los de este último se diesen por perdidos, no contando con auxiliares por fuera; y creyendo de la expedición las noticias favorables que llegaban, y no las adversas, circunstancias todas que prueban cuán atinado arrojo fue el de lanzarse a la campaña. Pero, por otra parte, la expedición quedó deshecha, a pesar de los favores que debió a la fortuna, y las deserciones en ella fueron frecuentes, no faltando alguna derrota; apenas un soldado vino a juntarse con ella, y si varios pueblos la recibieron bien, ninguno le prestó el menor auxilio, mientras que de los encerrados en San Fernando, raro soldado y ningún oficial desamparó su campamento por el enemigo; de suerte que desbaratado Riego, hasta quedarse solo, la bandera constitucional seguía tremolando en todos los puntos de la isla Gaditana, donde llegó a estar enarbolada; por donde se ve cuánta prudencia y fortaleza hubo en la determinación de quedarse una buena porción de las tropas constitucionales a correr los peligros de un cerco, dejando a sus compañeros arrostrar los de las lides; porque ciertamente, si hubiese salido el Ejército entero, todo él habría quedado deshecho, y la causa de la Constitución perdida.

Convenido ya en que saliesen unos y se quedasen otros, entró el determinar quiénes seguirian a Riego y quiénes permanecerían con Quiroga. El primero quería llevar consigo lo mejor del Ejército. Por otra parte, era muy general el deseo de salir con él y muy poco el de estarse en San Femando, lo cual nacía en muchos de noble ambición de gloria, pareciendo mayor la que iba a adquirirse en la salida, y en otros, como acreditaron los sucesos, de ansioso afán de verse en campo ancho donde hubiese medio de escapar de una situación que no se presentaba ventajosa.

El 27 de enero se verificó la salida de Riego al frente de las tropas que llevaron el nombre de su columna. Componíase ésta principalmente de los batallones de Asturias y Sevilla, a que se agregó alguna corta fuerza de otros cuerpos, con jinetes de la artillería, destinados a servir como tropa de a caballo, y no como de su arma particular, no llevando aquella fuerza cañones. Viósela salir con gusto, prometiéndose venturas de su empresa, pero no dejó de quedar algo de congoja en los que permanecieron quietos, muy reducidos en número y amenazados por crecida fuerza enemiga. Quiroga, sin sentirse muy satisfecho de su situación, nada envidiable por cierto, respiró, con todo, como desahogado del peso de la presencia de Riego, que verdaderamente le oprimía. Entonces, siguiendo su costumbre de dejarse dominar por el influjo del último que llegaba, dio todo su valimiento a Santiago Rotalde. Entre tanto, nosotros teníamos adelantado nuestro proyecto de la formación de la Junta. En ella había de tocarme un puesto donde me prometía adquirir poder, desvariada ambición en aquellas circunstancias. Comenzaba yo a gozar de aura popular en el Ejército, pues habiendo salido San Miguel con Riego y no habiendo escrito más que un corto artículo en el primer número de la Gaceta, quedó ésta a mi solo cargo y la escribía yo con arrogancia, mezclando, con artículos serios, burlas de los enemigos, y dando con esto entretenimiento y ánimo a mis lectores, que eran principalmente los oficiales del Ejército, los sargentos y los soldados. También Santiago Rotalde me envió algunos artículos, que hube de insertar; y como estuviesen escritos con notables faltas de estilo y de dicción, alguna vez dieron motivo a críticas festivas de mi parte, lo cual, llegando a su noticia, no le dispuso a mi favor, no mirándole yo, por otra parte, con buen afecto. Estando así las cosas, llegó el momento de que, juntos los figurados electores, se hiciese el nombramiento de la Junta. Mi memoria, fiel por lo común, no lo es ahora para recordarme en quiénes recayó el nombramiento; pero tengo presente que fue en uno de los principales del Ejército que se titulaban generales, en Vega y en mi pobre persona. Noticioso Quiroga de las resultas de la elección, no hubo de quedar contento; pero su disgusto fue avivado por Santiago, el cual le representó el nombramiento de Junta semejante como un acto dirigido a ponerle en tutela, si ya no a destituirle, y le aconsejó que sin demora pasase a verse con los electores juntos y les exigiese la revocación de los nombramientos hechos. Siguió puntualmente Quiroga el consejo, y fuese al simulacro de la Junta electoral, con su consejero al lado. Entrado el general, hizo presente a los electores que no podía consentir que formasen la Junta los elegidos, porque de varios de ellos tenía necesidad para otra clase de servicios, y de mí para escribirle la Gaceta. Esto mismo repitió Santiago con más extensión y fuerza, siendo muy de notar que se le diese voz en aquella Junta que al cabo figuraba expresar la voluntad del pueblo. Pero los pobres electores bien conocían que a nadie representaban, y no resistieron en dar por nula la elección, pasando a hacer otra más a gusto del general. En esta última salió electo Vallesa con el marqués de Ureña, propietario de la ciudad de San Fernando, y don Luis de Solís, oficial de Marina, liberal muy conocido; pero la Junta se resignó a vivir ociosa y aun ignorada, hasta que, como en su lugar se dirá, una casualidad la sacó de su letargo para un fin determinado, siguiendo en actividad por algún período, pero nunca con lustre o poder verdadero.

La noticia de lo ocurrido me llenó de indignación, y no sin motivo. Bien merecía yo alguna pena por haber tomado parte en aquella maraña, en lo cual, si hubo en mí ambición, como lo confieso, más hubo docilidad en servir de instrumento a la ambición ajena. Pero fuese como fuese, no debía Quiroga haberme rebajado, y menos consentir que Santiago me rebajase. Sin contar con la parte que había yo tenido en la conjuración, parte a la cual había debido Quiroga su encumbramiento, era yo un empleado en carrera como es la diplomática, y secretario de legación entonces, después de haberlo sido por más de seis años, y llamarme, como se me llamó, gacetero, porque, en mi deseo de ser útil, aventuraba todo escribiendo en pro de la causa común en horas de tanto apuro, era un baldón insufrible. Tomé, pues, la pluma, y en un oficio comedido en la forma, pero durísimo en la sustancia, recordé al general mis servicios en la empresa del alzamiento, y que por deseos de continuar los primeros me había puesto a trabajar en la Gaceta, a lo cual añadía con la frase de cuyo principio me acuerdo, que es el siguiente: y supuesto que este servicio voluntario mío ha inducido a ustedes al errado concepto de tenerme por su gacetero, una declaración formal y seca de que renunciaba a mis trabajos en el periódico. Algunos amigos, sabedores de lo que ocurría, vinieron a rogarme que no dejase la Gaceta, cuya utilidad era grande, no por otra causa sino porque su lectura hacía en los ánimos de los del Ejército el mejor efecto posible, siendo de suma necesidad en aquellas horas estar de continuo siendo dueños del pensamiento de los que formaban la hueste constitucional, tan pobre en fuerzas desde cualquier aspecto que se la mirase. Volví, pues, a mi Gaceta, no sin que el general, en un oficio atento, me diese satisfacción y elogios por mi conducta.

Ésta tenía, además, el mérito de ser desinteresada. Mi caudal estaba muy menoscabado, y de lo que me quedaba en la isla de Cuba nada había recibido últimamente, contra lo que esperaba. Al salir de Cádiz, dejando allí a mi tía anciana y a mi hijo, y teniendo que dar auxilio a mi mujer, había dejado todo cuanto poseía. Esto, además, era menos que lo que pensaba, pues el comerciante en cuyas manos lo puse, nada escrupuloso, no había dejado de aprovecharse de mi increíble descuido en pedirle estrechas cuentas. En la hora de mi salida al Ejército en circunstancias en que la muerte, o, saliendo bien librado, la fuga o un destierro eran mucho más probables que el triunfo, vista la resistencia de Cádiz y no haberse declarado por la Constitución más que una parte, no la mayor, de los conjurados para proclamarla, juzgué obligación mía, pues tal vez había perdido a mi pobre familia, no llevarme conmigo más que una cortísima suma para mi bolsillo, tal que sólo alcanzase a cubrir los gastos de dos o tres días, pasando parcamente. Vime, pues, en San Fernando, pobre cuanto cabe serlo. Recién llegado encontré allí a don Manuel Sáenz de Manjarrés, de quien he contado que fue con comisión de Vega y mía, en la mañana del 3, a averiguar si habían entrado en la isla los de Quiroga; este tal, si bien había concurrido conmigo en algunas bromas, no era aún mi amigo, pero tenía la calidad de franco y generoso, siendo jugador y de los de más atrevimiento. A mi llegada tropecé con él en San Femando, y supe que había sido recibido masón. Acercóseme con la familiaridad de compañero de bromas, aumentada con la que da verse metidos juntos en obras de alta importancia, acompañadas de peligro. Rióse de mi pelaje marineril y vestido remendado. Díjome que necesitaba hacerme al instante una capa, porque la mía se había quedado en el buque francés, según le dije, y no era sano andar de chaqueta en invierno. Le manifesté que no tenía para esos gastos. Él, sin detenerse, encargó a un sastre hacer una capa de paño pardo al instante; de suerte que, sin pensarlo yo, al siguiente día me encontré con el regalo que hube de aceptar, diciéndome él, cuando me vio con la capa, adoptado ya el tuteo desde el día antes: Ayer tenías trazas de tuno de playa y hoy ya pareces un marchante de ganado; siguióse ofrecerme parte de su alojamiento. Era él entonces quien llevaba el monte en el Ejército, ganando sumas no cortas. Brindábame con parte de ellas, diciéndome que pues podía perderlas al día siguiente, era bobada que yo no las aprovechase. Excusado parece decir que no acepté sus ofertas, aunque sí sus convites a comer casi diarios, y que pagase cuanto al gasto de la casa correspondía. Pero Sáenz, a los dos o tres días de la salida de Riego, fue despachado de San Fernando con una comisión para él y para hermanos de otros puntos, siéndole fácil desempeñarla, porque no estaba sospechado de participación en negocios políticos. En la noche anterior a su salida tiró puñados de oro sobre una mesa y reiteró sus instancias para que partiésemos aquella suma, o a lo menos para que tomase yo de ella una cantidad crecida. Rehusé hacerlo, por lo cual ni elogio merezco, refiriéndolo sólo para decir cuáles eran mis necesidades. Al irse me pidió cambiásemos de capas, pues la que él me había dado, como de paño basto en color, igual al que usa la gente campesina, le haría menos notable que la suya, azul, fina, y con vueltas del mejor terciopelo. Acepté, quedando convenida la devolución mutua de aquellas prendas; siendo él más alto que yo, su capa me arrastraba, pero no quise cortarla, y como el tiempo era por lo común lluvioso y había barro en las calles, y no tenía quien me limpiase la ropa, andaba con una lista ancha de lodo seco y duro en la manera de cola de la capa prestada. Daba mi traza harta materia a bromas en el Ejército, aunque era poco mejor la de los otros. En las rápidas marchas que fue forzoso hacer en la hora del levantamiento, habían sido abandonados todos los equipajes de los oficiales. Encontróse en la isla un surtido de chaquetones largos de bayetón para marineros, y fue repartido a los oficiales, que se los pusieron sobre sus uniformes, viniendo a ser distintivo de los del ejército nacional este abrigo. A mí no se me dio, y mi chaqueta y calzón de marineros, con sus remiendos, y mi capa, larga y enlodada, y una camisa que compré sobre la que tenía puesta, constituían mi haber en prendas de ropa. En otras cosas se fueron pronto los pocos duros que traje conmigo. Quedéme, pues, sin un ochavo y no se le ocurrió a Quiroga mandarme dar ni ración ni linaje alguno de auxilio, teniendo yo la altivez de no pedirlo. Vallesa, nombrado auditor del Ejército, tenía paga y ración, y ése me recogió en su casa y me dio parte en su pobre mesa. Tal era mi suerte, y seguía escribiendo la Gaceta con ánimo no decaído. Podría citar los escritos del periódico a que me refiero con orgullo hasta literario, porque, inspirándome las mismas raras circunstancias en que me veía, daban a mi estilo mérito superior al que por lo común tiene. Esto sin contar con la dificultad vencida de faltarme de que hablar; y de que había pocos motivos para tener el ánimo sereno. Séame perdonada esta jactancia cuando ha habido quien me tache de no haber hecho en mi vida más que hablar, en las sociedades patrióticas o en los cuerpos deliberantes. Acaso uno de los peores efectos de la injusticia es obligar a los maltratados a olvidarse de la modestia, teniendo que hacer de la lícita y aun necesaria defensa algo de fea alabanza propia.

Corrían los tiempos sin que nada ocurriese. Al empezar febrero, habiendo antes tomando el mando del Ejército el teniente general don Manuel Freire, acercarónse sus tropas a las líneas del puente de Zuazo, llegando a ponerse delante de la batería del Portazgo, que esta vez sirvió de barrera adelantada y no vencida a nuestra posición, del modo mismo que había servido a los españoles contra los franceses en la guerra de la Independencia. Pero quedó el Ejército de San Fernando en completo y estrecho bloqueo. Entre nuestros sitiadores abundaban hermanos tan comprometidos en la conjuración cuanto los que por ellos nos veíamos sitiados y en peligro; solían enviarnos mensajes, condoliéndose de nuestra situación, y aun dándonos esperanzas con promesas de ayudar, en plazo más o menos corto. De poco nos servían tales palabras, no ayudadas por obras; pero quien dice de poco, dice de algo más que nada; y en verdad el conocimiento de que teníamos parciales en el Ejército sitiador retenía a sus generales a emprender contra nosotros operaciones activas. Fue gran felicidad nuestra que hasta muy tarde no conociesen los del rey que casi todos los soldados en sus filas se iban enconando contra los nuestros y que participaban del mismo ardor y saña algunos oficiales. Un suceso pudo tener malas consecuencias. Los oficiales que estando de guarnición en la Carraca habían sido incorporados, con las tropas de su mando, a la que tomó aquel puesto, fueron enviados un día de guarnición a Torregorda con los soldados, que desde antes mandaban. Viéndose en un punto el más cercano a la línea enemiga, determinaron pasarse a ésta, y lo efectuaron sin demora. Pudo tener funestas consecuencias este acontecimiento, tanto por haber quedado indefenso o poco menos el lugar que guarnecían, cuanto por el ejemplo dado de desertarse oficiales acompañándolos su gente. Pero nada de lo que podía recelarse sobrevino. Cuando llegaron los desertores a la Cortadura, a juntarse con las tropas reales, ya estaba bien cubierto el puesto de Torregorda. Los oficiales que desampararon el Ejército nacional no eran de los participantes en su empresa, sino, en cierto modo, prisioneros persuadidos a abrazar la causa que no miraban como suya. Así, la deserción influyó poco en los que quedaron, y cuando yo poco antes he dicho que ni un solo oficial se fue de nuestras filas a las contrarias fue porque nunca reputamos de nuestras filas a estos agregados a ellas por breve tiempo.

Las cosas seguían en San Fernando su curso. Los enemigos no daban la menor muestra de prepararse a acometernos. Así, vivíamos tranquilos y hasta alegres. Reíamonos de nuestra pobreza y hasta de nuestro desaseo forzoso. Teníamos la atención puesta en Riego y su columna, de la cual nos llegaban noticias de algunas ventajas abultadas, pero no del todo fingidas. Lo que podría habernos dado pena y puesto en peligro era la necesidad. Mendizábal, hábil en encontrar recursos, se había ido con Riego; y, por otra parte, su habilidad habría servido de poco, y la parte con que pudo contribuir a los primeros gastos estaba ya consumida. En estos apuros volvióse la vista a los pertrechos que contenía el Arsenal de la Carraca, y dispúsose venderlos, si bien con sentimiento, por conocerse que su venta era de algún perjuicio para el Estado. Pero no bastaba el deseo de vender, pues para satisfacerle era necesario encontrar compradores y algo útil por que trocar lo vendido, cuyo producto no sólo había de invertirse en sufragar sueldos, sino asimismo en provisiones y otras cosas que en San Fernando hacían más o menos falta. Logróse este objeto con declarar puerto habilitado la parte del brazo de mar que separa la isla Gaditana del Continente y ésta vecina al castillo de Sancti Petri y al Océano. Acudieron allí buques menores en crecido número, principalmente procedentes de Gibraltar, a los cuales atraía con particular empeño el cebo de las compras, que consistían, sobre todo, en cañones y planchas de cobre. Las fuerzas de la marina real destinadas a bloquearnos desempeñaban su encargo con flojedad extremada, porque entre los oficiales de marina tenía nuestra causa muchos parciales. Sin embargo, en los viejos del mismo cuerpo reinaban ideas muy diferentes. El brigadier o capitán de navío, Maurelle, tomó el mando de lanchas cañoneras, dispuestas a hostilizarnos, y habiendo nosotros armado algunas, nos las inutilizó y tomó una de ellas, a pesar del fuego de nuestras baterías. Vino también a dirigir las operaciones navales contra el puerto que ocupábamos no menor personaje que un capitán general de la Real Armada, único en su clase. Era éste don Juan María de Villavicencio, mi tío, que desde principios de 1819 estaba residiendo en Sevilla en un medio destierro, habiendo perdido el favor del rey por segunda vez, después de haberle hecho señalados servicios, pero que acudió al llamamiento de su soberano, viniendo a servirle celoso, aunque descontento y, además, falto de confianza.

No era sólo a los enemigos exteriores a los que teníamos que temer. Los había dentro de San Fernando, si bien no muy temibles. Discurrióse, para libertarse de ellos, dar licencia para pasar a Cádiz a los que lo deseasen, de los cuales la mayor parte correspondían al cuerpo de Marina. Prestáronse los que gobernaban a Cádiz a admitir a los que nos dejaban, aunque tal vez podrían haberles sido útiles entre nosotros. Con este motivo hubo algunos parlamentos entre la Cortadura y Torregorda. En ellos se veían como amigos los que estaban en clase de contrarios, pero todavía no ensañados en la guerra, y en ellos también procuraban ambas partes opuestas persuadirse de la necesidad de que viniese la una a abrazar la parte que la otra sustentaba. Lo más singular en estos tratos era el ser nosotros, los rebelados, quienes reconveníamos a los leales por su conducta, y ellos, por lo común, los que, en vez de volver cargos, se disculpaban de su proceder, si no como de un delito, cuando menos de un yerro. En uno de estos parlamentos fue por nuestra parte Santiago Rotalde, y no estando enteramente desavenido conmigo, aunque tampoco en verdadera amistad, me convidó a que le acompañase. Hícelo así; llegamos al puesto enemigo de la Cortadura, acompañándonos dos soldados de artillería de a caballo y un trompeta. Tocamos a llamada, respondieron desde adentro, y salió a tratar con nosotros el oficial de batallones de marina, conde de Mirasol, hoy general de Ejército, persona con quien me unían relaciones muy estrechas de amistad con la familia de su madre. No tengo presente sobre qué era el parlamento, pero sí que en la conversación Mirasol se mostró pesaroso de mi suerte, creyéndola fatal, y nada desaprobador de mi conducta; y yo, al revés, ufano de la causa que defendía, y casi seguro de su triunfo. Mientras hablábamos los dos, hablaban también amistosamente algunos soldados, salidos con Mirasol, con los nuestros. Desvióse de nosotros por algunos instantes Santiago, y se fue con los soldados. Terminado en breve el parlamento, nos volvíamos para San Fernando, cuando Santiago, en el camino, me dijo con satisfacción que no habíamos desaprovechado el tiempo, pues que por medio de nuestros soldados había logrado reducir a que se viniesen a nuestra bandera los salidos de la Cortadura, los cuales, según era de creer, traerían otros consigo. No pasó a más la conversación. Al día siguiente hubo nuevo parlamento, y al terminarse, el trompeta de artillería, que era el mismo que nos había acompañado, al tiempo de ir a volverse a nuestro campamento revolvió su caballo en la dirección contraria, gritó ¡viva el rey!, y a la carrera se metió en la fortaleza enemiga. Viose, pues, que la seducción había sido de los contrarios a nosotros, y no como se había esperado, y determinóse no continuar tratos que llevaban la apariencia de sernos fatales.

Conociéndose que ya más eran de temer las deserciones de nuestras filas que de esperar las de las contrarias, atendióse con rigor a velar a los que intentasen seducimos las tropas. Por fortuna, consiguieron poco los enemigos en este punto. Freire nos hacía guerra con proclamas y aun tenía quien las introdujese en nuestro campamento; pero nosotros tomamos el partido de dar publicidad a sus escritos y de acompañarlos con refutaciones, ya arrogantes, ya jocosas. Yo era quien sustentaba esta lid de pluma, y con tal empeño y tan feliz éxito, que los contrarios desistieron de este linaje de guerra. En cuanto a los emisarios del rey en la isla de León, no cayó sobre ellos castigo alguno. Me sucedió con este motivo un lance que juzgo digno de referir, porque aclara el modo de pensar y la índole de los españoles en cuanto a prestarse a la buena administración de justicia, cosa que sobre todas imposibilita a los Gobiernos proceder con arreglo a las leyes. Unas señoras, en cuya casa estaba yo alojado, eran parciales de nuestra causa, con el arrebato propio de su sexo. Un día estaban hablando conmigo, y quejándose con vehemencia, como es común en las personas poseídas de espíritu de partido, de la indulgencia suma con que eran tratados nuestros contrarios, diciendo que nos perdíamos por nuestra tolerancia, y dando por ejemplo de ella que un soldado de Marina viejo, baratero notorio, y que según me dijeron tenía por mal nombre Cristo, había estado en las tabernas alborotando, vaticinando la muerte en un patíbulo a Quiroga y Riego, y amenazando a los soldados de éstos con igual suerte si no desamparaban a sus caudillos. Tanto me hablaron las buenas señoras de este incidente, y tanto me instaron a que contribuyese a poner freno a semejante desorden, que por condescendencia me fui a casa de Quiroga y le pedí que procediese contra el Cristo falso, para hacer con él un escarmiento. Accedió a ello el general, y nombró a un oficial de artillería para que fuese conmigo a prender al baratero y le formase causa. Desempeñamos pronto nuestra comisión, dando con la persona en cuya busca íbamos, bien indigna, por cierto, del sagrado nombre que la bestialidad vulgar le había dado por apodo, pues era de la más fea catadura imaginable. Preso que fue el soldado, empezóse a proceder contra él, tomándome declaración, que di sobre la cruz de mi espada, refiriéndome a lo que había sabido de las señoras mis amigas. Fue forzoso evacuar esta cita tomando declaración a éstas para que, por lo que dijesen, constase la culpa del preso. Antes de ir el oficial a esta diligencia, me adelanté yo, y gozoso y ufano dije a mis amigas que el soldado de cuya conducta se quejaban estaba ya preso, y que habiendo yo declarado contrá él, tocaba a ellas hacerlo en seguida. Grande fue mi sorpresa al ver recibida esta noticia con amarguísimo y alto llanto y reconvenciones por haberlas comprometido. Me incomodé, como era natural, al verme reconvenido por un hecho a que ellas me habían provocado con empeño tenaz. «Es muy diferente, me respondieron; nosotras queríamos que fuese castigado, pero no aparecer teniendo parte en ello.» «Y ¿cómo quieren ustedes que se le castigue, repliqué yo reprimiendo con dificultad mi enojo, si no se le prueba el delito por una serie de declaraciones?» «Ésa no es cuenta nuestra, repusieron ellas, y castíguesele o no, nosotras no hemos de sonar en este negocio, y si nos vienen a preguntar, diremos que nada sabemos.» «Hagan ustedes lo que quieran, fue mi respuesta final, ya ciego de cólera, porque el ser ustedes llamadas a declarar es cosa que no puedo impedir.» Salíme en seguida, y a poco entró el oficial y les tomó declaración muy a su despecho.

Entonces, puestas en aprieto, a pesar del juramento y de su celo de nuestra causa, preguntadas si me habían dicho algo de los excesos de tal soldado, respondieron que nada absolutamente, y que no tenían la menor noticia de tal cosa. Volvióse el oficial, y llamándome me dijo que resultaba yo convicto de delator falso y perjuro, y que aquello no podía seguir, conociendo bien en quién estaba la culpa. Volvímonos, pues, a casa de Quiroga, y entre los tres convinimos en que fuesen hechas pedazos las hojas del comenzado proceso. El soldado fue puesto por providencia gubernativa en arresto en la Carraca, donde había presos personajes de la más alta calidad, y entre ellos los generales sorprendidos en Arcos y el ministro de Marina, cogido en su misma casa.




ArribaAbajoCapítulo III

Esperanzas y proyectos de los constitucionales.-Noticias de la expedición de Riego, y estado de los negocios en la Isla.-El autor redacta los sermones del capellán de un regimiento, y éste trata de probarle su agradecimiento.-Llegada de Grases y resolución que obtiene de Quiroga a favor del autor.-Proyectada expedición a Valencia y suceso a que da lugar.-Malas nuevas de la columna de Riego.-Tratos secretos con oficiales del Ejército sitiador.-Sábese el levantamiento de La Coruña y renace la esperanza.-Noticia de haberse proclamado la Constitución en Cádiz.


A pesar de la lenidad con que se procedía, las tramas de nuestros enemigos siguieron sin infundirnos cuidado. De Riego se sabía que se había encaminado de Algeciras para la isla Gaditana, que no había podido penetrar en ella, que había pasado por entre los enemigos, imponiéndoles respeto y admiración con el firme continente y alegre entusiasmo de sus tropas, y que vuelto a Algeciras, donde ya había estado una vez, y siendo recibido en la segunda como en la primera por aquella población con muestras de buen afecto a nuestra causa, se había encaminado a la sierra vecina, resuelto a ir por ella o por su falda y la cercana costa hasta Málaga, si fuese necesario, donde la Constitución y sus defensores contaban con muchos y celosos parciales. Esto bastaba a consolarnos del asedio en que nos veíamos, cercados con un respetable número de tropas. De las promesas hechas por fuera comenzábamos a desconfiar, aunque no a punto de darnos por perdidos. Había sido nombrado capitán general de Andalucía y residía en Sevilla don Juan O'Donojú, de familia irlandesa, masón antiguo, con grande crédito de constitucional, poco antes implicado en un proceso por sospechas de participación en una trama no sólo contra el Gobierno, sino contra la vida del rey, aplicado al tormento, según fama general, pero probablemente no cierta, después absuelto y hasta con cierto linaje de favor; enterado de nuestra conjuración desde sus principios, favoreciéndola, pero con sumo cuidado de sí propio, que se había negado a aceptar el papel dado después a Quiroga, y que proclamada ya la Constitución por el Ejército sublevado, seguía con nosotros correspondencia, y aun blasonaba de poner embarazos a la victoria de las tropas del rey, pero obrando de tal manera que no peligrase su vida ni aun su fortuna, fuese de quienes fuese la victoria. Al lado de este general había algunos hermanos y conjurados celosos, pero cuyo celo no llegaba hasta a punto de venirse a nuestra bandera, si bien afirmaban y aun creían, no con absoluta falta de fundamento, hacer más servicios allí donde estaban que agregando algunos hombres más a los defensores de una causa cuyo triunfo era imposible, no siendo auxiliados de afuera. De puntos más apartados se nos daban esperanzas vagas de cooperación activa. En Gibraltar teníamos amigos que también nos prometían ayuda de diversas especies, y que sirvieron a Riego durante su corta estancia en Algeciras y su comarca. Entre éstos se contaba don Facundo Infante, capitán graduado de teniente coronel, fugado de Madrid por haber sido de los principales en la logia de la capital en los años de 1817 y 1818, y mandado prender por orden del Gobierno. Este oficial conferenció alguna vez con Riego; pero convidado por éste a incorporarse a su columna, no lo hizo, de que se siguió cobrarle un tanto de mala voluntad el héroe de Las Cabezas. Por estos amigos de Gibraltar entablamos correspondencia con los constitucionales de nota, que, habiendo huido en 1814 de la persecución que cayó sobre los de su bando, estaban residiendo en la Gran Bretaña. Hasta tuvimos la temeridad de querer ponernos en trato con el Gobierno inglés, como si de él pudiésemos prometernos especie alguna de favor. Con este intento nombramos comisionados, a modo de embajadores, que representasen al Ejército levantado, siendo el principal nombrado don Álvaro Flores Estrada, para quien yo extendí unas instrucciones, donde muy formalmente prometía la entrada en España, con cortos derechos, a los productos de las fábricas inglesas. Todo esto era soñar, pero había algo de realidad en nuestro sueño, porque vivíamos, y con no morir, éramos un grave daño y peligro a la vida del Gobierno, nuestro contrario.

Al llegar el Carnaval, le celebramos en San Fernando con la misma alegría que si hubiésemos estado en próspera suerte. Me acuerdo de que unas muchachas alegres de la clase media, en cuya casa estaban hospedados oficiales amigos nuestros, me vistieron de mujer, y que con este traje paseé las calles, de noche, en compañía del jefe de Estado Mayor Arco Agüero, también disfrazado, el cual hubo de pasar de aquel entretenimiento a recorrer la línea a caballo, según tenía de costumbre todas las noches, no aflojando un punto en su vigilancia. Habíase formado estrecha amistad entre este oficial y mi pobre persona, siendo el sujeto en cuestión de no comunes prendas, aunque deslucidas por su ligereza, animoso y caballero.

Adelantando el mes de febrero, había ya más de uno corrido desde el principio de la ejecución de nuestra empresa, sin ocurrir mudanza alguna en nuestra suerte o en la de España. El Gobierno de Madrid, aturdido con la primera noticia del levantamiento de Las Cabezas y de la entrada de Quiroga en la isla de León, nuevas que le llegaron abultadas, a punto de suponerse a los sublevados dueños de Cádiz y casi todo el Ejército declarado a su favor, enterado ya del estado verdadero de los negocios, había pasado, de un abatimiento sumo, a una confianza excesiva, si bien no tanto que le moviese a aventurar un gran golpe para acabar con la rebelión a cualquier precio. Vino a darle aliento saber que Riego había llevado un revés junto a Marbella. Ponderóse este suceso como una completa victoria de las armas reales; y por habérsele ponderado en demasía no se notó bastante lo que tenía de funesto, que era haberse logrado que las tropas del rey empeñasen seria lid con las constitucionales, a lo cual hasta entonces habían manifestado repugnancia. Por otra parte, muy en breve se supo que la columna constitucional había ocupado sin resistencia la populosa ciudad de Málaga, y aun rechazado a los soldados del rey que allí vinieron a acometerla.

De estas noticias nos llegaron a la isla claras y ponderadas las favorables, y confusas y desfiguradas las adversas. Así, no acababan nuestras esperanzas, aunque no se sosegasen nuestros temores. La vida se nos había hecho muy tranquila; no teníamos hostilidades que emprender ni ataques que rechazar. Carecíamos de Gobierno, y no sentíamos su falta. Hasta los trabajos masónicos, si bien no interrumpidos, se reducían a las formalidades simbólicas de las logias. La Junta nombrada no se había reunido siquiera. Ningún general pensaba en disputar a Quiroga el primer puesto, donde estaba a modo de rey holgazán, dirigiendo los otros caudillos, por sí cada cual, la parte de servicio que les estaba encomendada. Por último, lo que importaba y sobre todo no daba motivos de temor era el estado de la tropa, la cual oía gustosa, y hasta con fe y devoción, los sermones constitucionales que de continuo se estaban predicando, particularmente en la Gaceta.

He dicho sermones, sin aludir a los que con razón llevan este nombre por ser dichos en la Iglesia y por boca de los sacerdotes; pero aun de éstos se probó a hacer uso en pro de nuestras doctrinas políticas y de nuestra conducta en la sublevación; y ¡cosa singular! aun en esta tarea, yo, con ser seglar y tan profano, tuve alguna parte. Hallábame un día en el café, donde solíamos los del Ejército matar el tiempo, cuando se llegó a hablarme un clérigo que me era absolutamente desconocido, y me dijo ser capellán del batallón de Veteranos Nacionales y haber recibido encargo de hablar de la Constitución a la tropa en los sermones o pláticas de Cuaresma, lo cual él no acertaba a hacer, y me suplicaba que hiciese, dándole lo que había de decir por escrito. Neguéme yo a ser predicador oculto; pero tanto insistió el buen clérigo, que, despertándose también mi vanidad, hubo de reducirme a complacerle. Le pregunté cuál era el texto de su sermón, y él me respondió que el Evangelio de la primera dominica de Cuaresma: Ductus est Jesus in desertum, ut tentaretur a diabolo. «Fue llevado Jesús al desierto para ser tentado por el diablo.» Entróme como un rayo de luz, y formé plan de un trozo de sermón. Las tentaciones del diablo eran las proclamas de los realistas, el desierto nuestro campamento; y nosotros, puestos en la misma situación que Jesús, debíamos desechar los consejos del tentador y ahuyentarle. Como se puede entender, amplifiqué y desleí este pensamiento al modo usado en los sermones ordinarios. No bien fue predicada mi obra, cuando oí a los oficiales del batallón hablar, edificados del celo constitucional de su capellán, cuya alocución les había parecido sobre manera elocuente. Callé, y creí haber concluido con mi oficio de predicador cuaresmal; pero a media semana vi entrar en el café a mi clérigo, y venirse a mí en derechura. Pidióme que continuase mi favor, dictándole en un segundo sermón el trozo relativo a la política; me negué yo de nuevo, alegando que ya le había enseñado cómo se hacía lo que le parecía tan difícil; reiteró él sus instancias, y paré yo en ceder como en la ocasión primera. En esta dominica de Cuaresma trataba el Evangelio de la Transfiguración, y yo en él escogí por texto el dicho de los discípulos al Salvador: Domine, bonum est nos hic esse. «Señor, bien estamos aquí.» Sobre esta base, repetí de mil modos que bien estábamos en San Fernando defendiendo la causa de la Constitución. Este segundo sermón no dio golpe como el primero no por serle inferior, pues ambos valían poco, sino por faltarle el atractivo de la novedad. La tercera Dominica se acercaba, y mi resolución de no predicar más era inflexible. Hubo de persuadirse de eso el capellán, pues viniendo a buscarme por la vez tercera, y excusándome yo del sermón antes de proponerme él que se le hiciese, a fuer de agradecido quiso pagarme con alguna memoria mis servicios. Sacó para el intento, de su bolsillo, un papel en que venía algo liado; rogóme que lo aceptase, resistíme, y en el movimiento de manos que acompaña a esta acción, de ofrecer uno y desechar otro, abriéndose el papel, vi que contenía un par de medias negras, no sé si de seda o de material más pobre. Inútil es decir que recogió su dádiva o paga el buen eclesiástico; pero súpose el suceso y dio mucho que reír, sobre todo la idea de predicar yo y recibir en pago medias, cuando mi calzado se reducía a unas botas que en largos días no sólo no habían sido lustradas, sino ni despojadas de una costra de lodo. Tales cosas nos servían de entretenimiento.

Iba muy adelantado febrero, cuando por Sancti Petri entró en la isla de León mi amigo Grases. Éste, por octubre del año anterior, se había ido a Marsella con un amigo y compañero de prisión en Jerez, Gutiérrez Acuña; pero no bien tuvieron ambos noticia del levantamiento del Ejército, cuando determinaron venir a participar de su suerte. Adelantóse Grases, y ni quiso detenerse en Gibraltar como otros, sino que al momento vino a encerrarse a San Fernando. Recibíle yo con sumo gozo, por ser persona a quien profesaba gran cariño. A todos fue lisonjera su venida, y más particularmente a Quiroga, el cual, constante en su costumbre de hacer más caso que de otros de los recién llegados, dejó a éste tomar parte notable en todo cuanto se hacía, que no era mucho. Grases se escandalizó de mi situación al saberla, y habló de ella al general como de una cosa que redundaba en su propio descrédito y en el de los conjurados todos. Como al oírlo dijese Quiroga que efectivamente había yo hecho y seguía haciendo grandes servicios a la causa común con mi pluma, no pudo sufrir esto Grases, y dijo que no sólo con mi pluma había servido, pues él había sido testigo de mi salida de Gibraltar a meterme en España con más probabilidades de una desdicha personal que de un suceso próspero y, además, sabía que no escribiendo, sino obrando en la conjuración, tenía expuesta mi cabeza, cuando las de otros todavía no peligraban. El general, más ligero e irreflexivo que injusto, y también dócil con aquellos a quienes apreciaba, accedió a lo que de mí dijo mi recién venido amigo, y en la orden del Ejército me declaró agregado al Estado Mayor del mismo, con el sueldo de mi destino y ración, lo cual, desde los días últimos de febrero, empezó a serme pagado.

Para apreciar la firmeza de Grases, diré que nadie como él juzgaba mal de nuestra situación, antes y después de su llegada. Me acuerdo de que habiendo ido conmigo a ver las líneas, llegamos al puesto de Torregorda, y como notase la defensa allí preparada y unas pobres rejas plantadas en la playa, por donde podían ser flanqueadas las dos mezquinas cercanas baterías, volviéndose a mí, me dijo: «Esto nada vale y está pasado con poquísima pérdida, a la hora que quieran los de Cádiz.» Esto lo decía riendo, según su costumbre, mezclándolo con chanzas sobre materias por otros miradas con seriedad algo congojosa.

No sé si antes o después que Grases, pero en relaciones con él, vino a San Fernando otro personaje de muy diferente especie, que era un guerrillero de Valencia, conocido por haberse señalado en la guerra contra Napoleón con el nombre del Fraile, porque lo fue antes de empuñar las armas, y a quien unos tenían por valiente y otros por lo contrario, si bien conviniendo todos en que se había acreditado de ferozmente cruel. Había huido a Francia viéndose perseguido, según él decía, por constitucional, y atendiendo a informes de otros, por sus excesos. También discordaban las opiniones sobre si estaba en posesión de un grado superior militar o no, pero él por brigadier o coronel se daba. Este tal propuso salir a hacer una diversión útil, levantando una partida constitucional en Valencia, si para ello se le daba gente, una corta cantidad de dinero y armas. Accedióse a este su deseo, prometiéndose unos poco o mucho de sus esfuerzos, y otros, sin tantas esperanzas, persuadidos de que nada se perdía en dejarle obrar, y aun de que sería fortuna librarse de él y hasta despachar en su compañía a gentes que más nos eran estorbo o cuidado que provecho. Así, diose licencia para ir con él a oficiales que lo solicitaron y a soldados a quienes se dio la orden de seguirle, fuesen de buena o de mala gana, siendo estos últimos casi todos barateros, y si con fama de valientes, con no menos merecido concepto de varías harto malas cualidades. Fue ordenando en gente don Asensio Nebot (éste era el nombre del guerrillero), y las puso bajo cierta especie de disciplina bárbara. Sin embargo, junta aquella gente se hacía temible. Probóse en breve no ser infundado el temor que inspiraba, porque próxima ya a embarcarse, una noche se sublevó, estando a pique de producir fatalísimas consecuencias en nuestro acantonamiento, cercado por numerosas fuerzas enemigas. No pudo averiguarse bien qué grito dieron los sublevados, suponiendo unos que aclamaron al rey y otros que a la nación, pero no dando pruebas, por tanto, de otras intenciones que la de salirse a la calle a cometer desmanes. Acudió al ruido Nebot, y se metió entre ellos, espada en mano, acuchillándolos y logrando sujetarlos, acción con que se acreditó de arrojado, a lo menos en cierta clase de ocasiones. Fue preso uno de los que hicieron de cabeza en la sedición, y formándosele un juicio muy sumario o consejo de guerra verbal, fue sentenciado a morir pasado por las armas. Diósele poco tiempo para prepararse a la ejecución de la sentencia, llevada a efecto menos que veinticuatro horas después de cometido el delito. Contra mi costumbre, fui a ver este acto, único suplicio que he presenciado en mi vida. Llevóme a ser testigo de él, venciendo mis naturales inclinaciones, la consideración de que, según estaban los negocios, acaso en breve saldría yo a figurar en un espectáculo semejante. No fue este pensamiento sólo mío, pues muchos de los circunstantes le tenían y le declaraban. Murió el infeliz ni con mucha fortaleza ni con absoluto desmayo, y nos retiramos los asistentes con cierta tristeza solemne, donde estaba mezclada la compasión al muerto con la tremenda idea de ser posible que le siguiésemos en la misma u otra especie de suplicio.

Salió Nebot con los suyos, y antes de salir imprimió una proclama, cuya fecha decía ser en el campo de la venganza, y que contenía varias disposiciones atroces. Mucho se nos censuró, y no sin causa, haber pensado en lanzar a una provincia de España semejante expedición, mirada como una cuadrilla de forajidos. Fuera de esto, la empresa del padre Nebot, como se le solía llamar, no pasó de ser un escándalo y un motivo de susto para los puertos donde hubo recelos de verse afligidos con su presencia. La expedición, se dispersó en el mar. Aportaron sueltos a varios lugares de las costas del Mediterráneo los varios buques que la componían. Al verse separados, aclamaron al rey casi todos los que llegaron a desembarcar. La suerte del mismo Nebot fue oscura, pues cuando remaneció en Valencia, estando ya jurada por el rey y publicada la Constitución, no tuvo para qué guerrear, siendo fortuna que así se quedase, según el dicho común, en los espacios imaginarios el campo de la venganza.

He hablado poco antes de que íbamos conociendo nuestro peligro, el cual, en verdad, era grave. En toda España los 3.000 hombres o poco más, encerrados en la ciudad de San Fernando y las líneas contiguas, no contábamos con más auxiliares que con la columna de Riego. En punto a ésta, variaban las noticias, pero bien se veía no ser ciertas las más favorables, aunque constaba que no había tenido hasta entonces una verdadera derrota. Era seguro que había abandonado a Málaga, pero se ignoraba adónde se había dirigido. Por fin cesó nuestra incertidumbre, pero las noticias ciertas que tuvimos nada tenían de lisonjeras, si no podían ser calificadas de enteramente fatales. Llegó a San Fernando disfrazado, habiendo venido atravesando por poblaciones y tropas enemigas, don Miguel de Tovar, hoy cónsul de España en Perpiñán, oficial de Guías entonces, y el cual venía despachado a nosotros por Riego. Había dejado la columna en Grazalema, pueblo de alguna cuenta en la serranía de Ronda, y al separarse de ella la dejaba bastante reducida en número por frecuentes deserciones de los soldados y asimismo de no pocos oficiales. Riego y los principales caudillos continuaban firmes y animosos, pero no veían qué cosa pudiesen hacer, no presentándoles la fortuna, por lado alguno, la menor esperanza de darles sus favores. Tovar no pintó las cosas como estaban, sino a algunos pocos; pero como fuese preguntado por muchos, aun callando o encubriendo desagradables verdades, no acertaba a dar noticias del todo o siquiera medianamente satisfactorias. En este apuro ansiaban todos, hasta los soldados, tener noticias circunstanciadas de los hechos y de la situación de la columna. Como encargado de la Gaceta tuve que dar satisfacción al universal ansioso deseo, y contra mi costumbre e inclinaciones de no disimular las adversidades, por primera y última vez de mi vida tejí una relación mentirosa, hablando antes con Tovar y tomando de él noticias; pero hice tales mis mentiras, que no conté victoria alguna al presentar la situación de Riego y de los suyos como lisonjera. No causó gran placer ni pesar mi narración fabulosa; pero en breve fue inútil pensar en ella, viniendo a saberse que Riego, en un encuentro con las tropas del rey en Morón, había quedado vencido y poco menos que completamente desbaratado. Esta noticia fatal habría tenido resultas funestísimas si no hubiesen venido inmediatamente otras nuevas a templar la amargura y recobrar del desaliento que produjo. La primera cosa que coincidiendo con saberse la desdicha de Morón la hizo menos dolorosa y temible fue haberse entablado tratos con algunos oficiales del Ejército que nos atacaba por la parte del puente de Zuazo. Un día se recibió de las filas enemigas, por aquella parte, una nota pidiendo que en la vecina noche se presentase en cierto lugar a conferenciar con amigos que allí le esperaban el mismo Quiroga. Recelóse que esto pudiese ser un lazo, y dispúsose que no fuese el mismo general, o que sólo fuese tomándose para su seguridad las mayores precauciones. No me acuerdo bien de si al fin fue él mismo a la primera conferencia a que fue citado, pues hubo varias; pero sí tengo en la memoria lo que salió de aquellos tratos. Presentáronse los del Ejército real llenos de entusiasmo en favor de nuestra causa y determinados a darnos ayuda. Pero decían que para esto tenían formado un gran plan, y pidieron algún plazo para llevarle a ejecución cumplida. Dieron también noticia de que en La Coruña había habido un movimiento, de resultas del cual parecía cierto haberse proclamado allí la Constitución, y que el levantamiento, en cuanto podía averiguarse, se iba imitando en otros puntos de Galicia. Al fin veíase que en la hora de parecer perdida toda esperanza de auxilio se nos anunciaba tenerle ya, aunque lejano, otro aún, si no logrado, próximo a lograrse. Difundióse un tanto por el Ejército la noticia de que había conferencias con los del campamento opuesto, pues si bien era indispensable la reserva para el buen éxito de lo que se tramase por los de afuera, también se hacía forzoso señalar a los de adentro algo en el horizonte que anunciase no estar, como antes parecía, del todo cerrado. Sin esta ocurrencia estaban encima desgracias considerables. Bien es cierto que la tropa, ignorante del mal estado de los negocios, no daba muestras de desaliento; pero no así algunos oficiales, y si entre éstos empezaba la deserción, como había razones de temer, y no con mucha tardanza, el mal ejemplo dado por unos sería seguido por otros, y de las clases superiores pasaría a las inferiores.

Con estos varios y alternados motivos de gozo y pena, de esperanzas y sustos, iban corridos cerca de nueve días del mes de marzo, cumplidos dos con algunos días más desde el alzamiento de Las Cabezas, y aun desde la entrada de las primeras tropas constitucionales en la ciudad de San Fernando. En la tarde del citado día, y más que en otras, me sentía yo triste y abatido, y notaba en las personas que a mi lado veía igual tristeza. Habíamos estado sentados cerca del lugar llamado el Caño de Suposito, y mudando de lugar nos encaminamos por la calle Real, que atraviesa a San Fernando a lo largo, cuando notamos señales de arrebatada alegría, y oímos decir que acababa de publicarse la Constitución en Cádiz. Antes, más de una vez habían corrido semejantes rumores, desmintiéndose no bien se esparcían; pero en las ocasiones pasadas, todas ellas de los días primeros del alzamiento eran probables, al paso que en la situación nueva de los negocios ninguna apariencia tenían de ciertas, aunque, bien mirado, su misma inverosimilitud podía darles valor, no siendo propio fingir cosa tan fuera de cuanto podía entonces esperarse. Lo cierto es que el rumor crecía, y los rostros alegres, y los ademanes expresivos, y los gritos ya altos, indicaban que las alegres nuevas, si no ciertas, pasaban por tales. En breve oímos contar cosas que desvanecían nuestras dudas. Dos o tres oficiales de Marina, venidos de Cádiz por tierra, habían entrado en la isla de León y estaban en casa del general Quiroga. Aunque esto podía ser falso, siendo fácil que uno se hubiese equivocado y muchos creído su equivocación, ya hasta los pocos propensos a lisonjearse, o aun a dar crédito a cosas alegres, de los cuales era yo, empezamos a tener por verdad la dicha increíble que inesperadamente había sobrevenido. Y en verdad era. Pasamos a casa del general; hablamos con los oficiales, que eran el conde de Mirasol, don Jacobo Oreiro y don Vicente Sánchez Arquero, todos tres del cuerpo de la Real Armada. Dijéronnos que tenían especial encargo de mi tío Villavicencio para que la reconciliación ya empezada entre los hasta entonces defensores de opuestas banderas fuese llevada a efecto del mejor modo posible. Refiriéronnos también cómo había sido la impensada proclamación de la Constitución en Cádiz; que con las noticias recibidas del levantamiento de La Coruña, difundido por Galicia, y con haber faltado el correo último de Madrid, creyendo los gaditanos confirmadas con esta última circunstancia las voces que corrían sobre estar ya contra el Gobierno del rey gran parte de España, y quizá la misma capital, habían dado muestra de gran inquietud y anhelo de declararse por la causa a que eran tan notoriamente adictos; que en esto había llegado a Cádiz, de su residencia ordinaria en el Puerto de Santa María, el general Freire, y celebrado Junta de autoridades; que sabedor de esto el pueblo, y creyendo que iban a disponer el restablecimiento de la Constitución, imitando lo hecho en otros puntos, por no ser ya posible seguir sosteniendo el despotismo vencido y echado a tierra, había acudido numerosísimo gentío a la plaza de San Antonio, estando los generales juntos en una de aquellas casas, en aquel lugar tan público situadas; que viendo junta una turba tan crecida en una ciudad donde pocas horas antes apenas se atrevieran a formar el corrillo más inocente los habitantes, temerosos de ser tachados de conatos de alboroto, los generales de tierra y mar, Freire y Villavicencio, con otros, se habían asomado al balcón, llevados del deseo de impedir con buenas palabras un desorden, al parecer inminente; que al verlos el pueblo creyó que salían a complacerle, según estaba anunciado, y que entonces, desde en medio del bullicio salió un grito de ¡viva la Constitución!, a que respondieron miles con alegres voces; que los generales hubieron de consentir en lo que era la opinión y el deseo general, recelando, por otra parte, que en toda España estaba hecho o iba a hacerse otro tanto, y que las resultas de todo era haberse puesto la lápida constitucional en la plaza, según estaba en 1814, aunque haciendo sus veces por lo pronto una pobre tabla, y estar entregado el vecindario de Cádiz a una alegría frenética, de que las tropas de la guarnición eran testigos y aun participantes, con pocas excepciones. No era menor nuestro gozo, pues de estar casi perdidos nos veíamos en salvo y triunfantes. Hasta a la población de San Fernando, que hasta allí no se nos había mostrado parcial, aunque tampoco contraria, se comunicó el júbilo que nos poseía. Cerró en esto la noche; díjose que se veía resplandecer a lo lejos como iluminada Cádiz; salieron las gentes a centenares, a una altura desde donde se ve la ciudad vecina, y el resplandor que despedía entre la oscuridad de la atmósfera fue luz de consuelo y alegría para nuestra mente, así como para nuestra vista corporal, dando este espectáculo realce al placer que nos inundaba en tan dichosas horas.




ArribaAbajoCapítulo IV

Arco Agüero, López Baños y el autor, mandados a Cádiz como parlamentarios de los constitucionales.-Recepción entusiasta del pueblo.-Actitud de Freire.-El pueblo, atacado repentinamente por las tropas.-Dispersión y peripecias por que pasa el autor.-Reúnese a sus compañeros.-Reclaman de las autoridades la inmunidad de parlamentarios.-Son arrestados y conducidos al castillo de San Sebastián.-Estancia en la prisión.-Puestos en libertad, vuelven a San Fernando.


Había que atender a otras cosas más que a dar rienda a nuestra alegría. Entendióse que el convite a la unión hecho por mi tío era explícito, y que debía suponerse hecho por las autoridades militares del Ejército que gobernaban en Cádiz. Dispúsose, pues, enviar allí comisionados para arreglar el modo de convertirse en una las antes contrarias fuerzas. Creyóse que estos comisionados debieran ser de los personajes principales del Ejército. Fueron, pues, nombrados para tan importante y halagüeña comisión Arco Agüero, jefe del Estado Mayor del Ejército nacional, y López de Baños, comandante general de su artillería. También me tocó serlo en tercer lugar, por tener yo un empleo en la diplomacia, y por la circunstancia de ser sobrino del general de Marina que se señalaba en brindarnos con la unión, representando yo la parte civil en aquella como embajada. Habíamos de ir acompañados por un oficial ayudante de Arco Agüero, por algunos soldados de artillería montados, y por un trompeta. En la mañana del 10 de marzo, levantados con la aurora, hicimos nuestros preparativos, y serían sobre las nueve de la mañana cuando nos pusimos en camino para Cádiz. Iban todos a caballo menos yo, que siendo torpísimo jinete, no quise hacer fea figura en aquel lance de lucimiento, por lo cual tomé un calesín, circunstancia que, como se verá, influyó en lo que hubo de pasarme, así como a los demás parlamentarios o comisionados. Cuando llegamos a Torregorda, donde estaba nuestra línea, ya vimos el camino que va a la Cortadura lleno de gente en portentosa cantidad, mucha parte de la cual estaba ya cercana, y venía a pie, habiendo andado alegremente como legua y media de distancia que hay desde Cádiz hasta allí. Como los del Ejército nacional, para señalarnos alguna divisa, hubiésemos adoptado la de orlar con una cinta verde nuestras escarapelas y banderas en señal de esperanza, y no por signo masónico, según se creyó, y como esto fuese sabido en Cádiz, todos los gaditanos que venían a servirnos o a visitarnos tenían lazos verdes, de ellos algunos de enormes dimensiones, en sus sombreros. No bien llegamos a encontrarnos con nuestros amigos, cuando fuimos saludados con vivas dados con muestras de la adhesión más apasionada; según íbamos adelantando crecía el número de gentes que encontrábamos, y parecía que subía de punto el entusiasmo de que éramos objeto. Al llegar a la Cortadura, era casi un tropel de gente el que se nos ponía delante, cuyas altas aclamaciones, dichas con voz conmovida, poblaban el aire, y sonando en nuestros oídos, nos llegaban al alma, excitando afectos de la mayor viveza y ternura. Pero notamos algo que contrastaba con el universal regocijo y agasajo. La guarnición de la Cortadura nos miraba con tristeza y ceño. Tuvimos la ocurrencia, no obstante saber que estaba la Constitución, si no solemnemente publicada, reconocida en Cádiz, al presentarnos a aquel primer puesto de un Ejército, aunque no enemigo, extraño todavía, de portarnos conforme al carácter de parlamentarios, y así dispuso Arco Agüero que tocase llamada el trompeta. Respondiéronnos de la Cortadura, con visible despego, que era inútil tal formalidad, porque no podía haber parlamento «cuando todos éramos unos»; expresión lisonjera, pero que por ser dicha con tono impropio del amistoso pensamiento que declaraba, nos pareció en cierto modo ironía. Poco después creímos oír entre la gritería del pueblo que nos daba aplausos alguna voz que desde las altas murallas de aquel mismo puesto nos denostaba o amenazaba, así como a quienes nos aplaudían. Aunque podía distinguirse poco lo que se oía desde lejos entre tanto vocerío, no dejó de darnos disgusto y cuidado este incidente, aun no pasando de ser dudoso el insulto, si bien notorio el mal afecto. Pero había ocurrido poco antes un incidente que daba harto motivo a sospechas. Entre las gentes que venían por el camino, estaba el oídor de la Audiencia de Sevilla, don José Elola, que tenía algunas relaciones de amistad con el general Freire, y que al emparejar con nosotros se puso a hablar con Arco Agüero, de quien era conocido, y procuró persuadirle a que se volviese atrás, no creyendo oportuna nuestra presentación en Cádiz. Pero como Elola no tenía encargo formal del general de las tropas del rey para declarar que no quería admitirnos en la ciudad sujeta a su mando, Arco Agüero, puesto de acuerdo con López Baños y conmigo, respondió que llevando nosotros una comisión de nuestro general, estábamos obligados a desempeñarla, si fuerza mayor no nos lo impedía. Seguimos, pues, entre opuestas señales, que ya nos aseguraban satisfacciones, ya peligros. Olvidámonos enteramente de estos últimos al aproximarnos a Cádiz, al atravesar por sus puertas y pisar sus calles, donde parecía aumentada la población, quizá porque hubo pocas personas que no acudiesen a vernos, a obsequiarnos, y a manifestarnos extremos de cariño. Cortábannos el paso lanzándose a los pies de los caballos de mis compañeros y a las mulas de mi calesa, centenares de los salidos a recibirnos. Hubo hasta de incomodarse López Baños, cuyo natural tiene algo de seco e imprudente, porque le alborotaban el caballo manoseándosele, así como a sus piernas y manos. A mí había quienes me tiraban de la ropa, quienes me apretaban la mano como con fuerza convulsiva. A los gritos correspondían los semblantes, cuáles encendidos, cuáles llorosos. De los balcones, llenos también de gente, se oían salir vivas, se veían ondear pañuelos y se sentían caer flores sobre nuestras cabezas. Pocos espectáculos he visto iguales, pues casi no fue superior el arrebato de alegría con que fue recibido en Madrid Fernando VII, recién subido al trono en marzo de 1808, al con que fue festejada nuestra entrada en Cádiz el 10 de marzo de 1820, día para aquella ciudad de amarga memoria. Así atravesamos casi todo Cádiz, estando muy distante de la Puerta de Tierra la residencia del general Freire, y cercana a la plaza de San Antonio, donde la lápida constitucional estaba puesta, y donde iba a publicarse con solemnidad la ley política restablecida. Al entrar en casa del general, mudaron las cosas totalmente de aspecto, tomando uno muy poco satisfactorio. Freire estaba seco, turbado, inquieto. Manifestaba deseo de que nos volviésemos a nuestro Ejército, y aun nos instaba a que lo hiciésemos sin demora, alegando que entre los soldados venidos en nuestra compañía y los suyos podía haber algún disgusto. Respondió a tal temor Arco Agüero, ponderando la disciplina de nuestra gente, a lo que respondió el general del Ejército antes del rey que la suya era merecedora del mismo elogio; pero no lo creía así, si había de juzgarse por su gesto y movimiento de ansiosa impaciencia. Al lado del general Freire había un número crecido de personas, de las cuales, unas adictas a nuestra causa, nos mostraban su amistad afectuosa, y otras, con su tibieza o mal talante, acreditaban vernos con vehemente descontento. Oyóse de repente grande estrépito en la calle; sonaron tiros. En este tiempo nos habíamos despedido para volvernos a San Fernando. Los caballos de mis compañeros los esperaban a la puerta; mi calesín quedaba a más distancia, y para llegar a él era forzoso atravesar una calle que desembocaba en la plaza de San Antonio. Me adelanté, mientras gente agolpada en la calle, delante de la puerta de Freire, que se había asomado a su balcón, gritaba: «Mi general, la tropa está haciendo fuego al pueblo.» «Os equivocáis, hijo (respondió Freire); ese ruido es de unos carros.» Oyendo esto, había yo traspasado la calle que cortaba en la que estábamos, cuando veo venir por ella, y de la plaza, un tropel confuso de gente huyendo, y oigo varios disparos, y advierto precipitarse por la calle algunos soldados persiguiendo a los fugitivos. Pasó todo esto con suma rapidez, y yo me metí en el umbral de una puerta que estaba cerrada, y respaldado contra ella vi lo que delante de mí pasaba, escudado por mi sombrero de militar, por donde me creyó la desmandada tropa tan oficial de los suyos, y habiendo tenido la precaución de volver mi sombrero, con lo que no se notó el listón verde tejido o pegado como orla de la escarapela. Vi caer delante de mí a un paisano embozado en su capa, y ya en el suelo, darle un guía repetidos bayonetazos. Horrorizóme aquella tragedia, pero siguiendo adelante el soldado, el que creía muerto se levantó sin lesión y huyó, pues sólo había caído de miedo, y la ceguedad de su furioso ofensor no le permitió asestar bien la punta de la bayoneta a su cuerpo, de suerte que sólo le había dado en su ropa o en el piso de la calle. Por un instante quedó solo aquel lugar, y entonces, entreabriéndose tras de mí la puerta, sentí que me tiraban de los faldones de la casaca o frac que vestía. Déjeme ir; entré en la confitería de espaldas; cerróse la puerta no bien estuve dentro, y salté por encima del mostrador a pasar a una pieza contigua.

Aquella confitería estaba aneja a una nevería del mismo dueño, adonde concurría yo casitodas las noches durante mi estancia en Cádiz, siendo muy conocido y querido de los mozos, uno de los cuales, habiéndome visto por una rendija, con atrevimiento y habilidad me salvó de la muerte. Estaba la nevería llena de gente, y bien cerradas las puertas. Volviéronse a mí los circunstantes, de algunos de los cuales era conocido, tuvieron miedo de verse en mi compañía en aquellas horas, y sobre todo, repararon en mi escarapela, que decía claro ser yo del Ejército de San Fernando, pues si bien todos los de Cádiz, aun los militares, habían llevado aquella mañana cintas verdes, las llevaban, no unidas a lo encarnado, sino sobrepuestas, como cosa hecha de pronto. Pidióseme que me quitase aquel listón, cuyo color atraería los mayores males a quien con él fuese visto. Insistí yo primero, temiendo que mis compañeros vituperasen mi acción como hija de timidez; pero cortó la disputa una señora que, asiendo de mi sombrero, dejado en una silla, con unas tijeras le cortó cuanto de verde tenía. Quedaron con esto más serenos los encerrados conmigo, pero nunca del todo, lo cual no era posible, dando causa al terror lo que se oía, y mal se podía saber, si bien era claro ser funesto. Sonaban, en efecto, continuos tiros y feroces alaridos, en que los vivas al rey venían acompañados de imprecaciones y amenazas. Todo ello era licencia de la soldadesca demandada que celebraba con alboroto y tiros al aire su victoria, sólo ensangrentada en el principio. Pasáronse horas en incertidumbre, y poco a poco fuese evacuando la nevería. Pero yo no podía lanzarme a la calle con tanta facilidad, pues, de ser conocido, era casi seguro que sería inevitable consecuencia mi muerte. Detúveme, pues, y aun acepté una comida del amo de aquel establecimiento, entendiendo que la pagaría, por ser, aunque no fonda, casa donde se servía al público por dinero; pero al querer pagarle me señaló un precio irregular por el gasto que había hecho, diciéndome que en pago se me pedía que me fuese sin tardanza. Obedecí y púseme rápidamente en la calle, solitaria, o sólo llena por soldados frenéticos y bebidos, a algunos de los cuales oí decir que querrían tener en sus manos a los que habían sido recibidos en triunfo en aquella mañana. No sabiendo a qué parte encaminarme, juzgué lo más acertado ir a casa de mi tío no sólo por ser un pariente tan cercano y hasta mi padrino, y el hermano querido de mi madre, sino porque de él, por conducto de los oficiales de Marina, había ido a San Fernando el convite al parlamento o embajada que había tenido tan fatal paradero. Quería, asimismo, averiguar dónde estaban mis compañeros, a quienes suponía presos, y con los cuales quería juntarme, estimando vergonzoso separar mi suerte de la suya. si bien había sido involuntaria mi separación. Llegué a casa de mi tío, pregunté por él, dijéronme que estaba comiendo, llegué hasta la mesa, se quedó él sorprendido al verme, y con gesto y tono desabrido me mandó pasar a la sala. Hícelo así, y él me siguió en breve. Al entrar me preguntó: «¿Qué traes aquí?» Y ofendido yo de la pregunta, con altivez inoportuna le dije: «No vengo a ver a mi tío, sino al general, fiados en cuya palabra hemos venido a Cádiz, y vengo a pedirle que me junte con mis compañeros y que se respeten en nosotros los derechos de parlamentarios.» A este trozo oratorio respondió mi tío con sequedad: «Que él nada sabía de mis compañeros, ni tenía que ver con lo que estaba pasando, y que fuera yo a verme con el general Campana.» Oído esto, me despedí y salí sin que él me detuviese. Como corría tanto peligro en aquellas horas, estimé inhumana la acción de mi tío, y llevé mi resentimiento contra él hasta no volver a verle ni a hablarle en mi vida. Hoy, conozco que mi presentación fue repentina y mi lenguaje ofensivo e inoportuno, por lo cual le disculpo, pero no del todo, pues su dureza fue excesiva para circunstancias como las en que yo me encontraba. Desesperado, pues, fuime a ver al general Campana. Éste me vio llegar a él con asombro, pero se mostró humano, y me rogó que me ocultase, diciéndome que extrañaba mi temeridad en presentarme allí, porque, según decía, estaba muy exaltada la gente. También quise disputar con él, y también le rogué que me juntase con mis compañeros; pero él, diciéndome que ignoraba dónde estuviesen éstos, cortó la conversación volviéndome la espalda. Fuime, pues, de allí, y traté ya solamente de buscar un asilo. El día, sereno por la mañana, se había vuelto lluvioso y caía agua sin intermisión y con abundancia. Calado hasta los huesos llegué a una casa donde se hospedaban provisionalmente mi tía y mi hijo, pero sin esperanza de encontrar en ella refugio. No me engañé en este triste pronóstico, pues los que hospedaban a mi familia me dieron a entender cuán comprometidos se creían sólo por mi entrada en aquel lugar, de suerte que apenas tuve el tiempo necesario para mudar mi ropa interior mojada por otra. Volví, pues, a recorrer las calles, dejando en agonía de desconsuelo y susto a las personas de mi mayor cariño. Por fortuna, en mis vueltas de aquí para allí, me divisaron desde el interior de sus vidrieras, y por entre ellas, dos primas hermanas mías, hijas del hermano mayor de mi madre, con las cuales me había criado, y a cuya casa no había querido acudir, sintiendo disgustarlas o acarrearme una negativa de favor que me habría sido dolorosa. Ellas me llamaron, me recibieron con tierno afecto, y me ofrecieron que pasase allí la noche. Acepté, pero aún quise hacer una tentativa para dar con mis compañeros. Volví a salir acercándose la noche. En Cádiz tenía a mi hermana única; pero como hacía ya cerca de cuatro años que no la veía, no consintió mi altivez que fuese a pedirle favor en horas de apuro.

Pasaba así el tiempo, arrostrando inútilmente continuo peligro, porque entre los soldados, que, sueltos y dueños de su voluntad, ocupaban las calles, había desertores de la columna de Riego, que bien podían haberme conocido, siéndolo yo mucho en el Ejército de San Fernando. Oscureció al fin, y no habiendo pensado, en medio del general temor, los encargados del alumbrado en acudir a encender los faroles, y estando las puertas de las casas y las tiendas todas cerradas, las angostas calles de la ciudad estaban en tinieblas profundas, seguía yo por ellas a tientas, resuelto ya a irme al asilo que me estaba ofrecido, cuando al pasar por la llamada del Sacramento, en lo más alto de su cuesta, la mayor de Cádiz, y cerca de la Torre de Vigía, me oí dar un ¡quién vive! y no bien respondí, cuando acercándoseme un bulto me sentí asido y con un sable, cuyo frío sentí a la garganta. Era un soldado solo y cayéndose de borracho. Repitióme quién era, y yo respondí: «Oficial de la marina real», pues podía pasar por tal por mi traje de frac azul y sombrero militar, y añadí que iba a tomar órdenes de mi general. Sirvióme la respuesta, pues el soldado me llamó compañero, y después de pedirme que gritase ¡viva el rey!, a lo cual me presté, me dejó ir, quedando satisfecho. Sirvióme esta ocurrencia de aviso, y a paso apresurado me encaminé a la casa que me había de servir de albergue, aunque por breves horas. Llegué allí, fui recibido como antes, cené ligeramente, y acostándome caí en un sueño profundo, cosa que admiró a mis primas, pero de lo cual no me envanezco, pues no fue la serenidad de espíritu, sino el extremado cansancio del cuerpo lo que me facilitó el descanso. No bien fue de día, cuando me levanté y vestí, y despidiéndome de mis primas, de cuya bondad no quise abusar siguiendo en su casa, salí a continuar mis averiguaciones sobre el paradero de mis colegas. Fui a dos o tres casas, y entre éstas a las de dos masones que habían estado en trabajos conmigo, y uno de ellos dándose por liberal arrebatado, pero ambos eran marinos y el más ardoroso servía a las inmediatas órdenes de mi tío, y por los dos fui recibido con el mayor despego, casi echándome de sus casas. Así, entregándome a una desesperación completa, vagaba por las calles, cuando al pasar cerca del teatro, en medio de la soledad en que estaba la población, sentí pasos detrás de mí, tan a compás de los míos, que declaraban ser de persona que me seguía. Hice pronto mi cálculo, y saqué de él que, fuera amigo o contrario, era forzoso dejar que se me acercase. Detuve, pues, el paso, y llegando él muy cerca de mí, en voz baja me llamó por mi nombre. Volví la cara y vi que no le conocía, aunque él a mí sí, cosa nada extraña, por ser yo en Cádiz un tanto notable. Al saludo mío dignóse preguntarme él adónde iba. No lo sé, fue mi respuesta. «¿Pues qué, dijo él preguntándome de nuevo, no quiere usted reunirse con sus compañeros?» «No ando buscando otra cosa, fue mi segunda respuesta; pero nadie quiere decirme dónde paran.» «Pues yo, me dijo él, lo sé; y tanto, que he salido a buscarles el almuerzo, y si usted quiere verlos, no tiene más que seguirme. Compraremos alguna cosa, echaré yo adelante (toda esta conversación continuaba yendo él detrás de mí), y cuando me vea usted llamar a una puerta y que abriéndomela entro, si hay soldados en la calle, se irá usted sin entrar, y si no lo hará detrás de mí, pues dejaré la puerta entornada.» Casualidad tan increíble como la de este encuentro varió tanto mi situación, que me tuve por feliz, aunque por poco motivo. Hice puntualmente lo que me encargó el para mí desconocido, y no habiendo soldados en la calle al llegar a la casa donde él entró, le seguí, cerrándose después de mi entrada la puerta. Allí, en un cuarto tercero, me encontré con Arco Agüero, López Baños, el ayudante del primero de los dos y algunos oficiales del batallón de Soria, que, presos por la tentativa de la noche del 24 de enero y puestos en libertad al proclamarse la Constitución, en la tarde del 9 de marzo, al empezar el alboroto del 10, habían corrido a ocultarse. Abrazámonos mis amigos y yo con la mayor alegría, viéndonos salvos. Supe entonces que ellos no habían corrido peligro como yo, pues cuando, como he dicho poco antes, saliendo de casa de Freire en el momento de aparecer las tropas disparando balas a la plaza de San Antonio, y de huir el numeroso gentío allí congregado, me adelanté a tomar mi calesín, mis compañeros, cuyos caballos estaban más cerca, se hallaban dentro de los umbrales de la casa del general, cuyas puertas se cerraron pronto, custodiándolos una guardia a la cual no pensaban en acometer los sublevados. Subiéndose entonces Arco Agüero con su ayudante y López Baños, y con éstos los oficiales de Soria, encima de la casa, que, como la mayor parte de las de Cádiz, tenía, en vez de tejados, lo que suele llamarse terrados y allí tiene el nombre de azoteas, de unas en otras fueron saltando, como es fácil hacer, con poco o ningún peligro, hasta llegar a una casa, aunque de la manzana misma, algo distante, y, además, un tanto humilde, y por eso de menos nota. Nadie pensó en seguirlos, porque nadie trató de invadir la casa del general y en la sublevación había poco orden, por no querer dar la cara quienes la habían dispuesto. Así, puestos los fugitivos en la azotea, donde resolvieron hacer punto en su retirada, bajaron la escalera de la casa a que correspondía aquélla, y siendo de las apellidadas en Cádiz de cuerpos, por no estar habitada por una familia sola, según es allí costumbre de la gente acomodada, pararon en el cuarto tercero, donde encontraron acogida. Allí habían pasado con quietud, si bien no con satisfacción, la tarde de aquel día y la noche siguiente, y allí los encontré pensando qué harían, aunque resueltos a dar aviso de su situación y residencia a la autoridad que gobernaba a Cádiz, y a reclamar de ella el tratamiento debido a parlamentarios. A mi entrada, Arco Agüero dijo: «Ya tenemos aquí un escritor», exceso de modestia, pues si él no escribía con corrección extremada, no dejaba de manejar medianamente, y hasta puede decirse bien, la pluma. El escritor puso manos a la obra que de él se esperaba, y de común acuerdo extendió una representación donde se decía cómo habíamos venido a Cádiz, con qué objeto, no sin haber sido a ello invitados, y cómo habíamos tocado llamada y cumplido con las fórmulas de los parlamentos en la Cortadura, y donde en virtud de los antecedentes pedíamos ser vueltos a nuestro Ejército salvos y respetados, según es uso en la guerra, pues en guerra habíamos vuelto a ponernos. Hecha esta representación y firmada por los tres, ocurrió una dificultad sobre el modo de enviarla a su destino. El vecino de la casa que había dado asilo a mis amigos empezaba a temer que de su buena acción se le siguiese perjuicio y a arrepentirse de lo pasado y a procurar enmendarlo, trocando en rigor la bondad con que había procedido. Sobre todo le daba miedo presentarse como nuestro embajador, porque, según dijo, él había comido el pan del rey, y parecía mal que anduviese en amistad con los enemigos del trono.

Uno de nosotros, no me acuerdo quién, tuvo una ocurrencia feliz para vencer sus escrúpulos y miedo, y fue decirle que bien podía pretextar que en el día anterior, habiendo oído llamar a la puerta y abiértola sin reflexionar, vio de repente entrar en su casa una porción de hombres con uniforme militar y espadas que por fuerza se entraron, y todo aquel día, y hasta la mañana siguiente, le habían tenido imposibilitado de salir a dar aviso de tan imprevista ocurrencia. Agradó al pobre hombre la idea que le libertaba de nosotros sin exponerle ni a una reprensión, sino, al revés, dándole apariencias de víctima, y corrió a desempeñar la comisión que le habíamos dado. Tardó un buen rato en volver, que pasamos nosotros en expectación ansiosa, acechando lo que pasaba en la calle al través de las vidrieras. Al fin llegó la respuesta a nuestra representación. Traíala un oficial con veinte soldados, al lado del cual venía nuestro huésped. El comandante de aquella tropa formó quince hombres delante de la puerta y les mandó preparar las armas, y tomando cinco consigo, subió como quien va a coger una partida de facinerosos preparados a hacerle resistencia. Al entrar en la pieza en que estábamos, el oficial traía vuelta hacia nosotros la punta de la espada y preparadas las armas los soldados. No pudimos menos de reírnos de aquel aparato, aunque nuestra situación no era ciertamente para risa; pero López Baños, hombre impaciente, hizo notar al oficial cuán ridículo era venir así contra nosotros, que cabalmente habíamos dado aviso de estar en aquella casa. Serenóse aquel hombre, ente verdaderamente singular, siendo rara elección la hecha de su persona para comisión como la que traía. Era un hombre alto, fornido y moreno, con trazas indudables de ser pino, según llamaban en el Ejército a los salidos de la clase de sargentos; sin crianza alguna; ignorantísimo, baladrón, con pretensiones de entusiasmo celoso por su causa; y, en suma, expresándose del modo más singular e irrisorio hasta con sus ademanes, pues solía desenvainar la espada a medias y volverla a envainar, como para asustarnos. En medio, de esto, tan atolondrado estaba, que no se le ocurrió pedir las espadas a mis compañeros, y sacándonos a la calle y poniéndonos con diez hombres delante y otros tantos detrás, daba el singular espectáculo de llevar presos a hombres que tenían las espadas ceñidas. Atravesamos así gran parte de Cádiz, hasta llegar a la puerta de la Caleta, lo cual nos indicó que al castillo de San Sebastián nos llevaban. Cuando estuvimos en la puerta, nos encontramos con que la marca estaba alta e iba creciendo, lo cual habría de detenernos allí algunas horas, no siendo posible pasar al castillo por las peñas sino en la baja mar o poco menos. Paramos, pues, en el cuerpo de guardia, en donde el oficial nos dio nuevas pruebas de su singularidad y deseo de amedrentarnos. Para esto ponderaba mucho sus hazañas, y llevaba, en efecto, al pecho gran porción de cintas de cruces, que había dispuesto formando un círculo. Cansados mis compañeros de sus fanfarronadas amenazadoras, le dijeron que debía él saber que trataba con militares y de graduación muy superior a la suya, los cuales no se asustaban de sus fieros, porque habían visto la cara a más formidables contrarios; recordándole, además, que quien va a prender no lleva encargo de insultar a aquellos a quienes prende. Hubieron de hacerle fuerza estas razones, pero dieron motivo a una salida que pinta el espíritu de los militares poco educados, pues dijo: «Compañeros, con ustedes no va nada; pero a ese perillán del paisano es a quien querría yo ver hecho trizas.» Bien se puede suponer que no me agradó este cumplimiento. En tanto teníamos hambre, porque el preparado almuerzo no se había comido, y pedimos que fuesen a traernos un bocado de alguna tienda vecina. A petición tan razonable, aunque hecha por boca de sus compañeros, y no del perillán del paisano, que tenía buen cuidado de no despuntar los labios, respondió él brutalmente que sus soldados no habían venido a servirnos. Oyó esto el oficial de la guardia de la puerta, hombre bien educado y caballero, y al momento nos ofreció uno de sus ordenanzas que fuese a traernos lo que pedíamos. Mientras volvía, nuestro tirano determinó ponerse en marcha, no obstante estar a media marea. Hicímoselo presente, y él insistió en su orden, a lo cual replicamos, enfadados, que un poco de mojadura o de hambre no nos importaba gran cosa. Emprendimos, pues, nuestro desabrido viaje sin comer, ni aun recoger el dinero dado para traernos alimento; pero la acción del oficial descontentó a los soldados, porque también habrían de mojarse sin necesidad, de que resultó volvérsenos favorables, de enemigos furibundos que antes eran, pues les oímos decir que no era razón hacerles pasar aquel mal rato, ni tampoco a los caballeros oficiales. Con todo, no hubo remedio, y con agua a veces por encima del tobillo y tropezando con los ásperos escollos del camino, que solíamos no ver bajo nuestros pies, llegamos al castillo sin más desastre que pasar una incomodidad mediana. Allí nos entregó al gobernador nuestro prendedor, a quien hubo de costar cara su conducta, pues por ella estuvo preso más de tres años, o todo el tiempo que la Constitución rigió en España, implicado en la causa formada por los excesos del 10 de marzo, en los cuales había tenido él no pequeña parte.

El gobernador del castillo nos recibió con urbanidad, pero nos trató al principio con rigor, si bien no extremado. Debía ponernos incomunicados; pero logramos de él ser encerrados de dos en dos, lo cual era no pequeño alivio. También la repartición se hizo de un modo para mí muy conveniente. López Baños, de condición seca, fue puesto en el mismo cuarto con el ayudante de Arco Agüero, hombre también callado, por estar enfermo del pecho, de que no mucho después le vino la muerte. Arco Agüero y yo quedamos juntos, ambos alegres y parlanchines. Así, nuestra situación, aunque dura, se hizo tan llevadera, que en nuestro cuarto más horas había de risa que de pena o rabia. Sin embargo, nuestro peligro era evidente. Fue fama, aunque no sé si verdadera, que algunos de los de más influjo en aquella situación de las cosas, hija de un levantamiento y continuada en la insubordinación y el desorden, solicitaron que se nos pasase por las armas. Fuese esto verdad o no, mala habría sido nuestra suerte no siendo por lo que sobrevino, y que a esta época, ignorándose en Cádiz, había ya pasado en la corte. El oficial que mandaba el destacamento puesto de guarnición en el castillo no nos era favorable, y se recreaba en manifestarnos sus pensamientos. Tenía, según nos informó, por apellido Riego Pica, e insístía mucho en el Pica, para no ser confundido con el otro Riego, de quien nos afirmó con toda solenmidad que no era pariente, aunque sí hijo de la misma provincia. Solía entrar a vernos a menudo, y se paseaba por nuestro cuarto con la llave en la mano metida por su ojo en un dedo y dando vueltas, pero sin entrar muy adentro, como también nos declaró, por temor a las pulgas, que en efecto abundaban en aquel sitio. Así se complacía en darnos malas nuevas, a que respondíamos con pullas que no le agradaban, sobre todo Arco Agüero, a quien su grado de oficial superior daba más licencia. Pasóse así día y medio, pero a la hora de comer nos juntaban a los cuatro y teníamos un buen rato, dando mi voracidad margen a mucha broma. A la tarde del día 12, Riego Pica entró con gesto de hombre poco contento, y nos dijo que había llegado la noticia de haber jurado el rey la Constitución; pero que la guarnición de Cádiz no obedecía a un acto a que su majestad había sido forzado. Aquel mismo día vino a proponérsenos que fuésemos canjeados por los generales sorprendidos en Arcos, que seguían presos en el arsenal de la Carraca. Respondíamos, después de habernos puesto de acuerdo, que dependíamos de nuestro general, al cual, y no a nosotros, le tocaba resolver si podía verificarse el propuesto canje. Resta decir que la respuesta de Quiroga fue negativa, alegando que nosotros no éramos prisioneros, sino parlamentarios, cuyas personas, por las leyes de la guerra, son inviolables. Influyó en esta respuesta mi amigro Grases, que solía chancearse conmigo sobre el favor que me había hecho, pues en aquel momento temía que la negativa tuviese para nosotros fatales consecuencias. Pasamos el día 13 sin alteración en nuestra suerte y sin otra ocurrencia que la de que estando Arco Agüero tendido en su cama, según su costumbre, y yo paseando, sentí que por la ventanilla sin vidriera, delante de la cual paseaba un centinela, y por la espalda de éste, había entrado una piedrecilla en nuestro cuarto. Asoméme, y vi una mujer enfrente, con trazas de ser la que había tirado la piedra. Púseme entonces a buscarla, y la encontré y recogí, hallando, como esperaba, que traía atada una cartita; leímosla, y vimos que su contertido se reducía a decirnos que tuviésemos buen ánimo, porque iban bien las cosas. El, día 14 hubo una mudanza de escena favorable. Fue relevado el destacamento que nos custodiaba y perdimos de vista a Riego Pica, sin sentirlo, sino regocijándonos al ver que iba de muy mal talante. En el destacamento que entró venía cabalmente el oficial que estando de guardia en la Caleta nos quiso en balde proporcionar aquel deseado almuerzo, que la tiranía de nuestro aprensor nos impidió probar después de pagado. Las noticias que traía la guardia nueva eran favorables, y su porte muy distinto del de la antecedente, que estaba compuesta de los del batallón de la Lealtad, a la par con los Guías, nuestros más encarnizados enemigos. No cabía duda en que el rey había jurado la Constitución, y si bien era cierto que las tropas de Cádiz habían enviado a dos diputados a Madrid a averiguar si debían o no obedecer el real decreto, bien se veía que no podía durar aquella resistencia, obra solamente de los comprometidos en la hazaña del 10 de marzo, que recelaban que de ella les viniese castigo. En la noche del 14 el gobernador nos mandó un recado atento diciendo que comiésemos y bebiésemos bien, y que pronto estaríamos libres. Respondieron con broma mis compañeros, que en punto a comer Galiano se había anticipado al convite, y que todos agradecíamos la buena voluntad que se nos manifestaba. Pasóse alegremente la noche, y no muy adelantado el día 15, se abrieron las puertas de nuestros encierros y se nos convidó a pasar a la habitación del gobernador, porque, como se nos anunció, ya no estábamos presos, sino custodiados por atender a nuestra seguridad, porque la guarnición de Cádiz seguía desmandada hasta lo sumo, amenazando guerra y muerte a los constitucionales. Pasamos a donde éramos convidados, y fuimos recibidos con agasajo obsequioso, de que daban buena razón las noticias que allí tuvimos. En efecto, no sólo había jurado el rey la Constitución en la noche del 7 de marzo, sino que en el 9, pareciendo ambiguo su juramento, se le había estrechado a que diese disposiciones para plantear la nueva forma de gobierno, a lo cual había accedido su majestad, como también a que se nombrase una Junta, con lo cual visto era que no faltaba a la revolución ese requisito indispensable en España. Estábamos, pues, no libres, sino vencedores, y bien nos lo daban a conocer los que nos rodeaban.

Tenía el gobernador consigo a su señora y dos hermanas de ésta, amables y francas, cuyo trato entretuvo mucho a mis compañeros, no tanto a mí, poco propenso a semejante clase de sociedad, que no era de mi gusto. Así se pasó el nuevo día, muy diferente de los anteriores. La noche fue agradable, y aun nuestro encierro, que era ya en todo el castillo, no era molesto. Poco después de amanecer me vestí, y siguiendo Arco Agüero en la cama, porque, según su frase, le gustaba mucho más la horizontal que la vertical, habíamos entablado una conversación, empeñándose él en hacer una proclama o manifiesto en que yo había de ayudarle, cuando llamaron a la puerta de nuestro cuarto, y vi presentarse al oficial de Marina don Juan José Martínez, a quien conocía yo bastante, porque mi padre había tenido con el suyo relaciones de amistad, habiéndolas entre nuestras familias de parentesco, aunque lejano. Díjome que venía en nuestra busca con un bote para llevarnos a San Fernando, sin pasar por Cádiz, cuya guarnición seguía alborotada y mal sujeta. Preparámonos pronto, y despidiéndonos del gobernador, nos embarcamos sin demora. Rodeamos por mar la plaza de Cádiz, y entrando en la bahía, en vez de seguir a San Fernando, atracamos al navío general, donde se nos dijo que subiésemos ínterin se nos ponía listo, para proseguir nuestro viaje, otro y mejor bote.

Subimos y encontramos allí a mi tío con su familia y un almuerzo preparado. Pero los sucesos del 10 de marzo habían engendrado un odio rencoroso en nuestros ánimos contra los que entonces tenían mando en Cádiz. Aun en mí, el amor a tan cercano y algún tiempo tan querido pariente había cedido a un vituperable resentimiento personal, por su conducta conmigo en la tarde de aquel aciago día. Así, aquella reunión fue desagradable, y nuestra conducta en ella hasta rayó en grosera, haciéndola peor la soberbia de la victoria. Pusímonos como pegados unos a otros los que veníamos de la prisión. No quisimos probar bocado de lo que se nos ofreció, ni siquiera aceptamos un asiento; a lo que se nos decía respondimos con secas y breves palabras, y en general guardamos un silencio ceñudo y descortés, interrumpido sólo para manifestar nuestra impaciencia de embarcarnos y vernos en la isla de León con nuestros compañeros. Tal conducta provocó al fin desabrimientos en la parte contraria, y aligerando los preparativos de embarco, no tardamos en trasladarnos al nuevo bote, después de una despedida como de enemigos que se separan para ir a hacerse guerra. Entrados en el nuevo bote, Martínez me empezó a hablar de la necesidad de la unión, cimentada en el olvido de las discordias pasadas, a lo cual apenas daba yo respuesta. En esto traspasamos la paralela de la Cortadura, y acercándonos a San Fernando, y divisándonos de allí, rompieron el fuego nuestras baterías, celebrando con salvas nuestro regreso. En la alegría de aquella hora, olvidándose que algunos cañones estaban cargados con bala, hízose el saludo con ellos, y silbando alguna bala por encima de nosotros, nos dio aviso de aquel descuido evidente. Tan preocupado estaba Martínez, no ciertamente por temor a tan leve peligro, siendo oficial de pundonor, a quien no arredrarían otros graves, sino por recelos de ver efectos de un odio tan manifestado en nuestras palabras y acciones, que creyó descarga a enemigos el saludo, y se lamentó conmigo de aquella ocurrencia. Pero pronto se desengañó, pues llegados a la isla de León, o dígase al desembarcadero del Caño de Herrera, fue recibido, si no afectuosamente, en paz, como se debía. No así nosotros, que fuimos acogidos con apasionado afecto. Habíase agolpado al desembarcadero un numeroso gentío, compuesto tanto de paisanos cuanto de militares, circunstancia que nos sorprendió, porque el vecindario de San Fernando, aunque en él tuviésemos amigos, hasta entonces no había dado muestras visibles de adhesión a nuestra causa. Esta mudanza lisonjera nacía de sucesos ocurridos durante nuestra ausencia en el malhadado parlamento.