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Mi media naranja

Felipe Trigo






ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajo-I-

Como el otro, yo quisiera poder ser:


entre señores, señor,
y allá entre los reyes, rey.

Mas no puedo.

Comprendo que siempre me falta ó me sobra algo para estar adecuadamente entre las gentes.

Aquí, por ejemplo, delante de mi novia, delante de mi Inés.

¿Me sobra? ¿Me falta?

No lo sé.

Probablemente, ambas cosas á un tiempo.

Me falta un poco de vergüenza, y me sobra este ansioso pensar en mí... señora de esta noche.

Tengo prisa. Tengo verdadera impaciencia por oir las siete y porque se acabe este té. Un coche. Jala me estará esperando. Estará encendida la chimenea de leña en mi salón, y la mesa.

Me distraigo. Háblame mi novia, y pienso en Jala.

Jala debe de estar allí desde hace media hora. La mesa y la lumbre, elegantísima, alzadas quizá las sedas de sus faldas para calentarse mejor los pies tendidos hacia el fuego. Juraría que se aburre, que bosteza, y que está tirada atrás en el respaldo, sin haberse quitado aún la suelta capa turca, color fresa... ¡Cómo sabe que es rubia, la ladrona!

-¡Toma! ¡de coco!

-¿Qué?

-¡De coco!... ¡Y pan racional!... ¿Quieres manteca?

-No, gracias, Inés.

Casi tan rubia como Inés.

La pobre Inés no sabe, no podrá saber nunca por qué tomo el té esta noche, lo mismo que tantas otras noches, sin galletas, sin manteca y sin el pan racional.

A fin de que no advierta mi preocupación, hablo con su padre y con los amigos. Además, me he sentado en frente del reloj, aun á trueque de que me vaya tostando la espalda el aire de esta estufa.

-Sí, sí, señores... á mí me parecería también peor la dictadura del rojo fanatismo.

-¿Peor que cuál, querido Aurelio?

-Peor que el otro... que el blanco, que el negro, padre Garcés. Peor que el de ustedes.

Incluyo en la amable franqueza á mi futuro suegro y vitalicio senador, y el padre Garcés y el suegro futuro me sonríen.

Pero el padre Garcés, el sabio padre Garcés es casuista, y me pregunta y depura mi intención:

-¿Por qué, vamos á ver?

-Porque, al menos, el de ustedes, está bien educado.

-Gracias... ¡oh!

Se trata de no sé cual votación en la alta Cámara, en favor de Roma. No he logrado enterarme. Jala me preocupa. Pero á mi novia y á su madre, igual que á esta vieja vizcondesa de Versala, les place mucho verme conversando afablemente con el sabio jesuíta. Eso de que un sabio jesuíta y un joven diputado, incrédulo y «diabólico» puedan charlar sin devorarse, hasta con agrado, hasta con mucha estimación (permítome afirmarlo), les parece el colmo del milagro.

Tal vez, como el propio padre Garcés, ellas esperan que me convertirán... á cuenta de calma y tiempo. Por lo pronto, les gusta venir notando que mis discursos radicales, y aun mi libro «La nueva moral» (único hasta hoy -porque el dinero de mis dehesas andaluzas me consiente ser un poco vago-) respiran por todos sus descaros «de buen gusto una cortés condescendencia hacia mil cosas respetablemente despreciables...»

Mi suegro es otra cosa. Hombre de su tiempo, rico, joven todavía, es conservador por estirpe y por inercia; su padre fué conservador; su abuelo de Narváez. Y como su abuelo, como su padre, es un «galante hombre» ante todo. Vota en favor del Papa, y se va á cenar con una actriz en la cueva del Casino.

¡Pobre Jala!

Las siete menos diez.

Me falta ó me sobra algo para estar á gusto aquí, junto á esta novia tan bonita.

La miro y me sonríe.

Me quiere. Me adora.

Es tan linda como Jala.

-¿Adónde vas esta noche? ¿Tienes prisa?

¡Diablo! ¡Nota que miro al reloj!

-No. Es decir, no... hasta cierto punto. A las siete me ha citado un señor.

-¿Cuál?

-Un amigo.

Se calla. Sonríese Inés. Es prudente. Me cree. Ella ni su madre, no han leído mi libro. Les basta que el Padre Garcés y los periódicos hayan dicho que es un tanto subversivo. En esto coinciden los jesuítas y los periodistas radicales. -Sólo que como el buen padre me tolera, y aun me estima, á mi, al tratadista subversivo, Inés y la madre de Inés no han opuesto el menor inconveniente á mi noviazgo.

Quizá el buen padre Garcés, para haberse opuesto, comprendió que le llegaba un tanto tarde la ocasión. Se conforma con el alma de mi novia -y yo, hasta ahora cuando menos, no se la disputo... ¡Caramba, es tan delicado esto de jugar á la pelota con el alma blanca de una niña!

Porque Inés, á pesar de sus veinticuatro años, es un alma de candor... ¡y yo no sé si es esto una desdicha ó una suerte!

Me casaré con Inés... ¡Ya lo creo! Sin embargo, y por lo mismo que lo quiero, que lo ansía mi corazón, estimo una crueldad que la suerte nos haya conducido por caminos tan opuestamente diferentes: ó á mí debió conservarme puro y noble como á ella, ó de ella debió hacer una muchacha más mundana, más metida en alegrías y en sociedad, más dispuesta á ser, junto á la especie de truhán honrado que yo soy, una perfecta comprensiva de mi vida..., ó lo que es lo mismo, de la vida de su honorable padre y de todos los demás que vivimos en Madrid con unos miles de pesetas siempre disponibles.

Sí, muy difícil. La quiero por noble y buena, por candorosa, por infinitamente candorosa, y hasta por creyente y por cristiana...; y á pesar de todo, aquí, en su hotel, yo quisiera que ella pudiera escapar hacia su alcoba, que yo pudiese ahora mismo también escabullirme entre los cersis del jardín, y que... en su lecho, harto más lujoso y dulce que el feriesco lecho de lujurias bestias de mi bestia «garçoniére», ella, Inés, en vez de Jala, fuese la que me hubiese de dar en esta noche el espléndido banquete de su vida.

¡Oh, sí, es más bonita que Jala! ¡Es mía, ó será toda mía, y de nadie más, al revés que Jala que va á ser mía después de ser de todo el mundo..., y no obstante, mi Inés tendrá que ser mía con fórmulas de bodas, con largas y ridículas fórmulas de boda, de pregón, de curas y consejos, de madrinas que la habrán de desnudar como á una santa... en vez de dejármela desnudar á besos y caricias locas de mis manos...!

¡Oh, Dios...! Jala..., las Jalas tendrán siempre su ventaja del arte de agradar sobre las purísimas y honestísimas esposas!

Pero... ¡las siete!

Me levanto. Me despido.

-¡Adiós, vidita! -dígole á mi novia.

Y el padre Garcés me lanza aún hacia la puerta:

-¡Qué sea usted bueno!

Este padre parte un pelo por el aire. Apostaría á que ha estudiado en mi inquietud que... no es «amigo» quien me espera.




ArribaAbajo-II-

Salgo.

Este hotel está lejos de todo.

Hay coches cerca, por fortuna. Llego á la parada y tomo un simón.

El caballo no puede con su estampa; trota penosamente cuesta arriba, hacia la plaza de Chamberí.

Cruzamos por frente á un alcázar de ladrillo, que debe de ser de jesuítas, y veo, en su pesadumbre, no sé qué pesadumbres que abruman el alma de mi novia.

Más arriba, otro alcázar de ladrillo. ¿Monjas ó jesuítas también?

No sé.

Los jesuítas no gustan de hacer de piedra sus palacios.

Diríase que saben que no los hacen para siglos....

Mi afán, harto más ligero que el caballo, me aparta de Inés y me pone junto á Jala. Me sigue la obsesión de diferencias entre estas mujeres de placer y aquellas honestísimas esposas.

Unas, la gracia, la alegría, la casi pagana majestad en la estatuaria ostentación de sus hechizos. Forman con nuestra desaprensión de hombres la... apariencia... la apariencia de la pareja despreocupadamente bella del amor.

Otras, el recato y la torpeza..., la buena educación hipócrita llevada en semi-velos perennes del pudor hasta «el tálamo nupcial»...

Vale la pena pensar si yo debo casarme. El problema es arduo, en mí. No busco una boda de ventaja, de pecuniaria salvación en el naufragio de la vida, como tantos, y por lo mismo son del más neto sentimentalismo las razones que habrán de decidirme.

Quiero á Inés -esto es indudable.

Ella, si supiese adonde voy en este coche, y que así y todo pienso y siento que la quiero, me aborrecería.

Pero yo, tratadista, que me he tomado el trabajo de meditar profundamente muchas cosas de la vida, sé que la quiero.

Y no sólo que la quiero, sino que la quiero más que podría quererla nadie..., por lo mismo que su imagen y su cariño se me imponen por encima de no importa qué otras realidades ó esperanzas de mujeres. ¡Oh, si yo por magia pudiese hacer que fuese Inés, la virgen, la purísima..., quien pudiese estar esperándome ahora en vez de Jala!

En vez de Jala... y para la misma fiesta galante, sin embargo, de champañas y de besos y locuras por su plena desnudez.

O, ¿qué?... si me caso..., si llego á casarme con ella, ¿no habrá significado esto que la adoro tanto que la pueda preferir á todas las demás, incluso con la horrible limitación de sus pudores...? Sí; porque yo renunciaría á las otras, esclavo de mi obligación de dignidad, por no engañarla.

Es justamente lo que para nuestra boda me detiene.

Mientras sea su novio; mi deber de dignidad, mi fiel obligación, no está resuelta; es decir, no está contraída por algo más que una palabra, puesto que habrá de ser un juramento.

¡No, no me casaré... ó habré de casarme para cumplir enteramente mis deberes!... Lo contrario sería una farsa estúpida que no valdría la pena de haber poseído á Inés como á una más de las demás.

¡Vamos, un atranco de tranvías!... Se para el coche. Esta calle de Fuencarral, con su estrechez, resulta una delicia. Miro por la ventanilla y veo nada menos que siete tranvías en fila tras un camión de mudanza.

¡Pobre Jala!... La cité para las seis, sin recordar que tiene Inés sus tés los martes y que no la gusta que me ausente hasta las siete.

Vuelvo á pensar en una y otra.

Este amor mío por Inés, es nuevo. Moderno. Es racional, como su pan riquísimo y de lujo, aunque parece el pan de los cuarteles.

Es que en el amor, como en el pan y en tantas cosas, todo el toque de lo nuevo está en hacerlo de lo viejo.

«¡Un amor lleno de infidelidades, bah!» -dirá el asombro asustadizo de cualquiera.

Pues, sí. Un amor.

Precisamente eso le diferencia de la pasión y la lujuria, aun rodeado él mismo de lujurias, por contraste.

Sobre todas mis lujurias, él vive, él triunfa... faro de esperanza y salvación en la pureza. Está en mi alma como una redención.

Se dice, á guisa de argumento contra el amor: «Tan pronto como el hombre ha saciado sus deseos con una mujer, la mujer le inspira insoportable indiferencia, si no asco y aversión que le obligan á apresurarse á abandonarla.»

Esto no es verdad.

O mejor dicho, es verdad en la «lujuria».

Por el contrario, en la «pasión» el apasionado continúa con todas sus ambiciones puestas y acrecidas en la mujer, por mucho que le haya saciado materialmente. Y además, con un ansia material de ella, inagotable.

Terminante prueba para que pueda cualquiera conocer si su obsesión hacia una mujer era apasionada ó lujuriosa.

En el «Amor», en el verdadero amor, en cambio, el hecho de la posesión material no tiene esa exagerada transcendencia, ni en más ni en menos. La posesión no significa en él sino un acto natural, por igual impregnado de sensualidad y mentalismo, y después del cual, en la mujer, queda la amiga infinita.

Un lazo más de gratitud en la mutualidad y dignidad de los placeres compartidos, he aquí todo.

Por eso yo me casaría.

Y por eso... no me casaré, probablemente.

Porque no podría encontrar en Inés, en mi amada mujer, á la amiga infinita, capaz de resumirme ennoblecida la espiritualidad de todos los amigos y la sensualidad de todas las mujeres.

¡No, no me casaré! ¡Y qué pena! ¡es tan bonita Inés, y tan inteligente!

Vaya... ya anda el coche.

¡Jala, pobre Jala!... ¡tú también eres tan linda!

Me asomo á la ventana.

-¡Hala, cochero, aprisa! ¡Jala!... digo ¡hala!




ArribaAbajo-III-

Mi casa tiene el honor de estar frente á Neptuno.

Es un sitio de honor en Madrid. Árboles, estatuas, flores, palacios del Museo y de la Bolsa...

Subo.

No es igual venir á abrazar á una mujer frente á Neptuno, rodeado por dioses y cupones y Goyas y Velázquez..., ó en una zahúrda maloliente de la calle de Tudescos.

Hay clases en todo.

Por ejemplo, en esta puerta principal vive una duquesa. En la escalera de mármol, acabo de terminar los tramos alfombrados. Sigo. Mis dominios son más de las alturas. La duquesa, dueña del inmueble, debe saber por el portero que yo subo á mi cuarto damas bien vestidas... ¿Lo consentiría si fuesen golfas de la calle?

Piso segundo. «Ancora» otro.

-«¡Marajan dajan!» -me digo en oriental, parándome un momento.

Descansado, acabo de subir -porque es ridículo presentarse á una mujer echando el alma por la boca.

Llamo, y me abre Otilia, mi vieja y discretísima señora de gobierno.

-Ahí está.

-¿Quién?

-No sé. No ha dicho su nombre.

-¿Pero... una mujer?

-Sí. Cansada de esperarle. Vino á las seis en punto, la pobre.

-¡Bravo!... Ve preparando la cena. ¿Qué has puesto?

-Ostras, consomé, morcilla de Gerona, codornices, truchas...

-Bueno.

Suelto el gabán, cuelgo el sombrero en un cuerno del toro «Perdigón», que mató al pobre «Espartero», y cuya cabeza conservo disecada como último ridículo recuerdo de mi juvenil tauromanía. Me arreglo ante el espejo-jardinera el bigote y la corbata.

¡Jala!

¡Oh, rumana pijotera! ¡Baila como un diablo, y dice que durmió una noche con el príncipe Andrewikjeh!... ¡Cómo saben ellas que nos gusta que hayan dormido con príncipes, con muchos príncipes!... O, lo que no es igual: no dormido.

Entro.

Si no de príncipe, son de seda las cortinas de mi sala. Cruzo ésta, un poco misteriosamente impresionado, y llego á las cortinas del más íntimo salón..., aunque más grande.

Me detengo, y toso levemente.

A una bella debe advertírsela siempre, para que componga su faz en atractivo.

-¡Jala!

No responde.

Paso.

Junto al fuego, en la butaca carmesí, sólo está su capa, color fresa.

¡Diablo!... ¡Se ha dormido! ¡Está en la alcoba, en la cama!... ¡Cansada de esperar!

-¡Jala! -vuelvo á decir en las columnas, tras de los encajes.

Y como no responde, voy al lecho, repitiendo:

-¡Jala! ¡Jala!... ¡mujer!

Duerme profundamente,

La muevo, y no lo siente siquiera.

Bien. No me parece mal este preámbulo. Lo aprovecharé en mi beneficio; es decir, para sentarme aquí y reposar de la escalera. Porque insisto en que es grotesco presentarse «garleando», como un galgo cansado, ante una mujer encantadora. El cansancio no se debe contar para nada en estas lides.

Jala está semi de espaldas en el lecho. Tendida sobre las ropas, vestida, calzada. Sólo una pierna asoma un poco por sus faldas.

Las fuertes luces de la sala lanzan sobre Jala las sombras de los rameados dibujos del tul de las cortinas.

En tal penumbra la encuentro más hermosa. Casi ideal.

El lecho es bajo. Lo domino desde esta pequeña marquesita cielo, en que descanso.

¡Oh, qué flor de delicadeza incomparable es siempre una mujer como esta Jala!

Su rostro queda en el listón de sombra que le proyecta una columna.

Tiene el blancor y la suavidad y la serenidad de una azucena dormida.

¡Pobre! ¡Bendita y excelsa á la vez!... Me bastará despertarla, quererlo, y este tesoro de Dios me brindará á los ojos el hechizo entero de su gracia y me ahogará con suavísimas delicias.

¿Dónde hay teatro, ni música, ni libro que supere ni aun iguale á una mujer?...

¡Preciosa Jala!

Te adoro, te adoro ya con alma y vida, en esta hora, sin más que ponerle yo un poco de alma de mi alma al cuadro seductor de tu estática belleza..., y juro que no te hubiese de trocar en este instante por un trono..., por todos juntos los otros placeres y orgullos de la tierra.

Mi cama es más que trono, por ti.

Es altar, diosa, porque te tiene..., y son gloria mi vida y este cuarto.

¡Oh, Jala! ¡Bailarina! ¡Bohemia!... ¿De dónde eres?... ¿Del mundo?... ¡Patria enorme!

¿Qué padre, qué madre y qué hermanos te están acaso ahora recordando? ¿Te admiran ó te compadecen?... ¡No te importa!... Tú, bohemia, bailarina, que aprendiste en Francia el francés, que aprendiste en Italia el italiano, que vas aprendiendo español en España, y todo el amor en todas partes, sabes que estás en tu patria humana sin cesar, que estás aquí en tu casa... porque ésta es la casa de un hombre y un hermano y un amante que te besa, que te admira, que te adora y que te acogerá en su religión de idolatrías.

¡Pobre Jala! ¡Bella y excelsa también!... Tú hablas de un mundo del porvenir, sin la actual horrenda hipocresía, en que no sea crimen ni pecado en la carne de mujer lo que no lo es en el mármol del artista, ¡la estatua! ¡El traje de alma solamente, de resplandor de la propia desnudez, tan pura como en las manos y en la faz, en el pecho y en los muslos! ¡De un mundo en que vosotras, pobres mujeres divinas, sepáis que vais constantemente entre rosas del amor y la alegría, entre auroras de cielos y de almas! ¡Tú!...

Pero... hoy, aun no podéis saber, bohemias, si el que os llama al misterio de su hogar ó el que recibís en el vuestro con el noble título de hombre, es hombre... ó caballero-ladrón bien vestido, que os vaya á robar y á quitaros vuestras joyas.

-¡Jala!

No contesta.

Le tomo una mano y se la beso.

Efectivamente, si yo fuese un asesino o un loco -¡ella qué sabe!- la podría matar con un puñal. ¡Deben de ser brillantes y perlas de verdad estas grandes perlas y brillantes de sus zarcillos, de sus pulseras!... Y entonces habría venido y se habría dormido aquí ofreciéndole á la impunidad de la codicia tres mil duros.

¡Oh, bohemia! ¡Oh, alma de ángel! ¡Oh, firmísima fe infantil de humanidad!... ¡Sólo tú, aunque alguna vez te mate un rastacuero en Londres ó en París, habrás vivido, habrás pasado con tu aureola perversa de inocencia como «sobre un mundo tuyo» por el mundo!

Sí, sí. Lo pienso. Lo confirmo por contraste. Esta mujer ve el mundo con más gentil y generoso candor... que las demás.

Quiero decir... que las honestas señoritas, quienes saben, completamente en indefensas fierecillas, que son fieras los que habrán de rodearlas así que salgan del amparo de su padre y de su madre. ¡Y qué horrible vivir, saber que se vive en un planeta cuya plena redondez sea de indecencia á partir de los umbrales de la casa!

Yo no sé si es el pudor el que tendrá la culpa de esto.

Sólo sé que es bien horrible.

-¡Jala!

Me decido. Me levanto. Quiero despertarla.

-¡Jala! ¡Jala!... ¡Qué sueño, alma!... Pero... ¡mujer!

Hago brillar la luz, en el testero, y vuélvole también la llave al globo rojo.

Jala no ha hecho más que girar un poco la cabeza por la almohada.

Sigue durmiendo, y ronca, en la forzada posición.

¿Está borracha?

Me fijo en ella. Al darle un beso, he creído percibir en su aliento el coñac. Lo advertí la otra noche. Le gusta el coñac como á un demonio.

La claridad la llena ahora.

¡Cruel la claridad!... ¡Era tan discreta, es tan discreta la penumbra en que uno se imagina poéticamente lo que quiere!... A las cosas reales les basta con ser un motivo para bellas fantasías.

¡Jala!

No, no es que la llame ahora, sino que... «deploro».

Esta mujer está cansada, rendida, fatigadísima. Su blancura... es lividez térrea y seca. Tiene entreabierta la boca, y el aire de la respiración le ha secado horriblemente la pintura de los labios.

No son labios; sobre los dientes, pastosos y secos también, parecen un paréntesis hecho con dos lombrices muertas y resquebrajadas. Diríase que al despertar, al querer moverlos, van á partírsele como dos pedazos viejos de caucho.

He aquí por qué al besarlos sentí una áspera sensación de hule roto ó de balleta.

Borracha, no. Cansada, hastiada.

¿De qué?

De no dormir en quién sepa cuántas noches. De prodigar caricias, y besos, y suspiros... á cuenta de billetes. Su alma y su paladar deben estar igualmente amargos y cansados. Sus brazos, también. Al concederme esta cita, tuvo que computar la hora y el día de su semana. ¡Terrible semana de trabajo!

Bien. Habrá que resignarse.

Era yo demasiado estúpido al pensar que mi ilusión pudiese ella compartirla. Se durmió... cómo se hubiese alegrado de que no viniese..., con tal de poder encontrar al marcharse treinta duros.

-¡Jala!

Ha sido casi un puñetazo, esta vez, y ella se remueve.

-¡Déjame, hombre! ¡Déjame ya! ¡Tengo sueño!

¡Aire! «¡Déjame ya!» Se creerá que estoy acostado con ella y que está quizás amaneciendo.

-¡Jala!

Abre los ojos. Me mira idiotamente. Se incorpora, mira alrededor y se hace cargo.

Intenta sonreir, hablar, y siente en los labios indudablemente la tirantez de la pintura. Entonces los mueve y se los humedece con la lengua.

-¡Oh, «tuá»! -dice por fin.

Se echa torpemente de la cama, sacando las piernas bien calzadas, lo primero, en el desorden de sus ropas, y se pone en pie.

-¿Qué hora es? -me pregunta en extranjero.

-Las siete y media -contesto en castellano.

-¡Ah, sí! ¡Las siete y media!... -replica en castellano, dándose cuenta de mi nacionalidad.- ¡Cuánto tardaste! Espera. Si vamos á cenar, voy á lavarme un poco las manos y la boca. ¿Hay elixir?

Le indico el tocador, y parto á esperarla en la mesa.

Por unos minutos oigo su trasteo de aguas y de frascos. En mi tocador no hay pinturas. Tendrá que conformarse con esencias y jabones.

Viene, al fin. Pero viene... ¡oh! ¡maravillosa!

¡Maravillosa!

Fresca, riente, sonrosada, con los dientes pulidísimos y los labios puros y encarnados.

Sin duda traía ella pasta de carmín en su escarcela.

Parece... ¡nueva!

Parece que... acaba de levantarse de un descanso leve de pureza, que acaba de salir del mar... como una Venus rubia y vestida por sastres de Inglaterra.

Es la comedianta del amor. Es la profesora seductora. Sonríe, y promete su sonrisa un paraíso.

Levántome cortés, acepto el beso suyo, en la boca ya dulcísima y suave, que no sabe á coñac, sino á... ambrosía, y la instalo junto á mí.

El fuego nos lanza su vivo resplandor.

Toco el timbre, y llega Otilia con las ostras y el chablis.

-¡Jala!

Vuelve el nombre á ser suspiro de oración entre mis labios.

¿Qué me importa que todo pueda ser mentira en tal mujer, su amor y su frescura, si sabe parecer insuperable?

Sorbo una ostra, y recuerdo el célebre soneto:


...pero también que me confieses, quiero
que es tanta la verdad de su mentira,
que en vano á competir con ella aspira
belleza igual en rostro verdadero.

¡Ni es cielo, ni es azul!

¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!

Pero... ¡amigo!...




ArribaAbajo-IV-

Miro el reloj.

Las once menos cuarto.

Jala acaba de partir. Baila en el Salón Madrid su danza griega á las once en punto.

Otro curso de pública voluptuosidad como á mí acaba de explicármelo en privado... con prácticas.

Jala deja llena de tedio mi casa y mi alma. Desde las diez, tenía ya un verdadero afán por que se fuese.

Y, no obstante, la pobre ha hecho cuanto humanamente estaba de su parte por ser gentil. Toda la coquetería. Toda la galantería.

Recuerdo á mi Inés.

Lánzame de la cama el afán de contemplar el bello retrato de mi Inés.

Está sobre la chimenea. Llego, lo cojo y acércolo á mis labios con el ansia de un largo beso de pureza.

He cerrado los ojos para dormirme en la pureza del beso á este retrato, y al abrirlos parece que se me burlan todos estos innumerables retratos, que llenan las paredes, los estantes, las vitrinas -de estas otras mujeres como Jala.

Es una manía bien dulce: toda mujer que pasa por mis brazos le ha de dejar á «mi museo», á mi recuerdo personal, su fotografía.

Allí está la de Jala, en cueros (quiero decir con su público «traje» de baile: sin mallas y con unas gasas por el seno y la cadera); allí está, sobre la mesita de noche.

La mayor parte de todas estas más, no andan mejor de ropa.

Me voy vistiendo.

Sigo, al mismo tiempo, mirando los retratos.

Algunos, pertenecientes á las púdicas, y que marcan historias más ó menos complicadas, terribles, dramáticas algunas veces..., están, como el de Inés, y por contraste con los mil de los trances volanderos, castamente vestidos hasta el cuello y las muñecas.

De las desnudeces de algunas de sus «dueñas» sólo conserva el recuerdo el fondo de mis ojos.

¿Por qué esta diferencia entre unas y otras, de pudor y de descaro?

Mujeres, mujeres por igual.

Y se diría que son seres de dos razas diferentes, de dos mundos diversos... las impuras y las puras.

Es mi dolor.

Mi dolor eterno, terrible é implacable.

Yo ó les pondría á las deshonestas, en su bella libertad, un poco de perfume de candor, ó á las pudorosas un mucho de este inmenso y pagano arte de agradar de las impúdicas.

Entre tanto, mi vida, mis ansias; no tienen más remedio que ir en continuos rechazos y atracciones de las unas á las otras. Desde las Ineses á las Jalas. Saladísimas las Jalas, pero bestias. Deliciosas las Ineses, pero sosas.

De una sosería absolutamente inaceptable para los que ya tenemos demasiadamente el gusto de la sal.

Yo quisiera resumir en sólo una bella mujer y para siempre... al ángel con la hetaira.

¿Dónde está?... ¿Inés?

Problema.

¡Y bien problema!

Cuando me casase y ella viniese aquí..., probablemente, seguramente, empezaría por destruirme este museo sentimental, por querer quemar estos retratos... ¡si yo no los guardase previamente «como la múltiple vergüenza de las vergüenzas de mi vida»!

Es decir, que mi boda, que mi «aspiración á una honrada», habría de condicionarse por una abdicación, por una especie de reconocimiento implícito, en mi conciencia, de toda «la vileza y la indecorosidad» de mi pasado. Por una hipocresía... como en los demás, puesto que ni yo ni los demás, por eso, habríamos de dejar de recordar «ese pasado» con delicia y con... orgullo.

¡Valiente «base» para cimentar un matrimonio! ¡Valiente modo de fundar sobre la mutua fe y sobre la recíproca lealtad de dos «medias naranjas» el «naranjal» de una familia!

Bien. Estoy vestido. Me voy.

El caso es que como siempre, me llevo de con las mujeres (¡oh, divinas, sin embargo!) una gran pena de engañado, de defraudado, de insatisfecho... como un sediento de la vida que quisiera alguna vez la copa entera de la vida, y que bebe siempre... media copa.

Salgo.

Vuelvo á descender la marmórea escalera de mi nobilísima casera la duquesa.

En la copa me ha faltado esta noche su mitad de alma... y hablaría ahora de buen grado con mi Inés. No es posible. Su madre hace que ella sea, para mí, la novia niña con quien sólo se habla ante las gentes.

En su verja, á esta luna, doselada ella por los cersis... ¡cuán puro había de ser el beso que le diera!

No es posible.

A falta de ella, y si no fuese tan tarde, querría llenar mi alma con su imagen, fingida entre las etéreas y románticas armonías de alguna orquesta.

¡Sí, sí, resueltamente; desde hace poco tiempo me encuentro en una «crisis lírica»!... Mi vida idiota de soltero y volandero me aburre. Úrgeme cambiarla. Pero... ¿cómo, si no se puede hacer de una esposa la perfecta compañera, la enorme amiga, la exacta é igual «media naranja» tan famosa, capaz de compenetrar todos sus jugos... y sus sales, con la otra media?

Por lo pronto, en la duda, me acogeré á la amplia franqueza y á la hermosa libertad con mis amigos. Tengo mi tertulia en el Casino.




ArribaAbajo-V-

Está hermosísima la tarde.

Y... ¡qué horrible!, yo, me aburro.

Sigo el Prado, lentamente. He salido de mi casa como echado por una soledad de bello panteón. Todos aquellos retratos, todas aquellas cosas de mujeres, me parecen epitafios, me parecen cosas muertas.

¡Horrible!

En pleno Madrid, con la cartera llena de billetes, y... ¿adónde ir?

Me fastidian los amigos del Casino y del Congreso. Me causa espanto la sola idea de un «cine», ó de un teatro, ó de una sala de ruleta. Inés habría de parecerme una «muñeca de virtud», vigilada por su madre... Y las otras: Elena, estúpida; Matilde, presumida; Jala, insoportable...

Además, tengo mi casa perfumada (desde ayer) de un nuevo perfume de cocota.

¿Adónde ir?... ¿A Recoletos?

¡A ver mujeres! O encontraría una honrada, para novia..., como Inés, ó una deshonesta, ó una querida más, de veinte días ó de una hora, como Jala, como Matilde, como Elena...

¡Horrible! ¡Bien horrible!

¡Cuántos, como este pobre joven mal vestido, como aquel obrero, me verán y envidiarán mi... ostentación, mi traje inglés, mis botas nuevas, mis guantes y mi bastón y mi corbata impecables!... Y sin embargo, yo podría ahora mismo hacer una sola imposible gran cosa con agrado; reunir á no sé cuantas docenas ó miles de hombres que haya como yo, en un «mitin subversivo», y decirles esta verdad inmensa: -«¡Compañeros... tenemos la peor de las pobrezas; porque es, en nuestro afán de almas y nobleza y amistad, la pobreza irredimible del caudal, que aun no tiene el mundo, de alma, de amistad y de nobleza. ¿Dónde está el Banco que pudiéramos nosotros asaltar?»...

Para desenvolver siquiera la entraña de esta grande idea tan triste, si no en un «mitin,» en un libro, yo podría volverme á casa y trabajar. Pero..., vuelvo á pensarlo, mi casa me arroja de ella como un bello panteón. Para trabajar con fe, con altruista amor por los demás, yo necesitaría ante todo la «razón de la fe en mí mismo»: es decir, una amiga-amante-compañera, dulce como un ángel, bella y brava como Venus..., capaz de resumirme el ideal de la esposa-novia, en toda la voluptuosidad de la querida.

¡Oh, mi Inés!

Y mientras no tenga esa fe, esa previa instalación total de mi ventura, no haré nada de provecho. Estoy convencidísimo. Mi vida continuará rodando por esta necia alternación, invariable, de tres días de fastidio suprahumano... y una noche humana por demás -á cada tres, con ansia de restorán y de sedas y variadas carnes blancas de rubia ó pelinegra.

Oigo un tren. Silba. Es en la estación del Mediodía... ¿quiere decirme que salga de Madrid?... ¡Bah, me diese igual! Londres. París... Mi traje inglés, billetes en mi cartera... y el mismo aburrimiento. Los mismos «restaurants», las mismas damas...

Sería caso de pensar en el alcohol..., en la perpetua borrachera (si no fuese tan ingrato el despertar), ó en una caza de leones.

Comprendo al fin, perfectamente, á los príncipes que se van al Polo Norte.

Tomo un simón. ¡Al Casino! ¡qué caramba!

Por la ventana arrojo, apenas encendido, mi caruncho -y me da una enorme envidia el «golfito» que recoge la colilla.

Si no es un colmo de desgracia envidiar á un «golfo», entre un golfo y un príncipe, que Dios venga y lo vea.

Llego. El Casino.

Encuentro á Mario Durán. Lee una carta. Me la entrega.

-¿Qué es?

-Lee.

Leo. Le llama una mujer... «para un asunto urgente y que le puede importar mucho».

Mario me lo explica. O á mejor decir, me lo consulta. Es un fresco y no se anda con ambages.

«Su amante es una nenita soltera, de veinte años, rica, futura condesa, que vive con su abuela y su mamá. Para verse, y durante medio año, han tenido un confortable alojamiento en casa de esta que le escribe; pero, han querido instalarse mejor, y ayer lo despidieron».

-¿Qué crées tú que me querrá? -me dice.

-No sé. ¿Le debes algo?

-No. Al contrario. Fuí espléndido con ella. Justamente es lo que le carga, que no vuelva á serlo más. ¡Esta mujer es perversa y ambiciosa!

-¿Tu amante?

-No, hombre. La dueña de la casa que dejamos.

-¿Y por qué te llama?

-Eso te pregunto. ¿No lo sabes?... Pues, yo sí. Me ha preparado sin duda, un «chantage». Quiere, ó dinero de una vez, ó que volvamos á su casa, para seguir explotándome.

-¡Caracoles!

-¡Pshe!

La calma de Mario me asombra. Soltera la amante, y él casado, el asunto puede serle grave, transcendente.

-¿Quieres venir?

-¿Adónde?

-A pasear, en Recoletos, y á ver antes á esta aprovechadísima mujer. Me esperas en la puerta, en el coche. Yo despacho pronto.

-¿Le vas á dar dinero?

-¿Dinero?... ¡Vamos, hombre!

No pierde la calma. Tira de mí, y bajamos. Tomamos un coche del Casino.

La casa está cerca. En la calle de Santa Catalina, para el coche.

Mario me invita:

-Sube conmigo, ¡qué diablo! Verás, te vas á reir.

-Pero, yo...

-Sube.

Subimos.

-¡Oh! -ha hecho, con un gesto de diabólica alegría la gran dama que nos abre.

Pasamos al salón.

-¡Vamos! ¡Veo que ha venido usted pronto! ¡Que la cosa le interesa!

-¿A mí? -dice Mario- Está usted en un error, Amelia. Vengo... porque suponía que necesitase usted de mí uno de los mil favores... que siempre necesita. Por mí, no...; y la prueba es que me marcho. ¡Abur, Amelia!

-Hombre, no, don Mario... ¡oígame usted, qué caramba!... Lo que siento es que... venga con este señor; es para dicho á solas lo que tengo que decirle.

-Señora, da lo mismo. ¡Hable!... Este señor, es de confianza.

-No, no, vuelva otro día.

-¡No, no volveré!

Traga, saliva doña Amelia. Resígnase y empieza:

-Bien..., si el señor es de su confianza... yo le diré á usted, don Mario, que usted... y la señorita esa, han hecho mal en irse de mi casa. En otra, pueden acarreársela perjuicios... ¡que no todas las gentes son discretas!

-Á ver, á ver... ¡explíquese!

-Pues ¡nada!... ya ve usted, don Mario; que aunque no sea nada curiosa, una, acaba en fuerza de tiempo por enterarse de... las circunstancias de las gentes que la tratan; por más que, como ustedes, procuren rodearse de misterio... Así, por ejemplo, y hasta sin quererlo, yo he acabado por saber que usted es casado, que vive en la calle de Argensola, y... que la señorita que usted sabe...

-Y este también -replica Mario- ¡Nómbrela sin inconveniente! La señorita Alicia Villarreal, condesa de Villarreal, soltera, que vive con su abuela y con su madre en un hotel de la calle Monte Esquinza. ¡Este señor, lo sabe todo, es mi cuñado!

-¡Su cuñado!

-Sí. Hermano de mi mujer. Por eso le digo á usted que no ande con rodeos.

Desorienta á Amelia la «frescura», y sigue aunque un poco vacilante:

-Bien. Pues ya ve usted. Con todos estos datos, que lo mismo acabarían por saberlos en otra casa, sea cualquiera la que tomen, figúrese si una persona indiscreta que quisiese amenazar á ustedes...

-Oiga, doña Amelia -interrumpe Mario con su calma inalterable.- Usted ha perdido lastimosamente su trabajo, su investigación... «preparatoria»... En los informes acerca de nosotros, le ha faltado adquirir el principal; y es... que la señorita Alicia y yo, en Madrid, «somos los dos primeros sinvergüenzas». Si usted quiere visitarla, á ella, y contarle todo á su abuela y á su madre..., dígale que va de mi parte; lo malo está en que se reirán, porque lo saben... ¡claro! ¿cómo iba á disponer de sí misma una hija de familia sin permiso de mamá?

-¿De... mamá?

-Naturalmente, doña Amelia. «¡De mamá!»... que se entiende, por su parte, aquí con mi cuñado!... Tanto, que yo precisamente le traía porque viese el cuarto y vea si les conviene para ellos. ¡Qué sabe usted, señora, por Dios, cómo está la aristocracia!... Y si, al revés, prefiere usted mi casa, venga conmigo mismo y le presentaré en persona á mi mujer. Entre los dos la informaremos..., ¿hace?

Doña Amelia está pasmada.

-¡Vaya... don Mario!

-¿Cómo? ¿no me crée?... Pues, mire... tenga esta tarjeta...

Saca con rapidez lápiz y tarjeta; escribe: «Querida Ángeles: la dadora, doña Amelia Rivas, dueña de una «casa complaciente», te va á contar de mí y de Alicia todo aquello que yo te dije anteanoche. Para que veas que no mentí. -Siempre tuyo...» -y firma y se la entrega:

-Tenga, señora. Y además, sepa que, probablemente, desde aquí me voy á ir á buscar á la señorita Alicia, para ver los dos al jefe de la Policía, mi amigo, con la sencilla intención de decirle: «Doña Amelia Rivas, en la calle tal, número tantos, está defraudando á la Hacienda, porque no paga contribución, y tiene casa de compromisos...»

Brinca doña Amelia, en el sofá.

-¡Bah! Y... ¿cómo ni con quién probarme eso?

-¿Cómo ni con quién?... ¡Nosotros! Alicia y yo..., queridísima señora!... Pues ¡claro! la señorita Alicia, con su fuerte testimonio de condesa... Ella le diría al inspector: -«Yo, sí señor, yo, he ido á... «entrevistarme» allí con este amigo!»... Le digo, doña Amelia, que por... sinvergüenza que sea usted, nosotros, en Madrid, «somos los dos primeros sinvergüenzas»!

La entrevista dura poco más. La pobre «chantagista» está vencida... Pide por Dios. Quiere devolverle á Mario su tarjeta de descaro sin igual, que revuelve entre los dedos, y procúrase disculpas diciendo que «todo ello, no es que ella fuese á hacerlo..., sino que lo daba como aviso por temor á que lo hiciese otra cualquiera...»

Salimos, riéndonos.

-¡Oye -le digo á Mario en el portal- creo que te has dejado la tarjeta!

-¿Qué importa? -contesta.

-¿Cómo? ¿qué no importa?... Pues ¿no crees que esa mujer la pueda utilizar, no obstante tu artimaña?

-No, hijo, no, nada de artimaña. Si es que no me importa. Ni Alicia tiene que temer gran cosa de su madre, ni yo de mi mujer. Sin que sea exactamente verdad que yo le he contado á mi mujer lo de Alicia..., es evidente que se lo contaré esta noche, por si acaso.

-¿Por si acaso?

-Sí. Por si acaso esta tía le enviase algún anónimo, pensando atemorizarme así, porque al fin creyese que es broma cuanto he dicho.

-Pero... ¿no es broma? ¿Es que tú... le cuentas á tu mujer...?

-¡Todo, querido!

Subimos al coche. Mi asombro es aun mayor que el de Amelia. Yo pensaba que Mario le jugaba una audaz comedia de cinismo.

Nos dirigimos á la Castellana. Pasamos la tarde hablando de esta rarísima mujer de Mario.

Yo la conozco. Es guapa y buena. No piensa más que en querer á su marido y en cuidar de sus hijos y su casa. Cené con ellos una noche, y la vi ponderar el talento de Mario, la arrogancia de Mario, las condiciones todas de Mario, «bondadosas, tan tierno y cariñoso para ella»...

Me asombro, pues, escuchándole al marido que «ha llegado con ella á una franqueza, á una fraternidad, encantadora..., sin perder por eso, ni lo más mínimo, su cariño... su pasión»...

-Sí, sí, mi pasión... ó mi amor, si quieres tú con arreglo á tus teorías -me dice.- Claro es que yo no le cuento mis líos de por ahí, jamás, antes de tiempo..., es decir, mientras me importa conservarlos, porque me distraen, porque me dan la variedad y la «multiforme amenidad de la indecencia», y porque, sobre todo, me aumentan el contraste de la belleza insuperable y de gran pasión con mi mujer. Ella lo sabe... lo sabe... Sabe que no hay brazos que me den la delicia de sus brazos, y sabe que, por mi carácter, y por mis viejos hábitos también (puesto que como tal novio con ruidosa fama de galante se enamoró de mí), yo no podría prescindir de... «compararla» con cualquier otra mujer de cuando en cuando. Es ó fué mi habilidad, querido; haberla «acostumbrado» poco á poco. No hay una sola historia mía («historia», porque tú sabes también que soy formal en lo informal, es decir, que odio á las cocotas) que no conozca en todos sus detalles. Si la sospecha, se la cuento. Si no la sospecha, también..., pero más tarde, y con motivo del enojo suyo consiguiente á... estar sospechando otra historia. Entonces van las dos, ó las que tengamos atrasadas. Y es delicioso, Aurelio...: enfado de unas horas, llanto, quejas... cena reunidos, al fin, y noche de ansiosa y plena reconciliación, por parte de ella. ¡Qué buena es! ¡Cuánto me quiere y la quiero!...

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Confieso que me ha dejado preocupadísimo este Mario.

Su «caso»... parece haber venido á demostrarme que es posible hasta así (¡tan absurdamente posible!) el matrimonio de grande intimidad. Lo que no pueden escuchar ni los amigos, de cosas de mujeres, porque unas veces se creen que nos las damos de ricos, y otras de ridículos tenorios, este Mario, como á grande amiga, se lo puede contar á su mujer. Él mismo lo ha dicho: su mesa, su despacho, están llenos de cartas y de retratos de amantes... ¡oh!...

Claro es que, con menor violencia todavía, su mujer no hubiese roto los que perteneciesen al pasado solamente.

¿Quiere esto significar que no es imposible la esposa-amiga, la grande enamorada-amante, llena de los impudores ruborosos que yo ensueño?

Hasta aquí, en el matrimonio, y, prácticamente, me parecía esto un disparate. Mario viene á darme lo que necesita toda idea: un hecho de demostración de realidad.

Mi aspiración es más sencilla, más noble.

Consiste... (¡consistirá, porque me caso!) en no ocultarle á mi mujer mis alegrías y tristezas del pasado, en hacer que me perdone, en poder hablarle de ellas, de todo, de todo..., rindiéndola el honor de confianza que harto le merece á cualquiera -¡menos su mujer, que horror!- un amigo del café..., y en, prepararla, con esta inmensa confidencia, á querer ser para siempre, para siempre y ella sola, mi purísima cocota!...

¡Todo el amor, toda la amistad, toda la voluptuosidad... toda la «lira», en su inocencia!

¡Me caso!





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