Mujer y novela: prescripciones sociales en la España de la Restauración
Carmen Servén Díez
Universidad Autónoma de Madrid
El propósito del presente trabajo consiste en determinar algunas de las prescripciones sociales que se proyectan sobre las mujeres lectoras de novelas en la España de la Restauración. A estos efectos, resulta útil revisar los criterios que sobre la novela y su repercusión existían en la época, así como las opiniones que se sustentaban sobre la índole de lo femenino.
De acuerdo con los datos disponibles, a lo largo del siglo XIX la novela fue el género de expresión escrita más difundido y con mayor proyección en los distintos grupos sociales1, pero sobre ella convergieron las suspicacias de moralistas y conservadores. En materia de moral, la Iglesia Católica era el punto de referencia obligado, y su posición frente a la lectura ya había quedado establecida en el siglo posterior al Concilio de Trento (1545-1563): se trata de una práctica peligrosa que debe ser controlada2. En cuanto al componente político de la novela, su potencial ideológico se hizo evidente desde la eclosión de la narrativa romántica popular y socializante3.
En vísperas de la época que nos ocupa, Cándido Nocedal4 se refirió, en su discurso ante la Real Academia, al rechazo que la novela ha provocado tradicionalmente entre los moralistas. El nuevo académico explicaba entonces que la novela no es en sí misma perjudicial ni abominable, aunque lo eran muchas que por entonces se daban a la imprenta: porque en ellas se vierten «mentiras infames» sobre el matrimonio y la mujer, porque extienden ideas condenables y porque atacan la organización social y el principio de autoridad. En suma: las novelas de mediados de siglo, cuya modalidad más extendida era el folletín desaforado, despertaron los recelos de los conservadores, tanto por su incidencia sobre la moral como por su capacidad subversiva.
Esta línea de pensamiento, empobrecida y radicalizada, se hará común en moralistas católicos y sectores ultraconservadores a lo largo de la Restauración. Años más tarde reconocerá el P. Muiños en la revista agustiniana:
... he de confesar francamente que en el campo católico abundan las prevenciones contra el género novelesco [...]. Cuando se ve que la mayor parte de los males que deploramos son debidos a la novela, convertida en arma de ataque contra la religión, la sociedad y las buenas costumbres, ¿no merece indulgencia el que, por atender a intereses más sagrados, da en el extremo de aborrecer la novela?5. |
La reticencia contra la novela no se produce a raíz de la eclosión naturalista en nuestro país; antes de que aquí se difundan los postulados de Zola, el género suscita rechazo en los medios confesionales. La Ilustración Católica, revista cultural católica afín al carlismo, inserta en cuatro números sucesivos de 18786 un larguísimo artículo de Á. de Valbuena en que éste reconoce la enorme influencia ejercida por la novela sobre el conjunto social a la par que la cubre de denuestos:
Así, a la
par que muestra su escaso aprecio por el género, el
articulista atribuye a las novelas una gran influencia social, que
vincula al hecho de que han despertado una gran afición
entre los jóvenes. Asegura además que fueron las
«románticas aberraciones y
extravagancias»
lo que provocó en el
público español una «descomunal afición a la novela»
y se refiere también al «oscuro
lodazal de la novela contemporánea»
. Atribuye un
papel subversivo a las novelas, que proporcionan a un
público ignorante sesgadas visiones de las instituciones
nacionales y religiosas, «llevan a
confundir el mundo real con el ideal»
, y pintan con
colores demasiado vivos el vicio, la corrupción y el pecado,
de manera que, aun castigándolos en unas pocas
páginas finales, el mal ya está hecho.
Los estragos que
se atribuyen a la lectura de novelas llegan a ser enormes.
Prudencio Sereñana y Partagás, por ejemplo, asegura
que «la lectura de novelas inmorales, es
á no dudar otra de las causas que predisponen á la
mujer á entregarse en brazos de la
prostitución...»
7.
De ahí que, como ha señalado Jean François Botrel8, en los años ochenta todavía se intenta prohibir o controlar la lectura de las novelas al uso, y se recomiendan Trueba, Fernán Caballero, Alarcón o Pilar Sinués como antídotos del mal.
Todas estas
precauciones morales y sociales que perduran contra la novela, se
conjugan con una particular concepción de lo femenino. En el
período transcurrido entre 1870 y 1890 son numerosas las
publicaciones de trabajos en periódicos, revistas y libros
que tienen como principal objeto de atención a la
mujer9.
Se discute la «emancipación»
o la «regeneración»
de la misma y se
exponen opiniones para todos los gustos. En lo que respecta a la
formación y actividad intelectual femenina, las posiciones
se decantan a la vista de dos cuestiones fundamentales: el destino
social de la mujer y la constitución orgánica
femenina.
La
ideología de la domesticidad, triunfante a partir de los
años cincuenta10,
marcaba un destino único a la mujer: el hogar
doméstico, donde primero como hija, y luego como esposa y
madre, había de transcurrir toda su vida. Pese a la
reticencia que frente al ideal doméstico expresaron mujeres
tan respetadas como Concepción Arenal11;
durante el último cuarto del siglo XIX es común
continuar identificando a la mujer con «el ángel del hogar»
. En esa
línea se manifiestan los colaboradores de importantes
publicaciones como la Revista Contemporánea, que en
los años ochenta y noventa inserta sendos y largos
artículos de Eliseo Guardiola Valero12
y José María Escribano Pérez13.
De ahí que toda actividad intelectual femenina venga a ser
admitida como medio de mejorar su desempeño como esposa y
como madre, pero no como motor que la induzca a emprender un vuelo
lejos del hogar. Así, Escribano Pérez (p. 523) es
partidario de ensanchar los horizontes de la mujer y mejorar su
instrucción,
Del mismo modo,
Elíseo Guardiola Valero (p. 458) declara que admite una
«educación proporcional»
en la mujer y aboga por sus derechos civiles, pero declara que
Además, es
imprescindible recordar que durante la década de los setenta
y aun bien entrada la de los ochenta, siguen escribiendo y
publicando sus manuales de conducta, sus revistas y sus novelas de
buenas costumbres, esas «escritoras virtuosas»
que hacen de la
apología de la domesticidad su programa ético y
estético14.
La intensa campaña de difusión de un modelo
burgués de mujer doméstica y virtuosa está
aún en pleno desarrollo.
Por su parte, la
prensa católica frente a la posibilidad de que la mujer se
emancipe del hogar doméstico, se pregunta «¿A
dónde vamos a parar?»15
y asegura que resucitar el tema de la emancipación femenina
«es volver al paganismo más
degradado»
.
Cierto es que, desde el exterior, llegaban aires de emancipación. En las revistas más conocidas encontramos noticias sobre la marcha de la cuestión femenina en otros países. En este sentido son interesantes artículos como el que escribió Mme Coignet para la Revue Politique et Litteraire y que es reproducido por la Revista Europea en dos números consecutivos16: tras citar repetidamente a John Stuart Mill como adalid de la causa femenina, la autora explica con detalle cómo las damas inglesas han extendido la esfera de su actividad, y termina asegurando que el ideal doméstico, tal como se maneja en la época, está llamado a desaparecer para dar lugar a una nueva concepción del papel de la mujer en el mundo. Mucho más conservador se muestra Ricardo Medina en su análisis sobre «La emancipación de la mujer en Inglaterra»17, aparecido en la misma revista años más tarde.
Por otra parte es notorio que la condesa de Pardo Bazán no sólo manifestó su postura personal, sino que contribuyó a introducir también los aires del exterior: se ocupó de promover y prologar el tratado de John Stuart Mill titulado La esclavitud femenina18, cuyo autor proclamaba en la primera página de su obra:
Además, la
Biblioteca de la Mujer, dirigida por Doña Emilia,
publicó en 1893 el libro de Augusto Bebel titulado La
mujer ante el socialismo [1879]19;
su autor, aparte de rechazar las conclusiones de la
frenología, declara que el sexo femenino está
«intelectualmente más reprimido,
impedido y mutilado que el masculino desde hace miles de
años»
(p. 354), y sin ambages «reclama la salida de la mujer fuera del estrecho
círculo del hogar y su plena participación en la vida
pública y [...] en las tareas culturales de la
humanidad»
(p. 352). La obra fue objeto de una
reseña en el «Boletín
Bibliográfico» de la Revista
Contemporánea20;
no se incluía en ella ningún comentario, ni a favor
ni en contra, del contenido, pero se calificaba la obra de «brillante»
y «radical»
.
En definitiva:
sigue vigente la ideología de la domesticidad, aunque
presenta fisuras. Y precisamente a esa ideología conviene un
modelo de mujer y de lecturas que Pilar Sinués
identificará con precisión: «lecturas ejemplares y
tiernas»
21,
lecturas que ella y el resto de las «escritoras virtuosas»
procurarán proporcionar mediante su propia escritura. De
modo que se genera así toda una serie de textos narrativos y
de otra índole (manuales de conducta, artículos de
revista...) destinados a la mujer, y que pueden gozar del
beneplácito de los moralistas más exigentes. La
producción y lectura de este tipo de textos se prolonga
hasta, al menos, fines de los años ochenta.
Hay peligro en la novela al uso, porque puede esconder la invitación a desertar del ideal doméstico:
Las jóvenes que leen novelas de exagerado sentimentalismo o de abundante imaginación, se hacen insoportables a sus familias y a las personas con quienes tratan; acostumbradas a respirar una atmósfera de grandezas fantásticas, de satisfacciones inverosímiles y de felicidades quiméricas, desechan por útiles motivos alianzas prudentes y ventajosas, y sienten hacia los quehaceres domésticos una invencible repugnancia22. |
Pero el modelo
femenino está abierto a la lectura de una cierta clase de
novelas; como señala en su manual de educación
Joaquina García Balmaseda23,
«No privaría yo a las
jóvenes que leyeran novelas, cuando éstas tengan una
moralidad reconocida; pero las acostumbraría desde
niñas a lecturas menos frívolas»
(p.
106).
De acuerdo con el
criterio de esta autora, las mujeres pueden leer «trozos escogidos de autores
clásicos»
(p. 107), así como «los cuadros de Fernán Caballero, los
cuentos de D. Antonio Trueba, las novelas de Doña
Ángela Grassi y otras de excelente fondo y correcta
forma»
(p. 107), entre las que figuraría el
Quijote.
No concreta tanto
Augusto Jerez Perchet, que en su libro La mujer de su
casa24
incluye sin embargo un capítulo sobre «La
lectura» (pp. 30-32). Aconseja a las mujeres que se hagan con
una biblioteca propia, a partir de las indicaciones de padres,
marido o maestro, una biblioteca en que «sólo deben figurar obras instructivas,
útiles y de perfecta moral»
, porque «la lectura no ha de limitarse a un pasatiempo;
es preciso que deje en pos de sí una huella»
. En
un libro posterior25,
este mismo autor encomia de nuevo la lectura a la señora del
hogar, y menciona concretamente las novelas; pero es notorio que no
es partidario de la lectura ociosa, sino del estudio y la
reflexión.
Según
dijimos más arriba, junto a la cuestión del debatido
destino doméstico, el otro gran factor que pesa sobre las
prescripciones sociales en torno a lo femenino es la
constitución orgánica de la mujer. La estructura
física femenina venía siendo esgrimida como
fundamento incontrovertible de su inferioridad intelectual. Las
investigaciones de Franz Gall (1758-1828) sobre las proporciones
del cerebro condujeron a afirmar que la mujer carece de la
inteligencia del hombre. Pese a que Concepción Arenal
procuró desmontar los argumentos de este
investigador26,
el recurso a las disimilitudes craneales para fundamentar la
desigualdad intelectual y social entre ambos sexos, se sigue
produciendo años más tarde en boca de algún
reputado intelectual español. El conocido crítico
Manuel de la Revilla, afirmaba que la mujer27
«es un término medio entre el
niño y el adulto; ó lo que es igual, es siempre
adolescente. Su inteligencia (salvo raras excepciones) es inferior
a la del hombre; lo cual es debido a que su cráneo es
más pequeño y ligero»
.
Todavía
más frecuente era el justificar las peculiaridades
intelectuales femeninas apelando no ya al tamaño craneal de
la mujer, sino al imperio de sus órganos reproductores. E.
Rodríguez Solís28
hace eco de las doctrinas científicas vigentes en su
esfuerzo por defender a la mujer. En su libro, concede gran espacio
a mostrar la peculiar fragilidad de las mujeres y, tras recoger
diversos testimonios médicos, entre ellos el de Baltasar
Viguera, concluye en la «sobreexcitabilidad nerviosa de la
mujer»
y en que ella vive sujeta «a la soberana influencia de su
matriz»
(pp. 87 y 93). En general, se admite que en ella
se halla más desarrollado el sistema nervioso y por eso es
más sensitiva (Escribano Pérez, 199) y más
imaginativa o fantasiosa. En los discursos leídos en las
sesiones inaugurales de año académico de la Sociedad
Ginecológica Española29
se afirma por aquel entonces con respecto a la mujer: «A la impresionabilidad y movilidad que distingue
su sistema nervioso coadyuva de una manera poderosa el aparato
útero-ovárico...»
(p. 7). Este aparato
útero-ovárico interfiere claramente en las funciones
perceptivas de la mujer: «la
impresionabilidad del sistema nervioso, excitado e influido por el
aparato útero-ovárico, no siempre permitirá la
exacta trasmisión de la impresión recibida, sino que
por el contrario la hará llegar un tanto
desfigurada...»
(p. 56).
De ahí que en ella dominen las facultades afectivas, el sentimiento; como en el hombre imperan las reflexivas, el pensamiento (Ibid.).
Toda peculiaridad
femenina, incluidas las de índole social y educacional, se
explican por el procedimiento de invocar su especial excitabilidad.
El Doctor González Encinas, cuyo largo trabajo se inserta en
números sucesivos de la Revista
Europea30,
se refiere repetidamente a la exquisita sensibilidad y hasta
irritabilidad femenina para justificar «la disposición religiosa del
espíritu de la mujer»
(p. 330), su carencia de
talento creador (p. 412), sus cualidades características,
entre las que incluye «la dulzura, la
indulgencia y la sumisión»
, y su destino
doméstico.
En los ensayos generales que sobre la mujer se difunden, se halla el eco de todas estas afirmaciones médicas31, que siguen siendo moneda común en el último cuarto del siglo XIX. Así, en su revisión de la constitución y personalidad de la mujer a través de distintas edades históricas, Braulio Santamaría32 explica que la mujer es igual al hombre en dignidad, pero
(p. 27) |
De manera que ella
«queda dominada por la influencia del
poderoso aparato que modifica todas sus pasiones, sus gustos, sus
ideas e inclinaciones»
(p. 28).
A la difusión de todas estas teorías procedentes del campo de la ciencia y que afirmaban la intensa excitabilidad y fragilidad de la mujer33, corresponde la imagen de la mujer doméstica tutelada por su marido. Quienes intentaron oponerse a esa imagen apenas encontraron argumentos científicos en los que fundarse. Así, el Dr. José de Letamendi34, que procuró defender la emancipación femenina y argumentó la identidad en especie de mujer y varón, se vio obligado a aceptar sin embargo que hay unos rasgos intelectuales específicos de hombre o de mujer.
Sobre estas formas de circunscripción de lo novelesco y de lo femenino se cimentan las perspectivas en torno a la relación de la mujer con la literatura. La tajante prohibición de leer novelas, al estilo de la enunciada con criterios morales por el padre Claret en los años sesenta35, deja paso a otras formas de fundamentar y dictar las prescripciones sociales al respecto. Es común, desde luego, la consideración de que en todo caso el intelecto femenino debe estar orientado por libros serios, en ningún caso novelas, que suelen ser citadas como ocupación especialmente perniciosa para las mujeres, puesto que se acepta como evidencia su fogosa imaginación y su delicada sensibilidad.
En esa línea se manifestaba el obispo de Orléans, Monseñor Felix Dupanloup, en un libro aparecido por primera vez en París en 1868. El libro fue traducido y publicado en España en 188036, y se hizo muy conocido. Su autor se esfuerza por mostrar que la cultura del espíritu es un derecho y un deber de la mujer, pero procura simultáneamente deslindar el campo de las lecturas formativas y recomendadas, en el que no está incluida cierta literatura:
Hay hoy para las mujeres, no lo negaremos ciertamente, peligros reales y muy grandes que correr con las lecturas literarias, y temeríamos de una manera singular el verlas engolfarse sin reflexión en la mala o ligera literatura37. |
(p. 29) |
Dado que la
«sensibilidad y la imaginación
están muy desarrolladas particularmente en las
mujeres»
(66-67), el obispo indica que «Las mujeres [...] están mucho más
expuestas que los hombres en lo que leen, a causa de la vivacidad
de su imaginación y de su inteligencia»
(p. 32). Y
constata sin embargo la afición femenina a géneros de
lecturas que Monseñor considera deplorables: malas novelas,
malas poesías y dramas... (p. 31).
Durante los años ochenta, otros libros de divulgación sobre la mujer o sobre la educación, recogen también la idea de que las lecturas femeninas han de ser cuidadosamente seleccionadas en atención a su singular imaginación y excitabilidad; Joaquín Olmedilla y Puig38, en su tratado sobre la mujer explica los peligros de una lectura indiscriminada:
(pp. 97-98) |
Idéntica
necesidad de seleccionar las lecturas se proclama en el farragoso
ensayo que sobre educación y salud escribe Antonio
Díaz Peña39.
De acuerdo con este autor, la falta de un régimen de vida
higiénico, así como la lectura de novelas y otros
factores, causan enormes trastornos a las mujeres, que por su
naturaleza deben evitar los trabajos varoniles y los profundos
estudios literarios (p. 56). La lectura de novelas, especialmente
las eróticas, causan males irreparables en la mujer
(Ibid.). Díaz Peña muestra su
tajante rechazo de la novela en general, del que se salvan raras
excepciones: asegura que «La plaga de
novelas que infesta al mundo»
ha contribuido
poderosamente a «nuestra visible
decadencia»
(p. 68) y que sólo como recreo
especial cabe la lectura de alguna novela instructiva y genial,
entre las que se destaca El Quijote. No sólo las
novelas sino también los novelistas le merecen la mayor
desconfianza:
(p. 67) |
Pero donde se hace
evidente la nueva vinculación que se establece entre la
constitución orgánica femenina y la lectura de
novelas es en los tratados sobre diversas patologías. A
través de ellos vemos como en la Restauración se
articula y difunde un nuevo argumento de índole
científica en torno a la necesidad de restringir las
lecturas novelescas de las mujeres. Los ensayos dirigidos al
público en general esgrimían razones médicas
de peso para que las mujeres prescindieran de las novelas: el Dr.
Ángel Pulido, en unos Bosquejos médico-sociales
para la mujer40,
muestra el riesgo que comporta la afición femenina a este
género de lecturas. El doctor Pulido comienza explicando que
la lectura útil e higiénica ha de cumplir tres
requisitos principales: ha de ser moderada, no ha de excitar
demasiado el espíritu y ha de ilustrar con sabias
máximas la inteligencia. Considera que la pasión por
las novelas quebranta de ordinario estos preceptos y suele
ocasionar «perturbaciones
orgánicas»
, sobre todo en la mujer, que es
«por naturaleza, sensible y
espiritual»
. Especialmente nocivas considera las novelas
de costumbres, por sus:
(p. 53) |
Además de
que las novelas «alimentan cierta vida
ideal»
más perjudicial que beneficiosa, producen
una «sobreexcitación intelectual
marcadísima»
. El doctor Pulido expone a
continuación un cuadro desolador de una joven leyendo una
novela:
(pp. 62-64) |
Así, las
«novelazas»
, son causa de
«manifestaciones nerviosas en la
mujer»
, incluidas la ninfomanía y las
convulsiones. Aunque, no todas las novelas son malas, puesto que
las hay que incluyen conocimientos útiles. Lo que el doctor
Pulido reclama son novelas higiénicas, útiles y
saludables.
Si parecen exageradas las manifestaciones del doctor Pulido, no hay más que consultar a otros facultativos de la época. Si pasamos a revisar tratados médicos especializados por entonces difundidos, hallaremos el fundamento de tantas precauciones frente a la lectura femenina de novelas. En su Tratado teórico-práctico de las enfermedades de las mujeres41, traducido al español en los años setenta, el Dr. Charles West se refiere a la histeria, terrible enfermedad que sólo afecta a las mujeres; entre sus causas incluye la frecuentación de las reuniones, los espectáculos, los conciertos, la lectura habitual de obras apasionadas o tiernas... (I, p. 158).
Con mayor
extensión y concreción se alude a la insania de lo
novelesco en la mente femenina a lo largo del tratado del Dr.
Pouillet sobre el onanismo femenino42.
En el prefacio a este estudio se explica que éste es un
trabajo pionero por referirse a la mujer; se recuerda que el
onanismo es un vicio con importantes secuelas patológicas y
se indica que es más frecuente en la mujer, por «la exquisita sensibilidad de su aparato
genital»
entre otras razones. Los tratamientos
contemplados por los expertos incluyen procedimientos muy severos,
como el uso de la camisa de fuerza o la cliteridectomía. Y
entre sus causas se recogen las de índole intelectual o
moral; a este respecto se indica:
(pp. 54-55) |
Las patologías femeninas ligadas a lecturas insanas, particularmente de novelas, se hacen extensibles a los trastornos mentales. El Dr. S. Icard43, en su exposición sobre las psicosis menstruales, es decir, unas patologías nerviosas y mentales a que son especialmente proclives las mujeres durante el período menstrual y que se superan al cesar la amenorrea, desaconseja toda fatiga intelectual, y señala también:
(p. 146) |
Así, es comúnmente admitida la insania de las lecturas casuales y particularmente de novelas en lo que se refiere a la constitución femenina. De ahí que mujeres sensatas, que luchaban por la mejor educación de la mujer y su derecho al cultivo de la lectura y de la escritura para el público, se hagan eco de tales planteamientos. Concepción Gimeno de Flaquer44, que sigue muy de cerca los argumentos médicos del doctor Pulido, explica:
(p. 149) |
Como ejemplo de
sus afirmaciones cita a una señorita que se «embriagaba»
con lecturas de Ponson du
Terrail y de Ana Radcliff:
(p. 149) |
(p. 161) |
Sin embargo, la
autora aclara que sus diatribas no se refieren al género
novelesco en su totalidad, porque la influencia de la novela puede
ser beneficiosa o perniciosa; recogiendo la idea del Dr.
Ángel Pulido señala que la novela es «una espada de dos filos»
.
Desaconseja, por demasiado fuertes, a Espronceda, Leopardi y Heine;
se queja de Dumas y Sue; tampoco el Werther, por su
excesivo pesimismo, le parece conveniente; y se declara partidaria
de un arte realista pero no exento de pudor. Recomienda, en esta
línea, lecturas de Valera, Galdós, Alarcón,
Castro y Serrano, Pereda, Pardo Bazán, Frontaura y
otros.
Para una correcta evaluación de las opiniones más arriba recogidas sobre los efectos orgánicos de la lectura de novelas, conviene recordar algunas de las ideas vertidas por Chattier en su estudio general45: la lectura como origen de patologías diversas aparece en el discurso de los expertos europeos a partir del siglo XVIII; una lectura sin control o excesiva es considerada peligrosa, porque asocia la inmovilidad del cuerpo a la excitación de la imaginación; ya Diderot, en el Éloge de Richardson [1766], se refirió con detalle a la fuerte conmoción de la sensibilidad y al efecto sobre la imaginación que provocan las ficciones del novelista inglés. De ahí a concebir el ejercicio de la lectura como desencadenante de confusiones de la imaginación o incitador a los placeres solitarios, hay sólo un paso que los expertos decidieron dar. El resultado es un discurso medicalizado sobre los problemas que entraña la lectura, y más específicamente, la lectura de novelas por parte de las mujeres (Chartier, pp. 179-198).
Dadas las opiniones que corren en torno a la excitabilidad femenina y a la peligrosidad de la novela, muy raramente se recomendará a la mujer la actividad creativa en este campo. Sin embargo, es precisamente la exaltada imaginación de la mujer una facultad que en boca de algún tratadista aparece ventajosa para abordar la creación literaria, en cuyo vasto campo se encarecen al cultivo femenino unos géneros determinados: a decir de Escribano Pérez46, la mujer cultivará con notables resultados la elegía, la novela, la epístola y la conversación,
(p. 627) |
Las opiniones
sobre la mujer de alguno de los autores más difundidos y
citados en la época, como Severo Catalina, reconocen a la
mujer capacidad intelectual y facultades para novelar; este erudito
considera que el estudio de las bellas letras es siempre
simpático al carácter y condición femeninos, y
reconoce que en el ámbito de la poesía y de la
novela, la mujer ha producido frutos estimables (p. 369). El mismo
reconocimiento a las literatas entre las que incluye a conocidas
novelistas, se halla en las páginas de Ubaldo Romero de
Quiñones47,
defensor de la mujer mucho menos conocido y sustentador de
posiciones más radicales: «notoria es la fama de que gozan en la
república de las letras las Coronado, Melgar, Mendoza,
Jimeno, Lozano, Tartilán, Vilches, Wilson, etc., gloria y
ornamento de su sexo»
(p. 223).
Sin embargo,
avanzado el siglo, un colaborador del Boletín de la
Institución Libre de Enseñanza, avisa de que
ante todo es preciso emprender estudios profundos para afrontar la
creación literaria; si se pretende emular a doña
Emilia Pardo Bazán y no quedarse en «sonetos para periódicos de modas
ó artículos azules para revistas dedicadas al
bello sexo»
.
Importa persuadir a las jóvenes dotadas de aficiones artísticas, de que, para hacer obras de importancia, no es camino mutilar la carrera, sino abarcar la realidad toda; y á las que se inclinen á las letras, de que el desarrollo de las aptitudes literarias pide estudios profundos. Para escribir Los pazos de Ulloa y La piedra angular, es preciso saber hacer la Vida de San Francisco, los Estudios sobre el P. Feijóo y Los pedagogos del Renacimiento48.
En conclusión: la lectura femenina de novelas se restringe en atención no sólo a factores morales, sino a consideraciones sobre el destino femenino y a argumentos médicos de diversa índole. El cultivo de la novela, y el trabajo de las novelistas, es ocasionalmente aceptado. Sobre las posiciones de los ensayistas en torno a la actividad lectora-escritora de las mujeres en el campo de la novela, se proyectan tanto el debate sobre el ideal femenino doméstico, como las exposiciones científicas que consideran los órganos reproductores de la mujer el centro de su anatomía.