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Más sobre el erotismo rococó en la poesía española del XVIII

David T. Gies


Universidad de Virginia



Los cambios que se operan en los hábitos culturales de una nación (y que los historiadores siempre intentan detectar) vienen acompañados inevitablemente por otros cambios en el registro lingüístico de dicha nación. Con la aparición de nuevas preocupaciones culturales, los símbolos que infunden una lengua empiezan a cobrar nuevo sentido y por ende piden interpretaciones nuevas (Hart y Stevenson 74). Dicho de otra manera, la realidad exterior condiciona el lenguaje interior. Si algo hemos aprendido de los estructuralistas, es que el lenguaje es un código, una constelación de signos que representan otra cosa, otras cosas. Lo que quisiera hacer esta mañana es investigar algunos de los hábitos culturales y estéticos de la Europa del siglo XVIII -cuando la disolución del lenguaje barroco abrió paso a una serie de cambios radicales que afectaron profundamente al mundo occidental- y ver cómo esos hábitos enarcaron el lenguaje poético español de determinados autores de la época.

El declive del gusto barroco en la Europa occidental alumbró toda una serie de nuevas posibilidades artísticas. Entre ellas, en las artes decorativas y en la arquitectura, destaca el estilo asociado con la Francia de Luis XV y con la Baviera sureña, el estilo que ahora llamamos Rococó.

Pensemos un momento en el Rococó, no en su historia ni su «llegada» a España, sino en su expresión artística. Hoy en día, la palabra evoca imágenes artísticas y arquitectónicas; sugiere la obra de pintores, decoradores, ebanistas, orfebres, tapiceros, porcelanistas, joyeros y relojeros de aquella época francesa acusada de frivolidad y de una atracción por un mundo bucólico que no se parecía en absoluto al mundo natural (ver Figura l). Según la crítica moderna, estaríamos ante un mundo en miniatura, un mundo que privilegia lo lúdico sobre lo serio, lo femenino sobre lo masculino, lo decorativo sobre lo sustancial y lo privado sobre lo público. Es un mundo de elegancia, intimidad, gracia, juego, sentimiento, encanto y hacia finales de siglo -como veremos a continuación- erotismo.

Los pintores que captan con más brillantez ese mundo son François Boucher (1703-1770), Jean-Antoine Watteau (1684-1721) y Honoré Fragonard (1732-1806), pintores que desarrollan un lenguaje pictórico que expresa el estilo de su época secularizada. Pero el término Rococó no suele evocar la creación poética europea, y aun menos la española, donde la palabra «rococó» tiene una historia contradictoria y debatida. Será esa convergencia -la del rococó pictórico con el rococó poético- que será el tema de esta intervención.

Quisiera destacar cuatro ideas que veremos a lo largo de esta conferencia: Primero, la elaboración de un lenguaje que capta la estética y la ideología de una clase; segundo, la creación de un lenguaje nuevo en clave; tercero, la paganización del mundo natural; y cuarto, la disolución de la estructura social mediante el uso de un lenguaje que marca la transición del mundo inocentemente erótico al mundo descaradamente obsceno que estalla a finales del siglo XVIII.

Sigamos pensando en el Rococó, aunque no es nada fácil definir con claridad el término ni su uso artístico. Como nota Julio Seoane en un estudio reciente, «El Rococó no conforma un estilo unitario ... en cada país adquiere un sabor y un matiz peculiar» (16). A pesar de esta importante observación, sí existen ciertas características que se repiten con suficiente frecuencia como para darnos algunas pistas orientadas hacia una visión de lo que es el Rococó europeo-español. Entre esas características podemos incluir el intimismo (es decir, el Rococó es un estilo que rechaza la monumentalidad cortesana para indagar en la vida personal e íntima, cosa que ha reconocido Roger Chartier en su análisis del espacio público en el siglo XVIII). El Rococó privilegia la decoración del salón, la mueblería, la cajita de porcelana, el abanico pintado, el frasco de perfume, el cuadro que recuerda el ocio más que el trabajo heroico, la vida cotidiana, la ornamentación de las curvas («S» y «C»), la fluidez, la proporción ligera, la concha y otros elementos marítimos (ola, espuma), el espejo y la toilette (ver Figura 2). En fin, la temática del Rococó privilegia el placer familiar sobre el deber estatal, el erotismo de los novios sobre la conquista de naciones.

La misma palabra «Rococó» no se usaba en el siglo XVIII; es una invención del siglo siguiente, que vio este arte con desdén. El término dieciochesco fue sencillamente «goût noveau» (Hyde 57), despreciado por críticos como Antoine Laugier, que en su tratado Manière de bien juger des ouvrages de peinture de 1771 declara que con ese nuevo gusto:

Un petit cabinet rempli de cupidons et d'amours en exercice, vous le prefererez la grande collection du palais royal. Boucher sera chez vous très-supérieur Le Sueur et Poussin. Il en sera de vous comme de ces femmelettes, qui prérerent le plus petit divertissement d'un opéra la plus magnifique tragédie; qui regardent comme des palais enchantés ces petites maisons dont les petites chambrettes ne sont pavées qu'avec de charmantes petites glaces, de jolis petits vernis, d'élégantes petites porcelaines ... En un mot, vous pourrez devenir un amateur fou de chose très frivoles; mais vous ne serez jamais ni un juge, ni un connoisseur.


(78-80)                


(Vd. preferirá un gabinetillo lleno de cupidillos y querubines jugando, a la gran colección del Palacio Real. Para Vd. Boucher será muy superior a Le Sueur y Poussin. Será Vd. como aquellas mujercillas [femmelettes las llama en francés] que prefieren el momento más ligero de una ópera a la tragedia más magnífica; que ven palacios encantados en aquellas casitas donde los saloncitos no están pavimentados sino con encantadores espejitos, bonitos esmaltitos, elegantes porcelanitas... En una palabra, Vd. puede llegar a ser un aficionado apasionado por cosas frívolas, pero nunca llegará a ser un juez o un connoisseur de arte.)


Notemos el uso despectivo del diminutivo para rebajar el valor de este «arte nuevo». De este modo, para muchos Boucher se convierte en un decorador simplista, trivial, y afeminado a quien le interesaban sólo las mujeres. Es decir, si el arte del siglo anterior, el barroco, se había identificado con lo masculino, ahora el Rococó viene asociado con lo femenino. Este concepto jerárquico de género (lo masculino sobre lo femenino) se convierte en uno de los rasgos más duraderos del mundo artístico. Marca también el mundo político, donde los críticos del nuevo estilo descubren una afeminación de todo.

El debate anti-Rococó iniciado ya en el siglo XVIII necesita entenderse en el contexto más amplio de los debates culturales de la Ilustración. Desde el año 1720, Montesquieu, Diderot, Rousseau y otros muchos expresaron la idea de que el imperio de la mujer había influido negativamente en el comportamiento, costumbres, pensamiento, expresión y capacidad intelectual de la nación. Pronto esta idea se extendió a la misma capacidad de la nación para defenderse y de gobernarse (Hyde 80). Se descubrieron en la mujer -o en el hombre afeminado, el petimetre- las causas del declive de todo. Charles-Pinot Duclos, secretario de la Academia Francesa e historiador, captó el nuevo espíritu misógino al decir:

Aux choses nouvelles, il faut un mot nouveau. Nous avons une novuelle espèce de gouvernement; c'est à moi, comme historiographe de France et secrétaire de l'Académie, à trouver le mot: je l'ai trouvé; ceci est une conocratie!


(En Toth, cit. por Hyde 86)                


(A las cosas nuevas hay que ponerles una palabra nueva. Nosotros tenemos una nueva especie de gobierno; y me corresponde a mí, como historiógrafo de Francia y como secretario de la Academia, encontrar esa nueva palabra. ¡Y la he encontrado! Lo que tenemos es una coñocracia!)


Esta idea de la mujer que explota su poder sexual será el tema de unos cuadros muy sutiles de Boucher, Fragonard y Watteau.

En otras ocasiones he intentado explicar una teoría de la epistemología sensualista dieciochesca, subrayando la comprensión científica de los cinco sentidos y por ende su integración en la expresión estética. Si se puede decir que el cuerpo humano se descubrió en el siglo XVII (científicamente, por figuras como Harvey), la auténtica comprensión de lo que puede saber el hombre a través de los sentidos se desarrolla plenamente en el siglo XVIII. Después de Harvey, Locke, Bacon, Newton y demás, el hombre se contempla dentro de una naturaleza observable. «[La] lógica extensión de este nuevo descubrimiento sensualista -esta nueva libertad lingüística- [es que] el poeta del siglo XVIII se convertirá en fino esteticista, no sólo observador del "buen gusto" de la época sino también participante en aquella buena vida» (Gies, «Sensibilidad» 224).

Tenemos un buen ejemplo de la aplicación de las teorías lockianas en la poesía de Cadalso, que incorpora ese sensualismo en su poema, «Me admiran en Lucinda». En él, mediante la observación directa del cuerpo femenino, enumera exactamente lo que le encanta de su amada.


Me admiran en Lucinda
aquellos ojos negros,
en Aminta los labios,
en Cloris su cabello,
la cintura de Silvia,
de Cintia el alto pecho,
la frente de Amarilis,
de Lisi el blanco cuello,
de Corina la danza
y de Nise el acento;
pero en ti, Filis mía,
me encantan ojos, pelo,
labios, cintura, frente,
nevado cuello y pecho,
y todo cuanto escucho
y todo cuanto veo.


(Poetas líricos I, 274)                


Condillac ya había escrito su famosa observación, «No queremos descubrir la naturaleza, sino conocerla, observarla» en 1746 (Condillac, Essai sur l'origine des connoissances humaines,1746). El nuevo hombre dieciochesco se abre a las emociones, y mediante ese proceso se identifica con la naturaleza como parte del cosmos. Russell P. Sebold aporta otro ejemplo de la obra de Cadalso, su poema, «Carta a Augusta», en el que el poeta fusiona el mundo natural con lo físico y sensual (las peras y melocotones se convierten en fuertes imágenes eróticas) (86). La íntima relación que establece el poeta entre su tacto, su vista, su gusto, su oído -es decir, sus sentidos- y su arte poético revela la presencia del nuevo sensualismo lockiano.

Lo mismo harán los pintores de la época al descubrir una nueva libertad pictórica y expresarla mediante una serie de imágenes que se leen como textos. Es decir, desarrollan un lenguaje visual en clave que los entendidos podían «leer » y así comprender (y gozar) más profundamente. Ese grupo de «entendidos» son la alta burguesía y la aristocracia europeas, los individuos que tenían el poder adquisitivo para comprar los muebles, porcelanas, biombos, relojes, abanicos pintados y demás objetos que llevaron las imágenes que estamos comentando. De esa forma, el nuevo lenguaje tiene no sólo una marca genérica («lo femenino») sino también de clase.

Esto se ve con especial claridad en los cuadros de Boucher y Fragonard. Se sabe hoy que los «inocentes» cuadros pastorales y mitológicos de estos dos pintores (ver Hyde y Sheriff) no tienen nada de inocente, que detrás de su lenguaje visual se esconde un fuerte erotismo que comprendían perfectamente los que participaban en el discurso aristocrático europeo de mediados del siglo XVIII. Los artistas de la época eliminan el concepto de pecado de su mundo erótico, y celebran el aspecto lúdico de su mundo sensual. Los animalitos que antiguamente poblaron los cuadros clásicos -la oveja, que representa el sacrificio y la pasión de Cristo, el perrito que representa la fidelidad conyugal, la paloma que representa la paz y el Espíritu Santo- ahora aparecen con nuevos valores simbólicos.

Por dar sólo unos ejemplos, contemplemos primero el cuadro mitológico, «Le Triomphe de Vénus» de 1740. En este cuadro, Boucher capta con todo el rigor de su estética artística, la alegría sensual de la diosa rodeada de sus amigos, sus amantes y la mar (ver Figura 3). Nube, piedra, roca, concha y agua se combinan con luz, colores, y movimiento para producir un cuadro que Arnold Hauser incluye en lo que él llama «the epicureanism of the rococó» (el epicureísmo del Rococó) es decir, el gusto por:

naked women, swelling thighs and hips, uncovered breasts, arms and legs folded in embraces, women with men and women with women, in countless variations and endless repetitions.


(30)                


(la mujer desnuda, las ingles y caderas hinchadas, los senos descubiertos, las piernas y los brazos cruzados, mujeres con hombres y mujeres con mujeres, en variaciones sinnúmero y repeticiones infinitas.)


Y es cierto: la repetición de algunas imágenes da al arte rococó una textura única, sensual y erótica. Todo esto llega a ser típico del arte de Boucher -tanto en los cuadros de las mujeres desnudas («L'Odalisque», «L'Odalisque blonde», «Vénus console l'Amour», «Vénus demandant à Vulcain des armes pour Enée»)- como en los que aparentan un juego menos obvio, más simbólico, caso de «La surprise», «La belle villageoise», «La toilette» o «Madame de Pompadour».

Sirva de ejemplo de esta segunda tendencia -los cuadros más simbólicos- el titulado «La surprise», de 1732 (ver Figura 4). A primera vista, es un cuadro inocente en el que un hombre sorprende a una mujer -¿a su amante?- cuando sale de detrás de una cortina en su boudoir. El juego amoroso y erótico sólo se descubre «a segunda vista», cuando notamos varios elementos curiosos como, por ejemplo, el traje desarreglado de la mujer que deja descubierto el pecho, el gato que se estira lánguida, y quizás fálicamente, en sus brazos, o, más claramente aún, la niña que señala con el dedo las partes más íntimas de la mujer. Es más: con la otra mano señala la bragueta del amante. De esta manera la niña se convierte en el foco del cuadro, en el elemento que ata los varios cabos dispersos en una unidad a la vez lúdica y erótica, mientras que el hombre -y por ende el que contempla el cuadro- se convierte en un voyeur de la escena. La niña no es otra cosa que una Celestina, una vieja, pero ahora, en el nuevo mundo del Rococó dieciochesco, se representa en forma de inocente jovencita. Esta figura del mirón no es nada nuevo en el arte (recordamos ejemplos de Velázquez y Caravaggio, entre otros muchos), pero ahora cobra, como ha demostrado Robert Darnton, un nuevo poder erótico. El erotismo no puede ser más claro ni más fuerte: Boucher capta, con falsa inocencia, un momento de alta tensión sexual.

Luis Fuelles Romero analiza el fenómeno de la invasión del espacio íntimo (lo que él llama el «imaginario de la intimidad») en la pintura europea de los siglos XVII y XVIII, y concluye lo siguiente:

Entre la pintura holandesa del siglo XVII y la pintura galante del XVIII se experimenta un cambio fundamental: el mironismo del alma ejercido por un Vermeer ... es ampliado por un mironismo del cuerpo. El lugar de lo íntimo no se limitará a los sentimientos, abriéndose ahora al cuerpo desnudo o semidesnudo.


(299)                


Hart y Stevenson declaran aún más tajantemente que «el espectador masculino se reduce aun nivel de mirón sensual completamente enfocado en sus propias reacciones eróticas» (the male viewer is reduced to the level of a sensual voyeur entirely focused on his own erotic responses) (47).

No es nada difícil leer el conocidísimo cuadro de Fragonard, «El columpio», desde la misma perspectiva de un lenguaje erótico en clave: los movimientos suaves de la mujer, con las piernas abiertas en un acto de coito inverso sobre su amante St. Julien, que tiene el brazo levantado y duro, exagerado en su tamaño, dirigido precisamente al centro de sus atenciones. Es lo que llaman Hart y Stevenson una transformación de la escena tradicional de seducción (49).

Esto, creo, es lo que pretenderán hacer varios poetas del XVIII español, que recogerán los motivos, el lenguaje, las imágenes y los temas del mundo rococó europeo y los transformarán en otro lenguaje poético. Veremos cómo varios poetas, pero más especialmente Juan Meléndez Valdés, captan ese lenguaje y lo convierten en forma poética. Meléndez reúne varios elementos que ya hemos visto en su ciclo de poesías «La paloma de Filis». Tomemos un ejemplo del poema titulado «Donosa palomita», que reza así:



   Donosa palomita,
así tu pichón bello
cada amoroso arrullo
te pague con un beso,

   que me digas, pues moras
de Filis en el seno,
si entre su nieve sientes
de Amor el dulce fuego.

   Dime, dime si gusta
del néctar de Lïeo
o si sus labios tocan
la copa con recelo.

   Tú a sus gratos convites
asistes y a sus juegos,
en su seno te duermes
y respiras su aliento.

    ¿Se querella turbada?
¿Suspira? ¿En el silencio
del valle con frecuencia
los ojos vuelve al cielo?

   Cuando con blandas alas
te enlazas a su cuello,
ave feliz, di, ¿sientes
su corazón inquieto?

    ¡Ay! dímelo, paloma,
así tu pichón bello
cada amoroso arrullo
te pague con un beso.


(Obras en verso I, 167-168)                


Meléndez, el voyeur, quiere ser aquella donosa palomita, quiere sentarse en el regazo de Filis (como el gato de Boucher en «La surprise»), quiere acariciar su blanco pecho. Como las palomas de Boucher, estos pajaritos se convierten en la mano, ojos y boca del poeta. El poeta, metamorfoseado en paloma, anhela ese contacto directo y erótico, como revelará en otro poema, «Teniendo su paloma»:



    Teniendo su paloma
mi Fili sobre el halda,
miré a ver si sus pechos
en el candor la igualan;

    y como están las rosas
con su nieve mezcladas,
el lampo de las plumas
al del seno aventaja.

   Empero yo con todo
cuantas palomas vagan
por los vientos sutiles
por sus pomas dejara.


(Obras en verso I, 170)                


Esta paloma, objeto intensamente erótico en este contexto, es la misma paloma pintada por Greuze en su cuadro, «La colombe retrouvée» (ver Figura 5) donde, en palabras de Elise Goodman, la niña agarra «orgásmicamente» la «unmistakably male» (inequívocamente masculina) paloma contra su pecho desnudo (251). James Hall nos dice que una pareja de palomas era un símbolo generalmente conocido del amor (19); es más: por su asociación mitológica con Venus, la paloma simboliza la concupiscencia (200), representada en Ripa y Baudouin en forma de una mujer desnuda con un pajarito en la mano. De J. B. Boudard procede otro ejemplo, su grabado titulado «Caresse d'amour» en el que la mujer, con los pechos al aire, acaricia a dos palomitas (ver Figura 5). Si es verdad la frase inglesa que sugiere que una imagen vale mil palabras, la inversa puede tener valor también: que una palabra -un símbolo- vale mil imágenes.

Esa rosa y esa paloma mencionadas por Meléndez ya son imágenes tópicas infundidas de poder erótico en los cuadros de Boucher, Fragonard y otros pintores/grabadores europeos del siglo XVIII. La rosa aparece también con fuerte carga erótica en Boucher. Podemos hacer uso de otro ejemplo gráfico: el retrato que hizo Boucher de Madame de Pompadour en 1759 (ver Figura 6). Aquí se presenta a una señora elegantemente vestida, de pie en un jardín. Nada fuera de serie, nada extraordinario menos la elegancia y sutileza de la retratada (y, naturalmente, el saber que la Pompadour era la favorita del Rey). Pero Boucher añade tres detalles que sugieren que va más allá de un mero retrato de una señora aristocrática de la época. Primero, el perro, símbolo en la pintura del XVIII de la excitación sexual (nada de fidelidad, como se entendía antiguamente). Segundo, la estatua del niño al pecho, no buscando alimentación, como observamos, sino deseando mamar, es decir, en actitud no de recibir sustancia materna sino de desear tocar el pecho. Tercero, en el escote de la mujer retratada, ha pintado Boucher una rosa, símbolo del pezón, esas «rosas con su nieve mezcladas» que acaba de poetizar Meléndez. Otro cuadro semejante es el de Fragonard, «Le chiffre d'amour» (ca. 1780) en el que la curva «S» tan típica del Rococó, el perrito y la rosa vuelven a aparecer.

Meléndez repite la imagen de la rosa en la silva «Las flores» (1797), donde la rosa ocupa una posición privilegiada. Al final del poema, después de alabar la belleza, fragancia y delicia de otras flores, canta a la «divina» rosa, comparándola una vez más con el pecho de su amada:


Salve, ¡rosa divina!,
salve; y ve, llega a mi gentil pastora
a rendirle el tributo
de tus suaves olores
y humilde a su beldad la frente inclina.
Salve, ¡divina rosa!,
salve; y deja que viéndote en su pecho
morar ufana y por su nieve pura
tus frescas hojas derramar segura,
loco envidie tu suerte venturosa
y anhele, en ti trocado,
sobre él morir: en ámbares deshecho
me aspirará su labio regalado.


(Obras en verso II, 546-548)                


Si no fuera ya clara esta comparación rosa-pecho, pongamos tres ejemplos más, uno del cuadro de Fragonard, «La persecución», en que la rosa y el pecho de la perseguida forman el eje central -en un plano horizontal- de la relación espacial del cuadro. El segundo ejemplo lo tenemos en el grabado de Gabriel de Saint-Aubin, «Comparaison du bouton de rose», en el que la mujer, mirándose en un espejo, compara el pezón con la rosa que tiene en la mano (ver Figura 7). El tercero, de Pierre Dubuisson, de 1771, se titula de una manera reveladora, «Le tableau de la volupté». Se nota la presencia del voyeur en la ventana (ver Figura 7).

El perro es ya un tópico en la pintura rococó. Cuando no hay un Cupido que desempeñe el papel de intermediario entre el espectador y el objeto deseado, el pintor se sirve de un travieso animalito, generalmente un perro (pero como hemos visto ya, de un gato o palomita también). Podemos hacer uso de tres ejemplos de Fragonard y Watteau. El primero es «La Gimblette», de Fragonard, en el que se descubre a una niña jugando con un perrito en la cama; el segundo, del mismo pintor, se titula «Le lever». Y finalmente, de Watteau, «La toilette» (existen otros muchos ejemplos de este mismo símbolo).

Antes de continuar, sin embargo, necesitarnos aclarar varias cosas. Lo que estamos intentando establecer aquí no son conexiones directas entre Boucher y Meléndez Valdés, ni entre Watteau o Fragonard y Cadalso. Sabemos por el tomo X del Viaje de España de Antonio Ponz que los cuadros de Watteau se conocían en España (aunque no existe ninguna mención de Watteau, Boucher, Greuze o Fragonard en el catálogo de Marcus Burke, Collections of Paintings in Madrid, 1601-1755). Sin embargo, sabemos que los grabados de Saint-Aubin sí que se conocieron, por testimonio documentado en el tratado de José Vargas Ponce leído en 1790 titulado «Discurso histórico sobre el principio y progresos del arte del grabado...» Pero nuestra intención no es proponer una teoría que sugiera que los poetas españoles conocieran directamente los cuadros de los pintores rococó franceses o que esta influencia fuera directa e imitativa. El historiador del arte V. H. Minor nos re cuerda que aunque el viajar fue mucho más común en los siglos XVII y XVIII que lo había sido antes (y sabemos que Cadalso, Meléndez, Jovellanos y Moratín eran grandes viajeros), fue frecuentemente impracticable que los amantes del arte pudieran visitar directamente los museos o los monumentos arquitectónicos, pero sí podían acceder a las imágenes en los textos de arquitectura, en los objetos de arte, o en los grabados.

Images of all sorts became more common and popular throughout Europe at this time. Although religious imagery remained much in demand, printemakers reproduced portraits, scenes of domestic life, politics, ancient and modern historical events, geography, travel, views of cities, landscapes, and copies after famous paintings.


(148)                


(Las imágenes de todo tipo -nos dice Minor- llegaron a ser mucho más comunes y populares por toda Europa. Aunque fueron las imágenes religiosas las más solicitadas, los grabadores reprodujeron retratos, escenas de la vida doméstica, escenas políticas y de acontecimientos históricos, geografía, viajes, vistas de ciudades, paisajes y copias de cuadros famosos.)


La cerámica de Alcora se fundó en 1740, y Capodimonte vino de Nápoles a Madrid después de 1759. El grabador Manuel Salvador Carmona pasó diez años en París, donde hizo -entre otras muchas cosas- un grabado de un cuadro de Boucher (1761, Musée du Louvre); cuando volvió a España, fue nombrado grabador de cámara. Como confirma Stewart, «engraving is everywhere in the eighteenth century» (el grabado se vio por todas partes en el siglo XVIII) (ix).

También, sabemos que los dibujos de los artistas más conocidos circulaban en cajas de rapé, cerámicas, retratos en miniatura, biombos, abanicos, frascos de perfume y otras fruslerías de la vida burguesa y aristocrática del siglo. El abanico, como confirma Meléndez en el poema de dicho título, es un arma en la batalla de amor:


    Si el rostro ruborosa
te cubres por mostrarme
que en tu pecho aun sencillo
pudor y amor combaten,
   al ardor que me agita
nuevo pábulo añades
con la débil defensa
que me opones galante.


(Obras en verso I: 120)                


Si no necesitamos encontrar pruebas de que Meléndez, Cadalso y otros poetas españoles del XVIII vieran directamente los cuadros franceses, ¿qué necesitamos buscar? Creo que necesitamos buscar un lenguaje sincrónico de imágenes poéticas y pictóricas que puedan iluminar la estética dieciochesca en esa manifestación que llamamos Rococó. El lenguaje del Rococó sugiere conexiones simbólicas entre la poesía y la pintura; los grupos de imágenes poéticas vienen reforzados par sus homólogos visuales, algo parecido a lo que Foucault llama los «nódulos dentro de una red» (23) donde el significado del lenguaje surge de la comprensión de un complejo campo de discursos. Este lenguaje se encuentra, naturalmente, en un libro, en una conversación, en un objeto, en un cuadro o en un gesto (ver Haidt 6-7), conversaciones y objetos, naturalmente, que circulaban entre las clases acomodadas, la alta burguesía y la aristocracia. Pero sabemos que la línea divisoria entre las clases comenzaba a disolverse en el siglo XVIII; la «masa» pedía sus derechos y pretendía adoptar los hábitos de las clases superiores. Los «nódulos» de Foucault se intensifican y se transforman en lo que Alain-Marie Bassy ha llamado «un léxico simbólico». Según Bassy:

Certain objets, certains êtres, réapparaissent constamment à titre de métonymies; animal domestique, jeune serviteur, carafe à col étroit, verre d'eau d'bordant, éponge, ou chandellee. Le jeu érotique de l'image commence par la résolution de la métonomie. Ce lexique n'est toutefois, à la différence de l'emblématique médiévale, ni établi dans un dictionnaire, ni définitivement fixé. Il ne se révèle qu'au travers du système des images.


(161)                


(Ciertos objetos, ciertos seres reaparecen constantemente en un papel metonímico: animales domésticos, sirvientes jóvenes, una garrafa con el cuello alargado, un vaso desbordante de agua, una esponja o una vela. La posición erótica de las imágenes comienza con la resolución de la metonimia. Este léxico es, sin embargo, distinto de la emblemática medieval por no estar establecido en los diccionarios ni definitivamente fijado. Sólo se percibe a través del sistema de imágenes.)


Boucher y Fragonard emplean un lenguaje pictórico que incluye imágenes sacadas del mundo clásico pero transformadas en nuevas imágenes rococó. La presencia de cupidos, conchas, espejos, animalitos (palomitas, perros, gatos), objetos fálicos y flores (especialmente rosas) en sus cuadros revela una sensibilidad nueva, más «frívola» y femenina según sus críticos, pero más erótica y sensual también.

John Polt habla de una «combinación de malicia e inocencia que caracteriza el rococó» (Batilo 116), fenómeno que podemos detectar en muchos poemas de Meléndez Valdés, entre ellos el titulado «Los hoyitos». En él los cupidillos de Boucher vuelven a aparecer: «De entonces, como a centro / de la amable sonrisa, / en ellos mil vivaces / Cupidillos se anidan. / ¡Ah! ¡si yo en uno de ellos / transformado!... mi sed más irritas» (Obras en verso I, 127). Boucher pinta, estos Cupidos en docenas de cuadros, entre ellos el bellísimo «Le Lever du soleil» (1753) donde no sólo se ve la escena prometida en el título, sino algo más poderosamente erótico. Ahora el pintor incluye en el cuadro a uno de los dioses que sale del agua protegido por el brazo de una voluptuosa sirena. Pronto se ven no sólo los cuerpos (pecho, pierna, brazo, boca, nalgas) de los adultos sino también los niños que imitan sus posturas. En «Le Triomphe de Vénus», justo en el centro del cuadro, los cupidillos imitan descaradamente la acción en clave de estos lascivos dioses en lo que llaman Hart y Stevenson «the progressive eroticising of the angels in the rococo» (la progresiva erotización de los angelitos en el Rococó) (132).

La mujer delante del espejo es uno de los temas preferidos de los pintores y grabadores del XVIII rococó porque deja ver el cuerpo femenino en varias etapas de desnudez (Stewart 133). Primero, el espejo en si forma parte del mobiliario más codiciado por los aristócratas franceses tanto de la época de Luis XIV (sólo tenemos que pensar en el famoso Salón de Espejos de Versalles, que tiene una función pública) como de los miembros de la alta burguesía del siglo siguiente. Las reformas posteriores llevados a cabo por Luis XV en Versalles reflejan una nueva sensibilidad: el enorme espacio público se convierte en un espacio particular y familiar. El Hotel de Soubise, diseñado por Boffrant en París es excelente muestra de esa transformación espacial. El espejo aumenta el espacio a la vez que lo convierte en un lugar más personal e íntimo. Luego, los pintores y grabadores adoptan el tema, transformándolo una vez más en algo más intimo.

Veamos, por ejemplo, en un grabado de Pierre Antoine Baudouin el tema de la mujer admirándose delante de su espejo (Ver Figura 8). Aquí reúne el artista varios temas que ya hemos visto en las poesías que comentamos. La mujer se embellece, se admira. Pero no es una acción pasiva la que presenta el artista, una mujer contemplándose pasivamente en un espejo, sino una acción fuertemente activa y erótica -la mujer se admira, saca el pecho, toca con los dedos el pezón para comparar su belleza con la de... ¿qué? Detrás de ella se ve la esperada rosa. Y por encima del espejo se sitúa una paloma, esa misma paloma que ya hemos descubierto en otras formas. En los grabados de Gravelot, de 1791, la figura de la Lascivia se encuentra admirándose en un espejo. Una ilustración al poema de 1779 del abate Favre también se centra en la mujer contemplándose delante de un espejo rodeada de querubines desnudos, mujeres con los pechos al aire, y un hombre con espada y trompeta de pie justo delante de ella. Por si no estuviera ya clarísimo lo que intenta hacen Favre aquí, titula su ciclo de poesías Les cuatre heures de la toilette des dames. Poème érotique.

Meléndez capta un momento semejante en varias poesías, entre ellas «El espejo» en la que detalla -como ya lo había hecho Cadalso en «Carta a Augusta»- los atributos físicos de la amada que se contempla en «el luciente espejo». Aquí el autor poetiza «la alba frente» «las hermosas cejas», «la gracia de tus ojos», « tu boca y tus mejillas» (que compara, ¿cómo no? can las rosas de la primavera) e inmediatamente después, «tu enhiesto cuello, / el seno, las dos pellas / que en él de firme nieve / elásticas se elevan / y ondulando süaves / cuando plácida alientas, / animarse parecen / y su cárcel desdeñan». Sigue alabando «tu talle», «tus blondas trenzas», «la boca pequeñuela», y «la sonrisa» que compara (todo lo que ve) con su propio «retrato de penas» (Obras en verso I, 97-98)

Otro momento parecido se descubre en «El gabinete» de Meléndez, pero ahora con erotismo intensificado. Como el hombre misterioso en la poesía del abate Favre, el poeta español -el espectador, el voyeur- participa en ese momento erótico -esa violación del espacio privado (Stewart 175)- y demuestra claramente su entusiasmo por él. Se pierde en la contemplación de aquella mujer vistiéndose delante del tocador. «¡Qué ardor hierve en mis venas!» exclama. Las imágenes que ya hemos visto en la pintura rococó se recogen en este momento de deseo y excitación:


    ¡Qué ardor hierve en mis venas!
¡Qué embriaguez! ¡Qué delicia!
¡Y qué fragante aroma
se inunda el alma mía!
Éste es de Amor un templo:
doquier torno la vista
mil gratas muestras hallo
del numen que lo habita.
Aquí el luciente espejo
y el tocador, do unidas
con el placer las Gracias
se esmeran en servirla,
y do esmaltada de oro
la porcelana rica
del lujo preparados
perfumes mil le brinda,
coronando su adorno
dos fieles tortolitas,
que entreabiertos los picos
se besan y acarician
    Allí plumas y flores,
el prendido y la cinta
que del cabello y frente
vistosa en torno gira,
   y el velo que los rayos
con que sus ojos brillan,
doblándoles la gracia,
emboza y debilita.
   Del cuello allí las perlas,
y allá el corsé se mira,
y en él de su albo seno
la huella peregrina
    ¡Besadla, amantes labios...!
¡besadla...! Mas tendida
la gasa que lo cubre
mis ojos allí fija.
   ¡Oh, gasa...! ¡qué de veces...!
El piano... Ven, querida,
ven, llega, corre, vuela,
y mi impaciencia alivia.
    ¡Oh! ¡cuánto en la tardanza
padezco! ¡Cuál palpita
mi seno! ¡En qué zozobras
mi espíritu vacila!


... (Obras en verso I, 200-201)                


Esto es lo que llama Puelles Romero «estrategias operadas por el artista para mostrar a los espectadores aquellas intimidades corporales que en otras condiciones los personajes se guardarían de mostrar» (299), o, como dijo más sencillamente antes, «el mironismo del cuerpo».

Michael Fried ha demostrado que una de las invenciones idiosincráticas de la época es el hábito de insertar en un cuadro un espectador (persona u objeto animado) que responde a la acción del cuadro y por cuyos ojos nosotros, los otros espectadores o lectores, contemplamos la escena. La diosa de «Las cartas de amor» de Fragonard (1771-1773), el amante que sorprende a la mujer en «La surprise» de Boucher o el poeta que se identifica con la paloma o que espía a Galatea en las poesías de Meléndez se convierten en el punto de partida de una interpretación en clave de estas obras.

En La critique des dames et des messieurs à leur toilette (París, 1770) Louis-Antoine marquis de Caraccioli propone que la refinada costumbre de la toilette es hábito pernicioso porque es una cosa en la que pueden participar mujeres de varias clases, subvirtiendo así la rígida distinción que existe -o que debe existir, según su punto de vista- entre dichas clases (12). Pero su critica se extiende también a los hombres afeminados de su siglo -a los famosos petimetres-, porque ellos participan en el mismo rito social. En este espacio íntimo (decorado con espejos, naturalmente) comparten el hombre y la mujer sus gustos de moda, costumbres, lenguaje y comportamiento. La disolución de la distinción entre género y clase revela una ansiedad y ambigüedad que será, según Melissa Hyde, una de las muchas razones que provocan los grandes cambios de fin de siglo (Hyde 107). Pero aunque como ya hemos visto el Rococó pictórico y poético no es un estilo unitario sino un estilo en que cada país elabora su propio «sabor y [... ] matiz peculiar» (Seoane 16), Roger Chartier ha escrito elocuentemente acerca de la notable homogeneización cultural que se operaba entre la alta burguesía y la aristocracia europeas del siglo XVIII. Para Julio Seoane, el Rococó, «más que un jugar con fuego, es ya el asentimiento a un mundo diferente donde aristocracia y alta burguesía se unen en la común admisión de nuevos valores» (19).

Esto es lo que Javier Herrero ha visto en la poesía de Meléndez Valdés. Lo que hizo Meléndez -y otros amigos suyos de la escuela salmantina- fue dar voz y lenguaje a una sociedad que ya vivía el libertinaje expresado en el London Journal de Boswell, o en Les liaisons dangereuses de Laclos (Herrero 214). Meléndez transforma el sensualismo rococó en pleno erotismo. El Rococó dieciochesco trata lo erótico de una manera lúdica, sutil y encubierta; se elabora para entretener el intelecto, eso sí, pero también para excitar subrepticiamente las emociones. Las poesías españolas del XVIII no solían publicarse con ilustraciones, pero como hemos visto, son profundamente visuales. Exploran símbolos que son frecuentemente sensuales.

Quisiera concluir este trabajo con cuatro observaciones. Primero, con todo esto, lo que hemos visto, espero, es la elaboración de un lenguaje que capta -simboliza, si se quiere- la estética de la época y la ideología de una clase. Es un lenguaje pictórico y poético que contiene un subtexto intensamente erótico. Edward Nye reconoce la tensión que existe entre la ideología y la estética, lo que él llama «idéologie» e «impertinance»:

For much of the eighteenth century, language is an appealing locus for aesthetic debate because it seems as much a rational universal system of signs as it is a mode of personal expression. As such, it combines the «science» and the «sentiment» of aesthetics well. The situation changes completely towards the end of the century when the most striking feature of debate is the breakdown of this consensus. Language as «science» and as «sentiment» become radically separate. On the one hand, the influential linguistic theory of «idéologie» takes no account of literary expression, and on the other, the literary principle of «impertinence» does not advocate any rationalization of the creative process.


(179)                


(A lo largo del siglo XVIII, el lenguaje es el lugar atractivo de un debate estético porque parece ser tanto un sistema de signos racional y universal como un modo de expresión personal. Como tal, combina bien lo «científico» y lo «sentimental» de la estética. La situación cambia completamente hacia el fin de siglo cuando el elemento más notable del debate es la disolución de este consenso. El lenguaje como «ciencia» y como «sentimiento» se separan radicalmente. De un lado, la influyente teoría lingüística de «idéologie» ignora la expresión literaria, y de otro lado, el principio literario de «impertinencia» no aboga por ninguna racionalización del proceso creativo.)


Segundo, este discurso no es un mero cambio metonímico, sino la creación de un lenguaje completamente nuevo, un lenguaje en clave de entendidos que capta el espíritu de lo que llama Mario Di Pinto una nueva estructura social (192). Las élites tradicionales sentían nerviosismo al ver su mundo desaparecer, al tener que compartir el mundo del conocimiento y del saber con las masas. La difusión de la cultura fue, evidentemente, el gran proyecto ilustrado, pero los resultados de esa democratización cultural trajeron consigo inevitablemente un sentimiento de inseguridad por parte de los miembros del Antiguo Régimen. Si una reacción fue convertirse en los líderes benévolos de la difusión del saber y de la educación, otra fue la creación de unos códigos que sólo ellos pretendían comprender e interpretar. Esto, sugiero, es el lenguaje del erotismo rococó, distinto tanto en su concepto como su expresión de la poesía pornográfica (siempre ha habido poesía erótica/pornográfica) recogida por Jammes, Alzieu y Lissorgues en su conocida antología de versos del Siglo de Oro.

Tercero, es la paganización del mundo natural. Los animales inocentes de ese mundo natural (paloma, cordero, perro, gato) -antiguamente cargados de valor espiritual (paz, espíritu divino, amor conyugal)- ahora se pintan con valor sexual, y carentes del sentido de pecado. ¿Por qué? Porque a la aristocracia ya no le interesa el pecado. Las antiguas imágenes poéticas -los dioses mitológicos, el jardín edénico, la música, la mujer- se transforman en símbolos cargados de una intensa energía sexual.

Y cuarto, la interpretación de ese lenguaje será la llave que abra el discurso estético a los «connossieurs» del tema, pero también la que les llevará a su perdición. Aquella estructura social va a disolverse al pasar del mundo elegantemente erótico del Meléndez rococó al mundo francamente obsceno del marqués de Sade. Ese paso no lo querían dar públicamente los poetas españoles; sin embargo, fue inevitable su participación en ese «nuevo gusto» Rococó. La «coñocracia» que Duclos condenó con tanta vehemencia en 1748, es a finales del siglo celebrada en un soneto anónimo, «Cuando estoy del Amor, Filis, picado». El motor de ese cambio ha sido el lenguaje poético y pictórico del mundo Rococó que hemos explorado en esta conferencia1.


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Figuras

Figura 1

Figura 1

Figura 2

Figura 2

Figura 3

Figura 3

François Boucher, «Le Triomphe de Vénus»

(Reproducido con el permiso del Nationalmuseum, Stockholm)

Figura 4

Figura 4

François Boucher, «La Surprise»

(Reproducido con el permiso del New Orleans Museum of Art)

Figura 5
Figura 5

Greuze, «La colombe retrouvée»

Figura 5

J. B. Boudard, «Caresse d'amour»

Figura 6

Figura 6

François Boucher, «Madame de Pompadour»

(Reproducido con el permiso de los Trustees de la Wallace Collection, London)

Figura 7

Figura 7

G. de Saint-Aubin, «Comparaison du bouton de rose»

(Reproducido con el permiso de la Bibliothèque Nationale de Paris)

Figura 7

Figura 7

P. Dubuisson, «Le Tableau de la volupté»

Figura 8

Figura 8

P. A. Baudouin, «Sa taille est ravissante»







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