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ArribaAbajo- XVIII -

Escenas de invierno


Pasado el primer tercio del año, el invierno estaba de bienvenida en los valles andinos; de bienvenida porque los niños lo esperábamos con ansia, como al tío viejo cuando llega de otros pueblos, trayendo juguetes y contando maravillas. No sonará el bullicio callejero, ni circularán perfumes de viñedos por el aire, ni pasarán alegres bandadas de aves, asentándose a cantar en cada huerta de la villa; ni las nubes darán representaciones fantásticas sobre los picos del Famatina: los pájaros cantores buscan el calor del nido fabricado en la estación benigna, cuando todos los obreros trabajan al son de sus músicas, estimulados por las promesas del amor; las eminentes   —174→   cumbres de la montaña fabulosa sólo aparecen rara vez al Mediodía, como descubriéndose para absorber un rayo de sol; las nieblas permanentes, densas, casi inmóviles, las ocultan por largo tiempo a la contemplación del valle.

Parece un santuario velado durante la ausencia de los sacerdotes que lo guardan, sin himnos que se oigan a lo lejos, sin luces que broten de los altares, sin columnas de incienso que surjan al través de altas claraboyas, sin murmullos de plegarias, ni estrépitos de acordes repercutiendo como truenos bajo los arcos atrevidos; y cuando aquel denso y uniforme ropaje ceniciento abre sus pliegues un instante, sólo se percibe tras la profunda rasgadura un fondo blanco, purísimo pero impenetrable. Creeríase que un escultor maravilloso, oculto detrás del velo de la nube, estuviese cincelando una estatua colosal del color de la nieve en capullo, para dar a la naturaleza y al hombre de los valles la sorpresa sublime, una súbita revelación del arte inconsciente pero inimitable de la inteligencia ignota, creadora de la belleza originaria. Cuando la obra está terminada, el artífice elige la hora propicia en que ha de exponerla a la contemplación del mundo, y combina las leyes ópticas, preparando la vista de los espectadores. Primero la noche envuelve todo el cielo y la tierra en la más negra, en la más caótica obscuridad; y en ese intermedio la retina ha perdido la noción del color,   —175→   la imaginación ha soñado con la aparición portentosa, el mundo sensible ha cesado de latir para concentrarse todo en la expectativa de aquel génesis del arte increado.

La aurora se acerca, y se siente esa honda agitación precursora de las grandes emociones esperadas. Sutilísima es ya la neblina que vela las formas del coloso, como para que una brisa la desvanezca; y cuando ha llegado el instante supremo, y se cree ver la mano de luz que va a descorrer la tela, el sol se presenta de un salto sobre las cimas del Oriente, bañando de súbito el escenario descubierto con la rapidez de una mirada, para que todo se asombre y se prosterne ante la obra invisible del genio de las alturas. ¡Qué solemne silencio ante aquella escena! ¡Qué sagrado recogimiento se advierte en todo lo animado, cunado el haz de oro del sol devela al fin la obra tanto tiempo forjada en el secreto inviolable de las nubes! Cincelado por cíclopes de mitologías desconocidas, y levantado por arquitectos fantásticos, el Famatina aparece sobre el fondo azul del firmamento como palacio de nieve de proporciones inmensurables, de formas inconcebibles, dejando ver cúpulas deslumbrantes de fuego y oro; pórticos y arcadas de vuelo inaudito; galerías caprichosas que desaparecen por la altura y la distancia; escaleras colosales, ya rectas, ya curvas, ya en espirales y ziszás surcando como serpientes el inmenso cuerpo de   —176→   la fábrica, comunicando entre sí los templos griegos con los castillos góticos, los coliseos romanos con las fortalezas germánicas; columnas enormes, sosteniendo bóvedas inverisímiles; pirámides egipcias y monolitos incásicos; muros como llanos, donde se ha dejado de relieve la historia y las fiestas atléticas de los habitantes fabulosos; y las secciones del coloso arquitectónico, separadas por abismos comunicados entre sí por subterráneos titánicos, a los que se imagina horadando los senos del granito revestido de mármol.

Todo esto se contempla por breves horas, hasta que el sol trasmonta la cima de un blanco reverberante y uniforme, matizado solamente por los reflejos irisados de la luz en los cristales de hielo; y a medida que la fantasía va encontrando las semejanzas con los monumentos construídos por la naturaleza en otras regiones del globo, o con las creaciones inmortales del arte en las épocas y en los pueblos que han destellado en la historia del género humano. Cuando alguna vez la luna puede iluminar el cuadro, la impresión es indescriptible, y confieso mi impotencia para pintarla. Hay que pasar los límites de la vida real, para ver un mundo de fantasía donde tienen realización escultural las más etéreas concepciones de las mitologías griega y germánica. Imaginemos un Olimpo resplandeciente de luz dorada, y sobre sus palacios, templos, grutas y jardines aéreos,   —177→   pululando en torbellinos radiantes, la alada multitud de los dioses, que las razas madres de la poesía y de las religiones han forjado en sus sueños seculares.

Pero ¡cuán breves son esos estados del alma y cuán hermosas también las escenas de la realidad! El cerebro tiene instantes de irradiación en que se aparta de las formas visibles, para concebirlas incorpóreas, moviéndose en un espacio abierto por la expansión del pensamiento dentro de su propia cárcel, e iluminado por esa luz interna que no tiene representación por los colores conocidos. Las formas ideadas durante el éxtasis psicológico, no pueden perpetuarse en la memoria, ni trasladarse a la tela; son leves vislumbres de un mundo remoto, donde parece que nunca ha de penetrar de lleno el alma del hombre, destinado por las leyes de la vida a mantenerse amarrado a las formas de las cosas y de los seres que le rodean: puede levantar hasta lo sublime el diapasón de los sonidos, puede pulir hasta lo divino las líneas fijas o reflejas de la materia, pero no sería ya el arte, desprendiéndose de la esfera real en donde respira y donde encuentra los tesoros inagotables de sus creaciones.

Reanudemos, pues, los recuerdos, y vamos a contemplar la alegría íntima de un hogar sencillo, donde debajo de un corredor espacioso, de techo pajizo,   —178→   de horcones rústicos, ennegrecidos por el humo del fogón, y de paredes de barro agrietadas hasta ver la luz del lado opuesto, arde una hoguera ruidosa y movediza, circundada de un concurso de mujeres y hombres de servicio, entre los cuales nosotros, los niños de la casa, ocupamos también un banco. Afuera se ve caer los capullos de nieve como plumas de cisnes derramadas al pasar volando sobre la villa, cual si de propósito quisieran alfombrarla. Ha nevado toda la noche, y no se ve un solo objeto, ni un árbol, ni un edificio que no estén vestidos de blanco y de una tela tan suave, que dan tentaciones de rozar con ella la cara y las manos; y nosotros lo hacíamos desafiando el frío: apostábamos siempre a cual marcaba primero el rastro de sus pies sobre la tersa superficie de la calle.

Era una sensación intensa de gloria y de placer la que, yo al menos, experimentaba cuando podía aventajar a mis hermanos en aquella profanación, diré así, de la inviolada tersura de la nieve recién caída, tan leve, tan pura, tan deleznable, que parece cada copo una flor nacida de un rayo de luna... Después que correteábamos hasta destruir el encanto, ya la vieja cocinera tenía encendido el fuego cotidiano, compañero del que trae el día; pero esta vez, ensanchábase el circuito de piedras que detiene las cenizas, aumentábase la carga de combustible, y pronto se rodeaba de gente que ama y busca su calor,   —179→   que ha nacido y ha fraternizado al resplandor de sus llamas reparadoras, que ve en él como el símbolo de un sentimiento eterno, generador de virtud y de fuerza, y de una religión informe, manifiesta sólo en ese deseo de no separarse y de verse morir calentado por sus mismos reflejos.

Todos eran criados o peones antiguos de la familia, que la habían seguido a todas partes, compartiendo miserias y prosperidades, y tenían una madre común -la reconocíamos como tal mis padres y nosotros- a la anciana Leonita, descendiente de caciques montañeses, y como ellos inflexible a las fatigas y a los años: allí tenía su sitio invariable que era la primera en ocupar. Antes de amanecer, y cuando todavía no se distinguen bien las formas, ya se levantaba de su ligera cama de chuse y de puyos tejidos en el pueblo, con un pasito lento, sin hacer ruido, e iba al depósito de leña, que empezaba a despedazar dando golpes sobre las piedras del fogón, en cuyo centro, bajo un montón de cenizas que ella apartaba con un trozo de madera, vivía aún la última brasa de la víspera para encender el fuego de hoy; y la pobre vieja no pensó jamás en la semejanza que había con su propio corazón, lleno de amor y de ternura, pero encerrado sin aparentes irradiaciones bajo la fría corteza de sus ochenta años.

Encima de aquella brasa resucitada ardía en breve la hoguera, en cuyo alrededor se congregaba luego   —180→   la servidumbre, y donde hervían las teteras de agua para el mate del desayuno. Después todos tomaban el camino del trabajo y nosotros el de la escuela: y cuando caía mucha nieve y nos dispensaban la asistencia, a organizar las expediciones por las huertas a caza de pájaros entumecidos sobre los árboles donde los sorprendió la noche. Ya se ve que no sentíamos pena de andar toda la mañana sobre el hielo, y no obstante, el preceptor creía que nos haría daño salir de nuestras casas para ir a la escuela. Armados de largas picas preparadas con tiempo, envueltos bien las piernas y los pies, y después de meterlos varias veces en el fuego pala hacernos la ilusión de que almacenábamos calor por algunas horas, partíamos de carrera y a saltos, internándonos entre los zarzales de la viña, descuidada y sin desherbar durante el rigor del invierno.

Sobre los deshojados sarmientos, o entre los gajos de los duraznos y los manzanos desnudos, y aun debajo de las bóvedas formadas por los arbustos tupidos, encontrábamos grupos de pajarillos, de palomas llantas y torcaces, acurrucados en apretados racimos, como queriendo abrigarse y comunicarse unos a otros un resto de calor de sus miembros ateridos, tiritando, piando casi en secreto y metiendo la cabeza debajo de las alas: nos acercábamos sin precauciones, porque no tenían fuerza ni movimiento para volar, y los aprisionábamos con las manos   —181→   sin hacerles daño, para llevarlos a calentar en el fogón de la cocina.

¡Y cuántas veces al tocarlos se desprendían de las ramas al suelo, como hojas secas que el simple tacto arranca, pues estaban exánimes hacía muchas horas, manteniéndose de pie con la inmovilidad y la actitud en que los sorprendió la ráfaga mortífera! Al pie de los grandes árboles y alrededor de los troncos, el suelo se hallaba sembrado de cadáveres de los que no pudieron siquiera prolongar la vida al amparo de una techumbre de zarzas, y el viento los derribó de las copas donde hallaron tumba a la intemperie.

Para descubrir a muchos de ellos, teníamos que entrar todo el brazo en los agujeros que abrieron al caer sus cuerpos dentro de la blanda pero espesa capa de nieve que tapizaba la tierra, sin más mortaja que su propio plumaje multicolor y levísimo, como el soplo de vida que animó sus formas diminutas. Algunos, los que pudieron salvarse, antes de huir de nuestra presencia, volaban a posarse sobre nuestras cabezas y nuestros hombros, como implorándonos un abrigo, aun a riesgo de encontrar una muerte más dolorosa, como esas vírgenes indefensas, asediadas por el seductor tenaz, que se arrojan en sus brazos librando a su propia inspiración la guardia de su pudor y su inocencia.

Así caían sobre nosotros, desarmados por la compasión, los cubríamos con nuestras ropas, y ellos se   —182→   escurrían por entre los pliegues y se apretaban dentro de los bolsillos. Ninguno fue sacrificado, por más que nosotros salíamos a eso, y la única crueldad era para los más hermosos, para los que sabían cantar: reducirlos a prisión perpetua dentro de una jaula, donde si bien gozaban de calor y de cuidados, sufrían la muerte lenta de la nostalgia de los bosques nativos; así la libertad es el ambiente de la naturaleza, y todos los seres nacidos para ser libres se sienten dichosos de morir bajo el furor de sus inclemencias, antes que vivir esclavos, aun dentro de mansiones de oro y pedrería, y envueltos en dorados ropajes y en atmósfera de perfumes.

Por eso nosotros, que sin saberlo nos parecíamos a las aves de nuestras selvas, no podíamos darles la muerte, y después de volverles el calor cerca de la llama del hogar, y cuando ya el sol había templado el aire y derretido la nieve, las lanzábamos de nuevo al espacio para que fuesen a continuar sus amores, sus trabajos y sus destinos. También nos quedábamos tristes después que se iban, porque ya empezábamos a amarlas con el interés de un parentesco extraño, y las pobrecillas, al alejarse, parecían decirnos adiós con trinos de una infinita tristeza.

Luego el sol empieza a declinar, perdiéndose de vista detrás de la montaña, y la neblina espesa, cargada de nieve, comienza a tupirse otra vez y a correr el viento helado de las cumbres ocultas. Pronto llega   —183→   la noche, la noche interminable, durante la cual se consumen las pilas de leña en el fuego; los peones han vuelto muertos de frío, con las ropas destilando agua que secan dentro de las llamas avivadas por la viejecita cocinera, quien con un tizón en la mano, revuelve las brasas para cada uno que viene, como para aumentar la intensidad del calor, haciendo levantar hasta el techo un chisporroteo vivaz. Una olla grande, llena de maíz molido, hierve a borbotones en medio de la rueda; la anciana la retira cuando está en sazón el suculento grano, y en breve queda vacía y los jornaleros contentos; arman en seguida sus cigarros de tabaco criollo en la chala de la mazorca, y los devoran con deleite durante los primeros momentos de somnolencia, precursores de una digestión potente y provechosa.

Hay que pasar el tiempo hasta la hora del sueño y no se puede dar un paso fuera del corredor, porque la niebla es compacta y no se ve ni las manos. Nosotros, que en la mesa hemos estado saltando para ir a engrosar la rueda de los peones bajo el galpón de la cocina, y por escapar a las reprensiones, somos los iniciadores del entretenimiento; «la mamá Leonita», como la llamábamos, sabía muchos cuentos de los tiempos antiguos, de cuando imperaban los Incas y de cuando había rey; conocía los secretos de esa montaña fabulosa, y el sentido de los rumores que llegan al valle desde sus negras quebradas   —184→   e inaccesibles llanuras; recordaba, como si fuesen de ayer, las peleas de los salvajes entre sí, y con el invasor y dominador de sus tierras; descifraba y explicaba la historia de ciertas aves llorosas que andan por esas faldas y esas selvas, enterneciéndolas con cantos lastimeros; y más de una vez hemos dejado correr nuestras lágrimas, y las hemos visto relumbrar a la luz de las llamas sobre las mejillas rudas de los hombres de trabajo, cuando la pobre vieja nos contaba la triste leyenda de Crespín, que dejó sola en el mundo a su compañera, la cual, de tanto llorar y llamarle por los campos, corriendo con las ropas desgarradas o trepando sobre las grandes piedras de las colinas, convirtiose al fin, por compasión del cielo, en un pájaro pequeñito, de plumaje gris que le hace invisible: y así continúa volando de árbol en árbol, siempre gritando con voz doliente: -«¡Crespín, Crespín!»- sin que el novio vuelva más a consolarla de su eterna viudez.

Ella lo sabe todo, porque ha vivido mucho y nunca salió de los límites del valle natal, y porque sus padres le transmitieron el relato de sus abuelos, empapado en el sentimiento de la raza, en los dolores de la esclavitud y en la intensa fantasía nacida de los espectáculos y obscuros fenómenos de la montaña. Aquellos ruidos nocturnos de origen inexplicable, que en medio de la neblina llegaban como gemidos de prisioneros en torres del hambre; esas   —185→   risas estridentes que rompían la espesura de las nubes, haciéndonos helar de doble frío y clavar los ojos espantados en la tiniebla; los monumentos de piedra bruta, erigidos entre las quebradas o sobre las laderas, unos coronados de pencas de doradas espinas, otros de cruces solitarias donde se han enredado las trepadoras silvestres: todo eso que se escucha con atención o terror, o se contempla con poético interés, y cuyos orígenes nadie ni signo alguno aciertan a iluminar con un rayo de luz, era lo que daba tema inagotable a las veladas junto al fogón de la casa, lo que ahuyentaba el sueño de mis párpados y lo que después cuando he sido hombre sumergido mi pensamiento en las más profundas cavilaciones, ¡Cuánto pesan en el destino de las sociedades humanas esas fuerzas ocultas, esos fenómenos inexplicables, esos imperceptibles impulsos nacidos de la tensión de un nervio por un sonido destemplado, por una sombra que pasa por una lumbre que surge y se apaga en el fondo de la noche!

Pero volvamos al relato de la anciana, personaje saliente un en aquel cuadro original donde un grupo de seres sencillos hasta la inocencia, rodeando el fuego y con los rostros bañados por el reflejo rojizo de las llamas, la escucha con devoción, como que está evocando un pasado de grandezas desvanecidas, con todo el estoico dolor de aquella raza cuya   —186→   sangre animaba la mitad de su vida. Entonces he sabido que en las alturas del Famatina, vedadas a los hombres desde donde empiezan las nieves, habita, desde que los reyes indígenas entregaron la corona, un genio solitario, condenado a llorar eternamente la pérdida de la virgen tierra del sol. Sí, es el genio o el dios sobreviviente del Olimpo destruido, el que desterrado de todas las comarcas conquistadas por sus emperadores, fue a refugiarse en esa inexpugnable fortaleza.

Defiéndenla los vientos como leones de estentóreos rugidos; ellos guardan la frontera sagrada, y ¡ay! del viajero que se atreve a franquear la línea divisoria entre la región de los mortales y la región de los dioses, porque el vendaval se desata derribando rocas y témpanos inmensos, que le arrastran a los abismos, en medio del estrépito más pavoroso que se haya escuchado sobre la tierra. Yo he visto a los ancianos del pueblo caer de rodillas y cubrirse la cara con las manos, gritando: -¡Misericordia!- cada vez que oían desde el valle el rumor de la cólera divina, y sentían estremecerse el suelo bajo sus pies. Ya fuera aquel espanto producido por el temor de un cataclismo inminente, o por el cúmulo de supersticiones de esas almas sensibles, es de rigurosa verdad el hecho, que nunca supieron explicarme sino como lo he referido.

Los cuentos duraban todo el invierno, y la inocente   —187→   narradora muy lejos se hallaba de pensar que algún día pudieran servir de base para reconstruir una sociología, para restaurar un pasado remoto, para hacer resucitar el alma de la raza que pobló la región del Famatina-Huayo, y la historia de los esfuerzos que soldados y misioneros realizaron para someterla al yugo de la civilización; pues para ella presentábase como tiranía sangrienta, o como despojo inhumano de los más queridos tesoros.

Después, ¡cómo gozábamos todos, y la naturaleza con nosotros, cuando hacia un día de sol! Era como himno de júbilo el que se levantaba de todas partes, y aquel calorcillo suave del mediodía, difundiéndose por las selvas desnudas, por los nidos silenciosos por encima de los arroyos congelados, iba despertando rumores de todas las intensidades, desde los cantos de las aves, que se creían en primavera, hasta el casi imperceptible crujido de las capas de hielo, que empezaban a romperse en radiaciones caprichosas como cristales expuestos al fuego.

El lecho de piedras de las corrientes que alimentan la villa, se distingue al través de las losas transparentes, con todos sus detalles, como paisajes en miniatura, donde brillan chispas de talco fosforescente, donde relumbran escamas doradas de pececillos arrastrados por las aguas y donde finísimas hierbas acuáticas, de un verde claro, forman el elemento decorativo de esos múltiples cuadros; y cuando   —188→   la influencia del sol ha llegado al seno de aquellas urnas, se ve deslizarse unas tras otras las gotas de agua desprendidas del témpano, semejando reflejos de globos luminosos e irisados, que discurriesen por un firmamento reproducido dentro de diminutas cámaras fotográficas.

No puede idear la fantasía nada que no encuentre realizado en los accidentes de la montaña: desde las escenas de proporciones grandiosas, donde los proscenios son colosales, los personajes gigantescos y las decoraciones nublados repletos de sombras y rasgados por rayos repentinos, hasta las visiones del sueño, de formas, coloridos y actores imposibles, pero que viven un instante en la mente, asomándose a ella como resplandores de luz interna; que tienen la virtud de idealizar la vida, de hacernos sonreír con deleite, y luego pasan como exhalaciones, dejando borradas las huellas en la memoria, para que el pincel no pueda copiarlos, ni el verso fulgurar con la irradiación que las envuelve al cruzar por los espacios del cerebro. Esos pequeños cuadros que viven y se mueven dentro del hueco de una peña, en el fondo del arroyo transparente, se me figuran los que ven los niños cuando duermen, por eso sonríen y agitan sus manecitas creyendo atrapar la reina alada del enjambre, cuando pasa envuelta en lampos de luz, arrastrada por corceles radiantes en la carroza de Mab, y seguida por   —189→   apiñada corte de damas y pajes, danzando al son de músicas sólo por ellos oídas.

Una de aquellas tardes incoloras y glaciales, mi padre y yo mirábamos a lo lejos, sobre la cima de la sierra de Velazco, un nublado denso en cuyo seno fosforecían a largos intervalos relámpagos difusos e indecisos; parecíanos hasta oír el eco moribundo de los truenos, como son en la época de los fríos, débiles, lánguidos, destemplados como tambores fúnebres, cual si brotasen de las nubes entumecidos, envueltos en pesados ropajes donde se apagan al nacer las voces.

Representábame una batalla cuyo campo los dioses hubieran velado para ocultar horrores, y de la cual el estampido de los cañones sólo llegaba a nosotros al extinguirse en las ondas; sentía toda esa agitación profunda de los que a distancia contemplan un combate real, del que no distinguen sino los rumores y la gigantesca agrupación de los torbellinos del humo que cubre los ejércitos. -¿Habrá algún hombre, pregunté, que haya llegado en medio de esas nubes?- Sí, respondió mi padre, yo estuve allí muchas veces, los rayos han cruzado por encima de mi cabeza y los truenos han reventado cerca de mí. Le miré como a un ser extraordinario, con asombro, con terror, y más aún cuando me dijo que yo también iba a escalar esas mismas alturas. Eso me parecía un sueño: espantábame la idea de excursión   —190→   semejante, pero una fuerza misteriosa me hacía desearla para muy pronto.

A los pocos días nuestras mulas se detenían al pie de la montaña, en el fondo de una quebrada honda, cubierta por una selva erizada de espinas, entretejida por lazos de enredaderas deshojadas, como cadenas de acero que ligasen unos con otros los árboles; se me figuraba el cordaje de un colosal navío encajado entre las rocas de una montaña submarina que hubiesen dejado en descubierto las aguas; o bien, la imaginación hacíame ver serpientes descomunales enlazadas, retorciéndose unas sobre otras en juegos perezosos o en combates hercúleos. La senda apenas cruzaba aquel laberinto infernal, para encaramarse en seguida por las abruptas y empinadas faldas, donde a cada paso se abren cortaduras y grietas, que dan a los cerros el aspecto de cráneos partidos por el hacha en una batalla de cíclopes. Las bestias que nos conducen asoman la cabeza a las bocas de los precipicios, respiran con fuertes resoplidos y leves temblores sacuden sus músculos infatigables. Sienten ellas también el horror de aquella naturaleza primitiva, y cuando en los momentos de descanso miran hacia las cumbres, lanzan relinchos ahogados como sollozos que hielan las carnes.

Las tinieblas se adelantan a la noche, haciéndola presentir preñada de catástrofes y de visiones terroríficas;   —191→   la neblina nos cierra el limitado horizonte que dejan entre sí las laderas próximas y luego ya no se ve más allá del espacio que ocupa cada uno de nosotros. Las ráfagas cruzan rozándonos la cara como manos de espectros que pasasen en ronda invisible, dejándonos solamente la impresión de sus caricias de hielo, y se alejan y se desvanecen en los abismos los ecos de sus risas ásperas, como ruido de voces que se chocan, como crujido de secos troncos que raja el rayo, como graznidos de aves nocturnas, huyendo despavoridas del vendaval inminente.

No puede seguir adelante la pequeña caravana, porque los baqueanos han perdido los rumbos, y el viento ha borrado la senda que serpea entre rocas puntiagudas y arbustos enmarañados como reptiles interminables; a cada paso, en la profunda obscuridad, sentimos garras que nos detienen y rasgan los vestidos y las carnes, superficies erizadas de muros graníticos que nos estrechan y nos rechazan. Los cardones salvajes, cual colosales momias alineadas en desorden, revestidos de su cota de malla de impenetrables espinas, silban con siniestros y agudos chirridos al cimbrarlos el viento, y nos amenazan desde sus pedestales; los pedruscos que nuestras bestias remueven al costear los precipicios, lanzándose al fondo, arrastran otros mil a su paso, y por largo espacio se perciben, primero el rumor creciente,   —192→   y luego el estruendo formidable de una avalancha que se derrumba hacia los abismos invisibles. De tiempo en tiempo levísimas claridades inundan los senos repletos de nubes, y se percibe, como viniendo de muy lejos, el eco difuso y grave de un trueno perezoso, semejante al gruñido de un monstruo que soñara en la selva.

Ya es imposible continuar la marcha: echamos pie a tierra, obedeciendo al consejo del guía, extraviado y sin salida en aquel infierno de rocas apiñadas, de selvas desgarradoras y de grietas como fauces abiertas a nuestros pies, por donde nos conduce a tientas, indicándonos las direcciones con gritos que resuenan en la tiniebla como gemidos dolorosos de alma errante que implorase misericordia. En breve el resplandor de una hoguera se abre difícil paso a través de la neblina que nos envuelve; los peones la alimentan con brazadas de hierbas y gajos de árboles arrancados con estrépito; y entonces, en el limitado espacio que iluminan las llamas, aparecen de súbito con sus formas reales los seres fantásticos, los reptiles gigantescos, los sepulcros, las bocas famélicas, los esqueletos danzantes, las garras afiladas y los monstruos que nos amenazaron en las alucinaciones del miedo.

Pero hay algo de extraordinario y de sublime en aquella súbita iluminación de la cerrada selva, por las rojas llamaradas de una hoguera, y en la transición   —193→   repentina de ese estado de sobreexcitación terrorífica, a la visión clara y perfecta de las cosas que trastornaron nuestro criterio en los momentos de la fiebre.

Hay siempre un estado intermedio, aquél en que se realiza la transformación de las visiones en objetos conocidos, y en que no bien definidos unas y otras, se produce en la mente esa informe confusión de lo real y lo fantástico, de lo verdadero y lo soñado. Así, pues, el primer cuadro que se contempla provoca las sensaciones más extrañas: las gruesas raíces de los talas añosos, torcidos en espirales alrededor de grandes peñascos, se nos figuran las serpientes fabulosas sorprendidas por la luz y haciendo las contorsiones de la fuga, para meterse en sus profundas cuevas; las grietas y ángulos de las peñas nos parecen caras deformes que se contraen de súbito para ponerse inmóviles, y en cuyas cavidades relumbran las láminas de talco, semejando pupilas encendidas; las capas de escarcha que caen de las ramas sacudidas por el viento, parecen las blancas vestiduras de nuestros fantasmas arrojadas al emprender la huida; los árboles raquíticos secados por el incendio, son los esqueletos de la fiesta macabra, presos por las marañas y las espinas, o rendidos por la agitación de la ronda frenética: se ve a los pájaros volar a esconderse en lo más tupido de los ramajes, lanzando graznidos de sorpresa al batir las   —194→   enredaderas que obstruyen las aberturas; y los esbeltos cactus, dispersos como soldados en guerrilla sobre las faldas empinadas, aparecen, en efecto, al resplandor de la fogata, viniendo a calentarse en las llamas del vivac; cruzan en todas direcciones lagartos veloces, huyendo del fuego que invade los escondrijos y las hendeduras de las piedras o de los troncos huecos; los insectos y las pequeñas aves, acurrucados de frío en intersticios invisibles, salen zumbando en bandadas, desalojados por las espesas nubes de humo que surgen de la hoguera; y todos estos múltiples detalles, observados en el corto instante que la mirada emplea para abarcar el cuadro, producidos en el espacio que ilumina la roja lumbre, hieren la imaginación con mayor intensidad que las extravagantes creaciones del espanto, enriqueciendo nuestra memoria con imágenes y coloridos, formas y tonos originales, que más tarde hacen su aparición deslumbradora sobre la tela que el pincel anima, o en el poema que la inspiración corona de luces y satura de armonías.



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ArribaAbajo- XIX -

El cóndor


Viene ahora a mi memoria -y ¡cómo he de olvidarlo!- el episodio más interesante de mis viajes, el que más hondas sensaciones de la naturaleza ha producido en mi vida, y el último que hice en compañía de mi padre por la montaña consagrada en las tradiciones de la familia. Quiero hablar -ya es tiempo- de esa ave soberana que tiene en las cumbres su vivienda misteriosa, y es como el espíritu errante de esas moles en apariencia mudas, pero que en las soledades de la noche como en las del medio día, semejantes por su solemne silencio, tienen, no obstante, voz y lenguaje, revelaciones y confidencias que el viajero escucha, siente y traduce, sin poder definir el órgano que las exterioriza.

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Sí; la montaña tiene un alma sensible difundida entre sus infinitos accidentes; ella da rumor cadencioso y melódico a los árboles; vibración sonora a las aristas agudas de las cimas; repercusión cromática a los ecos fugitivos; resonancia de acorde sagrado al viento que roza la abertura de las cavernas; fragor pavoroso al trueno encerrado en las gargantas impenetrables; profundos y majestuosos tonos a las corrientes subterráneas, que circulan como ríos de sangre precipitados por colosales arterias; dulzura de somnolientes arrullos a los cantos de las aves menores; formas vivientes a las nubes, a las rocas y a sus sombras fugaces; perfume de incienso místico o de profanos paraísos a las flores silvestres: colorido artístico a las laderas, a los bosques y a las brumas que velan los abismos, y efectos fantásticos de escenas de magia a los haces de luna caídos al través del follaje sobre las rocas y los torrentes.

Esto es el alma de la montaña; son las personificaciones que el hombre crea siempre, para dotar de vida a lo inanimado cuando éste tiene la virtud de conmoverle, de despertar los sentimientos y excitar la fantasía. No se puede concebir cómo aquel arrobador conjunto de sonidos y de visiones, no sea la revelación de un algo viviente que anime las rocas, los árboles empinados sobre ellas, los manantiales que surgen de sus cimientos en filtraciones incesantes. Y en verdad, la naturaleza tiene siempre consigo,   —197→   formando parte de su ser, un signo visible que la personifica, ya sea el hombre autóctono nacido de la piedra, ya un pájaro que ostenta su vigor y su fuerza, ya una flor que guarda su perfume. Las montañas de mi tierra -los Andes- tienen el cóndor, el morador amante de las alturas, el ave inmortal, que por lo secreto de su vida y lo inconocible de sus hábitos domésticos, parece un símbolo indescifrable de la muda pero grandiosa historia de los montes americanos. Él lleva marcada en la pupila la huella de un perenne insomnio, como en un momento de inspiración lo adivinó un poeta nacional, sin haberle contemplado de cerca, y los nerviosos e inquietos movimientos de su cabeza calva, para mirar a las profundidades y a los horizontes lejanos, sugieren la creencia de que algo más que la pesquisa de la presa le preocupa, y puede ser el temor de un acontecimiento presentido, que vendrá de ignoradas regiones, en día incierto y en son de exterminio.

Expongo en estas páginas las impresiones reales que me causó la naturaleza y lo que ellas han elaborado después, lentamente, en mi cerebro; y debo confesar que sentí un extraño temor al aproximarse a los parajes donde el cóndor habita. Veíalo recorrer sereno, con lal grandes alas abiertas, el espacio bañado del sol, describiendo círculos inmensos que parecían no tener un término, como esas parábolas en que circulan los cometas que no han de volver jamás   —198→   a nuestro cielo; su sombra gigantesca, proyectada desde la altura, rodaba como la de una nube sobre las faldas, los abismos, las cumbres y los valles. Contemplarlo en el fondo azul del firmamento era lanzar, más que los ojos, el pensamiento por la ruta etérea de su vuelo olímpico. Lo he seguido por largo tiempo con la mirada: hallábame sobre una roca, distante de todo objeto que pudiera impedirme la plenitud de la visión, y a la hora en que el sol, oculto por elevada sierra, iluminaba el espacio sin herir la pupila; parecíame hallarme en el mundo del sueño, cuando una quimera vana, con forma de ángel, de mujer, de ave o de llama intangibles, cruza por los espacios mentales, y nosotros nos arrojamos tras ella; persiguiéndola lo mismo que en el mundo real, sin noción de lugar ni de tiempo, hasta desvanecerse, difundirse, ya en la sombra, ya en esas irradiaciones esplendentes que vemos al soñar, y que nos despiertan sobresaltados cual si un globo luminoso hubiese estallado dentro del cráneo. Yo no veía más que el azul inconmensurable, y sobre la tela infinita donde los astros son chispas de fuego, mis ojos, mi pensamiento, mi fantasía, seguían fascinados al ave majestuosa, semejante a una estrella apagada que fuese por última vez surcando el firmamento, para sepultarse en el misterio de las sombras eternas. Por la imperceptible abstracción de mí mismo, absorbido por la idealidad, perdí bien pronto la   —199→   conciencia de la vida, y era ya un espíritu alado flotante en el vacío, pero fascinado por la visión del pájaro enigmático, viajero infatigable que yo seguía sin saber a dónde, ni darme cuenta de su derrotero ni de su destino. Cuando el punto sombrío se confundió con la tinta azulada del éter, el fenómeno psíquico convirtiose en algo que apenas acierto a definir: sentí como si el ser ideal que vivía por mí, se hubiese diluido también en el vacío, como la luz del día se diluye en la media claridad del crepúsculo, el aroma de las selvas en el aire, o como se apaga la nota musical con las últimas de las oscilaciones de la onda sonora.

Bien pronto las estrellas comenzaron a encenderse en diversos puntos de la esfera, como las luces de un gran templo, sorprendiendo los ojos; empezaron a acallarse los ruidos y a venir ese susurrante silencio del crepúsculo, primero dulcemente, como zumbido de mariposa incorpórea, y después sonoro y límpido, como voces de flautas campestres, de notas interminables, escuchadas a lo lejos en diversas direcciones. El colorido del cielo interior, reflejo del externo, se torna por grados en nebuloso y melancólico, como si entrasen velos finísimos, sembrados también de luces vagas, a apagar los resplandores de la mente; reprodúcese en el alma el crepúsculo del espacio, con sus colores indefinidos; cantos que mueren y murmullos que nacen; ruidos desacordes   —200→   que se apagan y melodías somnolientas que surgen; paisajes de la montaña cuyos contornos se borran, y cuadros celestes cuyas formas, no bien acentuadas, aparecen en el lienzo obscuro de la noche, más bien como evocación de nuestra fantasía, que no dibujadas en verdad por la luz de las estrellas.

Cuando descendí de mi observatorio rústico, mis compañeros rodeaban la hoguera que alumbra y reconforta, vuelve el vigor al cuerpo y enciende alegría en el espíritu, después de aquellas ásperas y riscosas jornadas por los senderos montañeses. De un lado se levantaba una muralla de ciclópeas masas graníticas y cavidades profundas, rematando en un cono cuyo vértice apenas se advertía en el fondo del cielo sin lana; las llamas, avivadas a menudo, dejábanme ver la puerta irregular de una enorme gruta, que hoy recuerdo semejante a la que daba entrada en el reino doloroso al viajero florentino; sentí al mirarla una vaga impresión de frío en todo mi ser, y volviendo los ojos al lado opuesto, la pendiente tenebrosa, el horizonte estrellado, aun debajo de nosotros, me sugerían la más perfecta ilusión de encontrarnos suspendidos en el espacio.

El arriero de la tropa, un negro de los muchos descendientes de los esclavos del Huaco, refirió después un cuento fantástico, de esos que nunca se olvidan si se oyeron en la niñez, y en los cuales aparecen gigantes, brujas y hadas, habitando cavernas   —201→   lóbregas, pero en cuyo interior poseen palacios encantados, verdaderos mundos ocultos donde la luz es deslumbrante, las aromas embriagadoras, las músicas de infinita dulzura, las mujeres prodigio de belleza, dotadas de maravilloso poder para transformarse en flores, en humo y en aves de plumajes y cantos desconocidos. A medida que el cuento se acercaba al término, las llamas de la hoguera languidecían; estrechábase el círculo de su reflejo luminoso, y el sueño cerraba mis ojos gradualmente. Recuerdo que las últimas palabras del narrador referían cómo el gigante de su historia, después de encerrar en un cofre de oro la nubecilla en que había convertido a la beldad robada -la hija del rey cercano,- emprendió el camino de la montaña, y sumergiose en la negra boca de la cueva ignorada, en cuyo fondo hallábase su magnífica vivienda, servida por genios que él forjaba, que brotaban del techo, de los [...] y del aire, pronunciando palabras mágicas... Cerré los ojos, no sin dirigirlos por instinto a la profunda cavidad del muro, donde se rompían las ráfagas con bramidos extraños, como la fiera perseguida que embiste a la cueva, y retrocede rugiendo si ve al perro heroico a la entrada del inexpugnable refugio.

Bien poco duró mi sueño, porque la fatiga de tan violentas sensaciones más bien lo ahuyenta que lo procura; a lo cual se añadía la influencia de la obscuridad   —202→   con sus vagos terrores y sus voceríos interminables; el frío intenso de ese vientecillo de las noches límpidas de invierno, en que las estrellas brillan sobre el profundo azul como pupilas húmedas de lágrimas nacientes, y en que el rocío se palpa y se congela sobre las rocas, el césped y los árboles, cual si todos hubiesen amanecido llorando por causa de un sueño triste. Vinieron a interesar mi atención unos rumores para mi desconocidos, que llegaban del lado de la gruta: parecía como si en el fondo habitasen gentes de siniestra vida, o seres sobrenaturales que celebrasen asambleas tumultuosas, conferencias a media voz, pláticas entrecortadas, ceremonias de cultos secretos en los cuales desfilasen numerosos concursos al son de cantos graves y roncos, sin modalidades ni gradaciones de notas largas y solemnes, como coro de monjes en un subterráneo, o bien, de súbito representábame la imaginación una Salamanca desconocida de los hombres de la comarca, y esos ruidos eran los ecos lejanos de las fiestas horripilantes de brujas y brujos asquerosos, entremezclados con demonios en vacaciones, concurrentes con permiso del rey del abismo: se oía los estruendos de las danzas grotescas y brutales, se adivinaba los trajes y las actitudes obscenas, las rondas desordenadas, las risotadas estrepitosas, combinadas con una música de sonidos sin resonancia ni vibraciones, como si se tocara para que bailasen condenados a   —203→   muerte, en el mismo tambor de la ejecución; luego un hondo silencio, y después una ilusión diversa; oíase con claridad casi indudable, palabras de timbre solemne, como de general que diese órdenes terminantes a secas en una avanzada nocturna; chasquidos de alas inmensas que se baten con fuerza para emprender un vuelo precipitado, silbando en seguida al cortar el aire; crujir de huesos roídos por dientes de acero, y aplicando con mayor intensidad el oído, se percibía muy leve, pero distinto, el piar de polluelos que se aprietan debajo del ala materna para abrigarse todos a un tiempo.

Este conjunto y sucesión de imágenes, suscitadas por tan extraños ruidos, fueron de tal manera sobreexcitando mi imaginación, que llegué a sentir verdadero terror, hasta figurarme que esa gruta era realmente la guarida de alguna legión infernal, que deliberase el modo de arrastrarme a sus cuevas inmundas y despedazarme en un festín, en el cual mi sangre sería el licor servido en cráneos de víctimas antiguas. No me atrevía a respirar, por miedo de que al mover mis ropas, advirtiese algún espía de la endemoniada turba mi presencia, y hasta los latidos de mi corazón me parecían repercutir con estrépito en aquella soledad y en esas alturas, donde los ecos son tan susceptibles y fugaces, que no pueden guardar secreto de la caída de una hoja, ni de la levísima inclinación de la flor donde se posa una luciérnaga errante.

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Hice un supremo esfuerzo de valor y abrí los ojos. El alba sonrosada dibujábase ya en el horizonte, los astros palidecían, los vapores acuosos del rocío recogíanse en las hondas quebradas, en masas densas coloreadas de casi imperceptible rubor. Sobre el agudo pico de un cerro próximo asomó radiante, como una explosión de luz, el astro de la aurora, el planeta que viene del Oriente derramando torrentes de amor. Volvime ansioso a ver la gruta de los rumores nocturnos, y lo que en ella contemplé, no ha de ser pintado en una frase, porque es un poema de primitiva grandeza, donde lo nuevo, lo virginal y lo sublime hacen que la mirada se suspenda, y el alma se sujete a la contemplación de sus cuadros y escenas sucesivas, impregnadas de solemnidad y de religioso misterio. Era el despertar de la gruta de los cóndores a las primeras claridades del día, y en medio del himno naciente que saluda, en toda la tierra y en todos los climas, la vuelta victoriosa del padre de la vida.

Silencioso y con paso mesurado, pero solemne, un enorme cóndor de plumaje gris obscuro, asomó de la cueva y se detuvo en un ángulo saliente de la roca; movió el cuello para probar sus músculos, abrió las alas en toda su amplitud, desperezándose de la inacción de la noche, y sacudiendo con violencia la cabeza, lanzó un poderoso graznido, que voló a confundirse con los cantos que de todas partes surgían   —205→   en honor de la mañana. Era el himno informe y rudo de su garganta de acero, entonado en pleno espacio; era el grito de alerta enviado a las cumbres altísimas, escuetas y desoladas, a las nubes que las coronaban aún porque reposaron sobre ellas, a las selvas profundas y a los valles distantes; era la voz del soberano, advirtiéndoles que iba a emprender el viaje cotidiano por encima de todas las alturas, hasta que el sol se ocultase de nuevo tras las cordilleras inaccesibles.

¡Cómo resonó en mi oído aquel eco ronco y fúnebre! Yo pensaba en la atronadora canción que él habría entonado en ese instante a la naturaleza y a los cielos abiertos, si Dios no lo hubiese privado para siempre del supremo poder de la armonía, al dotarlo de la fuerza y darle por dominio lo ilimitado, lo invisible, lo insuperable. Se advierte, en su concentrado y siniestro graznido, la desesperación de esa terrible condena. ¡Ah, cómo repercutieran de cumbre en cumbre el ¡salve! gigantesco a la alborada, desde las solitarias regiones de las nubes; el heráldico anuncio de sus paseos triunfales; el salmo grandioso de su culto al astro que enciende las antorchas del mundo, y el titánico himno de victoria, cuando suspendido como un punto en las alturas, divisa cual una leve sombra las montañas seculares! ¡Y con qué sublimes y proféticos acordes haría a la América la revelación de sus secretos, guardados por tantos siglos,   —206→   y destinados a perecer con el último vástago de su raza! Él también cantaría sus amores ignorados, transcurridos en el fondo de las grutas al calor del nido, o en la región de las nubes al calor del sol; los sueños de grandeza y los vértigos de lo alto, que lo acosan cuando se cierne, invisible a la tierra, y creyéndose muy cerca de otros mundos...

Largo rato permaneció de pie sobre la aislada piedra, con los ojos fijos en el Oriente por donde el día se acercaba con rapidez. De pronto batió las alas, voló un corto espacio hacia adelante, rozando con las garras las copas de los árboles y las aristas de las rocas, y entonces se remontó vigoroso, de un solo impulso, hasta una inmensa altura, desde la cual emprendió su peregrinación por las desconocidas y remotas rutas del firmamento.

Pero en seguida el cuadro de la gruta se ofrece más animado, más risueño, más gracioso. Empiezan a salir uno a uno, con aire grave y pensativo, los habitadores de la sombría vivienda, hasta formar bien pronto un enjambre movedizo y bullicioso, con sus medias voces de tonos y modulaciones incalificables, retozando a pequeños saltos sobre una ancha terraza de piedra laja, persiguiéndose unos a otros, girando en reducidos círculos, yendo a posarse en una piedra muy próxima, o en la copa de un árbol de la que era fuerza levantarse antes de asentar todo el peso, porque la rama se encorvaba crujiendo;   —207→   entrelazándose los arqueados picos, los cuellos sin plumas y las garras negras; jugaban como niños, locos de contento, al sentir los primeros tibios rayos del sol de invierno que se levantaba disipando las brumas, mientras dos o tres viejos patriarcas, inmóviles, soñolientos, desvelados, los contemplaban impasibles, como abuelos rodeados de sus nietos, indiferentes en apariencia a los encantos del nuevo día que lentamente volvía el vigor a sus alas entumecidas. Los polluelos salieron también a ensayarse en los primeros ejercicios atléticos; emprendían vuelos cortos seguidos de un cóndor viejo, como para adiestrarlos y protegerlos en cualquier desfallecimiento, y regresaban después a la terraza de la gruta, donde los esperaban otros que a su turno partían a los mismos paseos.

Era el espectáculo de una familia numerosa y feliz, en la cual las ocupaciones se comparten con método y se ejecutan con matemática uniformidad. Luego, cualquier ruido extraño, el relincho de un huanaco asustadizo, el derrumbe de una piedra desquiciada, el grito de un campesino que pastorea su ganado, traen súbita alarma al seno del pintoresco cuadro; todos, menos los chicuelos, toman la fuga por las sendas aéreas, en direcciones distintas, hundiéndose los unos en vuelos oblicuos, en abismos insondables, desapareciendo los más entre las serranías laterales, o perdidos de vista por la distancia.

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Desierta quedó la granítica vivienda, y ni un leve ruido salía de sus entrañas. Sentí viva curiosidad de penetrar en ella, y descubrir por mis propios ojos el secreto de aquello que yo creí una guarida de brujas, o un salón subterráneo de la corte universal de Luzbel. Seguido del criado traspasé el dintel, tan alto que no me fue preciso inclinar la cabeza; marchaba sobre un pavimento de grandes rocas encarnadas, y por debajo de una bóveda cuyos troncos y arcos no se derrumbarán sino por el sacudimiento terrestre que derribe la montaña misma; porque el admirable arquitecto que la construyera no hizo más que horadar una mole compacta con el más sutil y poderoso de los instrumentos -el agua - experimentándola con la más irrefutable de las pruebas -los siglos.

A cada palmo que adelantaba, la obscuridad se hacía más profunda, y nuestras voces repercutían con esa resonancia propia de los subterráneos; pero luego fuimos sorprendidos por una claridad que parecía venir de una alta claraboya abierta en la parte superior del cerro: y al llegar adonde el haz de luz hería el fondo de la cueva, miré hacia arriba, y muy alto, a través de la abertura por donde respira el pulmón de la montaña, pude ver el azul del cielo, y algunas aves cruzar por delante de él, como se ven pasar los corpúsculos errantes de la atmósfera por el campo de un telescopio. Reinaba el silencio;   —209→   ni una respiración, ni un graznido, ni un murmullo que denunciasen la presencia de seres animados. Los cóndores habitadores de la caverna la habían abandonado, para volver a la noche a ocupar sus nidos cavados en el granito por las filtraciones incesantes, o por las férreas garras en alguna blanda masa de greda o arcilla; y también, formado de ramas de árboles de la comarca, en la época de los amores, cuando todas las aves circulan por el espacio llevando en los picos gajitos secos, manojos de paja mullida y amarillenta, hojarasca desprendida por el viento, para preparar los lechos de las futuras madres, y al mismo tiempo las cunas en que han de abrigar a sus pequeñuelos. Hacia arriba la gruta se extendía en graderías imperfectas pero practicables, y en los muros veíase amplias cornisas, nichos de imágenes ausentes, hendeduras y cavidades que parecían otras tantas grutas laterales, cuyos fondos quedarán ignorados para siempre de los hombres.

A la media luz de la inaccesible boca de la cueva, vi lo que puede llamarse el nido del cóndor: y en verdad, invitan a la reflexión más grave, la rígida desnudez y la pobreza estoica del lecho en que descansa de sus viajes imponderables el rey del mundo alado de América. Él impera sobre las cumbres, domina las más altas tempestades, asiste a los ventisqueros aterradores y a las erupciones   —210→   volcánicas; preside a la formación de las nieves en la nube y en la roca, lucha victorioso con las más bravas corrientes atmosféricas, rompiéndolas con el borde de las alas, sin alterar la serena majestad de su vuelo; sacrifica para su alimento multitud de seres vivientes, y conoce tesoros ocultos por los cuales la humanidad promovería guerras exterminadoras: y no obstante, su vivienda es una gruta fría y desnuda, que el viento azota, el rayo calcina y la lluvia anega; su nido es el hueco de la piedra donde rara vez descansa su cuerpo, manteniéndose de pie, cubierto con su propio plumaje, cuando no pasa las noches a la intemperie, solo como un espíritu maldito, sobre la última roca de una cima ennegrecida por el rayo contemplando el eterno y mudo rodar de los mundos luminosos, y a sus pies la sombra de la tierra, inmensa y difusa como el vacío en que resonó por vez primera la palabra de Dios. Problema impenetrable es ese, sin duda: la vanidad de nuestra miserable naturaleza humana no se sacia jamás de poderío, de esplendores y de fugitivas grandezas terrenales, mientras hay seres que repudiando lo que ella adora, insomnes eternos del pensamiento y de la hermosura, luchan sin reposo contra las leyes de la vida, con la única esperanza de alcanzar la región de la luz sempiterna, de la contemplación infinita de la belleza originaria e imperecedera!

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Sí; el cóndor es un ave simbólica, de esas en cuyas formas y hábitos los pueblos sintetizan los más altos ideales; el fénix mitológico era la encarnación de un estado del espíritu; el águila representa otra tendencia del alma humana; el cóndor, hijo de la América, tan antiguo por lo menos como su edad histórica, es la más alta, la más grandiosa representación de sus destinos en la vida y de los caracteres predominantes de su naturaleza; y limitando la extensión de la idea, puede decirse que él sería un emblema perfecto de las inteligencias superiores, de los que iluminan la marcha de la historia desde las alturas del pensamiento puro, libre, impecable, que no abandona la órbita invisible pero real en la cual ejercita su fuerza increada, y desde la cual envía a los hombres, en forma de creaciones y de dogmas, las verdades sucesivas, arrancadas de misteriosas y primitivas fuentes.

¿Dónde están esos focos de luz, que de tiempo en tiempo, de siglo en siglo envían a la humanidad sus rayos salvadores, encendidos como fanales para alumbrar senderos desconocidos, en la tiniebla donde se descamina y desorienta conturbada y desviada de los caminos rectos? ¿Por qué cada uno de los que constituyen la peregrina grey de Adán no ve la misma antorcha, ni oye la misma voz, ni siente la misma inspiración en medio de la selva obscura? Cuando el hombre, el pueblo, la multitud de los pueblos   —212→   vagan extraviados en el desierto de las pasiones, de los errores o de los instintos rebelados, enciéndese una nube en el Sinaí, y hablan los relámpagos con la voz del trueno, levántanse las miradas a la cumbre, y una sublime visión, un hombre anciano como la sabiduría, enseña los ígneos caracteres reveladores del misterio que perturba los sentidos, los afectos, las inteligencias. Avanza en filas ordenadas y al son de cantos marciales por la ruta abierta, durante otros siglos, y la intrincada selva cierra nuevamente el paso, y los gritos de desesperación y de angustias llegan a las alturas envueltos en densas sombras. Pero arde de súbito el incendio; al resplandor de las llamas que iluminan espacio aparece una mano fulgurante, señalando el derrotero, y se oye una palabra profética: los pueblos la escuchan, la obedecen y resuenan de nuevo los himnos marciales. Pero los que no alzaron la cabeza para contemplar la nube encendida por el rayo, ni la aparición celeste al rojo fulgor de la hoguera, quedaron aprisionados para siempre entre las zarzas y las breñas del bosque tenebroso; y ya no repercuten sus gritos de dolor o de furia, ni se despejan las nieblas, ni voz alguna les habla desde el firmamento.

La historia es una inmensa llanura donde alternan a vastos intervalos los desiertos inconmensurables con los oasis regeneradores, los laberintos sin   —213→   salida con los valles de verdor eterno y corrientes de cristal, y la raza humana, viajera sin reposo, no tiene otros guías que los astros, las cumbres, los relámpagos y los incendios, pero siempre la luz y las alturas. Por eso los pueblos que se salvan, marchan con la mirada fija en las cimas y el pensamiento en el ideal, y en todos los tiempos hicieron de las grandes aves emblema de ese instinto, de ese anhelo insaciable de lo alto, de lo desconocido, de lo sobrenatural. ¡Oh, si mi patria no olvidase que hacia el occidente se levantan las cumbres más elevadas de América, y que más arriba de ellas tiene su región soberana el cóndor de los Andes; que por ellas cruzaron las legiones heroicas de otro tiempo, llevando una gran luz como signo de redención y un pensamiento como arma invencible con cuánta claridad aparecería sobre el fondo azul del firmamento la visión del porvenir, que en vano busca hoy en horizontes nebulosos e indecisos! Allí, sin apartarse nunca de sus montañas amadas, el cóndor espera sin cesar, inquieto, silencioso, ora perdiéndose en alturas infinitas para divisar más lejos, ora emprendiendo viajes a regiones remotas, la hora de entonar su primero y último canto, el canto de la gloria, levantando entre su corvo pico hasta los astros un jirón de esa bandera que tiene el azul de su cielo y la nieve de sus cumbres, para ungirla con luz de sol a la vista de dos mares!

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Desierta está la guarida de los cóndores; el esplendor del día los seduce; la ignota ley de su destino los impele a errar por los aires, y a ellos se lanzan todos, dispersos, sin más consigna que escudriñar lo recóndito y emplear la potente garra para alimentar, fortalecer y prolongar la vida. La madre asiste a los hijos jóvenes en los trances peligrosos, vuela lo que ellos pueden volar, y cuando los rinde la fatiga, reposan sobre una roca, para emprender de nuevo la peregrinación. Muchas veces, no obstante, se los ve revolotear en enjambre a grandes alturas, en círculos concéntricos, alrededor de un solo punto, y sin que su ronda parezca tener fin; todos miran hacia la tierra, al fondo de un valle o al interior de una selva. ¿Quién ha tocado la llamada que los congrega desde tan remotas distancias? Uno de ellos olfateó o divisó la presa al pasar, y levantándose a enorme altura, para que lo vieran los más lejanos, comenzó a girar sobre aquel paraje, donde una víctima olvidada del cazador, la mula viajera caída de cansancio, o la cría abandonada al nacer, por el ganado o el rebaño, ofrecen alimento a todos los cóndores de la comarca. Aquella es la señal convenida de reunión, y uno a uno van llegando y siguiendo al primero en sus círculos interminables, hasta hacer imposible contar el número, y hasta nublar levemente el sol, como una negra tela que el viento removiese sin cesar; y parecen acometidos   —215→   de vértigos, ebrios de dar vuelta por la misma órbita; la vista se fatiga en vano siguiéndolos, porque ninguno desciende al plano mientras un vago peligro, la presencia de un observador, un viajero que costea a lo lejos una falda del monte, una nubecilla de humo que anuncia vivienda humana, les advierten que el festín va a ser interrumpido, o que tal vez ha mediado el ardid del hombre para darles caza.

He observado mil veces esta escena, ya durante mis viajes, ya desde el viejo corredor de un rancho de la hacienda, perdido entre los valles de la montaña, o entre las rocas de una ladera pastosa. Mas quiero situarme en lugar solitario para transmitir lo primitivo, lo salvaje, lo grandioso. El día se ausentaba, y el enjambre de los cóndores, seguía girando con la misma estoica serenidad en remolinos innumerables; repercute de súbito el eco de un ruido extraño, que las ráfagas conducen de muy lejos, el relincho del potro indómito que pace y retoza en sitio distante, o una piedra que se desquicia y se estrella con estrépito detrás de un cerro vecino, y se ve entonces a uno de los buitres desprenderse solo de la ronda, y volar hasta el punto donde resonaron el relincho o el derrumbe, volviendo en seguida a continuar la gira. Si durante el día no han desaparecido sus temores, no abandonarán la región, aunque la noche los sorprenda; antes bien, la esperan,   —217→   porque a su amparo, y cuando todo descansa, ellos descenderán al fin a gozar tranquilos de la ansiada cena, en la cual la res exánime se rodea y se cubre de aquellos voraces y silenciosos convidados, que la desgarran, la mutilan, la descuartizan, la desmenuzan, arrancándole jirones de carne, abriéndole el vientre con sus cuádruples puñales, que luego son garfios para extraer cada uno una víscera: el corazón desprendido de sus profundas raíces; el hígado chorreando sangre negra; los intestinos dispersos o enredados como cuerdas entre aquel laberinto de plumosas y calludas patas, que se los disputan, estirándolos para cortarlos en pedazos. Allá uno ha enterrado sus férreos ganchos en la cuenca del ojo inmóvil de la víctima, y apoyado en la pata izquierda tira con fuerza hercúlea; óyese un seco estridor de fibras y músculos que se rompen, y el corvo pico rasga después la suplicante pupila.

El cuadro se desarrolla en un rincón tenebroso de la selva; la hambrienta banda ejecuta la fúnebre tarea, sin darse reposo; sólo desprenden del conjunto los fatigosos resoplidos le la horrible y trágica faena, y de tiempo en tiempo gruñen y graznan, ahogados por los trozos engullidos a prisa, para volver más pronto a renovar la ración sangrienta. Cuando ya no queda sino el desnudo esqueleto, y en torno suyo los grumos de Sangre amasados en el polvo,   —217→   formando un charco infecto y nauseabundo; cuando cada comensal se aparta de la mesa por sentirse harto, o porque antes se agotara la provisión, empiezan a levantarse, como a escondidas, volando a las rocas próximas, donde limpian los picos frotándolos como cuchillos contra la piedra. Entonces comienza a adormecerlos ese vago sopor de las digestiones lentas, encogen el cuello, hunden la cabeza entre los arcos superiores de las alas, y por breves instantes se cierran esos rugosos párpados que por tanto tiempo no se juntaron, ni en las deslumbrantes irradiaciones de los soles estivales, ni en las tinieblas de las noches pasadas de centinelas sobre las cimas estremecidas por el trueno o por las convulsiones internas... Después, un gigantesco rumor de alas que azotan el aire y las ramas en medio del abismo, y a desparramarse de nuevo más arriba de los altos dorsos de piedra, en el espacio estrellado, por donde sus sombras se desbandan como nubes de tormenta que el viento dispersa de súbito. Ya pagó su tributo a la miseria de la carne el señor ideal de las etéreas comarcas; el misterio, la obscuridad, velaron el acto salvaje, el momento prosaico del rey de los dominios inmensurables de la luz!

Para apresar a este osado ocupante de la hacienda ajena, sólo en virtud de ese derecho inventado por los fuertes y los poderosos, el hombre ha debido recurrir a la astucia y al veneno, porque se siente incapaz   —218→   de perseguirlo en su vuelo, y porque sólo así la humanidad ha podido vencer a los grandes rebeldes a sus leyes y a sus dogmas. Yo he visto también al indomable cóndor caer en manos del campesino montañés. Cuando, conduciendo el ganado por los desfiladeros y las agudas cuchillas de los montes, alguna res se derrumba y queda entregada a la voracidad de las aves carniceras, él espera la noche para tender la celada a los convidados del banquete próximo, que ya se ciernen sobre la víctima a alturas increíbles, para descender sobre ella en el silencio de las sombras; impregna de mortífero ungüento la carne muerta, y escondido a larga distancia, dentro de una piedra socavada por las aguas, o en paraje cerrado por tupidas e impenetrables ramas, aguarda la catástrofe. El hambre congrega a la negra multitud sobre la presa; comen, engullen, devoran con ansia, con desesperación e inquietud por marcharse pronto, y con la avidez de una prolongada abstinencia; y cuando llega el instante de emprender la fuga de sospechados peligros, sienten que sus alas no tienen vigor, que los músculos potentes que los agitan y los sostienen sobre los vientos y las calmas de la atmósfera se vuelven flácidos y débiles, y ya no pueden siquiera levantar el peso de las plumas que los visten; desmayo, aniquilamiento, agonía, invaden sus cuerpos antes invulnerables; se esfuerzan por huir, y se revuelcan como ebrios; abren los picos,   —219→   untados aún en el cebo de la carne, y los resoplidos de la angustia resuenan ahogados, pavorosos, horribles; uno tras otro, en confusión, lanzando postreros graznidos que retuercen el alma y erizan el cabello, van cayendo en espantosa lucha con la muerte, mordiendo la tierra con ira satánica, azotándola con aletazos feroces, rasgándola en hondos surcos con sus garfios acerados, como queriendo arrancarle las entrañas, hasta que, por último, después de un estertor de intraducible resonancia, abandonan su cuerpo al polvo, extienden el rugoso cuello, y abriendo en toda su extensión las gigantescas alas, expiran...



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Una cacería


Debíamos en breve tiempo abandonar por muchos años la tierra nativa, para ir al célebre colegio de Monserrat a emprender nuestros estudios superiores; mi padre mantenía el secreto, y aquella visita a las montañas, donde tenía la hacienda hereditaria, era la de despedida. Nada nos dijo entonces, por temor de entristecernos, y sólo ponía todo su cuidado en hacernos gozar con hartura de los espectáculos de la naturaleza y con las escenas de la vida campestre, en las cuales tantas veces fuimos actores durante la infancia. Yo sorprendí su conversación con el capataz una noche, a la hora en que todos dormían sobre sus camas de viaje tendidas en el suelo,   —222→   dentro del patio del rancho de pirca, limitado por un cerco de largas vigas amarradas en doble hilera sobre gruesos troncos, como para resistir al empuje de los toros, cuando embisten encolerizados o luchando entre sí.

«Estos pobres muchachos -decía mi padre, con profunda melancolía- ¡quién sabe cuándo volverán a estos lugares en que han sido tan dichosos! Yo me siento viejo, y una enfermedad incurable va consumiendo mi vida: hasta tengo miedo de separarlos de mí, porque quizá no vuelva a verlos... Mañana, al salir el sol, disponga la gente de la estancia, y los perros y todo; nos pondremos en marcha, porque quiero mostrarles los límites de lo que ha de ser suyo cuando yo muera, y para entretenerlos, hágalos ver una corrida de huanacos.»

Yo lo oí, y cubriéndome hasta la cabeza, me puse a llorar convulsivamente. La partida a Córdoba, en marzo, era para mi una separación eterna; y ya pude explicarme la tristeza de nuestro pobre viejo, y por qué se quedaba siempre solo detrás de la caravana cuando marchábamos; por qué guardaba silencios tan prolongados y por qué se esforzaba para reír y darnos bromas, mostrando un buen humor excesivo y extemporáneo.

Pero muy pronto vino a distraerme el movimiento de los aprestos para el viaje, las llamadas a los campesinos para mandarlos a traer las bestias, las   —223→   órdenes minuciosas del capataz, los fuegos encendidos para hacer luz y para preparar el desayuno de los expedicionarios, los cantos y los silbidos de los peones, cuando en medio de la obscuridad se internaban en las quebradas donde pacían las mulas, los bramidos del ganado en todas direcciones, multiplicados al infinito por los ecos de tantas serranías.

Entretanto venía el alba, asomándose como muchacha enclaustrada por las rendijas abiertas entre unos y otros picos de la sierra vecina, y empezaba a correr ese airecillo helado de las mañanas montañosas, quedado como una memoria del invierno que se va, y un anuncio de la primavera que llega: pero que viene a verter en nuestro ambiente todos los aromas de otros valles distantes, y a levantar ese olor peculiar de las aglomeraciones de ganado, que hace abrir las fauces con avidez, en vez de cerrarlas con repugnancia. Centenares de terneros encerrados por la noche, claman casi con acento humano, todos a un tiempo, por la ubre materna, alzando un vocerío aturdidor. Las mujeres de la hacienda salen luego con grandes cántaros y tinas, asentados en la cabeza sobre el pachiquil hecho de hojas de retamillo o de algarrobos nuevos, y arrollados en los desnudos pero fornidos brazos los tientos para amarrar las crías impacientes, mientras ordeñan. Corremos a presenciar esta faena y a aprovechar la leche recién salida, caliente   —224→   confortante y coronados los vasos de espuma, que sorbemos a todo pulmón.

En otro sitio se sacrifica una vaca para el avío, recogiéndose en bateas la sangre para los galgos y los «bulldogs» de presa, los amigos de cuya compañía y auxilio no es posible prescindir, y en aquella época gozaban de fama y de respeto en toda la comarca dos de ellos: Humaitá, el rey de la jauría, corpulento y membrudo como un león, y a cuya fuerza no hubo novillo embravecido ni venado gigantesco que resistiesen; y Curupaytí, menudo como ardilla, pero astuto sin rival para elegir la parte donde había de morder a la presa cuando se apartaba del rodeo, promoviendo el desbande de las demás, y así, dejábala sin movimiento, o entre todos la derribaban. Respetábamos a Humaitá, así como a un semidios de la fuerza; queríamos a Curupaytí porque era travieso y cariñoso con los amitos, mientras en el primero veíamos un señor terco y grave, gruñidor y déspota, que, si bien no nos ofendía, nos trataba con cierto desdén. Mi padre lo amaba con locura; confiaba en él la vida, como en una potencia sobrehumana, y por el eco de sus bramidos huecos y estentóreos, y por el vigor de su férrea musculatura, lo bautizó con el nombre de la fortaleza paraguaya, donde tan alto resplandeciera el heroísmo argentino. Manteníase a su lado cuando dormía en las soledades desiertas del monte, con la cabeza erguida   —225→   sobre el robusto pecho, extendidas las manos en actitud de emprender un súbito ataque y con los ojos abiertos, brillando como carbones incandescentes a la sola claridad de las estrellas, y aun en el seno insondable de las neblinas.

Alegre y bulliciosa emprendiose la marcha por un amplio y pastoso valle con ondulaciones de ola mansa al principio, y luego con asperezas y sinuosidades, ángulos y desfiladeros propios de esa región salvaje y primitiva, donde sólo transitan los ágiles huanacos y las cabras monteses. Marchaba a la cabeza la jauría capitaneada por Humaitá, con su lugarteniente el festivo Curupaytí, al costado; el primero grave y silencioso, con aire de portaestandarte real, el segundo movedizo y desordenado, salíendose a cada instante del grupo para disolver alguna reunión de caranchos o de cuervos, o perseguir una llanta solitaria, o un yacopollo, que bebía a pequeños sorbos el agua de algún agujero horadado por las lluvias sobre las piedras de los torrentes. Humaitá lo mira de reojo, entornando las pupilas enrojecidas con gesto de reprensión más bien paternal que de dominio, y sólo se permite una variante a la monótona regularidad de su trote, cuando en los espesos matorrales de garabato, entre los olorosos bosques de chilcas, o las verdes selvas que en las márgenes de los arroyos forma el palanchi, de grandes y aterciopeladas hojas, asoma la cabeza altanera algún torito   —226→   retozón y engreído, amenazándolo con su aspecto bravío, como de mozo pendenciero. ¡Eso sí que Humaitá no lo tolera! y lanzando su ladrido formidable, que repercute de cumbre en cumbre, de un salto se precipita sobre el osado provocador, a quien el súbito espanto pone en fuga hacia arriba por las empinadas pendientes, hasta que el noble perro, satisfecho su legítimo orgullo, vuelve, como sonriendo de una travesura, a recobrar su puesto en la columna viajera.

Plácido está el día y lleno de sol otoñal que no deslumbra ni quema, pero aclara la atmósfera hasta hacer perceptibles los menores accidentes del cielo y de la tierra, ya fuese en las más lejanas serranías, ya en los valles vistos de tiempo en tiempo por alguna abertura repentina, entre dos conos eminentes; porque los senderos, ora buscan el lecho arenoso de las corrientes, ora costean y ascienden en ziszás los planos inclinados de las cuchillas, erizados de peñascos y de zarzas, o remontando hasta las cumbres mismas, nos permiten pasear la mirada por los cuatro vientos, dominando horizontes remotos en cuyos fondos turbios o azulados se dibujan al occidente los Andes limítrofes, al oriente la llanura inmensa, que sólo termina allí donde los anchos ríos, con el caudal inagotable de sus vastos senos, vierten en el océano el limo fecundo de la tierra argentina. Allí hay que suspender la marcha, porque los ojos se difunden   —227→   en el espacio abierto, las almas sienten impulsos de alas gigantescas por lanzarse más arriba de los más altos vértices, y los pechos detienen su batir incesante para absorber en un diástole prolongado la infinita plenitud de los aires... Sacuden el espíritu ansias de dar un grito inarticulado y salvaje, que fuese como el estridor de un clarín del empíreo, evocador de mundos extintos, que llegase a sacudir las aristas esfumadas de los volcanes más remotos y a sublevar las olas de los mares invisibles.

Alegre y bulliciosa sigue la partida; los ecos multiplican en diversos tonos los ladridos de los perros y los gritos y las risotadas de los peones, puestos de buen humor por la perspectiva de la fiesta; las mulas, contagiadas del general contento, relinchan también, y con las narices abiertas al aire pleno, lanzan resoplidos formidables, como a media noche, cuando presienten al león en las proximidades del paraje donde pastan, y cuando retozan sueltas de su carga y servidumbre. Pero ya nos acercamos al valle amplio y dilatado, donde los huanacos acostumbran congregarse a tomar el sol, a revolcarse y desflorar la hierba naciente, siempre en grupos capitaneados por el relincho de alto y redondo cuello, el cual, al propio tiempo que gobierna la tropilla, se encarga de vigilar los caminos y dar la primera señal de alarma, apenas ha divisado el polvo sutil que levantan   —228→   las cabalgaduras, o ha percibido con oído finísimo sus pasos cautelosos, mientras descienden las cuestas o marchan ocultas entre los matorrales de las quebradas.

Cuando la entrada al valle se acerca, hay que combinar el plan de ataque, porque las tropas de huanacos, descuidadas y en abandono, pacen o descansan sobre las blandas arenas que las crecientes dejaron aglomeradas, formando el tapiz mullido de las vegas. Distribúyese la gente según el plan estratégico para cerrar las salidas a las ágiles manadas, para evitar su fuga del círculo de cazadores, y para facilitar la carrera y el funcionamiento del lazo y de las bolcadoras en terreno abierto, o bien para obligarlas a pasar por parajes estrechos, donde serán aprisionadas sin más recurso. Cuando cada uno ha ocupado la posición señalada, las cinchas están bien seguras, los lazos armados y fuertemente fijos por la presilla del extremo, los perros, los héroes del combate, gruñen de impaciencia, sujetos del collar, esperando el grito de guerra.

Hay un momento de solemne agitación en todos los pechos, y de pensar en los peligros que antes el entusiasmo no dejó calcular ni prever. Nosotros, mi padre y mis hermanos, apostados sobre una colina dominante, presenciamos con las emociones más profundas y diversas el cuadro que comienza, la escena de corte épico, iniciada con espantoso estrépito   —229→   de relinchos de furor, aullidos de pelea, gritos desesperados y desacordes, tropel de angustiosas carreras, crujidos de ramas rotas, alaridos feroces o dolientes de lucha a muerte, y todo reproducido por los ecos y cubierto por nubarrones de polvo.

Humaitá, contenido con gran esfuerzo por los gritos de su amo y por la mano férrea de un negro atlético, no pudo esperar más tiempo, y lanzando un ladrido que estremeció las serranías, cual un toque de carga en trompa guerrera, dio la señal de la lid, y de un solo salto, un salto inverosímil, cayó de improviso en medio de la tropa, como desde el follaje de un árbol cae de súbito el tigre sobre el rebaño que pasa. Un relincho agudísimo y doliente, mezcla de furor y de espanto, le responde, y levantando un torbellino de arena la manada emprende desesperada fuga.

Los galgos de cuerpo flexible y elástico, descuélganse a la vez desde sus escondrijos, y cual si obedeciesen una orden militar, cada uno elige la presa que ha de perseguir y aprehender; el viejo, el hercúleo Humaitá, como esos reyes de los tiempos heroicos que combatían a la cabeza de sus soldados, busca entre el tumulto al padre, al jefe de la tropa enemiga, un enorme huanaco de alto y musculoso cuello, de corpulencia colosal y de carrera tan veloz, que apenas puede distinguirse su contacto con la tierra; el noble perro le sigue de cerca, sin pararse   —230→   en breñas, ni en rocas, ni en hendeduras, sobre las cuales salta como si tuviese alas invisibles, y de tiempo en tiempo interrumpe el terrible silencio de aquella persecución a muerte con ladridos de furia y de amenaza, que redoblan el espanto y la desesperación de la gigantesca presa, y difunden por el aire presentimientos fúnebres.

Pero el valle no tiene salida salvadora, y así que el huanaco perseguido embiste a la boca de la quebrada espinosa y profunda para escapar por sus sendas impracticables, asoman los cazadores, apostados para cerrarle el paso, amenazándolo, aterrorizándolo, aturdiéndolo con boleadoras lanzadas a los pies, con golpes secos sobre el guardamonte, y gritería infernal repetida y multiplicada por la repercusión; el huanaco, que aún no ha vencido el horror de la primera sorpresa, al estrellarse en nuevos y mayores peligros no ya relincha, sino ruge con estridentes voces, y para huir a otros rumbos, para salir ileso de la emboscada y del ataque del perro, pronto a saltar sobre su grupa, tiene que atacar a su vez con tanta fuerza, que más de un jinete rueda derribado por su empuje, logrando inutilizarlo mientras desvía el salto de Humaitá, para precipitarse de nuevo en busca de otra senda accesible y tramontar los muros de aquel campo de batalla; hasta que convencido de sus inútiles estratagemas, espera extraviar al encarnizado agresor, y conducirlo a paraje   —231→   propicio para librarle combate singular, y morir luchando con la fuerza postrera, que suele ser irresistible.

De pronto, el grupo fantástico de Humaitá y su presa, desaparece de nuestra vista detrás de un espeso bosque de arbustos y de piedras, hacinadas como columnas en ruinas, y sólo oímos el eco de los ladridos y de los relinchos que se alejan. Han tramontado una cuchilla del cerro y se han lanzado por sitios donde nuestro viejo Humaitá se pone en peligro inminente de caer en precipicios ignorados, o rodar por los despeñaderos. Mi padre no puede contener la ansiedad, y montando a caballo corre detrás de sus huellas, llevando consigo otros jinetes; nosotros le seguimos también, trepando al galope por las subidas: escabrosas, rasgando los matorrales al abrigo de nuestros guardamontes, costeando abismos, saltando sobre anchas y hondas aberturas del terreno.

Después de una fatigosa y agitada carrera, llegamos a contemplar la última escena de un drama lúgubre; en un paraje solitario y abrupto, cubierto de talas y molles gigantesco, Humaitá logró dar caza al infatigable relincho, el cual, convertido en héroe por su propia desesperación, ha vuelto el frente a su enemigo, y luchan cuerpo a cuerpo, entrelazados como dos serpientes, jadeantes, rendidos, y próximos a caer exánimes. Nuestra presencia, aunque a   —232→   larga distancia, pareció infundir nuevos alientos al pobre perro, porque le vimos incorporarse de súbito hundir sus dientes en la garganta del adversario, que cayó a sus pies con todo el peso de la extenuación y la fatiga. Humaitá mantúvose así, sin soltar la presa, hasta que las dificultades del camino permitiéronnos llegar hasta él.

Encontrámoslo ya más bien como un amigo que guardase el cadáver de un compañero caído en una jornada común, en la misma clásica actitud de sus guardias nocturnas, sentado sobre las patas y con la cabeza inclinada, mirando tristemente en los grandes y negros ojos de su víctima los últimos reflejos de la vida que se ausentaba. Tenía el cuerpo acribillado de heridas, la cabeza abierta como a golpes de maza, y cuando mi padre puso sobre su cuello la mano cariñosa, el noble guardián de su sueño se recostó a sus pies lloriqueando y como pidiéndole que no se apartase de su lado. Rodeámoslo todos con cierto religioso respeto. Imponíanos silencio el aspecto del cuadro: la sangre corría de su cuerpo, vertía de sus plantas desolladas, por las asperezas del granito, y chorreaba de algunas venas abiertas por las espinas o por los dientes de la víctima durante la lucha. Resolvimos permanecer en aquel sitio hasta que el bravo, el leal Humaitá recobrase alientos para la vuelta.

Del otro lado de la cuesta llegaban todavía los   —233→   gritos de los cazadores y los ladridos de los galgos. La lucha continuaba, y vamos pronto a asistir a otros episodios que no deben dejar de aparecer en estas páginas, donde, por lo menos, han de adivinarse las costumbres y el temple de la gente montañesa. El resto de la manada, perseguida ha perdido ya la esperanza de la fuga, y entre el terror, la fatiga y la cólera, sólo atina a correr y correr hasta caer rendida, o extraviar a sus perseguidores entre el laberinto de la montaña.

Aseguradas las salidas del valle con los adiestrados y sumisos perros, que no abandonan la guardia, aunque sean ardientes los impulsos de lanzarse a la carrera para lucir la ligereza y el vigor los forzudos jinetes dispónense a emplear el lazo tradicional del argentino. Uno de los mozos de la estancia, invencible en la maestría con que lo maneja, ha tomado por ayudante al veloz y flexible Curupaytí, el cual sabe a maravilla y con ardides sólo de él conocidos, obligar a la presa a pasar por el sitio conveniente; y cuando a toda velocidad, dando saltos y relinchos desesperados, cruza al alcance del tiro siempre certero, agita el brazo robusto, y el lazo vuela en ondulaciones elegantes, llevando abierto en su extremidad el círculo opresor, como si un atleta arrojase el arco en juegos olímpicos, a envolver el cuello de un huanaco gigantesco; es el momento de la ansiosa expectativa, que dura un instante,   —234→   mientras el lazo se desarrolla en toda su longitud; porque la presa, al sentir sobre el cuerpo el anillo que ya a estrangularla, redobla la rapidez de la carrera, para cortar de la estirada el lazo, arrancar las cinchas que lo sujetan a la montura, o derribar del golpe a caballo y caballero. Pero no: ya aquel lazo tiene glorias conquistadas en las duras jornadas de la hierra; resistió la fuerza de toros tanto más bravíos y rebeldes al bramadero, cuanto por más tiempo vivieron entre las serranías, entregados a los placeres de la libertad y de la lucha con sus rivales.

¡Sí, tirá con ganas -gritaba el mozo con orgullo- este lazo no se corta nunca porque es de tu propio cuero! El huanaco, al llegar el instante supremo, inclinó la cabeza para forcejear mejor; pero todo fue inútil; aquella cuerda, que más bien parecía de acero, crujió con un sonido de fibras pulsadas en su máxima tensión, penetró el anillo en el tronco del fornido y velludo cuello, oyose un ronco estertor, y el animal, detenido de súbito por la contracción violenta del lazo, cayó de espaldas con sordo estrépito y desgarrador gemido. -¡Hola!- gritaba el mozo envanecido -¡mi lazo no se corta nunca! Y era porque lo había construido con piel de huanaco, la cual, según los estancieros de mi tierra, resiste las más formidables pruebas.

Curupaytí ya estaba al lado de la victima caída,   —235→   caracoleando y haciendo piruetas para mostrar que se le debía la mitad de la gloria. Asemejábase a esos valientes llegados a última hora, desnuda la espada, jadeantes, encendidos los rostros, lamentando no haber sido ellos los que hubiesen expuesto la vida en la pelea, corrió en seguida hacia nosotros, zarandeándose como una coquetuela, lamiéndonos las manos, entre gimoteos de gozo, para decirnos que había sido él el vencedor. Curupaytí era el clown de la partida; sus prodigios de velocidad y de astucia, eran siempre celebrados por sí mismo con gracias infantiles y zalamerías provocadoras de aplausos.

El hombre de la montaña todo lo poetiza, con esa fecunda imaginación acostumbrada a volar con la libertad de las aves; y esa facultad, nutrida además por las infinitas supersticiones a que vive sujeto su espíritu, hace de cada fenómeno o accidente, ajenos a la vida cuotidiana, motivo para un canto triste, para una leyenda fantástica, para una tradición perdurable. Aunque pálida y descolorida esta descripción de la caza primitiva, ella constituye en la vida montañesa, uno de los espectáculos más sorprendentes e interesantes, no ya sólo para el paisano habituado a sus emociones de actor, sino, en más alto grado para el observador, ajeno a las influencias de aquel medio.

Cada uno de los detalles de esos cuadros es una   —236→   fuente de hondas impresiones artísticas, difíciles de concebir si no se las ha recogido por la experiencia, y más arduas aún de pintar, si no se llega a imprimir al lenguaje la misma rapidez y la misma infinita riqueza de tonos y de elementos salvajes, diré así, los cuales, no por haber quedado fuera de la cultura moderna, son menos ricos en colores, en imágenes y en asuntos. La magnitud del teatro, las proporciones inmensurables de los obstáculos a la acción humana, la rudeza nativa de los actores, esa inconsciencia estoica del peligro para jugar con la vida como los niños con sus muñecas, son agentes que antes ofuscan y ciegan el criterio, que lo conducen y lo iluminan. En aquella cacería he visto episodios de eterna impresión, por lo inverisímiles al simple entendimiento, y por el terror que me causaron al verlos realizados por seres de mi especie.

Uno de los jinetes de la partida, montado en diestro caballo montañés, provisto del guardamonte y del lazo tradicionales, seguía con aturdido entusiasmo, por dar alcance a uno de los huanacos de la manada, el cual corría sin que lo detuviesen las selvas espinosas ni las afiladas cumbres. Pronto el grupo parecía diminuto a nuestros ojos, y oíase el estrépito con que rodaban al fondo de los abismos las piedras derribadas a su paso. A veces ocultábanse a la vista, cual si ambos se hubiesen derrumbado juntos   —237→   en un precipicio, y luego, con nuevo asombro, volvíamos a verlos asomar sobre alguna eminencia, el huanaco dando saltos fantásticos, el jinete revoleando su lazo, siempre a la espera de tomarlo a tiro, azuzando a su caballo y desesperando a la presa con gritos agudos, destemplados, horribles, que llegaban a nosotros, traídos por el eco, como si fuesen de un demonio sanguinario que persiguiese por las serranías un alma fugada del infierno; levantábanse a su paso bandadas de cóndores, sorprendidos en sus festines ocultos, y ávidos de ver el fin de aquella atrevida ascensión, adivinando una nueva víctima; los relinchos del fugitivo nos llegaban unas veces como carcajadas siniestras que anunciasen la muerte del cazador temerario, y otras como sollozos de desesperación o de angustia, de impotencia o de fatiga. Luego los perdimos de vista por completo: no venía el eco a revelarnos nada; los cóndores desaparecieron del espacio; una bruma opaca se extendía sobre el sobre el teatro de aquella escena, en la cual vislumbrábamos un sombrío desenlace, y todos guardamos silencio como si orásemos por el alma del esforzado campesino. Mi padre, con voz temblorosa por la emoción, ordenó marchar en su auxilio, aunque no volviesen nunca si no le hallaban. Todos partieron seguidos de los perros, y cuando la noche empezó a encender sobre nuestras cabezas los astros, la tristeza de nuestros corazones era más fúnebre.   —238→   Los ruidos nocturnos venían y pasaban sin una noticia. Encendimos el fuego de aquel rodeo melancólico, y a sus resplandores rojizos veíase el cuadro que formábamos, mi padre sumido en el más caviloso silencio, a su lado Humaitá en su actitud escultórica de mastín medioeval, despidiendo de las pupilas chorros de luz al reflejo de los tizones, y nosotros, poseídos de un vago terror, en el cual había, lo recuerdo muy bien, mucho de las supersticiones recogidas en los cuentos del fogón, y de la creencia en el Diablo, habitador de aquellos fantásticos laberintos.

De pronto y vivamente irguiose el noble perro; miró a mi padre y corrió hasta el límite de los reflejos de las llamas: volvió en seguida lleno de júbilo, y miraba hacia la obscuridad como diciéndonos: ahí vienen. No tardamos en sentir el tropel de las cabalgaduras, y luego los ecos de las conversaciones de los jinetes. Humaitá retozaba y se daba vueltas sobre la arena: quería decir que el cazador volvía salvo y sano de la peligrosa jornada. Nuestro grupo tornose bullicioso y alegre: los perros de caza eran recibidos por el viejo mastín, quien parecía hablarlos en secreto, o recibir de cada uno el parte de la misión cumplida. Curupaytí esquivaba el saludo a su venerable jefe, y todo por no dejar de inferirle un agravio, o porque se sintiese ya satisfecho y orgulloso de alguna proeza realizada en la   —239→   expedición; vino hacia nosotros e hízonos algunas morisquetas, como para advertirnos de la broma que jugaba al rey de la jauría; pero éste ya no podía tolerarlo, y acercándosele, le puso sobre el cuello una de sus manos de león, y un gruñido tosco y mal humorado bastó al travieso Curupaytí, para comprender que el viejo Humaitá no estaba para juguetes, ni para permitir que se le faltase al respeto.

Toda nuestra ansiedad -pasadas las escenas peculiares de esas llegadas de campesinos a un fogón de la montaña, y sus mil pequeños incidentes vistos al rojo resplandor del fuego siempre vivo- se contrajo a inquirir del cazador rescatado el relato de su brava expedición, de los peligros, de los accidentes, de la suerte del huanaco perseguido. El mozo, entre avergonzado y creyente, nos confesó que tal vez a esa misma hora iría aún corriendo tras él, porque se había encarnizado con la caza, y propuesto no volver al campamento sin una señal, por lo menos, de su triunfo; pero cuando llevaba más terreno adelantado, y quizá a punto de alcanzar la presa, ésta, de improviso, introdújose en la Quebrada del Diablo. Recobró él, entonces, por primera vez la conciencia de sí mismo, recordó la historia de ese paraje misterioso, de donde no vuelve cazador alguno, y comprendió que aquel huanaco apartado de la tropilla, sin que los obstáculos, ni los ardides de los galgos,   —240→   ni la fatiga lo detuviesen, era el mismo Diablo, que hacía tanto tiempo, convertido en venado, había conducido al infierno al pobre perro Yankee, y hubo de lograr igual cosa con el campero enviado en su auxilio, si un pensamiento parecido al suyo no le hubiese advertido el riesgo irremisible.

Interesome ardientemente la historia, apenas esbozada en el relato del campesino, y prometió referírmela esa misma noche, así que reposara de la fatiga, y mientras el fuego ardiese y el sueño tardase en sellar nuestros párpados, nuestros oídos y nuestros labios.

Hacía muchos años, mi padre viajaba por uno de los ásperos senderos de esa montaña, seguido de algunos peones y llevando consigo al perro favorito, de nombre Yankee, cazador invencible de los venados más corpulentos. Descendían por una falda montuosa, cortándola al sesgo, en líneas quebradas mil veces para disminuir las pendientes y bordear los abismos, con ese tardo paso de las mulas serranas, que cuidan de su jinete cual si conociesen los peligros del vértigo en esas alturas y perspectivas, atrayentes como el vacío, donde los ojos pierden la libertad, para no mirar sino las lejanas y microscópicas sinuosidades de un arroyo que brilla en el fondo como serpiente luminosa, o sino, las trémulas palpitaciones de la bruma, amontonada en los profundos   —241→   senos, abiertos entre unos y otros de los inmensos macizos escalonados sin término. Aquellas espirales del camino son eternas; el viajero va sumergiéndose sin sentirlo, como en cráteres apagados de volcanes que hubiesen antes abortado moles inmensas, y a medida que se acerca el vértice de esos ángulos invertidos, siento ansias de volver la vista hacia las cumbres, y ver cómo van desvaneciéndose en el azul del cielo, las rocas admiradas antes por sus colosales proporciones. La fatiga viene pronto, a cada momento, a exigir descanso; las bestias detiénense a respirar asfixiadas; el espíritu, sacudido por emociones no comprendidas, siente también el peso de un mundo de sombras, apagadas las fuerzas expansivas y como amarradas las alas entre sí.

Era más de mediodía cuando los viajeros hicieron alto en mi desván del plano inclinado, sobre el cual deslizábanse con sordo tropel de herrados cascos, resbalando sobre la senda pedregosa. Todos formaron círculo, acostados sobre las mantas de viaje, y en medio del silencio y de la quietud de la siesta: sólo Yankee, el bravo cazador e inseparable compañero, no reposaba un instante. Iba y venía de carrera, corría hasta encaramarse en altos conos, donde divisaba con mirada fija hacia uno de los ángulos de la montaña; diríase que presentía algo sobrenatural, porque sus movimientos eran bruscos, como si sintiese deseos de comunicar graves presentimientos,   —242→   y renegase desesperado por no tener palabra. Comenzaban todos a preocuparse y a temer del acecho de alguna fiera, agazapada entre los matorrales; pero el bravo mastín lanzó de pronto un ladrido, que estremeció con impresión extraña a los viajeros, y cuyos ecos alejáronse por encima de las cumbres, y abalanzose en son de ataque sobre un venado de inmensa corpulencia, de piel primorosa, de cornamenta extraordinaria, que acababa de levantarse de entre un agrietado montículo, mirándolo con ojos de desafío. Emprendieron ambos hacia el fondo de los despeñaderos la carrera, la persecución a muerte; y no pudiendo seguirlos la vista, oíase el estrépito a lo lejos, como el de una tempestad que se fuese deprisa, batiendo marchas fúnebres con el redoble pavoroso de sus truenos...

Toda señal era inútil para que el pobre perro volviese. El sol se ocultó detrás de una cumbre, y la noche anunciaba ya su llegada con difusas oleadas de sombras, que caían a apiñarse en la quebrada, a hacer más densa cada vez la obscuridad. Cuando se lograba un momento de silencio, mi padre disparaba sus armas de fuego, para que los ecos llevasen a Yankee la señal; y si a esa llamada no respondía, pues le llegaba, de seguro, así se hallase en el paraje más remoto, era porque ya no volvería más el noble amigo, o porque, herido o muerto, estaría abandonado de los suyos, perdida la esperanza de socorro, o   —243→   próximo a entregar su cuerpo atlético a la glotonería de los cuervos. Fue forzoso enviar en su auxilio. La noche era negra ya, muy negra, y hacia el fondo de la quebrada no se percibía sino tinieblas, repercusiones sepulcrales, murmullos terroríficos, y sólo alzábanse de ella visiones demoníacas en nimbos de rojiza vislumbre.

La noche fue de horribles ansiedades en el campamento; nadie hablaba sino para recordar hazañas del perro amado, del cazador sin rival, del guardián celoso e insomne en los peligros nocturnos, y del auxilio irreemplazable en las homéricas faenas de la hierra, cuando había que derribar los novillos salvajes, o reducirlos a prisión dentro de los corrales de la hacienda del Huaco. Entonces Yankee hacía la tarea de muchos hombres, vencía con fuerza y astucia los toros enfurecidos, así lo atacasen bramando para despedazarlo con sus afilados cuernos, o ya corriesen por entre las marañas de los talares espinosos a buscar refugio en las cumbres.

El nuevo día alumbró los senderos del precipicio, y entonces pudo verse al campesino, volviendo en silencio, con la cabeza inclinada sobre el pecho y escalando apenas, sobre la fatigada mula, las arduas pendientes. Venía solo y triste.

-¡Yankee ha muerto, Yankee se ha perdido para siempre!- fue el grito íntimo, el pensamiento de todos al ver al jinete, cuya marcha parecía   —244→   tanto más lenta cuanto más acelerados eran los latidos de los corazones que esperaban sus nuevas. Cuando el pobre paisano pudo llegar al campamento, mi padre le interrogó impaciente, y el campesino, todavía agitado y con visibles muestras de terror en las facciones de bronce, no tuvo sino pocas palabras reveladoras de una psicología y creadoras de una leyenda:

-«Señor, llegué hasta el fin de la quebrada, y he visto a Yankee seguir corriendo al venado por una cueva sin fondo, donde ardían árboles y piedras, y brotaban llamaradas de azufre: el perro y el venado seguían corriendo uno tras otro sin darse caza, y los dos, arrojando chorros de fuego por los ojos, se perdieron en la gruta, pasando por medio de las llamas. Oí unos ruidos extraños, sentí que los cerros se estremecían, y unas voces desde el fondo de la tierra me amenazaban, y he visto al Diablo sentado en la puerta de la cueva; le mostré la cruz de mi cuchillo, recé unas oraciones y di la vuelta; la mula huía espantada; no podía contenerla; y vi que me seguían unos animales desconocidos, arrojándome chispas, pero sin acercárseme, porque les mostraba por encima del hombro la señal de la cruz. Sólo cuando asomó la mañana dejaron de perseguirme los demonios. Era uno de los diablos, señor, ese venado, que ha venido a llevar a los infiernos al pobre perro!...»

Cuando en su lenguaje rudo, pero sensiblemente   —245→   conmovido, el joven paisano concluyó su relato, yo no podía mantenerme sereno, ni mis ojos dejaban de clavarse con nerviosa impulsión en la obscuridad, hacia donde se extendía la misteriosa Quebrada del Diablo, tumba del perro legendario de la estancia de mis padres, y objeto de íntimos temores de parte de las gentes que transitan con los ganados por las sinuosidades de la montañosa comarca.

Los tizones de la hoguera iban apagándose bajo la capa de sus cenizas, como las pupilas de un moribundo cuando va ausentándose la vida; y con el fuego que se extinguía, empezaron a llegar las ráfagas de la noche, empapadas en rocío, como para borrar de un golpe los últimos átomos de calor de las cenizas amontonadas. No pude dormir; volvieron a mi cerebro las ideas de la partida, de la ausencia de mis montañas, de gentes y pueblos desconocidos y distantes, de la enfermedad de mi padre, la soledad en que quedaría el huerto plantado de olivos, naranjos y rosales en nuestro hogar de Famatina; la escuela donde tantas cosas me habían sido reveladas, y por último, viniéronme amagos de sollozos cuando presentí ese porvenir incierto, velado y sombrío, ese vacío indefinible que empieza desde la separación del hogar, desde que se entra en la adolescencia, desde que se comienza a ver la vida, a sentir sus realidades y a profundizar sus inmensurables abismos...



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Arriba- XXI -

La flor del aire


Antes de abandonar el terruño nativo, quiero llamar de la flor del aire, el adorno y el orgullo de mis montañas, como quien buscase embriagar el alma en el momento de la partida, con un perfume favorito que mantuviese durante la ausencia vivos los recuerdos. Yo me alejaba sin término conocido, con inquietudes indefinidas y con tristezas vagas en el fondo de mi ser; por eso absorbía con ansia la naturaleza, sin darme cuenta del anhelo íntimo por condensar en esos últimos coloquios muchos de aquellos años futuros, inciertos, incoloros, que en vano trataba de sondear.

Si alguien lee este libro, salvando riscos, matorrales,   —248→   cumbres y precipicios, oyendo sólo rumores gigantescos, cantos extraños, alaridos salvajes y estrépitos ensordecedores; si ha llegado a concebir, a través de sus informes páginas, la grandeza de la montaña, debe también saber que ella tiene escondida en medio de los peñascos y de las marañas, en sus laderas y en sus abismos -como fuente misteriosa de la poesía tierna y sentimental, de esa poesía de las almas enamoradas de la belleza pura e ideal- una flor diminuta y blanca, comparable solamente a lo más suave e incorpóreo que es posible imaginar dotado de formas materiales.

Los que no han nacido en las montañas de mi tierra, o en la selva inculta que las viste como de una coraza erizada de garfios, y llegan a contemplarlas de cerca, imagínanlas desnudas de ornamentación riente y colorida, de tonos suaves y blandos, de efectos acariciadores y somnolientes, de flores aromáticas y de avecillas de canto refinado. ¡Oh! yo no quiero dejar viviente esa calumniosa opinión, y en nombre de la belleza olvidada, de la virgen poesía desconocida, y del alma de la patria errante en la vasta región de las cumbres, he de contar sus maravillas, sus peregrinaciones, sus soledades: he de decir lo que ella dice en las noches de luna, desde el borde invisible del témpano de hielo, por el dulce rumor de la ráfaga serena; desde la copa del árbol, atalaya del valle risueño, por la canción de zorzales,

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jilgueros y calandrias, trovadores enamorados y vagabundos, poseídos del divino mal de la armonía, imitadores adorables de los tonos secretos del granito, desde el fondo de las quebradas, por la juguetona y embrollada palabrería de los torrentes, mientras corretean y saltan, con algazara de locuelas desnudas en bailes ocultos; y he de hablar ¡oh sí! de esas flores montañesas, nacidas y renovadas en generación incesante sobre las grandes peñas, en las ramas del bosque, sobre el lecho de las vertientes silenciosas, en la estrecha abertura de las grietas, en las planicies elevadas, en las faldas de los macizos, como para bordar sobre sus rostros adustos filigrana graciosa, encaje ligero o sonrisas infantiles; he de hablar de todas ellas, porque son la suntuosa corte de la reina de las flores americanas, porque son la inagotable corriente con la cual ella enamora y adormece, satura y embriaga de inmaculada poesía a la tierra y al cielo.

La flor del aire no tiene hogar limitado; nace sobre la roca escueta como sobre el árbol centenario, sobre la corona rubia del cardón gigante, lo mismo que entre los espinosos follajes de los talas; su región es el espacio, su alimento un soplo de savia y de frescura comunicado por las otras plantas, o por la ráfaga mensajera; porque ella no tiende a descender a la tierra, sino a levantarse, a desvanecerse como su perfume mismo en el éter sutil; porque es,   —250→   antes que una flor, un rayo de luz modelado en la forma, en la forma de los lirios místicos, con tres pétalos de suavísimo y casi volátil tejido, con la blancura y el aroma de la virginidad seráfica; porque es el alma de la tierra, y encarnada en tan delicioso cuerpo vive encima de ella, impregnándola de su aliento, que es gracia y amor. Pero no siempre se ostenta a la mirada y al tacto de la naturaleza, porque la brisa del otoño y el frío del invierno convertiríanla en gota de agua y en grano de nieve; por eso cuando ellos reinan sobre la comarca, se oculta dentro de sus verdes urnas, para reabrir los albos broches a los cariños de la primavera, y multiplicarse y brindarse a los hombres y a las aves, fecundada por misterioso connubio con la luz radiante y encendida del estío.

Si no fuese un alma y no tuviese vida extraterrena, no podría vivir más lozana y rica de su aroma cuando más arde la tierra bajo los candentes soles estivales. El fuego que caldea la atmósfera, apenas la obliga a replegarse en sí misma, para ocultar adentro del cofrecillo de sus hojas la esencia riquísima, para conservarla y verterla luego sobre los valles, o enviarla hacia las eminencias de la montaña, sobre el ala microscópica de las mariposas o de los vientecillos errantes. La selva que borda los caminos se cubre con sus flores, reproducidas con pródiga profusión, y en las horas del desfallecimiento   —251→   y de la fatiga, aspira el viajero con deleite inefable el perfume regenerador, difundido en el aire, como si hadas invisibles de las cimas estuviesen vaciando a escondidas todas las esencias que su reina guarda en las grutas encantadas. Y luego, cuando el largo crepúsculo montañés empieza a dibujar sobre el cielo, con nubes de mil colores, sus paisajes prodigiosos, y la penumbra de las serranías cubre la planicie lejana, ¡con cuánta esplendidez y magnificencia abren las flores del aire sus cálices blancos! Diríase que un enjambre de vírgenes aladas aparecía sobre las selvas inmensas, toda la deslumbrante desnudez de sus cuerpos de nieve.

Tesoro infinito de fantasías y de sueños reserva aún para el amante de la montaña, cuando viene la noche y las estrellas brotan sobre el fondo obscuro, como lampos de fuego arrojados al azar desde el abismo. A su débil claridad, la flor del aire, erguida entonces, arrogante y amorosa sobre su tallo, parece despedir reflejos luminosos, y encender la tenue vislumbre a cuya vista acuden con levísimo rumor miríadas de seres animados, seducidos por la magia de su hermosura, y formando su ejército innumerable, esparcido por toda la comarca; y al amparo de la noche, vuelven de sus correrías y expediciones al llamado misterioso de la divina emperatriz, la cual, sentada sobre su trono de verde follaje, los espera   —252→   sonriente y perfumada, vestida para la regia audiencia con intangible manto de luz. Observemos desde la piedra del torrente vecino, mientras la espuma salpica nuestras sienes, y el rumor de las pequeñas cascadas nos convida a la fantasía y al delirio, todo el aparato de aquella corte imperial, abierta al aire pleno bajo un dosel de estrellas y sobre tapiz de flores tributarias.

Rápidos, y como apresurando el vuelo por la tardanza, empiezan a llegar los caballeros de la reina, vestidos de fuerte armadura y coronados por dos focos de verde y radiosa luz, que alumbra su ruta por las tinieblas a través de los zarzales y de las hendeduras graníticas. Son los generales de la inmensa multitud de luciérnagas de foco intermitente, difundidas por los ámbitos del imperio, a conquistar en parajes distantes, con el beso de las flores de otras regiones, el néctar escondido entre sus senos virginales; al llegar al pie del solio, adelántanse los jefes, y van a posarse sobre uno de los pétalos de la flor del aire, envolviéndola en sus luces siderales, cual una corona de astros, y liban un átomo de miel de sus labios, más frescos y más puros que la gota de rocío; y asentándose sobre las hojas del árbol que les sirve de alcázar, esperan la llegada de sus infinitos ejércitos, caballeros y damas, que vienen, los unos con ese grave rum, rum, rum de la flecha que va cortando el aire, montados los otros sobre   —253→   corceles alados -las ráfagas veloces- y las últimas, bulliciosas y entonando en coros apenas perceptibles, cantos de alegría, reflejando a la incierta claridad de las estrellas el brillo de sus joyas, dones de la madre naturaleza, que las adorna con los encantos de esos mundos microscópicos despiertos sólo por la noche, y en las horas placidas de la primavera y del estío.

¡Cómo bulle y hormiguea en torno de la sede real todo aquel maravilloso universo! Pero para percibir sus rumores, es preciso que el oído se concentre sólo en ellos, y para contemplar todo el esplendor de esa nocturna congregación, sería necesario que una magia ideal bañase el cuadro, con un golpe de luz intensa, y entonces aparecería en esplendente apoteosis la más bella de las flores: apoteosis tributada por todo un mundo desconocido, diminuto, casi invisible, porque es esa alma de la montaña, esparciendo su efluvio por todas las regiones vecinas, ya en forma de llamitas vivarachas y fugaces, ya sobre el ala de mil insectos que vuelan desparramando por toda la región las esencias de las flores, ya, por fin, sobre vientecillos errantes, conductores de acentos vagos, de notas perdidas y de diálogos melodiosos, sostenidos a media voz con los astros inmóviles. Y mientras este extraño espectáculo bulle y rumorea en torno, el aroma de la flor, esparcido por el ambiente, remueve, sacude en el   —254→   fondo del cerebro los ensueños desvanecidos, evoca en ese espacio infinito idealizaciones nunca presentidas, cuadros fantásticos bañados de luces y colores intensos, y en cuyo fondo se agitan personajes y objetos esplendorosos, profusión de todo lo que maravilla y ofusca, enjambre movedizo de visiones que aparecen en formas indefinidas, porque sus contornos se desvanecen en la luz y viniendo a posarse sobre la frente o los labios, a hacernos sentir el tacto de sus alitas perfumadas y frescas como el beso de un niño recibido en sueños.

¡Qué sublime, qué plácida inconsciencia del mundo exterior, y qué amor a lo grande, lo supremo, lo divino, en medio de ese éxtasis, en el seno íntimo de la montaña, allí, junto a su corazón, sintiendo su latido interno, oyendo sus secretas confidencias traídas por los millares de mensajeros de su alma difusa! Os creéis, sin duda, y con toda la sensación de la realidad, reclinados sobre el seno de la mujer querida, ausente o deseada; sentís caer sobre vosotros los reflejos de sus miradas, la onda embriagadora de su aliento, escapado entre las dulces palabras de la pasión, y la caricia casi impalpable de su mano, posándose tímida sobre el cabello, así como ese airecillo perezoso de las noches de estío, cuando encantada la naturaleza de su propia hermosura, ni siquiera se estremece una hoja, ni se altera la cadencia de la música nocturna ni rielan los   —255→   astros, inmóviles por temor de despertarla. ¡Ah! daríais la vida, toda la vida, porque no se desvaneciese aquel encanto, por pasar sin sentirlo de la existencia material a ese otro mundo de la imaginación, de la idea, en el cual seríais uno de tantos geniecillos alados, incorpóreos, pero radiantes de sobrehumana belleza. Yo no quiero transmitir en estas páginas, que llevan mi alma, impresiones engañosas ni mentidos sentimientos; pero he de decir que en esas horas de contemplación y de soledad, en medio de la montaña, y sobre la roca enhiesta bañada apenas por la vislumbre de las estrellas, he sentido fuerzas e impulsos extraños, que me aislaban de la tierra y de sus gentes, incitándome a abandonarla, a difundirme en el cielo entrevisto en la meditación; he sentido llegar a mi pensamiento, como un torbellino de nubes tormentosas, todas mis afecciones humanas, los vínculos y las leyes que atan al hombre sobre el planeta, pidiéndome revoltosos y encolerizados la libertad absoluta, y allí, tan cerca de los astros, de la sombra infinita, de la nada pavorosa y absorbente, he deseado mil veces tender los brazos y arrojarme inerme en el vacío.

Tiene la flor del aire entre las avecillas nativas una compañera, un ser como ella, blanco con su misma blancura, y de plumaje suave como sus hojas. Llámanle en mi tierra la monja, porque siempre vive triste, piando tan bajo como si orase en secreto,   —256→   y porque nunca se ha sabido de cierto la novela de sus amores ni de su nido; diríase que es también otro espíritu huérfano, errante, en busca de una redención prometida, o condenada a llorar por las selvas del mundo la perdida ventura. Ella no huye de los hombres, sino cuando se acercan a tocarla, y entonces parece en su fuga una hoja seca, una pluma de cisne levantada por el aire pasajero. El alma de la gente montañesa es poética, sensible, y ha indagado la historia del pajarillo melancólico. Sabe que fue una joven, enamorada de un imposible, de un caballero del bosque, de un Lohengrín de ignorado y quizá celestial origen; vivieron mucho tiempo solos, amándose y cantando juntos las canciones más apasionadas, pero de un amor ideal y místico que nunca debía convertirse en fuego de [...]. Su idilio era así, tan delicioso como íntimo; deslizábase a la orilla de las silenciosas vertientes, a la sombra de los aromas; alimentábanse de las plantas silvestres y bebían el licor de las flores en la hora del alba, cuando en el fondo de los cálices aparece depositado como en copitas de cristales de colores. Empezó un día el caballero a ponerse triste y pensativo, callaron en su garganta los cantares, y ina sombra tenaz obscurecía sus ojos transparentes. Y una tarde, fue en la primavera, mientras encima de una roca contemplaban el juego de las nubes alrededor del sol poniente, oyó el caballero misterioso   —257→   una nota penetrante, como de música religiosa que brotase de un templo aéreo; sintió un mágico fluido correr por su sangre, y durante un breve sueño que nubló los ojos de la amiga, convirtiose en un pájaro de pintadas plumas, y emprendió el vuelo hacia donde parecía surgir la música extraña... Despertó la virgen de su sueño, y viéndose sola, púsose a llorar desesperada, loca, delirante; luego corría hasta el borde de los precipicios, hasta las cimas desde donde pudiese divisar horizontes remotos; llamaba, llamaba sin cesar, sin oír otra respuesta que la del eco burlón y que la engañaba siempre, repitiéndole cien veces sus llamamientos quejumbrosos e inútiles. Cuando había pasado la noche, recorrido las cumbres, implorado a los astros y a los vientos, se sintió desfallecer, apagarse su voz, y cual si se evaporase su carne de rosa entre los perfumes de la alborada, cayó su cuerpo extenuado sobre un tapiz de flores rústicas... Y de allí surgió después una avecilla blanca como la virginidad, y ceñía su cuello impalpable una cinta negra, como símbolo de una eterna despedida. ¡Ah! desde entonces vaga y vaga por todas las comarcas, asentándose en los árboles a mirar hacía el fondo de los llanos, sobre la flor de los empinados cardones que coronan las últimas rocas del cerro, y así vivirá sin término, llorando en secreto su dolor hasta que, convertida en rayo de luz, se desvanezca en la irradiación del astro del día.

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Sí, los pueblos de la montaña son inocentes, infantiles y amigos de símbolos poéticos; sus amores son idilios tiernísimos, cuya historia se condensa en una flor guardada sobre el corazón hasta secarse, en un ave cuidada con solicitud religiosa, en una estrella contemplada a solas mientras conversan mudas las almas; ¿y cómo no ha de ser la flor del aire el símbolo delicioso de esos amores primitivos, llenos de rubores y delicadezas, de esos sentimientos tan virginales y candorosos, si ella tiene todas las cualidades del amor ideal? La joven adolescente que empieza a soñar con las primeras visiones del amor, a sentir cómo nacen en su corazón esos anhelos vagos de adorar y de consagrar sus caricias a otro ser, apenas se aproxima la primavera, comienza a recoger de los árboles de la selva, y a tejer con ellas una corona, las plantas de la flor del aire, eligiendo las más frondosas y ricas de savia, para que, adheridas al muro de piedra o de quincha de su vivienda, den allí, muy cerca de su lecho humilde, su florescencia, cuando les llega el tiempo a todas las flores de abrir los broches ocultos y de embalsamar todo el ambiente. Diríase que entonces la naturaleza se ha vuelto loca de pasión, y a manos llenas, cantando alborozada, arroja esencias y perfumes para que todo ame y cante como ella el himno eterno del amor victorioso. ¡Cuánta gracia y donosura prestan al rancho solitario de la ladera florida, aquellas coronas   —259→   salpicadas de albos capullos! El viajero que pasa, escalando los caminos, puede decir entonces: «allí palpita un amor naciente, ansioso por asomar a los ojos y a los labios.» ¡Feliz, feliz mil veces el que recoja la primera mirada, la primera promesa de esas almas, abiertas al mismo tiempo que se abren a la luz las flores del aire!

También allí en medio de las montañas, forja el amor poemas inagotables; son sus heroínas las muchachas nacidas entre los esplendores de la primavera, en el corazón de los bosques entretejidos de marañas y trepadoras, al rumor del follaje del árbol protector, o los cantos de las aves selváticas. Se aman allí los corazones como se juntan dos zorzales a anidar en un solo gajo; y se cuentan sus cuitas y sus deseos en un lenguaje sin palabras, pero desbordante de adivinaciones maravillosas, de fulgores tropicales, de cadencias agrestes. El amante se esclaviza en redes tendidas por la más inconsciente magia femenina, porque los torrentes son espejos y las flores adorno de gracia y de belleza seductoras. Las flores del aire, tan blancas, tan cristalinas, como diadema de brillantes sobre la cabeza de ébano, o prendidas en desorden sobre la trenza renegrida y abundosa; y cuando el pacto íntimo de la pasión se ha sellado por fin, junto al arroyo cercano, y ocultos por las tupidas enredaderas del bosque ¡con cuánta emoción la mano de la   —260→   joven campesina las desprende de sus cabellos para darlas en prenda de la fe jurada, mientras las pestañas negras velan sus pupilas, y una ráfaga de fuego enciende la mejilla morena! -«Guárdalas sobre tu corazón, ámalas como a mí, porque llevan mi alma y mi vida»- son las palabras que allá, en lo más hondo de su ser, susurran sin asomar a los labios, pero que el amante escucha como transmitidas por el fluido misterioso que ha confundido sus dos vidas. Pero ese talismán sagrado ha de volver a su dueña, el día en que el juramento se cumpla al pie de la imagen de la Virgen, en el pueblo vecino, y cuando entre músicas y cortejos nupciales, vayan a ocupar el nido de los amores suspirados. ¡Cuántas veces he contemplado en esos albergues escondidos entre las altas serranías, escenas como aquélla! [...] del arpa del Cantar de los cantares, con todo su colorido bíblico, su intensidad salvaje y su místico perfume! Son en vano allí la ciencia de la vida y el refinamiento de la cultura, que nos hacen percibir ante todo y repudiar lo grotesco y lo prosaico; la naturaleza nos absorbe las facultades, nos transforma los sentidos, nos disipa las nociones adquiridas, nos embriaga y nos convierte en instrumentos dóciles de sus influencias y hechizos. Volvemos sin pensarlo a la infancia, sintiéndonos capaces de las purezas y de las ternuras de niños; vuelven, como evocados de súbito, los inocentes placeres de aquella   —261→   edad en la cual nos conmueve una tórtola que gime, nos regocija una flor arrebatada a la corriente, y nos dormimos para soñar con los nidos, con los cantos y con las visiones de la noche. ¡Oh vosotros los sabios y los doctores, que buscáis inquietos los caminos de la dicha, entregad vuestros enfermos innumerables a la sagrada, a la augusta naturaleza; ella arranca las impurezas y las sombras de la vida, despoja al espíritu de la ciencia que lo conturba, lo purifica en el cristal de los torrentes, lo corona de flores inmaculadas, le ensueña a seguir la ruta de las aves y a volar hasta las cumbres, desde donde se ve a las miserias humanas desvanecerse, diluirse entre la densa bruma de los llanos!

El escritor que ha comparado la llanura de mi provincia con la Palestina, ha tenido una visión local y por ella ha calumniado al conjunto. Cuando el viajero abandona a La Rioja para ascender la montaña, cruza por un campo desolado y desnudo de vegetación decorativa, pero cubierto de cardones gigantes, deslustrados y tristes, cual si fuesen columnas de una ciudad derruida, levantándose sobre los escombros desaparecidos. Todo a su lado se cubre de su misma melancolía; parece llorar con ellos la perdida opulencia; pero en el fondo del cuadro se alza la montaña, allí, muy cerca, ofreciendo abrigo, frescura y recreo. Los soles del estío abrasan el aire, y sus   —262→   rayos devoran los brotes de la tierra, la hierba espontánea de los campos y toda esa vida que forma el matiz y el colorido de las campañas dichosas. Ah, pero los pintores de la Naturaleza, si no la aman y el amor no mueve el pincel o la pluma, suelen recibir de ella el justo castigo por su irrespetuosa profanación, porque tiene también sus caprichos, y a veces oculta, como orgullosa de su pobreza, sus mejores y más bellos adornos. ¿Quién, si no ha vivido en su intimidad y su privanza, podría sorprenderla en los momentos de desplegar los tesoros de su hermosura esquiva? Aquellos cactus macilentos y tétricos, que a veces parecen candelabros abandonados de una procesión de cíclopes invisibles, tienen una época de transfiguración y una hora de esplendidez y de gracia: es la época en la cual sus grandes flores empiezan a abrir los cálices blancos, y la hora en la cual vierte por ellos, como brindis nupcial a la primavera, una gota de su aroma, como si fuera un soplo de su vida. Es la hora del alba; y debe ser ella la amada preferida, porque apenas pasa su reino fugitivo, la inmensa flor del cardón corpulento se encoge, se contrista y esconde el riquísimo perfume de un instante. Durante la noche, la flor se atavía para la cita cautelosa; van y vienen servidores alados por todas direcciones, unos a traer del arroyo una gota de agua, otros un grano color de rosa o de oro para matizar su excesiva blancura, y yo he podido contemplar   —263→   alguna vez un detalle de imperecedera impresión, al pie de uno de esos gigantes espinosos y en medio de una obscuridad profunda: en la cima del cardón abríase una de sus flores, y llegaron en rápido vuelo dos luciérnagas de grandes focos; asentáronse en los bordes de aquel cáliz de nieve, y luego penetraron en su interior, cual si lo hubiesen elegido por lecho nupcial. En el fondo negro de las rocas, la flor fulguraba como una copa llena de licor luminoso, que imitase a un festín a los genios de la noche. Luego vinieron ese silencio y esa brisa precursores de la alborada, y en cuyo intervalo se cruzan la noche y el día: parece que hubiera emoción en todas las plantas, movimientos de expectativa y de acomodo en las flores, como si diesen el último toque al vaporoso traje de la solemne ceremonia. Cuando la primera franja rosada del horizonte dio la señal, sentí descender una onda de deleitoso perfume, como si aquella flor de lúcido mármol se hubiese inclinado para hacerme libar de su licor celestial a sus bodas con el día naciente. Pero apenas el primer rayo de sol colora las aristas del monte, la esencia de la flor evapórase en el espacio, o sumérgese en el corazón del tallo colosal, donde no llegan los punzantes dardos; apenas se ostenta ya, durante el pasaje del astro por el firmamento, como uno de esos ornamentos que han quedado solos en un fragmento del capitel desmoronado.

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Símbolo sencillo y puro de las almas rústicas, esa aroma sólo se manifiesta al observador amante que sabe arrancar la revelación, así como el sentimiento de aquellas jóvenes campesinas, apenas perceptible al mundo, pero que derraman los tesoros de sus corazones incultos cuando se les habla el lenguaje conocido, el que, como nota unísona, despierta en ellas la armonía hermana; es la voz de la naturaleza semejante a la de los grandes templos, donde el esfuerzo material no basta, si de lo íntimo del ser no brota al mismo tiempo el sentimiento religioso, el arrebato místico. Entonces el canto tiene resonancias y matices que conmueven y vibran bajo las bóvedas, como si llevase en sus ondas fluidos del espíritu del artista. La naturaleza no es otra cosa que un templo -ya lo dijeron los poetas- donde debe penetrarse lleno de unción y de fe, para recibir de ella las revelaciones íntimas, los dones de sus riquezas ocultas; tonos y ritmos nuevos para las arpas, colores y cuadros desconocidos para el pincel que quiera reproducirla, para la poesía toda su alma y todos sus solemnes misterios!

Para mostrar a los profanos y a los incrédulos, a esos que no ven y no traducen lo que vive debajo de las formas rudas, ásperas o salvajes, que tiene también las galas comunes de toda la tierra, la flor del aire puede llenar sus manos de mil flores, de las que tejen el tapiz donde levanta su aéreo trono; todas   —265→   ellas la siguen, escalando los tronco, o los peñascos, arrastrándose a la margen de las corrientes, estirándose y cubriendo de enredaderas los árboles en cuya copa se yergue, como para embriagarse de luz; todas quieren abrazarse a su pedestal, aspirar un átomo de la savia que le da belleza, blancura y esplendor extraordinarios. Y todo ese conjunto deslumbrante, la pompa de los colores y de las formas, la gracia de los movimientos y las actitudes; ¿qué son sino el atavío real, el decorado suntuoso de la montaña, que aparece, no obstante, como un hacinamiento desmedido e informe de rocas sobre rocas, de cumbres sobre cumbres, de abrumadoras alturas, de aniquilante pesantez y de espantoso y brutal aspecto? Si al ascender los flancos sombríos os asustan el alma las rígidas formas asomadas sobre el abismo, como enormes endriagos forjados por el vino de la bacanal, en cambio ¿por qué no agradecéis con una sonrisa el regalo gentil de la flor levísima, que parece saltar de la caverna medrosa para acercarse a vuestros labios o acariciaros el rostro? Si os hace estremecer el estruendo de las moles desencajadas, o del trueno, reventando en las entrañas obscuras, en cambio ¡con cuánta dulzura de acordes y embriaguez de melodías, os invita después a reposar el alma fatigada, sobre el césped de sus manantiales, enviando alredor de vosotros toda la corte de sus trovadores, y la corriente apacible de sus ráfagas,   —266→   conductoras de frescuras y de aromas! ¡Así como la esencia de la poesía alienta y late en lo íntimo de nuestra armazón humana, un alma invisible, la fuente de toda armonía, color y perfume, vive y se agita con impulsos creadores, en el seno profundo e inexplorable de la montaña!

Cuando después de muchos años, ya convertido en hombre, cubierta de sombras el alma, llena de dudas la mente y de heridas el corazón, he vuelto a la comarca montañosa de aquellos tiempos de mis memorias felices ¡cómo he bendecido la aparición risueña de esas flores, de esos paisajes coloreados por sus tintas frescas, inalterables y siempre nuevas, con que los bordan y animan! ¿Cómo hacer sentir a los que lean estas páginas sin reflejos y sin perfume, toda la intensa emoción de mi espíritu al aspirar otra vez, con la honda ansiedad atizada por los recuerdos, aquella atmósfera impregnada de aromas, semejantes a la inocencia de la primera edad?

Todo un poema inenarrable de ventura, todo un paraíso sepultado para siempre, todo un cielo de memorias dichosas, se iluminaban ante mis ojos, recobraban vida en mi cerebro, contornos visibles, palabra, murmullos y cantos; veía cruzar, medio envueltas en radiante neblina, las imágenes de los seres amados, y todo el suave rumor de aquella vida. Es que tienen las noches estivales, cuando se abren   —267→   las flores y se aquietan los insectos, y los pájaros y los astros parecen como adormecidos por un sueño amoroso, un poder invencible de evocar el pasado, el porvenir y lo ignoto; circulan por el aire fluidos que trastornan la visión real, encienden de súbito luces extrañas sobre escenarios de prodigios, y en el alma una sed voraz de ver trocado en certidumbre aquello que más fulgor despide, que más lejos se halla en el tiempo, lo más absurdo y lo único que nos haría dichosos; y sueña y sueña siempre la imaginación, hasta advertir que es ahondar el dolor acercarse a la percepción de la felicidad...

Pero digamos ya nuestro adiós a la montaña; cesen los encantos y los deleites, si han de ser pasajeros, fugitivos, y en breve sólo un recuerdo más; si con ellos sólo aumentamos esta ansiedad sombría que devora los corazones hasta apagarse en la noche final. Yo no puedo ir más allá, porque siento desbordar en lo interior de mi ser, en el fondo de mi mente, palabras que no se pronuncian, estallidos que deben ahogarse, votos solemnes que sólo se formula sin sonidos, anhelos que no se expresan sino en la confidencia solitaria, allí, sobre la roca aislada de la cima, donde el grito desgarrador se desvanece en el azul, y el alma de la Naturaleza y la sublime majestad de los mandos errantes, puedan sólo escucharlo y responderle en su idioma. Adiós, pues; al alejarme   —268→   de esas montañas que sombrean los escombros de mi hogar, y velan el sueño de mis mayores, llevo un recuerdo inmortal: he desprendido de la más abrupta de sus cumbres la más hermosa, etérea y virginal de sus flores, para ofrecerla a los poetas de mi patria como símbolo del arte, nacional y prenda sagrada de un himeneo fecundo!