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ArribaAbajoUn siglo en un minuto


ArribaAbajo-I-

Esta narración necesita prólogo propio. En cambio, no le necesitan ajeno tantos y tantos libros como ahora salen con prólogo ajeno, a pesar de estar vivos y sanos, gracias a Dios, sus autores, y ser éstos muy listos y muy guapos para no necesitar que el vecino se encargue de decir al público lo que nadie mejor que ellos sabe.

En el de este libro he citado la opinión de cierto caballero particular que asegura son una misma cosa la mentira y la poesía, y no quiero poner término a estas narraciones sin hacer un esfuerzo para averiguar lo que haya de cierto en la susodicha opinión. El procedimiento de que me voy a valer es muy sencillo, pues consiste en contar algo que sea mentira, y luego ver si hay o no poesía en ello.

Tengo por mentira lo que voy a contar; pero también tengo mis temorcillos de que no lo sea, porque, además de ser personas muy verídicas y bien informadas unas buenas aldeanas de Güeñes, que me lo contaron una noche de Difuntos, mientras ellas hilaban y nosotros los hombres fumábamos a la orilla del fuego, he leido algo que corrobora su aserto en un libro que, si mal no recuerdo, se llama Leyendas de Flandes, escrito por un tal Berthout, o cosa así, y cuando una noticia anda de Vizcaya a Flandes, algo debe tener de cierta.

Moreto ha dicho que la poesía y la filosofía son una misma cosa, y si resultase que la poesía y la mentira tambien lo son, ¡buena, buena va a quedar la filosofía, tras lo mal parada que ha quedado en manos de los krausistas!




ArribaAbajo-II-

Allá hacia mediados del siglo XIV, eran célebres en Vizcaya dos caballeros, llamados, el uno, D. Juan de Abendaño, y el otro, Fortun de Mariaca, este último más conocido con el sobrenombre de Ozpina, que equivale a Vinagre.

D. Juan de Abendaño, a quien el historiador Lope García de Salazar, su paisano y casi contemporáneo, llama « ome endiablado,» por su travesura y audacia, y pinta como terror de los maridos, era el D. Juan Tenorio de aquella época y aquella comarca. La doncella más pura y tímida se escapaba trás él a la torre de Unzueta en cuanto don Juan le cantaba una trova o rompía, en su honor una lanza bajo su ventana, y la casada más honesta y altiva necesitaba guardas, si D. Juan rondaba una vez su torre solariega, de buen testigo doña Elvira, la mujer de Pero de Lezama, de la que dice el citado Salazar que «era lo que era mucho hermosa y lozana sobre todas las de su tiempo, y su marido la tenía siempre guardada en la su torre con criados suyos, por revelo de D. Juan de Abendaño.»

En cuanto a Fortun de Mariaca, hijo bastardo de Fortun Sáez de Salcedo, señor de Ayala, Salazar le califica de «ome perverso.» Ya de mancebo, tenía genio endemoniado, por lo cual dieron en llamarle Ozpina, y este mal genio se había ido agravando de tal modo con los años, que había llegado a ser insufrible en el tiempo a que me refiero, en que Fortun era viejo.

Por aquel tiempo estaban en toda su crudeza las guerras de bandería entre oñecinos y gamboinos, y en toda la región cantábrica desde el Bidasoa al Deba asturo-montañés y desde el océano al Ebro o más arriba, caballeros y labradores apenas tenían más ocupación que la de romperse el bautismo «sobre quién valía más,» como dice el buen Lope García de Salazar, que debía saberlo, pues desde la edad de diez y seis años hasta la de setenta en que se dedicó a historiar lo que de aquellas guerras y otras cosas sabía, que por cierto no era poco, había sido uno de los más poderosos y afamados banderizos.




ArribaAbajo-III-

Ochanda de Anuncibay era a la edad de diez y seis años la doncella más hermosa, delicada y pura de peñas abajo. Los que habéis bajado a Bilbao por las amenas márgenes del Nervión, que es aquel riachuelo que atravesásteis en la vega de Orduña y luego iba creciendo, creciendo a vuestro lado hasta que la mar salió a su encuentro siete leguas más abajo y le escondió en su resalado seno, ¿no recordáis haber visto a la derecha de Areta, casi en la confluencia del Arnáuri (que baja del valle de Orozco) con el Nervión, una torre solariega que tiene al lado una ferrería, un molino y una ermita? Pues aquella es la torre de Anuncibay, sólo que no es la misma que cobijó la niñez de Ochanda. Aquella torre con pretensiones de palacio es relativamente moderna y se edificó en el solar de otra muy vieja, muy fuerte y muy sombría, que era la que cobijó la niñez de Ochanda.

Al cumplir los diez y seis años Ochanda de Anuncibay lo más que se había alejado del solar paterno era para ir, velada la faz y acompañada de su madre doña Estíbaliz, una dueña y un criado viejo, a oír misa en la iglesia monasterial de San Pedro de Lamuza (que es la de Llodio), a la que la piadosa doña Estíbaliz tenía mucha devoción por haberla consagrado, al comenzar el siglo XI, el obispo de Calahorra D. Pedro Nazar, usurpador según unos, y heredero legítimo según otros, de la santa sede episcopal de Armentia.

Su madre era un tipo femenil que existía aún en todo su vigor al terminar la Edad Media; pero que desde entonces se ha ido desvaneciendo hasta el punto de no quedar siquiera sombra de él en nuestro tiempo. Compartía su vida entre la fe y la casa; pero la compartía con tal severidad, que hoy su amor nos parecería poco aceptable a Dios y a la familia. Casi nunca pronunciaban sus labios una palabra dura; pero casi nunca aparecía en ellos una sonrisa. Su marido era a la par su amado compañero y su respetado señor, de modo que nunca le nombraba sin darle este último nombre.

-Pedid a Dios que tenga en su guarda a mi marido y señor Sancho Martínez de Anuncibay, decía siempre al socorrer por su propia mano al pobre que llegaba a su puerta implorando su caridad, que era inagotable.

Sancho estaba casi siempre ausente del hogar porque las guerras de bandería en que constantemente andaba metido, no le permitían otra cosa. Para el cuidado de su casa y hacienda, bastábale su mujer, porque doña Estíbaliz era señora para todo. Ella administraba la ferrería y el molino solariegos, y ella se entendía con sus colonos de Vizcaya y de Álava, donde los señores de Anuncibay poseían las pingües haciendas de Arbulo, cerca de la insigne iglesia juradera de Santa María de Estíbaliz, de donde eran originarios.

Muchas veces regresaba Sancho a su casa, acompañado de apuestos donceles y caballeros, que antes de despedirse de él, se solazaban con alardes de guerra y caballería en el nocedal frontero a la torre donde también solía lucir sus sandias gracias un bobo bufón muy célebre entonces en el país con el apodo de Ganorabaco, que aún se da a todo sandio y hazme-reír.

-Señora madre, decía Ochanda a doña Estíbaliz bajando tímidamente los ojos y encendiéndosele del rubor el rostro, ¿permitís que me asome a la ventana?

-Asomaos, hija mía, le contestaba doña Estíbaliz con blandura, pero sin rebajar con escesiva familiaridad su dignidad de madre; asomaos, pero con la honestidad que cumple a doncellas como vos. En vuestro estado son lícitos tales solaces; tanto más, cuanto tendréis que despediros para siempre de ellos cuando paséis a otro, porque entonces sólo viviréis para servir y amar a Dios y a vuestro marido y señor.

Ochanda sentía palpitar de misterioso júbilo su corazón al dirigir tímidamente la vista a aquellos gentiles mancebos que justaban bajo su ventanas quizá sin más objeto que el de agradar a la hermosa doncella, y no sé qué sueños de felicidad casi celeste venían a arrullarla cuando veía a los justadores alejarse Arnáuri arriba o Nervión abajo tornando amorosamente los ojos hacia ella.

Una tarde sonaron bocinas hacia la ribera del Nervión y todos los moradores de la torre de Anuncibay se apresuraron a salir alborozados a ventanas y almenas, porque aquella señal lo era de que tornaba el amado echecojauna (señor de solar) que hacía mucho tiempo andaba por las merindades de Castilla ayudando a sus aliados los Salazares en las guerras que éstos traían con los Velascos. Doña Esitíbaliz y Ochanda, de pechos a las ventanas gemelas que daban sobre la puerta ojiva de la torre, tenían fija la ansiosa vista en la revuelta que hacía el camino, para seguir Nervión arriba, donde ahora está la estación del ferro-carril. (¡Oh Dios, cuánta prosa hay en verdades como ésta!)

Al fin un centenar de caballeros aparecieron en aquella revuelta, y en vez de seguir la margen del Nervión, tomaron la izquierda del Arnáuri.

Madre e hija levantaron la vista al cielo en faz de infinita gratitud al distinguir a la cabeza de aquellos caballeros al buen Sancho Martínez, por cuya vuelta tan largo tiempo habían suspirado. Al lado de Sancho venía otro caballero sobre manera apuesto, a quien en vano pugnaban por reconocer, porque traía la visera calada. Levantóla aquel caballero al acercarse a la torre, y dirigió la vista a la ventana, y entonces doña Estíbaliz, después de pronunciar involuntariamente su nombre, que Ochanda no oyó, dijo a ésta con singular mezcla de severidad y benevolencia:

-Retiraos a vuestra cámara, hija mía.

Ochanda obedeció a su madre, retirándose a su cámara, humilde, mas pesarosa.

Los caballeros, que venían sumamente fatigados de la jornada, se despidieron de Sancho en el nocedal, rehusando cortésmente el ofrecimiento de algún descanso en su hogar que el de Anuncibay les hacía, y continuaron la vía de Orozco mientras doña Estíbaliz salía al encuentro de su marido y señor que la recibió amorosamente en sas brazos y se apresuró a preguntarle por Ochanda.

-Buena y humilde como siempre la hallaréis en su cámara, a donde la ha mandado retirar viendo que con vos venía D. Juan de Abendaño, le contestó doña Estíbaliz.

-Habéis hecho bien en eso, dijo Sancho, porque el de Abendaño, según lo que he visto en las merindades, parece tener encantos diabólicos para trastornar el seso a doncellas y casadas, y a nuestra amada Ochanda le traigo yo destino digno de su virtud, hermosura y nobleza.

Doña Estíbaliz se estremeció como de espanto al oír estas últimas palabras; pero no se atrevió a pedir esplicación de ellas a su marido, que tampoco curó de dársela.




ArribaAbajo-IV-

Era el día que siguió al del regreso de Sancho Martínez de Anuncibay a su noble solar. Ochanda, que había sido amorosamente acogida por su padre, había tenido sueños muy singulares la noche anterior, y llamo singulares a estos sueños, porque habían alternado en ellos las imágenes de la dicha con las de la desventura. Aquel gentil caballero, a quien con tanto disgusto había reconocido su madre, se le aparecía rodeado de encantos inefables, y a esta visión, que le daba a conocer en la tierra algo de las delicias que se había imaginado en el cielo, sucedía otra horrible, pero tan vaga, que consistía en una masa de negras sombras entre las cuales aparecía confusamente, repugnante y descompuesto por la ira, el rostro de un anciano que no tenía ni asomo de la benevolencia que comúnmente acompaña a la ancianidad.

Sancho entró en la cámara de Ochanda, donde a la sazón se hallaba doña Estíbaliz, y después de saludar a ambas con afabilidad, reclamó su atención, pues tenía algo grave que comunicarles, y anunció a madre e hija que el buen caballero Fortun de Mariaca le había pedido la mano de Ochanda y él se la había concedido, creyéndose muy honrado y ganancioso en ello, puesto que Fortun era caballero muy noble, y como deudo de los condes de Ayala, tenía muchos valedores, y lo sería poderosísimo de la casa de Anuncibay.

Doña Estíbaliz y su hija oyeron con espanto mal disimulado esta nueva, pero Sancho no se apercibió de ello o fingió no apercibirse, y les preguntó si les placía su resolución.

-Ya sabéis, le contestó doña Estíbaliz con humildad, que apruebo y acato siempre como debo vuestras resoluciones, que son las de mi esposo y señor, y en cuanto a nuestra amada hija, su voluntad es en todo la nuestra.

Como testimonio extraordinario de lo complacido que quedaba de su mujer y de su hija, Sancho abrazó amorosamente a esta y se retiró de la cámara.

Ochanda, sintiéndose morir de desconsuelo y desencanto, guardaba silencio con la hermosa frente inclinada, y procuraba en vano contener las lágrimas que se escapaban de sus ojos. Doña Estíbaliz la contempló un momento, desgarrado su corazón de madre, porque adivinaba todo lo que pasaba en el de la doncella, y abrió instintivamente los brazos para estrechar en ellos a su hija y consolarla en su seno y consolarse a sí propia, ungiendo la rubia cabeza de la niña con sus lágrimas; pero reponiéndose de repente de aquella debilidad por medio de un esfuerzo supremo de su voluntad, tornó a aquella mezcla de severidad de juez y de benevolencia de madre con que trataba siempre a su hija y procuró convencer a ésta de que su propia dicha y su deber filial la obligaban a acatar la voluntad de su padre, uniéndose al caballero a quien éste la destinaba y amándole y sirviéndole como a esposo y señor, pues así había procedido ella con sus padres y procedía con su marido.

Algunas semanas despues, Ochanda de Anuncibay era esposa de Fortun de Mariaca.




ArribaAbajo-V-

La torre de Mariaca era sombría y triste como ninguna, a lo que contribuían los espesos robledales que la cercaban y su lejanía de toda otra habitación humana. Con esta tristeza armonizaba la de sus moradores. Fortun estaba casi siempre ausente de su hogar, porque lleno de rencores y enemistades, no tanto porque esto fuese muy común en los caballeros de su tiempo como por efecto de su carácter naturalmente díscolo, continuamente andaba en querellas y guerras, ya por cuenta propia o ya como aliado de tales o cuales banderías. Y casi era esto una felicidad muy grande para la desventurada Ochanda; cuando Fortun estaba en su casa, allí estaba con él la guerra, y de esta guerra Ochanda era la principal víctima, porque Fortun parecía complacerse en martirizar a su mujer con infundados celos y con esquiveces y torturas de todo linaje.

-¡Ah! ¡Cuán distinta era la vida de Ochanda de aquella que había soñado en el hogar paterno, y cuán diferente el hombre con quien se veía unida de aquel que había entrevisto en sus sueños de felicidad casi celeste!

Ni aún tenía criados fieles y compasivos a quienes confiar aquella parte de su dolor que el decoro de esposa y señora le hubiera permitido confiarles; su marido la tenía rodeada de venales y desalmados espías que parecían complacerse en su dolor.

La oración y las labores propias de su sexo y estado, distraían un tanto sus penas; pero esto no bastaba para llenar una vida tan desolada y triste como la suya a la edad de diez y siete años en que el alma necesita horizontes sonrosados e infinitos por donde espaciarse.

Pugnando por abarcar estos horizontes a través de los negros y espesos muros de la torre de Mariaca y de las sombrías arboledas que rodeaban la torre, estaba Ochanda una tarde al morir el día asomada a la estrecha ventana de su cámara.

La lengua euskara, que aún es la vulgar en aquella comarca, se presta admirablemente a la poesía y a la expresión de los afectos tiernos y apasionados. Con decir esto y con añadir que en aquel tiempo todavía no habían decaído en España los trovadores que vagaban de castillo en castillo y de torre en torre señorial cantando la hermosura, el amor y la caballería, no como miserables y despreciados mendigos, sino con la consideración de caballeros y nobles hijos del arte que casi todos merecían, por su nacimiento o su ingenio, y no les negaban las damas y los señores a cuya puerta llamaban con la dulce y noble voz de la poesía; con decir aquello y aladir esto, se comprenderá que en la caballeresca y solariega tierra vascongada abundaban los trovadores en el siglo XIV a que me refiero. Y no eran todos trovadores venales y vagabundos sin más escudo que su laúd ni más hogar que el de las damas y caballeros a cuya puerta llamaban con la dulce y noble voz de la poesía, como lo eran muchos de los cultivadores de la gaya ciencia cuyo cultivo llegó a equipararse en lo honroso con las hazañas guerreras más insignes, como lo prueba el mote heráldico de un caballero navarro que, presumiendo descender de los invencibles héroes de Cantabria y de los dulces trovadores de Provenza, escribió en su escudo:


Cántabros y trovadores
fueron mis progenitores.

En el septentrión de España, en Vizcaya misma, hubo caballeros insignes que si manejaron bien la lanza, no manejaron peor el laúd y la dulce y antiquísima lengua de aquellas montañas. Aún subsiste en el Duranguesado la torre de Pero Ruíz de Muncharaz cuyas trovas y cuya gentileza, según cuentan las tradiciones, pudieron tanto en las espléndidas fiestas que en su corte de Tudela daba el rey Sabio de Navarra, que Urraca, la hermosa hija del monarca navarro, se prendó de él y, arrostrando el enojo de su padre, se unió secreta mente con el elegido de su corazón y fue a sepultarse contenta y feliz en la soledad de Muncharaz, donde vivió amando a Dios, a su marido y a sus hijos hasta que descansó en paz y bendecida al fin de su padre, bajo las cercanas bóvedas de San Torcaz de Abadiano.

Escondíase ya el sol tras las cumbres de las Encartaciones, y el misterio del crepúsculo empezaba a llenar de inesplicable encanto collados y arboledas.

En la sombra de los jigantescos y copudos robles que crecían al pie de la torre resonaron los preludios de un dulce laúd, a los que siguió una canción tan sentidamente pensada y entonada, que Ochanda quedó al escucharla en inefable arrobamiento. Aquella canción ha atravesado los siglos hasta llegar a nosotros, privilegio que Dios concede a la poesía cuando lleva impreso el sello del genio. Temoroso de destruir este sello, no la traslado a la lengua castellana, y seguro de que sólo le entenderían las gentes de la tierra donde se sabe de memoria, me abstengo de reproducir el texto original. Lo único que haré es decir que en ella parecía arder un volcán de amor y brillar un cielo de delicias. Con decir esto y pensar que Ochanda se consideraba muerta para el amor y sus delicias, se comprenderá con cuánta emoción entrevía aquel volcán y aquel cielo.

El misterioso, dulce y apasionado canto se renovó muchas veces apenas las sombras de la noche impedían ver al cantor a través del ramaje desde las ventanas de la torre.

Ochanda no veía con los ojos materiales al cantor; pero le veía con los ojos del alma. ¿Qué forma material le daba? Le daba la de aquel gentil caballero que desde la ventana de su cámara de Anuncibay había visto alejarse Arnáuri arriba tornando amorosamente la vista hacia ella.

Ochanda no sabía que aquel caballero fuese don Juan de Abendaño, y quizá de saberlo no hubiese idealizado en él al cantor del robledal de Mariaca, porque hasta habían llegado a su oído de casada y aun de doncella los desafueros amorosos de Abendaño.

A la banda opuesta de la torre, apenas doscientos pasos de distancia de ésta, también entre seculares árboles, existía una ermita, cuyas ruinas se descubren aún, consagrada a la Virgen María. Ochanda bajaba muchas tardes a orar en aquella ermita, y generalmente bajaba sola, porque la proximidad de la torre hacía innecesaria la compañía y porque quería estar sola para poder llorar y suplicar sin que la oyera nadie más que la madre de los afligidos.

Una tarde, al declinar el sol, bajó a la ermita, proponiéndose tornar, como siempre, antes que anocheciese.

Nunca como entonces necesitaba su corazón confiar sus penas a alguien, porque sus penas eran entonces mayores que nunca. La comparación del mundo real y positivo en que vivía con la de aquel otro mundo de amor y dicha casi celeste que todas las noches mostraba a sus ojos el cantor del bosque, era para ella el mayor de los martirios.

Oró y lloró largo rato a los pies de la Virgen María, y como el día espirase, se levantó para tornar a su triste morada. Al atravesar el cancel no pudo reprimir un grito de sorpresa y no sé si también de espanto encontrando en el pórtico a aquel mismo caballero a quien vio alzar la visera delante de la torre de Anuncibay y luego alejarse Arnáuri arriba tornando amorosamente la vista hacia ella. Sólo que entonces aquel caballero no cabalgaba en brioso potro ni empuñaba pesada lanza: estaba apoyado en uno de los pilares del pórtico y tenía en la mano un laúd.




ArribaAbajo-VI-

Iba cerrando la noche, y Ochanda pugnaba por alejarse de D. Juan de Abendaño, que había empleado inútilmente todas las infernales artes de su ingenio para seducir a las mujeres fingiendo toda la ternura y todo el amor que ha podido soñar una mujer en un hombre.

-Dadme siquiera una lejana esperanza de amor, exclamaba Abendaño, en el colmo de la desesperación, arrodillado a los pies de Ochanda y sin consentir en soltar el manto de la desventurada dama, que había asido para retener a ésta a su lado.

-Pues bien, le contestó Ochanda como loca de espanto y quizá de amor, porque era imposible que mujer tan apasionada y aislada en el mundo como ella, no le sintiese oyendo y viendo a aquel hombre; dejadme tornar a mi hogar y yo os haré en cambio la promesa que me pedís.

-Hacédmela, y partid, contestó Abendaño soltando el manto y alzándose.

-Mientras viva Fortun de Mariaca, mi marido y señor, ni aun el amor de una hermana debéis esperar de mí; pero Fortun es anciano y yo joven. Si yo le sobrevivo y os habéis hecho digno de mi amor, entonces le obtendréis, tan honrado y puro como Fortun le tendrá mientras viva.....

Ochanda se interrumpió sintiendo pasos en la arboleda.

-¡Huid, huid! añadió a Abendaño, y tomó el camino de la torre, mientras Abendaño se alejaba por la parte opuesta.

Pocos pasos había dado Ochanda, cuando se encontró con uno de sus servidores, que le dijo iba en su busca, temeroso, como sus compañeros, de que la tardanza de su vuelta fuese efecto de algún grave accidente.

Dos días después de este suceso, Fortun, que andaba con los de su parcialidad hacia la margen izquierda del Ebro, regresaba a su torre de Mariaca. La noche de su llegada dijo a Ochanda que quería celebrar su regreso cenando alegre y amorosamente con ella. Aunque esta era honra a que su marido no la tenía acostumbrada, Ochanda sintió al anunciársela Fortun un terror inesplicable, porque la faz y las palabras del anciano caballero tenían un no sé qué pavorosamente siniestro, aunque Fortun pugnaba por disimularlo.

Al terminar la cena, Fortun hizo traer un licor que decía guardar por esquisito para banquetes tan gratos como aquél, y escanciando por su propia mano una copa de él, se la ofreció a Ochanda, que la llevó a sus labios sin atreverse a desconfiar de su marido.........

El día siguiente se cubrió con un velo negro en señal de luto el escudo de armas de la torre de Mariaca porque la hermosa y noble esposa de Fortun, Ochanda de Anuncibay, había aparecido muerta en su lecho, aquella mañana, por efecto, según declaración de los maestros del arte de curar, del esceso de alegría que había esperimentado con el regreso de su amado esposo y señor después de larga y penosa ausencia.




ArribaAbajo-VII-

Así que espiró Ochanda, envenenada por su marido, que, fiando en informes de las gentes mercenarias que tenía a su lado para espiarla, creía haber sido vendido y deshonrado por ella, un ángel condujo a las puertas del cielo el alma de la esposa mártir y sin mancilla.

Conforme el ángel y Ochanda atravesaban las regiones etéreas, el primero notó con estrañeza que la segunda estaba triste y se alejaba de la tierra como pesarosa.

-Todos los que van al cielo, le dijo, van radiantes de alegría. ¿Por qué tú te entristeces más cuanto más te alejas de la tierra?

-¡Porque en la tierra dejo a un hombre a quien no espero ver nunca!

-¿Le amabas?

-Sí, y esperaba que mi amor y mis consejos le apartasen de la senda de perdición eterna por donde camina. Falto de uno y otros con mi ausencia de la tierra, ¡ya no tiene quien le aparte de la senda del mal y ya ni en el cielo ni en la tierra podremos unirnos!

Tal desconsuelo mostró Ochanda al enunciar esta última idea, que el ángel se contristó y llenó de compasión al oírla.

-¿Quisieras volver a la tierra? preguntó a Ochanda.

-Sí, aunque fuese por cortos instantes, porque esos me bastarían para apartar del camina del infierno al que seguirá el del cielo cuando sepa que en el cielo me ha de hallar.

-Yo intercederé con el Señor para que te lo conceda.

Ochanda se regocijó con esta promesa del ángel, que era para ella dulcísima esperanza.

Cuando el ángel y Ochanda llegaron a la presencia del Señor, el ángel cumplió su promesa.

-Fuiste buena hija y buena esposa, dijo el Señor a Ochanda, y es mucha mi misericordia para con los que como tú han orado y llorado mucho. Si tal es tu deseo, torna a la tierra; pero ha de ser con una condición precisa, cual es la de que por cada minuto que permanezcas en la tierra, has de padecer un siglo en el purgatorio.

-Señor, acepto esa condición, contestó Ochanda.

-Pues torna a la tierra acompañada del guía con que te alejaste de ella, dijo el Señor.

Y Ochanda, acompañada del ángel, volvió a cruzar las regiones etéreas, tornando a la tierra.

Mediaba la noche cuando a la luz de la luna distinguió allá abajo, como en un profundo abismo, los valles nativos en los que resaltaba la torre de Unzueta que señoreaba el valle de Orozco asentada sobre una eminencia.

Brillaba la luz en una de sus angostas ventanas, por la que penetraron invisibles e impalpables Ochanda y el ángel.

Aquella ventana correspondía a la cámara de D. Juan de Abendaño. D. Juan estaba en aquella cámara, pero no estaba solo: una mujer, joven y hermosa, de aquéllas que el arte infernal de la seducción, en que Abendaño era consumado, arrastraba desenfrenadas y locas de amor en pos de D. Juan a la torre de Unzueta, estaba con él acariciando en su profanado seno la gentil cabeza del «ome endiablado,» como le llamaba el buen Lope García de Salazar.

-¡Don Juan! le decía la desgraciada y culpable barragna, tengo celos de una muerta y no seré feliz a tu lado mientras no los desvanezcas. Tú amabas a Ochanda de Anuncibay, y el amor que aun muerta le tienes, no deja lugar al mío en tu corazón.

-Júrote, hermosa mía, le contestaba D. Juan colmándola a su vez de apasionadas caricias, que si alguna vez he mentido y desamado a una mujer, esa ha sido mintiendo y desamando a Ochanda ¿Sabes la oración que arrancó esta mañana de mis labios la nueva de su muerte? «En el infierno esté con Judas el traidor,» fue lo que entonces dije, y ese será siempre el responso que por Ochanda rece.

-Rondaste por su amor, primero la torre de Anuncibay y luego la de Mariaca, y arrullaste a Ochanda con enamoradas trovas.

-Mentíle siempre amor, porque no hubiera dado un ardite por el suyo, y sólo ansié, primero vengar ofensas recibidas de los de Anuncibay, seduciendo y deshonrando a la doncella que mucho amaban, y luego vengar las recibidas del de Mariaca irritando sus ya rabiosos celos. ¡Amar yo a Ochanda de Anuncibay! No hiciera tal el hijo da mi madre, aunque fuese, en vez de D. Juan de Abendaño, el zafio Ganorabaco que ejerce el oficio de bufón de torre en torre solariega desde la Encartación a Arratia.

El ángel derramaba lágrimas de compasión contemplando el hondo, el infinito, el inmenso sufrimiento con que Ochanda escuchaba este desvarío de D. Juan.

-¡Tornemos! exclamó el alma peregrina y desolada, con voz sólo perceptible para el ángel.

Y ambos volvieron a cruzar regiones y más regiones tornando al cielo.

El Señor los recibió a las puertas de la bienaventuranza.

-Señor, le dijo Ochanda, señaladme el camino de la expiación, que resignada estoy a buscar por él la del minuto que he permanecido en la tierra.

-Entra en mi morada y siéntate a mi diestra, le contestó el Señor tomándola amorosamente de la mano; que lo que has padecido durante un minuto en la tierra, escede a lo que padecerías durante un siglo en el purgatorio.

FIN DE UN SIGLO EN UN MINUTO.