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Miguel Hernández y el teatro

Jesucristo Riquelme

Vocación teatral

Miguel Hernández se sintió atraído por el teatro desde niño. Las causas inmediatas de esta atracción se las repartían su deseo de reconocimiento social e intelectual, su ansia de popularidad y, por ende, su necesidad constante de dinero. El teatro era una plataforma de ascensión en la vida, una forma de lograr salir de una clase social humilde. Pero también existía una motivación intrínseca que inclinaba a Hernández al género teatral. Se trataba de un motivo estético: la búsqueda del arte total, con raíces clásicas, tanto en el sentido calderoniano -el teatro de «gran tramoya»- como en el más moderno sentido wagneriano. La confluencia de palabra, poesía, canto, música, danza y aparato escénico -atrezzo, vestuario, iluminación...- producirían un teatro en su plenitud como integración de las artes. Por ello no sorprende que Hernández reciba influjos de tres manifestaciones artísticas de mayoritaria recepción popular: el teatro barroco de la magia y la imaginación, en especial el de los autos sacramentales (siglos XVII y XVIII), la zarzuela como género dramático-musical español (siglos XIX y XX), que bebe con frecuencia de las fuentes de la nueva comedia barroca, y el cine, el novedoso séptimo arte (primer tercio del siglo XX). Este era el formato. Ahora bien, para revitalizar el espectáculo, Hernández se ciñe a la actualidad de la historia contada: el oriolano propone inicialmente argumentos sobre tensiones amorosas y su repercusión en conflictos sociales y políticos dentro de un marco rural de predominancia proletaria.

La vocación teatral, desde su adolescencia, lo había convertido en asiduo lector de las colecciones La Farsa y El teatro moderno, donde pronto conoció piezas clásicas y contemporáneas. Acude a bibliotecas privadas y públicas, ya que no puede comprar libros, y visita con cierta asiduidad la céntrica librería oriolana de Daniel Cases, donde lee a hurtadillas vorazmente las novedades editoriales. Ya en 1927 frecuenta la Casa del Pueblo -sede del PSOE-, y forma parte de su Cuadro artístico musical, junto con el librero Cases, diez años mayor que Miguel. Cases dirige El verdugo de Sevilla -de Pedro Muñoz Seca, 1916-, y Miguel, con grandes dotes de actor y voz grave llena de inflexiones, encarna al padre, y Parada y fonda -de Vital Aza, 1917-, en la que Miguel hace de un gracioso catalán. Con los amigos más próximos de Orihuela, participa en la agrupación teatral La Farsa: representan Juan José (1895), de Joaquín Dicenta, Los Semidioses (1914), de Federico Oliver.

Corpus teatral: Teatro poética y político

El teatro completo publicado de Miguel Hernández consta de seis piezas1, que podemos agrupar en cuatro bloques ideológicos que representan las fases de su evolución artística en tan sólo cuatro años de producción (1933-1937):

  • Lo sacro: Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras;
  • Lo mítico: El torero más valiente;
  • Lo social: Los hijos de la piedra y El labrador de más aire;
  • Lo épico: Teatro en la guerra y Pastor de la muerte.

El teatro de Miguel Hernández es un exponente de su lucha por la vida, lucha personal, social y trascendental. Por ello, su producción teatral se percibe, más allá de su configuración de teatro poético, como un teatro político:

«[...] aquel teatro que quiere participar con sus propios medios específicos en el esfuerzo general y en el proceso de transformación de la realidad social, y, por tanto, en definitiva, del hombre, en la perspectiva de una reconstrucción de la integridad y totalidad del hombre, que en una sociedad dividida en clases y basada en la explotación, ha sido destruida»2.


Lo sacro. ¡Un auto sacramental en 1933-1934!

Preocupado por la trascendencia religiosa de la vida, fruto de la influencia católica de su Orihuela natal, escribe una original alegoría rural, en forma de auto sacramental, sobre la salvación católica de la humanidad: Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras. Hernández sigue los pasos, o las carrozas, del Calderón de los autos sacramentales: El veneno y la triaca, Los encantos de la culpa...

El auto sacramental consiste en una representación de personajes alegóricos que culmina normalmente con la exaltación de la Eucaristía, conmemorando en especial el día del Corpus Christi. Según Lope de Vega, eran escritos para «confusión de la herejía»; antaño, esa herejía fue el protestantismo; en los nuevos tiempos, ocupó su lugar el marxismo -ya socialista ya comunista-. El dramaturgo oriolano agrega al modelo teológico calderoniano una ambientación rural y una explícita dimensión socio-política: defiende ideas monárquicas y ataca a comunistas y a anarquistas3. En el auto hernandiano contemplamos, en efecto, la alegoría cristiana del origen y la redención del Hombre. Está organizado en tres partes: En el Estado de la inocencia -el Paraíso terrenal-, el candoroso Hombre-Niño pierde su pureza debido a la tentación de la Carne -el pecado original- y las reivindicaciones «salariales» de los Cinco Sentidos, presentados como obreros instigados a la revolución por el Deseo. A causa de las penalidades del trabajo, al que ha sido condenado el Hombre-Niño, en el Estado de las malas pasiones -la Vida terrena-, surge la envidia y el Hombre, ya crecido, perpetra el crimen del Pastor. Finalmente, se alcanza el Estado del arrepentimiento: arrepentidos los Cinco Sentidos, la Carne y el Hombre, éste es apresado por el Deseo y los Siete Pecados Capitales, que inflaman su cuerpo en una escena apoteósico mientras su espíritu se eleva hacia el Supremo.

Sorprende que la primera pieza larga escrita por Hernández sea un auto sacramental, y en un trance histórico sumamente conflictivo, en el momento en que, en palabras del presidente Azaña, España había dejado de ser católica. En ese crispado contexto, se presenta Miguel Hernández con un enxemplum catholicum. Desde hacía casi dos siglos (1765), no había representaciones de autos sacramentales en España. La renovación del género por parte de Hernández valía tanto como decir que el Miguel Hernández de 1934 se sumaba a la labor social y política de un arte puritano, preconizado por la Iglesia católica. Las ideas vertidas en el auto hernandiano están inspiradas en la encíclica Quadragessimo anno (1931) de Pío XI, escrita en homenaje a De rerum novarum, la encíclica con que el Papa León XIII había pretendido detener en 1891 las teorías de Marx y Engels que se habían expandido por todo el planeta. Esta actitud comprometida le fue imbuida por su jovencísimo amigo Ramón Sijé (1913-1935), autor también de un minucioso boceto de auto, «El amante de su muerte»; Sijé se centraba en el conflicto del libre albedrío, bautizado como «ejercicio de la falsificación». La iglesia católica prevenía del materialismo histórico y del materialismo dialéctico. El auto sacramental, no en vano, defiende asimismo la propiedad privada con la muestra de un claro temor no sólo por el respeto de dicha propiedad material, sino también por la propia vida. En Quadragessimo anno, se anatematiza:

«Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho natural de poseer privadamente y transmitir los bienes por medio de la herencia [...] El Estado no tiene derecho de gravar la propiedad privada con tal exceso de cargas e impuestos que llegue casi a aniquilarla. [...] que el trabajo sea el único título para recibir el alimento o las ganancias, eso no lo enseñó nunca el apóstol. [...] Socialismo religioso, socialismo cristiano, son términos contradictorios; nadie puede al mismo tiempo ser buen católico y socialista verdadero»4.


Ante la inviabilidad de la reforma agraria en la II República y de la posición de la iglesia católica, Hernández propone un mundo idílico, un paraíso caracterizado por la fraternidad cristiana y la solidaridad, donde el siervo y el obrero permanecen placentera y sumisamente sometidos al señor; ése es el camino que se predica hacia Dios: acatamiento a la jerarquía eclesiástica, obediencia y humildad. Esta sublimación de la autoridad aún le hacía seguir a su mentor Sijé para quien «Aceptar al tirano es el sacrificio político del cristiano».

El auto de Hernández se erige en la reaccionaria contrarréplica de la revolución, una revolución iniciada por El hombre deshabitado (1929-1931), el antiauto de Rafael Alberti. Ahora bien, Miguel Hernández aparece en Quién te ha visto como el poeta religioso que más sobresale en su época y el auto sacramental resulta una obra de relieve en el teatro poético español que marca un hito contrarrevolucionario en la historia social del teatro contemporáneo5.

Lo mítico. El drama de El torero más valiente

En homenaje al torero Ignacio Sánchez Mejías, corneado por un toro en la plaza de Manzanares el 11 de agosto de 1934 y fallecido dos días después, escribe Miguel Hernández en apenas dos meses El torero más valiente6. A partir de la anécdota de la muerte de un torero, Hernández acomete un drama de asunto mítico, nuevamente intemporal: abandona la trascendencia religiosa y se decanta por el mito de mayor excelencia folklórica del momento, el mito del torero enamorado herido en la lidia del toro. El torero, solo entre multitudes, pasa a ser alegoría del hombre cuya vida se caracteriza por la soledad que se desprende de la incomprensión, la insolidaridad y la maledicencia. Y a la vez es hombre-dios que merece erigirse en mito. En el acto primero, el oriolano llega a deificar al matador de toros: el matador se siente custodia sostenido por los brazos de los admiradores; el cuerpo yacente de José, descrito como «cirio pascual taurino», es elevado y paseado en procesión por toda la sala. La asociación con Cristo resulta evidente7. Pero ahora interesa más a Miguel el mito que la fe religiosa.

La supuesta rivalidad entre Sánchez Mejías y su cuñado Joselito, el Gallo, inspiró la recreación de los sucesos. El afamado Joselito dio la alternativa, en 1919, a Sánchez Mejías. Al año siguiente, comparten cartel en Talavera de la Reina: Mejías es testigo de la cogida mortal de Joselito por el toro Bailaor. Retirado del toreo ese mismo año, reaparecerá Mejías en 1934: y no tardará en ser fatalmente herido en la plaza.

La obra consta de tres actos en los que representa la contienda por la fama de los diestros José y Flores. José se ha enamorado de Soledad, hermana de Flores, y Flores se enamora de Pastora, hermana de José. El conflicto surge cuando José no permite a Flores que pretenda a Pastora. Reconciliadas las parejas, Pastora, ya casada, y Soledad preparan la fiesta de bodas de ésta, mientras los dos recuñados se aprestan a ir a una corrida benéfica. En la plaza, Flores muere tragicómicamente de un botellazo. La maledicencia popular acusa a José de no ayudar a Flores en el trance con la suficiente presteza, por cobardía o por librarse de su rival. De esta injuria nacen el recelo y el rencor de las dos jóvenes. José, incapaz de sobrellevar una situación que le ha acarreado la pérdida del amor de su mujer, decide retirarse de los toros. Pero, como Ignacio Sánchez Mejías, no se corta la coleta y regresa a la plaza para sufrir una cogida mortal. En una suerte de barracón de feria, contemplamos el sepelio: José yace sin vida. Se trata de un final que funde la muerte con la festividad de un ambiente ferial, tan del gusto de una nueva influencia, la de la pintora Maruja Mallo8.

Lo social. Las tragedias de Patrono

Los hijos de la piedra: una revuelta social

Ya asentado Miguel Hernández en Madrid, sobre junio de 1935, declara a Juan Guerrero Ruiz su cambio ideológico respecto a Quién te ha visto y quién te ve:

«Ha pasado algún tiempo desde la publicación de esta obra, y ni pienso ni siento muchas cosas de las que digo allí, ni tengo nada que ver con la política católica y dañina de Cruz y Raya ni mucho menos con la exacerbada y triste revista de nuestro amigo Sijé»9.


Hernández ha leído a conciencia a Lope de Vega y, en su conferencia-recital «Lope de Vega y los poetas de hoy», pronunciada en la U. P. de Cartagena el 27 de agosto de 1935, interpreta los dramas de comendador como teatro social y revolucionario para su época. Sobre la base estructural e ideológica de las comedias de comendador de Lope -Fuenteovejuna, Peribáñez, El mejor alcalde, el rey, Ya anda la de Mazagatos-, construye Miguel Hernández sus «tragedias de patrono», en el marco de un «teatro de reivindicación social». En esta línea, ultima su tragedia montesa Los hijos de la piedra (1935), escrita en prosa. Y recupera, asimismo, la tradición del drama socio-rural decimonónico. Partiendo del teatro del honor, que llega al pueblo en torno al siglo XIX, el aldeano es capaz de defender su honra.

La obra presenta una revuelta local, más que un episodio revolucionario. Su base argumental es histórica. Con los antecedentes de las revueltas campesinas de Casas Viejas (Cádiz), en 1933, Hernández ilustra los hechos de la conocida Revolución de Asturias: la violenta represión militarizada contra los mineros asturianos en octubre de 1934. La denuncia de Hernández a la política del bienio negro (1933-1935) de la II República es frontal. Al día siguiente de constituir Lerroux -con el apoyo de la CEDA de Gil Robles- el nuevo Gobierno, la UGT declaró la huelga general; el nuevo Gobierno contestó de inmediato con la declaración del estado de guerra. Se trasladan a Asturias la Legión Extranjera y tabores de moros regulares que cargaron contra los trabajadores durante dos encarnizadas semanas: hubo millares de muertos y de presos políticos.

Subtitulada «drama del monte y sus jornaleros», los tres actos de Los hijos de la piedra son concluidos después del verano de 1935. Al principio, unos mineros y otros jornaleros viven plácidamente en Montecabra con el buen dueño de las tierras. Tras morir éste, el nuevo señor los oprime: rebaja los salarios, les priva del trabajo y los expulsa injustamente de sus dominios por insubordinados. El Pastor hiere al Capataz, al que sorprende robando, y es encarcelado. Provocada la huelga general, interviene la guardia civil contra los trabajadores. El dueño continúa robando y maltratando a sus operarios, contrata esquiroles y abusa de las mujeres de los montecabreros; llega a violar y deja malherida a la pareja del Pastor, Retama, que pierde el hijo que lleva en sus entrañas y muere en brazos del Pastor. Los ánimos se exasperan, mas la presencia de la Guardia Civil les hace callar. Con Retama en brazos, el Pastor pronuncia una arenga justificadora de la sublevación contra el tirano y deciden entre todos dar muerte al malvado cacique10. La propuesta es similar a la lopesca de Fuenteovejuna, en efecto, pero con finales muy dispares: Lope enaltece el poder del rey, mientras que Hernández desenmascara el abuso de poder de unos políticos represores. Un batallón de la guardia civil arremete contra la revuelta popular de los trabajadores y los arrasa al grito de «Tiros a la barriga». El acto tercero nos proporciona la clave interpretativa del pensamiento del Miguel Hernández de esta época: el Segador-Labrador se regocija porque disfruta de un buen amo en el pueblo vecino; los demás sufren al Señor de Montecabra y a la Guardia Civil11.

Hernández ha querido presentar una obra áspera, a base de cuadros escénicos que recuerdan la estética expresionista y que propician la representación brechtiana. La escenografía, tal como se desprende de las ricas acotaciones, literarias al modo valleinclanesco, pretende recoger la estética rural de la Escuela de Vallecas12.

El labrador de más aire

Concluido el drama de Los hijos de la piedra, Hernández retoma de inmediato el argumento y lo sitúa en un ambiente que le es más familiar. En el verano de 1936, ya iniciado el conflicto bélico, concluye El labrador de más aire, aunque es editado por Nuestro Pueblo, en Valencia, en el otoño de 1937. Regresa al verso. Toma su obra anterior como ensayo para cuajar algo más su nueva composición, de ambientación y atmósfera más alegre y luminosa. Anhelaba Miguel un galardón, y se presentó al Premio Nacional Lope de Vega, pero en 1936 no hubo fallo del jurado.

En El labrador de más aire, unos aldeanos disfrutan de su día de fiesta. Todas las jóvenes están enamoradas de Juan. La insólita llegada de don Augusto, el dueño de las tierras, acompañado por su hija, altera el orden pueblerino; enojado el patrono por una fiesta sin su permiso, amenaza a los presentes. Juan se enfrenta al señor, que toma represalias contra el pueblo. A pesar de todo, Juan queda prendado de Isabel, la hija del terrateniente; ella lo rechaza por ser él un gañán. El airoso muchacho, tras ser despedido, reprocha a sus paisanos su humillante resignación y les anima a la revuelta. Al final, Juan corresponde al amor de Encarnación y, colmada la paciencia del labrador de más aire, éste pide la muerte del represor. Sin embargo, Alonso, un aldeano envidioso, que se ha vendido al amo, asesina a Juan, que pierde la vida en brazos de Encarnación.

Ideológicamente, Miguel Hernández no se encuentra todavía en una posición que postre el sistema dominante: aún no rechaza el sistema jerárquico y capitalista. Defiende al obrero, pero no manifiesta ni propugna el repudio al patrono, siempre y cuando éste actúe con patronal criterio, es decir, al modo paternalista. Para ello, el dramaturgo oriolano procede del siguiente modo: en primer lugar, no se ciñe con rigor a los sucesos históricos y cuando, por sus episodios, conecta con acontecimientos de relevancia nacional, opta por un enfoque inclinado hacia lo intra-histórico: descripción de los episodios cotidianos, de modo directo, y no su impacto en la política del país. Este criterio asimismo, y no casualmente, era el seguido por Lope de Vega. Lope había preferido también plantear su conflicto dramático sobre la base de un problema amoroso y no económico, tal como exigía la fidelidad histórica. En ambos casos, el madrileño y el oriolano confieren a sus obras una denuncia no excesivamente corrosiva para el sistema dominante. Aunque la evolución es apreciable desde Los hijos de la piedra hasta El labrador de más aire13, con notables diferencias escénicas, Hernández concede que hay terratenientes bondadosos, y no los presenta como déspotas que perpetúan las diferencias de clase14. Así y todo, El labrador de más aire es, sin duda, el drama social de más directo planteamiento con que cuenta nuestro teatro contemporáneo. Juan, el protagonista, exclamará con vigor revolucionario: «¿Por qué no lleváis dispuesta / contra cada villanía / una hoz de rebeldía / y un martillo de protesta?»15. Significativamente, esta redondilla fue expurgada en ediciones posteriores; no obstante, abundan las protestas contra los continuos atropellos del cacique: «Es señor de lo que sea, / pero no de mi persona», «No puedo aceptar un daño, / aunque me llegue del rey, / ni con corazón de buey / ni con alma de rebaño», «Nadie merece ser dueño / de hacienda que no cultiva, / en carne y en alma viva / con noble intención y empeño». Sin embargo, a pesar de esta fraseología, Hernández, todavía en proceso de maduración, comparte el significado de sus dramas entre la vertiente política reivindicativa y la vertiente íntima de la convivencia social: aspectos que en Miguel Hernández no coinciden aún, pues, ante el abuso social que perturba las relaciones humanas y degenera la estructura jerárquica, el dramaturgo reclama autenticidad, respeto, orden y amor entre Administración y administrado, entre patrones y obreros, pero manteniendo el régimen establecido16.

El teatro bélico: Un teatro de urgencia y propaganda

Teatro en la guerra

Una vez levantados en armas los militares rebeldes contra la II República, Hernández se decide por un teatro de guerrilla, un teatro de urgencia, de agitación propagandística, para difundir con vehemencia su compromiso democrático antifascista y para mantener despierto el ánimo de los combatientes, tanto en la retaguardia -con las piececillas en prosa de Teatro en la guerra, 1937- como exaltando a los republicanos de vanguardia -con Pastor de la muerte, 1937, en verso.

En la Nota previa de su Teatro en la guerra, Miguel Hernández se declara partidario de una literatura como «arma combativa» contra los traidores: «Con mi poesía y con mi teatro, las dos armas que me corresponden y que más uso, trato de aclarar la cabeza y el corazón de mi pueblo, sacarlos con bien de los días revueltos, turbios, desordenados, a la luz más serena y humana»17. Teatro en la guerra está compuesta por cuatro breves cuadros, independientes, titulados La cola, El hombrecito, El refugiado y Los sentados, cuya representación no excede, en cada cuadro, de los diez minutos. En La cola, fechada en Madrid, el 5 de enero de 1937, varias mujeres -«deslenguadas»- disputan el lugar de la cola que ocupan a la espera de que se abra una carbonería en su pequeño pueblo. Es la pieza más entretenida de todas. Se trata de una escena próxima a un rudo sainete con movimientos de sencillo efectismo y un lenguaje avulgarado. El desenlace deja un poso trágico por la insolidaridad mostrada en las tablas. Se forja así un efecto distanciador para reflexionar y actuar consecuentemente. El hombrecito, la menos elaborada, es el máximo exponente de lo que llamamos «iudici dramatici», la exposición de una idea por medio del diálogo teatral. Un jovencito decide alistarse en el bando republicano en contra de una madre que lo sobreprotege insolidariamente. Destaca la fusión simbólica madre-tierra, expresada con las metonimias vientre-trincheras, como expresión de la nueva felicidad, la regeneración que se logrará con la victoria18. El refugiado, fechada en Jaén, el 17 de marzo de 1937, presenta el debate dialéctico entre un refugiado de setenta años y un combatiente que lo anima a luchar. Es la piececilla más lírica, pero cae en el sentimentalismo melodramático cuando el combatiente identifica a su hija con España. Vence el optimismo de la justicia en un nuevo modelo de sociedad. En Los sentados, tres jóvenes temerosos son espoleados por un soldado que conmina a deponer su pasividad. El último de ellos, indeciso, parte deprisa a alistarse al escuchar la voz del poeta en off.

Pastor de la muerte

Conforme transcurre la guerra, Hernández va percibiendo que ni existen ni existieron aquellos paraísos arcádicos por los que suspiraba en sus dramas de anteguerra. El pasado feliz, la Edad de Oro, se trueca en la búsqueda enfervorizada del futuro, de un futuro labrado por el esfuerzo individual y colectivo, confiando todavía en la victoria de manera ligeramente optimista. Así lo declara en su drama postrero, Pastor de la muerte, de ambiente bélico, escrito al regreso de su viaje a la URSS, donde fue invitado, en calidad de dramaturgo, al V Festival de Teatro Soviético. Concluye la obra en Cox, el 26 de noviembre de 1937.

Conocemos parcialmente el teatro que Miguel Hernández contempló en Moscú y en Leningrado durante su visita a la URSS. No cabe duda de que el teatro y el cine rusos le influyeron en la confección de Pastor de la muerte. Confiesa a Josefina Manresa19, su mujer: «Voy con cuatro compañeros más a asistir a unas representaciones de teatro ruso en Moscú, Leningrado y otras ciudades más, para que me sirvan de estudios y beneficios del teatro que yo hago en España»20. A pesar de que el teatro ruso se desarrolla entonces en una época posrevolucionaria y en España se vive una resistencia a la contrarrevolución fascista, los espectáculos soviéticos confirman la temática que había escogido el oriolano en cuanto a su vertiente social; ahora Hernández se inclina por un teatro que busca la eficacia didáctica y propagandística sobre la masa, en tiempo de guerra21.

Pastor de la muerte es, sin duda, la pieza en que más rasgos biográficos se incluyen. Sirve además para rendir sentido homenaje a correligionarios y grandes amigos que compartieron con él el peligro en el campo de batalla, en el V Regimiento.

Con este drama, en verso, obtuvo Miguel Hernández un accésit en el Premio Nacional de Literatura, valorado en tres mil pesetas. Pero no fue editado en vida del escritor22.

Consta la pieza de cuatro actos. La trama se reparte en dos acciones: el ambiente familiar o pueblerino de retaguardia y el frente más ofensivo de vanguardia. Pedro, a sus diecinueve años, ha decidido acudir al frente en favor de las fuerzas republicanas, como voluntario, con la idea de ahuyentar una paz indigna, y haciendo oídos sordos a sus familiares y a su novia. La acción transcurre en el frente republicano de Guadarrama: son habituales los cruces de insultos y procacidades desde ambos bandos. En Madrid, se alecciona para que desaparezcan los miedos atenazadores. Los republicanos merman la amenaza nacionalista destruyendo tanques. Finalmente, se entonan canciones de la defensa de Madrid, con protestas contra la intervención fascista de italianos y alemanes, y contra la política de no intervencionismo internacional.

Prescindiendo del lugar de la acción de las obras rusas, centradas en el trabajo de las fábricas y de las ciudades, Miguel Hernández opta también por acercarse a los filmes soviéticos, basados en rebeliones populares masivas, y retoma algunos recursos técnicos que suponen una novedad dramatúrgica y un adelanto en el teatro español de la primera mitad de siglo XX:

1) la técnica cinematográfica y narrativa de un primitivo y sencillo caleidoscopio, presentando varios espacios -aldea, frente- para dar la idea de un completo fresco épico; 2) el litomontaje: unión de fragmentos diferentes de canciones populares, eslóganes, discursos, etc.; 3) la focalización, destacando, como si de planos de detalle o primerísimos primeros planos se tratara, algún elemento de la escena: la atención se centra en la mirada y el cigarro del Comandante que tira antes de morir -y así lo resaltará el haz de luz-, o los momentos en que Pedro gana la posición de la ametralladora, acción que sucede fuera de escena y de la que nos incumben sobremanera las reacciones que suscita en los rostros de los compañeros, a través de cuyos gestos y diálogo se nos informa; 4) amplitud y frecuencia de las acotaciones, con abundantes datos sobre los sonidos, las luces, el decorado y los efectos especiales de la puesta en escena; 5) uso peculiar de la escenotecnia y el decorado, procurando la espectacularidad y la sorpresa:

«(Sobre un telón donde se habrá pintado Madrid diáfanamente, cruza la sombra de varios aeroplanos. En seguida se proyecta la sombra de varias bombas, y el telón se rasga entre un fragor y un estremecimiento de explosiones, apareciendo un barrio de Madrid...)»23;


6) utilización por primera vez del proyector con sugerentes efectos luminotécnicos, como los que cierran la obra:

«(El mapa de España, proyectado en rojo y negro. El color rojo avanzará agresivamente sobre el negro hasta desterrarlo, en el curso de la escena). [...] Es una escena de luz y sombra, roja y negra. Grupos de soldados proyectados en rojo atacan a grupos de soldados proyectados fantasmalmente en negro. [...] Es una visión [...] cinematográfica en su agilidad y en sus formas. [...] El mapa, en medio de estas luces, se cubrirá de surcos, manantiales, fábricas, flores y casas blancas)»24.


No fue, por tanto, la temática lo que llegó a interesar a Hernández del teatro soviético, sino la técnica y la realización escénica25.

En conclusión, Miguel Hernández, a pesar de sus intentos y sus logros incompletos, merece hoy ser destacado como uno de los autores más representativos e interesantes del teatro comprometido español de la II República: teatro conservador y católico, por un lado, y teatro reivindicativo proletario, por otro. Ahora bien, el escollo insalvable de la dramaturgia hernandiana se debe, más allá de maniqueísmos y simplificaciones psicológicas de sus personajes, a la inadecuación de los excesos de lirismo de sus desmesuradas réplicas y al abuso de personajes corales, conforme al modelo zarzuelesco español que, por sus paralelismos retóricos, detienen la acción.