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Miguel Hernández en la Orihuela de los años treinta. Sobre la prehistoria poética

Miguel Ángel Lozano Marco

Sobre la prehistoria poética

La indagación en los orígenes literarios de Miguel Hernández, en esos primeros años de formación a los que se suele aludir con el rótulo de «prehistoria poética», no carece de sentido; y aun siendo algo de interés secundario, ayuda a comprender la enorme distancia que existe entre un punto de partida más que modesto y una vigorosa y personal expresión que en solo media docena de años habría logrado, y cuyo fruto maduro y sorprendente lo constituye El rayo que no cesa, y los poemas que acompañan a este libro en el tiempo. En ese obstinado empeño por llegar a alcanzar la altura de la mayor poesía recorre etapas de manera acelerada, asimilando logros de la renovación poética de los años veinte en lo que tienen de compleja construcción verbal, intensificando las dificultades del vanguardismo gongorista y transitando por los ámbitos del purismo o del neopopularismo. El esfuerzo es enorme, y de ello da prueba la notable cantidad de composiciones situadas a la zaga de Perito en lunas, y la fluidez de una expresión poética conseguida tras el constante ejercicio de formas y estrofas.

El cambio, como sabemos, se produce a la vuelta de su primer viaje a Madrid, transformando en experiencia fructífera la aparente derrota. Los casi seis meses de estancia en la capital -de diciembre de 1931 a mayo de 1932- le permiten hacerse una idea de los rumbos de la lírica, y vislumbrar el camino que ha de recorrer para estar a la altura de las circunstancias; de unas circunstancias, por otra parte, ya suficientemente asentadas, asimiladas y casi superadas. Pero también gracias a todo esto un libro como Perito en lunas puede ser difundido entre sus paisanos, y hasta le es posible al joven escritor dar conferencias en el Casino mostrando, con la ayuda gráfica de un cartel, la difícil construcción metafórica de la «Elegía media del toro», abriendo brechas en un ambiente remansado cuyo ideal estético todavía estaba, mayoritariamente, en Gabriel y Galán1.

Es oportuno, pues, acercarse el ámbito de sus primeras experiencias literarias. Antes del viaje a Madrid, Miguel Hernández ha ido publicando en la prensa local, y también en la de la capital de la provincia, unos poemas que dan cuenta de sus primeras lecturas en la adopción de unos modelos imitados con notable fidelidad. Hay en esos ejercicios poéticos claros ecos de Zorrilla, Balart, Darío...; muestras del realismo regionalista de Gabriel y Galán y de Vicente Medina -con la utilización del habla dialectal murciana-, y hasta algún atisbo de la lectura de Antonio Machado («Día armónico», por ejemplo); en resumen: romanticismo rezagado en el remanso provinciano, modernismo popular (el Darío más conocido; o Emilio Carrere), y regionalismo. Las lecturas que esas composiciones delatan pudieran ser muy bien las propias de cualquier antología poética para uso escolar, pues si examinamos los libros utilizados para las lecturas de poesía en las escuelas, hacia los comienzos de la década de los treinta, son los poetas mencionados los que aparecen cerrando la evolución de la lírica española. Este es el tono de los más de cuarenta poemas que vieron la luz en diversos periódicos locales -o provinciales- desde enero de 1930 hasta el momento de su viaje a Madrid, a finales del siguiente año; pero es también el mismo tono que encontramos en los poetas con los que el joven aprendiz se relaciona, ya sean de su edad -como Fenoll- o mayores -como Sansano; de manera que a través de él podemos penetrar en el ambiente de una ciudad de provincias, y comprobar cómo en ese ámbito se produce, del mismo modo, una notoria evolución cultural.

Primeros poemas

Las primeras composiciones de Hernández van apareciendo al mismo tiempo que las de otros jóvenes oriolanos, con los que pronto mantendrá lazos de amistad: el panadero Carlos Fenoll, el oficinista Jesús Poveda y el estudiante universitario José Martín (Ramón Sijé). De un modo u otro, y con el protagonismo del último, ejercerán un papel dinamizador en la Orihuela de los años treinta, cuya vida cultural se enriquece en 1932 con la creación del Instituto de segunda enseñanza y la llegada de catedráticos como don Juan Colom (Filosofía) y Jesús Manuel Alda Tesán (Lengua y Literatura). Pero es el año de 1930, en el que comienza a publicar Hernández, el que puede ser destacado como el inicio de algo, puesto que a lo largo de él ven la luz tres nuevas publicaciones periódicas, en las que el contenido literario es notable, que se añaden a las tres ya existentes; y la presencia de seis publicaciones periódicas en una pequeña ciudad de provincias es algo que denota actividad cultural2. El periódico de vida más dilatada, La Lectura Popular, órgano del integrismo, no recoge muestras de esta joven promoción. El primer periódico en el que publica Hernández, al parecer por mediación del canónigo Almarcha, es El Pueblo de Orihuela, editado por los sindicatos católicos y vinculado, por tanto, a sectores conservadores; es también en el que aparece de manera más asidua, pues su firma la encontramos diecisiete veces. Desde 1928 se venía publicando Actualidad, de orientación más progresista y liberal, dentro de un espíritu tradicional, manteniendo sus diferencias con El Pueblo; Hernández aparece allí en siete ocasiones, y la índole de los poemas no difiere de la de los ya conocidos. Más cercana a los cuatro jóvenes poetas -el grupo de la «tertulia de la tahona»- es Voluntad: en su existencia es decisiva la actividad de Sijé y de Poveda; de ellos partió, al parecer, la idea de lanzar esta publicación quincenal acogida a la evocación de Azorín3. Miguel Hernández publica en su tercer número (15 de abril de 1930) «El Nazareno», poema que, según confesión de Jesús Poveda, les deslumbró, y por el cual supieron de las cualidades poéticas del cabrero vecino de Fenoll. Podemos situar aquí el origen de ese grupo al que se ha recurrido para mostrar la existencia de una discutible «generación oriolana de 1930»4. De vida efímera también fueron Destellos, cuya orientación regionalista era más acusada, y Renacer, donde no participó el poeta pastor. Las últimas composiciones aparecidas antes del viaje a Madrid vieron la luz en El Día de Alicante, periódico que dirigía Juan Sansano, poeta regionalista-modernista nacido también en Orihuela.

Las apariciones en la prensa tienen su continuación en las tertulias, lecturas poéticas o representaciones teatrales realizadas en locales representativos de sectores de la sociedad oriolana: el Casino, el Círculo de Bellas Artes, la Casa del Pueblo o el Círculo Católico Obrero, entre otros5. Sabemos de la inicial vocación hernandiana por el teatro, y que su primera composición de cierta entidad es un drama en verso, La gitana6, escrito a la manera de Marquina o Ardavín. La lectura frecuente de la colección La Farsa, además de delatar su interés por el género dramático, puede estar en el origen del nombre de ese grupo que actúa en sitios aparentemente tan dispares como la Casa del Pueblo o el Círculo Católico Obrero, pero que evidencian el tono de vida de la época. Sabemos que entre otras obras, como Los semidioses, interpretaban el entonces tradicional drama Juan José, de Dicenta, cuyo papel protagonista desempeñaba Miguel7.

Cuando Oleza se abre

Según confesión de Carlos Fenoll a José María Balcells, en aquellos años de la juventud de Hernández «se estaba debilitando el ambiente caciquil de la villa y las relaciones entre los diversos estamentos sociales empezaban a fluir»8; opinión interesante pues muestra el ambiente de «tregua» en que situamos el aprendizaje del escritor primerizo; aparente distensión que no hacía presentir la explosión de odios enconados que sucedería pocos años después. No es ocioso recordar que en los inicios de la República, Sijé redactó el Manifiesto del Partido Republicano Federal y Miguel desempeñó, por poco tiempo, la presidencia de la Juventud Socialista.

Lo que hemos ido apuntando en breves líneas da cuenta de un proceso de evolución cultural que en esa ciudad provinciana tiene las características de una revitalización del ambiente. El grupo de poetas surge alrededor de unas mismas fechas, hacia los inicios de 1930, y coincide con el momento en que se incrementan las publicaciones periódicas y se anima la vida cultural en los locales de la sociedad lugareña. Esa revitalización cultural es producto de unas circunstancias favorecedoras y se sitúa en la pleamar de un proceso nacional cuya culminación se viene a alcanzar por entonces. Pero al parecer, y en el caso de Orihuela, el acontecimiento decisivo que propicia el «despertar» lo constituye la aparición de la novela de Gabriel Miro centrada sobre esa Oleza literaria en la que se reconoce el modelo de Orihuela. El impacto de El obispo leproso fue decisivo. Jesús Poveda, en un libro cargado de sinceridad, afirma rotundamente: «Miró fue el que nos modeló a todos, a Miguel, a Carlos, a Sijé, a mí»; fue «el que nos despertó en nuestra juventud, echando a volar todas las campanas de la imaginación»9. Y ciertamente, el Hernández juvenil que llega buscando fortuna a Madrid afirma de manera reiterada que Miró es su escritor preferido y quien ha influido más en él10; mientras que Sijé no solo glosa la figura y la obra del alicantino en algunos escritos, sino que impulsa la erección de un monumento: el busto que preside la glorieta de su nombre, frente a la antigua Oleza11.

La ciudad tradicionalista, clerical y caciquil había sufrido una evolución: «Los días también rodaban encima de Oleza»12; y al final de El obispo leproso se nos muestra como un lugar abierto al mundo, relacionado -por fin- con él, indiferente hacia la sede vacante y con unas fuerzas reaccionarias enquistadas. Viene a responder todo ello a la opinión de Fenoll antes transcrita, lo que nos indica que, aun pudiendo fechar el desenlace novelesco en 1898, la situación final alude más bien a la época de la escritura y publicación de la obra. Tal visión polémica de la ciudad y de sus gentes supuso un estímulo para aquellos jóvenes habitantes de un lugar que acababa de alcanzar dignidad literaria, apareciendo con sus defectos y sus virtudes, con su belleza y su horror. Pero además de la caracterización del lugar, el lenguaje era nuevo y sorprendente, trabajado con minuciosidad en un constante ejercicio de recreación de todas las realidades. No era, desde luego, la retahíla de tópicos, tan abundantes en las composiciones primerizas, y en los poetas lugareños. Es muy posible que la lectura de Miró se produjera algún tiempo después de haber dado a la imprenta las primeras composiciones. En Hernández no encontramos huellas mironianas hasta bien avanzado 1931; y si esta repercusión tarda en aparecer puede deberse a cuestiones de edad, pues en 1926, año de la publicación de la novela, la edad media del grupo viene a ser de quince años, y carecían de la madurez necesaria para reaccionar asumiendo el contenido de una lectura nada fácil.

Por las afirmaciones de los protagonistas sabemos que fue Miró quien los puso en marcha, quien los hizo salir de una poesía estancada en el regionalismo para buscar concepciones poéticas más personales y a propósito para expresar su tiempo. Actuó más como estímulo que como modelo; agitó las conciencias, depuró el lenguaje y mostró que la razón de ser de la literatura no es otra que la de aspirar a conseguir una creación siempre renovada, en actitud afirmativa que contradice al Eclesiastés; porque «sí hay cosa nueva debajo del sol, del sol y de la tierra hollada»13.