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Neruda después de «La sangre por las calles»

Luis Sáinz de Medrano Arce





Resulta casi inevitable al entrar en el tema de su relación con España aludir en primer lugar a unas declaraciones del poeta que, no por muy difundidas, resultan menos imprescindibles en una ocasión como ésta. Se encuentran en un texto de 1947, «Viaje al corazón de Quevedo». No vamos aquí a comentar el alcance de la profunda admiración que sintió el chileno, como tantos hispanoamericanos, por este gran poeta del XVII español. Baste decir que Neruda lo considera como «un hombre turbulento y terrible» y, a la vez, como «el más grande de los poetas espirituales de todos los tiempos» (Obras completas, ed. de H. Loyola, O. C., Barcelona, Galería-Círculo de Lectores, Nerudiana dispersa, I, 2001, p. 452. En adelante O. C., vol. y p.).

Pero lo que quiero destacar aquí son otras emotivas palabras del mismo ensayo en las que, yendo más allá, el chileno pone de relieve la fundamental importancia de su descubrimiento de España: «A mí la vida me hizo recorrer los más lejanos sitios del mundo antes del que debió ser mi punto de partida: España [...]. Cuando pisé España [...] me di cuenta de una parte original de mi existencia, de una base roquera donde está temblando aún la cuna de la sangre» (ibid., p. 454).

Puesto que se ha puntualizado muchas veces lo que representó para Neruda su permanencia en España entre 1934 y 1936, como cónsul de Chile, en Barcelona y en Madrid y, brevemente, trasladándose desde Francia, en el 37 con motivo del Congreso de Intelectuales Antifascistas de Valencia, todo ello tras cerca de cinco agobiantes años en el Extremo Oriente, a los que siguieron dos en Chile y Argentina, y bien sabida su excelente relación con la mayor parte del mundo intelectual español y el impacto de la Guerra Civil, no es necesario insistir ahora en estos aspectos, pero vale la pena acudir a un poema aparecido en España en el corazón. Se trata de «Cómo era España», una definición en profundidad del país con un sistema enunciativo realmente formidable, un sistema que tendrá, por cierto, su paralelismo en el apartado «Alturas de Macchu Picchu» del Canto General1.

Se inicia «Cómo era España» con una serie de oraciones abiertas a amplias predicaciones nominales, y continúa con otras declarativas en las que el poeta resalta sus propios sentimientos hacia el país. De pronto, la pasión por designar le lleva a iniciar un sistema de enumeraciones, algunas de valor metafórico, cuya vehemencia adensa el tono emocional. Inesperadamente sigue una lista de 123 topónimos que configuran el resto del poema: «Huélamo, Carrascosa,/ Alpedrete, Buitrago, Patencia, Arganda, Galve,/ Galapagar, Villalba/ [...]». Lo cierto es que Neruda durante su estancia en España apenas conoció Barcelona, Madrid, Toledo -en fugaces escapadas-, Cuenca, donde al parecer dio a conocer algunos de sus poemas sobre la guerra, y Valencia por el motivo antes indicado. Sin embargo, en el poema que ahora comentamos, aparecen nombres lejanos y heterogéneos poco frecuentados, en general, por las guías de turismo. Lo que nos interesa destacar es sobre todo que el conjunto del impresionante asíndeton funciona con la eficacia de una poderosa letanía, con la gravedad de una salmodia cuyo final se produce abruptamente, para dejar una soberbia vibración, teniendo en cuenta además que el poeta deliberadamente renuncia a sostener toda su enunciación en un proceso rítmico, lo que elimina cualquier halago, de modo que sólo queda la solemnidad desnuda de los topónimos, reveladores de la España más profunda. El contraste, así, entre la primera y la segunda parte de este poema es evidente, y el resultado es la percepción del país en su grandeza inicial, más allá de la historia.

Pablo Neruda ya no volvió a España, en el sentido aceptable de la palabra. Luis Rosales y José Caballero lo acompañaron en una escala fugaz y emocionante en el aeropuerto de Madrid en 1972; García Márquez lo acogió unas horas durante una corta escala de su barco en Barcelona, y sabemos que hizo otras en Cádiz (recogida en «Elegía de Cádiz») y en Tenerife.

Descontamos aquí sus actividades prorrepublicanas en Francia durante la guerra, su efectivo apoyo a los españoles del exilio con el mítico Winnipeg por medio. Reincorporado a su patria, no dejará de mantener viva la llama de su conexión con España. Entre los poetas, pervive sobre todo el recuerdo de las dos grandes víctimas de la represión, García Lorca y Miguel Hernández, y, con relación a los vivos, su contacto con Alberti, a quien tendría la satisfacción de recibir en Chile con su esposa María Teresa León.

Pero la prueba de fuego de su adhesión a España llegó con el Canto General (México, 1950, sin olvidar la clandestina edición chilena), obra que no podía dejar de incluir un apartado, «Los conquistadores», en el que el poeta, obligado a recordar los episodios esenciales de la historia de su mundo americano, había de denunciar la violencia de la conquista, en un recuento minucioso de nombres y hechos propios de aquella época que él alguna vez calificó de «torrencial». Por supuesto, la idealización inicial de las sociedades prehispánicas no ocultará las injusticias que los de abajo padecieron en ellas -remitimos de nuevo a «Alturas de Macchu Picchu»-. Pero insistimos en lo dicho antes: en la enérgica y reiterada protesta contra los invasores hispanos. De ellos sólo exculpará a dos: Balboa, situado primero entre los execrados («La cabeza en el palo») para, en otro poema inmediato («Homenaje a Balboa»), en gesto muy nerudiano, honrarlo como víctima de la propia conquista. El otro conquistador salvado de la quema es Ercilla, en el poema del mismo título, Don Alonso, el bienamado de todos los chilenos porque testimonió con extraordinaria fuerza lírica en su Araucana la grandeza y dignidad del pueblo mapuche, cuyos herederos pueblan entonces y ahora los lugares de la infancia y adolescencia nerudiana, Parral y Temuco: «Hombre, Ercilla sonoro, oigo el pulso del agua/ de tu primer amanecer, un frenesí de pájaros/ y un trueno en el follaje/ [...] sonoro, sólo tú no beberás la copa,/ de sangre, sonoro, sólo al rápido/ fulgor de ti nacido,/ llegará la secreta boca del tiempo/ [...]».

Ahora bien, en este apartado se produce un cierre, un colofón que el poeta no ha creído justo, no podía soslayar. Si en «La lámpara en la tierra», al comienzo del Canto General, había querido reflejar la pureza esencial de lo que se llamó Nuevo Mundo, desligándolo de la historia y asociándolo a la utopía («tierra mía, sin nombre, sin América»), en último término, al fin de «Los conquistadores», encontramos el reconocimiento de que ese hermoso mundo, de inocencia ya desenmascarada, recibió, además de acciones violentas, por parte de los conquistadores, «número, nombre, línea y estructura» («A pesar de la ira»), más o menos los elementos pitagóricos que ordenan el universo, incluida la lengua. Sobre este soberbio don recaerá muchas veces la atención del poeta: «Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos...» (Confieso que he vivido, O. C., V, p. 455).

En el capítulo «Los libertadores» no puede dejar de haber un espacio para glorificar a un español inolvidable, el Padre Las Casas, a quien Neruda convierte en un contemporáneo: «Piensa uno, al llegar a su casa de noche, fatigado,/ entre la niebla fría de mayo, a la salida/ del sindicato [...]» («Fray B. de Las Casas»). Menos previsible es la presencia de otro español, Javier Mina («Mina, 1817»), quien tras haber participado en acciones bélicas en España pasó a México para apoyar la causa independentista, lo que motivó su fusilamiento por los realistas. Este personaje fue uno de los que sirvió a Neruda para dejar clara la idea de que, frente a la España oscuramente aferrada a la tradición, existe otra, la «España clara, España transparente». Es ésta la que revisa Neruda al asociarla al guerrillero navarro; la España de los Comuneros, hábilmente y también justamente mezclada -porque al fin la poesía es la voz más auténtica de un pueblo- con las de Garcilaso y Góngora.

Más tarde, el Canto General, que había empezado refiriéndose a los «ríos arteriales» de la tierra pre americana, retornando de otro modo a la exaltación de las voces creadoras, se refiere a los poetas como «Los ríos del canto», nuevo apartado. Si Darío los había definido, hablando en general, como «torres de Dios, [...]/ pararrayos celestes», Neruda prefiere identificarlos no con los que reciben el profundo saber de lo supraterrenal, sino con los que lo sedimentan en su largo recorrido por la misma tierra que los circunda. Adviértase que antes, no por casualidad, había hecho referencia a «Los poetas celestes» («Las oligarquías»), para definir a los que ignorando deliberadamente la realidad, cultivan especulaciones como las que el mismo calificó de «metafísica cubierta de amapolas», refiriéndose a su etapa residenciaría en España en el corazón. Nada que ver, por supuesto, sin embargo, con una censura indirecta a su siempre admirado Rubén.

Pues bien, lo que queremos resaltar en «Los ríos del canto» es una nueva mirada nerudiana sobre España y dos de sus poetas: de los cinco en total seleccionados dos son españoles, Rafael Alberti y Miguel Hernández. El poema dedicado «A Rafael Alberti (Puerto de Santa María, España)» es no sólo un elogio al gran poeta gaditano sino, por así decirlo, uno de los soportes de la permanente autobiografía que Neruda, directa o indirectamente va desarrollando también en su obra poética: «Rafael, antes de llegar a España, me salió al encuentro/ tu poesía, rosa literal, racimo biselado/ [...]/ Recordarás lo que yo traía: sueños despedazados/ por implacables ácidos, permanencia/ en aguas desterradas [...]». El largo poema marca también sus proyectos para un futuro en que ambos puedan compartir los hermosos lugares de la Andalucía ahora vetada para los dos, la patria chica de Alberti que Neruda no conoció. Hay otro proyecto sumamente emotivo: la visita a la tierra bajo la que reposa el imperecedero Federico, el muerto inmortal con quien el chileno compartió en Buenos Aires un famoso discurso «al alimón» sobre Rubén Darío, el que lo recibió en la estación a su llegada a Madrid y con quien experimentó en esa ciudad el gozo de la amistad y la poesía; el mismo, en fin, que lo presentó en el Paraninfo de la entonces Facultad de Filosofía y Letras, edificio que sería no mucho después otra víctima del Madrid asediado.

Cierto que la relación de Neruda con Alberti había sido muy intensa desde que empezó a mantener correspondencia con él, encontrándose el chileno en sus errantes consulados del Oriente, amistad que incluyó los esfuerzos del gaditano por conseguir que se editara en España Residencia en la tierra, algo que se consiguió al menos parcialmente mediante la publicación de algunos de sus impactantes poemas en Revista de Occidente y estimuló sin duda a Neruda a tratar de establecerse en este país.

En cuanto al poema dedicado «A Miguel Hernández, asesinado en los presidios de España», el joven, rústico y sabio poeta de Orihuela, que se presentó en Madrid asombrando a todos con sus versos y en particular a Pablo Neruda, que sintió por él una estimación paternal, cabe decir que estamos ante una de las elegías más entrañables escritas por Neruda, verdadero maestro en el género: «Llegaste a mí directamente de Levante. Me traías,/ pastor de cabras, tu inocencia arrugada,/ la escolástica de viejas páginas, un olor/ a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado». En este poema se encuentran ciertas imprecaciones contra algunos de los poetas españoles que habían permanecido en la España franquista. Corresponden a estos versos: «Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre/ en sus libros, los Gerardos, los Dámasos, los hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo,/ que no será borrado tu martirio, y tu muerte/ caerá sobre toda su luna de cobardes/ [...]».

Como reacción a estos denuestos, sin duda injustos en cuanto afectaban a dos intelectuales y altos poetas a quienes se daba, además, una representación genérica de quienes no habían abandonado España, Leopoldo Panero, en otro tiempo amigo y admirador de Neruda, temprano colaborador en Caballo verde para la poesía, publica en 1953 el libro Canto personal. Carta perdida a Pablo Neruda, donde sintetizó, junto al suyo, el pensamiento de quienes, instalados en el nuevo sistema, no podía aceptar el ataque y la actitud del chileno. La edición antológica de este libro hecha por Javier Huerta Calvo2, que ha contribuido a la difusión de una obra hoy poco recordada, ha facilitado también el acceso a los juicios que mereció en su momento en España. Construido en estrofas de rango clásico, tercetos encadenados, el Canto de Panero muestra a un verdadero poeta, aunque hará falta tiempo para juzgar imparcialmente sus valores literarios. Sobre su significación sociológica recogemos, entre los reproducidos por Huerta, un juicio de quien fuera ilustre profesor en el zaragozano colegio de los Labordeta, en una época en que apenas era posible hablar en clase de cierta literatura contemporánea, así como notable poeta y prosista: «Panero [...] quizá en un viaje a países hispanoamericanos, en un viaje frustrado, entró en una crisis que le llevó a escribir un libro descoyuntado, el dirigido a Neruda, que le puso en situación muy mala frente a una juventud que en aquel instante empezaba a ser masivamente discrepante respecto al Régimen español» (p. 47). Añadiremos que Huerta recoge la afirmación de Panero de que fue una alusión acusatoria a José María de Cossío por parte de Neruda en Las uvas y el viento (1954) la que en realidad motivó El canto personal. Si así fue, Panero habría conocido la publicación clandestina, anticipada, en la revista Cuadernos de Cultura del P. C. de España, n.º 9, 1952, del poema «A Miguel Hernández», («El pastor perdido» en la edición oficial).

Volviendo a la presencia de Lorca en los versos de Neruda, en Canción de Gesta (1960), el chileno insiste en el recuerdo del granadino, a quien juzga «asesinado/ por la caterva infiel de los Paneros» («Meditación sobre la Sierra Maestra»), algo que naturalmente hay que interpretar como reacción al Canto personal. Y sólo un apunte más, siguiendo con datos de Huerta: habiendo obtenido el libro de Panero el Premio Nacional de Literatura «18 de Julio», Rafael Sánchez Mazas, portavoz del jurado, hizo una apología de lo que en general se llama poesía panfletaria, tan frecuentada por Neruda (y tan censurada también, en su caso), en estos términos: «Gran tradición ésta de la poesía civil, que viene ya del mundo greco-latino, [...] pasa por Dante y por Petrarca y llega a nuestro Quevedo, y a Unamuno y a Rubén» (p. 58).

No insistiremos en este tema, a no ser para llamar aún la atención sobre lo esperable que resultaba el hecho de que la obra de Neruda, desde las Residencias, padeciera grandes limitaciones para su difusión en España durante largo tiempo.

Y siguiendo adelante con el Canto General como pauta para ir precisando, con fácil desahogo, la relación de Neruda con lo español, encontramos una nueva ocasión de hacerlo al enfrentarnos con uno, entre varios, de los poemas más lujosos, si se permite el adjetivo, de este libro. Se encuentra en el apartado «El gran Océano» y su título es «Mollusca gongorina».

Góngora, otra de las figuras señeras del Siglo de Oro, comparece bastantes veces en la obra de Neruda. En una ocasión lo hace con una acusación excesiva y que como tal fue rechazada por Rafael Alberti en La arboleda perdida. El chileno, para exaltar una vez más a García Lorca, afirmó en un ensayo a él dedicado en Hora de España, (Valencia, 1937), que «fue tal vez el único sobre el cual la sombra dominadora de Góngora no ejerció el dominio de hielo que en el año 1927 esterilizó estéticamente la gran poesía joven de España» (O. C., IV, p. 390). No obstante es manifiesto que la fruición gongorina circula por muchos cauces de la obra nerudiana. Y pudo ser el propio Lorca, exégeta admirable del cordobés, quien le ayudó a percibir la estética de la obra gongorina cuando dijo: «Góngora no viene a buscarnos para ponernos melancólicos, como otros poetas, sino que hay que perseguirlo razonablemente»3. Muestras de la devoción de Neruda por Góngora las hay por muchos de los grandes resquicios de su poesía. Y él mismo nos ha contado, en la donación de su biblioteca personal a la Universidad de Chile, sus sensaciones al adquirir en Madrid «la magnífica edición de Góngora del editor flamenco Foppens, impresa en el siglo XVII, cuando los libros de los poetas tenían una inigualable majestad. Aunque costaba sólo cien pesetas [...], yo conseguí pagarlo por mensualidades. Pagaba diez pesetas mensuales» (O. C., I, p. 945). Fluidas palabras de satisfacción jalonaron, por cierto, también los comentarios dedicados en esa oportunidad a otros libros de insignes poetas de la Edad Dorada (Garcilaso, Soto de Rojas, Latorre). Y como siempre, la emoción al referirse a un libro de Lorca.

Pues bien, retomando «Mollusca gongorina», encontramos probablemente el más espléndido momento del gongorismo nerudiano. Baste recordar unos versos: «De California traje un múrex espinoso,/ la sílice en sus púas, ataviada con humo/ su erizada postura de rosa congelada/ y su interior rosado de paladar ardía/ con una suave sombra de corola carnosa/ [...]». Únicamente en el tan mentado poema IX de «Macchu Picchu» podemos encontrar un repertorio metafórico tan desbordante. Pero aquí este desfile de conchas de moluscos posee un esplendor más puro, más transitable, más próximo a los mejores momentos de Góngora, de ése que tal vez no vino a buscar a Neruda más, portador al fin de la España «clara» y «transparente», siempre lo esperó.

La función del gongorismo en Neruda fue también, insensiblemente, la de tomar contacto con una escasamente comentada pasión nerudiana: la de la racionalidad y la perfección que su ferviente inquietud por el devenir de lo inmediato habían opacado muchas veces. Así no es sorprendente apreciar en los últimos versos de este poema elementos que nos remiten a algunos citados a propósito del citado «A pesar de la ira» en «Los conquistadores»: «Pero debo nombrar, tocando apenas/ ¡oh Nautilus, tu alada dinastía,/ la redonda ecuación en que navegas/ deslizando tu nube nacarada,/tu espiral geometría en que se funden,/ reloj del mar, el nácar y la línea,/ y debo hacia las islas, en el viento/ irme contigo, dios de la estructura».

En el último apartado del Canto General, «Yo soy», surge nuevamente España en dos poemas: «La guerra (1936)» y «El amor». La apasionada dedicación del primero al tema anunciado no es inferior a la que late en el segundo, donde España aparece como el espacio privilegiado que le concedió, entre otras mercedes, el amor a la excepcional mujer que identificamos con la sugestiva argentina Delia del Carril, quien sustituyó a la apagada holandesa Antonieta Hagenaar, que regreso a su país con la desventurada hija común. (Toda una penosa historia). Delia fue aquella cuya vestidura apareció «antes del incendio», «entre las mieses de España». España, objeto de amor en sí misma, fue también territorio del amor humano.

Y sigue habiendo mucho más en nuestro tema. En el apartado XV, tras haber tomado tierra una vez más en el gran libro que seguimos, Neruda hace públicos sus dos testamentos, testamentos sociales vinculados a la energía que quiere transmitir a los expoliados. Legará su ya consolidada casa de Isla Negra, un prodigio de artesanía elemental junto al Pacífico, «a los sindicatos, [...] a los maltratados hijos de mi patria». Pero hay algo más de valor esencial: sus libros para «los nuevos poetas de América» (lo que no contraviene la donación antes aludida), «los que un día/ hilarán en el ronco telar interrumpido/ las significaciones de mañana». Y he aquí de nuevo la recomendación donde resurge con fuerza la poesía clásica española: «Que amen, como yo amé, mi Manrique, mi Góngora,/ mi Garcilaso, mi Quevedo:/ fueron titánicos guardianes, armaduras/ de platino y nevada transparencia/ que me enseñaron el rigor». Vemos aquí la incorporación de otro eximio poeta de España, Jorge Manrique, esa voz grave y delicada que desde el corazón de la Baja Edad Media sigue enviando un mensaje acerca de las limitaciones de la vida, de valor universal pero especialmente apreciado como algo íntimo por todas las generaciones de lectores hispánicos.

De modo que a la hora de la ejemplaridad y de la noble elección moral, la opción por lo constructivo y la reflexión imprescindible, son fundamentalmente poetas españoles los que componen la donación del poeta chileno. Se une a ellos el ruso Mayakovsky y se establece un contraste con los «viejos lamentos» de Lautréamont, el uruguayo-francés antecesor del surrealismo, cuyo «aullido» no dejará de apreciarse en otro contexto («Latorre, Prado y mi propia sombra», O. C., IV, p. 1086).

No dejamos de tener en cuenta al decir esto que Manrique protagoniza una de las Nuevas Odas elementales (1956), con la particularidad de que su presencia en este caso tiene el propósito de mostrar al «buen caballero/ de la muerte» en actitud de rectificar, si le fuera posible su obsesión por el tema que le dio la fama, toda vez que «es la hora de la vida». En nada cambia, por supuesto, el respeto hacia su figura y su obra.

Ya hemos mencionado antes Las uvas y el viento (1954), a propósito de poemas que tienen que ver con España. Volviendo sobre este libro hemos de incluir el poema dedicado a «Picasso», creador de «una conversación azul» en la ciudad francesa de Vallauris, prisionera del humo. Pero atrae nuestra atención enseguida, en «Palabras a Europa», una actitud humilde que lleva al poeta a decir a los europeos: «Aquí he venido/ a aprender de vosotros». Y razonada esta modestia, aparece una solicitud breve pero ciertamente dramática que nos sitúa de nuevo ante nuestro tema: «No me cerréis la puerta/ como las puertas negras salpicadas de sangre/ de mi materna España». Subrayamos estas últimas palabras que nada tienen que ver con el cliché de «la madre patria».

Con la misma salvedad hemos de volver sobre lo que tal vez sea la mayor declaración afectiva de Neruda respecto a España, dentro del título genérico del que ya hemos hablado, «El pastor perdido», cuarto apartado del libro. Cuando leemos en el poema inicial, «Vuelve, España», versos de tanta intensidad como «España, España, corazón violeta,/ me has faltado del pecho, tú me faltas,/ no como falta el sol en la cintura/ sino como la sal en la garganta [...]/ España, eres más grave que una fecha,/ agua en tus aguas, sangre en tus heridas,/ hoy me niegas la boca que te llama,/ tu voz, la construcción de mi existencia [...]/ Te quiero intacta, entera,/ a mí restituida/ con hechos y palabras,/ con todos tus sentidos [...]». Cuando esto leemos, repito, nos preguntamos, sin permitirnos, después de tanto, una respuesta: ¿es éste el más emotivo, patético de los poemas que Neruda dedicó a España? Admitamos que en todo caso se trata de una pródiga, preclara muestra de esa poesía que Lorca definió como «el gran idioma español de los americanos, tan ligado con las fuentes de nuestros clásicos, poesía que no tiene vergüenza de romper moldes, que no teme el ridículo y que se pone a llorar de pronto en mitad de la calle»4. Sin duda costaría mucho encontrar otros textos poéticos, tal vez con excepción de los de César Vallejo en España, aparta de mí este cáliz, en que se manifieste, de un modo tan explícito, un sentimiento de este tipo sin temor al peligroso «exceso de evidencia» que los teóricos de la poesía detestan -y no olvidamos a Rubén Darío ni a los poetas del 98, ni a Maragall con su «Oda a Espanya», ni a Blas de Otero en Que trata de España, o a José Hierro en su Canto a España.

Para ser más justos, habría que señalar también la presencia en el Tercer libro de Odas la presencia de otro español de muy distante signo, en la dedicada «A Juan Tarrea», ridiculización del poeta Larrea, por las grandes desavenencias que él y Neruda mantuvieron. Uno más en la no corta y muy heterogénea lista de los enemigos de Pablo Neruda. Resultaría llamativo, si no conociéramos ciertos poemas de España en el corazón y del Canto General, que el maestro de la ternura pudiera manejar tan diestramente el arte de fustigar: «Tarrea, vuelve/ a tu cambalache/ de Bilbao./ a la huesa del monasterio pútrido,/ golpea/ la puerta del Caudillo,/ eres su emanación, su nimbo negro».

También nos parece justo descubrir lo que el poeta irónico y sorprendente que abre en Estravagario (1958) nuevas corrientes a sus poemas, puede llegar a decir dentro del tema español. Si por ejemplo leemos ciertos versos de un poema relativo a una bella ciudad española, cuya irresistible llamada oía en noches de diversión madrileña, según cuenta en sus memorias, y hacia la que se precipitaba con sus amigos poetas para dormir en las arenas del Tajo, encontramos nada menos que esto: «¿Qué anduve buscando en Toledo,/ en esa pútrida huesera/ que sólo tiene cascarones/ con fantasmas de medio pelo» («Itinerarios»). No es, desde luego el único lugar tratado con esa especie de divertida displicencia en el mencionado libro.

Pronto, en Navegaciones y regresos (1959), especie de cuarto libro de Odas, encontramos la todavía la dedicada a Ramón Gómez de La Serna, residente por entonces en Buenos Aires («su madriguera transandina» donde percibe «el frío que se cuela desde España», y donde sigue con su actividad de «poeta/ presuroso y espacioso»). Estamos ante una de esas operaciones de rescate que Neruda hizo con personas y países que habían quedado no suficientemente instalados en sus incontables evocaciones.

Inmediatamente nos llama una obra de 1964, Memorial de Isla Negra, repartida en cinco extensos volúmenes. La voluntad autobiográfica proyectada en ellos y resuelta con bastante rigor en los dos primeros apartados no se muestra muy regulada en el III, cuyo título, «El fuego cruel», hacía esperar una mayor concentración en el tiempo español del poeta. Bastan no obstante dos poemas para introducirnos intensamente en él. El primero, cuyo nombre reproduce el de todo el apartado, refleja el encuentro con la «España transparente», otra vez, que le ofreció los dones en otras ocasiones recordados: «rama cristalina,/ sombra y claridad,/ frescura/ de antigua luz» y «lo que le (me) robó con agonía», mientras, con insólita precisión recuerda la muerte -en tiempo presente- que se acercaba «desde Albacete y Soria». El segundo poema, «Yo recuerdo», tiene la impronta nerudiana del afán de dar testimonio: «Aunque no haya nadie/ que recuerde,/ yo soy el que recuerda». Y otra vez la asunción profética de los ojos y la voz de quienes no los tienen. Además reaparece el exilio español, incluida la gesta del Winnipeg y el orgullo de haberla promovido. El poema dedicado a la amada capital de España (¡Ay, mi ciudad perdida!) se yergue con versos de doloroso sabor intimista: «Me gustaba Madrid por arrabales [...]». La visión, el sabor, el tacto de las materias: el mundo del esparto y los toneles de vino -duro Valdepeñas siempre en Pablo Neruda-, carbones, madererías, panaderías, la geografía madrileña: barrio de Cuatro Caminos, número 3 de la Calle Velingtonia, domicilio de Vicente Aleixandre. Cuánta poesía en la poesía sin pureza.

En verdad parecería que el tema de España debería estar agotado a estas alturas en la extensa obra de Neruda. Sin embargo, como algo que es incapaz de clausurarse, reaparecerá hasta el final aquí y allá. Por ejemplo en «Sonata crítica», cuarto volumen del Memorial de Isla Negra al recordar con remordimiento a Delia del Carril, abandonada luego por Matilde Urrutia, en un proceso dialéctico que busca la justificación, habrá de evocar inevitablemente los compartidos días de la guerra española.

Aunque terminaran aquí las referencias a lo español en Neruda, ya mostrarían indudablemente su intensidad, sin contar otros textos en prosa a los que podríamos acogernos. Por lo que a la poesía se refiere, en el poema «A José Caballero, desde entonces» (Geografía infructuosa, 1972), el muy joven pintor del «entonces» provoca otra vez las evocaciones físicas de Madrid: «el frío [...] como un lobo/ que venía de Guadarrama», los viejos barrios «con barricas/ y cuerdas y quesos flotantes», «la sepulcral Plaza Mayor», más la nostalgia de «la calle de la Luna/ y la taberna de Pascual», y junto al recuerdo de Caballero, el de los que no cesan de vivir en su obra: Federico y Miguel Hernández.

Terminamos. No puede ser más significativo que en el último de los libros publicados en vida de Neruda, Introducción al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973), donde hace almoneda de sus más valiosas joyas para convertirse en «palanquero, rabadán, labrador, gasfiter o cachafaz de regimiento», aparezcan dos poemas titulados «Leyendo a Quevedo junto al mar» y «Mar y amor de Quevedo», a la vez que glosa los ingastables versos de «mi compañero Ercilla». Constatamos, por último, en Elegía (1974), el homenaje al escultor toledano Alberto Sánchez, amigo en los días más tristes de España, exiliado en Moscú y postergado «por el falso realismo (que)/ condenó sus estatuas al silencio,/ mientras abominables, bigotudas/ estatuas plateadas o doradas/ se implantaban en plantas y jardines» (IX). Nunca aceptó Neruda el realismo socialista y no es casual que se declare en esta ocasión «hijo del Greco». Pero éste es otro tema. Anotemos ya someramente: en Jardín de Invierno (1973) se encuentra el poema «Con Quevedo en primavera»; en El libro de las preguntas (1974), sugestiva colección de greguerías, hay una alusión a Colón, a España y a Góngora.

En fin, el tema da para otra vez, para muchas veces otra vez. En todo caso, como el chileno escribió en Estravagario: «Mientras se resuelven las cosas/ aquí dejé mi testimonio».





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