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Menéndez Pelayo y la creación del mito de Pereda, el «Genio natural»

Borja Rodríguez Gutiérrez


UNED Cantabria / I. E. S. Alberto Pico



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El 23 de Enero de 1911, en la ciudad de Santander, se inauguró solemnemente el monumento a Pereda, levantado por suscripción popular, obra del escultor Lorenzo Collaut Valera, sobrino del novelista Juan Valera.

Un Menéndez Pelayo, ya enfermo, pero perfectamente lúcido, pronunció el discurso de inauguración del monumento. El discurso es una de las mejores piezas de su autor y pone de manifiesto, una vez más, el extraordinario prosista que era Marcelino Menéndez Pelayo. Destaca en él la cuidadosa construcción, la intencionada elección de los conceptos, la perfección de las metáforas. Este discurso, emocionado y vibrante, en el que la voz del amigo se oye sin duda, no es, y avanzamos ya una de las ideas que vamos a defender en este artículo, una obra de circunstancias. Muy al contrario es la formulación definitiva, no ya de cómo Menéndez Pelayo juzgaba a Pereda, sino de cómo quería que fuese el novelista Pereda. Con la inauguración de la estatua, Menéndez Pelayo culminaba una obra que había empezado muchos años atrás, cuando ambos eran más jóvenes, el escritor de costumbres no había todavía   —232→   llegado a novelista y el joven prodigio montañés esperaba de su amigo la gran novela santanderina.

El examen del discurso nos permite ver las cualidades en las que Menéndez Pelayo cifra la excelencia literaria del novelista de Polanco.

En primer lugar la inspiración. Cuando se siente inspirado, acierta como nadie, dice Menéndez Pelayo. La presentación de Pereda como artista que todo lo debe a la inspiración se repite a lo largo del discurso. Se nos habla de un escritor que escribe por vocación irresistible, que es un intérprete apasionado de la realidad, cuya fuente de literatura está dentro de sí mismo. Un escritor que en el fondo no es un escritor, sino de un caballero cristiano de moral intachable, que escribía libros, cuando la fiebre estética lo devoraba.

Ese escritor inspirado es, necesariamente, irregular. Menéndez Pelayo no tiene problema en admitir los altibajos de la obra de Pereda, es más, los saca a la luz en su discurso, puesto que esa irregularidad es una confirmación del carácter de escritor inspirado, espontáneo, que él atribuye a su amigo. Por eso el orador nos habla de que cuando la inspiración falla, desdeña todo artificio, de que alterna fuerza y desigualdad, de que hay partes débiles y borrosas en ciertas novelas... Es lógico. El artista que escribe bajo el impulso de la fiebre estética, cuando no esta preso de ella, no consigue nada valido, sólo puede recurrir a artificios que el escritor espontáneo que es Pereda, desdeña.

Para poner más de relieve la fuerza de la inspiración del polanquino, Menéndez Pelayo no duda en llamar la atención sobre unas características de Pereda que, a primera vista, pueden parecer defectos y que no dejan de sorprendernos al encontrarlas en un discurso de, eso puede parecer al principio, circunstancias: la falta de cultura literaria, la ausencia de preparación, la carencia de estudios de Pereda. El orador cuya misión es recordar la gloria del homenajeado nos dice que éste no ha tenido maestros, que leyó poco, que a la mayoría de los novelistas modernos no los conocía ni de nombre, que muchos de sus contemporáneos le aventajaron en estudio. Si entresacamos estas frases y las ponemos una detrás de otra componen un conjunto bien extraño para formar parte de un elogio conmemorativo: Alcanzó Pereda la sublimidad en   —233→   dos o tres momentos de su vida y de su arte... una mezcla de candidez y de adivinación... desdeña todo artificio para disimular el cansancio... Otros contemporáneos suyos pudieron aventajarle en estudio y reflexión... No fue un artista erudito ni siquiera curioso... Todo lo encontró en su propio fondo... Se asimilaba rápidamente lo poco que leía, sin repasarlo después ni preocuparse de ello... escuelas y autores que apenas conoció más que de nombre... pocas ideas... sentimientos primordiales, técnica elemental... Una serie de alusiones que parecen más de censura que de alabanza, vistas desde nuestra óptica. Es llamativa la insistencia de Menéndez Pelayo en presentar esta, llamémosla así, incultura de Pereda como uno de sus atributos fundamentales.

Esta debilidad intelectual, conceptual de la obra de Pereda se combina en ese discurso menéndezpelayino con su naturalidad. Y en este concepto, dado que el estudio, el análisis, la reflexión, la erudición, son los atributos de los que Pereda, gozosamente según Menéndez Pelayo, carece, la naturalidad del escritor José María de Pereda, se basa en su condición de artista primitivo, entendiendo aquí primitivo en su primera acepción del diccionario, es decir, el primero en su línea, el que no toma origen en nada. Es en ese sentido en el que Menéndez Pelayo se refiere a su genio de artista, primitivo y sincero, e insiste en relacionar a Pereda con la literatura más primitiva: uno de los raros focos que nuestro tiempo ha conocido de aquella poesía robusta, patriarcal, épica en el fondo, que no se escribe para los viciosos y los refinados.

Inspiración y como consecuencia desigualdad en la obra. Inspiración, que no depende de una cultura literaria, la cual es innecesaria e incluso contraproducente. Inspiración y por lo tanto creación de algo totalmente nuevo: de esa forma un escritor se convierte en primitivo, en auténtico, en primero, en innovador: en todos los géneros donde estampó su huella, fue el más radical innovador de la literatura de su tiempo, nos dice Menéndez Pelayo. Esa inspiración, como cualidad básica de la creación literaria, es la base de un determinado concepto de la creación artística: no se trata de una operación lógica, racional, organizada o estructurada, sino que es una iluminación, una intuición.

Dado este carácter de intuición, de revelación que hay en la creación artística, Menéndez Pelayo llega a la inevitable conclusión de que Pereda no sabía como escribía, no era consciente de su arte: Lo que   —234→   había de característico en su estructura mental era incomunicable, y él mismo no hubiera podido definirlo. Pereda era, nos dice el orador, un artista que se sublimaba en raptos de inspiración, en los que acertaba, en los que conseguía obras de radical innovación, pero sólo cuando le asaltaba ese golpe de intuición. La inspiración, la intuición que afligía a Pereda de cuando en cuando era tan potente, tan total que Menéndez Pelayo no duda en compararla con la iluminación divina: Cuando se apoderaba de él lo que llamaba «fiebre estética», era infalible el resultado, pero salía de aquella crisis maltrecho y rendido, como la antigua sacerdotisa de Delfos, oprimida y acongojada por el estro divino que ardía en sus entrañas. Esta descripción del proceso creador de Pereda conviene a maravilla con el del éxtasis de los poetas místicos o la revelación profética. Tanto es así que el orador recuerda la creación de Peñas Arriba como un rapto profético: nunca voló más alto su numen que el día en que, purificado por el dolor, se arrojó con filial confianza en brazos del Padre amorosísimo, después de un inmenso infortunio. Entonces Dios recompensó su fe, haciendo pasar por sus labios el ascua inflamada de los profetas de Israel, y sosteniendo sus brazos para que orase sobre las cumbres y se desatase su voz en lluvia de bendiciones al Altísimo.

Inspiración, intuición, iluminación: son todos ellos atributos del genio y como genio califica Menéndez Pelayo a Pereda: Su genio de artista, primitivo y sincero, nos dice. Y más adelante insiste: reconozcamos en él la llama del genio... Del genio tuvo muchos atributos... en condiciones propiamente geniales no le igualó nadie... el mar, tu confidente y siervo fiel, que yace a tus plantas como lebrel atraillado por tu genio. La palabra genio es la última del discurso y no por casualidad: Menéndez Pelayo era un escritor demasiado consciente como para cerrar a la buena de Dios un discurso tan importante para él.

Y un genio muy implicado, muy relacionado, totalmente enraizado en una tierra, en su región: Su genio de artista, primitivo y sincero, se compenetró de tal modo con el alma de su raza... hizo su nombre inseparable del nombre de su tierra, incorporada por él a la geografía poética del Universo... llegó a ser, por virtud de Pereda, uno de los raros focos que nuestro tiempo ha conocido de aquella poesía robusta, patriarcal, épica en el fondo... El genio de Pereda está ligado a su pueblo, a su tierra, hasta tal punto que la tierra se convierte   —235→   en foco, en fuente de esa genialidad, y llega a integrarse en la geografía poética del universo.

Y esto es así porque Pereda es un poeta. Una vez más, insisto en que el discurso de Menéndez Pelayo es una soberbia creación, una obra cuidada y meditada. Y aquí hay que fijarse como el autor introduce el concepto de poesía y de Pereda como poeta. La montaña, la patria común de Pereda y Menéndez Pelayo queda incorporada a la geografía poética, es el foco de una poesía robusta, patriarcal, épica, Pereda es explorador de un mundo poético nuevo. Frente a esta caracterización, llama la atención las continuas piruetas dialécticas a las que se entrega Menéndez Pelayo para evitar la identificación de Pereda con la novela. Es cierto que al principio del discurso llama a Pereda gran novelista. Pero también que entrado ya el discurso en uno de sus puntos culminantes describe así la obra de Pereda: En el cuadro de costumbres, en la sátira política, en el idilio rústico, en la tragedia del mar ávido de humanas vidas, en todos los géneros donde estampó su huella, fue el más radical innovador de la literatura de su tiempo. Evidentemente que la sátira política puede ser Don Gonzalo, el idilio rústico, El sabor de la tierruca y la tragedia del mar Sotileza. Pero el caso es que no aparece aquí la palabra novela, que a lo largo del discurso sólo oímos asociada a la única censura auténtica que hace Menéndez Pelayo a Pereda: hay una parte débil y borrosa en ciertas novelas donde el fin moral no llegó a vencer las asperezas de la forma. Poeta sobre todo, ésa es la impresión que el discurso nos quiere trasmitir. ¿Y por qué poeta?

Russell P. Sebold, en un preciso y precioso análisis de la elegía que Zorrilla dedicó a Larra1, la elegía que leyó ante su tumba y que catapultó a la fama al poeta de Valladolid, ha notado la presencia de la idea de la misión del poeta sobre la tierra, ese cometido sagrado al que el poeta debe dedicar sus esfuerzos. Indica Sebold que Zorrilla, presenta a Larra como un escritor afligido por esa misión, para lo cuál es necesario calificar a Larra como poeta, a pesar de que ni ahora ni entones la gloria de Fígaro le llegó por su poesía. De la misma forma procede Menéndez Pelayo, que, aunque no llega a dar el nombre de misión a la labor de Pereda, sí que la plantea claramente a lo largo de todo el discurso. Pereda   —236→   estaba destinado a ser el poeta de la raza y la patria cántabra, a hacer sentir el nombre de su tierra, antes ignorada, en todo el universo, uniendo la tierra natal de ambos amigos y la moral cristiana en un mensaje inmortal.

La unión de Pereda con su tierra y con todos los montañeses se repite a lo largo del discurso: fue montañés de nacimiento, de linaje, de corazón, de costumbres, se identificó con el paisaje, es morador perpetuo de la montaña, estaba enamorado ciegamente de ella. Su misión fue cumplida con éxito pues gracias a él la montaña adquiere un nombre, una realidad, una individualidad: al traducirlos en hojas que no han de morir, hizo su nombre inseparable del nombre de su tierra, incorporada por él a la geografía poética del Universo. Lo que antes no era más que un plácido y oscuro rincón de la Península, que muchos apenas distinguían de las provincias colindantes, llegó a ser, por virtud de Pereda, uno de los raros focos que nuestro tiempo ha conocido de aquella poesía robusta, patriarcal, épica en el fondo... Una tierra hasta entonces desconocida por todo el mundo entra de lleno en el ámbito universal del arte, gracias a la obra de un escritor que para ello no toma nada de fuera sino de su propio fondo. Ese fondo de Pereda, que está tan unido a su tierra, a esa montaña de la que es morador perpetuo, nos lleva a que, como consecuencia necesaria, lo que saca Pereda de su propio fondo lo saca de la tierra natal, de la montaña. Pereda saca lo más profundo de la tierra de Cantabria y lo convierte en arte, hace de la Montaña una tierra universal, funde su nombre con ella y ascienden ambos, el nombre del novelista y el nombre de su patria, al olimpo del arte: Su nombre es para los montañeses dispersos por ambos mundos el símbolo de la región y de la raza... estos lugares que tanto amó y que por él sonaron en lenguas de gentes para quienes era peregrino hasta el nombre de Cantabria...

Si ha cumplido esa misión, está claro que el orador no exagera al definir al homenajeado como hombre providencial, y más aún si a su «misión patriótica» une una «misión moral» y cumple ambas, y las junta y confunde a la mayor gloria de la tierra y la religión: su literatura es el reconstituyente más enérgico que puede aplicarse a la generación que hoy crece, marchita de voluntad antes de haber vivido, y enferma de escepticismo antes de haber pensado. La misión de Pereda sobre la tierra era una misión santa y benéfica, y por eso retrata Menéndez Pelayo al escritor de Peñas Arriba, como un   —237→   santo: era el más sano de los hombres. Esta buena salud moral de que disfrutó siempre... Su arte noble y varonil... página en sus libros que... contienen altísimas enseñanzas, tanto más eficaces cuanto más inesperadas... el alma de Pereda íntegramente cristiana, con práctico y positivo cristianismo.

Con arte, con cálculo, con conceptos bien definidos y con una idea en mente va desarrollando Menéndez Pelayo a lo largo de este discurso el retrato de Pereda. Un escritor en el que se dan cita la inspiración, la intuición y que debe cumplir una misión poética y propagar un mensaje artístico nuevo sobre la tierra. Un escritor irregular, que escribe a golpes de inspiración fulminantes, distinto, auténtico, primero y único en su género. Un genio de una especie de las que ya no se dan en esa época aguada y desangelada en la que ambos han vivido. Un genio que extrae su particular poesía de la propia raza y tierra a la que pertenece, de la que se hace portavoz y estandarte y que es a la vez la fuente y el destino de su obra.

Estas ideas, a las que da forma definitiva Menéndez Pelayo, en su discurso del 23 de Enero de 1911, no son en modo alguno nuevas. Muchas de ellas ya se habían enunciado antes, una veces directamente, otras veces de forma más velada.

Casi treinta años antes2, en su artículo sobre El sabor de la tierruca, ya exponía varias de las ideas que henos visto en este discurso. Sin duda Menéndez Pelayo también consideraba este escrito una pieza básica en su visión crítica de Pereda, pues su parte inicial es la misma que abre el Prólogo a las Obras Completas de 1893 y en cuyo Prólogo se reproducen todas las ideas del artículo que aquí mencionamos.

La especial unión con la tierra montañesa, con la patria común de ambas, aparece desde el primer momento: «Pereda, el más montañés de todos los montañeses, identificado con la tierra natal, de la cual no se aparta un punto, y de cuyo contacto recibe fuerzas» (101-102). Esa unión con su tierra, que hace que, según Menéndez Pelayo, sea reverenciado por todo montañés (102), es el triunfo que más agrada a Pereda (102) aunque Menéndez Pelayo reconoce que no sea lo que más halague   —238→   la calidad literaria. Hablando de Don Gonzalo... algunos años antes, en 1879, esta unión íntima e irrevocable, hace decir al crítico de manera más brusca: «Cuanto más realista y más provinciales sean sus cuadros, más en su cuerda estará, y más le querremos y admiraremos los montañeses, que respiramos con delicia en sus obras el ambiente de la tierra nativa. Si los de fuera no comprenden esta literatura no es nuestra la culpa (El subrayado es mío)»3. Y tres años antes, en 1876, hablando de Bocetos al temple, no duda en decir que «Es un escritor por excelencia montañés. Es la Montaña personificada y en esto cosiste gran parte de su gloria»4.

El artista primitivo, inspirado, está también presente en el escrito dedicado a El sabor de la tierruca. Menéndez Pelayo insiste en que la habilidad de Pereda es una habilidad personal e intransferible, propia de una condición genial: va siempre detrás de lo individual y lo concreto (103), sin cálculo sin plan. Es un artista instintivo uno de los que «van embelesados tras de lo particular» (104) y por ello su literatura es reflejo de ese exterior. Y no puede ser de otra manera, «porque ésa es su índole y ése su temple artístico, porque así fue desde sus principios, y porque no podrá ser otra cosa sin condenarse a la esterilidad y a la muerte» (103-104).

Pero, si tan importante es lo exterior para el novelista, ¿hasta qué punto el mérito de la creación es suyo? ¿Qué es lo que hay de consciente, de meditado, en esa creación? «Si conociera Vd. a Pereda, con sólo hablarle una vez encontraría Vd. la clave de todo esto, comprendería hasta qué punto llega en él la influencia fascinadora de lo exterior, y no le exigiría la unidad lógica que el sujeto impone, sino la unidad orgánica y viviente que el objeto trae (las cursivas son del propio Menéndez Pelayo»5. Así dice el crítico en una carta a propósito de La Puchera. Es decir que no hay planificación ni creación consciente, que el   —239→   creador, el sujeto como dice Menéndez Pelayo no elige el tema, le da forma, le domina y moldea, sino que el tema, el objeto, avasalla al creador y se le impone. De esta forma lo mejor de Pereda no viene de él mismo, sino del exterior: «Yo confieso que en las novelas de Pereda, [...] llega a desagradarme lo que no es rústico y agreste, y me impaciento hasta que tornan los Niscos y Chiscones, por muy bien y discretamente que haga hablar el autor a personajes de condición superior y más altos propósitos. Y no es desventaja del autor, sino ventaja de los tipos» (105). Con lo que no es extraño que Menéndez Pelayo afirme, a propósito de Sotileza, que es el tema, verdaderamente, el que ha hecho grande la novela: «el asunto ha tenido virtud bastante para levantar el ingenio del autor a regiones que ni él mismo sospechaba hasta ahora»6. La idea de que el mérito de las obras de Pereda es inseparable de su unión con La Montaña también aparece en la carta que hemos mencionado a Francisco Sosa: «Pereda, sin su carácter local tan enérgico y tan acentuado, sin estar tan adherido como está a las raíces de la tierra, no valdría la décima parte de lo que vale»7. Lo que remata, en la misma carta con esta radical afirmación: «En el mismo Pedro Sánchez, a pesar de sus singulares bellezas, no hay más que medio Pereda».

Este exterior tan decisivo en la obra de Pereda lo que le da a su obra la cualidad que Menéndez Pelayo admira y destaca sobre todo: la fuerza. «La cualidad distintiva del ingenio de Pereda es la fuerza»8 nos dice hablando de Don Gonzalo... Esta fuerza de la que Menéndez Pelayo habla va a quedar más claramente explica cuando el crítico se centra en su novela favorita, en la que verdaderamente le apasiona: Sotileza.

Dondequiera que el empuje de la voluntad humana se muestra; dondequiera que la fuerza, principal elemento artístico y quizá razón suprema de todos los grandes efectos de la poesía, llega a revestirse de la majestad solemne y serena o del poder avasallador y turbulento, la emoción estética se engendra necesariamente y obra con profundísima energía en el ánimo del contemplador, por avezado que esté a lo mórbido y a lo tierno. Y si esta energía no se desenvuelve en el vacío de la contemplación,   —240→   ni se apaga estéril en el campo de las ideas y del pensamiento puro, región helada y poco accesible a la mayoría de los humanos, sino que lucha a brazo partido con las fuerzas tiránicas de la naturaleza física o con otras voluntades personales tan imperiosas y tan férreas como la del héroe mismo, la emoción llega a lo trágico, y en medio del conflicto se disfruta el espectáculo más digno de la contemplación humana, el que más eleva y ennoblece el espíritu, el de un poder racional y consciente en el pleno uso y ejercicio de su soberanía, que se reconoce y afirma más a sí propia cuando más braman en torno suyo las tempestades y más amenazan vencerla y sumergirla.


(376-377)9                


Cuando Pereda publica Sotileza, Menéndez Pelayo encuentra por fin la ansiada continuación de La leva y de El fin de una raza, la novela que él como santanderino y callealtero deseaba: «¿Qué he de decir de un libro que es la epopeya de mi calle natal, libro que he visto nacer y que casi presentía y soñaba yo antes de que naciese?» (381). Y además ese libro posee esa cualidad distintiva del estilo de Pereda que él tanto alaba: la fuerza, es decir, la sublimidad. Recordemos que en el discurso conmemorativo Menéndez Pelayo afirma que la cualidad genial de Pereda se concreta en que alcanzó la sublimidad en dos o tres momentos de su obra. Y que a lo largo de la Historia de las Ideas Estéticas analizando la emoción sublime se refiere a ella, precisamente, como el resultado del enfrentamiento entre la voluntad indomable del hombre y una fuerza enorme, titánica, desatada, tal cual los críticos románticos la consideraban.

También la presencia del concepto de poesía aplicado a Pereda, la podemos encontrar en el artículo ya mencionado sobre El Sabor de la Tierruca:

Mirose el pueblo montañés en tal espejo, y no sólo vio admirablemente reproducida su propia imagen, sino realzada y transfigurada por obra del arte, y se encontró más poético de lo que nunca había imaginado, y le pareció más hermosa y más rica de armonías y de ocultos tesoros la naturaleza que cariñosamente le envolvía, y aprendió que en sus repuestos valles, y en la casa de su vecino, y en las arenas de su playa, había ignorados dramas, que sólo aguardaban que viniera tan soberano intérprete   —241→   de la realidad humana a sacarlos a las tablas y exponerlos a la contemplación de la muchedumbre


(102-103)                


El pueblo se encontró más poético de lo que nunca había imaginado. Pero un pueblo con poesía en sí mismo: «una raza que, con rebosar de poesía, no había encontrado hasta estos últimos tiempos su poeta» (102). Gracias a ese pueblo, Pereda es «el poeta más original que el Norte de España ha producido»10, y en las costumbres de su tierra encuentra «una poesía verdaderamente cristiana y verdaderamente moderna»11.

Un poeta espontáneo, que actúa por puro instinto creador, por «una cuestión individual, genial», tal como nos dice en el ya tantas veces mencionado artículo sobre El Sabor de la Tierruca (104). Y es que Pereda «refractario por temperamento a la curiosidad erudita, sentía vigorosamente la tradición como si de ella formase parte; no la aprendía, sino que la veía»12. Como hemos visto antes su obra parte de lo exterior y «con verlo todo más sencillo, lo ve más próximo a su raíz, más íntegro y más hermoso y se levanta enormemente sobre todo este conjunto de estériles complicaciones, de interiores ahumados, de figuras lacias, de sentimientos retorcidos y de psicologías pueriles, de que vive en gran parte la novela moderna»13. Si el crítico reconoce esa virtud en el novelista, arremete contra la tentación de Pereda de crear personajes con hondura psicológica, sin copiarlos del natural, sin que le vengan dados del exterior, sin tener, tal como él lo dice, un objeto que se imponga al sujeto creador, al escritor, a Pereda. Recuerda, hablando de Pedro Sánchez, que Pereda es un ingenio «tan exterior y tan objetivo y tan poco amigo de refinamiento psicológicos»14. Cuando se enfrenta a La Puchera no tiene inconveniente en censurar «cierto alarde de psicología un poco infantil, que no va bien con los hábitos literarios ni con las facultades dominantes de su autor, a quien le basta con su psicología instintiva y adivinatoria para crear cuerpos y almas, sin necesidad de perderse en sutiles   —242→   y tortuosos análisis»15. Y sobre Peñas Arriba indica que el éxito de la novela no se funda en «sutilezas psicológicas que no van bien con la índole de su talento, espontáneo y llano»16, y no tiene inconveniente en manifestar que de todos los personajes el más débil es el «protagonista narrador, por cuya boca habla excesivamente el espíritu de Pereda»17. Lo que nos lleva a pensar que Menéndez Pelayo encontraba que el espíritu de Pereda tenía pocas cosas interesantes que decir. Y eso a pesar de su cariño a Pereda: «No es posible admirar y querer a Pereda más de lo que yo le quiero y admiro, pero créalo Vd., ni él pretende pasar por novelista psicológico, ni Dios le llama por tales caminos, ni conviene que sea otra cosa que lo que real y verdaderamente es»18.

De una manera u otra, pues, todas las ideas que Menéndez Pelayo ha insertado en el discurso conmemorativo, están ya expuestas con anterioridad en algunas de las muchos páginas que el estudioso montañés dedicó a su paisano. El discurso ordena, sistematiza y da una forma plena y definitiva a las ideas de Menéndez Pelayo. Presenta la imagen que él quiere consagrar del polanquino.

Lo que Menéndez Pelayo está presentando en el discurso de 1911 es la imagen prototípica del genio romántico19: un poeta que viene de su tierra, que busca su inspiración en la naturaleza, que no necesita estudios y que, primitivo y sincero, saca de sí mismo, de su propio fondo,   —243→   una poesía que es la más perfecta representación de una raza pura, no corrompida por los tiempos modernos: Ossian.

«Un poeta tan lleno de sublimidad, inocencia, candor, acción y felicidad de la vida humana [...] tiene ciertamente que influir y mover corazones que quisieran también vivir en la pobre cabaña escocesa y que bendicen su casa para esa fiesta»20. Esas palabras de Herder en Extracto de un intercambio de cartas sobre Ossian y las canciones de los pueblos antiguos (1773) llaman la atención por las coincidencias que en ellas se encuentran con el discurso de Menéndez Pelayo sobre Pereda. Ossian está lleno de sublimidad y Pereda alcanzó la sublimidad; Ossian tenía candor y Pereda candidez; Ossian felicidad y Pereda cordial alegría, Ossian mueve los corazones que viven en la pobre cabaña escocesa y Pereda hace lo mismo con los que habitan en la aldea y la mar cántabra. Que Ossian no fuera sino una falsedad, una creación de un espíritu de tiempos mucho más modernos, no anula esta coincidencia, sino que, por el contrario la da más fuerza. El concepto de Ossian fue la realización de un deseo en el que mucho había de patriótico: la creación de una literatura nacional escocesa, como forma de asegurar la individualidad de la patria frente al dominio inglés. Menéndez Pelayo, más afortunado que Macpherson, no tuvo que inventarse una literatura, sino que asistió a su nacimiento, o, más propiamente, potenció su gestación, cuidó su alumbramiento y protegió su desarrollo.

Pero las coincidencias entre Pelayo y el Herder que creía en la autenticidad de Ossian no acaban aquí: «Cuanto más primitivo, esto es cuanto más activo sea un pueblo -pues no otra cosa significa la palabra- tanto más primitivas, libres, sensibles, líricamente activas serán sus canciones, en caso de tenerlas. Cuanto más alejado esté el pueblo del pensamiento el lenguaje y los modos literarios, artificiosos, científicos, tanto menos estarán sus canciones secas para el papel, y tanto menos serán sus versos letra muerta»21. Son también palabras de Herder que Menéndez Pelayo, sin duda había leído22, y que debió tener en cuenta, pues no   —244→   sin alguna razón pone de relieve la capacidad especial del escritor alemán, de entender o adivinar la poesía de las edades pretéritas, las voces de los pueblos, en la terminología de Herder23. Muchos años antes, en 1876, las palabras de Menéndez Pelayo sobre Bocetos al temple ya tenían ecos de estas palabras de Herder que acabamos de citar: «El carácter local que aparece en todos sus escritos contribuye a separar más y más a Pereda de la literatura amanerada y trivial que tiene en Madrid su foco y residencia»24. La literatura amanerada y trivial que desagradaba al joven Menéndez Pelayo es, sin duda, la literatura artificiosa, alejada del pueblo, letra muerta, que Herder despreciaba. Pereda rechaza esa literatura artificiosa y vuelve al origen, al pueblo; desprecia el foco de la literatura amanerada y trivial que es Madrid y se alimenta de su propia tierra, que es uno de los raros focos de esa poesía ossiánica que Herder admiraba y que Menéndez Pelayo deseaba25.

  —245→  

He indicado aquí algunas ideas que pronto hay que desarrollar en cuanto a la labor de Menéndez Pelayo en la obra de Pereda. Pero antes de seguir adelante hay que pasar revista a alguna de las características que Menéndez Pelayo había proclamado de Pereda al pie de su monumento y que había culminado en el punto más alto de emotividad del orador con la palabra genio.

Pero no un genio cualquiera. El concepto de genialidad que Menéndez Pelayo ha ido desgranando a lo largo de su discurso se caracteriza por una serie de elementos que se reúnen en el concepto romántico de «genio creador». Esteban Tollinchi, en un imprescindible estudio sobre la cultura del romanticismo nos explica en que consiste ese genio romántico: «la actividad constante, el entusiasmo (el genio se suele describir como una chispa, un ardor, un fuego), el fervor emocional y sentimental, la espontaneidad y sobre todo la originalidad»26.

De la originalidad de Pereda no queda duda oyendo el discurso: no sigue a nadie, todo lo encuentra dentro de sí mismo, es el mayor innovador de la literatura de su tiempo. Según un fino análisis de Teresa Aizpún sobre las características del genio romántico, «el genio [...] se constituye como tal por su originalidad, por estar unido al origen, o más todavía por constituirse, justificadamente, el mismo en principio»27. La genialidad de Pereda, por tanto, estriba en la originalidad que ya hemos mencionado, pero también por estar unido a su origen, a su tierra   —246→   (morador perpetuo de ella) y por constituir en sí mismo un principio (en rigor no tuvo maestros), como hemos visto antes, por ser primitivo.

La espontaneidad es uno de sus atributos básicos, que explica gran parte de su obra, las irregularidades, los claroscuros, los aciertos, los desniveles que se advierten hasta dentro de una misma novela: cuando se siente inspirado acierta como nadie, pero cuando no es así desdeña todo artificio que disimule esa falta de inspiración. Porque, evidentemente es inútil tanto corregir y cambiar lo producido en un acceso de inspiración espontánea y genial, como intentar recrearla o provocarla. Así lo dice Goethe en una carta a Schiller: «Yo creo que todo lo que el genio hace como tal se produce inconscientemente. El hombre de genio puede también actuar racionalmente siguiendo una reflexión deliberada, y una convicción; pero todo es no se hace sino accesoriamente. Ninguna obra de genio puede ser corregida por la reflexión ni liberada de sus defectos»28. Eso decía Goethe, «poeta de los mayores del mundo: el mayor del siglo en que nació, y el mayor también del siglo XIX, al cual pertenecen algunas de sus obras más incomparables, y el desarrollo total de su genio»29. Menéndez Pelayo, recuerda que para Goethe la facultad poética era una intuición30 y por lo tanto un acto espontáneo. No es extraño, siguiendo lo que dice la carta de Goethe a Schiller, que haya obras irregulares, puesto que el genio no llega nunca, pasado el momento de la creación a reparar sus equivocaciones. Es más, esos errores son la prueba más evidente de la genialidad del autor, puesto que es precisamente la creación particular y única que sólo el genio puede hacer, la creación en el acceso de iluminación genial, la que lleva a esa irregularidad. De esta manera se pueden entender varias de las valoraciones críticas que Menéndez Pelayo hace de Pereda: «Vd. da demasiada importancia a la regularidad lógica de la fábula, y con arreglo a este criterio aplaude y condena. Para mí lo esencial no es la fábula, sino la Vida, [...]. Unidad de interés, unidad de carácter, unidad de impresión es lo que busco, y cuando digo de carácter no me refiero a éste o al otro carácter   —247→   particular, sino al carácter general y al propósito artístico del libro. Si se las mira bajo el aspecto de la fábula no sólo ésta [La Puchera] sino la mayor parte de las novelas de Pereda son muy vulnerables, y da la casualidad de que las más débiles, como La Montálvez, son las que mejor cumplen con ese requisito que Vd. exige. ¿Y sabe Vd. por qué? Porque esas obras no han nacido en Pereda de una inspiración genial, sino de un esfuerzo de voluntad: no han sido concebidas artística sino lógicamente; son obras de talento, pensadas más bien que imaginadas ni sentidas, al paso que sus novelas montañesas, comenzadas muchas veces sin plan alguno, son verdaderas obras de genio, y al mismo tiempo pedazos de la vida, que se le entra al novelista por los ojos y le domina y subyuga. Así se han escrito Sotileza y El sabor de la tierruca y La Puchera. (Las cursivas son mías)»31. En esta carta de 1889 al crítico mexicano Francisco Sosa, a propósito de unos comentarios que éste había hecho a Menéndez Pelayo sobre la debilidad estructural de La Puchera, el erudito montañés explica con claridad lo que él encuentra como suprema, acaso como única virtud de Pereda: su inspiración.

Esa inspiración le llenaba de cuando en cuando y entonces sobrevenía la «fiebre estética», un concepto que todo crítico de Pereda se ha encontrado y que conviene perfectamente con el «fervor emocional» que Tollinchi ha citado unas líneas arriba. Cuando se apoderaba de él lo que llamaba «fiebre estética», era infalible el resultado, pero salía de aquella crisis maltrecho y rendido, como la antigua sacerdotisa de Delfos, oprimida y acongojada por el estro divino que ardía en sus entrañas. Esa frase del discurso de Menéndez Pelayo es conveniente tenerla en mente, puesto que tiene mucho que ver con la descripción de diferentes artistas románticos del proceso de creación inspirada. Así por ejemplo Wagner, hablando de Tristán: «Jamás he hecho algo semejante. Siento a mi espíritu dilatarse enteramente en esta música. No quiero saber en absoluto cuando quedará terminada... Tristán es para mí un milagro ¿Cómo he podido crear cosa semejante? Cada vez lo comprendo menos». O Tschaikowsky: «No hay necesidad del menor esfuerzo de la voluntad; basta obedecer a la voz interior... Se olvida todo, el espíritu se estremece deliciosamente, vibra, y antes de que se haya seguido su rápido impulso hasta el cabo, el tiempo   —248→   ha volado sin que uno se haya dado cuenta. Hay en ello algo de sonambulismo. No se oye uno vivir. Son momentos indescriptibles. Todo lo que sale de la pluma en esos instantes o que simplemente queda en la cabeza, tiene siempre valor y si el artista no es interrumpido desde fuera, resultará su mejor obra»32. Para Wagner un milagro, para Tschaikowsky una comunicación mística (¿cómo definir, si no, ese «no se oye uno vivir»?) y perfecta con el ser interior del artista. Para Coleridge, por ejemplo, fue un sueño opiáceo en el que compone doscientos versos de Kubla-Khan. Y para Pereda, eso al menos nos dice Menéndez Pelayo, una visión profética que envía la divinidad.

Por dos veces aparece relacionada esa visión profética con Pereda. La primera es la referencia a la sacerdotisa del Oráculo de Delfos. La segunda, ya más adelantado el discurso, se funde con el recuerdo de la muerte, del suicidio del hijo del novelista: Dios recompensó su fe, haciendo pasar por sus labios el ascua inflamada de los profetas de Israel, y sosteniendo sus brazos para que orase sobre las cumbres. En el estudio que antes hemos citado Tollinchi hace un recorrido por los poetas, artistas y filósofos románticos que relacionan la inspiración poética con la posesión divina: Goethe que ve al artista como el «ungido del Señor». Runge que cree que es Dios, no la naturaleza quien inspira al artista. Hölderlin que cree que el poeta da al pueblo los dones celestiales a través de su canto. Wackenroder, para quien la obra de arte aparece en el alma del artista por obra y gracia de un rayo celestial. Piensa Wackenroder que la creación poética es un acto irracional por excelencia y que sólo la presencia divina la hace posible33. Pero no sólo acceso religioso sino profético: el poeta romántico es visto, no como un simple artista, sino como un personaje dotado de características extraordinarias: es creador, demiurgo, profeta. Paolo D'Angelo lo explica: «Se trata de uno de los aspectos más conocidos de la poética romántica y a ello contribuirá, además, la posibilidad de referencia a algunas figuras paradigmáticas como Foscolo en Italia, Hugo en Francia, Byron en Gran Bretaña. Se considera ahora la poesía como el instrumento de una transformación radical del mundo, la poesía   —249→   asume una función a un tiempo política y religiosa»34. A lo largo del discurso queda clara la función religiosa de la «poesía» de Pereda; en cuanto a la función política, en este caso patriótica, regionalista, está también mencionada por Menéndez Pelayo en su discurso35.

Es tal la riqueza conceptual del discurso que podríamos citar aquí muchos más detalles, pero creo que es suficiente lo apuntado hasta ahora para afirmar que Menéndez Pelayo pretendía «coronar» a Pereda, en su patria común, como poeta de la raza y de la tierra, como una genuina representación del genio romántico: auténtico, primitivo, inspirado, natural, espontáneo, original, iluminado, profético. En suma, como Ossian, pero un Ossian auténtico y cristiano.

Era sin duda un momento importante para Menéndez Pelayo, que ya afirmaba en 1889 a Francisco Sosa, que iba a hacer lo posible para ensalzar la gloria de Pereda. Al cabo de 22 años ese interés seguía vivo y Menéndez Pelayo procura cumplir con su deber. Dos días antes de la inauguración, preocupado porque teme que no se dé una idea exacta del contenido del discurso en los resúmenes de prensa escribe a Francisco Rodríguez Marín36 y le envía el texto, para que éste lo haga publicar en el ABC, La Época o El Universo. En los días siguientes al discurso llegan cartas de corresponsales diversos como Carmelo de Echegaray37, Antonio María Fabié38, Nicasio Ruiz39, el Conde de Cedillo40, Jacinto Octavio Picón41, Adolfo Bonilla y San Martín42, José Ramón Mélida43,   —250→   Miguel Mir44, Manuel Gómez Imaz45, Isidro Bonsoms46, Juan Menéndez Pidal47, Manuel Pérez Villamil48, Antonio Maura49, Miguel Alcalde50, Eduardo de Oliver Copon51s y Pedro Henríquez Ureña52, que le felicitan por su intervención hacia el monumento. Muchos de ellos dan las gracias, además, por recibir una copia del discurso, lo que corrobora la importancia que daba Menéndez Pelayo a esta pieza.

La definitiva consagración de Pereda, es cierto. Pero también algo más. Porque hay que advertir que en la relación Menéndez Pelayo y Pereda, como crítico y novelista, hay unos puntos oscuros, dudosos, que bien pudieran ser interpretados como poco honestos, escasamente éticos, por parte del crítico.

Y es que Menéndez Pelayo durante gran parte de la obra de Pereda es inspirador, guía, animador, seguidor, consejero... hace crítica de libros cuyo desarrollo ha contemplado, quizás hasta incitado. Se coloca en una posición ambigua. ¿Quizás está presente en Menéndez Pelayo el anhelo de algunos críticos: ser un creador? Pero Menéndez Pelayo nunca tuvo el don de la creación, ni cuando fue un joven prodigio, ni tampoco siendo un venerable maestro. Hay unas palabras, en su Historia de las Ideas Estéticas, donde se puede atisbar ese anhelo oculto. Está hablando de Hegel y de sus conceptos sobre el arte. Hegel como Menéndez Pelayo, amante de la literatura y del arte, como Menéndez Pelayo carente del don de la creación: «un hombre que no era artista por la forma, pero que por el pensamiento creador era igual a los mayores artistas del mundo»53. ¿Era así, como se veía a sí mismo Don Marcelino? ¿Igual a los mayores artistas del mundo, pero desprovisto del don de la forma? Si así era, si esa «tierra prometida» de la novela, como la definía   —251→   el profesor Montesinos54, le estaba vedada, podía al menos compartir, provocar, dirigir la obra de su amigo, y con él llegar a compartir la gloria del creador.

Hay varios episodios en la relación de Pereda y Menéndez Pelayo muy significativos, entre los muchos que Miguel Artigas desgrana en un artículo ya añejo, pero de capital importancia para el tema que estamos tratando55 y en otros trabajos suyos. El primero ocurre en 1877 y se trata de la publicación de Tipos Trashumantes y de la polémica que acerca del libro se entabla entre A. Gavica, un político santanderino, seguidor de Ruiz Zorrilla, que había publicado algún comentario literario en el periódico El Aviso y Menéndez Pelayo, con participación del propio Pereda. No vamos entrar ahora en el fondo de la discusión, sino a anotar algunos detalles56. En primer lugar que un muy joven Menéndez Pelayo, de tan sólo veintiún años, entre con tanta energía a la polémica, y afirme con tanta rotundidad su posición de privilegio junta al autor, que por aquel entonces le doblaba holgadamente en edad, pues ya tenía cuarenta y cuatro años. «Yo que he visto nacer los Tipos trashumantes y conozco al autor como a mi propia persona»57 dice, asumiendo una función de portavocía de Pereda que más de una vez habría de repetir. Y algunas líneas más delante se atreve a anunciar los planes literarios de Pereda: «Dígalo si no cierto buey que pronto andará suelto por los amenos prados y dehesas de la república literaria. Dígalo cierta novela, cuyos héroes comienzan ya a rondar por la mesa del autor y a trastornarle los papales. Pero chito, que no se ha de decir todo en un día»58. Pero es en un artículo posterior, ya respondiendo directamente a Gavica, cuando   —252→   Menéndez Pelayo utiliza la primera persona del plural aludiendo a él mismo y a Pereda como una sociedad con coincidencia de opiniones: «el señor Pereda y yo incluimos a unos y otros en la misma censura» (esta hablando de los krausistas59). Uso de la primera persona que fue confirmado por el propio Pereda en un artículo posterior. «Tenemos razón el señor Menéndez Pelayo y yo»60. En 1880, Menéndez Pelayo, tratando de De tal palo tal astilla vuelve a dejar clara esa especial relación: «Confieso mi entusiasmo, mi parcialidad, si se quiere, por el autor y el libro. ¡Es tan grande amigo mío el uno, y he asistido tan de cerca a la elaboración del otro! Cuartilla tras cuartilla pasó por mis manos u oí de boca de su autor todo el original, y vi desarrollarse día tras día el germen primero y adquirir forma rica y espléndida».

Pero es tras el éxito de Pedro Sánchez cuando más se pone de manifiesto esa obsesión de Menéndez Pelayo de presentar a Pereda y a sí mismo como una sola persona. El artículo que habla de la novela de Pereda es una curiosa composición en que, so pretexto de Pedro Sánchez, no se habla de la novela, en el que se evita cuidadosamente juzgar la obra literaria a la que presuntamente se refiere, mientras que se hace un canto emocionado y patriótico a toda la obra anterior de Pereda, y se amenaza con un anatema al novelista si sigue por el camino que le había llevado al éxito entre la crítica. La primera persona aparece en un párrafo verdaderamente llamativo61: «Temíamos... Temíamos... Temíamos... Temíamos... Temíamos... Temíamos...» hasta seis veces se repite esta palabra, la primera persona que engloba a autor y crítico, presentándose Menéndez Pelayo a sí mismo, de nuevo, como parte en la creación de la novela. Y además se aprovecha la ocasión para poner sobre la mesa los presuntos defectos de Pedro Sánchez, defectos a los que se concede mucha más atención en el texto que a las virtudes, que apenas llegan a aparecer y que nunca se concretan. Y termina este párrafo con una frase   —253→   también interesante: «Y esto lo temía yo más que nadie, viendo correr con tibieza y desaliento la pluma del autor, por las descripciones de un club o de una redacción de periódico, como si le aquejase la nostalgia de sus montes y de sus marinas». Es decir que Pedro Sánchez es una novela compuesta en ausencia de inspiración, una obra de talento y de pensamiento. Y ya hemos visto lo que piensa Menéndez Pelayo de Pereda, como autor de obras a base de pensamiento y meditación: en Pedro Sánchez no hay más que medio Pereda.

Pero Pereda, ese medio Pereda que escribió la novela, puede que no estuviera tan convencido de sus limitaciones, ni tan temeroso del resultado. Por primera vez, el narcisista que nos describe Pérez Gutiérrez, el escritor tan preocupado por las críticas hasta el extremo de obsesionarse con ellas, el escritor hipersensible a la opinión ajena, se había visto triunfar. Ninguno de sus libros anteriores habían conseguido lo que éste, el libro que tanto desagradaba a Menéndez Pelayo: el éxito total, arrollador, sin precedentes en el escritor de Polanco62. En esos momentos, sin duda, Menéndez Pelayo, temió por la continuidad del poeta de la raza y más cuando en una carta personal, el novelista, saboreando los miles del triunfo le pregunta: «¿Seremos tú y yo los equivocados o los serán tantas y tan diversas gentes que piensan de diverso modo que nosotros?»

Menéndez Pelayo siente que tiene que echar el resto, que tiene que conseguir que su amigo y pupilo (a pesar de la diferencia de edad, Pereda es pupilo literario de Menéndez Pelayo) no se vaya por el mal camino, no pierda sus raíces, sus paisajes, sus personajes. Es un deber patriótico, del novelista pero también del crítico. Para ello utiliza conceptos muy parecidos a los que ya hemos visto en el discurso de inauguración del monumento conmemorativos: «Amo a Pereda; pero le amo además como escritor de raza, como el poeta más original que el Norte de España ha producido, y como uno de los vengadores de la gente cántabra, acusada hasta nuestros días de menos insigne en letras que en armas. Y esto parecerá algo pueril a los que miran la patria como una fórmula abstracta de Derecho público; pero como en este prólogo   —254→   voy dejando hablar al corazón tanto o más que a la cabeza, no quiero ocultar el íntimo regocijo con que oigo sonar, cercado de alabanzas, el nombre de Pereda, unido al de su tierra, que es la mía». Patriotismo. Pero también un concepto al que ya hemos dado vueltas antes: Pereda poeta de la tierra y de la raza. Como tal poeta de la tierra y de la raza, Pereda tiene una misión. Y olvidarse de ella, renunciar a ser el literato de su tierra, es algo pero que un error: «A mí me ha encantado más que a nadie el éxito de Pedro Sánchez; pero con este encanto iba mezclado en cierta dosis el temor de una deserción». Por ahí iría, sin duda la respuesta a la pregunta de Pereda. Seducido por las críticas elogiosas, por el éxito madrileño y nacional, el polanquino podía perderse. Menéndez Pelayo le recordó su deber patriótico, como ya había hecho con anterioridad, después de Tipos y paisajes. No perdía nada con ello el novelista en cuanto a creación artística, según el crítico. No se le limitaba su temática. Insiste Menéndez Pelayo en que «no hay pasión, no hay afecto, no hay interés, no hay problema, que no pueda traerse a la Montaña como a cualquier otro rincón del mundo». En esta tensión, en esta lucha entre el éxito y el deber patriótico, el deber se impone una vez más. El resultado es Sotileza. La novela santanderina y marinera que Menéndez Pelayo tanto había deseado, el ascenso al relato de grandes dimensiones de los personajes y los ambientes de las dos obras de Pereda que más le habían fascinado: La leva y El fin de una raza en las que su visión crítica, enamorada de la grandiosidad, de la fuerza, de la sublimidad, siempre había visto lo mejor de Pereda.

Miguel Artigas, en su análisis de las relaciones entre Pereda y Menéndez Pelayo, ya había hecho notar como el crítico estaba más enamorado del asunto que el novelista, como el estudioso anunciaba, aún antes de ser concluida, que Sotileza sería la obra definitiva de su autor63. Y culmina su análisis con estas reveladoras palabras: «No hay en todo este himno, que es más himno que crítica, ni una salvedad ni una veladura; Menéndez Pelayo se entrega completamente. Es el libro que él esperaba, al que tendían todos sus esfuerzos críticos, todas su advertencias   —255→   y consejos. El novelista y el crítico se confunden y estas páginas de crítica parecen un último capítulo de Sotileza»64.

Artigas, pues, atribuye el hecho de la composición de Sotileza a Menéndez Pelayo. Para Montesinos en cambio, la vuelta a los temas montañeses fue una mera «veleidad» en la que no tuvo nada que ver Menéndez Pelayo: «Me inclino a creer que no [...] aunque los fervorosos aplausos del crítico halagasen sobremanera al novelista... No creo que Menéndez Pelayo tuviera parte en la elaboración de un sistema tan incomprensivo como estridente, tan mal pensado y que ninguna tradición literaria justificaba»65.

Pero no acaba aquí el uso de la primera persona por parte de Menéndez Pelayo. Hay otro momento, enormemente significativo, en el que Don Marcelino reivindica, en forma apenas velada, su participación en la creación de la obra de Pereda. Estamos en 1889 cuando Pereda publica La Puchera: «Por primera vez he leído un libro de Pereda al mismo tiempo que el público y sin estar iniciado previamente en el secreto del autor. Fue voluntad suya y mía, para que nada extraño a la obra misma preocupase mi juicio, y no hablasen en favor de ella intimidades   —256→   de las que forzosamente nacen entre el crítico y el libro que va a juzgar, cuando él ha asistido a la elaboración de este libro, embriagándose con el fervor de la producción ajena, y participando de ella en algún modo. He querido por esta vez sola, no saber nada de lo que Pereda escribía en Polanco este verano, y tomar su novela como obra de un extraño. He procurado olvidarme de que el autor era montañés, y entrañable y fidelísimo amigo mío desde que tengo uso de razón, y amigo de los de mi casa antes que yo naciera...» Así comienza el escrito de Menéndez Pelayo sobre La Puchera. Lo que, inexcusablemente, quiere decir que en todos los otros libros del polanquino, Menéndez Pelayo había estado presente, había participado, opinado, aconsejado, incitado, tal vez corregido, quien sabe si reformado. El hecho de hallarse ausente de la elaboración de La Puchera era tan excepcional que el crítico quiso advertirlo al público.

¿Fue verdaderamente el crítico quien tomó esa decisión? ¿O fue el novelista, herido en su orgullo por el episodio de La Montálvez el que quiso asumir su nueva creación en soledad? Es cierto que varios autores acusan a Pereda de no haberse enterado de la posición contraria de Menéndez Pelayo a su segunda novela de ambiente madrileño, pero entonces habría que explicar el porqué de esa separación, de esa unión que venía funcionando al menos desde doce años antes, cuando el joven Menéndez Pelayo se liaba a tortas (dialécticas) con Gavica y Pereda proclamaba al mundo la unión de los dos amigos: «Tenemos razón el Señor Menéndez Pelayo y yo»66.

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Y si este papel protagonista de Menéndez Pelayo en la obra de Pereda fue tan importante, si estuvo presente de tan honda manera en la gestación de la obra del novelista, no se puede dejar de pensar que en el discurso que venimos citando hay también una buena parte de autoalabanza.

Si Pereda fue ese hidalgo que escribía en los ratos libres, ese artista genial pero inconsciente e inconstante, ese creador que no sabía como creaba ni era consciente de su arte, ese poeta primitivo que se llenaba del exterior y lo echaba fuera sin reflexión alguna; si fue todo eso, ¿cómo no se perdió por el camino, cómo fue capaz de desarrollar su obra a lo largo de varios años, cómo llegó a crear una obra tan importante? La repuesta está presente en el discurso y en todos los textos que Menéndez Pelayo escribió sobre Pereda. Respuesta nunca expresada claramente, pero indicada entre líneas. Pereda tuvo un guía, un director que le llevó por el buen camino, le orientó a donde mejor podían lucir sus cualidades, le hizo volver a su tierra y a su origen cuando podía haberse perdido y le llevó a componer su novela máxima, Sotileza. Al mismo tiempo novela y poema de la patria marinera y santanderina. Menéndez Pelayo, como Hegel, no tenía el don de la creación de la literatura, pero en cierta forma había creado a un literato. En su discurso, está proclamando, en realidad, su propia gloria. Las palabras no dichas, pero que flotan en el ambiente hablan de la importancia que tiene Menéndez Pelayo en la literatura de Pereda y podemos imaginarlas: «Si Pereda   —258→   fue así, fue el poeta de nuestra patria y gloria de nuestra tierra, fue porque yo lo hice así, yo le cuidé, le orienté, le dije, le motivé... Yo comparto su gloria, yo merezco su aplauso».

Los más amigos del novelista, todavía más conocedores que él de su propia fuerza, murmuraban siempre en sus oídos un más allá, y no le dejaban adormecerse con los halagos de la muchedumbre de los lectores, cuyo criterio estético se reduce a admirar lo que está más cerca de sus gustos y propensiones. Por eso, después de Pedro Sánchez, como después de El sabor de la tierruca y De tal palo..., oyó siempre Pereda la voz de quien mejor le quería, repitiéndole: «Tú eres ante todo el autor de El Raquero, de La Leva y de El fin de una raza. Si quieres elevar un verdadero monumento a tu nombre y a tu gente, cuenta la epopeya marítima de tu ciudad natal. Dios te hizo, aún más que para ser el cantor de las flores y de la primavera, para ser el cantor de las olas y de las borrascas. Tú solo puedes traer a la literatura castellana ese mundo de intensas melancolías y de rudos afectos. Hazte cada día más local, para ser cada día más universal; ahonda en la contemplación del detalle; hazte cada día más íntimo con la realidad, y tus creaciones engañarán los ojos y la mente hasta confundirse con las criaturas humanas».67


Son palabras de ese himno, que según Artigas, Menéndez Pelayo dedica a Sotileza. No es difícil ver que ese «más amigo» del novelista era él mismo, tal como se proclama en el discurso; que «quien conocía más la fuerza de Pereda que el propio autor» era el crítico que le había guiado y que conocía no sólo sus obras, sino su gestación, que había discutido con el autor sus libros mientras los creaba y había leído sus cuartillas mientras las escribía; la «voz de quien mejor le quería», que siempre le hablaba después de que Pereda hubiera publicado una novela no marinera, era la de Menéndez Pelayo que tantas veces había ensalzado La leva y El fin de una raza. De ese santanderino que saluda desde lo más íntimo de su alma, «la bandera que flota sobre el libro, la bandera roja y blanca de la matrícula de Santander (la cursiva es de Menéndez Pelayo)»68.

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Y para que fuera posible mantener que Pereda fue, y sólo fue, lo que Menéndez Pelayo quería que fuera, había que rebajarle, reducir su figura, convertirle no en un creador, sino en un intérprete: intérprete de la tierra, intérprete de la raza, intérprete de la naturaleza y sobre todo intérprete de Menéndez Pelayo. Intérprete inconsciente, instintivo, visceral, automático. Un iluminado, poseído por la fiebre estética. Porque sólo si Pereda era así, Menéndez Pelayo podría ser su creador.

El discurso es, por lo tanto, el último eslabón de una larga cadena con la que Menéndez Pelayo pretendía atar a Pereda a una determinada imagen, y negar, ignorar o despreciar todo lo perediano que no se correspondiera con esa imagen ossiánica que he descrito. Y todavía hoy, los críticos de Pereda, tienen que luchar contra la imagen del poeta de la raza que Menéndez Pelayo acuñó, a mayor gloria de su amigo, pero mucho más de sí mismo.





 
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