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Neruda. Crítico de la literatura hispanoamericana

Luis Sáinz de Medrano Arce





En modo alguno podríamos tratar de ofrecer una imagen de Neruda como crítico riguroso. Nada más abordar el tema, surgen ante nosotros sobrados textos donde el poeta declara su aversión por esta actividad. Así en la «Oda a la crítica»1 arremete contra quienes osaron desmenuzar su obra con frialdad analítica. Frente a los lectores comunes, abandonados a la pura recepción de la emotividad del poema, que supieron hacer con sus versos «paredes, pisos, sueños», extraer de ellos formas de vida, los críticos de varios talantes, incluidos explícitamente los de filiación marxista, no hicieron sino arrebatar la poesía a sus verdaderos destinatarios para manipularla, cubriéndola «con polvo de esqueleto» y con tinta. La crítica sería, según esto, para Neruda, una agresión al destino auténtico de la obra literaria.

Bien es verdad que circunstancias de otro signo le impulsaron a escribir una segunda oda «A la crítica»2 en la que reconoce la utilidad de la misma para que el mismo creador, entienda mejor su propia obra. En esta ocasión la crítica se convierte en «claro motor del mundo», en cuanto incorpora al canto, con discernimiento, «la luz de otras vidas».

Cabe decir que las dos odas dejan constancia, una vez más, de las contradicciones que jalonan -y enriquecen- la colosal producción nerudiana. Pero, ciertamente, la segunda no logra invalidar la radical repulsa declarada en la primera, revalidada muchas veces por el autor en formulaciones menos duras pero inequívocas. Así en Confieso que he vivido manifiesta: «Me aburren a muerte las discusiones estéticas... La parafernalia de la literatura, con todos sus méritos, no debe sustituir a la desnuda creación»3.

En la práctica, sin embargo, Neruda ha aceptado con docilidad las exégesis sobre su obra firmadas por algunos de sus mejores críticos, específicamente Amado Alonso y Emir Rodríguez Monegal, y por otra parte el mismo no se ha sustraído a la frecuente tentación de opinar, con mayor o menor extensión, sobre escritores de las más diversas procedencias4.

No es, pues, sorprendente que su atención se haya dirigido con muy especial interés hacia los hispanoamericanos, según vamos a tratar de reseñar dentro de los límites que nos son permitidos.

En su mirar hacia atrás Neruda se encuentra en primer lugar con Ercilla cuya americanidad viene certificada por el carácter de su gran creación, en la que el autor del Canto general ve el gran inventario donde en cierto modo su patria fue creada: «Aves y plantas, aguas y pájaros, costumbres y ceremonias, idiomas y cabelleras, flechas y fragancias, nieve y mareas que nos pertenecen, todo esto tuvo nombre, por fin, en La Araucana y por razón del verbo comenzó a vivir»5.

Sus referencias a las letras chilenas del pretérito abarcan muy poco más: apenas alguna breve alusión a Vicuña Mackenna, Blest Gana, Pedro Antonio González... Pero sus contemporáneos le interesaron mucho. Entre los pertenecientes a la generación anterior a la suya, Gabriela Mistral y Vicente Huidobro, han sido los que le han suscitado más amplias reflexiones.

Sobre Gabriela Mistral, la señora «vestida de color de arena»6 que en el Liceo de Temuco, del que fue directora cuando Neruda era estudiante, inició al poeta en la lectura de los novelistas rusos, ha dicho este palabras llenas de respeto. No parece que hubiera «mucha inteligencia»7 entre ambos, según Carmen Conde, durante el poco tiempo que coincidieron en Madrid siendo ambos cónsules de Chile. Sabemos que hubo otros momentos, sin embargo, en que su amistad quedó bien refrendada. Neruda escribió breves pero profundos comentarios acerca de Gabriela. Refiriéndose a sus «Sonetos de la muerte» llegó a afirmar: «Pienso que estos sonetos alcanzaron una altura de nieves eternas y una trepidación subterránea quevedesca». Y, asociando el nombre de aquella al de Rubén Darío: «Quiero reconocer en ellos la edad eterna de la verdadera poesía». Y más aún: «Debo a ellos, como a todos los que escribieron antes que yo, en todas las lenguas»8. A propósito del «desasosiego» de algunos poetas chilenos contemporáneos, calificará, en valoración entrañable, de «áspero y cordillerano»9 el de Gabriela Mistral. Al hablar de los antídotos que la poesía hispanoamericana ofrece contra el preciosismo, dos le vienen a la mente: el Martín Fierro y «la miel turbia de Gabriela Mistral»10.

En lo que respecta a Huidobro, son bien conocidas las serias diferencias que entre Neruda y él existieron, especialmente a partir del famoso asunto relacionado con el poema 16. Tales desavenencias no fueron nunca olvidadas por Neruda como lo demuestran textos de última hora, pero ello no impidió que manifestara en reiteradas ocasiones una positiva valoración de la obra de su compatriota. Así, al rechazar la presunta influencia de Altazor sobre Tentativa del hombre infinito, señalada por Jorge Eliot, se refería a su conocimiento de otras obras del mismo autor, y añadía: «Admiraba profundamente a Vicente Huidobro. Y decir profundamente es decir poco. Posiblemente ahora lo admiro más, pues en ese tiempo su obra maravillosa se hallaba todavía en desarrollo». Tal sentimiento no elimina, desde luego, la radical separación que Neruda establece entre su propia obra y la de Huidobro. Todavía en 1964, fecha en que emitió estos juicios, Neruda consideraba «casi toda» su poesía como una búsqueda desde «la oscuridad del ser que va paso a paso encontrando obstáculos para elaborar con ellos su camino», mientras la de Huidobro «juega iluminando los más pequeños espacios»11.

Mucho tiempo después Neruda matizará estos juicios. De un lado, Huidobro aparece como el adaptador admirable de las modas francesas en Chile, superior incluso, a veces, a sus modelos; de otro, es el poeta egocéntrico de estirpe d'-annunziana, componente de un grupo -habrá que entender "cabeza"- que «creacionaba, surrealizaba, devoraba el último papel de París». Por el contrario -asegura- «yo era infinitamente inferior, irreductiblemente provinciano, territorial, semisilvestre»12. Neruda defiende así su imagen de «buen salvaje» de la lírica, ajeno incluso a las sugestiones del surrealismo, frente al Huidobro amigo del artificio, pero cuya natural humanidad no pudo por menos de emerger finalmente con toda su potencia, porque en él hubo, en definitiva, una evolución «desde los encantadores artificios de su poesía afrancesada hasta las poderosas fuerzas de sus versos fundamentales»13.

En la primera parte del texto de donde procede alguna de las citas anteriores, «Latorre, Prado y mi propia sombra», se enfrenta Neruda con las dos prestigiosas figuras anunciadas.

Al referirse a Latorre, nos va a dar una apreciación de la literatura criollista, a la que busca el modo de acercarse desde la gran distancia que de ella le separaba. Objeta al autor de Zurzulita su carencia de misterio, aunque trata de explicar su obra definiéndola como «forma cristalina de nuestro natalicio, miembro patricio de la cuna nacional»14. Poco después afirma que «a Mariano Latorre, maestro de nuestras letras, le corresponde este papel ingrato de acribillamos con su claridad»15.

¿Cuál sería la razón para que Neruda censurara en alguien la claridad? Sin duda el gran inventariador no compartía el infatigable descriptivismo de Latorre, ávidamente documentalista. Tal vez quiso decir que cuando la realidad acribilla, lo abrumador del testimonio escamotea la magia de las cosas.

La valoración de Prado está hecha desde una mayor proximidad que no excluye tampoco las reservas. Del autor de Alsino nos dirá que fue para él la cultura abierta, sin pudores provincianos. Pero le reprocha su exquisitez de teorizante desapasionado, que traza «una elucubración interminable alrededor de la esencia de la vida sin ver ni buscar la vida inmediata y palpitante»16. Hay indudable recriminación en la apostilla de que «a Prado no lo desentumece el surrealismo»17, tras una no habitual apología de dicho movimiento. Por lo demás este texto, concebido como laudatorio, abunda en reticencias que perfilan el fulgurante humanismo de Neruda.

Respecto a otros escritores chilenos de su generación o próximos a ella, son muchos los nombres que Neruda, incansable relator del mundo, ha recordado en diferentes momentos, aunque esto no conlleve siempre un acercamiento valorativo a la correspondiente obra. Así en el Canto general de Chile dedica sendos poemas a Tomás Lago, Rubén Azocar, Juvencio Valle y Diego Muñoz. En todos ellos evoca compartidas experiencias en la tierra madre y actitudes de compromiso. Destacaríamos en el dedicado a Lago una declaración del enraizamiento común de la obra de ambos en lo vivido, frente a los alienados por la erudición libresca, lo cual refrenda lo que al principio hemos señalado acerca de la posición general de Neruda ante la crítica. Recordemos que Azocar era hermano de Albertina Rosa, la Marisombra de los Veinte poemas de amor, la Rosaura del Memorial de Isla Negra.

Ángel Cruchaga Santa María, amigo íntimo de Neruda, con quien Albertina Rosa terminó por casarse en 1936, recibirá el testimonio de la abierta admiración de este en un texto de especial relevancia, la oda «A Ángel Cruchaga» en la que recuerda la recepción de la «centelleante poesía»18 de Ángel en los días de su infancia, tan precoz para las letras, poesía que asocia con la humanidad y la dulzura, y a la que llama también «monumento de la ternura humana»19.

Otros nombres de jóvenes con los que compartió sueños líricos e inquerida bohemia en la época de estudiante en Santiago son los de Romero Murga, Domingo Gómez Rojas -«joven esperanza de la poesía chilena»20 comparable en las alevosas circunstancias de su muerte a Lorca, Roberto Meza Fuentes, director de la revista universitaria Juventud; Juvencio Valle, González Vera, Manuel Rojas, Alberto Rojas Jiménez. Este último fue objeto de especial atención por parte de Neruda. La referencia en Confieso que he vivido se limita a constatar que «escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de Agú»21. Aparte de calificar de «bellos» sus versos y de referirse a su capacidad para hacer «volar la belleza» y a su «derrochadora personalidad»22, Neruda se explaya en aspectos anecdóticos sobre la muerte del amigo y la repercusión que para él tuvo el conocimiento de la noticia en España. No podemos dejar de recordar aquí, por supuesto, la elegía «Alberto Rojas Jiménez viene volando» publicada en la Segunda Residencia, pero sería inútil tratar de extraer algún rasgo crítico de ese poema que no es sino la valoración sentimental de una figura humana mediante un alarde espectacular de imágenes surrealistas. Otros escritores evocados desde el intimismo y la generosidad son Max Jara, Joaquín Cifuentes Sepúlveda, Alberto Valdivia, Álvaro Hinojosa, Homero Arce...

Entre los poetas de una generación posterior destaca Nicanor Parra, por quien sospechamos que Neruda sintió, al parecer, una mezcla de sincera admiración y algún recelo, literariamente hablando. Al ser recibido Neruda como miembro académico de la Universidad de Chile en 1962, hizo alusión en su discurso a la oportunidad de que fuera Parra, miembro del claustro universitario, el receptor oficial, y aludió al «fulgor de su resplandeciente poesía»23. Neruda reconoce de modo discretamente indirecto que Parra es uno de los poetas renovadores en quienes su propio canto ha de seguir viviendo, dentro de la conocida concepción nerudiana de la poesía como empresa colectiva. El poema de 1967 «Una corbata para Nicanor»24, configurado como un caligrama, muestra con divertida alarma, la dirección de la renovación de la lírica de Parra: «Este es el hombre / que derrotó / al suspiro / y es muy capaz / de encabezar la decapitación del suspirante»25. Neruda reconoce en último término, que el autor de los Antipoemas está lejos de ser inmune a la emoción, toda vez que al desembarazarse de sus propios suspiros lo hace «suspirando»26. Ahora bien, al decir esto ¿no está acaso Neruda justificándose a sí mismo por persona interpuesta? Tal vez el autor del Canto general, que ensayó a partir de Estravagario el camino penoso, parcial e intermitente de la autodesmitificación, aproximándose, no sabemos si casualmente, a Parra, necesita hablar de su propio esfuerzo emocional a la hora de jugar a la antiemoción. Pero hay otras preguntas. ¿No será el poema dedicado a Nicanor un exorcismo contra el peligro de la expansión irrefrenable de una lírica tan antirromántica que ponga fuera de juego los versos de ese último romántico (pese a ciertos escarceos) que fue Neruda, demostrando que nadie es capaz de dejar de suspirar?

Los límites de este trabajo nos impiden casi abordar lo que respecta a las observaciones críticas de Neruda acerca de autores hispanoamericanos rio chilenos. Estas fueron evidentemente muchas. Habría que destacar ante todo sus conocidos textos laudatorios de Rubén Darío, entre los que sobresalen su «Discurso al alimón» con García Lorca y cierto poema de La Barcarola27, así como otros a veces de escasa entidad pero casi siempre certeros. De estos recordamos los referentes a Herrera y Reissig («sublima la cursilería de una época reventándola a fuerza de figuraciones volcánicas»28), Vargas Vila («cubrió con su valentía y su coruscante prosa poética toda una época otoñal de nuestra cultura»29), César Vallejo («el más grande de los poetas y el más hermano entre mis hermanos»30), López Velarde, Sabat Ercasty, Gallegos, Otero Silva, Asturias, Paz, Carranza... Imposible glosar tantos juicios.

No queremos, sin embargo, dejar de referirnos a un momento muy específico y peculiar de estas ojeadas críticas. Estamos aludiendo al libro Fin de mundo (1969) donde un Neruda que parece definitivamente encarrilado por la vía del escepticismo -impresión que invalidarán poemas como los de La espada encendida- se dedica a revisar los mitos de nuestra época. Entre ellos se encuentran algunos nombres intocables de la tradición literaria occidental sobre los que Neruda no tiene inconveniente en proyectar demoledores sarcasmos («¿Hasta cuándo llueve Verlaine / sobre nosotros?...31, etc.). Pero nos interesa su atento examen de algunos hispanoamericanos. El primero es Oliverio Girondo, ante quien Neruda se manifiesta fascinado, porque Girondo es el creador relampagueante e insolente, poseedor de un necesario «iconoclasta desenfreno», incluso ante el magisterio de Europa, cuya «moneda falsa»32 deben aprender a no mendigarlos hombres de América.

Se refiere después Neruda a los «poetas excelsos»33 que jugaban al cosmopolitismo en los tiempos juveniles en que él era un desorientado provinciano. Una vieja herida resurge en esta evocación otoñal de la primera vanguardia chilena, en la que muchos, a fuerza de buscar novedades, se encerraron en un papel de eternos epígonos, sumergidos en la piscina de Perse y Eliot.

Siendo forzoso concluir, es inexcusable destacar al menos el interés del poema de este mismo libro «Escritores»34, en que alude a varios novelistas del «boom», con apostillas irónicas, nada coherentes en algunos casos, con otros juicios vertidos sobre ellos aquí mismo y en otros lugares35. De Cortázar se resalta la dificultad de su lenguaje y acaso la inutilidad de su esfuerzo de «pescador / que pesca los escalofríos». Parece tacharse de incongruente a Vargas Llosa, porque «contó / llorando sus cuentos de amor / y, sonriendo, los dolores / de su patria deshabitada». Especial acritud alcanza la diatriba contra Lezama Lima y otros «sexuales escritores» que olvidaron «la insigne revolución». A Rulfo, Fuentes, Otero Silva (cuya mención aquí asombra), José Revueltas y el pintor Siqueiros se les acusa de ambigüedad: «¿En qué quedamos, / por favor?». Sábato, Onetti y Roa Bastos resultan ser autores de un «pornosófico monólogo» frente al deber de «llenar las panaderías». Sólo García Márquez es mostrado como fiel al compromiso humano.

Sorprendentemente, a la hora de recapitular, en el mismo poema, el que se ha definido como «el cronista irritado / que no escucha la serenata» habla de «mis compañeros», cuya obra, hecha con «un idioma de tierra pura», ha dado a conocer la realidad de América en Europa. No es ésta, como vemos la única paradoja deducible de cuanto llevamos expuesto. Y es que la poética de Neruda, en gran medida perfilada a través de su estimación de lo ajeno, incluyó frecuentemente el noble ejercicio de develar, zanjándolas o no, algunas de sus muchas turbaciones en voz alta.





 
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