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Mihai Eminescu (1850-1889)

Zoe Dumitrescu-Buşulenga

El último gran romántico europeo, el poeta nacional de los rumanos, nació el 15 de enero de 1850, en la aldea Ipoteşti del departamento Botoşani. Y aunque sus padres hayan sido pequeños boyardos y terratenientes, el chico vivió la vida de un niño de campesino. Soñador, tempranamente muy independiente, a pesar de los castigos que le administraba su padre, hombre severo y sensato pues tenía una familia numerosa, el chico descubrió en torno a sí un mundo hechizado que más tarde había de volverse el universo de su obra literaria. En Ipoteşti, la naturaleza es rica y armoniosa: colinas suaves y valles verdecidos, bosques con fuentes de música y lagos límpidos han marcado la sensibilidad del niño que había de transformarlos en un topos ideal, topos sagrado, homologado a la patria, a la cual eternamente quiso volver.

Los años de escuela en Cernăuţi le proporcionaron el encuentro con «el mundo», con los rigores de una disciplina cuartelera que lo disgustó profundamente pues nada tenía que ver con aquella sed suya de conocer que tan temprano se había despertado en él. Un solo profesor supo hacerse admirar y amar, Aron Pumnul, tribuno de la revolución de 1848 en Transilvania, refugiado en Bucovina. Por medio de éste se prendió en el adolescente apasionado la llama ardiente del amor a la patria y ha centellado en su mente el pensar de la futura unión de todos los rumanos. En recuerdo del profesor, por lo demás, él ha emprendido, a sólo 15 años de edad, un peregrinaje piadoso, a pie, desde Cernăuţi a Blaj, para ver aquel centro del rumanismo transilvano, la «Roma chiquita», como él lo bautizó.

Fascinado por el teatro, interrumpió luego los estudios y siguió unas cuantas compañías famosas por aquellos tiempos. Con las mismas recorrió todo el país, volvió a pasar por Transilvania y Banato y entendió más hondamente el fin del teatro en la vida de un pueblo. De aquellos tiempos data su traducción del estético alemán hegeliano Rötscher, Die Kunst der dramatischen Darstellung. Y también en aquellos tiempos se produjo su debut en la revista Familia de Budapest.

En 1869 empieza el período de los estudios en el extranjero. En Viena, de 1869 a 1872, Eminescu vive una enorme ampliación del área de sus conocimientos. Primero dirige su atención a Europa, a la situación política general, a la guerra franco-alemana, a las luchas de los italianos por la independencia y unidad. Al mismo tiempo, la situación de su propio país lo empieza interesando teórica y prácticamente pues él se hallaba en la capital del Imperio habsbúrgico, entre rumanos de las regiones rumanas que todavía estaban bajo dominación extranjera. Y una gran fiesta iniciada por él y su amigo Ioan Slavici, en el monasterio Putna de Bucovina, para celebrar el 400 aniversario del mismo, cristalizó una intención y una idea, aquella de realizar la unidad cultural de todos los rumanos antes de la unidad política.

Luego en la cultura, el poeta extendió sus investigaciones sobre un horizonte inmenso. Los cursos que seguía y las preocupaciones generales que tenía eran de una diversidad descomunada, yendo desde la filosofía (su especialidad) a la historia, derecho, economía política, filología y hasta la anatomía, fisiología, química experimental, etc. Leía enormemente, frecuentaba los teatros, conciertos (tenía especial pasión por Palestrina y Beethoven). En la filosofía se dedicó con especial cariño y preferencia al viejo pensamiento índico, a Platón y los neoplatónicos, descubrió la epistemología kantiana y tradujo Kritik der reinen Vernunft, mientras que sufrió también la influencia de la obra maestra de Schopenhauer, Die Welt als Wille und Vorstellung. En la literatura del mundo se orientó a las cumbres, Homero, Calidasa, Goethe y Shakespeare sobre todo siendo constantemente sus maestros. Tampoco dejó de un lado a los contemporáneos, siempre teniéndose al corriente de la literatura alemana al día y las demás literaturas importantes del continente.

En materia de creación, la etapa vienense marca el momento del «demonismo» eminesciano, la sublevación en contra del orden preestablecido, la violenta manifestación del rechazo a lo real, a lo contingente. Ángel y demonio, Los epígonos, Mortua est, publicadas en este lapso, igual que el vasto poema póstumo Memento mori (Panorama de las vanidades), testimonian directamente, igual que la novela póstuma Genio vano o la novela corta fantástica Pobre Dionisio, la aspiración luciférica al conocimiento absoluto, total.

Estas creaciones aparecen en la revista Convorbiri literare (Conversaciones literarias) de Yasi, órgano de la sociedad literaria «Junimea», cuyo guía espiritual era Titu Maiorescu, pensador y hombre político de primer orden en la vida pública rumana.

Desde 1872 hasta 1874, Eminescu continuó sus estudios en Berlín para obtener un doctorado en filosofía, pero no lo llevó a su fin. En el silencio y la solitud de los años berlinenses, él pudo ahondar sus preocupaciones de orden teórico, pensando en los fines aquellos escondidos que unen indisolublemente al artista representativo con su pueblo. Así, tras sutiles transferencias de ideas, pasó desde la epistemología kantiana de la Crítica de la razón pura al estudio de las leyes morales de la Crítica de la razón práctica, de aquí al interés por los mecanismos del conocer y de los procesos creadores que lo han llevado a la antropología y de allí a la articulación del proceso creador individual con el de la matriz sicológica colectiva, analizada por Völkerpsychologie (Etnopsicología). Esta nueva disciplina, que interesaba en igual medida a Maiorescu y Eminescu, estaba en aquel entonces representada en Berlín por dos sabios, H. Steinthal y M. Lazarus, directores de la revista Zeitschrift für Völkerpsychologie. La disciplina tenía no obstante sus raíces atrás, en las teorías generales de los representantes de la escuela romántica de Heidelberg, aquella que, por Brentano y Arnim, había realizado la importancia del recurso al folcklore nacional en la creación artística y, por Corres y Creuzer, había fijado la correlación historia-mitología-folcklore dentro de una cultura nacional.

Eminescu también parece empezar ahora deliberadamente la obra de conjugar, desde lo más profundo, la inspiración artística con el fondo de folcklore y mito de la creación popular. Es el tiempo en que pensaba en el poema Călin, el loco, cuento elaborado que más tarde será Călin (Páginas de cuento), y en el cuento La niña en el jardín de oro, el cual entrará en el molde artístico del Lucero.

En 1874 vuelve al país y se establece en Yasi, donde cumplirá con diversos cargos menores: bibliotecario en la Biblioteca de la Universidad, revisor escolar, redactor en la publicación Correo de Yasi. El período yesense se distingue por su presencia siempre más insistente en «Junimea», por un amor tempestuoso a Veronica Micle y la amistad muy honda y sólida con el escritor Ion Creangă. Las obras de aquellos años residen especialmente en poemas de amor luminoso, lleno de aspiraciones a lo ideal, en que no obstante los personajes están proyectados en el mundo del cuento: La princesa de los cuentos, El cuento del bosque, Príncipe azul del tilo, Cuento del tilo, etc., todos culminando por el gran cuento Călin (Páginas de cuento), en que el cuento del amor entre el Volador, personaje de la mitología rumana, y la hija del emperador, se injerta en el viejo mito helénico de Amor y Psyché. Una novela corta, Cezara, trata un audaz rehacimiento de la pareja originaría, en un ambiente paradisíaco.

En otoño de 1877, Eminescu fue llamado por Slavici y Maiorescu a Bucarest, a la redacción del diario Timpul (El tiempo), órgano del partido conservador. Y empezarán para él años duros de trabajo agotador en la redacción, privaciones materiales, infelicidades personales, al fin de los que, en 1883, caerá golpeado por la insania. El tiempo que le quedó más para vivir, hasta 1889, será uno de dolor y humildad, como en Hölderlin y otros grandes espíritus abatidos en el mismo sufrimiento.

La creación propiamente dicha de la última etapa es menos fecunda, integrando Doina y las últimas piezas líricas elegiacas. Pero ahora el poeta ha acabado sus trabajos fundamentales, en primer lugar las Cartas -cinco por todas, obra satírica de gran amplitud manifestando su visión sobre el destino del genio-, luego la Oda (en metro antiguo). Glosa, Sonetos y muchos otros. Dio luego, en las páginas del Timpul, una obra de prensa política abarcando un área problemática asombradora y de una fuerza rara de la expresión, la cual lo ubicó en el primer lugar en la historia de la prensa rumana.

En los 17 años que separan el debut del fin de su carrera literaria, Eminescu hizo con su obra una evolución sumamente interesante, cuya laboriosa reconstitución es indispensable sin embargo para entender el devenir del espíritu eminesciano mismo.

El punto de arranque, a los 15-16 años, fue uno bastante modesto, según el modelo de los antepasados poetas, Heliade, Bolintineanu, Alecsandri, venerados por Eminescu. Temáticamente, él continuaba sus versos patrióticos y de amor, en un estilo evidentemente tributario. Pero muy rápido, a partir de los 18 años, aparecen vivas notas distintivas en su poesía. Un espíritu terrible de sublevación se abre paso por los versos y las páginas de prosa de aquella época, cargadas de preguntas sobre los fines de la creación, de la existencia, de los regímenes preestablecidos en el orden humano, en el orden social.

El héroe eminesciano tiene la vocación del conocer integral, realizado por grados y etapas que la obra contornea con límpido relieve. Él es uno, pero integrado por todos, como si hubiese pasado por innumerables metamorfosis, proyecciones, de hecho, del artista romántico mismo, quien se busca a sí mismo. Pero, por más variadas que fueran las prendas que le da la joven poesía eminesciana, el héroe, llevado por un impulso ' oscuro, titánico, gritando como de por magmas ardientes, de abismos platónicos, expresa la luciférica figura del demonio romántico rechazador de lo real, el inadaptable, el investigador apasionado de las verdades prohibidas por la religión, el no conformista solitario, encarnando fuerzas contrarias al orden establecido.

Fuera que se llame Horia, como en el poema póstumo llevando el mismo nombre y adueñe las montañas con su gigántica hechura, fuera que se pregunte, como Andrei Mureşanu, sobre el sentido de la existencia y las raíces de lo malo en el mundo, como en los póstumos que llevan este título, fuera que se comprometa a la revolución como Toma Nour o Ioan de la novela póstuma Genio vano, fuera que él mismo sea el sublevado del Ángel y demonio o el profeta solitario que baja de las montañas para estigmatizar a una juventud indigna en el Señorito corrupto, fuera que busque la verdad absoluta por la magia, como en la novela corta fantástica Pobre Dionisio, el héroe afirma por doquier la incongruencia fundamental entre él y el mundo al que, al no encontrarle sentido alguno ni finalidad, se rechaza de adoptarlo. Las únicas reacciones a aquel mundo amorfo, feo e imperfecto son el deseo de cambiarlo y la aspiración a transcenderlo, a evadir del mismo.

Sombrío y solitario, afectando poses byronianas y hamletizando con bastante insistencia, el héroe agita una problemática social, moral, estética y filosófica bastante diversa. Su rechazo no se limita a las estructuras sociales, sino se extiende a toda la creación, a las leyes que gobiernan la vida y la muerte, lo bien y lo malo, el conocer.

Con obstinación adolescentina, él no quiere aceptar la idea de la muerte, en Mortua est (1871). Pero, al mismo tiempo, la vida misma le parece siempre más inconsistente, siempre más parecida a la sustancia del sueño. El vasto poema póstumo Memento mori ofrece al espíritu demasiado reflexivo del héroe un collar de cuadros grandiosos evocando las grandes civilizaciones del pasado y unos momentos de historia más cercana, revueltas a la nada sin explicación, sin sentido, sin huella, oportunidad de dolorosos comentarios sobre la falta de finalidad del mundo. Pero, incluso en esta obra, la patria goza de otro estatuto y el episodio Dada le proporciona al poeta una proyección mítica permitiéndole mantener esperanzas de futuro para su nación. Y en el poema Los epígonos (1870), él confiere a los poetas rumanos que le habían precedido -y formaban, según su opinión, la edad de oro de las letras rumanas-, atributos órficos definitorios.

De modo que la historia y los mitos del pueblo rumano no han sido aplastados por el fardo de unos pensares filosóficos negativos, tomados por el poeta de la obra de Schopenhauer que le ha sido muy familiar.

En aquellos mismos tiempos, el encuentro con la epistemología kantiana produjo en Eminescu una notable modificación de visión en relación con el tiempo, espacio y la causalidad -las conocidas categorías ordenadoras del conocer. Para el buscador de lo absoluto que ha sido el poeta pensador, este encuentro fue una verdadera revelación. El que sentía el tiempo y el espacio como obstáculos en la vía del conocer absoluto, exultó por felicidad entendiendo que ellos no eran sino simples categorías del intelecto y su dicho queda inefablemente bello: «¡Sí!, toda reflexión generosa, todo descubrimiento grande vienen del corazón y hacen recurso al corazón. Es extraño, cuando uno ha penetrado una vez en Kant, alcanzando al mismo punto de vista tan enajenado a este mundo y a sus voluntades efímeras -la mente no es más sino una ventana por la que entra el sol de un mundo nuevo y penetra en el corazón. Y cuando levantas los ojos te encuentras de veras en un mundo nuevo. El tiempo ha desaparecido y la eternidad te mira desde cada cosa con su cara seria. Parece que te has despertado en un mundo petrificado en todas sus hermosuras y que muerte y nacimiento, tu aparición y salida son ellas mismas sólo una apariencia. Y sólo el corazón es capaz de transponerte en tal estado. Él tiembla mansamente, desde arriba para abajo, tal como un arpa eolia, y sólo él se mueve en este mundo eterno..., cuyo reloj es» [Ms. 2287, p. 11].

El resultado del encuentro ha producido, en la creación, la extraña novela corta fantástica Pobre Dionisio (1872), tentativa temeraria de abolir las barreras del tiempo y espacio. El recurso al motivo de la migración de las almas hizo que el tiempo se volviera reversible y que el paseo para adelante y atrás, sobre sus dimensiones, fuera posible. La tabulación se despliega en un subtexto de protesta en contra de la limitación de la verdad que tan sedientamente buscaba el héroe, quien era ora Dionisio, el metafísico del siglo XIX, ora Dan, el monje de los tiempos de Alejandro el Bueno (siglo XV), estudiando la cábala y las doctrinas sobre la migración de las almas. La aventura interexistencial del héroe se completa también por un viaje a la Luna, que emprende junto a su amada, María.

En este nuevo espacio, en plena libertad, él da riendas sueltas a sus impulsos demiúrgicos, rehaciendo el paisaje cósmico que le parece imperfecto. Dos soles y tres lunas aparecen en el cielo de la Luna, el palacio se lo alza de filas de montañas, el espejo de las aguas cubre áreas inmensas y la flora se vuelve paradisíacamente lujuriante?

Por el sueño, penetra también al mundo solar, mundo de la primera creación, de los ángeles, y, asombrado por la consonancia de sus pensares con aquellos de las celestes hechuras, tiene la audacia de creer que él mismo es Dios. Y, como Lucifer, el orgulloso que se quiso gemelo de Dios, Dan, fue arrojado del cielo y perseguido por relámpagos, reeditando en modo muy original el motivo de la caída de los ángeles.

Los medios poéticos de la creación, en esta etapa titánico-demoníaca, son medios de la redundancia, de la discursividad. La visión sobre el mundo se polariza en antítesis poderosas; el lenguaje está cargado y vehemente, los tonos graves y los colores sombríos, el ritmo está precipitado y no pocas veces tropieza con licencias poéticas o imperfecciones prosódicas. Todo ello revela un vuelo alto, aunque no siempre muy seguro. Sólo raras veces resuena un verso eufónico, un verso perfecto, como, por ejemplo, en Mortua est: «Es plata el agua y oro la nada».

La madurez se ha producido bastante rápido, tras los años '73-'74, por el encuentro a largo plazo con las sabidurías tradicionales de los pueblos, con sus mitos, con el folcklore rumano, cuya asimilación profunda fue operada bajo la influencia del encuentro con el romanticismo alemán, sobre todo con la tradición de la escuela de Heidelberg, como dije ya. Así se han producido sedimentaciones inesperadas y considerables cambios de perspectiva en la creación del poeta.

El mito había sido empleado por Eminescu también en los años primeros de su trabajo literario, pero de una manera diferente e intermitentemente, por simples inserciones. Así había procedido en Los Epígonos, donde había hecho poetas órficos de sus antepasados, o en el cuento Príncipe azul de la lágrima, donde el héroe adquiere atributos órficos.

Pero en los años '74-'76, cuando la lírica erótica ocupa un lugar preeminente en la creación eminesciana, el mito baña todo el universo poético. La sed de amor absoluto, de amor entendido en su sentido supremo como fuerza unificadora de los dos, igual que de todo el cosmos, adueña al Eros del mundo entero.

No pudiéndose desplegar en el contingente, el amor está sacado fuer del mismo y proyectado en un porvenir con una intensa matiz optativa y en una naturaleza transfigurada según las normas del cuento, en un mundo mágico folklórico, hacia lo cual él y ella deben emprender un hechizado viaje, a invitación de él o de ella («ven al bosque...», «vámonos al rey...», etc.).

Volviendo a componer del mosaico de los fragmentos la imagen integral de la visión, vemos brillar al horizonte la pareja arquetipal: ideal, estado de perfección, unidad reconstruida, salvando de la estéril solitud de la no pareja. Por el amor, los enamorados vuelven a la edad de oro y otra vez tienen poderes demiúrgicos, pues en el absoluto el amor tiene atributos mágicos y creadores que se desencadenan como en el Pobre Dionisio, donde los dos poseen las insignias del poder. En Cezara, se rehace en medio de la isla simbólica de Euthanasius, verdadero Edén, la pareja originaria humana.

En la poesía, cada creación lírica debe referirse a la imagen de la pareja como imagen ideal, encarnando una aspiración fundamental. Se contornea así, de por sí, un diagrama en el tiempo, sobre el cual se inscriben las subidas y bajadas, las aspiraciones y los desengaños, dominados por un punto único, el del encuentro.

Sobre la línea ascendente se encuentra aquella sección de la poesía de amor en que la aspiración a la pareja se manifiesta con una fuerza irresistible. Él o ella espera, en un estado de tensión benéfica, la hora de gracia del encuentro en la estación florida, «veraniega», del Eros que llena el mundo de aguas y flores, de colores y perfúmenes, de sonidos dulces. Pero el encuentro no ocurre ni en El lago, construida, como un lied, sobre una romántica esperanza, ni en La princesa de los cuentos, donde la amada hada hace aparecer en el claro espejo del agua la cara del amado. Ni tampoco en las demás piezas líricas con atmósfera análoga, Flor azul, Deseo Cuento del bosque, se encuentran los enamorados, a pesar del frecuente llamamiento que lanzan, ora uno, ora el otro. Sólo el cuento lírico Călin (Páginas de cuento), construido sobre el motivo del Volador, ofrece, tras las tribulaciones del amor, un final feliz, aquello de la boda que sella, solemne, la hierogamia, la secreta unión de los novios, a las orillas del lago como topos mágico, sobre el cual se resfringe, como en el nido de las aguas primordiales, cosmogónicas, el huevo cosmogónico, de la misma luna (»en girantes nidos de agua, por la luna visitados»).

La pareja aparece más, sola, en una naturaleza hermosa donde correspondencias innumerables unen a los enamorados con el cosmos grande, en una fulgurante proyección del amor. En la Carta IV, la cual lamenta la separación de la pareja, se imagina una síntesis de amor y naturaleza veraniega, con sus aromas bajo el poder del Eros, tan apto a ilusionar, Luces de luna, sonidos delicados, perfúmenos acompañan el amor ideal de la castellana y el caballero de 1400, llevándolo hasta aquel umbral deseado y alcanzado, más allá de la vida y la muerte, donde un verdadero, delirio de amor penetra el cosmos entero, donde las aguas, los bosques y los luceros participan en la única aventura de los enamorados vueltos a la unidad de la esencia:

      «[...] Y tú escucha aprisa,

El mar que charla con las estrellas profetisas,

Los bosques que deliran y las azules fuentes,

De nuestro amor que entre ellas murmuran confidentes.

Luceros temblorosos, rielando en negros pinos,

La tierra, el mar, el cielo son nuestros muy amigos...

Cuánto podrías lejos tu dejarás los remos

Y por las raudas ondas del mar deslizaremos.

Doquiera nos llevaran, en el hechizo amado,

Llegamos aun muertos al borde anhelado».



La soberbia página es sólo imaginaria, cristalizando las circunstancias ideales de una aspiración al amor total, universal, aspiración gravemente frustrada, como alcanza a decir, en una clara simetría de situaciones, la misma Carta IV, cuya segunda parte se refiere a la disolución de la pareja y la pérdida de las ilusiones.

La desaparición del amor lleva las imágenes del desorden dentro del ser, del caos, del invierno, la locura y la muerte.

Apartado del universo eminesciano, él deja atrás sólo las sombras y tinieblas que invaden la poesía triste de la madurez del poeta. El frío y la inmovilidad reemplazan los inalcanzados ímpetus que lo llevaban a enamorado a la hora del amor. Todo oscurece, hiela, como en «Querida siempre cuando...», donde la luna misma se apaga, volviéndose una mancha, y el recuerdo del amor se estrecha en un océano helado. El pájaro helado de ahí, el álamo sin par de otra poesía, el cuerno sonando a muerte en otra, son las señas ciertas de la solitud irremediable, en una naturaleza vaciada y estilizada. Por lo demás, los procedimientos de la reducción predominan en este período (a diferencia de los procedimientos de la redundancia empleada en la primera juventud), esencializando la poesía en que se descubren las capas más hondas del psyché. Los sonetos revelan, por lo demás, como página de lírica excepcional, los resultados de las sumersiones en el mundo del recuerdo, expresados en valores músicos y encantadores de una calidad sugestiva única:

«Calló la pura voz de los pensares

Y un dulce canto me inunda ahora.

Te llamo. ¡Ven! ¿Me escuchas, mi señora,

De nieblas irías tú que te separes?».



El recuerdo del amor pasado, los pesares, reproches sobre el mismo tono menor, pero en siempre otras imágenes, cubren un espacio desolador, helado, sujetado en una inmovilidad amenazadora, y se despliega en un tiempo que pesa, que corre sin cuartel hacia el fin, hacia la muerte. La conversión del Eros en Thanatos marca, esencialmente, la dirección descendente en el devenir de la poesía de amor eminesciana. La disolución de la pareja obró sobre el universo mismo, disolviéndolo, arrojándolo al caos. Al héroe lírico no le queda más sino la muerte, con la que dialoga, en una verdadera marea del alma vaciada, en musicales retornos (en Sobre cimas). La heroína hada, portadora de estrellas y flores azules en el pelo, se ha vuelto una odiosa Dalila (Carta V). Como se dice en la confesión dramática de esta Carta póstuma, para el héroe, el amor era una necesidad del espíritu y la mujer era un adyuvante, un asociado a la creación. Al decaer del papel de complementariedad demiúrgica, ella ha probado su inadecuación a los audaces vuelos del genio hacia lo absoluto, lo ha arrojado, de nuevo en el tiempo y en el mundo, dejándolo rapiña del sufrimiento Ja locura y la muerte, transformando así su odisea espiritual en una pobre, experiencia fracasada, de dolorida vida.

Lo que sin embargo le queda al buscador de lo absoluto por otros mundos es el consuelo del conocer, como lo muestra la fabulación simbólica «leí Lucero, concluida -tras la lección de conocimientos e iniciación que el Demiurgo le hace al héroe que había olvidado su origen y naturaleza-, por la opción de Hyperión (si así se pudiera llamar la unívoca necesidad de la condición inmortal), por su propio estado. La superioridad mediante el conocimiento, alcanzada por la vía del calvario, de la crucificación del ser propio, le atribuye al genio la compensación única por la pérdida de lo real, por las frustraciones fundamentales padecidas dentro de la existencia. Cuando un entendimiento filosófico-escéptico lo alzan al artista muy arriba, en una perspectiva fría, dolorosa y desprendida del mundo, el héroe empieza a mostrar una gradual separación, una distancia siempre más clara frente a sus propias fuentes de sufrimiento, proyectadas a veces en otras zonas, transfiguradas, rodeadas de explicaciones generalizadoras. Intervienen modificaciones en el universo poético, afectando el espacio y el tiempo, por consiguiente también la perspectiva, las relaciones entre los personajes, el contorno de las cosas, la calidad de la luz, el timbre mismo del decir poético. La altitud alcanzada por el distanciamiento y la generalización se vuelve un punto fijo, una permanente referencia. La solitud que le rodea en aquellas zonas rarificadas le duelen pero no lo perturban. Su condición transciende ahora, por una conciencia superior, lo real, y se vuelve la condición de un «demiurgo» que, mirando desde arriba, sabe y entiende todo lo humano, a pesar de una incurable tristeza. El que, como demonio, trataba de mover el mundo desde sus cimientos, por ideas frías, audaces, por discursos fascinantes, hará en la Glosa la apología del frío y la indiferencia frente a un mundo adueñado por la omnipotencia del egoísmo, de lo malo. Pero, mientras entonces el héroe se encontraba en el medio, en la vorágine ruidosa del mundo, sufriendo terriblemente por los golpes de éste y tratando de cambiarlo, ahora él está ubicado afuera, en un ángulo parecido al adoptado por Luciano de Samosata, por los estoicos o Erasmo de Rotterdam para expresar, al abrigo de la máscara estoica, una visión crítica transformada en una protesta ética de las más nobles, de las más auténticas. Porque, instruido ya por la lección de las esperanzas vanas y del miedo inútil -los dos polos entre los que péndula la desconocedora condición humana («Sin temer no esperes nada»)- el héroe escribe un pequeño manual de moral estoica, digno, en su conclusión general, de un filósofo de la Antigüedad. Desdoblado en sabio y discípulo, empleando la segunda persona, él parece aconsejarlo a este último, mientras que en realidad se dirige, bajo esta máscara prestada, a sí mismo, con recomendaciones que hace para evitar el sufrimiento y salir de «lucias redes», del «velo pintado» de las ilusiones, como dirían los antiguos hindúes. A pesar de toda la perfecta objetividad simulada por el que administra la lección en la manera de unos «versos dorados», a pesar de todo el esfuerzo de explicar la superioridad del salir fuera del tiempo y de la ilusión, del mantenerse en el frío e indiferencia al ganar una benéfica distancia de espectador y al abandonar el deseo que une al mundo de los fenómenos, dos fragmentos arguyen la naturaleza de una experiencia personal. «Del engaño, a veces presa / Sin temer, no esperes nada» significa una explicación causal suficiente, por el acento doloroso del primer verso, concentrado testimonio de los desengaños padecidos.

Y la reanudación de la siguiente estrofa subraya, con una nota insistente de desprecio y cólera, la visión del mundo de iniquidades al que uno debe abandonarlo:

«Cuando ves que las canallas

A triunfos tienden puente.

No esperes a medallas

Por genial que tengas frente;».



Los tonos vehementes de esta estrofa parecida más a las Cartas que a la calma expresión aforística de la Glosa, respiran tanto recuerdo doloroso, tanto deseo frustrado de hacer lo bien y afirmar los valores, de manera que se entiende lo difícil, lo grave que resulta el camino de la renuncia, por el que se gana la indiferencia y la frialdad, signo y condición de la impasibilidad por alcanzar al cabo del largo aprendizaje en el sufrimiento y conocer. «Queda en todo frío, a solas» indica una temperatura afectiva por alcanzar, un dramático enfriamiento del corazón, imperativamente recomendado, sin lo cual el conocimiento superior no puede operar. Pues, en su camino, el mismo no debe estar disturbado por la seducción de las apariencias engañadoras escondidas en la ilusión del tiempo:

«Ni recline la balanza

Del pensar su lengua fría

Al disfraz de la bonanza

Que en el breve instante fía»...



«Del pensar, la lengua fría» -la cual, en un momento de olvido, fue trastornada incluso en el eón Hyperión- se restablece también en el poema del Lucero y el héroe quedará «inmortal y frío», de todo sabedor y renunciador a todo.

Pero para llegar a estas alturas del conocer absoluto -el único en condiciones de sacarlo al genio del imperio implacable del destino, de la «suerte» en términos eminescianos, se necesita la sumersión en los abismos de sufrimiento, la experiencia humana total. El héroe de La oración de Dacio llegó a aquella fuerza moral que le permite asumir todos los sufrimientos humanos y reconocerse en todos los sufrimientos (según el pensar generalizante de Ta twam asi), para negarse luego a sí mismo y entrar en el «apagamiento eterno». Pero la Nirvana eminesciana se produce en una inmensa tensión dramática, en una especie de amargo desafío echado a las supremas potencias del mundo, que muestran una vez más la agonía (en su sentido originario de lucha) del titán sometido por sufrimiento y solidaridad humana.

Las explicaciones y justificaciones de estas tentativas heroicas de superar la condición humana se acumulan en las Cartas -cuadro vasto del mundo contemporáneo visto por el artista desde sus puntos de vista-, en un enlace expresivo, concedido por el orden de la publicación, se suceden las confesiones clamadas del pensador (Carta I), del poeta (Carta II), del patriota (Carta III), del enamorado (Carta IV y Carta V, póstuma). El rechazo de lo real, del hoy, resuena por doquier con una fuerza de la palabra que golpea y azota, sostenido por los argumentos de la discrepancia terrible entre el ideal, entre el absoluto ético y estético soñado por el artista, y la miseria moral de aquel tiempo.

En estructuras simétricamente antitéticas que crean una tensión dramática de fuerza, se presentan la grave confusión de valores de aquel mundo, las grotescas pretensiones de los non-valores entrados en la competición loca de los deseos y pasiones desencadenados, el sufrimiento y desengaño de los altamente dotados, las aspiraciones a lo absoluto por doquier golpeadas, desmentidas, en su vuelo noble, verdadero y desinteresado, por la pseudoverdad disforme pero inmutable del orden preestablecido. El pensador viejo y pobre de la Carta I tiene, en su humilde hechura, tan insignificante y despreciada para los demás, facultades de genial entendimiento a la estructura y sentido del universo. La cosmogonía y el Apocalipsis, a los que se los representa no como hipóstasis, sino con una claridad de la representación como si hubiera asistido a aquellos momentos únicos de una historia macrocósmica, son los testimonios grandiosos de una vocación incontestable. Y el poeta que se despliega en las creaciones de la madurez con una asombradora facilidad de los vuelos y perspectivas cósmicas idea unos textos de sustancia poética rara. Una visión científica, filosófica y poética, en una síntesis euroasiática de fuentes, funde en un todo los libros sagrados de la India, la Biblia, la gnosis, la teoría Kant-Laplace y resuena en la música sugestiva de los versos que tienen el tono y la alegría de la creación de la vida, el tono y la alegría de la vida que despierta del infinito del caos, de las organizaciones lógicas:

«De las nieblas eternales se destraman hilos lentos

Entre los que salen mundo, luna, sol y elementos...

Desde entonces vienen siempre vagos mundos pasajeros

Del caos de valles pardos, por recónditos senderos,

En enjambres luminosos, desde el infinito, helos

Atraídos a la vida por abismos de anhelos».



Parece que estamos en la música de las esferas, joven, primaveral; en la mañana de la creación.

Luego el Apocalipsis, pero esta vez el cosmos tiene la tristeza humana del fin y las matices del mismo. La muerte del sol cual muerte del logos está acompañada por el enfriamiento, el aflojamiento de la luz, por la caída de los astros de su ritmo universal, por la fantástica imagen de la muerte del tiempo que pierde su fluidez, adquiriendo inmovilidad y peso thanáticos, espacializándose: «Vuelve eterno el tiempo muerto y a la fuente vuelve el río».

La suerte de la mente que piensa todas estas cosas dignas de un demiurgo es no obstante una deplorable. Pues la genialidad está contestada y por los contemporáneos y por la «posteridad», reducida al denominador común de la ignorancia, tontería, pedantería envanecida, reunidas en la comitiva grotesca del convoy del entierro dominado por la figura de aquel simbólico bravonel, igual que los congresos importantes que organiza la posteridad, donde las narices ignorantes y los irónicos mohines concentran las esencias de la necedad pretenciosa con que lucha vanamente el valor, siempre mantenido en la sombra.

Tras el pensador, el poeta habla en la Carta II. El arte se ha degradado en la misma medida que el pensamiento, de una manera que ofende al artista verdadero. Se han degradado las relaciones público-autor, evidentemente en favor de aquel género de artistas que también ellos instauran un orden del non-valor; se han degradado también el ideal del artista clásico, la gloria y el objeto principal de la lírica, el amor. En la total confusión que reina en cuanto a la poesía, el artista rechaza el acto poético mismo.

Carta III traslada nuestra historia en las dimensiones del mito, para hacer más violento todavía el contraste entre la lucha y el heroísmo de les antepasados por un lado, y el presente -desheroizado por la demagogia de los liberales, por la mascarada de una política errónea que procedía, según la opinión de Eminescu, de la discordancia entre el fondo viejo rumano y las instituciones modernas recién introducidas- por otro lado.

La mitología complicada de la historia otomana tiene sólo un grandor exterior. La escena del amor del Sultán con la Luna, el árbol gigante que crece de su pecho y toda la utilería de un grandor aparente se destrama delante de una sencillez vaivodal popular, aquella de Mircha, respaldada en una metonimia de fondo, el río-el ramo en que se integran, por una genial reducción, los mitos fundamentales de la naturaleza rumana, animados por secretas potencias, el mito del bosque, el mito de las aguas. En una unidad perfecta, la gente y la naturaleza nuestra se alzaban en contra de os invasores, en un esfuerzo total de defensa justa, y triunfaban, más allá de los sacrificios aceptados con buena voluntad por las tierras y la cuna de los ancestros, por su fe. Frente a aquella hermosura arcaica de una historia mítica, la fealdad del presente se estrecha en las mismas clásicas comitivas grotescas, significando la visión satírica del poeta sobre el mundo que rechaza. En una verdadera «comedia de la mentira», desfilan las máscaras que simulan las virtudes y disimulan la escoria de los más nocivos vicios: los farsantes, «charlatanes estadistas que en la cuerda floja miras, los cafés que derraman glorias, la sabandija que no piensa, que no siente / con los ojos empelados bajo su estrecha frente / voraz, negro, corcovado..., los falsos patriotas, los falsos virtuosos, con la piedad del zorro, espuma envenenada, basura, todo lo que está marcado por el vicio de natura / todo lo rapaz, perjuro, el Fanar y los ilotas».

Una granizada fonética, una aglomeración explosiva de aliteraciones hace la clausura de la comitiva, expresando, y al nivel de imagen y al nivel fonemático, el desprecio, el disgusto del artista frente a un mundo de demagogia, hipocresías, como le parecía aquel engendrado por los liberales: «¡Conque los gangosos, necios, los papudos y cermeños / Tartamudos, boquisesgos son de este pueblo dueños!».

Y el final, en la misma tonalidad de vehemencia satírica, produce, por una enorme dilatación, una imagen digna de Swift, aquella del mundo dividido en dos, en locos y canallas, en dementes e infames, que todos deberían estar entregados a la muerte. Claro, no falta de esta página de miseria de una realidad rechazada por el artista, la alusión al propio destino, integrada en un sólo verso tanto más doloroso pues pone un divorcio irreductible entre lo ideal y lo real: ¿La virtud? ¡Es un disparo! ¿El genio? ¡Una desgracia!

Como dije ya, las Cartas IV y V se refieren más directamente a las tribulaciones propias, hablando de la imposibilidad de alcanzar lo absoluto en el amor, juntando de un modo contrastante las imágenes que hablaban sobre la aspiración a la pareja y el apoderamiento del Eros en un mundo florido, por un lado y, por otro lado, sobre la pérdida del amor, la desintegración del alma y el reino del caos y el invierno, signo del señorío thanático instaurado tras la desaparición del Eros.

Más allá de todo lo perdido e incluso más allá del conocer absoluto alcanzado por la inmolación suprema del corazón, sólo le quedaron al escritor la patria y su imagen ideal proyectada atrás, en una larga y moralizadora historia, sólo el amor a la estirpe rumana, concentrado en aquello que Eminescu llamaba «las clases positivas»; es decir, a los auténticos y activos, a los productores de bienes materiales y espirituales, frente a los cuales todo lo que era clase superpuesta representaba sólo un fenómeno de parasitismo social, amenazador para su presente, pero también para su porvenir. El cuidado del escritor para con su pueblo es uno dramático. El mismo viene de una implicación apasionada y total en una etnia y una historia, de una identificación, hasta el olvido de sí mismo, con la nación rumana y su destino histórico. Por ello, la voz del periodista Eminescu tenía entonces, de 1877 a 1883, y tiene hasta hoy en día también, tras cien años, la percusión de las hablas esenciales pronunciadas en defensa de unas virtudes sólidas, milenarias, de unos valores duraderos representando una cultura vieja de ethos.

En el paisaje uniforme y estereotípico del periodismo de entonces resonaba, de una vez, un tono nuevo por el que penetraban unas ideas y unas verdades descomunales, (o, de todos modos, un deseo terrible de alcanzarlas), las cuales, aunque Timpul fuese diario conservador, no eran ni liberales, ni conservadoras. El noconformismo político de Eminescu no significaba ni podía significar, a la altura de su nivel de conciencia, el concierto de una doctrina de partido en la oposición. En su plenaria libertad interior, él pensaba políticamente no en la luz de una visión práctica, como cualquier hombre político preocupado por su tiempo y por los intereses inmediatos, sino de un modo totalmente inusitado, a la luz de una ética fuera de la duración, aquella de los intereses de su pueblo. La integridad de su pensamiento y la nobleza de su intención, tan aplastantes, salvan hasta aquellas ideas que parecen hoy, en perspectiva de una evolución de un siglo, inadecuadas al proceso de un desarrollo moderno del Estado rumano. Pero las intuiciones profundas, aquellas con respecto a la unidad de los rumanos de doquiera, a la independencia del pueblo rumano, a los gestos necesarios para conservar lo que es específico y consagrado por las leyes no escritas y hondas o por la letra y el espíritu de los convenios y tratados, la preocupación dramática por el porvenir de Rumania, el amor al hombre sencillo de su pueblo, el entendimiento a las necesidades vitales del mismo y sobre todo la indignación que siente al ver el espectáculo de la grave discordancia entre aquellas necesidades y las falsas soluciones ofrecidas por los políticos liberales, confieren a los artículos eminescianos de prensa una fuerza inigualable. Como sabedor de las cosas rumanas viejas, él habla con dolor despierto en el espectáculo de la injusticia y opresión, pero, al mismo tiempo, con la inquebrantable seguridad, confiada en una misión histórica y espiritual al mismo tiempo, de su pueblo, del que veía trozos en Dacia y en la síntesis dacorromana, en la época de Mircha o aquella de Esteban, en los esfuerzos heroicos de los luchadores transilvanos, desde Horia a Avram Iancu, a Andrei Muresanu, en tiempos y tras la Guerra de Independencia.

Haciendo elogio al progreso orgánico, «con sus leyes naturales», con su «continuidad gradual», al que aprobaba sólo «en el desarrollo justo y continuo del trabajo físico e intelectual», recordándoles incesantemente, en sus artículos, a los ciudadanos, «que no existen ni libertad, ni cultura sin trabajo», Eminescu demostraba un entendimiento profundo de las direcciones del desarrollo del pueblo rumano, sobre los cimientos de las viejas tradiciones. «Nosotros sostenemos que el pueblo rumano no se podrá desarrollar como pueblo rumano sino de guardar como bases para su desarrollo las tradiciones suyas históricas, así como las mismas se han establecido en el curso de los tiempos; quien fuera de otra opinión que se lo diga al país».

Hablando de este modo, él unía las dimensiones del tiempo, haciendo puente seguro entre el pasado y el porvenir, indicando la vía preciosa de la continuidad.

El sentido histórico del pensador político se unía a un sentido inigualable de las raíces y, en la cultura, con un aprecio piadoso al folklore, la cultura vasta, clara de la creatividad rumana milenaria, en que se ha ahondado Eminescu sediento por la autenticidad. Reconstruyendo mitologías en espíritu de las tradiciones populares, empleando las estructura de la literatura folclórica desde la doina al cuento, el poeta le concedió también a la lengua rumana su unidad plenaria, en una genial síntesis de léxico, morfología y sintaxis, enriqueciéndola, modulándola, dándole armonías sonoras hasta el agotamiento quizás de sus fuentes. Lo que de una manera única trató el artista fue expresar totalmente, por su genio, el genio del pueblo rumano, el cual debía, en su pensamiento, hacerlo un modesto eslabón entre los antepasados y el presente. Lo que logró hacer ha superado y su intención y nuestro entendimiento. Por amor, sacrificio de sí mismo por los ideales, aspiraciones, tradiciones, concepción de vida de los rumanos, él se ha proyectado sobre la órbita y en el panteón de los valores rumanos y universales, volviéndose la estrella polar a la que se refieren hoy, cien años tras su muerte, y se referirán cuanto existirá nuestra lengua por este mundo, la cultura y la creación de su pueblo.

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