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Mihai y Veronica [Capítulo 1]

Héctor Martínez Sanz

Capítulo 1

En el lago

Las azules aguas del lago mecían con ternura la blanca barca rodeada de lirios de agua. …Mihai… -susurraban en la suavidad del aire estival-…despierta, Mihai. La claridad de la luna, según ascendía, iba dibujando el contorno de su rostro sobre la oscuridad nocturna. Mihai… -musitaban los nenúfares que acariciaban la quilla de la barca-… despierta, Mihai. Las ramas del bosque de acacias se balanceaban dirigiendo la sinfonía nocturna de los invisibles grillos. Despierta, Mihai… -arrullaban las tranquilas ondas del lago en su ir y venir hacia la orilla-…Mihai... No suspires más. Somos tu mundo. No sufras. Aquí no. Ella no vendrá. Ella no puede venir. Sé feliz en tu mundo.

Pero Mihai no dormía. Velaba con los ojos abiertos los sueños perdidos. Contemplaba el parpadeo de las estrellas en el limpio cielo de la noche escribiendo con ellas una constelación de versos. «Y si las nubes se borran para que brille la luna, es para que yo te recuerde constantemente», podía leerse nítidamente entre las más cercanas al noctámbulo astro. Y en las más alejadas brillaba tenue otro verso «No tengo muerte ni felicidad». Solía vagar por su Paraíso, recorriendo apesadumbrado las márgenes del lago, arrojándose como cuerpo vencido sobre las praderas verdes de los valles, pero al anochecer siempre terminaba abrazado a sí mismo, como dormido, en el interior de la blanca barca a la deriva, con las pupilas frías clavadas en el inmenso horizonte del cielo zaino. Él había nombrado cuanto en su Paraíso existía. Él lo había creado de la nada. Era su mundo… y era el calabozo de puertas abiertas a la dolorosa soledad del instante, a la punzada que aguijonea al alma y la ahoga con amargos recuerdos, al profundo abismo que oculta su fondo de eternidad. Las mismas estrellas sobre las que dibujaba sus versos hacía tiempo, mucho tiempo, que se apagaron. Solo quedaba un débil fulgor momentáneo que ya era pasado lejano. Mihai conocía bien este secreto de los astros y por ello se abandonaba todas las noches, acunado por las aguas del lago, y posaba su mirada en aquel frágil centelleo mientras se preguntaba si no sería él otro resplandor tardío, muerto ya, como pura ilusión del tiempo.

La Naturaleza se estremecía ante un Mihai errabundo y herido, oprimido por la ausencia y consumido por la nostalgia. Con la ternura de una madre le recogía en su regazo envuelto con el aroma del tilo, lo arrullaba con el murmullo de las olas serenas, le besaba la frente con la caricia del apacible viento y lo sostenía en sus brazos implorando su felicidad. Mihai ya formaba parte de ella, ya era tierra y polvo, ya habitaba sus entrañas. Pero tierra y polvo enamorados, como siempre son la tierra y el polvo de los poetas que, en su último fulgor de estrella, no pueden evitar llamar al amor. Por qué no vienes a mi lado -decían sus labios-. Por qué no vienes. Ella no vendrá. Ella no puede venir. Sé feliz en tu mundo -respondían maternalmente el lago, los juncos, los árboles, la verde hierba de los valles, las montañas y, sobre todo, la claridad del rayo de luna que cada noche iluminaba su rostro marchito y triste, derrotado por aquel otro mundo del que tan rápidamente huyó a pesar de haberlo amado tanto.

No todos los recuerdos le hacían sufrir. A veces, Mihai se alegraba imaginando y recordando su tierra natal. Solo entonces cerraba los ojos y veía de nuevo el lago de Ipoteşti, los amarillos lirios sobre el agua y el bosque de Baisa. Volvía al silencio que le rodeaba en invierno, cuando recorría el viejo camino nevado hacia el lago, flanqueado por los altos árboles de ramas desnudas sin sus hojas. Nada allí había cambiado. Únicamente él, Mihai, que habitaba ahora ese bosque, flotaba sobre ese lago como un nenúfar más, sentía el aire batir las ramas... Ipoteşti era su mundo creado, y, sin embargo, no lo reconocía, necesitaba ocultarlo a la mirada, traerlo a su memoria, para volver al refugio de su infancia. Pero, entonces, cuando la felicidad estaba a punto de embargarlo imaginando aquellos años, acudía a su corazón el dolor de no ser más que un brillo del pasado, como sus estrellas que, apagadas tiempo atrás, aún lucían allá arriba.

Algunas mañanas Mihai detenía sus largos paseos a la orilla del lago al avistar una bandada de aves surcando los cielos hacia el horizonte infinito. Por detrás, una más, con cansado aleteo, no lograba alcanzar al resto en la cada vez mayor distancia que las separaba. El agotado pajarillo seguía con la mirada el vuelo de sus compañeras hasta hacerse punto en la lejanía y desaparecer. Le flaqueaban las fuerzas y su bello y alto vuelo desfallecía hasta la impotencia. Mihai comprendía que, para el extenuado y rendido pájaro, volar solo carecía de sentido. El resto de la bandada era más importante para él que él mismo. Junto a ellas el vuelo se volvía armonioso, elegante, la vida se dejaba sentir en la majestuosidad del paisaje sobrevolado. Sin las demás, sobre todo sin ella, a qué seguir volando, por qué continuar el camino hacia el poniente repleto de promesas imposibles a las que nunca se llega, por qué no planear en solitarios círculos como el cóndor de las alturas buscando la carroña del ayer. Pero una de esas mañanas eternas, el pajarillo cayó, extinguida su voluntad, al otro lado de una colina. Mihai se apresuró a llegar junto al pobre animal que exhalaba sus últimos suspiros con las alas plegadas. Lo tomó en sus manos y fijó sus pupilas en el fondo de ojo del ave. ¡Qué desesperación encontraba dentro de aquel pequeño ser! Albergaba en su interior tal pena que su plumaje no bastaba para envolverla. Por el entreabierto pico escapaban los sueños que una vez lo impulsaron instintivamente a levantar el vuelo desde la tierra seca a la que ahora retornaba para descansar. Pósame, Mihai, en el suelo -le pedía-. Deja que sea parte de tu mundo -suplicaba con la mirada abatida-. No sientas lástima por mí. Y Mihai lo entregó a la tierra, como si se entregara a sí mismo, más allá de donde había caído, cerca de una pequeña corona blanca de flores, recitando: «Todas las flores llaman a la puerta de la vida».

Días y noches se sucedieron sin que en realidad transcurriera tiempo. Mihai ocupó sus pensamientos con el pobre pajarillo caído. Su voluntad de ciego afán sucumbió al poder terrible del insatisfecho deseo, del vacío, del sufrimiento. Este secreto era otra gran verdad desvelada: las aves libres también mueren de aburrimiento, anegan su espíritu de un mar de tedio por no encontrar nuevos lugares hacia los que volar. Mihai se sentía ave bajo tierra y sin voluntad, juguete absurdo en la nada. Y supo entonces que las bandadas nunca volverían. Ella nunca volvería.

En su mundo, Mihai se creía el único habitante. Jamás se cruzó con alguien por las praderas y senderos o por las márgenes del lago, o por las cumbres nevadas. Él lo creó todo y todo era uno con él. Nadie más podía existir. Pero se equivocaba, Mihai se equivocaba. Una tarde, antes del ocaso, una figura emergió de entre los bajos y dorados rayos del sol que convertían las aguas del lago en aguas de oro. Al principio era una negra sombra sin rasgos que se aproximaba a Mihai envuelta por el halo solar. Después se adivinaba la larga y alba barba que en cascada parecía resbalar de unos penetrantes ojos grises que avanzaban sin desviarse de las atónitas cuencas de Mihai, hasta que llegaron a su lado. Eran ojos interrogadores y sabios, conocedores de los secretos de la vida y sus caminos, de los actos de los hombres y los destinos deparados tras cada paso dado. El viejo cargaba con un inmenso libro sujeto al pecho por ambas manos. Los dos, Mihai y viejo, quedaron turbados frente a frente tratando de adivinarse en silencio, sin gestos ni palabras. Uno y otro tenían la vaga vislumbre de haberse conocido antes, quizás en una montaña desde la que era posible tocar las estrellas y contemplar el universo entero por encima de las nubes y el sol. Un destello luminiscente de los ojos grises del anciano sacudió el cuerpo de Mihai sacándolo del aturdimiento, al mismo tiempo que el viejo separaba el libro del pecho y lo sostenía sobre las palmas en forma de atril. Un ligero aire abrió y pasó una por una las hojas escritas de torcidos signos arabescos que Mihai intentaba, en vano, leer y entender. Sin embargo, reconocía el libro y su extraña lengua. Eran las leyes del universo, leyes con las que era posible desentrañar zodiacos y gobernar los elementos. Ahora también Mihai reconocía al viejo sabio de la montaña.

-Si ya sabes quién soy, Mihai, sabrás cuál es mi propósito aquí -empezó a hablar el anciano con tono sereno y pausado-. El Universo mismo que gobierno lloraba por ti y su lamento inundó mi espíritu. La luna no quería ponerse y el sol renunciaba a salir. Las estrellas existentes rehuían apagarse. Ni siquiera este mundo tuyo les es ajeno. Tampoco a mí. Los astros y la naturaleza me pidieron que acudiera en tu ayuda a riesgo de abandonar mi alta montaña desde la que velo por estas leyes que no entiendes. Por venir hasta ti, el universo está sometido al azar y bajo la amenaza de desaparecer si no regreso a tiempo. Pero, si no hubiese venido, el universo estaría aún atravesado de tristeza y melancolía. Las tuyas, Mihai. ¿Entiendes, entonces, mi propósito?

-Sé que mi pena ha conmovido al universo. Entiendo que mi pena enturbia tu labor, mago de las estrellas, y altera las leyes que traes escritas. Lo sé y lo entiendo, anciano. Si pudiera despojarme de la pena, y si con ello devolviera el feliz orden y la armonía al universo, lo haría. Pero, ¿cómo hacerlo si no soy sin la nostalgia de lo vivo?, ¿cómo si ella yerra por lugares desconocidos? -respondió Mihai, cariacontecido y afligido por ver su dolor extendido como una sábana de amargura sobre el lecho del mundo.

El anciano mago permaneció un largo rato pensativo. El destino del alma que tenía ante sí estaba anudado con fuertes hilos al destino del universo. Ni en la muerte encontró paz. Ni en la muerte encontró felicidad. Había entrado en su propia eternidad arrastrando la cadena de la tristeza que lo mantenía anclado al universo, y este sufría el quebranto como suyo. Liberar a Mihai significaba liberar los astros. Cerró de un solo golpe el libro con ambas manos y lo retiró a su costado izquierdo, junto al corazón, mientras mesaba su blanca barba sopesando la respuesta para Mihai.

-Sentémonos sobre aquella roca a la orilla del lago, Mihai -dijo al fin el anciano invitando al joven poeta con el brazo-. Allí me será más fácil hablarte -Mihai inclinó la cabeza y siguió al mago hasta la roca, donde se sentaron. El mago depositó el libro en el suelo y respiró hondo antes de proseguir-. He de ayudarte. Las leyes no pueden servirnos. Al contrario, amigo Mihai, para reestablecer la armonía hará falta quebrantarlas y deshacer el orden natural de las cosas por una vez -volvió a tomar aire profundamente a la vez que Mihai le escuchaba absorto-. Existe una posibilidad para la que debes estar preparado y que exigirá de ti un gran sacrificio.

-Dime, noble anciano, ¿cuál es esa posibilidad de la que me hablas? -interrumpió un ansioso Mihai.

-Es verdadero el ser que amas. Tus sueños no te mienten. Pero no es de este mundo… -hizo el mago una nueva pausa-… es el alma de una muerta.

-¿Muerta? ¿Ella muerta? ¿Cómo pudo ser? -se agitó Mihai desesperado. Acostumbrado a su eternal mundo, había olvidado que en el de los vivos persiste la condena del tiempo. Para él todo era eterno, instante presente expandido en sí mismo.

-Ignoro los detalles. No suelo entrometerme en los asuntos humanos. Me basta para mis leyes saber que los hombres nacen y mueren, como una ley terrenal más de la que nadie está exento. Yo hago que se cumpla y por ello sé que no está donde tú creías. Por ello también sé que no puede llegar hasta ti, a pesar de tus ruegos -replicó el anciano mago-. Ahora bien, como te digo, hay una oportunidad para ti y para el universo -y en este instante desvió la mirada hacia la puesta de sol, astro rey que servía de testigo a la conversación-. Puedo colaborar en vuestro reencuentro.

-¿Sabes tú dónde está ella? -preguntó inquieto Mihai.

-No, tampoco eso lo sé. Únicamente contemplo lo que rige el mundo de los vivos. En la región de los muertos tengo vedada la entrada -apuntó el anciano, descendiendo la vista sobre la arenilla y los guijarros de la orilla.

-Entonces, ¿cómo puedes estar aquí conmigo, hablando? -interrogó Mihai con desconcierto.

-Muy sencillo, Mihai. Tú no habitas la región de los muertos. Tú vives en tu mundo creado, en tu limbo de versos rodeado de mis astros. Y, aún más, tú no has sido olvidado -y a continuación el anciano le miró de soslayo con sonrisa complaciente-… ni lo serás.

-Dime, pues, mago de las estrellas, ¿qué harás por nosotros?

-En realidad, lo harás tú por mí. Te concederé un don, ser lucero y poder elevarte en la bóveda celeste hacia el mundo divino. Desde allí podrás encontrarla y descender de nuevo hasta mí -respondió el anciano mago.

-¿Por qué tendré que descender de nuevo hasta ti y no hacia ella una vez que la encuentre?

-Porque no debes permanecer en la región de los muertos. No es lugar para ti. Porque yo puedo resucitarla, Mihai, por medio del lodo -sentenció el viejo mago-. Pero no podré hacerlo si desconozco el lugar de su sepultura. Iremos a su tumba porque será la puerta de entrada que tú atravesarás en su busca. Irás al mundo en el que ella sigue existiendo. Tendrás que encontrarla y convencerla, raptarla si es preciso de la región de los muertos. Yo esperaré vuestro retorno y con polvo de estrella la uniré a ti eternamente. De vuestra unión depende el universo todo. ¿Entiendes lo que te propongo, poeta? -terminó de decir el anciano, suspendiendo en el aire la última palabra pronunciada. Las palabras sepultura, tumba, muerta, daban vueltas en la cabeza de Mihai como ardientes espinas de un funesto rosal negro. Las ondas del lago rozaban sus pies-. Adelante, Mihai... -murmuraban en su son de agua. Buscarla era lo que había deseado desde hacía mucho tiempo, aunque ahora debería hacerlo en el averno. El aire comenzó a soplar y a remover sus cabellos como antes agitaran las ramas de las acacias-. Ve en su busca, Mihai… -dejaban caer en cada ligera ráfaga. Contemplar su lápida, su hueco en la tierra-. Mihai, hazlo por nosotras… -susurraron las estrellas que habían empezado a parpadear tras la caída del sol. Leer su nombre escrito en el frío mármol o en la dura piedra inerte-. Ten valor, Mihai... -dijeron los nenúfares flotando en el lago. Y si no me reconociera, y si escapara una vez más de mis brazos-. Te estará esperando, Mihai... -musitaron los montes, las colinas y los valles al unísono. Un reflejo de senda blanca fue acercándose a Mihai según la luna emergía del horizonte como si naciera de las aguas. Él levantó la vista lleno de temores ante las verdades que le habían sido reveladas y ante el camino que el anciano mago le anunciaba-. Cruza las aguas, por el sendero que he trazado para ti -dijo el astro-. Sube conmigo y juntos la encontraremos, Mihai. No estarás solo. Ya nunca más lo estarás -consoló la luna-. Mihai dirigió su mirada hacia el anciano, pero ya no se encontraba allí. El mago había convocado a la luna mientras Mihai cavilaba, para iniciar el celeste viaje.

-¿Entiendes lo que te propongo, poeta? -repitió un eco por el aire las últimas palabras del mago.

-Lo entiendo, mago de las estrellas. Y asumo el destino -afirmó Mihai al tiempo que se incorporaba y echaba a andar decidido sobre la senda blanca que en las aguas había trazado el resplandor de la luna.

Miles de estrellas guiñaban su brillo en la infinita oscuridad del universo. Los planetas parecían globos inflados por chiquillos que luego escaparon de sus manos deshaciendo el nudo del cordel. Giraban lentos, pesados, interminablemente, sin saber cuántas vueltas llevaban dadas en su historia. Los muchos satélites de Júpiter jugaban al escondite. Detrás danzaban alegres, giro tras giro, los regios y colosales anillos de Saturno. Más cerca, Marte se encendía en el rojo color de sangre y guerra y, al lado, Mercurio exhibía sus poéticos cráteres. Por fin, la Tierra, como una increíble flor azul en medio de aquel jardín galáctico, plena de vida y exuberancia. Estaba anocheciendo y la oscuridad se cernía sobre una parte mientras la luz del sol recorría la otra mitad del planeta humano. La luna estiraba su blanca mano al lucero vespertino y Mihai correspondía entrelazando sus dedos con los del astro nocturno. Busquemos, Mihai -dijo la luna por su claro lado-. Encontrémosla antes de que te conviertas en lucero del alba, para que tu brillo sea más tenue y el astro rey pueda abrirte el camino del descenso.

Tomados de la mano, más próximos que nunca, luna y lucero resbalaron sobre la faz de la tierra. Aquella noche, el lucero refulgía con tal intensidad que los poetas románticos de cada rincón del planeta y de todos los tiempos escribieron bellos versos al lucero. Uno, en el norte de América cantaba: «Lucero orgulloso, remoto, glorioso, yo siempre tu brillo preferí»; otro, británico, escribía: «Desciende el sol por el oeste, brilla el lucero vespertino; los pájaros están callados en sus nidos, y yo debo buscar el mío»; pero fueron unos versos españoles los que más conmovieron a Mihai al verse en ellos descubierto: «¿Quién eres tú, lucero misterioso, tímido y triste entre luceros mil, que cuando miro tu esplendor dudoso, turbado siento el corazón latir? ¿Es acaso tu luz recuerdo triste de otro antiguo perdido resplandor, cuando engañado como yo creíste eterna tu ventura que pasó?». Cómo sabría aquel poeta pacense tantas cosas sobre Mihai. Los dos astros, luna y lucero, ocultos al sol, oteaban los límites marinos, elevando los mares como aquel que delicadamente peina los largos cabellos ondulados de la juventud. Después las vastas extensiones de los desiertos o el ínfimo cuerpo de las desperdigadas islas abrazadas por el Mediterráneo. El brillo del lucero aumentaba en intensidad como el latido de un corazón apasionado cuanto más se acercaba al delta del Danubio, hasta que, ya sobre él comenzó a arrojar diamantinas lágrimas de rocío que fue esparciendo por toda su tierra natal. Luna y lucero rodearon por el sur la áurea corona que alrededor de Transilvania formaban los Cárpatos, y en cada pueblo, aldea y ciudad caía una fina lluvia de alegría desprendida de los ojos de Mihai. El puerto de Constanza, la torre inclinada de Targoviste, la alegre Bucarest, Alexandria resurgida como el Fénix de sus cenizas, la inmensidad del parque de Craiova, Târgu Jiu, donde las columnas se levantan hacia el infinito. Seguían hacia el norte, atravesando la meseta transilvana, cuando desde Alba Iulia, Mihai escuchó la voz tímida de una pequeña recitando un verso recién escrito: «Ne e dor de tine, Eminescu! Cu lacrimi siluetele literelor scriu Luceafărul in înima mea». El lucero parpadeó dos veces hacia aquella ventana con varias lágrimas de sincera gratitud. No te detengas, Mihai -apremió la luna-. No hay tiempo que perder. Pronto el sol nos alcanzará -dijo sin soltarle la mano-. Durante gran parte de la noche, como dos fabulosos faros alumbraban todo el relieve, cada cumbre, ladera y valle, con el argénteo matiz de la escarcha. Mientras se dirigían hacia el noreste, Mihai empezó a sentir en su interior una aguda mezcla de regocijo y de tristeza que iba agrandándose al divisar Moldavia y los abedules de plata y los robledales de bronce que visten las colinas de Văratec. El lucero iba ensombreciéndose con un oscuro manto de luto. Una gruesa línea roja y una franja ámbar anunciaban el azul diurno del cielo. La alegría dio paso a un dolor intenso que ahogaba al corazón celeste de Mihai cuando, bajo él, vio iluminarse con la primera luz del amanecer los blancos muros de un Monasterio. Lucero del alba, el Monasterio es el fin de tu camino -advirtió la luna ante la aflicción de Mihai-. Ahí se encuentra. Es la hora de descender -dijo a la vez que liberaba la mano de Mihai y adelantaba su cuerpo para ocultar al lucero, que se descolgó de la bóveda estelar deslizándose por el tobogán del primer rayo dorado derramado por el sol sobre Rumanía.

El desconsolado llanto de un niño en la distancia levantó los párpados de Mihai, que yacía sobre el lecho de hojarasca y de húmeda y verde hierba del Monasterio. Se incorporó con gran debilidad y cansancio, mareado y desorientado, restregando sus ojos con las palmas de las manos. Aún oía el lloro de un niño. Nada más. Corría un viento fresco, otoñal. Algunas nubes grises iban reuniéndose, tapando el cielo azul y amenazando tormenta con el melancólico aroma de la lluvia. Mihai aspiró hondamente la fragancia mientras trataba de recordar algo de lo sucedido. Parecía uno de sus sueños. Quizás nunca hubiera muerto. Sentía el mundo en sus mejillas sonrosadas por la tibia temperatura que traía la brisa, y la suavidad de la hierba con rocío entre sus dedos. Olía el perfume del día diseminado por la corriente del aire a su alrededor. Pero ese misterioso silencio que reinaba, roto únicamente por un llanto infantil de fondo, convertía la escena en algo irreal. Terminó de levantarse y echó a andar por el jardín guiado por los gimoteos y sollozos del pequeño. Un paso tras otro le acercaron a un vallado que protegía una gran cruz de piedra sobre un pedestal. Los gemidos, que venían del otro lado de la piedra, cobraron más fuerza. Se aproximó y dobló la cruz de piedra, sin encontrar a nadie. El llanto cesó en ese mismo instante. Mihai dio un par de pasos más con la gran cruz de piedra a su espalda, mirando en derredor a la busca del pequeño. No había rastro de él por ninguna parte. El ambiente se había enrarecido con el cielo totalmente cubierto ya por las grises nubes, sin dejar un resquicio al azul color. El soplo de un recio viento formaba los primeros remolinos entre las caídas y amarillentas hojas. Todo se sumió en una atmósfera fantasmal. De pronto, el roce del implacable aire en su nuca hizo que un escalofrío recorriera todo su cuerpo. Supo que aquella gran cruz era algo más y le invadió un súbito miedo a volverse de cara a la piedra. El ventarrón le empujaba colérico como un invisible mar encrespado hasta casi hacerle perder el equilibrio. Se le entrecortó la respiración y se aceleró el latido de su corazón, como si este quisiera escapar de su pecho. El frío había aumentado hasta hacerle temblar los labios y no tardó en sentir las piernas, clavados los pies en la tierra, aflojarse y ceder sus rodillas hacia el suelo. Instintivamente, giró sobre sí mismo según se desplomaba arrodillado, al tiempo que un infernal grito afilado y violento penetraba sus oídos y se hundía como el gélido acero de un puñal en su alma. Allí estaba. Allí, en el pedestal, solo, estaba el niño, de piedra como la gran cruz, emitiendo el diabólico chillido. Las grises nubes tronaron apocalípticas y descargaron sobre el Monasterio descomunales relámpagos de fuego. Allí estaba. Allí estaba ella, custodiado su nombre por ocho negros versos sobre el mármol y una fecha. Y allí estaba. Estallaron los cielos con un vigoroso estruendo. Allí estaba él, alma arrodillada, lucero abatido, enamorado sin dueña, genio solitario postrado ante su desdicha. El anciano mago de las estrellas tenía razón, amaba el alma de una muerta. Estaba ante su sepulcro. Y... ¡Oh, lector!... Me faltan las palabras. Me es imposible hacerlas que describan el atroz alarido que Mihai entonó furioso contra los cielos con los puños cerrados, tensos y en alto mientras restallaba un rayo de innumerables látigos contra las torres de la iglesia de San Juan. Acaso, que aquel bramido de Minotauro herido de muerte acalló la feroz tormenta, cesaron los truenos y relámpagos, detuvo el azote del feroz vendaval, y solo dejó una fina cortina de incesante y desganada lluvia. Mihai, aún arrodillado, agarró los barrotes de aquella cárcel de la muerte con cada mano y, con la cabeza agachada entre los brazos, sus cabellos empapados y sus lágrimas regaron el jardín de Veronica. Sacudió la verja en un último arrebato enajenado estrujando los travesaños tanto como oprimido tenía su corazón por el dolor. ¿Por qué te has muerto? -negaba con la cabeza-. ¿Por qué... ángel de pálido rostro? -negaba con la voz quebrada en un hilo de agua que resbalaba por sus labios. La tempestad ahora se libraba dentro de él. Y así, sumergido y azorado por las gigantescas olas de su propia pena, sin moverse del lado del sepulcro, permaneció un tiempo sin final.

En voz baja, unos versos fueron abriéndose camino, calmando el brutal huracán desatado en el interior de Mihai. Dadme un estío más, ¡oh poderosas!… -una joven voz los recitaba en pie junto a Mihai-. Y un otoño para madurar mi canto… -Mihai relajaba las manos contra la valla- y así que, saciado mi corazón por el dulce juego, muera entonces -el pecho de Mihai tomaba hondo aire-. El alma, que en vida no disfrutó vuestra ley divina, no descansará en el inframundo; pero, si siento en mi corazón lo más sagrado, la poesía,… -dijeron la voz y Mihai a la vez-. ¡Bienvenido sea el silencio del mundo de las sombras! La felicidad me embargará, aunque mi lira no me acompañe -tartamudeó Mihai a solas-. Por una vez habré vivido como los dioses… -respondió la voz-. ¡Y eso basta! -coincidieron de nuevo. En el silencio que siguió al poema, Mihai rompió a llorar consolado por la mano amiga posada en su cabeza. Déjame llorar, alemán, a los pies del mármol donde el cuerpo de ella descansa sin alma -imploró Mihai a la voz.

-Levanta, Mihai -ordenó la voz tomándole de las axilas para izarlo de nuevo sobre sus dos pies-. No te derrumbes tan temprano. Aún te queda mucho por hacer -y Mihai, recobrado de energías, se irguió y tornó hacia la voz su mirada. Parecía un ser humano, pero cuya pálida y lívida faz carecía de rostro. No era humano, sino un espectro, un fantasma.

-¿Quién eres? -preguntó estremecido Mihai-. Creí que tendría ante mí la cara de un poeta que le cantó a las parcas.

-No temas. No hay razón. Sí, hace un momento mi aspecto fue el de Hölderlin. Pero no me miraste. Puedo reflejar la cara de cualquiera que tú conozcas, menos una, la de ella -el espectro señaló la tumba.

-Responde, ¿quién eres? -volvió a preguntar Mihai.

-Quien tú quieras que sea, menos ella. Mi rostro lo pones tú -replicó enigmáticamente el espectro-. No encontrarás en mí más de lo que eres ni más de lo que sabes. Así ha de ser si quieres cruzar el umbral del inframundo.

Cómo sabía el espectro el camino que el mago de las estrellas le había trazado. Quién era realmente este ser cuyo rostro permanecía oculto y enmascarado y que podía adoptar los rasgos de cualquier otro hombre, ser su espejo, su doble, su espectral reflejo perfecto.

-¿Eres un espectro, fantasma de un muerto? -insistió Mihai.

-A menudo cuentan que, cuando los hombres mueren, muchos de estos muertos se levantan y se convierten en fantasmas -contestó el espectro-. Están en lo cierto. Lo soy, soy un espectro, sin duda, pero no de un muerto -esto no era del todo cierto, pero él así lo creía-. Si no, tendría rostro. Pero los hombres no quieren verlo. Y tú también lo eres, Mihai, eres espectro de ti mismo y por ello tienes rostro. Si no lo fueras, no podrías estar aquí ni tampoco iniciar el viaje que estás a punto de emprender. Yo no te dejaría atravesar las puertas del reino de las sombras.

-¡Oh, guardián de la puerta del inframundo! Si eres quién dices ser, si sabes lo que saben quienes ante ti pasan, sin duda, habrás de conocer cómo vinieron a parar aquí -inquirió Mihai-. Dime, Ion, lo que deseo saber.

-Así es -confirmó el espectro de Ion-. Y cómo dices, también sé por qué lo preguntas. ¿Quieres saber cómo murió quien ahí yace? -Mihai asintió-. De acuerdo. Tenemos algo de tiempo antes de que llegue el anciano.

La lluvia había cesado. Mientras caminaban en torno a la Iglesia de San Juan Bautista, el espectro guardián del inframundo comenzó su relato en el día siguiente a la muerte de Mihai. Ella, la misma mañana, antes de conocer la noticia de la muerte de Mihai, había escrito un poema que acababa con el verso «siento que mi alma se está muriendo». Dos semanas después de la muerte del poeta se retiró al Monasterio, donde, en la medianoche del tres al cuatro de agosto, se arrancó del mundo con el veneno del suicidio, el arsénico veneno de una Emma Bovary, el suicidio de un Romeo y la daga de una Julieta, o la caída de una Melibea en el vacío. Acabó con su vida en el décimo aniversario de la muerte de su marido Stefan, pero también con la misma edad en la tierra que su amado poeta tras haber unido sus versos bajo las palabras amor y poesía. Se entremezclaron los sentimientos de compasión y pena en el ánimo de Mihai al adivinar cuánto debió sufrir su ángel de cabellos de oro bruñido en aquella noche gobernada por las Parcas. Ya estaban de nuevo ante la sepultura.

-¡Oh, mi Nicută! -suspiró Mihai contemplando la tumba-. Tu muerte me aflige más que mi propia miseria. Por esta verdad bebo ahora más que nunca el fondo de amargura del dulce cáliz de nuestro amor. Me reuniré contigo y acabaremos juntos con esta desdicha, con este tormento, con esta tragedia que nos separa incluso más allá de la vida. Amor mío, tú eres mi primer, único y último amor.

El cielo continuaba cubierto por la sólida capa de grisáceos nubarrones que, tendida hacia el horizonte, cerraba el paso a toda luz y cernía diabólicos presagios. Tras la plegaria de Mihai, todo quedó en un sordo y largo silencio sepulcral. Sin viento, las briznas de hierba y las copas y ramas de los enhiestos árboles y de los achaparrados arbustos congelaron su lánguido danzar en el aire. La Naturaleza entera se había detenido como si ninguna ley la presidiera en ese instante, al momento en que el anciano mago de las estrellas emergía con su hirsuta y nívea barba, de detrás de la gran cruz de fría piedra. No llevaba con él su libro de signos torcidos.

-Ahora que ya has encontrado la fosa de su cuerpo, podrás buscar su alma. He suspendido las leyes del universo para que puedas transgredirlas y restablecer su armonía. El guardián de las puertas te permitirá la entrada en la región de los muertos y te guiará por entre las sombras. No dispondrás de mi ayuda ni tampoco de mucho tiempo antes de perder el juicio allá abajo. Si no regresas, el universo se desplomará. Si no rescatas a tu amor, la luz del mundo se apagará entristecida. Solo hay una opción, Mihai, solo una: ascender con ella a tu Paraíso -advirtió el anciano-. Ya es hora de partir, poeta.

A la señal del mago, el espectro abrió la cancela que rodeaba la tumba de Veronica. Los hierros rechinaron con el gemido que la vejez lastrada con los años imprime a los seres. El anciano se introdujo muy lentamente en el vallado del sepulcro y encendió el farol negro que pendía sujeto a la piedra. Mihai esperaba fuera, resuelto ante su destino y ante la fortuna de los astros. Una vez prendida la anaranjada llama, el mago se retiró al exterior de la verja con el mismo tardo paso ritual, junto al costado de Mihai. Acto seguido, el espectro se adentró, se colocó junto al niño de piedra, inclinó su faz sin rostro hacia los secos rosales al pie del túmulo, y extendió su mano oferente hacia Mihai.

-Toma mi mano y entra, Mihai. Arrodíllate frente al mármol de negros versos. Deberás recitarlos en voz alta -ordenó grave el espectro-. No dudes ni temas. No los leas con voz temblorosa, porque al inframundo solo acceden los decididos y los que ignoran la senda que transitan. No se puede bajar con miedo, aunque allí, después, te invada. Al hundirnos, sentirás el vacío a tu alrededor, estarás ciego y te envolverá el gélido frío de la oscuridad subterránea. Tampoco separes nuestras manos. Debemos descender juntos, llegar unidos, porque únicamente yo conozco el camino. Si las separases, acabarías atrapado en algún recóndito lugar de sufrimiento que me sería imposible encontrar, pues no perteneces a ese mundo. Esto es todo lo que necesitas saber por el momento -terminó el espectro.

-Ya es hora de partir, poeta -repitió el anciano mago y a modo de despedida que infundiera aliento fijó su mirada en las pupilas de Mihai y dijo-, que los hados te sean favorables.

Mihai dio la espalda al anciano, selló su mano con la mano del espectro y penetró en el cercado. De pie, frente a la gran cruz de piedra, respiró con calma y bajó la vista antes de hincar sus rodillas en el suelo. Apretó con más fuerza la mano del espectro alejando las últimas dudas que intentaban disuadirle. Mi querida Nică -se dijo para sí-, tú eres el comienzo y el final de mi vida. Eres mi reina y la reina de las estrellas en el cielo de mis pensamientos. Nuestro amor merece este sacrificio -alzó sus ojos bravos, enfrentó los negros versos, y recitó:

Solo polvo de ti quedará

como en este mundo siempre ha sido

la inquebrantable ley.

Nada de nuevo te traerá.

Nada vendrá después.

Nada de ti seguirá siendo.



Alguna vez el lector habrá soñado que se precipitaba al vacío y habrá despertado sobresaltado con la agitada y extraña sensación de haberse salvado de una muerte segura. Todo el mundo despierta angustiado. Nunca nadie continúa en el sueño. Nadie puede hacerlo. Pero Mihai pudo. Porque él no vivía un sueño. Porque él ya había muerto. Porque los muertos no sueñan y los sueños no mueren. Mihai se precipitó al vacío de la muerte sin temerla, cruzó las puertas del averno planeando como las perfectas plumas desprendidas de las alas de las aves en la oscuridad total de la ilimitada caverna de las sombras. Arriba, las plomizas nubes se ennegrecían en un tenebroso artesonado intraspasable. Abajo, el abismo parecía no agotarse. Y Mihai caía serenamente en lo profundo de lo desconocido, del lugar aquel donde no existen los amaneceres, donde la paleta de colores no tiene razón de ser, donde habitan el sufrimiento y la locura. El lugar de cuyo nombre no queremos acordarnos, al que no queremos ir aunque en nuestra vida parezca todo lo contrario. Mihai se hundía en la recóndita e inmensa llanura del INFIERNO.

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