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Mihai Eminescu y Emil Cioran, o la nostalgia como sabiduría

Pablo Javier Pérez López

«La melancolía es una manera, por tanto, de tener; es la manera de tener no teniendo, de poseer las cosas por el palpitar del tiempo, por su envoltura temporal. Algo así como una posesión de su esencia, puesto que tenemos de ellas lo que nos falta, o sea lo que ellas son estrictamente».

María Zambrano



En el seno del pensar poético, trágico, las fronteras de la filosofía, de la sabiduría se amplían hasta no poder dejar de comprenderse como un pensar mítico, alegórico, simbólico por ser esencialmente sentido y vivido, biográfico, personal, vivencial, propio de una mismidad que se enfrenta al mundo desnudo.

En él, en el pensar poético, en el pensar que vuelve a la vida, que celebra la tragedia de la vida, lo universal y lo subjetivo se funden en el instinto poético, en el momento de la poesía, del acto artístico. La filosofía convertida, re-convertida en Literatura, en mentira lúcida, en poema vivido y viviente se comprende como narración de una conciencia enferma, como libro de viajes sobre diferentes paisajes de la propia alma.

Transitar así una senda de sensaciones y paisajes, conquistar la vida y la existencia se hace el destino del pensador-poeta, del hombre lúcido que vive la vida literariamente y muestra la sabiduría acumulada en los diversos caminos recorridos.

En el continente del pensamiento trágico hay dos grandes países unidos por un istmo que hace de puente natural entre sus almas. Afirmadores y Negadores de lo trágico moran en sus territorios.

Hay un modo de pensamiento trágico que aceptando la lucha trágica entre Eros y Logos, entre Razón y Vida, entre el Amor y la Muerte muestra, construye una filosofía del fragmento, de la pluralidad. Un pensamiento encarnado, enraizado en la angustia, en la congoja, en la agonía, en la tristeza, en el dolor, en el instinto suicida, en la voluntad de Nada, en la desdicha, en el desasosiego, en la desadaptación, y en la locura, un pensar donde las ideas inundadas de vida estallan y aúllan. En definitiva un pensamiento sumergido en el fango cálido del ser humano, del animal humano.

Se trata de un pensar, de una filosofía comprendida como expresión de un temperamento, de una mismidad, una biografía con ideas, una tristeza, un sufrimiento que medita, que re-flexiona (se ve a sí misma -muy a su pesar- en el espejo de la conciencia) y se convierte en sabiduría. Un pensar zurcido con dudas, un escepticismo entreverado con pesimismo real, decepción y voluntad de aniquilación, una voluntad extática, mística, profundamente religiosa.

Un pensar que se aleja del pensar abstracto que se asienta sobre una voluntad de infancia, que huye de la lucidez para refugiarse en la sombra, un pensar que se atreve a mezclar los pensamientos con los pesares haciendo del dolor una forma del conocimiento, del sentir trágico de la existencia. La filosofía se concibe así ebria, apasionada e irremediablemente biográfica, es decir irrenunciablemente poética. El poeta se nos aparece así como aquél que nos hace habitar poéticamente una lengua y nos invita a ser un entre que camina entre la ficción del ser y del no ser.

En este pensar hay tres regiones que se cruzan, se solapan y se celebran como instauradoras. Se trata de la Nostalgia, la Fatalidad y la Otredad.

Proponemos aquí un paseo a través de todas ellas, del pensar trágico, de la Sabiduría poética de la mano de la Nostalgia y de la Nostalgia presente en el alma de dos rumanos muy particulares y por ello mismo profundamente universales: Mihai Eminescu y Emil Cioran.

Hablar de Nostalgia en dos rumanos, no parece casual ni fortuito. Parece poder hablarse del pueblo rumano como un pueblo triste, escéptico, pesimista, fatalista... pero sobre todo melancólico. Esto se muestra en su lengua, cristalizadora de la forma de sentir de un pueblo. En la lengua rumana pervive un término que aun significando nostalgia, nostalgia cotidiana y metafísica, va más allá hasta hacerse casi intraducible como la Saudade portuguesa. El dor podría comprenderse como clave de la identidad rumana y como otro recoveco en el gran mapa universal/particular de la nostalgia donde la Sehnsucht, la enyorança, la saudade, la morriña, la melancolina... son puertos clave.

En un breve texto titulado «Los secretos del alma rumana. El "dor" o la Nostalgia»1. Cioran caracteriza el dor, la particularización rumana de la Nostalgia. El dor supone negar el presente asumiendo el dolor o queriendo huir de él hacia el pasado o el futuro, supone un vivir en lo Otro, en la aceptación de lo fatal, un lamento, una queja, una resignación..., la misma que se exhibe en las doinas2. El dor es en palabras de Cioran, la negación del coraje trágico, la afirmación de la negación, «sentirse eternamente lejos de casa». La expresión de un exceso de alma, de sentir, de palpitar, el exceso de alma frente al exceso de yo y de pensamiento (propio de la Modernidad).

Este exceso de alma, propio del Oriente, del Oriente de Europa, y también del grupo ibérico, de la periferia de lo europeo funda un sentir trágico de la existencia. No es extraño que aproximando Dor y Saudade, el alma lusíada y el alma dacia resulten almas gemelas.

Es, el dor la palabra que identifica al pueblo, expresión popular y a la par profundamente metafísica, expresión con diversos matices, derivada del dolor latino, que incluye el deseo, la nostalgia, la pena, el padecimiento y por ende la pasión, el morir de amar y un colmar.

Pero además muestra, como ha dicho Mircea Eliade3, la unión con el Cosmos, con lo universal y la despersonalización propia de todo estado extático (éxtasis) y dramático-trágico. Superación, pues del presente, afirmación del Ser entero como un complejo ente enfermo que sufre el dolor (dor), la voluntad, la pasión, el padecimiento, la lucha entre el Amor y la Muerte.

Dor manifiesta la tristeza del hombre separado del Absoluto, la vacuidad, el abandono, la desesperanza, la vida concebida como error, una itinerancia, un peregrinar, un atravesar una soledad poblada de deseos y presencias ausentes.

Los hombres que sienten dor son aquellos que con mayor sabiduría pueden hablar de la vida y de la proximidad entre la felicidad y la tristeza, el triunfo y el fracaso, la pérdida y el encuentro, el Amor y la Muerte, lo universal y lo particular, lo espiritual y lo carnal, el alma y el cuerpo, la carne y el hueso, la metafísica y la vida.

Cioran que quiso participar de la lucidez, que no pudo dejar de participar de la lucidez, del límite, de la racionalidad, de la mesura, del equilibrio, de lo razonable, de lo pensable, de todo aquello que se trasluce en el espíritu francés4 al que llegó emigrado de sí mismo y su alma originaria, no pudo renunciar al fatalismo rumano que corría por su carne y sus huesos, que habitaba en él, como una enfermedad contagiada en el nacimiento.

No pudo renunciar al dor, al desarraigo, a la ausencia de casa, a la lejanía de lo propio y lo deseado.

No pudo, en definitiva, renunciar a la Nostalgia, al existir extático, a la Decepción, al escepticismo y al paradójico pesimismo que hace amar, quizá sin quererlo, la vida (odio la vida por amor a ella, dijo Fernando Pessoa a través de Bernardo Soares).

No pudo dejar de escuchar la Ausencia. «Escucho la Ausencia»5, nos dice, porque no pudo librarse de él mismo, acaso sea eso la Nostalgia, la aceptación del hastío de la identidad y la necesidad biológica de la Otredad pasada y futura, una superación espacial de la tristeza, una acción dentro de la tristeza -que solo es pasiva-. La Melancolía es el orgullo de la tristeza, su trasmutación alquímica en orgullo, virtud, sabiduría y voluntad de novedad ontológica. Se trata de afirmar el «orgullo de la derrota». La sabiduría se oculta así en aquél que aprende a ser perdedor6.

Y esa Nostalgia, Melancolía, Dor, Saudade, nace precisamente de nuestra conciencia asumida como fatalidad7, de la imposibilidad de desenmarañar las telas de araña que teje la existencia en las esquinas de nuestra alma.

Por ello en Cioran hay una superación de la Filosofía comprendida como abstracción, pues ésta acaba con la inquietud metafísica de un alma y funda una universalidad que no parte de la individualidad de un hombre concreto donde la experiencia subjetiva se eleva a la universalidad8. Cioran huye de la Filosofía porque la Filosofía sistemática acaba con la contradicción, con la paradoja, con el dolor, con la singularidad y por lo tanto con la Vida9.

La Filosofía poética, el conocer poético supone salir de nosotros mismos, un abandonarse, un fundirse, un olvidar el yo maldito de la Filosofía Moderna. Es el poetizar la liberación del yo pues acepta la identidad como pluralidad, como alteridad conquistada como dispersión directa de la subjetividad en la universalidad10.

Y paradójicamente la Nostalgia, la Melancolía, como estado profundo de la conciencia y el dolor de su lucidez, fomenta, ese instante poético donde se fusionan el yo y el mundo, donde se hace filosofía directa, sensitiva, directamente con las telas del alma..., donde al inundarnos de las presencias de lo ausente, donde al escuchar lo ausente sentimos directa y poéticamente sus esencias, aquello que fueron, son y serán a través de las huellas esenciales que dejaron en nosotros. En ese momento hacemos filosofía poética, una fenomenología poética que instaura una captación de esencias. Somos más sabios cuando añoramos algo o a alguien y sabemos (y saboreamos) las trazas esenciales de su ser tal como quedaron esparcidas sobre nosotros.

Y sin embargo este expandirse de la existencia en el acto melancólico nos señala la proximidad con la Nada y el Vacío, la Vida y la Muerte, la Presencia y la Ausencia. Cuanto más aguda es la conciencia que se tiene de la infinitud del mundo más se intensifica el sentimiento de su propia finitud, nos dice Cioran. El abandono del yo hacia la Selva inabarcable de lo Otro da cuenta de nuestra insignificancia al tiempo que nos alza al reino insobornable de una existencia literaria.

La Nostalgia se configura así como la mayor de las sabidurías al comprenderse como la Resurrección de lo perdido, de lo ausente, de lo muerto. La Nostalgia es por tanto el viaje aceptado hacia lo Otro, la inclusión del éxtasis en la Sabiduría, un salir fuera de lo lleno, un quedarse dentro del vacío11, una instauración de eternidades zurcidas con instantes verticales y religiosos.

La aceptación de la Nostalgia como sabiduría y del pensar poético como guía del conocer inauguran un pensar donde pensar y sufrir pueden ligarse en una aporía irresoluble12.

Y esta Nostalgia que niega el presente no nace de un pesimismo13 sino de una decepción. Decepcionado con la vida Cioran aprende a apreciarla más a través de la lectura de los pesimistas14 y se siente fascinado por la posibilidad liberadora del suicidio -y la posibilidad de no haber nacido-. La negación trágica que está en el seno del acontecer nostálgico está lleno de un deseo de afirmación impotente15, de una voluntad de búsqueda del sentido del sinsentido16 (un acto religioso: religare).

La Nostalgia, profunda, enraizada en el cuerpo y el alma supone la aceptación de la insatisfacción del ser hombre17. Es el deseo atávico de un regresar, de un paraíso perdido18, es el cordón umbilical con lo primitivo, con el regazo originario, cordón imprescindible también en todo hacer artístico, en toda existencia artística.

La melancolía, la nostalgia por tanto, por primitiva, por originaria, por estar enraizada en las grutas de la existencia, por suponer una comunicación con lo misterioso, lo esencial perdido o deseado desde el dolor y la presencia de la ausencia supone un acto religioso. Pero una religiosidad que no necesita un absoluto, es un «delirio estético»19 que se basta a sí mismo, que se nutre de sí mismo20, un soñar despierto, un espejo hecho de ausencias.

Y esta voluntad de vacío, tan propia de Cioran se manifiesta en el deseo simbólico y decepcionado de la Muerte, del infinito, se trata en definitiva de un estoicismo sui generis, de un escepticismo que santifica la única de las certezas, la Nada, convertida en faro del viaje del existir. La Melancolía por tanto se nutre del «dolor del tiempo» y es como el halo vaporoso del tiempo, como el surco que sobre el ser deja el cabalgar del tiempo entretejido irremediablemente con nuestra existencia21.

La melancolía es el máximo grado de la escalera del poeta, su ascenso al cielo, su acceso al interior del mundo y al de la propia existencia22. Se trata de aceptar el juego inocente del devenir y de hacer del sueño un vuelo suicida, una sabiduría kamikaze. La melancolía hace florecer la realidad de lo irreal, como un «excedente ontológico de la realidad»23.

En definitiva la melancolía necesita la valentía de la desnudez y la soledad. Un poblar la soledad de ausencias presentes. Una voluntad de soledad concebida como el único amor asumible24. La soledad del melancólico le acerca a lo divino, a la soledad cósmica, en palabras de Cioran, la soledad propia de Dios, la soledad que no enseña a estar solo, desarraigado, lejos de cualquier parte e incluso de nosotros mismos, pero también, y sobre todo, la soledad que enseña a ser único25, que te devuelve el reflejo de tu propia autenticidad, de tu propia mismidad, de tu id-entidad (perdida).

Es posible que la mayor de las melancolías sea la de la Libertad, la nostalgia que siente todo ser que sabe que nacer es quedar atrapado, que «ser es estar atrapado»26. El amor, la máxima aspiración, la máxima afirmación que puede encontrar el hombre no puede salvarnos de la Nostalgia de lo Otro, que es, en palabras de Cioran, la pasión fatal del hombre27.

Cioran encuentra en Eminescu, considerado habitualmente como el mayor poeta rumano de todos los tiempos, un alma gemela, un alma trágica, negadora donde se fragua, se cuece, se destila el profundo dolor de la identidad moderna en ese momento pleno y lúcido llamado pos-romanticismo. La plegaria de un Dacio, es uno de sus poemas más conocidos. Es un poema, en palabras de Cioran, donde se expresa «esa terrible y exaltadora acusación contra la existencia». Cioran escribió un par de breves pero intensos textos sobre su poética (Cf. Anexo a) y b)). Influido por el budismo y Schopenhauer, vive, según Cioran, en la invocación del no-ser, de la nada, patria de todo poeta.

De la confesión del propio Cioran sobre la influencia de Eminescu en su espíritu, podemos concluir que finalmente Cioran es fatal heredero del fatalismo rumano y de su voluntad de inexistencia y por ende de la práctica de la Nostalgia (dor) como sabiduría expresada en la obra de Eminescu.

Cioran llama la atención sobre la juventud de Eminescu en el momento de la composición de La plegaria de un Dacio (Cf. Anexo c)) la entrega a lo inevitable, la voluntad religiosa de la Nada, la huida orgullosa de la existencia son temáticas esenciales en Cioran. Es en el fondo el deseo de no haber nacido (tan propio de Cioran) el que queda formulado en la Plegaria de Eminescu.

En Eminescu se canta la Soledad (condición esencial de la Melancolía). Amar la Soledad, «la casa desierta [que] / de pronto me parece llena»28. Estar lleno de Soledad (de mismidad, de uno-mismo), la voluntad de abandonar el mundo al olvido29, de aceptar el reino de la Melancolía, «dulce monarca de las noches»30 que nos hace conscientes de nuestra futilidad, de ser, en palabras de Borges, el sueño de un soñador soñado que me cuenta mi propia historia y me hace saberme atrapado, encadenado, condenado, muerto desde el nacimiento31, «apenas el sueño de una sombra»32 en palabras de Eminescu.

Eminescu, como Cioran, muestra el aprendizaje de la Muerte, el aprender a morir33 por, quizá no haber aprendido a existir. Esta es solo otra forma de afirmar la vacuidad del mundo, que «todo es nada»34 y que más vale el no-ser a una existencia sembrada de dolores y sinsentidos35.

La conciencia asumida de la Nada, su voluntad extática, hace crecer el alma36 que ensanchada, extática, deseosa de lo Otro, de amar la Nada y la Muerte se vuelve un alma grande, plural, repleta de máscaras, herida por la Nostalgia.

En Eminescu está el des-consuelo, la des-esperación de la que es hijo Cioran, la negación del mundo que paradójicamente preservará a Cioran, según sus palabras, de la aniquilación (Cioran confiesa que el último escrito de su Breviario de Podredumbre está influenciado por esta plegaria. Podemos leerlo en paralelo). (Cf. Anexo d)). La amarga voluntad de Nada rumana está sembrada en el alma de Cioran como en la de cualquiera que perplejo conoce y acepta el haber nacido muerto. En Eminescu encuentra Cioran «la resistencia a la vida», «el fracaso de toda existencia» (poética), aunque no parece encontrar en él algo más que la rocosa fatalidad sin la afirmación orgullosa de la sabiduría inherente a ese fracaso, al «aprender a ser perdedor» a ser extranjero de sí mismo, en su propio país37.

En Eminescu encuentra Cioran la ligazón irreparable entre poesía y Ausencia, entre Melancolía y Ausencia, la invocación del no ser (con el doble valor de lo fatal y lo literario). Encuentra la voluntad del Éxtasis, de salir fuera de la Vida y de la Muerte, de participar religiosamente de la existencia y del Misterio absurdo del mundo en lo Otro, lo deseado, lo querido, que nunca es completamente -ahí estriba la Tragedia-, el de lo mismo, el de nuestra identidad, el de nuestro maldito y pegajoso yo.

Anexo

Sobre un poema de Eminescu («Rugăciunea unui Dac»)

«En los accesos de desesperación, el único recurso saludable es una desesperación aún mayor. Dado que ningún consuelo es eficaz, uno debe aferrarse a un vértigo que rivalice con el que se tiene, que lo supere incluso. La superioridad que posee la negación sobre cualquier forma de fe se manifiesta en los momentos en los que las ganas de acabar con todo son particularmente poderosas. Durante toda mi vida, y especialmente en mi juventud, "Rugăciunea unui Dac" ["La plegaria de un dacio"] me ayudó a resistir a la tentación de liquidarme.

Quizá sea útil precisar aquí que la última página del Breviario de podredumbre es, por el tono y la violencia, muy cercana a los excesos del dacio. Más de un occidental ha visto en la literatura rumana un aspecto sombrío, extraño, en un pueblo que tiene la reputación de frívolo. Ese aspecto existe indiscutiblemente y suele atribuirse, por falta de una razón precisa, a las condiciones históricas, a las adversidades ininterrumpidas de un país que siempre estuvo a merced de otros imperios. El hecho es que en dicha última página todo acaba mal, todo aborta y los fracasos son imputados al Destino, suprema instancia de los vencidos.

¡Qué pueblo! El más pasivo, el menos revolucionario que pueda imaginarse, el más sensato, a la vez en el buen y en el mal sentido de la palabra, un pueblo que nos da la impresión de que, habiéndolo comprendido todo, no puede elevarse ni rebajarse a ninguna ilusión. Cuanto más se vive, más se repite uno que, incluso si se ha vivido durante decenas de años lejos de él, resulta imposible evitar la desgracia original, la nefasta herencia que arruina toda veleidad de esperanza.

La plegaria de un dacio es la expresión exasperada, extrema, de la nada rumana, de una maldición sin precedentes que asola un rincón del mundo saboteado por los dioses. Ese dacio habla, evidentemente, en su propio nombre, pero su desconsuelo tiene raíces demasiado profundas para que pueda reducirse a una fatalidad individual. En realidad, todos los rumanos procedemos de Él, nosotros perpetuamos su amargura y su rabia, envueltos para siempre de la aureola de nuestras derrotas.

Recordemos que Eminescu era joven cuando escribió esa terrible y exaltadora acusación contra la existencia. Semejante apoteosis negativa sólo podía tener un sentido si procedía de una vitalidad intacta, de una plenitud que se volvía contra sí misma. Un anciano decepcionado no intriga a nadie. Pero estar de vuelta de todo desde las primeras perplejidades equivale a un salto en la sabiduría que marca para siempre.

Que Eminescu lo comprendió todo desde el principio, eso lo prueba su plegaria, la más clarividente, la más despiadada que se haya escrito. 1989».

(Emil Cioran, Ejercicios de admiración. Ensayos y Retratos, Tusquets, Barcelona, 2007, pp. 192-193)



Miahi Eminescu

«La vida de un poeta no tiene culminación posible. Su poder le viene de todo lo que no ha vivido. Cuanto más se nutre el contenido del instante con lo inaccesible, más cerca está el poeta de expresar la sustancia. La cantidad de resistencia que la vida enfrenta e la sed de vivir determina la calidad del aliento poético. La expresión se condensa en la medida en que la existencia se nos escapa y el peso de la palabra es proporcional al carácter fugaz de las vivencias.

Eminescu, el mayor poeta rumano, es una de las ilustraciones más claras del fracaso que supone toda existencia poética. Su vida se reduce a una serie de miserias acompañadas por el presentimiento de la locura que acabaría por coronarlas. Relatas esta vida no serviría de nada, desde el momento, en que era necesaria y desde el momento en que los accidentes venturosos no maculan en modo alguno su pureza negativa. ¿Por qué relata la historia de la fatalidad, cuando hubiera sido la misma en cualquier situación del tiempo y del espacio? La biografía sólo tiene sentido si pone de relieve la elasticidad de un destino, la suma de variables que supone. En Eminescu, la monótona idea de lo irreparable nos hace entrever desde cualquier afán biográfico. Sólo los mediocres tienen una vida. Las biografías de los poetas se han inventado precisamente para suplir la vida inútil que no tuvieron.

Se ha escrito mucho en Rumanía sobre Eminescu, principalmente sobre su "pesimismo", sobre la influencia en su obra de Schopenhauer y del budismo. Pesimista, sí que lo fue, y hace pensar desde el principio en un Leopardi, o en ese extraño portugués, Quental. Sin embargo, calificar su obra de "pesimista" -¡como si pudiera haber otro tipo de poesía!- sería ignorar la esencia de su poesía o librarse con demasiada facilidad de las dificultades que suscita. ¿Se conoce algún canto a la esperanza que no inspire una ligera aversión? La frase de Valéry: "Los optimistas escriben mal", significa, en el fondo, que sólo cabe afinidad entre el sueño y la ausencia. ¿Cómo cantar a una presencia cuando hasta lo posible está cubierto por una sombra de vulgaridad? Entre la poesía y la esperanza hay una incompatibilidad total. Porque la poesía sólo expresa lo que hemos perdido o lo que no es: ni siquiera lo que podría ser. Su significado último: la imposibilidad de toda actualidad. Por esta razón, el corazón del poeta no es más que el espacio interior e incontrolable de una ferviente descomposición. ¿Quién se atreverá a preguntar cómo ha vivido su vida, cuando en realidad sólo ha estado vivo desde la muerte?

Eminescu vivió en la invocación del "no ser". Esta invocación se despliega entre una sensación material, que es el frío de la vida, y una especie de plegaria, que es su culminación.

"La plegaria de un dacio" ("Rugăciunea unui Dac"), uno de los poemas más desesperados de todas las literaturas, es un himno a la aniquilación. Pide la gracia del eterno descanso. Y para garantizar que nada le ata a la vida y que nada puede obstaculizar su deseo de la nada, exige a Dios que maldiga a los hombres que sientan piedad por él, que bendiga a los que le abrumen, que dé fuerza al brazo que le quiera matar y alaba a aquél de todos los hombres que le retire la piedra en la que descansar la cabeza.

A aquel que instigue a los perros para que desgarren mi corazón

concédele, Señor, una preciosa corona.

Y con el que lapide mi rostro,

sé benigno, Tú el Todopoderoso, y dale la vida eterna.


Sólo así puede dar gracias a Dios por haberle concedido "la oportunidad de vivir". Desaparecer irremediablemente en la "extinción eterna"» le parece la culminación suprema.

En "Mortua est" se pregunta: "¿Acaso no es todo locura?". Los hombres son "sueños cumplidos que corren en pos de sueños".

Eminescu no ha encontrado el subterfugio sublime del éxtasis. Asciende desde el interior de la muerte, por encima de la vida. En el éxtasis, estamos más allá de la una y de la otra. Es la solución de Shelley, que logró trascender lo irreductible de la vida y de la muerte disolviéndolas en una música irreal. Desde el punto de vista filosófico, es escamotearlas, desde el punto de vista poético es salvarlas en una irrealidad más eficaz que su disimilitud real.

En todo éxtasis hay algo de divino; y también de adulterado.

Para escapar a esta lucidez. Hörderlin se regodea en una Grecia ideal del alma; desea engañarse. Era consciente de estar condenado. Y quería hacer algo para huir de su destino. Es grande porque no lo pudo lograr. Para un poeta no quedar aplastado por su propio ideal es mentir. Más que cualquier otro humano, persigue la ilusión, sin poder alcanzarla nunca.

Podríamos tener la impresión de que Eminescu trató de dejarse engañar por amor. Sin embargo, es consciente de la ilusión de su embeleso. Sólo se entrega a la pasión por los sufrimientos que inspira, por su fracaso. ¿No hemos dicho que el amor sólo es sustancia de poesía porque excluye la felicidad? Para los corazones disociados del mundo, sólo se puede experimentar en forma de felicidad o de infelicidad. Que Eminescu haya amado a una mujer que todo el mundo poseyó, salvo él, puede tener muchas razones. Lo importante es que no pudo sucumbir a la degradación de la felicidad. Su ama no era lo bastante mística como para renunciar a la felicidad (Shelley), pero sí era lo bastante fuerte como para recurrir a la infelicidad, que también es una deserción. Y así, para el poeta, todo es posible, salvo su vida».

(Emil Cioran, Ejercicios negativos. Marginalia al breviario de podredumbre, Taurus, Madrid, 2007, pp. 110-113)



«La oración de un Dacio»

«Cuando no existía ni la muerte, ni nada inmortal,

ni siquiera la semilla de la luz que otorga la vida,

no existía hoy, ni mañana, ni ayer, ni siempre,

pues uno era todas y todo no era más que una;

cuando la tierra, el cielo, el aire, el mundo entero

estaban en la fila de los que no habían existido jamás,

por aquel entonces estabas Tú solo, y así me pregunto:

¿quién será el dios por quien mostramos devoción?

Él fue el único dios antes de que existieran los dioses

y de la inmensidad de las aguas poderes a los rayos,

él les da alma a los dioses y felicidad a la gente,

él es la fuente de la salvación de la humanidad:

¡Arriba vuestros corazones! ¡Alzad vuestros cantos!

¡Él es la muerte de la muerte y la resurrección de la vida!

Y él me concedió los ojos para ver la luz del día,

y llenó mi corazón con la virtud de la compasión;

en medio de los bramidos del viento oí su anda

y sentí su tierno verso en voz llevada por el canto,

pero por encima de todo esto mendigo algo más:

¡que consienta mi entrada en el eterno descanso!

Que maldiga a cualquiera que sienta piedad por mí,

que bendiga, en cambio, a todo aquel que me oprima,

que escuche a cualquiera que quiera burlarse de mí,

que haga más fuerte el brazo que quiera matarme,

y que haga subir a lo más alto aquel hombre

que me robe la piedra que pondré bajo mi cabeza.

Que pase yo mi vida perseguido por todo el mundo,

hasta sentir mis ojos vacíos de toda lágrima,

que cada hombre que nazca en el mundo sea mi enemigo,

que no llegue a reconocerme incluso a mí mismo,

que el suplicio y el dolor endurezcan mis sentidos,

que sea capaz de maldecir a mi madre, a la que quería

-cuando el odio más cruel me parezca amor...

entonces quizá olvide mi dolor, entonces podré morir.

Moriré abandonado y lleno de pecados -entonces

que tiren a la calle mi indigno cadáver,

y, Padre, ¡concédele corona valiosa a aquel,

que azuce los perros para que me saquen el corazón!

Y para aquel que me arrojará piedras a la cara,

¡ten piedad, mi señor, y concédele la vida eterna!

Sólo así Padre, podría yo ser capaz de agradecerte

que me hayas dado la suerte de vivir en el mundo.

Para pedir tus favores, no doblo las rodillas y la frente;

Hacia el odio y las maldiciones querría persuadirte;

Sentir que, por tu respiración, mi respiración se para

y que en este apagar eterno desaparezco sin dejar huella».


(Mihai Eminescu, «La oración de un Dacio», en: Poesías, Cátedra, Madrid, 2004)



Quousque eadem?

«¡Que sea maldita para siempre la estrella bajo la que nací, que ningún cielo quiera protegerla, que se disperse por el espacio como un polvo sin honra! Y el instante traidor que me precipitó entre las criaturas, ¡sea por siempre tachado de las listas del Tiempo! Mis deseos no pueden ya compadecerse con esta mezcla de vida y de muerte en que se envilece cotidianamente la eternidad. Cansado del futuro, he atravesado los días, y, sin embargo, estoy atormentado por la intemperancia de no sé qué sed. Como un sabio rabioso, muerto para el mundo y desencadenado contra él, sólo invalido mis ilusiones para excitarlas mejor. Esta exasperación, en un universo imprevisible -donde empero todo se repite-, ¿no tendrá fin jamás? ¿Hasta cuándo repetirse a uno mismo: "Execro esta vida que idolatro"? La nulidad de nuestros delirios hace de nosotros otros tantos dioses sometidos a una insípida fatalidad. ¿Por qué insurgirnos aún contra la simetría de este mundo cuando el mismo Caos no podría ser más que un sistema de desórdenes? Pues nuestro destino es pudrirnos con los continentes y las estrellas, pasearemos, como enfermos resignados, y hasta el final de las edades, la curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano».

(Emil Cioran, Breviario de podredumbre, Madrid, Taurus, 1992, p. 275)



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